Tormentos De Plenitud
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1 El Temor De Un Ronquido Todo tiene un valor, sobre todo si tiene que ver con nuestras decisiones y lo que expresamos en cada uno de nuestros movimientos. Aparentemente, que Luciana le pusiera de comer u ñe diera cuidados a un perro moribundo que apareció tirado en la puerta de su casa, no tenía la menor relevancia. Pero, un gesto de esta altura era una señal de como se comportaba por dentro y las emociones que concurrían en sus decisiones, los motivos con capacidad para “ponerla en marcha” y el tipo de episodios que un día conformarían los cimientos de su pasado. Nadie podría asegurar por qué el cachorro más enfermo se acercó hasta allí, unos metros delante de donde, hacía unas horas, la perra madre fue atropellada y arrojada a la cuneta por un auto que ni se molestó en parar. La intensidad del suceso no hubiese pasado desapercibida si no fuera que anochecía y ya nadie pasaba por aquel lugar a esas horas, y no hubiese sido menos, si lo cachorros no se hubiesen arremolinado alrededor del cuerpo moribundo y hubiesen permanecido allí acurrucados una vez muerto, incluso cuando perdió el calor. Para algunos, este tipo de sucesos carece de interés, más allá de lo que pueda tener de poco higiénico y de que indica la necesidad de hacer funcionar los servicios de limpieza y la recogida de perros, por parte de la perrera municipal, con mayor eficacia. Dado que, como seres vulnerables, débiles y mortales, nos pasamos la vida buscando un motivo para nuestra existencia y un significado más general para tanta vida sacrificada, dependemos a menudo a hacer conjeturas sobre la significación de los hechos extraordinarios que se cruzan en nuestro camino. Poetas, literatos, filósofos y otros aficionados a las profecías en general, han buscado una comunicación mágica con el destino, que no se limita a las palabras, también incluye los números, los gestos y los acontecimientos que parecen estar unidos imparcialmente al tiempo de vida que se nos haya concedido como hombres y como especie. En este sentido, la aparición del perro moribundo en la puerta de la casa de Luciana podía tratarse de una señal, o de una prueba que cambiara su vida en uno u otro sentido dependiendo de como reaccionara ante ella. Y si tenemos en cuenta que le faltaba poco para dar a luz, lo avanzado de su estado y que se sentía sensible y afectada por todo lo bueno y lo malo del mundo, eso la llevaba a analizar y sospechar de cualquier cosa que se cruzara en su camino. Conocía demasiado bien una parte del mundo que la condenaba por supersticiosa y otra que estallaba contra lo indemostrable. Pero no podía vivir indefinidamente alerta por no arrastrar algunos viejos ídolos cada vez que alguien le pedía consejo. Pudo experimentar cada nuevo rechazo y cada nueva mirada llena de aspereza, cuando se instaló con su santería en la casita de la esquina, justo al final del barrio, con sus jornadas de puertas abiertas y su embarazo libre de solución. Con las videntes pasa como con las putas, todos se escandalizan por su presencia y las rechazan hasta que las necesitan, entonces les “doran la píldora”. Seamos justos, el escepticismo de la sociedad moderna acerca del sentido clásico del universo, lleno de dioses paganos y su intercesión en los asuntos de los hombres, sucede porque una juventud dominante se cree inmortal y ha decidido hacer desaparecer las señales de la muerte de sus vidas, y eso los ha llevado al absurdo de 2
creer que los ancianos donde mejor están es en los geriátricos. Y para Luciana, la financiación de sus interpretaciones del universo y de lo que éstas tenían que ver con la vida, tenían sus mejores y atentos aprendices entre aquellos que veían más cerca el fin, los ancianos y los enfermos. En medio de sus certezas y diagnósticos, guardaba sin embargo, la convicción de que por nada consentiría que dieran un papel tan relevante que desafiara la naturaleza de sus profecías. Por otra parte, en los momentos en los que su vida parecía torcerse o necesitar algo, sus necesidades, de forma regular, se veían resueltas. Y como solía decir a sus visitas, “estamos rodeados de espíritus, pueden ayudarnos con nuestras vidas, pero sólo en las cosas que realmente necesitamos y si no hemos terminado nuestro ciclo”. Presentía los cambios de tiempo, las enfermedades cuando aún no se habían manifestado, las revoluciones que estaban a punto de estallar y los accidentes domésticos. Tenía un optimismo contagioso que resultaba muy útil con los que habían perdido la esperanza y nada le parecía más insano que callar cuando consideraba su deber decir lo que creía que iba a suceder. Salía de casa cuando vio al perro. Al principio lo creyó muerto, se detuvo delante de él y lo observó llena de curiosidad. Tenía prisa porque llegaba tarde a un trabajo de mañana que tenía en una nave industrial en la que se dedicaban a limpiar botellas de cristal para el reciclado; un trabajo aburrido que le permitía pensar en otras cosas. Lo vio hecho un ovillo y dudó si arrastrarlo un poco más abajo para separarlo de su puerta, pero enseguida concluyó que eso sería cruel y renunció a tal idea. Se hecho el bolso al hombro y se disponía a partir cuando vio que el animal abría los ojos y la miraba, y sin apenas moverse movía la cola tímidamente. Luciana volvió a entrar en casa y en un minuto volvió a salir con una cacerola con leche. Después de eso salió tan apurada que casi pierde el autobús, y tuvo que golpear en la puerta para que el conductor la volviera a abrir. El hombre del uniforme y la gorra con visera observó el avanzado estado de gestación de Luciana, lo que fue determinante para que detuviera la maniobra iniciada de incorporación al carril de marcha, y le permitiera entrar. Mientras le cobraba arrancaba y ella se agarraba con firmeza a la barra a la espalda del conductor. Como pudo rebuscó la cantidad exacta en monedas y las depositó en la bandeja, después un hombre se levantó para cederle el asiento y se lo agradeció. Dado que nadie le había conocido marido, novio o pretendiente, el desarrollo desmedido del vientre provocaba todo tipo de comentarios, dependiendo siempre del doble juego de afinidades que suscitaba entre los vecinos. Era evidente para los más estrictos católicos, que la trascendencia de aquella imagen desmesurada iba más allá de lo moralmente aceptable, y las dudas que podía causar en la juventud determinaban sus futuros comportamientos y minaban la inocencia de las mentes más susceptibles. Unos en su crítica, otros en su defensa, todo se simplificaba mucho porque ninguno de ellos se había atrevido a hablar abiertamente con Luciana de su estado y la trascendencia que pudiera tener. En el mismo sentido, había otras madres solteras en el barrio, pero ninguna de ellas intentaba colocarse en el centro de la vida social dando consejos y ofreciendo consuelos. Se dejaba adular y encontrar con facilidad cuando deseaba que así fuera, y aquella mañana accidentada a alguien se le ocurrió que debía estar presente en un acontecimiento que acababa de dejar sin habla a los vecinos del doctor Duffy. Se dejó llevar hasta la puerta de su casa y allí, entre los curiosos se podían ver los pies del doctor balanceándose mientras unos hombres intentaban descolgar su cuerpo de la soga que lo sostenía. Se limitó a mirar a lo lejos, impasible, serena y guardando la distancia con un hecho tan desgraciado. Adivinó los ojos torcidos del cadáver, la tensión en los músculos de la cara y la lengua fuera de la boca, pero nadie pudo llegar a verle la cara a través del jardín y la ventana del salón. En la puerta principal habían aparcado una ambulancia con destreza, de tal forma que la operación de introducir en su interior la camilla con el cuerpo del doctor fue sencilla. Entraban y salían personajes que nadie conocía, familiares, doctores y cualquier funcionario que tuviera que certificar la muerte. Las idas y venidas duraron toda la mañana, y sólo hacia mediodía la gente se dispersó; ya no quedaba nada que ver, todo movimiento desapareció a través de la ventana y de la puerta principal. Unos días más tarde, mientras alimentaba a su perro recogido de la puerta de su casa, recibió una 3
