1 Mi Sangre Y Yo A través de la experiencia, a lo largo de una vida -lo dice alguien que no pasa por su mejor momento y que empieza a entrar en esa nebulosa en la que sus mayores necesitan atencionessurgen dudas que nunca creímos necesarias, dudas en formas y estimaciones de nuevas realidades que se presentan para ya nunca abandonarnos, y con forma cruel nos exilian de la inconsistencia que nos tenía ajenos a todo. Sin por ello sentirnos mejores en inteligencia, o poseedores de un conocimiento que hasta entonces nos estuvo velado -en todo caso más resistentes al dolor y a la pérdida, o mejores en la entrega que se nos demanda-, nuestra disposición a cambiar parece seguir sus propias normas, por primera vez sentimos que ya nada depende ni va a depender nunca de nosotros, nada que ver con el mérito de ningún tipo, ni por muy bondadosos, o sagaces que nos creamos vamos a merecer decidir acerca de realidades tan asentadas y definitivas. Nos hemos dado mucha prisa en buscarnos, nos enfrentamos a un tráfico de cuerpos al que no interrogamos, del que nada sabemos; mucho menos de sus intenciones. Nos aflojamos entre la nieve de un día de compras poco antes de navidad, en dejarnos a nuestro bullicio, a nuestra, nunca del todo satisfecha, curiosidad. Sobre un andamio han colocado unos anuncios de electrodomésticos, todo concretamente especificado, los datos están tan claros que creemos saber de lo que trata sin haberlos visto nunca delante, sin haberlos tenido o tocado. Parece que podemos oler el plástico de la caja al desembalar. La pesada ausencia que nos cubre se trata de no haber llegado aún a ese tope de sensaciones, de no terminar de ver caer la nieve sobre los hombros y los guantes, y la incomodidad del agua penetrando a través de los tejidos, la humedad luminosa de los regalos en los escaparates, y nuestra sensación de vacío en un costado, una parte que nunca se llena. Dentro una ola de calor nos abre el abrigo, nos llena la nariz de una sensación vomitiva que, sin embargo, superamos en un segundo, porque bajamos la cabeza y nos miramos los zapatos, debemos alcanzar la escalera mecánica, pero un muro de cuerpos emergentes anuncian que nada es fácil, que nunca será así, en verdad que resistirán hasta el último momento de sinrazones, lo negarán todo, no aceptarán evidencia alguna, nadie te lo va a poner fácil, si quieren alcanzar la escalera, deberás sumergirte con el resto y aceptar que se vive para empujarse o esquivar, eso es todo. Dice mi vieja que es inútil cualquier esfuerzo, todo lo que se haga es un trabajo baldío, que no importa las ganas que pongas en conservarlo con vida, que a final volverá una y otra vez a la cama del hospital hasta que lo consiga. Morir sale a cuenta cuando uno es lo único que desea. Dice que tanto si pasamos el resto de nuestras vidas consagrados a velarlo al pie de su cama, al final se va a salir con la suya, porque esa es la canción que ha aprendido por último, y la melodía le sabe a regalado. Bailemos pues con los muertos del arroyo, mientras intento descubrir un regalo para ella, algo adecuado a este tiempo endiablado, balbuceo delante de una dependienta que habla como una muñeca de plástico duro y ojos de culo de botella. Hay reacciones cuyo alcance se nos escapa, o somos capaces de interpretarlo, sino cuando ha pasado el tiempo necesario, posiblemente cuando al fin estamos preparados para exigirnos tanta labor e intuición. Así se iban apurando las últimas horas, con el resquemos y la desconfianza de no estar haciendo todo lo que se puede, todo lo apropiado y todo lo necesario para causar el menor dolor y daño. Nos sucede con el presente cuando sólo podemos vivirlo, nada más. En todo caso apurar las últimas caladas de un cigarrillo, o el trago
de un líquido venenoso que nos perfora el intestino mientras los enfermeros pelean contra los puños del anciano que no desea dejarse tocar y al que amenazan con ponerle correas a la cama. Sin dignidad, desatando toda la violencia de la que era capaz, amenazando con quitarle los ojos, al fin consiguen calmarlo e inyectarle alguna cosa que lo duerme. Ahora bien, un recuerdo es algo muy personal y uno no siempre puede ser identificado, ni tenido en cuenta, ni vuelto a tener en aprecio años después, al mirar una cosa, un objeto, por precioso que nos parezca. Aunque ambas partes del regalo elegido, la parte teórica -la que nos explica la señorita inventora de bondades improbables-, y la parte sentimental, humanicen los sentidos del nuestro elegido destinatario. Decidimos que hay fragmentos sin suficiente sustancia en él, no tiene el rasgo deseado, y los almacenes tardarán en cerrar, así que seguir buscando es una opción que nos conviene. Rechazar lo primero que nos cautiva parece una condición previa a todo esfuerzo de elección, porque sin esa deriva que significa interés y dedicación, los regalos pueden perder la magia deseada. En lo concreto tengo la sensación de que los pueblos centro-europeos y nórdicos son más neutros ante la enfermedad y la muerte. Sus entierros son más silenciosos y cerebrales, mientras que la víscera del sur de Europa: Italia, Portugal, España, etc -a lo que yo atribuyo al desarrollo de siglos de dominación católica y por lo tanto a la religión- somos más de “dramatizar”. La relación con el dolor y con nuestros muertos se manifiesta de otra forma. Existe en mi la extraña sensación de que cuando llegue el momento, me va a desbordar, por eso le he pedido a mis familiares que nos demos fuerza unos a otros, porque si yo los veo bien, estaré al mismo nivel. No se trata de un acto de estrategia, ni de audacia, pero si las mujeres más fuertes de tu familia se empiezan a derrumbar a tu alrededor te quedas completamente solo. Durante el tiempo que dura la juventud me he repetido en varias ocasiones, ¿quién puede meterse en la mente de un moribundo? Destinarse voluntariamente a imaginar semejante cosa, contar con haber adivinado, con creer conocer alguna de sus derivas, y asistirlo como si lo comprendiéramos. Y seguimos dedicando un tiempo precioso a intentar animarlo, cuando en realidad guarda silencio porque es difícil agradarlo en sus términos, en la desidia y el desinterés por otros anhelos diferentes al de la existencia. Al final, quienes nos consideremos capaces de adivinar que su silencio puede representar un enfrentamiento, o peor, una gran bronca interior, simularemos