Por Donde Doblan Las Olas
Por Donde Doblan Las Olas 1 Minerva Go Go La noticia del accidente de su marido no pareció inquietar Minerva, ni siquiera pensó en telefonear a ninguno de sus hijos para preguntar acerca de ello. Quizá esto lleve a pensar que se trataba de una mujer insensible, pero no era así, al contrario, había llorado ya demasiado por aquel hombre. Se habían separado y vivían en ciudades alejadas por miles de kilómetros hacía años, no se hablaban ni apenas se recordaban, así que ya no le quedaban lágrimas para él. De ninguna manera, nadie podría afirmar que fuera una mujer dura de corazón, o desinteresada de los seres que quería, pero ese era el extremo; posiblemente él ya no era uno de los seres que quería, o que consideraba algo más para ella que un extraño. A punto de cumplir los sesenta, ella seguía refiriéndose a si misma como a aquella jovencita que una vez había sido, y si alguien le hacía un regalo más apropiado para personas adultas, solía rechazarlo muy enfadada. “No tengo edad para cortapelos”, decía, o “si yo necesitara un aparato auditivo os lo hubiera dicho, pero aún soy muy joven para eso. Mi oído funciona perfectamente, gracias”. Y era cierto, su afición por la música no había disminuido ni parecía que lo fuera a hacer nunca. Al contrario, iba afinando sus gustos y su entonación al cantar algunas de sus canciones preferidas, iba tomando matices muy apreciables. Por lo que sabemos nada haría pensar de ella que era una mujer sencilla, nunca lo había sido. Precisamente su aspecto no tenía nada de original, imitaba a las Pin Ups americanas que salían en los anuncios de refrescos de cola, o de grandes cadenas de hamburgueserías, que a su vez, imitaban el estilo sesentero de las novias de rockeros famosos. Cada detalle estaba cuidado hasta el extremo que al ver alguna de sus fotografías daban ganas de pedir una hamburguesa. Nada podía ensombrecer aquella afición, que a un tiempo era ensueño y coleccionismo, y que la hacía creer que vivía en la América de cuarenta años antes, y no en un frío pueblo de centroeuropa. Desde el instituto se había creído capaz de vivir soñando que era la novia de Bill Haley o Eddie Cochran, y se animaba sin hacerse de rogar, a salir a bailar en el escenario acompañando a los grupos en las fiestas de final de curso. Quizás una auténtica Go Go, esperaría su momento, se procuraría un representante y finalmente soñaría con ser portada de una revista de chicas, pero no iba por ahí. No se trataba de una ambición profesional sino de un estilo de vida al que ya nunca renunciaría. No sé por qué las personas que creen tener un don en una determinada disciplina se pueden pasar la vida avanzando en su dominio, sin que eso suponga que deseen llegar más allá con ello que entretener a sus vecinos. En su caso, Minerva, acudir a las fiestas de piscina con un aparato de música portable, pero de dimensiones difíciles de concretar -supongo que suficientes para que un hombre robusto lo llevara al hombro, pero no en su caso-. Bailaba como quien está haciendo gimnasia, con todos los pasos nuevos que había inventado, poniendo toda la carne en el asador, entregándose sin reservas y modelando un espectáculo que en ocasiones tenía más de improvisación, que de amateur. El cuerpo de Minerva era muy bonito, alargado eso sí, pero muy flaca, de piernas interminables, pecho pequeño y cintura diminuta. La cara era también huesuda, y con hendiduras. Solía acudir a la
peluquería con frecuencia, donde la teñían de rubia y le hacían enormes tupés, y le alisaban las sienes, y el peluquero la peinaba hacia atrás encima de las orejas dejándolas al aire. El mentón era enorme, pero como había leído en una revista, en la sala de espera del dentista, que según un estudio, las mujeres con un pronunciado mentón eran mucho más activas sexualmente, no dejaba ocasión de echar la cara hacia adelante poniendo de relieve esa parte de su perfil. Era decidida, sonreía mucho y hablaba poco, y por lo demás, a pesar de sus casi sesenta años, los maridos de sus amigas decían que muy deseable. A mi modo de ver, lo más bonito que tenía los ojos verdes y las enormes pestañas, que nadie creía naturales. Nada de lo que había sido el transcurso de su vida, ni nada de lo que hubiera en ella en aquel momento, parecía preocuparla, al contrario, todos dirían que su actitud era más propia de los veinte años, es decir, sin pensar en el futuro más que para hacer las cuentas de la casa. El derecho que las personas tienen a vivir mundos de fantasía no pone en peligro lo políticamente correcto, por eso lo consienten. Tienen la convicción de que todo lo que evada a la gente común de intervenir en los asuntos del Estado es una ventaja para el gran negocio, el negocio de la guerra y los paraísos fiscales. Herbert Hoddes el hijo de Minerva se presentaba a las elecciones y no quería tener problemas con las excentricidades de su madre. La opinión generalizada acerca de las rarezas de los parientes de los políticos no debería ser motivo suficiente para obligarles a cambiar su forma de vida, aunque él estaría dispuesto a pagarle un piso en el centro de una gran ciudad, justo delante de un gran parque, si tan sólo se dedicaba a ser una persona anónima, a darse paseos y frecuentar los cafés de la zona como cualquier otra viuda o divorciada solitaria en el tramo final de sus vidas. Las consideraciones que desde la ley se pudieran hacer, o medidas desde la legislación que se pudieran llevar a cabo, con la intención de modificar la conducta de los ciudadanos incómodos, no formaba parte del trabajo de los políticos, sin embargo, lo hacían con frecuencia. Ella no iba a cambiar sus costumbres porque su hijo le dijera que su casa podría entrar en el plan general de ordenación urbana y ser demolida, si no deja de lucirse en fiestas ajenas. Es un ejemplo de hasta donde pueden llegar los políticos en sus revanchas, el poder se ejerce con la brutalidad que siempre se ha esperado de él. Permítanme hablar generalizando, en este momento lo creo necesario. La felicidad de Minerva debería ser tomada en consideración por su hijo Herbert, pero había demasiado en juego. Aunque persuadido de la infelicidad de su madre, todo lo que se le ocurría iba en hacer más profunda su desgracia, interferir en su vida y hacerle comprender lo práctico de algunas decisiones. No dudaría en sacarla de sus sueños absurdos, si estuviera legitimado para ello. Su otro hijo, Adam Hoddes, era profesor en un colegio de primaria en un pueblo de no más de mil habitantes. Llevaba una vida modesta, tenía un hijo que apenas le hacía caso, y su mujer iba con frecuencia al psicólogo, que era amigo de Adam, y eso posiblemente había salvado su matrimonio de una ruptura inesperada, pero no de las discusiones. Adam había cambiado mucho con respecto a los recuerdos que tenía de su infancia, y no sabía por qué su nueva perspectiva le hacía avergonzarse de su pasado. Eso le sucede a muchas personas se