visita. El timbre sonó hueco, y tardó en abrir. Recordó otra vez que el timbre había sonado así, se trataba de un tipo desesperado que no podía dormir porque había tenido un accidente con su auto, y creía que los médicos lo habían dejado sin alma. Como si el alma hubiese formado parte de otros órganos dañados a extirpar, y formara parte de los desechos orgánicos que se fueron como basura hospitalaria en un carrito de aluminio. Al menos, actuando contra sus miedos pudo convencer a Duffy de que podía haber algo de verdad en su disposición a recuperarla, y ella a su vez, lo convenció de que nadie sin alma actuaba tan emocionalmente y cubierto de semejante pátina de arrepentimiento. En el límite de tanto esfuerzo había vuelto la voluptuosa sensación de que sus pecados le serían perdonados por ser un insignificante mortal y sólo por eso, y Duddy se alegró porque creía haber contribuido con su charla a darle un poco de alivio a un corazón atormentado. Y aún unos días después de esa visita conoció a Ulrica Maister, la viuda del doctor Duffy. Recordaría toda la vida, como un juego que fue por aquel entonces que empezó a sentir el dolor de la gente por el sonido del timbre de su casa. Cualquier apreciación ordinaria no sería capaz de diferenciar un ruido eléctrico de otro, pero a ella le era dado la sensibilidad de notar esa diferencia. Y para terminar de conocer a la viuda del señor Duffy, supo desde aquel primer timbre atropellado, que el asombroso mundo al que se iba a asomar podría cambiar su mediocre vida de pitonisa para siempre. Desde aquel primer momento en el que se conocieron, a Luciana le resultó casi imposible concebir que su vida hubiera transcurrido sin ese encuentro. La apacible voz de su vecina y la absoluta claridad de sus ojos apenas encajaban en el umbral de la puerta, apenas descoyuntaban cualquier reflexión u orden preestablecido. Si le concedía la oportunidad de explicarse ya no podría concebir el asombroso mundo de los espíritus sin sus urgencias, y todo lo que de sombrío y desesperante pudiera tener para el doctor su separación, todo lo que de exaltado pudiera creerse un muerto en su amargura, iba a atraerla con la espectacular naturaleza de las revelaciones prohibidas. Nada podía ofrecer más descrédito que la superstición, y, aún así, las gentes más principales del lugar y representantes del orden en general, se obstinaban en visitar aquella humilde casa de puerta débil y paredes desnudas. A la altura de los ojos, una vez dentro, lo primero que se podía ver era una enorme mancha de humedad en la pared, que se había instalado allí un año antes y que parecía que iba a quedarse para siempre. Una columna adornada de ciervo flechado era el único adorno del pasillo, y carente por completo de luz, una planta de interior sobrevivía apenas sobre la columna. Durante el tiempo que duró la presentación casi se rozaron debido a las dimensiones del pasillo, y a la estrechez de las puertas que debían permanecer cerradas para dejarlas pasar. Luciana le dio el pésame y le dijo que había oído hablar de ella y de la reciente muerte del doctor. En realidad no había oído tanto como quería que pareciera, pero por alguna atracción que modificaba sus palabras, le contaba cosas que decía haber oído y que exageraban la posición de la familia en el ámbito social de la ciudad. Ulrica por su parte, intentó explicarle que necesitaba alguna información de su marido, y explorar la posibilidad de comunicarse con él, que estaba acostumbrada a que nada le saliera como esperaba, incluso a no recoger ningún fruto positivo de grandes esfuerzos y que debía intentarlo. Por lo que parecía, el doctor en vida había hecho progresos en la dirección de comunicarse con los espíritus, que según decía Ulrica, “están por todas partes”, además tenía impresión de que si aprovechaba la fuerza que aún sentía que la unía a su difunto marido, podría avanzar en el proceso de comunicación entre mundos. Era tan explícita, necesitaba tanto hacerse entender, que desde el primer instante la imaginó en su casa intentando resolver los enigmas de su marido, revolviendo en sus papeles y composiciones poética, dominada por la inquietud ante la posibilidad de volver a oír su voz, o simplemente sentir su presencia. El mérito de los grandes genios no es el estudio, es plantearse lo insólito para llegar donde nadie ha llegado, y, sobre todo creer que son capaces. Pensaba Luciana en el valor de comenzar una búsqueda como la que la mujer del doctor pretendía, sobre todo por haber asistido en momentos dramaticamente parecidos al desplome, a la depresión, y lo que era peor, al tedio instalándose de forma permanente en las vidas de las viudas. El trabajo de Luciana, según ella creía, se trataba de interpretar valores improbables, introducirse 4
en un mundo inseguro, oponiéndose en cierto modo a la realidad tal y como todo el mundo tiende a verla -al decir todo el mundo debo referirme a la seguridad oficial de que las cosas son como manda la historia y la política-. En ocasiones, si iba más allá de lo políticamente correcto, entraba en terreno prohibido, y eso sucedía si desafía conciencias prefabricadas o introducía en sus ritos elementos diabólicos de cualquier tipo. Se trataba pues de estar demostrando incansablemente que todo lo que ella veía era limpio, positivo y orientado a hacer el bien. Lo que la verdad había dejado a ver a otros espiritistas como ella, era reflejos de subjetividad que los habían llevado a impulsos enfermizos, a escuchar voces que les pedían venganzas y desgracias para los rivales en el amor y los negocios, y, ese tipo de actividades los había llevado inevitablemente a la desgracia, al escarnio público, a la denuncia, y en los peores casos, al linchamiento. En aquella cita en la que por fin se conocieron hablaron del doctor, pero sobre todo de ellas mismas, presentándose con la impaciencia de quien necesita que se sepa todo. Le resultó conveniente la convicción y la limpieza de sus propósitos y en pocos minutos notó que la fluidez de su interlocutora era la de quien está acostumbrado a hablar en público, tal vez en algún centro religioso, o en la asociación escolar. Luciana estaba preparada para recibir personajes intelectualmente muy preparados, que, al contrario de lo que habitualmente se piensa, no son los que consideran que el espiritismo se trate de una pérdida de tiempo supersticiosa que haya que abolir. La notaba fatigada, lo que no era extraño después de lo que debía haber pasado desde el fallecimiento de su marido, pero no había inquietud ni desasosiego en su discurso o en sus gestos, y como otros visitantes de clase media, elaboraba discursos mientras hablaba de las cosas más insignificantes. No lo hacía por presunción, le daba igual parecer muy formada o una completa ignorante, con sus vestidos grises, sus gafas negras y su pelo peinado con raya al lado y cayendo sobre los hombros, podía parecer cualquier cosa menos una intelectual. Esa sensación de sencillez, de pausa y comprensión, no intentaban llevarla a ninguna parte en medio de los intereses de un mundo que se le escapaba entre los dedos. Como parecía que su única preocupación consistía en haber sobrevivido a su marido, estaba claro que no huía de nada, aunque aún quedaban algunos pormenores en su vida, como en la vida de cada uno los hay, que no podría eludir, y el más importante era su Hija Anabel. Al menos en eso soportaba las contrariedades con el ánimo y la fuerza que le producía tener a alguien a quien querer y de quien cuidar. Pero ninguna de las cosas que se hacen por amor a los hijos representan ni la más mínima parte de la rotunda pesadumbre final de remordimientos, emociones fallidas y obligaciones contraídas. Si alguna vez deseamos dejarlo todo atrás y salir corriendo, desde luego en ese trato con nuestro destino ineludible no entran los hijos. El doctor le había hablado en vida de la inminencia de la muerte, de su vejez y de lo que sucedería si él se iba primero. Le hablaba sobre lo que esperaba de ella, de su valentía y de todos los cambios que un hecho tan trascendente supondría. Le dijo que se trataba de algo a lo que había que enfrentarse, y de hecho todo el mundo debe pasar por los momentos difíciles de ver llegar el “último suspiro”. Ese estado inconsciente podía durar años, y en ese tiempo tendría que ir viendo como otros se iban primero, familiares, amigos, simples conocidos del día a día a los que de pronto echaba en falta, y cada vez que encendiera la televisión anunciarían que algún famoso héroe de su juventud, un actor de cine o un cantante de baladas, se había ido también en un ciclo irreparable. Todo a su alrededor anunciaría el inevitable momento para el que debería estar preparada, y eso parecía tener que ver con la aceptación y la resignación de la que hablan los curas.
