Plomo Crudo Para El Desayuno 1
1 Plomo Crudo Para El Desayuno Lo que más la deslumbró de su decisión fue la fuerza pasional con la que se expresó, ella se había prometido y resignado a mantenerse al margen de los chicos que se expresaban con tanta euforia, pero cuando por primera vez se le presentó una situación así, se vino abajo, se dejó abrazar y no puso objeciones a sus planes para ir al fútbol el fin de semana. Había estado esperando por Timoteo y se le habían quedado los pies fríos, pero se le había pasado la incomodidad de la espera cuando lo vio llegar con sus amigos y al dejarlos atrás para salir corriendo a su encuentro. Ya no le molestaba su falta de atención cuando le hablaba de sus otros amores, como si para ella hubiese sido una revelación que existieran ese tipo de chicos, o tal vez que no le diera la importancia necesaria como para desear saber si se merecían el uno al otro en un mismo plano actualidad. No era como para conmoverse en el sentido de un amor que había creído inalcanzable, pero sobre todo, porque era posible que aquel respeto por la ligereza de su intimidad pudiera confundirse con desinterés. Aquella tarde no pudo pensar con demasiada confianza en ninguna cosa que le importara, a pesar de que caminaron en silencio largo rato por el canal de vuelta a casa. Hasta unas horas después de volver y encerrarse en su habitación para evitar la habitual discusión con su hermano, no pudo centrarse en lo que estaba ocasionando que se disipara de lo que la importaba con tanta facilidad, porque algo nuevo, posiblemente que tuviera que ver con Timoteo, impedía el análisis frío y desapasionado de su nueva situación sentimental, y algo más, se sentía anulada para poder responder a sus emociones más que con frases hechas, expresiones manidas y palabras dulces que no sonaban del todo ciertas. El delirante recuerdo de los besos de media tarde la hacían creer que su amor era indestructible. Pero es que no estaba pasando nada que no le hubiese pasado a otras chicas antes, y lo peor de todo era que lo sabía y no podía ni quería controlarlo. Le llagaba esa reacción poco equilibrada, por no querer renunciar al momento. Dejarse llevar por aquellas sensaciones la ponían muy alto, ya no caminaba mirando al suelo, y le hacían olvidar algunos problemas que amenazaban con obsesionarla antes del amor. Bajo ese punto de vista no era nada malo, no podía constatar que le iba a hacer daño, tampoco que todo fuese a salir “a pedir de boca”. Detrás de su vida, especialmente anodina, el interés por los estudios estaba totalmente perdido y parecía que podía renunciar a ello totalmente. De no haber sido así, podría haber conseguido lo que quisiera porque era una chica extremadamente inteligente y con capacidad de concentración. Aunque sólo hubiese sido por ver lo que sucedía debería haber seguido estudiando, o al menos, eso era lo que pensaba su madre, a la que no cogió por sorpresa que dejara de esforzarse antes del final de curso. Si ella hubiese seguido sus consejos hubiese podido ir a la universidad, por muchos sacrificios que a la familia le supusiera, pero el primero hubiese sido dejar de tontear con los chicos y no salir tanto a divertirse con llegadas a horas intempestivas. Pero no era posible ordenar aquel agujero de confusión en el que Maribet se había metido, y que le hacía muy cómodo pensar que la gente actuaba por estímulos mezquinos. Una determinada idea de confianza en sus capacidades, la 2
volvía egoísta y la hacía creer que sería capaz de salir adelante en una lucha sobre el resto, pasando por encima, porque esa competencia despiadada era lo que hacían todos. Su familia consideró por aquel tiempo, que la mejor decisión acerca de sus estudios era sacarla del colegio antes de que acabara el curso -ya no iba a hacer más que arrastrarse por aprobar alguna asignatura menor- y mandarla de vacaciones a casa de su tía en la playa. El motivo de sus preocupaciones eran las nuevas relaciones de Maribet y las ideas acerca de como funcionaba el mundo que exponía sin pudor, “lo que quieres lo coges o esperas a que otro más fuerte lo haga”, decía. La idea de la playa no muy buena, teniendo en cuanta que la última vez que tía Farrow la viera era una dulce e inofensiva niña que aún no había alcanzado la pubertad, pero o era la playa o bien un colegio interno hasta septiembre. En los dos casos la distancia con el pueblo era tan grande que no se le ocurriría la aventura de escaparse para volver sin dinero y sin conocer los itinerarios -aunque era mucho imaginar que eso la podría detener llegado el caso-. Cuando le comunicaron que en un mes tendría que hacer sus maletas y partir para la casa de su tía, no podía creer que aquello estuviera sucediendo, y lo que era peor, que no le dieran tiempo a consolidar su incipiente relación con Timoteo sin saber si podrían aguantar en sus fidelidades sin más facilidades que una llamada de teléfono de vez en cuando, o una carta escrita en una noche muy larga de lágrimas, poesías y corazones. El tiempo que pasaba esperando a Timoteo a la puerta de la fábrica, eran momentos de introspección, temiendo sus carencias como mujer, lo que aún tenía de niña y lo que otras chicas de su edad pudieran darle que ella no. Temía que pasara algo con lo que no contara, temía a los imprevistos, del mismo modo que temía su reacción cuando le dijera que pasaría el verano lejos de él. No se trataba de un temor duradero, eso lo sabía, sino a la flojera de un amor que apenas comenzaba, una incertidumbre de no