nuestras conversaciones, valoraremos los rumores, y los cuchicheos regresarán ajenos a sus oídos. ¿Quién se atreve a meterse en la piel de un moribundo? En esos años de decepción capitalista todas las piezas parecían finalmente colocadas. De nada sirve resistirse cuando uno alcanza esa edad en que los padres son demasiado viejos para distraernos de ellos (distraernos de sus carencias, de su falta de vitamina, o de una ventana que los recuece si no bajamos la persiana). Además, cuando ese momento llega es porque también respiramos un aire envejecido. Vivir una liberación es un experimento fallido, sólo son totalmente libres los cobardes; los que saben lo que tienen que hacer y asumen sus compromisos, no deben pensar en su libertad, o encontrarla en cumplir con aquellos a los que les debe tanto. El concepto de resignación ante la enfermedad no es fácil, ha sido ampliamente estudiado en todos los tiempos a través de miles de años y millones de historias. Se ha intentado calificar a la resignación más dedicada como una rendición, y son cosas muy diferentes, argumento pues a favor de dar los pasos necesarios por dolorosos o incómodos que nos parezcan en contra de cualquier abolición, de la resistencia y del sentido de la vida. Entre otros familiares que se acercan con dedicación a la enfermedad anciana de los hospitales, y sobre todo, a no dejarse vencer por la inmoralidad de la planta de medicina interna, nos referenciamos como un matiz social que permanece oculto mientras nos encontramos en los pasillos, nos consolamos y pacientemente esperamos que el enfermero nos permita volver a entrar para pasar una pocas horas mirando la cara del que lucha por su vida en cada golpe de tos. Eso fue lo que todo lo que supimos después del primer dolor, entre el estómago y el costado, que había una infección que lo apuraba entre el riñón y el páncreas, y que en un anciano era muy grave. No había pensado que me reduciría ante la primera vaharada de dientes rojos, lengua cuarteada y ojos cerrados. Yo no podía saber que las cosas sucedían con tanta exactitud, aunque algo siempre se sospecha. La misma sensación de compañía permanece, la misma entrañable sensación de estar en
familia y haciendo, ya no lo correcto, sino lo normal, nos facilita esa reducción que nos permite acomodarnos horas y horas a un sillón desflecado y sin brío. Otras veces, en medio de batallas menores, habíamos charlado también en tiempo ilimitado, viendo pasar algunas de esas tardes que no parecen conducir a nada. Hay un pequeño café con mesas diminutas en la planta baja, no cabía un cuerpo más en la doble fila que se amontonaba entre abrigos y bufandas, intentando acceder a la barra. Como los grupos parecían celebrar algo, y el ambiente general era animado, no parecía que nada fuera a cambiar en los próximos minutos. Me daba perfecta cuenta de que la única persona en el centro comercial con cara de circunstancias debía ser yo. No tenía ningún motivo para estar contento, mucho menos para exhibir una falsa sonrisa. Conocía de vista a algunos dependientes y cajeras, a los guardias de seguridad y a los camareros, pero muy lejos me quedaban aquellas caras que se sumaban al jolgorio y al escándalo, a la bebida y a las canciones. Muchos de nosotros creemos que un exceso de alegría es propio de mentes muy simples, incapaces de sopesar el inconveniente de tanta felicidad sin contar que siempre nos acecha la desgracia. Tal vez soy un pesimista sin remedio, o tal vez el grado de realismo con el que me enfrento a la dificultad de sobrevivir me supera, pero sería incapaz de sumarme a tanto desahogo. Sin embargo, reconozco en mi algo parecido, y es la forma en la que me ofrezco para acompañar a los enfermos. Quiero decir que me pongo cómodo, oigo música con uno de esos aparatos en los oídos que respeta el descanso a nuestro alrededor, intento dormir, y mi sacrificio no es determinante. Sí, creo que en algo soy como esos escandalosos, y es que pienso que si hemos de esperar la muerte, mejor nos ponemos lo más cómodos que podamos. No espero la muerte riendo hasta quedar afónico, pero me pongo cómodo, hay una intencionalidad en ambos casos, que nos determina a aceptar lo irremediable pero con condiciones. Algunos de los que levantaban unas grandes jarras de cerveza para brindar parecían extranjeros, así que me dije que debía haber algún barco de turistas nórdicos dispuestos a pasar la navidad lejos de sus casas. No recuerdo a mi padre difuminándose, al contrario, siempre nos tomó muy en serio, la familia era su centro. Cuando intento hacerlo volver de sus sueños, le preguntó por la etapa de su vida en que empezó a trabajar; algunos de aquellos primeros trabajos no los recuerda, pero el servicio militar para poder acceder a la red de ferrocarriles como maquinista, es algo que lo hace volver a la realidad. Tuvo algunos cambios de pareceres con jefes y compañeros hasta que se jubiló, y muchos sinsabores hasta que fijó su residencia con su familia, pero a pesar de esos sinsabores creo que siempre se consideró orgulloso y muy responsable de su tarea. Su influencia entre mis hermanos y o mismo, fue determinante, y aunque a veces no nos contesta, creo que nos está tomando el pelo, escuchando todo lo que hablamos y sus enfados posiblemente estén muy motivados por lo que escucha, y los planes que hacemos sin consultarlo. Para poder entender como funciona su cabeza en estos tiempos, además de tener en cuenta su alzheimer, que es octogenario, caprichoso, a veces violento, y capaz de entender por donde vamos sin necesitar identificar todas las palabras, uno debe ponerse a su altura, hablarle con claridad e interpretar su respuesta, lo que no siempre es posible. Cuanto se pueda decir de él, puede no ser necesario, si tenemos en cuenta la gravedad de su enfermedad, y eso -la enfermedad- si que puede ser necesario que lo contemos. Pero la enfermedad en sí misma no debe ser el tema central de lo que uno pueda sentir, aunque, en ocasiones, desearíamos tirarnos contra ella a galope tendido, gritando como un poseído y con desprecio de nuestra propia vida. De las inverosímiles historias que ya nadie me cuenta, podría extraer enseñanzas parecidas donde una vida comienza, sin esperar al terrible y siempre dramático desenlace. Mi padre pertenece a su clase, y hoy le estaba dando lecciones de política a una de las auxiliares que le cambian el pañal, y lo dejan limpio y relajado. La chica me lo dijo al salir de la habitación, “no se que me decía de política”, me comentó. A los pocos tiene recuerdos de viejas discusiones acerca de insensible gobierno, y lo desgraciado que le resulta el presidente. También me dijeron que esta noche, ha llamado por sus padres, llamaba, papá y mamá, como si fuera un niño. Desde siempre llevó consigo su infancia, su clase social, la posguerra, los cambios sociales, su inconformismo en política, pero su respeto por la ley; todo bien removido e interiorizado. Es como si si estuviera de acuerdo con todo lo que siente, como si la armonía consintiera en esos recuerdos infantiles, y en mitad de la