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2 La Amargura De Los Cuerpos A la señora Duffy, por una extraña compensación de los sentidos, intentó no tomarla completamente en serio desde el principio, pero le gustaría haber creído que se trataba, en todo lo que veía, de aquel ser inocente que se le presentaba sin rubor. Pretendió no cometer el error de creer que detrás de aquella imagen tan estudiada, existía una segunda intención que no se mostraría inmediatamente. De cualquier modo, una vez pasado el trance inicial de las presentaciones y perspectivas, y expuestas las primeras intenciones, podía decir que no había encontrado el motivo que exacerbara y justificara su desconfianza. A Anabel no se la tomó en serio al principio; se puso a la defensiva en cuanto la vio porque apenas hablaba y ponía cara de no haber roto un plato en su vida. La hubiese abordado con con la desenvoltura de su verbo si ella hubiese estado dispuesta al diálogo como la madre, pero el vehemente deseo de llagar inmediatamente a conectar con sus nuevas amigas, no fue suficiente en el caso de la joven. Aunque ella misma había sido una joven difícil y encerrada en sus secretos poco podía imaginar del mundo que se escondía detrás de aquellos ojos huidizos y el rostro angelical que los albergaba. Conocía, sin embargo, que la familia Duffy tenía una reputación que desparramaba sus tentáculos más allá de lo geográficamente imaginable. No había en los parientes cercanos el interés de interferir en la vida de la viuda y de su hija, pero no dejaban detalle al azar, y se interesaban por cuanto les sucedía. Dicho de otra forma, la prudencia demostrada por Luciana nunca iba a ser poca delante de una niña y su entorno, que en su adolescencia se creía superior por nacimiento y por sangre. Reafirmarse en sus apreciaciones le iba a servir para asumirse como el modelo necesario, el que tantos buscaban para la desesperada sanación de sus dolencias. Por todo esto se mantendría firme, afortunada ante el desagrado que le producía la presencia desafiante por la inocencia cautiva del cuerpo diminuto de Anabel, intentando esconderse detrás de su madre. Seguir haciendo conjeturas sobre la impresión y el desagrado causado por aquel ángel malicioso, no iba a dar solución a la continuidad de nuestra historia, por eso, es mejor poner la figura de Anabel en su justo espacio, que hasta el momento a los ojos de Luciana no alcanzaba lo suficiente. La irrelevancia de la superstición que parecía dominar a su marido mientras se mantenía con vida, suponía para la señora Duffy una cuestión de principios por la que no estaba dispuesta a pasar. Pensar en él en los términos de la desesperación de la enfermedad cuando resulta insoportable, la hizo sentir, sin embargo, una conveniente empatía con todas sus rarezas en los últimos momentos. Por razones que a la pitonisa le parecían suficientes, se mostraba comprensiva con la gente que nunca había creído en ella, y que de pronto, ante la presencia brutal e inesperada de la muerte se mostraban de pronto comprensivos y amables. Existen misterios de la creación a los que nos gustaría aferrarnos en esos momentos, y nadie puede negar el último reducto de esperanza a un moribundo. Aferrarse a la vida practicando los ritos más ridículos es una forma de distraer nuestra obsesión y nuestra incapacidad por aceptar lo inevitable. Si así lo preferimos podemos extender el caso de Ulrica y de Anabel a la de cualquier otra persona que se viera en su situación, pero mientras ese momento llegaba para tantos, lo cierto es que la asociación para la defensa de la religión y la moral, con el pastor a la cabeza, le estaba creando bastantes problemas a su recién conocida nueva amiga. Y le doy esa dimensión, porque apelar a la 6
amistad va a ser necesario para entender algunas cosas. Esa hora de la tarde la deprimía. Los seres humanos parecían inclinados a dar respuesta a sus inquietudes y no era tan extraño que tocaran el timbre sin previo aviso, sin ningún tipo de cita o sin presentarse por medio de alguien. Pero era un trabajo duro, y los años la habían hecho asistir a tal devastación que los que acudiendo a ella por enfermedad, superaban sus miedos, le expresaban sin ambages el consuelo que representaba. Para algunos, Luciana era la única persona en sus vidas que los escuchaba, cuando ni siquiera sus familiares más cercanos tenían tiempo para ellos. Y entonces llegaban las críticas indiscriminadas, los profesionales de la moral estaban siempre atentos y dispuestos a destruirlo todo, a poner a cada uno en su sitio, y a la superstición entre los más avergonzados. No se trataba tanto de defender posturas religiosas -a las que si prestamos la atención necesaria, no encontraremos nada más científico que el espiritismo-, como de hacer valer un estatus de ciudadanía, que iba unido a la raza o la estirpe si se prefiere, a los negocios, a la violencia y a la política. Y al ver como aquellos comentarios, las miradas sin perdón y los intentos por aislarla, Luciana concluía que la destrucción era imparable, pero que aquel lugar no era peor que otros en los que había estado. Intentó calcular la hora mientras la tarde pasaba lenta. No debía quedar más que una hora de luz y allí estaban las tres, sentadas en los sillones del salón hablando del doctor y sus manías. Luciana se levantó y ató las cortinas para aprovechar la dulce caída del ocaso, de modo que pasó entre sus invitadas y se quedó mirando a la calle con languidez. Creyó que el tiempo se había parado porque nada se movía a excepción de una nubes distraídas y separadas del resto. Por algún motivo evocó las tardes más frías de su infancia, en un pueblo sin futuro del que escapó en cuanto pudo, pero al que siempre deseaba volver. Ya nadie era capaz de reconocerla paseando por sus calles, comprando en sus mercados y asistiendo a sus cafés con religioso respeto. Eran lugares que necesitaban urgente atención, y no le gustaba usar sus excusados porque estaban generalmente sucios, tomaba cosas rápidas y volvía al único hotel de la villa a toda prisa. En aquel lugar aún circulaban coches de antes de la guerra, y entre uno y otros no era extraño que doblara la esquina algún tractor cargado de ramas, o algún paisano conduciendo dos o tres vacas por el medio de la carretera, sin más ayuda que una vara de avellano. Eran visitas inesperadas que las sacaban de una forma de vida que no le parecía del todo “conveniente”, hasta otra que evocaba su infancia pero que le parecía aún más caótica, si eso podía ser. No se imaginaba esperando que las gentes del pueblo, tan religiosas y cumplidoras, acudiesen a su “despacho” si algún día decidía mudarse: pero eso no iba a suceder, y recordó que solía salir de allí de vuelta a la ciudad como si se sintiera sucia por haber deseado aquellos viajes, porque no miraba atrás y le parecía que escapaba de una costra que se instalaba sobre su piel sin que pudiera evitarlo. La señora Duffy era católica, de un catolicismo comprometidamente envenenado, y convencida de la llegada de Jesucristo y todas las historias que de él se derivaban. Debía tener cerca de los sesenta años, pero nadie podía llegar a pensar que pasara de los cuarenta, con aquellos vestidos tan ajustados y la piel tan estirada. Nadie, al verla moverse a paso apurado por la calle, llegando más allá de todo lo imaginable para comprar una simple barra de pan o un poco de fruta, podía pensar que lo hacía por puro entretenimiento y porque su condición física respondía a la de una persona mucho más joven. La habían visto a menudo con su chaqueta floreada caminando con decisión y valentía para acudir a citas de todo tipo, desde el oculista, la asociación de padres del colegio o la oficina de quejas del concejo, y ahora también esperaba poder asistir con frecuencia a las sesiones de espiritismo en casa de Luciana; siempre disuelta en un fenómeno de actividad que hacía su vida más llevadera. Nada era un impedimento para salir de casa, se enfrentaba a su propia ira o al decaimiento, si llovía llevaba un paraguas, aunque se empapara hasta las rodillas de pisar charcos, y si el sol era aplastante, no parecía importarle que a su vuelta a casa tuviera que desnudarse por completo porque sus ropas estuvieran empapadas en sudor. Incluso, si nevaba, estimaba un placer incomparable ver la nieve caer resbalando entre los coches aparcados a uno y otro lado de la calle, y si para eso debía tomar algunas precauciones adicionales como botas e impermeable forrado con 7
una gruesa capa de plumas en su interior, también estaba preparada. Todo convenía si se trataba de un desafío, y nada la iba a detener en ese juego de enfrentarse a las condiciones meteorológicas. Salir de casa le servía para apreciar la diferencia de lo que sucede y lo que creía que sucedía desde el interior, y eso para una persona como ella, sin demasiadas aspiraciones era un cambio brutal en el día a día. Podemos imaginar que Anabel no era ajena a la actividad de su madre, aunque no le gustara, y que a veces, se veía involucrada en asuntos que no le agradaban. Se trataría de la esforzada víctima infantil a la que nadie tiene en cuenta, si no fuera porque detrás de su uniforme escolar y de su mirada huidiza, la aparente inocencia de los colegios privados no escondiera una terrible ansia por conocerlo todo. Estaba muy desarrollada para su edad, y era bonita. Conservaba el atractivo de la primera juventud, y la frescura de los que no se enredan en mil cuestiones antes de enfrentarse a lo que deben hacer. De piel blanca y mejillas llenas, podría desarmar a cualquier hombre si fuera capaz de abrir aquellos ojos negros en toda su amplitud. Pero no, no se sentía preparada, y jugaba con los chicos de su edad sin proponerse nada trascendente. Por otra parte, que los hombres de edad se dejen turbar por jovencitas no es ninguna novedad. Posiblemente todo lo que tiene que ver con la superstición son símbolos y rituales más viejos que algunas religiones, transforma a todos los que entran en contacto con ese mundo, salvo a los que lo hacen por puro interés literario o por realizar algún descreído ensayo al respecto. Nadie se plantea ¿por qué la fe religiosa merece más crédito siendo igualmente improbable? Todos los que se aproximan esperando mejores resultados que los religiosos, terminan por entregarse cuando se trata de su última oportunidad para encontrar solución a sus problemas con la muerte inevitable. En la superstición todo ocurre con intensidad paranoica, pero del mismo modo que la religión supone consuelo para los condenados. Los que crecen en la religión aprenden a someterse a la muerte resignadamente, pero los que no lo hacen buscan su última oportunidad en cualquiera que les prometa resultados, aunque nunca lleguen. No era difícil para Anabel comprender las necesidades de su madre, y por qué se habían acercado aquella tarde hasta la casa de Lucinda la espiritista, la bruja, la adoradora de dioses paganos, de fetiches, y, tal vez, de demonios. Todo el mundo entendería que Ulrica hubiera dado aquel paso. Sin embargo para los que estaban acostumbrados a tenerla a su lado en los ritos religiosos, no iba a ser fácil permanecer allí conociendo que comprometía la profundidad de sus plegarias. Estar rezando y tener al lado a quien confunde dos cosas tan diferentes, probablemente no era de buen gusto. Hablar con el otro mundo si se hacía a través de su Dios, del Dios que conocían desde niños era una solución piadosa a todos los dolores, pero hacerlo a través de una espiritista era poner a Dios a echar las cartas, y al mismo nivel de las viejas rumanas que leían la palma de la mano en las ferias. Era evidente que Ulrica estaba perdiendo la perspectiva. Al final del día volverían a casa después de aclarar sus dudas y concertar una cita para empezar sus sesiones en una fecha próxima. Si por suerte, en algún momento de delirio, la reciente viuda volvía a escuchar la voz de su marido, daría por buenos todos sus esfuerzos, y en eso tendría que incluir la reputación perdida. Pero si algo tan loco llegaba a suceder, se acabarían para ella todos los recelos, seguiría el plan previsto en busca del ser querido. ¿Finalmente encontraría tal gozo en su corazón que sería incapaz de no condenarse al lado de él, del difunto doctor Duffy que volviera en espíritu para tomar su mano? Cuando ya se iban, madre e hija permanecieron en pie porque sonó el timbre de la puerta. El camino de vuelta no era largo y no parecían tener prisa. La claridad se mantenía a pesar de ser esa hora de la tarde indefinida de aspiraciones y color. Las sombras se entrelazaban como amantes durmiendo plácidamente, moviéndose en la lentitud de brazos y abrazos, y los visillos permanecían en su inmovilidad marmórea. Rodearon el sillón con ligereza para saludar a Solange, la mujer que ayudaba a Luciana, que le hacía algunos recados y la mantenía al tanto de todo lo que “se movía” en la comunidad en la que residía. En la economía de una pitonisa es necesario un somero equilibrio. Se producía, en tal preciso caso, una falta de ambición que ayudaba en el afán de no competir con otras mujeres con semejante dedicación. Algunas consideradas intrusas por buscar clientes en el lugar donde alguna de sus 8