conocerlo lo suficiente y de que nada en su vida parecía tan firme como hubiera deseado. Porque al pasar las cosas sin poder hacer nada por evitarlas, ni siquiera influir en su resultado, por supuesto ciñiéndose y concentrándose a su partida para la casa de su tía, aunque fuera contra su voluntad, tenía un significado general que le probaba su inmadurez. Apenas rechistó, no pidió otra oportunidad ni argumentó que había otras alumnas infinitamente peores que ella. Detrás de la idea de mandarla a casa de la tía se adivinaba un castigo superior, algo que no tenía que ver en todo con sus calificaciones. Si alguien hubiese creído que aquel cambio de ambiente tenía tanto que ver con la última charla de su madre con la directora del colegio, habría esperado de ella una mejora para el año siguiente y no era así. Nadie parecía esperar siquiera que volviera a matricularse y cuando pensaba en sí misma en un lugar concreto en los próximos meses, entonces sabía que tendría que decidir por ella misma si se llevaba sus libros porque nadie los había incluido en sus planes. Se veía en una habitación con poca luz, encerrada y sin más visión que la de una frutería al otro lado de la calle. Ya en aquellos principios, Timoteo pensaba tanto en ella que se podría interpretar por sincera preocupación, cuando le preguntaba si necesitaba alguna cosa o cuando esperaba a verla entrar en casa antes de retirarse del otro lado de la calle, a cualquiera le hubiese parecido un buen chico. Pero el asunto estaba en que ella se preocupaba también por él y él no podía pasar por menos. Todos aquellos mimos que se manifestaban además, mutuamente, podían tratarse de un exceso, de un caso de emociones sin resolver, por otra parte no tan raro entre adolescentes. Podrían conmover a los corazones más duros, incluso a los padres de ella, si asistieran a aquellas tardes interminables de dulces conversaciones y caricias -o eso o que la metieran en un tren de inmediato hacia la casa de su tía-. Para los padres la visión es diferente, el novio era un intruso, lo más parecido a un extraterrestre que se apoderase de su voluntad y la volviese en su contra, como si la hubiesen abducido y lavado el cerebro. Existe una incapacidad natural en casos parecidos, una anomalía en ser padres y no poder aceptar que sus hijas crecen, que intenten relentizar lo más posible esa realidad y no poder tratar algunos asuntos de una forma más amable. “A los padres no se les cuenta todo Timoteo, puedes estar tranquilo”, le dijo como si él lo necesitara. 3
El padre de Timoteo solía repetirle que comparado con otros jóvenes, él era un privilegiado. Pero haber nacido tan favorecido por la suerte lo obligaba a aceptar el trabajo que le habían buscado en la fábrica, lo que no le parecía nada tan ventajoso. Así pues, después de llevar un tiempo enfrentándose a la realidad de su nueva vida, empezó a comprender que no podía elegir y que aquello sería lo que tendría que hacer para siempre, esa era la verdad, no se trataba de un trabajo para el verano, de una iniciación antes de decidir por si mismo lo que quería hacer con su vida o de una forma de hacerle comprender que o se tomaba los estudios en serio o aquello era lo que le esperaba, nada de eso, mientras el se enfrentaba a su nuevo estatus sus amigos dedicaban cada vez más tiempo a visitar los pubs de las afueras sin que nada parecido les afectara. Cuando al salir del trabajo, al fin podía parar a tomar una cerveza con Lory Maribet antes de volver a casa, lo hacía con tal avidez que parecía que allí se iba a acabar el mundo. No le gustaba su trabajo, y se lo dijo como si tuviera pensado abandonarlo sin consultarlo con nadie. Ese día la abrazó tan fuerte que ella creyó que se trataba de uno de esos abrazos producto del miedo y la rabia contenida, de la incomprensión y de la necesidad de evadirse de sus mayores y poder vivir sin que le importara el mañana. Eso era lo que quería, vivir el presente. Una de aquellas tardes, después de una dolorosa jornada de diez horas en que el jefe no paró de acosarlo, tuvo la sensación que era como esos animales que se mueren en cautividad, e intentó convencerse de ello por si su cansancio no era suficiente. Las revelaciones ocurren después de un atasco de ideas que se amontonan durante meses y explotan en una convicción, como para que uno se de cuenta de la dimensión y de como afecta a su vida un suceso, una relación o una expectativa, tiene que sentir pavor del tiempo perdido hasta ese momento, de lo que no siempre es responsable. Timoteo había llegado al fin al momento de su transición, la sorpresa ya era una ventaja para los que lo conducían como un cordero al matadero, sabía en lo que querían convertir su vida. ¿La fabrica se iba a convertir en un todo al que iba a dedicar toda su energía durante los próximos cincuenta años? Algunos lo veían como una seguridad en tiempos en los que escaseaba el empleo, además, cuando en una de sus revelaciones las preguntas sobre su dignidad, su libertad y lo que significaba ser un hombre, perdían sentido, era muy posible que las respuestas que él necesitaba y no otro, fluyeran. Otros jóvenes tomaban sus decisiones por instinto, a la carrera, de forma espontánea, y se dejaban convencer con facilidad, pero él era un rebelde, todos se lo decían, y también le decían que iba a acabar mal. Aquel año, el padre de Timoteo, Jerry Muller, quien debido a su condición de enlace laboral con el sindicato, estaba especialmente consternado por los despidos que la fabrica estaba