noche pudiera sentirse con derecho a llamar a sus padres, sin que eso suponga una agonía. Cada vez que he pensado que la vida no iba conmigo, que todas las enfermedades, accidentes, muertes y castigos que veía en otros no me podían pasar a mi, todo cuanto he creído que iba a durar para siempre, me ha devuelto un golpe de reproche y cada esperanza se ha hecho vieja. En el comienzo de la vejez, en la primera pérdida de fuerzas, se deshace la pasión que siempre nos motivó, la licuada transparencia que convertía las más insignificantes aspiraciones en retos. Hemos empezado a envejecer, y lo sabemos porque debemos ocuparnos de nuestros mayores. De cada signo de su lucha tenemos algo que aprender, y lo que es más, que asumir. La vida ha pasado, eso es una realidad, pero se aferran a cada minuto de compañía y necesitan que les hablen. Les ocurre que no presienten la enfermedad mientras están acompañados y escuchando a alguien que les habla con razones (tan planas como innecesarias). La habitación del hospital, sin habernos dado cuenta ha ido tomando forma, pasó una semana; los cajones se han llenado de revistas, pañuelos de papel, útiles de aseo -porque los que se quedan a dormir pasan su tiempo en el baño de la habitación como algo muy necesario-, teléfonos, una radio diminuta con esos pequeños botones que se meten en las orejas, un abanico, una cartera y una juego de llaves que deben pertenecer a mi vieja. Ya hace días que ha tomado forma la posesión de la plaza, nos hemos puesto cómodos, como si no quisiéramos reconocer las gravedad esta vez, como si pensáramos que va para largo. Pero, aunque no lo decimos, admitimos que puede pasar, en nuestro propio e inestable mundo, sabemos que hay cambios pendientes a los que nos negamos a enfrentarnos abiertamente. Seguir escondidos puede ser una opción. En momentos así, escribir es una terapia, supongo. El médico lo dijo con claridad, una pancreatitis es muy grave a su edad y sobre todo, mientras no se conocen las causas. Después supieron que eran bacterias, algo así como una infección de riñón que había obstruido el páncreas, y el antibiótico hizo en resto. Dormitaba todo el día, y por la noche amenazaba con quitarse las vías que le suministraban el suero, eso producía grandes tensiones y un enfermero amenazó con atarlo a la cama. No había nadie a quien quisiera, ni siquiera su mujer, mi vieja, en la única que confiaba, capaz de pararlo en momentos de ira, así que cuando quiso tirr las botellas de suero casi lo consigue. Las no eran fáciles. Pasaba las horas sobre el costado derecho, y en ocasiones se giraba durante menos de un minuto boca arriba, para volver a la misma posición, pero ese método para aislarse del tiempo no debía funcionar del todo, porque creía estar fuerte -posiblemente el efecto del antibiótico- y quería irse para casa. Le gustaba que siempre hubiera alguien cerca de él, en realidad era miedo: temía tanto quedarse solo que en cuanto sentía que alguien se movía buscaba con los ojos y si no se acercaban o le hablaban se cerraba en si mismo y ya no hacía caso de nada, hasta que se le pasara. Obviamente, estaba luchando por la vida y su naturaleza incansable lo ponía contra todo y contra todos. Una tarde lo sentaron en el sillón, y ajeno al gotero y a pesar de estar anclado a él quiso levantarse y echar a andar, casi se cae y tira con todo. Ignoraba las dificultades, y al sentirse mejor, su único anhelo era salir de allí. No hay una interpretación clara a la enfermedad en estos casos, aunque los médicos las miden en deterioro de órganos, resultados de análisis, posibilidades, complicaciones, desenlaces, y fortaleza. Supongo que cada vez que lo ingresan el piensa que lo van a poner en una mesa de operaciones y lo van a abrir, por eso intenté tranquilizarlo y le dije que lo suyo se curaba con antibiótico, pero lo cierto es que el médico nos previno de estar preparados por si había complicaciones y porque la deriva podía ser mortal. No, no debe ser fácil ponerse en piel de un enfermo octogenario por muy fuerte que se considere. Decidí no demorarme, volvía a sentir ese peso decadente de antiguas culturas que nos produce la enfermedad de los seres más cercanos. Se trataba de un recado rápido a pesar de la pesadumbre, de comprar algo que le pudiera gustar con rapidez, porque llevaba ya un rato dando vueltas y eso se podía eternizar. Quise salir de ese mundo casi con la misma determinación que había pensado, que debía tomarme con calma lo de la elección del regalo. Ni siquiera sabía si lo iba a meter en un cajón sin abrirlo siquiera. Quizá no lo abriera hasta que pasara todo y él estuviera de vuelta en casa. El día anterior, me dirigí a él para intentar hacerle comprender que me iba a casa y volvería al día siguiente; se dio la vuelta y preguntó, ¿Y yo qué? Me hizo gracia, de nuevo, armado de paciencia le
expliqué que hasta que el médico lo permitiera había que esperar, pero que estábamos deseando llevarlo a casa y ponerlo cómodo. Y así, a fuerza de luchar contra las palabras y el alzheimer, nuestras vidas se iban transformando, porque nada va a ser fácil, es bueno que todos lo sepan. Era como si la vejez se manifestara como el único mundo posible. Nuestras manos, nuestras energías, nuestra fuerza, nuestra voluntad, se lo debe. En cierto modo, lo que nos sucede somos nosotros. En aquel momento, el único temor es estar viéndonos a nosotros mismos vente o treinta años más adelante. Cogí un reloj de esfera grande, tal y como ella me había comentado una vez, que se leyera bien, sin necesidad de ponerse las gafas, y salí. La dependienta, me hizo un gesto con la cabeza y dijo, “gracias por su visita, y feliz navidad”.