colegas llevaba años atendiendo esas necesidades, otras comprando casas y autos caros, otras atreviéndose en en programas audiovisuales y algunas organizando danzas a medianoche en el solsticio de verano, bañándose desnudas en busca de la séptima ola, o bailando alrededor de las hogueras, despeinadas y descalzas en las noches de San Juan. Resulta difícil creer que en tales rituales pueda intervenir de ninguna manera una fuerza oscura, que sean conscientes del sacrificio del alma por adorar al maligno o que los piadosos oradores de un Dios al que, aún hoy, definen como amor, y en tiempos pasados las persiguieran y las quemaran. Podemos imaginarlo sin arriesgarnos nosotros a perder nuestras creencias por parecernos todo tan sórdido, los mitos de unos y de otros. Pero no sólo la imaginación nos ayuda a saber lo que ocurría en otro tiempo, también los historia registrada y los documentos que acreditan juicios terribles. En tales circunstancias, ¿quienes deben merecernos más crédito, esas mujeres que dicen hablar con espíritus muertos, o aquellos que las persiguen? A partir del momento en el que Ulrica entraba en semejante “juego” asumía la maldición a la que la religión somete a los que se dejan tentar por ideas tan sucias (a sus ojos), y sin embargo la adoración que sentía por la figura del Jesucristo crucificado crecía, su Dios seguía siendo único -a pesar de que sabía que de él no iba a recibir respuesta al intentar comunicarse con el doctor-, y además de sus lecturas bíblicas no dejaba de asistir a misa con frecuencia. Solange le dijo que dos hombres se habían peleado en la calle y que no había hecho nada por evitarlo porque tuviera miedo, se quedó escondida detrás de una farola, mirando, sin hacer nada. Estaba nerviosa y abatida porque había sido muy cerca de la casa de Lucinda, apenas a un par de minutos, y no se le había pasado la impresión. Había oído comentar allí mismo, en el lugar de la pelea, que los chicos eran amigos pero ajustaban un asunto de deudas. Contó que estaban como locos, que no oían a nadie y que uno de ellos había golpeado al otro hasta dejarlo tirado inconsciente, y que entonces se había dado a la fuga, había salido corriendo sin mirar atrás y se había perdido por calles pequeñas en dirección al puerto. Solange contaba todo esto delante de Ulrica y su hija, sin haber dado tiempo a ser presentadas, como si las conociera de siempre y no hubiera motivo para mostrarse reservada en un tema, que al fin y al cabo, nada tenía que ver con ninguna de ellas. Después había llegado una ambulancia y el joven recuperó el sentido, lo atendieron allí mismo, le limpiaron las heridas y le pusieron apósitos que pararon la sangre, no era mucha. Subió por su propio pie a una camilla antes de meterlo en el furgón y de que se lo llevaran para hacerle algunas pruebas pues creían que tenía alguna costilla rota. La información que aportaba su amiga, le sirvió a Lucinda para empezar su alegato contra la juventud sin trabajo y el exceso de diversión, señaló que, siempre según su propio criterio, era preferible tenerlos ocupados en alguna actividad si no lo encontraban. Pero para Ulrica no parecía un punto de vista demasiado interesante o novedoso acerca de las peleas juveniles, sobre todo porque esperaba esa reacción conservadora en una mujer que necesitaba alinearse para evitar, que los mismos que se mostraban contrarios a todo cambio la consideraran a ella parte de los males de la sociedad establecida. Tras escuchar la opinión de ambas, Ulrica propuso una nueva fecha para su cita y terminaron de ponerse de acuerdo. En la distancia de vuelta a casa, la calle presentaba el aspecto de cualquier otro día de verano por la tarde, con la circulación pesada y las aceras llenas. En el instante de poner el pie en el pavimento notaron un viento caliente del sur y la agradable sensación de libertad al entregarse a la caminata que les esperaba. Roncaban los coches con las ventanillas abiertas y obesos italianos en camisetas de asas dejaban colgar sus brazos espesos sobre la puerta o a lo largo de ella. Lucinda abría cajones, se movía con precisión, se paraba, pensaba, y buscaba en la habitación. Nada está en el lugar que esperamos cuando lo necesitamos, tal vez porque después de olvidarlo por completo, aunque se trate de objeto, se haya movido en busca de un aire mejor. Solange la miraba y la seguía sin decir palabra, pero muy interesada en cuanto sucedía. “Soy una desordenada. Sé que tengo una correa del último cachorro que recogí. Tiene que estar en alguna parte.” Solange no preguntó, pero la idea de que hubiera otro animal en casa no le causaba especial emoción, el último 9
había enfermado y había supuesto tiempo y de dinero, y una molesta fatiga cuando todo se complicó y visitaban veterinarios, que al fin nada pudieron hacer por salvarlo. No era indiferente a que Lucinda estuviera tan decidida a quedarse con el perro que estaba en la cocina lamiendo un plato con leche y comiendo galletas, era sólo que la adormecía pensar en darle consejos a Lucinda, cuando sabía que no los iba a seguir. Renunciaba de antemano a exponer su punto de vista, que por otra parte, estaba segura de que era sobradamente conocido. No le convenía entrar en un nuevo periodo de frustraciones por enfrentarse con la idea de tener un cachorro. Tampoco quería parecer una de esas oportunistas que opinan sobre todo sin importarles realmente o sin que les vaya nada en ello. Para Solange no había nada de sospechoso en que hubiese recogido el perro de la calle. Tal vez algunos pensaran que se trataba de un detalle demasiado humano, y que la soledad a la que servía desde su puesto empezaba a pesar en sus espaldas. Eran muy vagas e imprecisas las impresiones de los vecinos desocupados, y los comentarios sin sentido no servían a otro propósito que el de minar su paciencia. Cada uno podía reconocerse en sus semejantes, si era absolutamente imprescindible entrar en el vertiginoso mundo de conocerse a uno mismo, pero no se trataba de la soledad. Solange se dijo que no podía ser eso, y menos en el estado en el que se encontraba: lo de recoger animales era una forma de reconciliarse con lo más débil del mundo. Aquella tarde, Lucinda dejó a su nuevo perro encerrado en la cocina y salió a cenar con Solange algo ligero a una de las cafeterías del centro. Le resultaba muy difícil disimular su barriga, pero no le preocupaba demasiado. Miró su agenda y comprobó que había anotado correctamente el número de Ulrica, ningún número le pareció ser sospechoso de doble identidad, porque en ocasiones, por las prisas y su falta de temple hacía números que podían parecer otros y esos tenerla una tarde llamando a un número equivocado. Sonó música en la radio mientras engullía una ensalada, era una música antigua de un grupo pop, nada estridente y con una armonía de voces notable; eso le hizo mover un pie siguiendo el ritmo mientras disfrutaba de cada bocado. Solange parecía más pálida que de costumbre, y cuando le hizo un comentario al respecto, se levantó y fue al baño a darse maquillaje, ¿por qué las mujeres de edad se preocupan mucho más de ese tipo de cosas que las jóvenes? Como no estaban muy animadas a conversar, al terminar fueron a dar un paseo por el centro. Había una verja alrededor de un gran parque que daba a una enorme acera, y no entraron en él pero siguieron los hierros negros como lanzas sin separarse de ellos. Ya no amenazaba lluvia, pero las tormentas de verano eran inesperadas, así que, sin prisa, tomaron la dirección de vuelta a casa. En ese recorrido intentó explicarle que había visto al doctor colgado unos días antes, que había quedado expuesto a una ventana desde la que se podía ver el interior de su casa desde la calle, y que muchos vecinos se congregaron allí por curiosidad. La noticia corrió como la pólvora y nadie se lo quiso perder. El “boca a boca” funciona con la precisión de un reloj digital; tal vez esta no sea una afirmación muy correcta, sobre todo porque nada hay más humano que las sinergias que se producen por acontecimientos que dejan a una sociedad en shock. Añadió que no esperaba la visita de Ulrica y que nunca hubiese imaginado que fuera capaz de aceptar que los espíritus estaban con ellas y entre todos, y que las consecuencias de dudar al respecto no las harían mejores. Señaló que no veía a Ulrica como una mujer débil, y que no se complacía en sus momentos de dolor, pero que exponía sus confidencias e intimidades como una forma de hacer manipulable la verdad volviéndose accesible. Cuando Solange caminaba a su lado, porque salieran juntas a un recado, o como esa vez, a dar un paseo, le gustaba estirarse para parecer más alta, aunque no se tratara de más de uno o dos centímetros. Era algo que había aprendido al andar, que tenía que ver con la ligereza y con la posición del cuerpo. Estiraba los brazos pegándolos al cuerpo y entonces daba un paso que no fuera muy largo, pero apurando el siguiente si fuera necesario. Lucinda la miraba de reojo porque notaba que había algo artificial en aquella forma de caminar, le sonreía y seguían adelante. Al principio de conocerse apenas hablaban si se daba una de estas circunstancias. Se fueron conociendo poco a poco, al fin al cabo Solange aceptaba su dinero por los recados que hacía y eso 10
ponía su posible amistad por debajo de su relación económica. Nunca discutieron por dinero, y empezaron a parar en cafeterías para merendar. Esto le gustaba especialmente a Solange porque le daba la oportunidad de despacharse a gusto con los últimos chismes de tal o cual personaje de la vida social de la vecindad. Este tipo de “información” a Lucinda le parecía de lo más interesante y dejaba que le transmitiera los más escabrosos detalles sin poner la más mínima objeción. Nada le parecía sórdido ni embarazoso, al contrario cuanto más descarnado, incluso exagerado, más le atraían aquellas historias con visos de realidad. Miraba a su interlocutor con aparente desgana sin terminar de comprender la cara de placer con que le respondía, como si contar las miserias de todos hiciera menor el fracaso de cualquier otra vida, incluso la suya. Nadie reconoce estas cosas, todos intentarán demostrar cosas que nadie cree, pero si se vuelve demasiado obvio el fracaso, culparán a cualquier otro de sus desgracias nunca a ellos mismos. Es posible que la mayor ruina es que todos conozcan los pormenores de nuestros pequeños fracasos y que los definan sin importarles la dimensión de monstruo que desean darle. Es posible que el éxito de aquel entendimiento, la función que las hacía congeniar, era la forma en que Lucinda relativizaba todo lo que escuchaba, pero nunca había mostrado el mínimo gesto de incredulidad. Quedaba una tarde tranquilada y les relajó el paseo. De vuelta en casa de Lucinda su amiga se quedó las últimas horas del día. Nada se movía, ningún ruido las turbaba más que los arañazos de la nueva mascota en la puerta de la cocina. No era un ruido agradable y Lucinda le riñó como si se tratara de uno de esos niños revoltosos de cuatro o cinco años; no consiguió nada. Fue en ese momento, terminado el día, cuando Solange le dijo que había oído que Jeremy, el padre del niño que llevaba en el vientre, había sido visto en los bares del norte de la ciudad. Solange volvió a su casa y Lucinda se quedó dormida casi inmediatamente sobre el sofá del salón. Después de un par de horas de sueño apacible, despertó y se fue a la cama.