llevando a cabo. Durante el último año se habían realizado ajustes políticos aludiendo a necesidades de producción, y el veía atónito como todos los que lo habían apoyado iban desapareciendo uno tras otro. Después la fábrica empleaba muchachos jóvenes con la advertencia clara de no escuchar a los revoltosos y entonces fue cuando Jerry Muller vio la oportunidad de pedir un favor a algunos directivos a los que conocía bien y así conseguir un trabajo para Timoteo. Se había convertido en un hombre muy sumiso con el paso de los años, necesitado de favores y pensando en su familia por encima de cualquier otra consideración, por lo que muchos que lo conocía de antes ya no confiaban en él para sacarlos de aquel apuro y por su parte estaba pensando en dejar todos los cargos en el sindicato. Aquel año se había vuelto muy exigente con Timoteo que lo veía como un extraño, la jubilación estaba cerca y su salud no era la mejor. Advirtió a Timoteo como si fuera lo último que iba a hacer por él en la vida, si perdía su trabajo tendría que solucionar sus problemas por sí mismo, como un adulto. Aquello le resultó preocupante, se avergonzó de la falta de afecto que le demostraba su padre y que de forma indirecta le estuviese diciendo que nunca valdría para nada mejor. Por otra parte veía en él al hombre asustado de siempre y eso era lo peor. Y con la misma severidad con la que acababa de hablarle se alejaba mientras crecía en Timoteo una ira que bullía impidiéndole gritar por miedo a que se desatara un rencor que ya nunca fuera capaz de superar. Tanto fue así que tuvo que salir corriendo, abrió la puerta de la calle y salió disparado sin saber a donde, sólo corría, como un hombre al que le falta el aire, corría sin mirar a nadie, sólo corría. No podía creer que se pareciera en algo a aquel desconocido que le hablaba de aquella forma, ni 4
se atrevería a decir sin temor a equivocarse que fuera su padre, los errores ocurren y alguien pudo intercambiar dos bebes en el hospital, ¿tal vez con mala fe? Cuando por fin, Maribet le confesó que sus padres la mandaban a casa de su tía, habían pasado quince días de silencio y contención. Sabía bien que él hubiese detestado saber que no se lo dijo inmediatamente, pero, en su defensa, no podía pensar otra cosa que lo había hecho por el bien de los dos, pues creía sinceramente que necesitaban conocerse mejor para superar esa prueba y aquellos quince días fueron muy intensos. Empezaron por entonces a sentir que sus emociones crecían mutuamente y, sin intentar sofocarlas, el mundo a su alrededor se fue convirtiendo en una detestable forma que intentaba hacerles daño. Durante sus últimos encuentro ella consiguió que él se sintiera realmente comprometido, para eso hizo falta darle un poco más de atenciones de las que solía, consiguió que le dijera que la quería para siempre -lo que era realmente difícil sacarle a un chico de su edad- y fue en ese momento que le soltó lo de su inminente ausencia. La pregunta que se hacía Timoteo era, ¿cuánto tiempo iba a durar su separación? Y para esa pregunta no había respuesta, posiblemente ni los padres de Maribet lo sabían. Ya en esas adolescencias de miedos y vergüenzas lo que más los desolaba era la resignada costumbre con que debían aceptar todas las decisiones, y cuando se atrevían a demostrar su desacuerdo, duraba poco. Pero la verdad fue que, en aquella ocasión, la rebelión interior era tan grande que se manifestaba en deseos que nadie hubiese podido controlar. El domingo iba a ser el día, después de comer la subirían en un autobús con su maleta y su tía la esperaría en la parada tres horas más adelante. La fuerza que empezaba a manifestarse en ella se liberó el domingo por la mañana, en el que, a pesar de todos los planes se escapó de casa para ir al fútbol de la mano de Timoteo, esa era su despedida. Había estado lloviendo y el modesto equipo local jugaba en un campo cubierto de un barro que no se decidía a secarse y conservaba la textura del chocolate fundido. Los muchachos lucharon hasta la tragedia, pero no pasaron de un empate. Maribet nunca había ido a un partido de fútbol y le pareció tan emocionante que tenía que cogerse el estómago para dominar los nervios y cuando metieron gol, se abrazó a Timoteo con un entusiasmo que casi olvidó que en unas horas tendrían que separarse por tiempo indefinido. Al volver a casa tuvo la sensación de haberse demorado durante años, miraba a sus padres como si no los conociera y su hermano se encerró en su habitación y no quiso salir a despedirse. En realidad, la distancia con sus padres parecía insalvable, no sentía su afecto y no les correspondía. Una vez, hacía unos años, había ido con ellos al mercadillo una mañana de domingo, un poco detrás de ellos los veía marchar sin tocarse, sin mirar atrás. Podría haber desaparecido que no se habrían dado ni cuenta. En aquel lugar había de todo lo que le gustaba, chaquetas, zapatos, discos, cuadros de estrellas del rock y pulseras, pero no les pidió nada y nada le preguntaron. Podía haber sido una buena ocasión para divertirse y parar a comer algo en los puestos ambulantes, después podrían haber vuelto dando un paseo, pero nada de eso hicieron, se comportaron mecánicamente. En un momento se detuvo en uno de los puestos que vendía fotos antiguas, en blanco y negro, casi descoloridas. Eran fotos de personas concretas en sus casas o posando en un estudio. En un sobre había fotos de una familia a lo largo de su vida, los abuelos, los niños en su infancia y ya crecidos, los