decía, no hace falta torturarse al respecto. Tenía la impresión de que a su madre le daba exactamente igual, no le importaba que pasara un año sin llamarla más que por navidad, o que todo el esfuerzo empleado en su educación quedara tan lejos de su forma actual de pensar. No había razón para forzar la relación, si no se llamaban, y ella no lo echaba de menos, no debía preocuparse; pero lo hacía. Iba al colegio pensando que la educación que debía darle a aquellos niños, la influencia que sobre ellos podría ejercer, debía distanciarse con la que él había recibido. “Mi madre es patética”, se repetía. Durante un tiempo recibió las críticas de su mujer hacía Minerva con cierto estoicismo, pero tuvo que terminar aceptando que llevaba razón, y era esa rivalidad la que estaba criando a su hijo sin apenas conocer ni visitar a su abuela. Jenny se había casado con él muy enamorada, pero el desinterés que su hijo mostraba por el afecto de sus padres o sus abuelos, era un síntoma de que algo no funcionaba en aquella familia. Con su perdido sentido del humor, intentaba bromear acerca de la abuela, pero en casa nadie reía sus bromas. Intentaba hacer ver que procedía de una familia bromista, y que la abuela era un poco payasa, pero no era verdad, ella se tomaba muy en serio el personaje que se había ido creando durante toda su vida. El caso del abuelo era diferente, sencillamente nadie hablaba de él, como si nunca hubiese existido. En algún momento el marido de
Minerva les había fallado a todos, y habían perdido la relación con él. Esa si era una familia desfragmentada, cada uno había desaparecido en una dirección diferente, como si el día que se fue, el padre hubiese marcado el camino a seguir a sus hijos. Pero había una diferencia sustancial en la separación, a los hijos no les importaba nada lo que pudiera o no hacer su padre, en cambio, les preocupaba cada nuevo paso del que tenían conocimiento, de las aficiones de su madre. A la hora del desayuno, Dicarlo, solía llegar el último a la mesa. Jenny con frecuencia tenía que volver a calentar la leche que se había quedado fría. Resignadamente volvía a verter el contenido de su taza en la cacerola, encendía el fuego por segunda vez y esperaba que humeara, esta vez sin dejarla hervir. Adam se sentaba al lado de Dicarlo y le preparaba una tostada con mantequilla, que el niño iba comiendo mientras le ponían el tazón de leche delante de los ojos. Entonces Adam se levantaba y terminaba de ordenar sus papeles del trabajo en la bolsa, comprobaba que todo estuviera en orden. Principalmente ponía atención en no olvidar cosas importantes como la cartera o las llaves, y cuando volvía la cabeza hacia su hijo, éste ya se había ensuciado lo suficiente para necesitar volver al baño a lavarse. Lo acompañaba con la intención de asegurarse de que lo dejaba todo en orden, y que no revolvía más de o necesario; de esta manera evitaba tener que ir antes de salir por la puerta de casa, para recoger la toalla del suelo, cerrar un grifo que babeaba o recoger la bolsa con los libros del colegio que el niño se había dejado atrás. Resultaba un alivio salir para el trabajo sin que alguna mañana no sucediera algún imprevisto que lo hiciera llegar tarde, y como Jenny solía salir antes que él, más de una vez había tenido que cambiar al niño porque se había tirado la leche por encima, o porque se había puesto a jugar en el campo con el rocío de la noche mientras esperaba. Tenerlo todo controlado era una labor descomunal, a la que no acaba de cogerle los trucos. Casi siempre, a esa hora, justo después de tomarse un café tenía la impresión de que todo empezaba a ir sobre ruedas, que se presentaba un día prometedor, y que nada podía estropearlo porque al fin lo tenía todo bajo control, y casi siempre se equivocaba. Eran tantos los errores cometidos que llegó a pensar que a la rutina nunca se terminaba de verle los bordes. Esa mañana antes de salir, cuando ya preparaba al niño dentro del coche para inmovilizarlo con su cinturón de seguridad -al menos eso le ofrecía una ayuda-, un coche se aproximó lentamente por la estrecha pista rural. Se trataba de un coche negro, grande y caro, y reconoció a su hermano porque saludó al bajar la ventanilla, de lo contrario ni lo hubiese ubicado conduciendo semejante máquina. La mayor parte de las casas con las que se iba cruzando en la carretera se parecían. Sólo había estado una vez allí por eso le costó encontrar la de su hermano. Cuanto más se adentraba en aquel rural frondoso más creía estar perdiendo pie; no se trataba tanto de un mareo como de perder el equilibrio debido a la sensación de perder el contacto con el mundo real, el de los negocios, la exigencia insensible, la gran ciudad, los atascos y las grandes discusiones por cosas pequeñas. Delante de la casa de su hermano había un campo de hierba sin cortar, y un poco más allá un bosque frondoso. Tener un campo de hierba como aquella, que al llover posiblemente se convertiría en una laguna refugio de patos y ranas, debía ser de una humedad añadida para la casa. Desde luego, una casa húmeda no era lo mejor para una persona que se preocupara de tener los pulmones en buen estado, pero Adam era fuerte, y la salud nunca le había dado problemas. No podía imaginar qué lo había llevado a vivir a un lugar así, no se parecía en nada a los recuerdos que pudiera tener de su soleada infancia, pero como experimento podía estar bien. Quizás no había llegado en el mejor momento, y a otra hora del día, o en otra estación del año, tuvieran allí una magia difícil de explicar con palabras, o de apreciar justo en aquel momento, nadie lo podía saber con lo que había visto hasta el momento. Un campesino, unos kilómetros antes le había indicado el camino. Al decirle el nombre de la granja, fue como si una luz se le encendiera encima de su cabeza, y dio las señas correctas con absoluta precisión. Una anciana de pelo blanco y ojos azules se acercó por detrás y corroboró las indicaciones del viejo que debía ser su marido, así que se despidió muy agradecido por su amabilidad y empezó a hacerse una idea del carácter acogedor de aquellas tierras, que sin embargo, no disminuyeron lo más mínimo su idea acerca de lo deprimido que se sentiría si tuviera que vivir en un lugar tan lluvioso todo el año. Impresiones semejantes no era la primera vez que lo invadían, acerca de cualquier cosa, que tuviera que ver con su hermano. No se permitía apreciar mejor o intentar se más generoso con él, porque su naturaleza era de un criterio violento, impío y