3 La Cortesía De La Brisa Anabel se debía a su madre casi en su totalidad, incluso sus amigos, con los que cometía todo tipo de travesuras, no eran para ella más que meros juguetes. Estaba en una edad en la que se sentía alcanzada por el ardor y todo lo que eso suele conllevar. No hay momento en la vida en el que nuestros pensamientos se vuelvan tan confusos y tan enrevesadamente distantes de nuestro equilibrio, como cuando tuvimos quince años. Nos dañamos intentando dar respuestas a los deseos de los adultos, menospreciando su debilidad y riéndonos de aquellos que ponen en riesgo sus vidas por un poco de amor, algunos por dejarse seducir y por seducir por la juventud. Anabel conocía la historia de un pastor al que le había sucedido eso, y había tenido relaciones con una chica de su edad; ella la conocía porque la había visto algunas veces pero nunca había hablado. Aquel hombre la empezó a tratar como una adulta y ella se dejó llevar, y eso condujo a un escándalo de proporciones galácticas. Al pastor le quitaron todo. Como Anabel solía decir, lo pusieron de “patitas en la calle”, y nadie acudía al sermón del domingo, porque nada que él dijera podía convencer. “Ya saben que los sermones tienen que ir acompañados del ejemplo”, les había dicho tantas veces que ahora no sabía como justificar sus pecados. Terminó por ahorcarse, pero Anabel no podía ver una similitud con el suicidio de su propio padre, porque ella sabía lo de su enfermedad incurable. Anabel suponía que la desesperación que había sentido el doctor para realizar un acto tan terrible, 11
nada tenía que ver con ella. Pero en cambio se sentía plenamente hija suya, reflejo en todas sus formas, y orgullosa de ser la hija que se parecía a su padre. El curso de su vida le dejaba claro que sólo en el carácter, en la amargura y en la respuesta a la enfermedad, resultaba claramente diferenciada, si bien, era demasiado joven para saber lo que pasaría con el transcurso de los años y con la alegría interior que sienten los jóvenes (por el mero hecho de serlo que no es poco). La vida es cuestión de como nos enfrentamos a nuestros crecimientos, a las contrariedades y al choque que nos produce el paso del tiempo. Aunque puede haber momentos de aparente infinita felicidad, esos extraños momentos que surgen de la inconsciencia y en los que parece que el tiempo se detiene, la reacción del padre ante una enfermedad inesperada le dejaba claro, que la inseguridad iba a ser permanente y que no debía fiarse ni de los mejores momentos. Pero, desconfiar de la vida no terminaba de hacerla abrazar la muerte, palidecer, leer a Poe, vestir de negro y conservar rituales góticos y expresarse en poemas del romanticismo más oscuro. La vida para una adolescente de buena familia que ha sido enviada a los mejores colegios, empieza a ser todo lo contrario del lugar amable que había imaginado. Desde su perspectiva, la actitud general del mundo es de una exigencia cruel. La confusión cubre cualquier nueva ilusión, llegando a no saber quienes son aquellos que las quieren y quienes les hacen daño sólo por capricho. “El mundo es un lugar cruel”, repetía Anabel sin diferenciar los momentos de amargura y las ganas de llorar sin motivo, de otros en los que disfrutaba comiendo helados sentada en el porche de su casa ajena a todo. Algún tiempo después de aquella primera entrevista, vinieron algunas sesiones de espiritismo en las que no consiguieron establecer contacto alguno con el espíritu del doctor, pero que sirvieron para conocerse mejor y estrechar lazos de amistad. Como Anabel solía acompañar a su madre a Lucinda no le sorprendió que se presentara una mañana sin previo aviso con la excusa de encontrarse por aquella zona haciendo una compras. Conversaron sobre el doctor, pero también sobre su madre que no debía saber que ella se encontraba en aquel momento “fumándose unas clases”. Anabel recordó que la última vez que habían estado allí por una de sus sesiones, sintió un escalofrío, como una corriente de aire que erizaba el vello de sus brazos y desaparecía sin más. Lucinda le contestó que ese tipo de sucesos sucedían con frecuencia en las sesiones con espíritus, pero que algunas veces solo se trataba de mentes sensibles adecuadamente sugestionadas. Para Anabel resultaba muy necesario que contactaran con el espíritu de su padre, pero eso no había sido todo el tiempo así desde su muerte unos meses antes. Sus creencias al respecto procedían de la habitual incredulidad que compartía con otros jóvenes con los que habitualmente se movía. Y Lucinda, no pudiendo hacer otra cosa, le prometió que contactarían antes de lo que pensaban. Como solía suceder en estos casos, la medium se sintió sorprendida de su poder de persuasión y el aliento que suponía en las personas angustiadas que acudían a ella. Al menos no había necesitado consolar a la joven; le había bastado con aquellas palabras de ánimo y no se le puso a llorar allí mismo como le sucediera otras veces. No había pasado ni un cuarto de hora cuando la chica confesó el verdadero motivo de su visita, creía estar embarazada y como no conocía a nadie más que pudiera ayudarla había recurrido a ella. Nadie puede estar seguro de por qué suceden estas cosas, si se trata de distracciones, o situaciones maliciosamente buscadas a propósito por las jóvenes para salir de vidas anodinas. Los elementos más confusos se suelen dar cita detrás de un embarazo juvenil, si bien también cabe la posibilidad de la simple distracción, y todo se complica cuando la joven en cuestión no está dispuesta a revelar la identidad del padre. Anabel debió pensar que como había alcanzado un grado de confianza amplio con la espiritista y también estaba embarazada, eso la haría más sensible y proclive a ayudarla. Lucinda andaba ocupada con algunos cambios en su vivienda. Intentaba recordar como había sido la casa de su infancia y hacer que se pareciera lo más posible, y no consideraba que se tratara de un capricho sino de un avance sentimental, un desbloqueo de sus emociones. Ya había cambiado algunos muebles y los había vuelto a cambiar, sin terminar de convencerse de que aquello fuera como creía. Tenía derecho a ser sentimental sin importarle que la mayoría de sus vecinos lo consideraran una debilidad. Ya estaba lista para empezar su tarea cuando llegó la muchacha y le 12
ofreció un desayuno en todo regla, lo que le hizo pensar que le iba a dedicar el tiempo necesario y que su tarea habitual se iba a ver desplazada. Se sentó a su lado e intentó no mostrar sorpresa cuando supo lo del embarazo y reconocer el desafío que eso iba a su poner para su madre, aún no del todo recobrada por la muerte de su marido. Los primeros amores, esos amores de juventud incipiente y descubrir entre la travesura y el miedo ofrecen sobresaltos que no forman parte del juego. Existe la diferencia entre dejarse amar durante un verano sin consecuencias, a querer romper todo las ataduras y provocar el hundimiento del equilibrio natural de unas vidas que apenas empiezan, y es lo único que tienen para seguir manteniéndose en pie, seguir atadas a sus padres, a su infancia y a las convenciones sociales que empiezan a exigirles. Si no respetan las normas, descubrirán muy pronto que no están preparadas para cuidar de sí mismas, y se producirán escenas muy desagradables, algunas huyendo, otras dramatizando con las drogas o el suicidio y todo tipo de gritos y llantos. Por fortuna ninguno de estos casos iba plantearse con Anabel, había llegado demasiado lejos y lo había complicado todo, pero no iba a romper los lazos que la mantenían unida a su madre. En ese momento, su padre le hacía más falta que nunca. Echaba de menos su protección y, tal vez por eso, empezaba a creer que no era tan loco lo de intentar contactar con su espíritu. Pero su problema allí delante de la pitonisa, no era encontrar a su padre inmediatamente, sino empezar a buscar una salida a lo inevitable de un su estado porque pronto sería evidente. En esa reunión, Lucinda aclaró que prepararía a su madre hablándole de casos parecidos para que ella misma pudiese decirle lo que pasaba, ya que era con ella con la que debía tomar sus decisiones. Era cuanto podía hacer, no porque no desease hacer más, sino porque no podía usurpar el papel que la madre debía jugar en el problema. Ella misma renegaba de su propio embarazo que ya estaba muy avanzado sin poder hacer nada por evitarlo. La severidad de las normas sociales terminaba por pesar condicionalmente con las mujeres que decidían tener sus hijos sin un hombre capaz de responsabilizarse de su parte. Jeremy había salido malparado de todo aquello, debía reconocerlo, y esperó a que Anabel saliera por la puerta para tumbarse y pensar en ella misma, y en sus propios amores. Ellos no habían inventado que las cosas tuvieran que estar sujetas a convencionalismos, eso lo habían descubierto tarde. Y la empezaba a cansar aquel linchamiento silencioso, lento, de miradas