1 Terciopelo Por Precaución Sobre el escritorio de Peter Bix los viernes quedaban restos de comida hasta la mañana siguiente, porque los sábados también le tocaba trabajar a Doloritas. Con la resignación necesaria, se cambiaba los zapatos de tacón por unas zapatillas de pelo acrílico y empezaba por tirarlo todo en una bolsa negra. Allí iban los restos de pizza, las latas de cerveza y los platos y vasos de plástico. No era una chica guapa ni había seguido estudiando, y no representaba lo que se dice un “buen partido”, se viera por donde se viera. Sus facciones eran duras y su mirada vulgar. De joven había trabajado en una tienda de ropa, pero ninguna chica que hubiese terminado el bachiller seguía en esas tiendas que pretendían una imagen juvenil para vender el producto. No se habría casado de ninguna de las maneras, porque las oportunidades que se le presentaban le ofrecían una vida que no podía aceptar, y los novios tampoco le duraban demasiado. Sin el apoyo de su familia en eso, había aceptado el trabajo limpiando oficinas que ya no había abandonado, tal vez porque como ella decía, “se había encasillado”, o tal vez porque le resultaba cómodo estar ocupada por la semana y divertirse los sábados por la noche sin tener que dar demasiadas explicaciones. Tenía confianza en que las cosas cambiaran, pero los años pasaban y eso lo hacía todo cada vez más difícil. Ese tal Peter Bix tenía que estar muy loco, de sus desperdicios se desprendían sus costumbres, y aunque hubiese desarrollado un sistema para la locura que le permitiera llevar una vida normal, estaba claro que sus extravagancias lo delataban y lo ponían fuera de todo equilibrio. Las cosas, hasta donde ella sabía, habían sido siempre fáciles para él, de buena familia nunca le había faltado de nada, y se había montado aquel despacho desde el que organizaba su fortuna y tomaba las decisiones necesarias para mantener activos todos sus negocios. Entró en el baño y se puso una bata, y a continuación, sin saber por qué se pintó los labios, como un presentimiento, sin que fuera algo que hiciera habitualmente. Había chicas que se maquillaban antes de entrar en tarea, pero no era lo que solía hacer, sin embargo, ese día se miró al espejo y se pintó los labios. Por su forma de proceder nada parecía indicar que fuera un día extraordinario para ella, ni que se fuera a enfrentar a sus tareas con un dinamismo diferente al que solía. No había citas, ni la esperaba una comida especial a mediodía, ni tenía nada que celebrar, exactamente se trataba de un día como otro cualquiera, hasta la noche en que saldría a divertirse, y eso sería todo. En el trabajo se animaba inexplicablemente, allí recuperaba el control, aunque se tratara de un esfuerzo poco agradable al que nadie se acercaría voluntariamente. Pero, por decirlo de algún modo, era en aquel preciso momento del día, cuando se sentía más ella, más fuerte y más irreverente con el mundo. Dado la firme creencia en su eficacia, no esperaba que nadie pudiera decir nada acerca de como dejaba las cosas, ni que nadie se acercara a alguno de los lugares de los que se ocupaba en distintas partes de la ciudad, para comprobar como transcurría su trabajo o fiscalizar los resultados. Y fue por ese motivo, por el que entró directa al baño para ponerse la bata y las zapatillas, caminando en la penumbra y sin comprobar si había alguien más en aquel lugar. Inevitablemente tropezó con el cuerpo dormido de Bix en el sillón cuando volvió a la oficina. Esa era la primera vez que lo veía y no se trataba, como había imaginado, de la imagen de hombre irreprochable que algunos se ocupaban de mantener de él. Así a simple vista no podía hacerse una idea de sus aptitudes, de la ambición que lo 1