padres recién casados y después en su vejez. ¿Qué tipo de gente vendería sus recuerdos? Y, sobre todo. ¿Qué tipo de gente podía comprar aquellas fotos? ¿Tal vez gente que quería tener un pasado que nunca tuvo? Aquel verano las notas de Maribet iban a ser las peores de toda su vida, los profesores habían llamado alarmados a sus padres y todos habían estado de acuerdo que le hacía falta un cambio de aires. Debido a la diferencia física con otras niñas de su edad -Maribet se había desarrollado como una adulta al cumplir los quince- se había convertido en una atracción para los chicos mayores, que hacían cola en la puerta del colegio para poder hablar con las chicas. Durante todo el año, ella pareció desarrollar, al mismo tiempo, una fuerza crítica que ponía en cuestión cualquier decisión de sus mayores y parecía convencida de que estaba preparada para dar el paso de tener novio y casarse. Aquel fue el año que recibió la primera bronca fuerte de sus padres, sin que pudiera entender nada y 5
sin que eso fuera a cambiar su forma de pensar en el futuro. Sus caderas se abrieron como el tronco de un árbol que reclama espacio, sus pechos se agrandaron y su mirada se volvió profunda. Era alta pero combinaba sus aptitudes para el deporte con ningún ejercicio en el gimnasio de la escuela porque sus padres decían que eso eran cosas de chicos. Y sobre la piel juvenil de sus hombros caía un pelo largo que brillaba bajo la lámpara cuando lo peinaba cada noche. La cara era de rasgos delicados y cejas pobladas, cuya frente les hacía espacio suficiente, acorde con los ángulos de los pómulos y los labios no excesivamente gruesos en una boca no demasiado grande. El insólito cambio desarrollado aquel año había preocupado a sus padres y a sus maestros, pero no era para menos. Timoteo no tenía intención de ir a despedirla a la parada de autobús, pero después de comer, salió en dirección a su casa y esperó en un parque próximo. Desde allí pudo ver la escena de los padres acompañándola y ella subiendo al autobús sin mirar atrás. Cuando el aparato se puso en marcha, él dio unos pasos hasta situarse en el borde de la acera y levantó la mano diciendo adiós sin melancolías. Nunca supo si ella lo vio. 2 La Tía De La Nariz Rota Conocí a Maribet aquella misma tarde, después de ser recibida por tía Argota a pie de parada y acomodada en su habitación en el segundo piso. Cuando la tuve ante mi, la mirada perdida y el ceño fruncido, significaron parte de lo que ya adivinaba de su enfado, no de la magnitud de sus problemas adolescentes, ni podía entonces entrar en su cabeza y nadar entre sus amores, su necesidad de afecto o la dañada autoestima por las exigencias paternas; nadie hace eso, nadie puede entrar en semejantes consideraciones sólo con ver a una persona. Me encontraba en un estado de franco aburrimiento después de un largo periodo de inactividad en mis quehaceres habituales, (los que en un jubilado no son muchos) y llegué hasta la casa calculando más o menos que ella ya estaría allí. Noté que había estado llorando en el autobús, probablemente todo el viaje, porque en su cara se apreciaban las huellas de una prolongada humedad y las marcas de haber intentado dormir en ese estado. El momento que venía de dejar atrás, los años de escuela y las pocas expectativas de futuro, no la habían hecho muy feliz, por eso cuando encontró e Timoteo creyó que todo se iba a arreglar. Sin duda, casi nada de lo que pudiera encontrar en casa de su tía le iba a arreglar la vida, en esos extremos, sin embargo, pudo no ser tal malo como al principio le parecía. La señora la llevó desde la parada a buen paso, hasta la casa. Cuando me vio -fui presentado como un buen amigo-, sus pulmones se movían en un delirio que exigía más y más aire, se sentó y me saludó con un gesto. Nadie esperaba nada especialmente brillante de aquellos acontecimientos en el futuro, era cuestión de necesidades y nadie podía eludir su parte de compromiso familiar en ello. Desde el principio me pareció que Maribet era de ese tipo de personas que no se olvidan con facilidad, que tienen unos rasgos abundantes y definidos, pero también porque llegan a nuestras vidas en momentos que lo llenan todo. La miraba cada día como se mira a un caballo pura sangre -es decir, si podemos obviar en la comparación la diferencia entre un animal y una persona y quedarnos con la impresión visual; no sé si me explico lo suficiente, en fin...- pero no conseguía terminar de definir ni de relacionar su imagen con su aparente inocencia, y es esa relación la que finalmente termina por establecer el trato que nos damos. En mi recuerdo está también con que firmeza podía mirar y mantener sus ojos sin parpadear mientras te hablaba, y que fue eso lo que finalmente me impidió tratarla como una niña y hacerlo sin las delicadezas que se tienen con ellos; 6