2 Las Palabras Y Los Lapsus Eran tiempos de reconocimiento, de aceptación de la propia vida y asumir que huir es una solución cobarde. Después de comer y lavarme iba a ir al hospital a enfrentarme con mi doble del futuro, con quien posiblemente sería yo a la vuelta de los años. Y después de unos minutos haciendo cola frente a un conserje pude pasar hasta los ascensores- La hora de la apertura a visitas se pone así, amontonándose; aunque tenía un pase para subir a las habitaciones fuera de hora. A él lo acaban de limpiar y cambiar, y en medio de aquel surtido variado de tubos, vías, antibióticos y sueros, me abrí paso. Mi madre y yo nos encontrábamos ligeramente cansados, sobre todo ella, que se negaba a abandonarlo un momento, y no era para tanto, nada tan grave. El placer de pasarlo todo el día en cama moviéndose, pidiendo, preocupando a las enfermeras, quitándose las vías, rascándose hasta levantarse la piel, se lo dejábamos a él; y para castigarlo por su rebeldía nos íbamos despreocupando de lo que había sido su dolencia y que obviamente había remitido. Pero, pese a ese estado de salud envidiable que nos traía a todos de cabeza, aún no lo dejaban volver a casa, y de ahí llegaban todos sus engaños y sus enfados. No sabría decir que era peor si que hubiese salido de la gravedad, o aceptar sus amenazas a los celadores, sus arranques de ira, o su apacible bondad, cuando en unas horas, ya no recordaba nada de lo sucedido. Ernestto no estaba seguro de nada, ni de si se consumía o había dejado de hacerlo. Más allá del dolor quedaban las yagas de sus brazos y sus piernas, de sus pies corroídos de haberse acostumbrado a andar descalzo tirado en las aceras, y cuando ingresó para la cama de al lado lo primero que dijo fue que apenas dormía. En un primer momento imaginé que iba a necesitar mucha más atención por parte de los médicos de lo que parecía, mi padre, dormido, seguía ajeno a su nuevo compañero. La enfermera, por su trato, no parecía dispuesta a ponerse de parte de la paciencia, ni a ofrecer el mejor de sus tratos, sin embargo hizo algunas preguntas sobre la metadona y el nombre y apellido reales de Ernestto. Él, con tono de voz cansado y condescendiente respondió a todo sin rechistar, le dio un número de teléfono de contacto de un familiar (su hermana), y se tomó el resto de la medicación dócilmente. De entre las muchas habitaciones de la planta de medicina interna podía haber caído en cualquiera, si no hubiese estado todo tan lleno debido a los recortes en sanidad, pero encontró su lugar justo delante mi, que me encontraba sentado en un sillón en el momento exacto de su ingreso. Morir en la cama de un hospital puede parecer un lujo para quien está dispuesto a morir en la calle, pero a pesar de su adicción, de la diabetes y sabe dios que otras enfermedades de transmisión sexual que pudiera tener, por su espontáneo lirismo, por su buen humor, por su amabilidad y por la fuerza de su voz, en ningún momento creí que tuviera nada de
una gravedad que se resolviera en un desenlace precipitado. De todos los lugares en que pudiera haber ido a dar con sus huesos aquella habitación posiblemente le pareció la menos hostil, existía una indiferencia no premeditada hacia los signos que lo denunciaban, y que pondrían alerta a otros. Repetía una y otra vez que era mulato, pero además, la suciedad, y las heridas eran evidentes. Allí no había objetos que pudieran cambiar facilmente de sitio, y el armario no tenía llave, pero tampoco guardaba nada especial, así que, como digo, la desconfianza no fue tan obvia. En aquel recóndito hueco de la civilización, la gran diferencia entre un joven mortalmente enfermo y acostumbrado a vivir en la calle, y un anciano al que le quedaban pocos años de vida pero de una posición cómoda económicamente, se estrechaba al compartir la habitación del seguro médico público. La enfermedad, cuando se trata de un hecho vergonzoso -y no tanto en ocasiones- se manifiesta con marcas diferenciadoras, con la señal de la desfiguración personal y el fracaso en cualquier lucha, la derrota de antemano. Vivimos en una sociedad estremecida por sucesos que la ponen en estado de shock, que avanza a pesar de acontecimientos sórdidos, como asesinatos por amor, suicidios por resentimiento y venganza, adictos por pereza, locuras por no considerarse capaces, seres débiles incapaces de luchar a los que conocemos de toda la vida, y que tiran la toalla antes de cumplir los treinta. Muchos se creen a salvo, consideran que ese tipo de cosas jamás les sucederá a ellos, se abren a la vida, a la posibilidad de disfrutar de todos los placeres, de respirar todos los aires, de andar libremente por caminos de prados verdes y montañas saludables y rejuvenecedoras, se estimulan creyéndose aún muy jóvenes para tener pensamientos negativos o pesimistas acerca de lo que les queda de vida. Una palabra de ánimo dicha a tiempo y a conciencia, sacrifica a muchos fantasmas, y espanta a los pesimistas. Algunas cosas son así, la influencia de los sucesos más tristes nos puede, sin embargo, debemos saber cual es nuestro sitio y aceptar la vida por dura que sea con su deprimente realidad de enfermedades. Si permanecemos atentos a evolución de los acontecimientos con el paso de los años, los verdaderos acontecimientos, los que son capaces de modificar todos los planes por firmes que fueran nuestras intenciones, descubriremos la derrota en todos, también en los optimistas deportistas llenos de vida, en los médicos de dietas milagrosas, y hasta en los ancianos monjes de vida contemplativa, todos estamos llamados al deterioro de la carne y del cerebro. Algunos podrían ver en todo una sustanciación del enfrentamiento al dolor como la forma menos inteligente de vivir, la confirmación de nuestro origen dependiente y la reacción posesiva de la familia ante la inminencia del desenlace fatal. Por fortuna aún podemos deducir que no hemos sido creados para entregarnos a ninguna forma de martirio, y cuando el médico dijo que el antibiótico estaba remitiendo la infección, todos sentimos un gran alivio; aunque, sabíamos que los