demoledor. No había extremo que no pudiese analizar desde la crítica, y se felicitaba por ser así de independiente y despegado hasta de los seres que más quería, porque creía firmemente que eso era lo único que lo mantendría con vida en el mundo de la política. Tal y como podía prever, ni su hermano podría entregarse -figuradamente hablando- al poder que irradiaba su falso pero importante encanto. Nada ni nadie podría resistirse a sus deseos, y esa atracción crecía con su poder. Si alguna vez fracasaba y dejaba de estar en la carrera por los puestos más sobresalientes del partido, si tenía que dejarlo todo debido a algún escándalo que le montara la maldita prensa libre, y si en ese momento tuviera que volver a ser un hombre corriente, sometido a los deseos mediocres de otros hombres igual de infelices, si ese momento llegara, debería empezar a pensar si valdría la pena tomar una decisión drástica, ya me entienden. Pero esta posibilidad era tan remota como que el mar se saliera de sus márgenes e inundara el mundo, por lo tanto no debía preocuparse. Bajó del auto confiadamente, llegó a creer que su hermano se echaría en sus brazos como si lo hubiese echado de menos cada día de su vida, pero lo que recibió en cambio fue una cara de incredulidad que lo desconcertó. La perspectiva de sacar adelante con facilidad el asunto que lo había llevado hasta allí, empezaba a desdibujarse. 2 Por Donde Doblan Las Olas La casa estaba alejada un par de kilómetros de la carretera principal. Era fácil pasar de la largo sin tomar la desviación y seguir sin encontrarla. No era el mejor sitio para construir una casa si se desea ser encontrado y seguir teniendo trato con la gente. Por su aspecto parecía construida sin gana, sin ningún tratamiento arquitectónico o capricho especial, sin ningún cambio con respecto al estilo de aquel lugar. De hecho parecía que nadie se había ocupado de ella en mucho tiempo, y que aquellas formas anodinas necesitaban una mano de pintura. Tampoco nadie se había ocupado de establecer algún lugar cubierto de asfalto o piedra para dejar los coches delante de la puerta principal, así que Herbert lo dejó en medio de la hierba más alta, y al poner el pie en el suelo creyó que se hundía en el barro. Había en un lado un horrible cobertizo para guardar herramientas que no parecía que nadie usara, y la teja era de pizarra lo que le daba un aspecto pobre al conjunto, aunque decían que la teja de pizarra aislaba del frío, por eso la usaban en los lugares donde solía nevar en invierno. En aquellas partes que habían utilizado madera para construir, el abandono parecía aún mayor, porque nadie se había ocupado de su mantenimiento, y no parecía de buena calidad. Él no se compraría una casa así, pensó. Y podría seguir indefinidamente sacándole defectos, pero su hermano seguía mirándolo desde su coche, con aquella perpetua cara de incredulidad, así que decidió dirigirse a su encuentro, aunque, cada paso que daba lo hundía en el barro. Las diferencias no eran recientes, formaba parte de la desigualdad vulgar de sus envidias y rivalidades de infancia. Minerva no se había ocupado lo suficiente de ellos, y el ejemplo de su marido había sido pernicioso. Los dos habían fallado en la educación de sus hijos, ella porque vivía en un mundo en el que tenían cabida, pero rechazaron desde muy jóvenes, y él, porque era tan materialista que su influencia sólo podía inspirar al egoísmo y la competencia entre los dos. El interés de los padres de tener unos hijos de los que poder presumir, los lleva a hacer de ellos lo mejor, aquello que no han podido conseguir y a los que han aspirado toda su vida, quieren que esté a su alcance. Este podía ser el punto que pudiera hacer nos entender algunas cosas de la historia que nos ocupa, pero nada es tan fácil; los dos hermanos sufrieron desde muy jóvenes el desinterés de sus padres por sus cosas, sus aspiraciones o sus logros. En esa familia cada uno tenía su vida, sus aspiraciones y su forma de vida definidas, y no permitían que nadie interfiriera en ello. Escribían y bailaban sus propias vidas, y rechazaban cualquier influencia, sin ser conscientes de que las vidas que vivían venían de rencillas de infancia. Nadie es completamente libre, ni vive sin influencias.
“Tenemos que hablar”, dijo Herbert, y Adam le indicó que iba a trabajar y que no lo podía atender hasta la tarde. Pero le propuso que lo esperara, y le ofreció la llave de su casa. “Ponte cómodo”. A continuación partió a toda velocidad con su auto, y después de dejar al niño en el colegio, telefoneó a Jenny para que supiera que tenían un invitado y que no sabía cuanto tiempo se iba a quedar; eso la enojó. Jenny bajó aquella noche a buscar algo de comer en la nevera, ya había acostado a su hijo y había dormido una hora con un sueño ligero. La puerta de la cocina que daba al salón estaba abierta y desde allí podía ver a su marido y al hermano de este hablando acaloradamente de algún asunto familiar. Se sintió invadida por una gran indignación y vergüenza por el marido que tenía e inmediatamente subió a la habitación sin poder medir la velocidad de su respiración. Con aquel hombre se había casado, debía sumirlo, tenía que aceptarlo, no podía pasarse la vida lamentándose. Cuanto más lo pensaba peor se sentía, y no se trataba de desinterés, porque ponía buena voluntad, pero no era suficiente. Fue sólo un minuto, descalza en la baldosa de la cocina, hipnotizada por la imagen de los dos hermanos en su competencia, que sintió una punzada de sublevación que de vuelta a la habitación aún la atenazaba. Tenía ganas de llorar, pero no lo hizo. Se dio cuenta de que no era el momento, y ya de vuelta al dormitorio él pareció más comunicativo que de costumbre. “Mi hermano me ha dicho que mi padre ha sufrido un accidente grave y que está en el hospital. No lo visitaré, no tengo el cuerpo para eso y nunca lo quise tanto. Tenía motivos para venir, no creí que se molestara si no fuera así, mi hermano considera perder el tiempo desplazarse para hacer una gestión que puede solucionar por teléfono, por eso imaginé que era algo que se salía de lo corriente. Pero su interés no es por la muerte de mi padre, dice que quiere hacer carrera política y que mi madre lo avergüenza. ¡Será hijo de puta! Ahora que no necesita de ella, viene diciendo que hay que “meterla en cintura”, esas han sido sus palabras”. Esto sucedía al tiempo que Minerva aceptaba la proposición de bailar en una playa turística y aceptó a pesar de que no quedaba cerca de su residencia y tendría que desplazarse. Dede aquella tarde empezó a entrenar duramente con su Hula Hoop, que había empezado a incluir en su espectáculo. Se encerraba en su habitación y con la cama aún sin hacer, echaba la persiana, ponía música de Elvis y se grababa en vídeo mientras movía la cintura evitando que el aro cayera al suelo. Así podía pasar horas, haciendo girar aquella nueva extensión de su cuerpo y de su espectáculo, y girando ella misma con el efecto indudable de que era capaz de bailar al mismo tiempo. No parecía fácil. Era el tipo de novedad del que se podía sentir satisfecha, porque lo había practicado mucho a los veinte años, y porque guardaba la habilidad y era capaz de demostrar lo ágil que aún se encontraba. Había despertado una faceta de ella misma que tenía olvidada y sabía que ya no lo haría más, la incorporación de aro a su vida era