de reprobación y censura, por su trabajo, pero también por su barriga. No iba a reventar, ni aprender a odiar, ni a enfrentarse a la sociedad establecida, pero el aprendizaje, la coraza, estaba doliendo más de lo que había pensado cuando había decidido empezar a interpretar señales. Se creía buena en lo suyo, y cuando era apenas una incipiente aprendiz creía que nunca fallaba con una interpretación de la realidad. Algún tiempo después se dio cuanta de que amoldaba la realidad a sus interpretaciones, y que era como uno de esos payasos en el circo que portan una escalera, girando inesperadamante y golpeando a todos sin previo aviso. Debía aceptar que no todo el mundo estaba preparado para sus visiones y si intentaba imponerlas estaría golpeando sus principios, una y otra vez con su escalera de sueños. Su posición era delicada, porque los que ponían en duda su potencial, lo hacían porque creían que no valía para ninguna otra cosa y quería sacarles su dinero. Y no era eso, pero tampoco estaba dispuesta a morirse de hambre, así que en algún momento empezó a aceptar regalos, recompensas y prebendas. Ese había sido el mismo motivo por el que había empezado a cobrar por algunos servicios, y se dio cuenta más pronto que tarde que se trataba de una fuente inagotable de billetes. Tal vez ella no valía para ninguna otra cosa, estaba dispuesta a concederle eso a sus críticos, pero se había convertido en una persona responsable de una cuenta saneada en el banco, aunque cuando se sinceraba consigo misma necesitaba convencerse de que muchos de sus sueños, interpretaciones de señales y profecías eran algo más que pura fantasía. Se arregló para salir, encontró su bolso después de dar unas cuantas vueltas, debajo de un chal sobre un sillón. Se miró en el espejo e intentó secar el pelo convenientemente, si existía una forma conveniente para un pelo tan rebelde como el suyo. Se puso uno de aquellos vestidos de verano que caían sobre su embarazo sin presión alguna. Comprobó que todo lo que podía necesitar estaba dentro del bolso, abrió la solapar de cuero y revolvió en el interior buscando las llaves. En el 13
interior hubiese cabido una pequeña chaqueta si le hubiese hecho falta, y sin apenas hacer bulto. Pero empezaba un día caluroso y hacía algún tiempo que había descartado ese tipo de ropa protectora. A Solange le gustaba aquel bolso y se lo había repetido varias veces porque deseaba que se lo regalara, pero no estaba dispuesta a deshacerse de él tan pronto, porque no hacía mucho que lo había comprado y porque a ella también le gustaba. El perro se movía detrás de ella sin dejar de mirarla. Tenía una mancha de color café con leche sobre el lomo blanco, y las orejas de pie como antenas. Iba estando completo el equipo, o dicho de otro modo, había cogido todo lo que necesitaba y a medida que se iba acercando a la puerta, el animal parecía más inquieto. No le gustaba que lo dejara solo en casa e intuía cuando iba a suceder. No era el tipo de mascota que hubiese deseado, porque exigía de ella mucha atención y trabajo. Cerró la puerta mientras lo oía ladrar protestando al otro lado sin comprender que no se trataba de un castigo. La intensa impresión que Jeremy había causado, al menos por el tiempo que la había seducido, y por los momentos posteriores en los que ella se sintió tan amada, era lo que la había llevado a tomar la decisión de buscarlo y hacerle saber que iba a ser padre. De otra manera no podría explicarse que fuera capaz de superar su rencor, y Dios sabe que le había costado un ejercicio doloroso reprimir aquel tipo de emociones. Dado que Solange le había ofrecido información más que suficiente, al menos, desde su indecisión no le resultaría difícil encontrar los lugares que visitaba. Podía ver con claridad aquel barrio que hacía mucho tiempo que no pisaba, porque se había convertido intrascendente lo mismo que su antiguo amante, pero la irrelevancia del amor cuando todo el que necesitaba lo llevaba en sus entrañas, no debía impedir que cumpliera con su deber. Ciertamente no se trataba de ningún experimento, ni revancha, era sólo que no quería que en el futuro su hijo le preguntara por su padre y tuviera que arrepentirse de haber apartado a Jeremy. Y había algo más, si no podía ya más que repudiarlo, en otro tiempo había sido el hombre elegido y aquel al que se había entregado hasta sentir su calor. Con ningún otro se había dejado besar de la misma tierna manera, y ningún otro había conseguido bajar sus niveles de tensión hasta aceptarlo. Eso tampoco se lo había dicho, y se recreaba recordando sus caricias, pero lo que estaba en juego era tan sólo hacerle saber que llevaba en las entrañas un hijo suyo, que estaba a punto de nacer y que quería que eso sucediera en el pueblo en el que ella había nacido. Volvería a aquel lugar en unos días y esperaría a que su hijo naciera, pero lo que ella no sabía entonces era que todo se complicaría hasta el punto de perderlo. Pero no vayamos tan deprisa, y añadamos sólo que ese viaje no se trataba de algo furtivo, ni vergonzoso, el día se acercaba y quería que naciera en el mismo lugar que ella lo había hecho, nada más. Ni supersticiones, ni energías telúricas, ni promesas, simplemente que naciera en el mismo pueblo que su madre. Aquella mañana, justo antes de que Anabel llamara al timbre, recordaba por qué se había ido del pueblo, y debía ser sincera, además de que se le quedaba pequeño el mundo, la situación allí empezaba a ser incómoda. Eso iba a suceder en cualquier parte en la que pusiera sobre el buzón o en la puerta de su casa su placa de bidente -nada académico, pero efectivo-. No se trataba de disputarse los creyentes en contra de las costumbres y religiones locales. Los buenos vecinos se preparaban para salir a sus trabajos, o dormían apaciblemente sumidos en sus hipotecas, las letras de los autos y las multas impagadas, no era culpa de ellos que tuviera que cambiar de domicilio con frecuencia, más bien culpaba a los líderes religiosos y políticos de las comunidades como instigadores de su rechazo. Imaginaba que volverían a molestarla, que hablarían con ella en nombre de la moral, que recibiría notas anónimas e incluso sería acusada y demandada por cosas que nunca habían sucedido; una molestia. No se creía culpable, ni le sentía ningún tipo de remordimiento por verse involucrada con tanta frecuencia en ese tipo acontecimientos. No era ella la que provocaba con su actitud, al contrario, buscaba la concordia, pero era rechazada por la parte social que buscaba la corrección, la norma y el pensamiento formal. Luego cambiaba de domicilio, se instalaba y pasaba un tiempo siendo una ciudadana anónima, pensaba que todo se había parado pero no era así. Aquella mañana, justo antes de que Anabel le contara su secreto miraba como se movían sus 14
vecinos desde la ventana, como salían de sus casas para llevar a sus hijos al trabajo, y como los más afortunados paraban a desayunar bollos y café en la cafetería más cercana. Algunos paseaban sus perros, y tal vez pensó que en eso no era tan diferente a ellos, y que necesitaba sentirse integrada hasta el punto de tener su propio perro. Aquellas escenas la enternecían, y lo mejor de todo era que aquella gente, a pesar de sus pequeños problemas eran felices, era necesario que así fuera. Se trataba del ritmo de la vida urbana, de la posibilidad de reconocerse. Se saludaban unos a otros, y se deseaban un buen día, la asociación vecinal funcionaba dulcemente. Cruzaba los brazos enrojecidos sobre el alféizar de su ventana, y pensaba que le dolía no poder sentirse orgullosa de lo que hacía en la vida, o tal vez si lo estaba a su manera; pero le dolía ser rechazada por creer en cosas diferentes. El poder de la sugestión era grande, eso lo sabía. La imaginación es libre y nos conduce a través de todo lo que nos impresiona sin aviso. Pero nadie podía decir que las religiones no utilizaran también esas artes cada vez que hablaban de milagros, o de ruegos concedidos. ¿Alguien podía creer que que se le concedieran favores en la tierra, dependiendo del fervor de sus oraciones? Sin duda, ese tipo de pensamientos era lo que le creaba tantos problemas. ¿Cómo se atrevía a poner sus supersticiones a la altura de las respetadas creencias de la gente honrada y trabajadora? Se le notaba aunque no lo dijera abiertamente. Quería resultar previsible pero no lo conseguía, se ponía fuera de todo lo que se podía consentir porque sus intentos por agradar, hacían crecer el rechazo. Dado que las mudanzas ya no le producían el efecto arrogante que pretendía cuando era más joven, y además, la pereza de intentar meterlo todo, embalar y apretar en un contenedor toda su vida, cuando se instalara la última vez le había pedido a Solange que organizara una pequeña recepción para conocer a los vecinos. Y eso tenía que ver con el cansancio, pero, sobre todo, con el hecho de que no podía seguir viviendo sintiéndose infravalorada o