octogenarios nunca se curan del todo. Tuve que bajar a cambiarle el ticket al coche, lo que me permite aparcar en superficie sin recibir una sanción, le pedí a Ernestto que le echara un ojo en ese tiempo y que si intentaba arrancarse las vías de nuevo, que llamara a los enfermeros, él, a cambio, me pidió que le subiera un paquete de tabaco, lo que hice con gusto rechazando su dinero. En efecto, debido a nuestra amabilidad fuera de lo común, esta familia de “locos penitentes” entra en tratos con desconocidos dependientes, pero también, con la intuición que no suele fallarnos, de encontrarnos en el caso de Ernestto, delante de buena gente. Para terminar el acercamiento, me ausenté un momento a la sala de visitas, que tiene un pequeño balcón y donde algunos acuden a escondidas a fumar, y eso hizo él. Estuvimos charlando un rato, de política, de huelgas, del conflicto laboral en el hospital lo que incidía en un servicio que rayaba el desastre, y en el tiempo en que Ernestto había trabajado en una empresa de transporte en Madrid, hasta que el dueño hizo un ERE Expediente De Regulación De Empleo), nunca del todo justifica y despidió a treinta, entre lo que él se encontraba. Los ERES son una propuesta que el gobierno hace a los empresarios, aprobando una ley para que puedan despedir a bajo precio aludiendo razones no ya de pérdida, sino de bajada de beneficios, y parece que se están aprovechando de la situación. No puedo ser incrédulo al respecto, estoy seguro de que los trabajos a Ernestto no le duran demasiado, y me he vuelto a la habitación, pensando que los abrazos que algunos amigos de su hermana (la única de su familia que lo cuida) le dan, son del todo sinceros. No hay la más leve señal de arrogancia en su forma de expresarse, lo que parece un mal de juventud de aquellos que creyéndose con una inteligencia por encima de la media,
deciden mantenerse al margen. Las palabras van y vienen en nuestra lengua con una fuerza definitoria y eso nos hace transparentes a los ojos de los más observadores. Es muy improbable que seamos capaces de mantener una alto nivel de engaño a través del lenguaje, y mucho menos mantenerlo durante horas; somos lo que somos y nos expresamos como lo hacemos; nos descubrimos. En un rincón de la habitación, madre había dejado un bolso con unos zapatos que cambiaba por las zapatillas cuando tenía que salir, también había dejado una radio pequeña sobre una mesa que utilizaban las auxiliares para dejarle el desayuno y la comida. De esa forma, durante el tiempo que duró la infección, nos íbamos haciendo a la habitación de hospital, y tomándola con elementos simples y concretos, para la vida cotidiana. ¿Son repulsivas las habitaciones de los hospitales? A algunos no se lo parecerá, pero desde luego yo creo, sobre todo en la planta cuatro de medicina interna, parecen diseñadas para acoger moribundos. Miraba al patio desde la ventana, y sólo alcanzaba a reconocer tuberías de agua y de aire, y conducciones eléctricas, ese era el panorama. Ernestto se portó muy bien con el viejo, si le caía yogurt de la boca, lo limpiaba con una servilleta de papel, le ponía una almohada detrás de la cabeza cuando lo sentaban en el sillón y estaba pendiente por si hacía falta pulsar el timbre y llamar a una enfermera en caso de urgencia. En realidad, le había pedido que le “echara un ojo”, como un acto de compañerismo entre enfermos de la misma habitación, pero se lo tomó muy en serio. Los dientes del viejo ya no son lo que eran, se van rompiendo y no los reemplaza, y con las infección se le hacían yagas en la boca y en la lengua, y cuando se le hacen flemas las escupe en un pañuelo de papel que pongo en la papelera, pero siempre tengo la impresión de que le queda algo en la boca, y aunque le insisto no consigo se escupa el resto. Sí, tuvo la boca llena de pieles, y se metía los dedos para intentar quitárselas, después metía la mano entre la cabeza y la almohada y se quedaba dormido. Los dientes de mi viejo con como huesos rotos, frágiles y apenas útiles. Me resultaría imposible sacarle partido a unos dientes así, pero debo ser justo, y lo cierto es que en ausencia de otra piezas más gruesas, esos dientes delanteros hacen su función, y aunque intenta comer cosas blandas, le dedica una buena parte de su energía cuando de comer pan con mermelada se trata. Nadie se alarme, estar cuatro días con el gotero sin comer la ha bajado el azúcar a niveles desconocidos para él, así que estos primeros días le dan cosas dulces, como mermelada, natillas, arroz con leche e incluso azúcar para el café; yo tampoco podía creer que estuviera sucediendo, y él mucho menos. No, no todo ha sido sufrimiento, agujas arrancadas que dejaban heridas y que ponían las manos hinchadas de líquido, inyecciones de CLEXANE lo que unido al Sintron le producían un hematoma en el vientre de dimensiones desconocidas, pañales, la sonda para orinar... Cada vez que lo pienso me dan ganas de morir joven y de una forma rápida. Por muy familiar que a mi me resulte, hablo de él como si todos lo hubiesen conocido en el pasado, o lo que es peor, como si fuera suficiente saber sus reacciones con la simpleza del alzheimer en el presente. Es algo que entra dentro de la normalidad, esforzarnos porque nos entienda, pero sobre todo, esforzarnos por entenderlo. Presentar a un ser querido como poco lúcido y arrinconarlo, es injusto, y después hay que escuchar que una de las manifestaciones de la enfermedad es la depresión, ¿cómo no habría de ser así? Por fortuna no es nuestro caso, porque el no ha perdido la capacidad de enfadarse y rebelarse. Más bien lo contrario, se consigue hacerlo reír, y se asumen sus enfados sin reprimirlo, pero haciéndole comprender que nos tiene que facilitar las cosas. Considerando los momentos políticos que vivimos, se me ocurre que es algo parecido a soportar a un gobierno que se comporta de forma absolutista reprimiendo y censurando, intentando que no se les note, y desbordando al pueblo llano de necesidades con su arrogancia; en tal caso si perdemos la capacidad de rebelarnos, de denunciar la prepotencia, y nos deprimidos, perderemos la poca salud que aún nos quede por causa de la corrupción y la impunidad. La necesidad de salir adelante, de luchar contra la vejez, se manifiesta imperiosa, de la misma manera que no renunciaríamos a mover los brazos para evitar ahogarnos aunque estemos en medio del océano y a miles de kilómetros de cualquier lugar habitado. Esta actitud nos pertenece por derecho, nadie puede posicionarse en contra, y exigir que dejemos de luchar, que nos entreguemos y cedamos como esclavos ante las