permanente, podría enfrentarse a cualquier tipo de show con su aro, y estaba dispuesta a discutirlo con cualquiera que se opusiera, pero no a ceder. Semejante oportunidad no se presentaba todos los días, podría moverse en la playa sobre una tarima, con grandes altavoces y miles de personas mirándola. No llevaría más que unos shorts y un top bien ceñido, eso sí, necesitaba que nada se moviera por su cuenta, y tenerlo todo controlado. Hasta entonces no había caído en la cuenta, pero empezaba a ser conocida y reclamada de lugares que no podía sospechar, y por eso debía pensar en la posibilidad de hacerse un bonito cartel de representación. Mil o dos mil carteles, para ir pegando en las ciudades que visitara, y una foto de estudio, que podía hacerle Mark, un amigo con el que había hecho un curso de expresión artística y que tenía una tienda donde vendía cámaras, carretes, objetivos, trípodes, y cualquier cosa que tuviese que ver con ese mundo. Se imaginaba con unos pantalones muy ceñidos hasta la rodilla y un top de angora, en plena acción, moviendo la cadera, con una sonrisa amplia (tenía una dentadura que era la envidia de cualquier jovencita) y su tupé dorado clavado a la frente por un buen chorro de laca. La vida era bella, sólo era cuestión de “encontrarle el punto”. Este era el tipo de historia que le hubiese gustado escribir a Adam, una madre díscola y dos hijos en competencia. Se sentía feliz sólo de pensar que un sencillo profesor como él pudiera abordar temas tan sugerentes y terminar dándole una forma artística, si es que el arte estaba a su alcance. Eso haría que su mujer y su hijo se sintieran por fin orgullosos de él, que creyeran en sus
posibilidades y que dejaran de pensar que ya nunca cambiaría sus vidas. Por otra parte, ¿qué tenía de malo ser profesor de primaria? Más aún cuando siempre había representado un reto vocacional para él. Eran los problemas ajenos los que lo estaban llevando a pensar así. No podía decir que no le gustara escribir historias, pero no estaba dispuesto a hacerlo, renunciando a emplearse a tiempo completo a su verdadero objeto en la vida, moldear aquella mentes y sacarles el mayor partido posible, en sus años de vida más receptivos. Al día siguiente por la mañana, el coche de su hermano había desaparecido y no creía que hubiese ido de compras al pueblo porque a esas horas habría muy pocas tiendas abiertas. También cabía la posibilidad de que hubiese ido de juerga toda la noche y aún no hubiese vuelto, pero la probabilidad más creíble era que se hubiese vuelto a su ciudad porque tuviera compromisos inaplazables y se hubiera convencido de que no iba a persuadir a su hermano para que lo apoyara, en lo de “meter en cintura” a su madre. Uno de esos días, Adam salió temprano del colegio porque se anularon las reuniones de profesores y se fue directamente al pueblo de compras. Sin hacer paradas se dirigió directamente al centro comercial. Todo seguía en su lugar sin apenas cambios, si alguien le había dado una mano de pintura a su casa, debió utilizar el mismo tono porque todo le pareció exactamente igual que siempre. Caía la tarde y una nube casi inapreciable de polvo y calor lo cubría todo adormeciendo a los abuelos que lo miraban pasar desde sus porches. Estaba cansado, y se sentía sucio y sudado después de un día de trabajo, y del trayecto en auto hasta allí. Pasó las dos últimas calles mucha velocidad, y entró en el aparcamiento exterior frenando con una sacudida abrupta. Anduvo entre los coches y en la puerta se detuvo delante un gran cartel que anunciaba algunas ofertas. Algunos de los servicios de la galería comercial le resultaban muy útiles porque evitaban que tuviese que conducir al pueblo de al lado que era mucho más grande y mejor dotado. En aquellas oficinas alrededor del comercio, eran alquiladas por bancos, peluquerías, cafeterías, joyerías y, curiosamente, el alcalde había decidido que allí debía haber también una oficina de correos. Es posible que se tratara de un intercambio de favores entre los dueños que necesitaban liberar los permisos con rapidez, y lo que estaban dispuestos a ceder a cambio, y en este caso, un local por tiempo indefinido a su benefactor. Y no era tan extraño porque no había movimiento para tanto hueco, y la mayoría de lugares destinados a negocios externos permanecían cerrados. Estuvo durante un rato escribiéndole una carta muy sentimental a su madre, lo que sin duda, establecía una clara diferencia con los propósitos y la forma de pensar de Herbert. Cuando se acercó a la oficina de correos para entregarla, como solía suceder a esas horas casi a diario, no había nadie más esperando para ser atendido. Era la única persona en el pueblo que ponía cartas, a esas horas, y eso estaba muy bien porque la funcionaria de correos que lo atendió, lo miró con una enorme sonrisa en los labios. Se detuvo justo delante del mostrador y dijo que quería poner la carta en el correo, entonces se la quiso entregar pero no dejaban de mirarse a los ojos, y cuando ella quiso cogerla las dos manos chocaron y la carta planeó hasta el suelo cayendo del lado de dentro del mostrador. Ella la recogió y se disculpó por su torpeza. Entonces le dijo que lo conocía, que le daba clase a su hijo en el colegio y que también conocía a su mujer, con la que había hablado alguna vez en las reuniones de padres en el gimnasio donde los dos niños iban a aprender a nadar. Aquella mujer le pareció muy agradable, y muy hermosa, y no deseaba que aquella conversación acabara sin más. Él no dejaba de fijarse en ella, y lo notó, así que quedaron para tomar algo en la misma cafetería del centro comercial porque según le confesó, estaba a punto de cerrar. Se puso un abrigo encima del uniforme y estuvieron charlando un rato de cosas triviales, y cuando se despidieron, los dos se habían convencido de que deseaban al otro, pero no se lo confesaron. Aquella noche cuando se acostaron, como de costumbre, Jenny se dio media vuelta y Adam se quedó mirando al techo recordando todos los detalles en los que se había fijado de su amiga la funcionaria de correos. Tardó en dormirse, y mientras lo hacía, recordó su uniforme y los botones sobre los bolsillos de la camisa, las botas grandes con cordones, no llevaba pendientes ni se había pintado, tampoco olía a perfume, ni había rastro de los aromas que suele tener la gente que se lava las manos con frecuencia, el pantalón gris con rayas rojas a los lados le quedaba grande y se lo apretaba con un enorme cinturón de desproporcionada hebilla. Tenía la nariz y las orejas grandes, y el el pelo corto, peinado como el de un chico. El interés que demostrara en él, la conversación inocente en la que habían hablado de sus hijos, y la aceptación a tomar un aperitivo de