marginada. Sin duda, la trascendencia anímica de cuanto le sucedía, no se iba a solucionar por ser condescendiente, pero había que intentarlo. Solange, parte vigilante en todo el proceso, contrató una empresa de catering, movieron muebles, pusieron tres mesas en el salón, una a continuación de la otra, y finalmente aparcó una furgoneta al lado de la casa, de la que sacaron todo tipo de sandwichs y canapés, bebidas y dulces. Tenían buenas ideas, y mandaron invitaciones por correo, lo que no fue óbice para visitar algunas casas y pedir personalmente que asistieran a la fiesta. Eran entrevistas animadas, y algunas llenas de bromas y risas fingidas. Casi nadie acudió a la cita, no eran más de seis, incluidas Solange y Lucinda, y cuando la noche terminó, el desaliento la dominó. Pasó con una bolsa de plástico negro recogiendo las mesas, y lo arrojó todo al contenedor de la basura con la rabia a punto de hacerla gritar. Hacia el mediodía, uno de esos momentos de sol alto y sombra seca, Lucinda llegó al barrio norte, en donde Solange le había dicho que alguien había visto a Jeremy. Se encontraba pasando de plaza en plaza, de surtidos en surtidor, absolutamente convencida de poder encontrar la información que buscaba, sobre todo, porque había estado allí con él en otro tiempo, y sabía los lugares que frecuentaba. A pesar de llevar un rumbo concreto no podía evitar pararse en los escaparates de moda: todo demasiado atrevido para leerle la palma de la mano a sus vecinos. Los talleres de metal y las cerrajerías no cerraban a mediodía y los cortafríos hacían un ruido intenso y desagradable. Las aceras se iban vaciando de todos aquellos que aceptaban la hora de la comida como irremediable y volvían a sus casas sin detenerse por ningún motivo. Se sentó un momento en un banco en una para de autobús. Estaba mareada, y se pasó un pañuelo por el cuello y la frente porque sudaba en abundancia. Quería terminar con aquello e intentó incorporarse de nuevo a la tarea, pero al ir a cruzar una avenida lo último que oyó fue un largo frenazo, miró a su izquierda y cuando parecía que aquel auto sin control se pararía antes de alcanzarla notó un golpe en una de sus piernas, cayó sobre el capó y a continuación rodó hasta el suelo. La frenada hubiese evitado el contacto con que se hubiese parado un metro más adelante, pero su reacción fue la que había visto en una ocasión en los erizos nocturnos, que cuando los enfoca un auto que se acerca, se quedan parados sin saber que hacer, mirando al montón de metal que se les viene encima. Despertó en el hospital, pero no se rompió la pierna que recibió el golpe 15
desequilibrándola. Estaba desconcertada, le hicieron radiografías y creía que todo iría bien, pero no era así. Su cuerpo parecía estar bien, la hicieron levantarse andar y lo que temió desde el principio sucedió, pasaron unos días y perdió el niño. Ya fuera porque todos querían ser optimistas, o porque los médicos no quisieron ponerse en el peor de los casos, hubo unos días de desconcierto en los que no salió del hospital. No se trataba sólo de perder el hijo tan esperado, se trataba de un miedo desmedido a las depresiones, y a aquellos enfermos que escondían sus tristezas a los psicólogos. Al día siguiente de pasar por el quirófano de su hijo no le quedaba más que una cicatriz sobre el vientre. Nadie se atrevía a decirle que todo podría hacer sido peor, en esos casos parecía que el riesgo de lesiones cerebrales en el feto era algo a tener en cuenta. Entraba una luz suave por la ventana, y se pasó el día gastando cleneex y arrojando sus propias lágrimas a la papelera. Todo daba,le escocían los ojos, y la noche siguiente no pudo dormir. Las visitas duraban poco porque les pedía que la dejaran sola, y le hubiese gustado perder el conocimiento por unos días, pero eso no iba a suceder.
4 El Atento Ausente Como el aborto no había sido provocado, ni deseado, sino muy al contrario le había causado una profunda depresión y había contrariado todos sus sueños, al pasar el tiempo necesario siguió sintiendo el dolor pero, por fortuna, ningún sentimiento de culpa. Además, cruzó con prudencia, y había sido el auto, con exceso de velocidad, el que no respetara del todo las señales a su paso. Digo que, por fortuna no sintió culpa alguna de forma permanente, y me posiciono más de lo debido, porque a estas alturas de la narración, uno empieza a simpatizar con sus personajes. Jeremy ya nunca sabría que estuvo a punto de tener un hijo, y le pidió a Solange que atendiera el perro en su ausencia y que anulara las citas concertadas con Anabel y Ulrica. La forma contundente en que se dirigió a su, más que empleada, amiga, le hizo notar que el dolor devenía en resentimiento, y que ese resentimiento sólo podía ser con el mundo. A juzgar por las decisiones que tomaba y lo sombría que la habían vuelto los últimos acontecimientos, no parecía que fuese a volver a su vida normal en un corto espacio de tiempo, y como tenía reservado un hotel en su pueblo para cuando naciera su hijo, decidió pasar allí una temporada. Se lo planteó como un retiro, pero tener tanto tiempo para pensar, sólo podía hacer que le diera vueltas a su desgracia, recocerse en ella y ahondar en sus decepciones. No conseguía que sus pensamientos tomaran otra dirección, y miraba fijamente a la puerta cuando sonó el timbre. Lo hubiese dejado sonar hasta el infinito, pero la puerta traidora insistiría y terminarían por echarla abajo. Le sorprendió recibir la visita de Ulrica y enseguida entendió que Solange le había dado la dirección del hotel. El empleado que acompañaba a Ulrica echó una mirada al interior que tenía más de desconfianza que de curiosidad. Se comportaron como dos buenas amigas y se dedicaron a hacer té y a contarse cosas que ni a las mejores amigas se le cuentan. Fue un respiro que no esperaba, y mientras Ulrica le confesaba que no podía esperar más y que necesitaba -por su salud- “llegar” hasta el espíritu de su marido, ella se dedicaba a calcular las posibilidades de poder realizar una sesión allí mismo. Por algún motivo se quedó de pie delante del espejo, pensando con una ausencia de delirio mientras se peinaba y Ulrica sorbía su té y comía galletas. Era un momento de tensión aunque parecía todo lo contrario. Nadie diría viéndolas a las dos allí en silencio que en su interior brotaban tempestades, cada una por motivos diferentes. Ulrica 16
tenía un modo de comer, que tal vez animado por el cansancio del viaje, apenas le permitía levantar la cabeza. La reaparición de la viuda del doctor la alejaba de su propio drama para compartir uno ajeno. Todo se producía sin depender de la excusa de los poderes que se atribuía, es decir, que si sólo hubiesen sido buenas amigas, probablemente Ulrica estaría también allí. Y la inexplicable trascendencia de la muerte tuvo lugar aquella misma noche, en la que, sentadas sobre la alfombra invocaron fuerzas del más allá. Pensaron a la par que lo sucedido les arrebataba su inercia y su forma de ver la vida hasta entonces, y, sobre todo, la posibilidad de seguir viviendo normalmente. Lo que deseaba Lucinda, sobre todas las cosas, era dejar a un lado la incoherencia, creer en sus facultades, conocer los procedimientos, poder llevarlos a cabo, y hasta aquel momento no haber presentido de forma tan fuerte y definitiva una presencia. Nada podía ya destruirla, se habían movido los muebles, una mano eléctrica le había tocado el pelo, a Ulrica la tumbaron en el suelo mientras soltaba por la boca alguna tipo de salmos y ruegos en un idioma que no conocía, el cristal de la ventana se hizo añicos, y los grifos del baño se abrieron a la vez. Las dos pertenecían desde ese momento al mundo de los sueños, de lo indescriptible y de lo que nadie creía. Cuando salió el sol cayeron dormidas, y no despertaron hasta mediodía cuando una limpiadora abrió la puerta con su propia llave y comprobó por sí misma el desorden. El dueño del hotel les pidió que se fueran y no pasaran en él ni una noche más, y al día siguiente, después de dormir en el tren, estaban de vuelta en sus casas. Lo que las dos tenían que contarse, era como había sentido la experiencia, como la habían vivido y cuanto se parecían en su forma de emocionarse. Cuando pasan unos días hablan de ello delante de Anabel, que está muy adelantada con su embarazo. De hecho, cuanto más avanza en su estado, más feliz se encuentra, y dejaría crecer su barriga hasta el infinito si pudiera. Todo lo que les ha sucedió en los últimos tiempos ha sido una choque emocional. Las impresiones han sido difíciles de aceptar, un cúmulo de circunstancias que les cambió la vida, pero ni ella ni su madre consideran que el embarazo les complique aún más las cosas, al contrario. En cuanto a como veía ella el diálogo apasionado sobre la experiencia sobrenatural, escucha con atención y da crédito a cuanto cuentan las dos mujeres, a pesar de su poco natural excitación. A diferencia de otros días, Anabel