pasé pues a tratarla como una adulta y creo que eso le agradó. Parecía imposible que a tan corta edad pudiera establecer una conversación de cualquier tipo sin apenas inmutarse por ello, aunque, a decir verdad, yo nunca fui dado a conversaciones poco convencionales, así que hablábamos durante horas sin complicarnos demasiado. Nos íbamos haciendo buenos amigos con el paso de los días y yo acudía a visitarla casi a diario. Yo en aquel momento me dedicaba sólo a escribir mis memorias, lo que empezaba a resultar un trabajo un tanto aburrido y había empezado a tomármelo con más calma. En rigor, estaba pensando en abandonar aquel proyecto, porque a mi siempre me había gustado escribir ficción, y había llegado un punto neutro que anunciaba un posible abandono en mi intención de relatar una vida tan anodina como la mía. Sería más exacto decir que no hacía nada en absoluto de provecho, o que estaba en un impasse en el que pretendía decidir que nueva empresa acometer. Pero no me preocupaba, no era un tiempo perdido ni suponía abandonar lo que más me gustaba hacer que era escribir, sino que, desde mucho tiempo antes, había descubierto que era mejor abandonar proyectos fallidos y empezar de nuevo a seguir escribiendo algo a lo que no se le encuentra el debido sentido, con lo que no te identificas o se trata de una historia que ha llegado a un punto muerto. Sobrevivía con el dinero familiar y esperaba jubilarme antes de que se acabara; eso sin duda era una ventaja. La escritura no era una actividad a la que deseara sacarle dinero, uno escribe por otros motivos, no por dinero, eso se lo dejo a los charlatanes. Desde el principio, debo decirlo, intenté mantener un equilibrio en nuestra amistad para que no hubiera malentendidos. Sin embargo, una tarde hablamos más de la cuenta y se nos hizo de noche, tía Argota se quedó dormida en un sillón y no nos previno de lo tarde que se hacía. A pesar de la tentación que suponía para mi ego intentar contar acerca de lo mucho que había vivido, reducía mis historias a la literatura, a los discos vinilos que le iba prestando para que se entretuviera y a las exposiciones, museos y viajes que había hecho. Ese día, Maribet fue consciente de cuanto le quedaba por vivir y de algo más, algo que la inquietó desde entonces, se había comportado de forma irreverente con todo lo que el mudo le ofrecía y se había convertido en una ignorante de todo lo bello. Todos lo habían hecho lo mejor que habían podido, su familia había intentado que por sí misma despertara a la vida, pero nada (con la excepción de la tensión y la inquietud que le producía todo lo relacionado con el amor, con amar y ser amada en su máxima expresión) le había parecido importante hasta aquel momento. Era aquel tipo de niña que no encontraba ningún interés en los placeres más cotidianos de la vida y era muy capaz de pasar tardes tirada en un sillón ojeando revistas. Tal vez, de forma inconsciente, con aquellas conversaciones, empezó una trasformación, lo cierto es que me pidió algunos libros para leer y me hacía preguntas acerca de pintores y músicos como si nunca hubiese escuchado hablar de ellos. Sé que soy un hombre mayor, que podría ser su padre, pero ya lo he dicho, soy capaz de mantener a raya el deseo; además, no tendría ni una oportunidad. Pero, alguna vez habrán oído que toda esa energía juvenil es como una bendición para gente mayor, ¿nunca han notado que vuelven a ser jóvenes con sólo sentirse integrados en su mismo ambiente durante una temporada? Respirar su aire, a diferencia del la forma dramática en que tía Argota respiraba, era como una fuente de alimentación para “poner a tono todas mis baterías”. No es tanto que yo me sienta joven, que sienta esa fuerza dentro de mi, sino que sienta la forma que otros me miran y me hablan, existe esa falta de respeto y naturalidad que se pierde con la gente mayor. Si en algún momento siente que se dirige a ti un desconocido en la calle para una pregunta cualquiera, pero al contrario de lo que venía sucediendo, no te llama señor, y te trata con cierta confianza, algo debes estar haciendo bien. Creo que con ella descubrí otra faceta de la gente mayor que aún no había sentido en mi, cuando la miraba en silencio mientras ella leía, adormecida por una pesada comida hacía la siesta , o se dedicaba a recortar fotos de las revistas; la contemplación, ese arte que la juventud en su inquieto devenir desconoce. La percepción de los pequeños detalles, la inmovilidad, el paso del tiempo. Conmoverse con la repetición de las formas hasta saciarse de observar en un segundo plano, que para mi era el primero. Daba igual que hubiese visto aquella habitación un millón de veces, con 7
ojitos distraídos volvía a sentir los detalles del papel pintado, los defectos de colocación, las manchas o los trozos rotos y arañados de los bordes. Me complacía verla enroscada contra la pared y la ventana abierta moviendo el visillo, lo que me posibilitaba para todos los contrastes posibles de mi inmovilidad. Era preciso perseguir el movimiento de cada mosca que entrara distraída, la incomodidad de su vuelo que terminaría con contra suelo después de que Argota soltara un chorro insensible de insecticida perfumado. Podía seguir las moscas bailando sobre su almohada, molestándola, huyendo se sus manos violentas y detestar su ruido motorizado, lo que no ayudaba a mi falta de concentración. Algunos días después empezó a engordar, lo que le hubiese parecido un drama a cualquier jovencita de su edad, pero no a ella. Un día ella me preguntó cuánto me habían pagado por cuidarla y manipular sus pensamientos. Por supuesto que me molestó, le dije que siempre había visitado a su tía con programada asiduidad y que no representaba para mi ninguna molestia acompañar a su sobrina mientras ella hacía algunas cosas que no admitían demora. “Entonces, ¿por qué me siento como en una cárcel?”, me espetó. En ese momento comprendí que no se podía encerrar a una adolescente de forma indefinida y que aunque para gente mayor no era tan malo, para ella suponía un tortura. Hubiese sido muy cómodo para mi dejar estos pormenores en manos de su tía, pero al final expuse mis preocupaciones y organizamos algunas salidas