antes de la cena, le pareció de lo más natural. No quería reconocer que podía existir una atracción entre los dos, y la indulgencia consigo mismo, intentando convencerse de que no había hecho nada malo, no sería la misma, si la situación hubiese sido vivida por su mujer, y al llegar a casa lo hubiese ocultado. El interés que Minerva demostraba por las cosas parecía puramente artístico, y no estoy diciendo que fuera capaz de diferenciar mejor que cualquier ordinario proletario vecino casa con casa, de lo que era arte y lo que no. Me refiero a su sentido artístico de la vida, a su fantasía, a creerse una estrella del gran show americano. Y fue por ese sentido espectacular de la vida, que a su vuelta de la playa compró una gran piscina de plástico y una tumbona plegable y lo instaló en el patio de atrás. Minerva tal vez no fuera una estrella del celuloide, pero respondía exactamente a la idea que en el circuito de salas de segunda esperaban de ella. Podía pasarse el día en bikini tomando el sol, darse un baño en su bañera plástica y estar lista para pasar un par de horas moviendo el Hula Hoop. Tenía todo lo necesario para seguir en carrera, y cumplía los requisitos necesarios para llegar algún día a pasar por una auténtica Diva, su sueño. En ocasiones se sentía tan sudada que utilizaba la manguera del patio para darse un agua, sin sospechar que los vecinos la espiaban detrás de las cortinas, y que eso les estaba creando algunos problemas con sus cónyuges. A pesar de su falta de sentido del hogar, no debemos pensar que se trataba de una mujer desordenada en el más amplio sentido de la palabra. En general la casa estaba recogida, no había montañas de ropa en los sillones, ni el fregadero estaba normalmente lleno de platos con comida reseca del día anterior, salvo el maquillaje expandido en el baño como si se tratara de una ocupación de botes semillenos, vacíos algunos, otros pringando cremas y trozos de papel higiénico manchados con maquillaje, o también aros en el salón, y un amplificador con micrófono en el lugar de la televisión, y esta averiada en el suelo, por lo demás todo estaba ordenado y listo para recibir cualquier visita inesperada. Cuando puso el amplificador en la sala, hacía sonar viejas canciones de jazz e intentaba cantar por encima, a partir de ese momento, la casa aceptó que su idea del orden consistía en tener a mano aquellas cosas que le resultaban útiles en su sueño sesentero, y ya nada que fuera a usar el día siguiente pasaba la noche en el cuarto de debajo de las escaleras. Una tarde de un verano caluroso tomaba el sol en su hamaca mientras escuchaba canciones de Sinatra en la radio, cuando el perro del vecino empezó a ladrar como si le fuera la vida en ello. Sonó el timbre de una bicicleta y a continuación, a través de la valla de madera vio el uniforme gris de los empleados de correos deslizándose a toda velocidad por la acera, y deteniéndose de golpe justo delante de su puerta. El cartero asomó la cabeza sobre la vaya y se la quedó mirando con placentera curiosidad. Le preguntó si se trataba de la misma persona que decía el sobre, y se lo entregó mientras hacía una observación acerca de lo morena que se estaba poniendo; Minerva no en le hizo ni caso y cogió el sobre con desgana. El hombre, a pesar de no haber tenido una respuesta positiva se sintió rejuvenecido por haber intentado, al menos, un flirteo divertido, y se preguntó por qué no recibiría aquella señora cartas más a menudo. Situaciones semejantes, en las que despertaba el deseo de los hombres, le devolvía a Minerva la seguridad en si misma y la convicción de que algo de su juventud perduraba en ella. Desde muy temprano, cuando aún no le habían salido los pechos empezó a notar las miradas masculinas, y desde entonces no había dejado de desagradarle tanta insistencia. El cartero llevaba se agarraba al volante de la bicicleta con absoluta pericia y dio una salto desde la acera a la carretera que lo hizo tambalearse, un coche pasó a su lado haciendo sonar el claxon, pero él se enderezó y siguió adelante como si nada. “¡Menudo personaje!”, dijo en voz alta Minerva sin darle mayor importancia. Miró el remitente y cuando leyó el nombre de su hijo Adam, se alegró y se dispuso a leer la carta inmediatamente. Otras tardes había visto como se evaporaba el agua de la piscina de juguete, hasta que todo el plástico quedaba al sol, y las transparencias del fondo anunciaban un suelo de lunares colorido. Y en ese suelo tan liso como resbaladizo se acostaba hasta que de puro aburrimiento decidía que ya había tenido bastante. Ponía los pies en la hierba y avanzaba cuidando de no dañar los dedos desnudos, pero como se trataba del momento más lúdico del día, eso debía suponer que aunque pisara un palo puntiagudo y se hiciera daño, debía recibirlo como un extremo más de tanta diversión. Encima de la sombrilla había extendido unos bikinis a secar, aunque eso no ayudaba a crear la humedad necesaria
en el aire. Algunas veces dejaba la manguera abierta durante el tiempo necesario para encharcar el suelo, y tampoco con eso lograba crear el ambiente necesario. Algunas veces los vecinos cerraban todas las ventanas para poner en marcha el aire acondicionado, y debía ser la hora de echarse la siesta porque cerraban todas las cortinas y echaban las persianas. Las voces de esa gente sonaba fuerte, exigente, enfadados en ocasiones, se gritaban... pero parecían felices. ¿Dependería la felicidad de instalar uno de aquellos aparatos de aire acondicionado clavado en una de sus ventanas? A partir de ese punto las relaciones entre madre e hijo comenzaron una nueva etapa, y ella le devolvía cartas igual de largas y sinceras. Se proponían contarse los más pequeños detalles de sus vidas diarias y de pronto asistían a una conversación sólo equiparable a la que mantiene un escritor con aquellos que leen sus libros. Es decir que para que esa reprocidad existiese el lector debe desear seguir leyendo, aceptar los argumentos del otro y convenientes sus precisiones, toda una prueba de gravedad acerca de lo que se caerá por si mismo si esa comunicación intemporal no lo impide. Minerva se esforzaba por decir cosas interesantes, porque de pronto aquel carteo le resultaba muy satisfactorio, mucho más que eso, era un lazo familiar que necesitaba para mover los más hondos sentimientos. Desgraciadamente todo lo bueno tiene contrapartidas, y la suya era tener que soportarlas miradas e insinuaciones de aquel viejo bebedor sin vergüenza, que terminó por dejar la bicicleta ante la imposibilidad de mantenerse sentado en ella. El cartero empezó a frecuentarla y a colarse los sábados por la noche para beber unas cervezas en su compañía y llegó el momento que ella no sabía como decirle que podía seguir llevándole las cartas, que podían seguir siendo amigos, pero que el resto tenía que acabar. Si le resultaba necesario algo de compañía el sábado por la noche,la presencia de cartero espantaba cualquier posibilidad. También empezó a recoger la manguera cada tarde, y cambiar el agua de la piscina con frecuencia para que no cogiera olor, pequeños detalles que contribuían a convertir su casa en un lugar mucho más habitable. Se sentía muy superior a todo recibiendo aquellas cartas, como si le dieran la importancia de una reina. Nadie en el barrio recibía tanta correspondencia y eso no sólo demostraba que alguien en alguna parte se preocupaba por ella, sino que era una mujer con mucha suerte. Además de eso, había en su posición una malicia manifiesta, y esa era que no estaba dispuesta a deshacer el malentendido que a algunos de sus vecinos les llevaba a creer que todas aquellas cartas eran el resultado de un amor secreto con algún astro de la canción melódica, que casado y con una posición consolidada en el mundo del espectáculo y en la vida,no quería arriesgar todo lo que había conseguido. 