dificultades naturales, pero también las que los poderosos ponen en nuestro camino. Los hospitales se recuerdan sin afecto, como si no termináramos de sobreponernos al estremecimiento de la enfermedad -en ocasiones la proximidad de la muerte-, y acosados por el recuerdo que supone el tratamiento, las agujas, las pastillas, la cirugía y lo que aún es peor, invadidos por la necesidad de aceptarlo. Algunos de esos ancianos, también se arrancan los goteros, y lloran con ojos secos, ya que no desean que posterguen lo inevitable en favor de la tortura, y para eso evitan congraciarse con médicos y enfermeras, y empiezan, en algún momento, a verlos como sus enemigos. Prolongar la vida, con tal desesperación, desde luego, no parece la solución más positiva, inteligente, pero sí la más recurrente, luchar por la vida aunque suponga cortar el cuerpo a trozos, las manos, los brazos, un hígado, una oreja, un pulmón, un pie... Se nos dice que el mundo es imperfecto, pero no se añade que no debemos luchar incesantemente contra todas las imperfecciones, que la sustancia de la que estamos hechos se manifiesta contraria a esa lucha sin descanso, porque lo somos también. Como la naturaleza acepta que intentemos modificar sus parámetros, del mismo modo creemos que podremos alargar la vida indefinidamente y nadie lo resistiría. En ese proceso nos animamos a plantar una casa derribando árboles, extinguiendo especies, quemando rastrojos, reduciendo la vida salvaje, los insectos y la hierba si es alta y frondosa hasta molestarnos por su vitalidad, y durante un tiempo el sueño dura, tal vez cien años, doscientos, o más. Pero toda la condición natural, a pesar de haber sido alterada, tenderá a volver a ocuparse en su avance imperfecto de la decadencia, de romper muros, de ocupar los viejos salones de baile con un tronco maravillado que renazca entre sus baldosas hasta romper el tejado y permitir que la lluvia lo inunde todo, invierno a invierno, la armonía imperfecta y caótica de los ciclos de la vida impondrá de nuevo, la belleza de lo decadente, y la hermosa sensación de que la muerte nos hace humanos.
3 Volver al Engranaje De Las Cosas Estos días me han servido de reflexión, he perseguido los pensamientos más abstractos que tuvieran que ver con lo que nos sucedía. No creo que deba desatar mis miedos, al contrario, me siento muy comprometido. Esta inesperada enfermedad no por ello nos puede coger por sorpresa, cuando nuestros mayores llegan a octogenarios. Ni deberíamos creer que podemos eludir una presencia activa, una compañía estatificada, una inadvertida pero influyente y decisiva colaboración en cada necesidad. La problemática personal, los deseos que la vida no ha cumplido, deben aplazarse una vez más cuando nos ponemos al servicio del hombre enfermo y nos sabemos insustituibles. Mi madre no aceptó otras ayudas, otras presencias que se ofrecieron, y me dijo que teníamos que organizarnos para dejar libres a otros miembros de la familia, que tienen sus propios enfermos a los que atender. A veces suceden estas cosas. Rechazó que otras personas estuvieran en el hospital, a pesar de todo, tuvo que tragarse su orgullo y mi hermana también estuvo. Así, nuestro tiempo de apoyar al convaleciente se fue pasando y, durante dos semanas, nos fuimos turnando para no dejarlo solo un minuto. Una tía mía por parte de madre, que estuvo de visita acompañándonos, nos aseguró que en los países más adelantados de Europa no permiten permanecer al lado de los enfermos por la noche, y que mandan a los familiares a dormir a sus casas. Y en eso me volvió la idea de los entierros en esos países donde la gente apenas llora, y aún más, se abstienen mucho de escenas dramáticas y sobre-
actuadas. En ese aspecto, ya lo he dicho, los países de influencia católica somos mucho más sentimentales y ruidosos. Lo portugueses, los italianos, incluso los griegos y los españoles, sabemos hacer los mejores entierros, los más cargados de emoción y sentimiento. El significado de la familia para los católicos no sólo tiene un sentido religioso, sino que alcanza lo sagrado. Quien no respeta a la familia por encima de todo, del trabajo, de la política, de los romances, de los negocios sucios, incluso de la ley, no está bien visto en nuestra cultura. Por eso cuando mi madre me dijo, que debíamos organizarnos los dos para relevarnos supe que iba a ser duro, ero que ella iba a llevar la peor parte. El hombre intuye el mal, pero no es consciente de su presencia en cada minuto. La desolación de la vejez consiste en saber que nadie te puede ayudar en eso y sentirse lleno de pavor. Mejor que nadie, ellos pueden hacerlo sentir en sus reacciones, hacer que notemos su amargura cuando contestan sin paciencia y sin perdón, porque no los entendemos. Y aunque el desamparo en las sociedades modernas es motivo de alarma, nunca quedan todos los ancianos totalmente a cubierto. Unicamente este interés que ponemos en vivir, y hacer vivir a nuestros mayores, estos últimos años en la placidez de la casa familiar -aunque siempre termine por romperse en los métodos hospitalarios-, puede otorgar a los finales sórdidos una cierta cordura. Así va avanzando la imagen de este tiempo, como si pudiera sacarle una fotografía al momento presente. El espacio de la habitación insuficiente, de muebles amontonados donde han metido dos camas y dos sillones, que no permiten abrir la puerta del armario empotrado, y se revela poco a poco la fotografía del estado y los dolores, sin que, como casi siempre sucede, se pueda ver lo que queda fuera del encuadre de la cámara. Nos gustaría