al campo y la playa, además de los entretenidos paseos para comprar pan y bebidas a la tienda de la esquina. Qué fácil habría sido todo si en lugar de Maribet, yo me acompañara de un anciano, un perro o un muñeco de goma, pero no, la realidad era la que era, y la chocante imagen de un viejo atascado en su mal afeitado y una joven sin pudor disfrutando de su ropita de verano, llamaba la atención. Así iban pasando los días, sin mayores sobresaltos, dando solución a los pequeños problemas y acostumbrándonos todos a nuestra nueva situación, cuando un mes después de su llegada tía Argota mandó el primer “informe” sobre la estancia de su sobrina. “Se habían acaba las malas influencias, todos se acostumbraban a su nueva situación, también el señor Zomson, que era amigo de la familia y de plena confianza”. Tía Argota le habló largo y tendido, de el señor Zomson, y la notable y positiva influencia que era para Maribet, de los paseos que hacían los tres por la playa y lo mejor de todo, habían empezado unas sesiones de literatura clásica que le vendría bien se al final decidía retomar sus estudios. No había nada mejor para tía Argota en todos aquellos inesperados acontecimientos que tomas el teléfono para hablar con su hermana de los progresos de la niña, o en su defecto, pasar las tardes escribiéndole largas cartas con apariencia de informe laboral. Ella era una mujer mayor que por diferentes circunstancias no se había casado, pero que conservaba algo de un entusiasmo juvenil que la hacía parecer más ingenua de lo que era en realidad. Ve el mundo como una oportunidad para sentirse una gran señora, mientras que las mujeres que se habían llenado de hijos luchaban cada día en pequeños trabajos para completar el salario de sus maridos. Nunca había sido una pieza indispensable en la familia, pero ahora se sentía importante, le gustaba tener a Maribet en casa y sentirse útil y a la vez, necesitada. Miré a Argota escribiendo en su cuarto con la puerta abierta y no podía saber que le escribía a su hermana sobre mi. Me detuve un momento antes de volver a casa para despedirme de ella y escuchar algunas alabanzas acerca de mi buena relación con Maribet y la buena influencia que era para ella. Era como si me estuviera agradeciendo por los buenos momentos que pasaba al lado de su sobrina, que a un tiempo, me hacía sentir más joven que nunca. No podía imaginar en aquel momento que deseaba lo mismo que yo, y eso era que la joven se quedara para siempre. Sus palabras arrancaban en mi el deseo de decirle que le propusiera a sus padres que se matriculara en el liceo que había cerca de la casa de Argota, pero me contuve. Sabía que podía ser el hombre más discreto del mundo acerca de lo que deseaba para mi futuro, sobre todo mientras todo iba perfilándose a mi favor, o mientras creía que era cuestión de esperar que la vida fuera encajando sin mi intervención. En cualquier caso era obvio para cualquiera que disfrutaba en mi visita de cada día y que mis hábitos se verían muy distorsionados si aquello me faltara. Sólo cuando una mañana al acudir a la habitación de Maribet y ver que no estaba y no había 8
dormido en la casa, tía Argota recuperó su noción extrema de la realidad, la niña no era su hija, no estaba de vacaciones y ella era responsable de lo que le pudiera pasar. Recordó de repente lo que le había dicho su hermana, no te fíes de ella, parece una mosquita muerta pero es un trasto. Me llamó muy temprano y nos pasamos el día dando vueltas por la villa buscándola. ¿Qué mosca le habrá picado para hacerme esto? Se la mentó tía Argota desde la mañana a la noche, pero no telefoneó a sus padre ni a la policía porque le aconsejé esperar, tal vez no hice bien. Cada vez que, ante un problema con el que la vida me pone a prueba, trato de recordar momentos similares de mi infancia y como reaccionaron mis padres, me vienen a la cabeza anécdotas, dichos populares y el miedo que pasaba cuando me padre se enfadaba, pero nada verdaderamente útil, más que paciencia y serenidad. “Templanza”, decía mi padre cada vez que las cosas se torcían y debían mantener la embarcación firme en la tormenta. Templanza, le dije a Argota, y cuando ya habíamos renunciado a encontrarla y estábamos a punto de llamar a la policía, después de media noche, los dos sentado en una sillas de la cocina, apareció con una sonrisa en la cara como si nada hubiese pasado. Jerry Muller tuvo una semana desastrosa. Los problemas sindicales no parecían tener fin y él ya no podía hacer nada por ayudar a sus compañeros. Le habían dado la posibilidad de una jubilación anticipada y la había aceptado pero eso no parecía motivo de alegría. No sabía que más hacer y decirle a Timoteo para que se tomara en serio el momento decisivo que estaba viviendo y lo inevitable sucedió, el muchacho abandonó su puesto de trabajo sin decir ni adiós; un día se levantó y desapareció. Cuando en la empresa le preguntaron por su hijo, tuvo que secarse el sudor de la frente con un pañuelo antes de decir que no sabía nada absolutamente de él. Le sorprendió que algunos de sus compañeros le volvieran la espalda en un momento tan difícil, pero muchos deseaban aquel puesto para sus propios hijos, y otros consideraban que él los había traicionado antes. Timoteo estuvo una semana fuera, cuando parecía que se había dejado definitivamente con aquella chica fue en su busca, ella le había apuntado en un papel -posiblemente el papel de notas escolares que sus padres nunca vieron- las señas de la casa de su tía para que la