3 Cerca Del Orgullo Las relaciones matrimoniales, para los maniáticos, son frágiles. Hay gente de ciudad que puede con todo, y soporta las pequeñas incomodidades cotidianas como meras anécdotas, pero ese no era el caso de Jenny. Su matrimonio pasaba por un momento muy delicado y era absolutamente consciente de ello. Podría haber llevado aquel asunto de una forma más escandalosa, pero adoptó la postura de la mujer herida y orgullosa, y le pidió a Adam que durmieran en camas separadas hasta que todo aquello se aclarara. Los dos se esforzaron por no terminar de dejar caer el puente, y la cama mueble de Adam sonaba todas las noches con el ruido mecánico de quien desmonta la capota de un auto cabrio a toda prisa, porque empieza a llover. La gravedad de sus pensamientos, y sobre todo, lo que expresaba el instinto agudo de Jenny, pesaba como prueba. A veces se demoraba la entrega de una nueva misiva, Jenny entonces podía empezar a concebir una reconciliación, y se pasaba las tardes imaginando que había sido demasiado exigente, entonces al volver a casa, encontraba que Adam no había llegado, lo que sólo podía significar una cosa, había ido a la oficina de correos a buscar algún envío y de paso a tomarse un café a la hora del cierre con Anita. La
tentación lo superaba, y el miedo a consumarla también. Estaba en aquel punto que sabía que si se lo pidiera aquella mujer hastiada por el pueblo, el trabajo y un marido que no le daba aprecio, si él se lo pidiera, lo dejaría todo para instalarse en cualquier parte del país. La inteligencia de Dicarlo nunca había sido cuestionada, hasta aquel momento sus notas había sido brillantes. Janny empezaba a roer el fracaso cuando le llegó el tercer aviso del colegio, “algo le pasa a Dicarlo, no se concentra y sus trabajos son muy deficientes”. Jenny, como no podía ser de otro modo, culpaba de todas las últimas penalidades que le llegaban a su marido. Y en este caso en concreto, de que otra forma podría ser, si sus mismos compañeros, en lugar de comentar la marcha del hijo de un colega con él, lo ignoraban y se dedicaban a mandar mensajes de desaprobación a su mujer. Adam contestó a eso que hacía algún tiempo que no se dirigía la palabra con la profesora de Dicarlo, que era debido a la química, o a la ausencia de ella, pero que la tenía atragantada. Y siendo eso así, no era extraño que, por extensión, la tuviera “tomada” con el niño. Jenny quedó sorprendida por semejante argumento, y eso hizo que se enfadara aún más. Así que pasaron de la cama mueble a intentar no verse ni cruzarse por casa, y un día, ella dijo que debían separarse una temporada y que se iba de forma indefinida a casa de su madre. Le pidió a Adam que dejara pasar un tiempo y que ya hablarían. Que lo llamaría más adelante cuando no estuviera tan dolida, y él se mostró muy triste el día que se despidió de su hijo justo antes de que se montara con su madre en el coche y partieran a todo gas sin mirar atrás. El último silencio de Dicarlo fue como un reproche. Sin duda lo culpaba porque no había una equilibrio en su vida, una hogar en el que pudiera confiar, del que supiera que todo era sólido, sobre el que poder empezar su vida, sus estudios, sus relaciones con sus amigos, donde poder celebrar sus cumpleaños con globos y tarta y a donde poder volver después de cada fracaso; en eso le había fallado a su hijo. Tener que dejarlo todo atrás, y no saber cuando iba a volver era la prueba más difícil que la vida le había puesto en el camino. Minerva se sintió muy afectada por las noticias que recibió en la siguiente carta de su hijo. Se veía a sí misma años atrás, saliendo adelante con dos hijos y abandonada, olvidada e ignorada por un marido que había rehecho su vida. Debería haber agradecido a las fuerzas del universo que se conjugaron para sacarle de delante a aquel hombre, pero lo cierto es que lloró por él, o por la humillación, no sabía bien. Ni un sólo día los dejó solos, o al cargo de alguien en que no pudiera depositar absoluta confianza, los llevó de gira, en los autobuses, cargada con maletas y en ocasiones derrotada. Los quería tanto que se gastó todos sus ahorros en mandarlos a la universidad, y cuando pudieron colocarse, y empezaron a salir del cascarón se distanciaron como si se avergonzaran de ella. No le era posible hacer las cosas de otra forma, algo en su educación, en su forma de ser y de sentir se lo impedía, así que estaba segura de que si el tiempo volviese atrás, al día en que aquel hijo de puta hizo la maleta y se mudó a casa de su otra mujer, todo volvería a pasar de la misma manera, sin cambiar el más mínimo detalle. Y ahora, ¿qué pensar? No podía ponerse de parte de Jenny por salir corriendo y dejar a su hijo plantado, aunque algo le decía que él podía haber hecho algo de lo que tendría que avergonzarse toda su vida. Pero el amor de madre es incondicional, y la madre está al lado de su hijo en las peores circunstancias, siempre. La verdad debía ser revelada, y a partir de aquel momento vivió esperando una confesión, quería saber la verdad, quería que su hijo le contara la historia tal y como había sucedido y no con los adornos que solía poner en la literatura de sus cartas. Tenía algunos compromisos profesionales en el mes próximo, por eso estaría de viaje con su Hula Hoop, y cualquier visita se le haría imposible, pero ya no podía sacar de su mente el momento de encontrarse con su hijo Adam y poder hablar con él, cara a cara, sobre todo lo que estaba aconteciendo. Los chicos de la banda tocaban sus propias canciones, pero estuvieron de acuerdo en preparar un numero para Minerva. Tenían canciones para bailar rock and roll, y también baladas, todo muy apropiado. El material que habían ido adquiriendo con los años era de primera, unos amplificadores Marshall que sonaban como trompetas celestiales, y guitarras de marcas muy caras, la batería era una de esas pequeñas de jazz, pero suficiente para acompañar sin pretensiones; al menos llevaba el tiempo con precisión de metrónomo. Uno de los chicos, el que tocaba guitarra rítmica y ponía la voz, había sido un amigo de la infancia de sus hijos. Pero los cuatro chicos compartían el afecto de Minerva, y a los cuatro los trataba con idéntico reconocimiento por lo mucho que la ayudaban.