conocer los conflictos que no se cuentan, los pormenores del trato y la condescendencia entre familiares, pero no es necesario. La dinámica del lector no siempre es la curiosidad acerca de lo no dicho, conformémonos entonces en establecer un orden que, al menos, permita descubrir como terminó la navidad. Mi madre, como era de esperar ni miró el regalo que le compre, ni le prestó atención, pero me sirvió como excusa para darle un abrazo e insistir en la idea, de que en los peores momentos, nos damos fuerzas unos a otros. La idea de la fuerza, formulada con frialdad puede parecer poco piadosa, pero cuando mi hermana estuvo a punto de echarse a llorar, se lo dejé claro, si se venía abajo uno, el resto vendría detrás; “se llora en casa”, le dije. Pero no dejaba de ver aquella mano hinchada como un globo, desproporcionada, monstruosa, que recibía el suero y lo dejaba salir por los poros mojando las gasas. En aquel preciso instante yo también empecé a sentirme desanimado y creí que el cuerpo no le admitía los líquidos, esa fue la primera vez que creí la versión del doctor, que aseguraba que una curación sería un milagro; por fortuna no fue así. Los doctores siempre se ponen en lo peor, para que a nadie le coja por sorpresa, supongo. Quiero decir que si los enfermos mejoran, todos contentos, pero, cuando la vida está en juego prefieren preparar a la familia para el peor resultado y que nadie pueda creerse engañado. Toda una teoría. Tal vez se trate de eso, no lo puedo decir con certeza, pero nunca encontré a un médico en el territorio de la esperanza al que se aferran los familiares, por muy grave que sea la enfermedad a tratar. En verdad, cuando por fin dijo que la infección remitía, parecía que salía del ostracismo autocontrolado al que nos tenía acostumbrados, caía el muro de prudencia y hasta parecía simpático. A mi, que el doctor echara una sonrisa y dijera “son ustedes muy optimistas”, cuando le respondimos a su negatividad aclarando: que el viejo era un hombre muy fuerte, y que estuviera postrado, que no hablara y respirara con dificultad, lo hacía en casa con frecuencia, y que ese aspecto distaba mucho de ser una actitud terminal. ¿Cómo lo ven ustedes? Preguntó, y hubo que aclararle que se comportaba así porque no deseaba hablar con nadie, estaba de espaldas al mundo, pero no era un síntoma de la enfermedad. No es fácil hacerse una idea de como se puede deteriorar el aspecto de un anciano si se le tumba en una cama, no se le afeita, se le pone un pañal, se le llena de tubos de plástico a la vena, oxígeno en la nariz, y él, por su parte, se abandona, se pasa el día durmiendo ajeno a todo y aparentemente apagándose día a día. Pero mi madre y yo estuvimos de acuerdo desde el principio que un médico que se deja llevar por las apariencias no podía ser muy buen médico, porque conocíamos la fortaleza del viejo y esa actitud desinteresada del mundo ya la habíamos visto otras veces. Además, mi madre se sintió molesta porque cuando le afirmó que ella lo veía bien, el se rió y le respondió
aquello “¡qué optimista es usted señora!” Ella dijo que se había reído de ella, y yo preferí no verlo así, pero una vez más, el médico se equivocó, y no era demasiado optimista pensar que nos llevaríamos aquella parte de la familia de nuevo a casa. Pusieron la hora de la ambulancia para el traslado para la tarde, pasaran trece o catorce días, la fiebre hacía mucho que había remitido y los análisis señalaban que la infección había sido vencida. La pesadilla concluía, o nos daba un respiro si lo prefieren, pero esa tarde nos íbamos a casa, con todos los botes de higiene, las revistas, las zapatillas, y otros aparatos con los que tomamos posesión de la habitación. Las veladas intermitentes, la luz de la mañana y el descanso interrumpido. De haber estado soñando mi madre no me hubiese llamado, no hubiese sonado el teléfono y no me hubiese sentido tan alegre de que por fin el médico accediera a mandarlo para casa. Pero todo era real, y la segunda llamada fue para aplazar una hora la salida, porque la ambulancias no funcionaban con regularidad, así que podría hacer algunas cosas de obligado cumplimiento, antes de dirigirme al hospital. Se lo había explicado a él, una y otra vez, esperando que lo entendiera: el viejo quería ponerse los pantalones arrancarse las vías y salir de allí, y mi madre y yo queríamos los mismo, pero había que esperar que el médico diera su consentimiento. Deseaba ponerse de pie y apenas se sostenía, pero si no hubiese habido nadie en la habitación, hubiese salido de ella arrastrándose. Estuve acompañando a mi madre y a mi desde las cuatro hasta las seis, aunque sabía que sólo ella podría acompañarlo en la ambulancia, me instalé en la habitación y la pasamos charlando con Ernestto. A esa hora -dos horas después-, supuse que la llegada de la ambulancia era inminente, y aunque me hubiese gustado estar allí cuando llegara, decidí irme a casa y prepararlo todo. Abrí las ventanas, hice café, le abrí la cama, ventilé y comí algo. El tiempo pasaba y empecé a ponerme nervioso, se hacía de noche. Mi madre llamó de nuevo, las ocho y ni rastro del servicio de ambulancias. La bronca fue grande, llamé al hospital, en la planta una enfermera me dio todo tipo de explicaciones, le pedí que me pusiera con un superior, y lo hice. Hable con un supervisor, y literalmente, “lo mande a tomar por el culo”, pero primero le expliqué que mis padres eran octogenarios, y que ella se negaba a separarse de él, por lo que había pasado la noche en un sillón, y se había negado a ir a casa hasta que llegara la ambulancia. Añadí que si a mi madre le perjudicaba a la salud, o le pasaba algo, los hacía responsables. Les colgué el teléfono, y fui de nuevo al hospital para obligarla a ir a descansar y quedarme yo el tiempo que hiciera falta. Atribuí los problemas de servicio a los recortes en sanidad del gobierno liberal, que anima a la gente a hacer seguros privados. Casi me peleo en urgencias cuando vi allí una ambulancia parada, y la tomé con un enfermero que estaba fumando en la puerta ajeno a todo. Su actitud