escribiera, pero no podía suponer que él iba a superar todas las dificultades para llegar hasta allí. Se quedó dormido en el tren y casi se pasa de estación, salió disparado hacia la puerta cuando empezó a moverse y se tiró en marcha sin pensarlo dos veces. Todas aquellas horas esperando estar con ella fueron de concentrada obsesión. Parecía haber perdido cualquier sentido de culpa, no sentía temor por lo que pudiera pasar, no creía en las dificultades ni en las consecuencias de sus actos, sino en la emoción que aquella aventura le proporcionaba. Por nada del mundo hubiese cambiado nada de lo que le estaba sucediendo, no se arrepentía de haber dejado el trabajo y no temía haber obrado sin pensarlo lo suficiente. Nada de aquello lo hacía sufrir ni temblar las piernas, era la posibilidad de verla lo que parecía importar a Timoteo. Una vez en la Villa, dio vueltas buscando la calle y finalmente preguntó a un taxista. No estaba cerca y se sentía fatigado, comió fruta y tomó café en un bar, pero a pesar de cualquier sacrificio que tuviera que sortear parecía ser dueño de una clarividencia que lo animaba a no renunciar. Y sobre todo, por encima de lo que pudiese pensar la gente, su pueblo, el mundo, una nueva alegría se apoderaba de él contra cualquier contratiempo que podría con todas las críticas. La vio en su ventana desde la calle y esperó su momento, cuando anocheció y se apagaron todas las luces, hizo lo que han hecho los enamorados durante siglo, arrojar guijarros a su ventana. Ella se vistió con apenas unos jeans y salió escalando como si fuera un chico, de allí se fueron a la playa y pasaron toda la noche y todo el día posterior, prometiéndose amor eterno. Con la reaparición de Maribet volvió un cierto sosiego y la noche siguiente dormí bastante bien. Supe que se había hecho de día porque duermo sin visillos ni persianas, cualquiera podría verme dormir desde la calle si mi ventana no estuviera en un tercer piso. No tenía nada especial que hacer aquel día, como de costumbre, así que decidí permanecer un rato entre las mantas pensando en los últimos acontecimientos. El ruido desde la calle manifestaba a una pequeña ciudad que se despertaba y se ponía en marcha con la vitalidad de un niño. La presencia de la joven, los paseos, la lecturas y finalmente la alarma y el ajetreo por su desaparición habían hecho mi vida más 9
interesante, pero también me había llenado de una fatiga a la que no estaba acostumbrado. No me podía sentir contento por todo aquello, además Argota tenía pensado ocultar a sus padres aquel episodio, “por no darles un disgusto”, había dicho; pero lo cierto que todo había entrado en una dinámica en la que no había tiempo para pensar tanto como yo solía hacer y vivir, o dejarle espacio a la vida, era lo que tocaba en tan inquietante situación. Desde que me quedé solo porque falleció mi mujer, Argota ha sido de gran ayuda, pero no he dejado de ver la vida como un algo que ya ha pasado y que lo que quede será rápido y sin relevancia. Esto debe ser particularmente común entre los escritores ya que tenemos una noción del tiempo mucho más estrecha de lo normal. Hay dos tipos de personas, los que creen que todo el mundo les debe algo y lo necesitan porque van a la velocidad del rayo, y los escritores, que creen que le deben algo al mundo y no disponen del tiempo necesario para dárselo. En mi caso, tratar con gente joven llenos de vida es, en cierto modo, como si me estuvieran ofreciendo un poco de su propia energía. Al mismo tiempo, ofrezco todo lo que sé para intentar caerles bien, pongo sobre la mesa todo lo vivido, anécdotas, consejos, argumentos de novelas y películas, discos y viejos chistes desactualizados. Pero nunca había conseguido que me hicieran caso como lo hace Maribet, es por eso que en poco tiempo le cogí afecto. No lo supimos hasta más tarde, pero cuando Timoteo llegó a casa tuvo una fuerte discusión con su padre. Se acusaron mutuamente, se insultaron y se faltaron al respeto. Los argumentos del padre apelaban a la necesidad que tenía la familia de que siguiera trabajando y lo acusaba de haber echado todo por tierra. Por su parte Timoteo, respondía que no deseaba soportar ni un día más su frustracción y sus quejas de fracasado. En el pasado, este tipo de discusiones se habían solucionado con una terrible paliza y el repliegue del muchacho y esta vez no iba a ser menos. Ese era uno de los motivos por el que había llegado a odiarlo y lo insultaba a escondida. “Te odio, te odio, te odio”, había repetido hasta la saciedad en repetidas ocasiones. Aquella noche, acabó con varias costillas y un brazo roto, pero la peor parte se la llevó su cara, en la que recibió los golpes de un palo que su padre guardaba para ocasiones parecidas, con él o con cualquier otro enemigo. Timoteo perdió un ojo esta vez, y nadie lo reconocería detrás de sus pómulos hinchados y los cortes alrededor de su boca, le faltaban dientes y pelo, y no podía hablar. Pero lo peor de todo no era todo el dolor físico que le había sido infringido, lo peor es que pagaría toda su vida por haber empujado a su padre por una ventana y haberlo matado; tendría que vivir con eso y con que todos lo conocieran como el asesino de su padre sin saber exactamente lo que había de verdad en todo eso. El libro que Maribet solía mirar con frecuencia, había sido un regalo de Timoteo. Lo llevaba a todas partes y se trataba de un libro de fotografía de ciudades de Europa central, y las páginas más gastadas tenían que ver con Budapest de noche. No