Laurel había cantado aquella noche con especial sentimiento, poniendo caras llenas de dolor en las canciones de desamor, y había soltado gritos muy divertidos en las canciones más movidas. Eso había ayudado a Minerva a sentirse más dueña de sí, e intentó también darlo todo, moviéndose locamente, estirando los brazos flacos y haciendo giros realmente muy atrevidos. En favor del espectáculo hablaba el traje nuevo ceñido y rosa brillante de Minerva. Hubiese continuado bailando toda la noche, porque estaba en plena forma y todo aquel esfuerzo era recompensado por su enorme sonrisa de dama inalterable y fuerte, como lo eran las mujeres de su pueblo. Estaba especialmente atractiva y seductora esa noche, porque algunos de los muchachos más jóvenes de la primera fila, le gritaban cosas realmente difíciles de repetir por su alto contenido sensual; en resumen le hacía proposiciones para aquella noche, y le prometían hacerlo algunas cosas difíciles de creer, todo ello a gritos. No parecía que la pudieran desconcentrar con eso, pero tampoco que la disgustara. Larry entonces cruzó por detrás de la Go Go, como si hubiera sentido alguna punzada celosa o algo parecido. Estaba al lado de Minerva cuando se dejó caer de rodillas e hizo un solo de guitarra memorable, acrobático y arrebatador. Supongo que sigo sin entender por qué una persona en su sano juicio, con la vida economicamente resuelta, y con la posibilidad de disfrutar de toda su libertad, tal como era el caso de Minerva, se empeñaba en seguir desarrollando unas habilidades de las que dependía físicamente. No puedo darle más espacio del que por su edad se merece, y por por lo tanto en tres años más se pondría en los sesenta y tres. Eso iba a ser definitiva, y marcaría por ley natural el declive de su arte, ya lo he visto antes a edad mucho más temprana en algunos deportistas, así que en su caso tenía que estar al caer. Ya era mucho lo conseguido hasta entonces. Tal y como yo lo veo, tenía motivos para estar orgullosa y para afrontar el futuro con la cabeza bien alta por todo lo conseguido. En todo aquel tiempo se había ganado el respeto y la admiración de muchos y sobre todo de los chicos que la acompañaban con su banda. La verdad es que irradiaba un tipo de energía que se comunicaba y que ponía de buen humor a los que asistían a sus espectáculos. Y llegado eso momento tendría que decidir lo que iba a ser mejor para ella, si empezar a hacer una vida más recogida y mirarse todas aquellas pequeñas dolencias que había ido aplazando, o seguir engañándose y haciendo ver a todos, pero sobre todo a ella misma, que era la infinita mujer de goma. Y en este término esperar a que le diera un golpe de sangre en el escenario, o que aquellos huesos habiendo perdido la flexibilidad de años atrás terminaran por partirse en alguna de sus acrobacias. En la última canción de aquella noche le pareció ver la cara de su hijo Herbert entre el público. Pero, en apariencia, debía alegrarse por encontrarlo después de tanto tiempo y ninguno de sus gestos hubiese hecho sospechar que le resultaba incómodo aquel muchachito con cara de no haber roto un plato en su vida. Pero jamás confesaría que no se fiaba de uno de sus hijos si así fuera. Por algún motivo de sangre, algunas personas volvían a su vida cada cierto tiempo, y no se quejaba de eso, pero podía haber avisado al menos. El que parecía que no iba a volver era el padre de los dos cachorros, porque su accidente se complicaba y no parecía que fuera a tener salud para tanto. Por eso y porque nunca había estado en sus planes. No sonaría muy convincente pidiendo un encuentro aunque fuese con un motivo familiar inaplazable. A Herbert, el mayor de los dos hijos, tampoco lo esperaba, pero este no parecía dispuesto a reconocer la libertad de su madre, e iba a entrar y salir de su vida con la voluntad del que cree tener derecho, todas las veces que se le antojara. La sociedad que había creado con Larry y los muchachos iba mucho lejos de lo que había pensado en un principio. La incomparable ausencia de todo sentido social de Larry la tuvo seducida por un tiempo. Se trataba de uno de aquellos jóvenes con la mirada madura a los que podía acompañar a cualquier fiesta sin que nadie hiciera comentarios jocosos acerca de la diferencia de edad, como si todo el resto debiera sobrentenderse. Sus novias eran tantas que Minerva le daba una importancia relativa cuando se dejaba acompañar por él, o cuando le robaba un beso delante de la puerta de su apartamento; otra cosa era que lo dejara pasar o no. Aquella noche, después de haber demostrado que además de cantar y llevar el acompañamiento, podía hacer un buen solo de guitarra si el momento lo pedía, Larry estaba crecido. Había bebido bastante, y quizás tomado otras cosas, así que la imagen de una noche de triunfo como aquella iba a