arrogante, desentendiéndose de todo hizo el resto. Dejé la muleta en el coche, y cojeando ostensiblemente me dediqué a dar vueltas por urgencias buscando a alguien que me atendiera y avisara a la planta cuatro que allí había una ambulancia parada. Al fin salieron con mi padre en una camilla y nos fuimos a casa, mientras yo no dejaba de maldecir e insultar porque no me atrevía a más. Posiblemente si me hubiese puesto violento, me hubiesen dado una buena buena paliza, inútil de la cadera como estaba. Creo que fue hace tres o cuatro años, cuando la enfermedad empezó a manifestarse con firmeza, es decir, en una deriva de incomprensión. Repetirle tantas veces las cosas como sea necesario es un para ponerse de los nervios, día a día va avanzando, pero hay medicación que retiene, hasta cierto punto al alzheimer. En aquel tiempo, yo vivía solo, y mis padres llevaban una vida más o menos cómoda, la vida no nos había ido mal hasta entonces. Con el paso del tiempo uno aprende a valorar la ausencia de enfermedades, y a comprender a los que en su familia las padecen de forma permanente, alargándose durante años y ensombreciendo cualquier alegría. Entonces fue cuando ellos cambiaron de casa y se vinieron a vivir más cerca, y al final, por diferentes causas estoy viviendo con ellos, con sus quejas, sus miedos y sus tareas interminables. Creo que en la vejez, cuando llegan los pañales, lo hacen definitivamente, pero eso es una extensión de coladas interminables, cambiar camas y quejidos adormecidos. La vejez y la demencia no siempre van de la mano, a veces, los viejos son inconscientes de cuanto les rodea, y no se obsesionan, pero ese no es el caso. Nos negamos entonces la realidad y seguimos viviendo como si nada, pero aquí estamos. El momento ha llegado, depende totalmente para vestirse, si desea hacerlo, y si no se queda en cama todo el día. Pero cuando empezamos a notar sus lagunas, no era fácil adivinar la dimensión de
nuestras vidas unos años más tarde, del mismo modo que ahora no imaginamos como de alegre aún podrá ser nuestra vida en el futuro, o, aún más allá, si llegaremos a ser aquellos seres alegres y despreocupados que fuimos. Supe entonces que la enfermedad lleva asociada la depresión de quienes las padecen, el tiene buenos momentos, y sonríe y acepta bromas. Me he preguntado, como no se habrían de deprimir algunos enfermos con los que nadie se esfuerza por comunicarse y se los arrincona como a muebles. Las horas, en esos casos tienen que convertirse en tortura. Se echa de menos la lucidez de saber si algo le duele, o si se encuentra mal. De que pudiera expresarlo con cordura. Porque sus respuestas son ambiguas. Se contiene así mismo en su mundo, en la clemencia de la ausencia de un discurso, en la atrofia de la raíz. Tendría que volver a nacer para sentirse igual de sano, para que pudiera compensarnos con algunos años de vida, ofreciéndose con la ceremonia de todas sus facultades y así dejarse cuidar, dejarse querer, ser consciente y permitir que tanta dedicación ofreciera resultados. Me ha dicho mi madre que Ernestto se portó muy bien hasta el último momento, mientras yo estaba en urgencias buscando una ambulancia, el estaba en la habitación “bronqueando” a los camilleros (lo pobres no tenían culpa de nada, o los que menos culpa tenían de lo sucedido), por las prisas de última hora y el trato dado. Como no tuve acceso al interior en estos últimos minutos, no pude despedir de él convenientemente, aunque le dí la mano anteriormente y le di las gracias. No puedo imaginar que hubiese echo si las cosas hubiesen ido a peor, parece que estaba nervioso y dispuesto a pegarse con cualquiera. A mí me pareció de lo mejor, dispuesto a indignarse por el mal trato recibido, y no esconderse por el trato dado a otros que es lo que suele hacer la gente. Casi imperceptiblemente esta historia se va extinguiendo, ya me queda poco que contar sobre el resto. Utilizando los recursos que conozco sobre plantear un texto puedo aún decir que mi padre está ya en casa, débil, creo que algo asustado por lo pasado y su avanzada edad, y que empieza a levantarse. Esta breve historia la escribí con los recuerdos que tenía de esos momentos, y posiblemente se me escapan muchos detalles acerca del lugar central de lo sucedido, y de sus habitantes naturales, auxiliares, enfermeros, limpiadoras, algunos pasados por alto, o deliberadamente ignorados. La satisfacción de tenerlo de nuevo con nosotros y la esperanza de que nos dé un par de años, al menos, de tranquilidad, antes de volver a un hospital nos hace ser optimistas. Sigue quejándose, y no sabemos si lo hace por llamar la atención, porque a la pregunta de qué le duele, no sabe decir, y llegamos a la conclusión de que no le duele nada. Nos encontramos viviendo una parte de nuestra vida muy desagradable, y mi madre finalmente se puso su reloj, y ha encontrado que las agujas son grandes y puede leerlo sin dificultad. Aquella contradicción del trato dado y la esperanza negada, no debe oscurecerse por otros factores posiblemente debidos a los recortes sanitarios, y además, no debemos culpar en ningún caso al personal con el que tenemos un trato más directo, aunque en algunos casos, daba la impresión de que los conflictos sindicales se vertían en el servicio dado. Desde luego, no olvidaré aquella habitación que parecía haber sido reconvertida, que daba a un patio sin apenas luz, y que amontonados miramos con cierta envidia las habitaciones exteriores, amplias y posiblemente, esas sí habían sido diseñadas desde el principio para el servicio que daban. Hoy ha venido una enfermera a casa él porque no tiene fuerzas ni para sentarse en una silla de ruedas, y es más fácil eso que mandar una ambulancia (¿más ambulancias?). Le tomó una prueba de sangre para el Sintron y quedaron de avisar para que vayamos a buscar los resultados y las dosis que habrá que suministrarle hasta la próxima vez. Después de todo, he retomado también las fuerzas y la inmovilidad necesaria para escribir un poco, mi madre a salido a comprar un poco de fruta, él está en la habitación de al lado. La vida sigue.