daba información al respecto aunque le preguntaran. No decía lo que significaba para ellos, si habían planeado fugarse a aquel lugar o si se trataba de una simple distracción con un objeto al que se le tiene un aprecio especial porque es un regalo de alguien al que se quiere. Le tomé una foto a Maribet con el libro abierto y sonriendo a la cámara, en la foto se veía claramente una de sus páginas con el parlamento de Budapest pasando de una hoja a otra y cortado por la bisagra. Puede que se la hiciera para tener un recuerdo de ella, pero le dí una copia que utilizaba como separador y para abrirlo siempre en la misma página, la de aquella ciudad en el país de los vampiros que tan de moda se había hecho entre los jóvenes góticos, movimiento al que nunca pertenecieron los dos enamorados. La fotografía la llevo conmigo ahora que voy a visitar a Timoteo al hospital. La veo a menudo en el autobús intentado analizar caga rasgo de la muchacha, los gestos y la sonrisa, pero intentaba disimular porque la señora que llevaba en el asiento del al lado parece muy curiosa e interesada en cada uno de mis movimientos. La gente así siempre me ha molestado, me parecen muy mediocres y algunos hasta van a donde tu vas sólo por si se están perdiendo algo. Hay un chiste al respecto de una chica que se aleja de la fiesta y se queda pensativa debajo de un árbol, entonces un hombre se le acerca y le dice, “¡ey guapa! ¿qué hacen aquí tan sola?”. A lo que ella responde, “vine a ver si me podía tirar un pedo tranquila”. Sé que es chocante, pero sentí la necesidad irrefrenable de contarlo. 10
Creo que Timoteo sospechó que lo visitaba porque ella me lo había pedido cuando le dije que la conocía, pero como no podía hablar porque tenía la mandíbula rota y era muy lento escribiendo, apenas tuve que darle explicaciones. Me costó bastante rato sentirme a gusto en la habitación del hospital para intentar animarlo. Él intuía algunas cosas como pude adivinar detrás de su mirada resentida, e iba con la intención de darle la fotografía de Maribet, pero la intuición me hizo sentir que no debía meterme en sus cosas más que lo justo. Acerqué la silla un poco a la cama buscando ofrecerle un poco de confianza y no quise hablar de lo horrible que había sido lo que había ocurrido, ni de su padre, porque me advirtieron al entrar que él aún no sabía que había muerto. Le conté algunas cosas de ella como si se tratara de una sobrina (ella me había dicho que le dijera que lo echaba de menos). Tuve miedo en esta parte que sintiera la necesidad de sonreír y eso pudiera hacerle daño en aquella cara cosida desde la frente lasta el mentón. En un momento me quedé en silencio y miró al techo como si no le importara, entonces supe que las escenas de violencia doméstica habían sido continuadas y probablemente habían alcanzado a su madre. Tal vez lo peor de todo no había sido soportar los golpes, sino haber vivido todo la vida bajo las amenazas. Tal vez sólo lo imaginé, pero me impresionó tanto que hubiera gente que pudiera vivir en situaciones de miedo y no fueran capaces de salir de ello, que desde entonces lo he tenido presente y hablo de ello siempre que puedo. Timoteo ingresó en la cárcel sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo, pero es posible que el juez lo considerará también una víctima y la condena fue corta. Entonces consideró que su vida no valía nada, que no tenía nada que ofrecer y no deseó volver a ver a Maribet. Ella lloró en mis brazos pero también lo superó, se volvió más triste y callada, pero fue olvidando al amor de su vida. Yo siempre he creído que el amor dura poco y que nadie debería prometer amor eterno, pero mucha gente necesita hacer dimensiones poco creíbles de sus emociones, y creo que eso se debe a que ellos desean creer también en sí mismo, pero como digo, dura poco, unos años, hasta conocerse un poco mejor y hasta que empiecen los desengaños y la costumbre. Pero este no es el tema, deseo no alargar el final y lo cierto es que por eso escribo cuentos, con las historias largas pasa como con el amor, se termina escribiendo por costumbre. Hubo una alteración imposible de medir en Maribet cuando supo que estaba embarazada. Para entonces, sus padres ya habían aceptado que viviera de forma permanente con su tía y empezaron a visitarla con frecuencia, pero ese hecho, lamentable a su edad y teniendo en cuenta que no estaba preparada para tener un bebé, no cambió nada. Su barriga fue creciendo y siguió paseando a mi lado y al lado de Argota, mirando al mar y soñando un futuro mejor para ella y su niño. Debió considerar que lo mejor era no decirle nada al padre, como si no supiera de quien era aquel niño, porque nunca volvió a mencionar el tema. Sus facciones y su carácter fueron cambiando y ya nunca volvió a emplear algunas expresiones infantiles que le eran muy propias y la hacían parecer tan graciosa en otro tiempo. Hubo pequeñas confrontaciones con su tía por organización doméstica, pero nada serio. Mientras yo envejecía a marchas forzadas y mis visitas al médico por la próstata y el corazón se sucedían con regularidad. El niño nació sin problemas, fue un niño deseado e hizo felices a todos los que estaban en el entorno de su madre. Hoy, Maribet trabaja en la Villa y nunca ha vuelto a acordarse de Timoteo, del que no hemos vuelto a saber nada, pero el recuerdo de aquel muchacho con la cara destrozada e inmovilizado por los huesos rotos en la cama del hospital irá siempre conmigo.
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