ser difícil de se fuera de su mente. Había pasado cientos de escenarios desde los sitios más cutres, a los festivales más grandiosos (aquellos en los que compartiera escenario con grandes figuras), pero en ninguno había sentido una comunicación tan directa con el público. La imagen de Minerva se interponía entre Larry y muchas chicas. Había algo en ella que no le ofrecía ninguna otra. Su forma de entregarse en todo lo que hacía, la forma en que miraba al suelo agradeciendo los aplausos, sus labios pintados de rojo intenso cuando cantaba, la forma en que había aprendido a moverse moviendo aquel aro, cosas que se habían cerrado en su memoria y no permitían pasar hoja. No todos los chicos pensaban lo mismo, ni siquiera unos pocos veían en ella tanta grandeza, y muy pocos eran correspondidos con una mirada de vuelta si la miraban fijamente. Es posible que el entusiasmo del guitarrista le hiciera exagerar, pero si aquella excepcional subjetividad seguía creciendo terminaría por perder su tan reconocido autocontrol. Se bebió unos combinados y volvió al camerino donde Minerva terminaba de desmaquillarse. Tardó algún tiempo en acercarse a ella porque había más gente allí, y la puerta estaba abierta. Algunos entraban y salían como si se tratara de una fiesta, y ella seguía dándose aquella crema en la cara como si no le importara. Uno de los chicos de la banda estaba hablando sobre el sonido, y las oportunidades de mejorarlo cuando aquel tipo entró y fue directamente hacia Minerva. Pasaban la última hora de show intentando recomponer su imagen antes de salir a conocer una nueva ciudad y su vida nocturna. Herbert se sintió muy incómodo porque nadie parecía reconocerlo, como se merecía, en aquel lugar. Cruzaba entre los jóvenes que se empujaban y también lo empujaban a él, como si desearan provocarlo. Había pocas mesas, y casi todo el camino que debía recorrer pasaba por una pista abarrotado de chicos ruidosos y excitados. Confiaba en no tener que partirse la cara con uno de ellos antes de poder hablar con su madre, pero para una persona de su posición era intolerable el trato que estaba recibiendo, pero se tranquilizaba y recurría a la paciencia al culparse porque nadie lo había obligado a entrar en su sitio así, ¿qué otra cosa podía esperar? Alguien en algún momento de la historia de aquel local había decidido que mucho más importante que dotarlo de ventilación, era pintar las paredes de rojo, que contrastara con el sucio negro del techo, y la falta de luz adecuada. La pintura roja se caía, o al apoyarse en la pared con sus botas, los muchachos la iban convirtiendo en gris ceniza. Todo se le iba haciendo más y más difícil, y al entrar en el camerino y encontrarse frente a frente con su madre, ninguna emoción exteriorizó más que una voz fría con la que explicitó que quería hablar con ella. Uno de los chicos de la pista lo había seguido y se abalanzó por segunda vez sobre él, y le quedó claro que si reaccionaba él y sus amigos lo iba a echar a la calle; no lo querían allí. La pregunta no tuvo una respuesta inmediata, porque todo se estaba complicando y si no fuera por Larry que intercedió en favor de la concordia todo se hubiese torcido hasta la violencia. Lo que en un momento así a una madre se le pasa por la cabeza es darle un abrazo a su hijo, en cambio buscó un lugar un poco más apartado y poder hablar lo suficiente, porque quería acabar con aquello lo antes posible. Minerva tenía una idea, por impresiones que le había ido quitando a su otro hijo, acerca de lo que podía querer Herbert. Al menos una cosa la consolaba, no había conducido desde tan lejos para pedirle dinero, era mucho peor que eso. Cuando estuvo dispuesta para escucharlo, hizo un ademán con sus grandes y delgadas manos y dijo, “Adelante”: “Veras madre, después de todo lo que había oído acerca de la vida que llevabas, todo lo que he visto hoy lo supera. Deberías verte en el espajo para variar, ya no eres ninguna teenager. También he oído acerca de tus conquistas, y bueno, una mujer tiene sus necesidades igual que un hombre, lo llevo en mi programa, pero ¿Larry? Por Dios Santo, ¿en qué estabas pensando? Fue compañero mío en el instituto, literalmente tiene edad para ser tu hijo...” Y así siguió Herbert riñendo a su madre que lo miraba en silencio, preguntándose cómo había podido tener un hijo tan cretino. Hacia el final del discurso, empezó a ponerse amenazador, y dijo aquello de que si seguí por ahí la meterían en un residencia. En ese momento creo que nadie hubiese obrado con más inteligencia que Minerva, se mordió la lengua y esperó a que Herbert terminara su alocución, aunque a punto estuvo de explotar. Tomo aire, intentó hablar pausadamente, y le dijo que le prometía que intentaría portarse mejor. Eso fue suficiente, para calmarlo y acompañarlo hasta la puerta. No podía esperar un compromiso mayor, y se lo tragó. Herbert hubiese vuelto aquella noche a su casa si al fin, aquellos que lo habían
estado siguiendo toda la noche, no consiguieran al fin que se rebotara, cuando uno de ellos, le puso la pierna y lo hizo rodar por el suelo, lo que no estuvo nada bien. Se montó una buena pelea, nadie sabía por qué, pero todos golpeaban a todos. Y eso no fue todo, aquella misma noche, después de que cerrara el local, de madrugada, alguien le plantó fuego, aunque no se pudo probar que Herbert había pagado a unos sicarios para hacerlo, hubo muchas suspicacias al respecto. En todo caso no le benefició, todo aquel escándalo. Al día siguiente la noticia, o las noticias saltaron a todas las revistas, fotos de Minerva bailando con su Hula Hoop, besándose con Larry, fotos de la pelea, y del congresista por los suelos, y finalmente, fotos del coche de bomberos apagando el fuego del local. Nada de todo eso fue suficiente para hacer renunciar a Herbert a su carrera política, estaba hecho de la madera, de los que tienen la cara de madera. Minerva volvió a su patio de atrás, con tumbona plegable y piscina de plástico, y algún tiempo después recibió una carta de Adam, su mujer, Jenny, había vuelto con él y las cosas se iban arreglando. Ya sólo una cosa me queda por decir, cada vez que el cartero le llevaba a Jenny el correo, tenía que soportar el espectáculo de ver a Larry dándole crema en la espalda, o bebiéndose una cerveza mientras escuchaba música en su aparato de radio y hacía que cantaba por encima de la voz solista.