no ha ido a sus clases; últimamente ha empezado a faltar más de lo habitual. Su actitud se ha vuelto desafiante con sus compañeros, incluso con los profesores, pero no renuncia a su coquetería y feminidad. Ha empezado a arreglarse como una mujer, y apenas se sorprende de cosas que antes la hacían reír sin freno. Tampoco le atraen los chicos de su edad, ni le hacen gracia sus picardías. En ese sentido, a pesar de su barriga, desde que se comporta de esa forma tan altiva parece excitarlos a todos aún más, y todos se le acercan para hacerle bromas y proposiciones que rechaza con una seriedad poco conocida en ella. Es posible que nos debamos en nuestra mayor parte a nuestras creencias, y a la exacerbación de las mismas hasta convertirlas en superstición. Incluimos en ellas todo tipo de dudas, y manejamos sus poderes e influencias hasta que una fuerte decepción nos aleja de nuestros dioses. En el caso de Ulrica no renunciaba al Dios católico del que se había amamantado, y del que había dado todo tipo de enseñanzas a su hija, pero como si de un castigo se tratara lo mezclaba con creencias recientes a las que no necesitaba venerar con tanto respeto, y sólo por eso ya le parecían más hechas a su medida. Todos sus actos tenían desde la ruptura de lo absoluto, el componente animoso entre sus planes, de franquear la entrada de sus creencias a los que otros consideraban ideas intrusas. Conocía familias burguesas, algunas con las que habían confraternizado ella y su marido cuando no eran más que una parejita de recién casados sin demasiados sueños, que iban de viaje a oriente y llenaban sus chalets de figuras de buda, otros practicaban gimnasia religiosa mientras encendían baritas de incienso y otros, simplemente se sentaban en sus jardines con las piernas cruzadas como las de un yogui para intentar alguna forma agana de meditación. Esas ideas intrusas llegadas de culturas ajenas, convivían durante un tiempo con las costumbres de algunas familias muy localizadas por sus extravagancias, lo que a los pastores de almas, les hacía elaborar discursos encendidos para provocar el rechazo a los viajes turísticos a países que nada tenían que ver con con la cultura 17
popular. Suscitaban así un rechazo enfurecido contra los que renegaban de su fe, y todo ello por abrazar teorías consentidoras de sus pecados en religiones extranjeras. Y del mismo modo, cargaba en otras ocasiones contra los curanderos, las artes adivinatorias y la brujería. Nadie quedaba a salvo si no estaba dentro de la fe, o si aún acudiendo a sus sermones, encontraban en su tiempo libre momentos para acudir a sanadores o brujos, y eso no lo aceptaba ni aún tratándose de una afición que exploraba sus propias creencias dándole una dimensión más útil. En el término útil que empleó en una ocasión Ulrica cuando habló con el pastor, intentó explicar su necesidad de consuelo y de mitigar algunos remordimientos que con la religión no conseguía, y se ganó una bronca inesperada. Los gritos se oyeron muy lejos y aquel hombre se alejó de ella dando golpes al aire, desesperado y profiriendo insultos que no podía creer. Tal vez ese fue el momento que Ulrica aprovechó para desengancharse y acudir más esporádicamente al sermón dominical. No se trataba de dejar del todo sus creencias, pero nada podía ser tan incuestionable como le querían hacer creer. Lo único que Lucinda no quería saber sobre sus vecinos, eran los chismes que Ulrica le contaba acerca del escándalo religioso y como se comportaban a ese respecto. Cuando Solange se ausentaba aprovechaba para decirle a Ulrica que no quería oír aquellas historias, porque en eso su empleada era más correcta. Lucinda imaginó que le estaba diciendo que no quería que aquello se convirtiera en una mala costumbre de la que Solange pudiera también tomar parte. Aquella noche volvieron a intentarlo, y esa vez Anabel estaba presente, porque quería sentir a su padre y llorar por él y porque no iba a conocer a su hijo. En ese momento agradecía que todo sucediera así, y estaba muy impresionada por el relato de su madre y de Lucinda. Sus afirmaciones la implicaban directamente en lo sucedido, y estaba deseando pasar por una experiencia parecida. Comparado con sus sueños de infancia, todo lo que había sucedido en el último año superaba cualquier expectativa y reducía aquellos recuerdos a la simple anécdota. La hacía feliz sentir la vida como la estaba sintiendo a pesar de las desgracias, pero su padre no se iba a manifestar aquella noche como esperaba. Lo volvieron a intentar una tarde en la que Lucinda dijo que los astros eran propicios y tampoco sucedió nada. Ni volvió a ocurrir las veces que lo intentaron sin la adolescente, intentando resumir las condiciones de aquella otra noche en el hotel; nada, el doctor Duffy se había retirado definitivamente. Fieles a tal condición, asumían su parte de marginalidad, la que se obstinaba en recibir las sonrisas hipócritas del domingo por la mañana. Era el signo de haber perdido la partida, de ya no buscar el aplauso ni el respeto. Bajo tanta aparente seguridad, estaba el convencimiento de ser incapaces de decir nada que otros no pudieran poner en duda. De tal modo, que eso, también entre los que habían creído sus amigos, iba a ser un muro de moral infranqueable. No era una cuestión de mala suerte, y la que tenía más que perder con las críticas era Lucinda. Muchas veces le habían recomendado que cambiara sus aficiones y buscara un trabajo estable, y siempre se había reído de esos consejos. Solía responder con una sonrisa forzada, en eso no eran tan diferentes. Quizás si alguien la encontrara alguna vez de rodillas, orando, casi en estado de trance y a punto de derrumbarse por sus pecados todo fuera diferente. Cuando entró Solange le dijo que debía abrir las ventanas porque olía a cerrado, que no podía definir exactamente el olor, tal vez se concentraba algún tipo de sudor -todos sudaban inevitablemente por el calor propio de aquella época del año, pero no era probable que se tratara de eso-. Había encendido unas varitas de incienso pero eso empeoraba el ambiente, y añadía un sabor dulzón empalagoso al aire que se intentaba respirar y se introducía en la boca. En algunos lugares el aire engorda hasta hacernos creer que se puede morder. Al entrar de la calle, Solange definió la diferencia e intentó abrir una de las ventanas, pero Lucinda le pidió que no lo hiciera porque se sentía resfriada y no sería buena idea. Lucinda no tenía más familia que una tía vieja a la que apenas visitaba porque no se tenían especial aprecio y no se ayudaban ni parecía que se pudiesen necesitar. Sin embargo no era así, la señora mayor la necesitaba por sus enfermedades pero nunca se lo diría, y Lucinda echaba de menos tener alguien con quien poder contar y en quien poder refugiarse, pero tampoco creía que aquella fuera una solución. Pensaba a menudo en lo sola que se había quedado, sin poder contar con 18
nadie más que con Solange, que acudía cuando estaba a punto de derrumbarse. Solange era una fuente de lealtad, y no sólo por que le pagaba por sus recados, sino porque se sentía unida e identificada con Lucinda. Tenía llave, así que sus idas y venidas, en ocasiones eran libres y otras veces acudía a su llamada dejando cualquier cosa que estuviera haciendo. Eran difíciles juzgar los cambios de humor de Lucinda, porque no habían sucedido antes de su accidente y de perder su niño, pero a pesar de ese cambio, había algo que debía saber y Solange debía decírselo de cualquier forma. Aunque mientras esperaba el momento oportuno se dedicó a hacer café y le ofreció una copa de anís, seguía temiendo su reacción, no por violenta, sino porque había estado decaída y temía que se encerrara en casa y se metiera en la cama por días, o algo parecido. Si esos días no hubiesen sido tan confusos y llenos de complejas emociones, todo hubiese sido más fácil, casi anecdótico. Eran amigas, y de una edad similar, tampoco había mucha diferencia en su solvencia, aunque una fuera empleada y la otra la necesitara y no parecía que eso fuera motivo para regodearse en diferencia alguna. Gozaban del entusiasmo de compartir secretos e inquietudes, y cuando Solange le dijo que estaba corriendo un rumor muy feo al respecto del embarazo de Anabel y sus visitas, su amiga supo que no había engaño en sus palabras. Por razones que nunca llegaría a entender, la maquinaria del linchamiento se había puesto en marcha y una vez más era considerada una intrusa, en la comunidad, en sus costumbres, en su moral y en su religión. Necesitó sentarse y mezclar el anís con un poco de coñac. La habían adelantado en cualquier interpretación de la realidad, por fantásticas que le parecieran la suyas. Al perecer, había corrido la idea de al sufrir el accidente, y perder a su hijo, había ejercitado sus poderes mágicos para embarazar a Anabel, siendo el niño que llevaba en sus entrañas, en realidad, su propio hijo. Le pareció absurdo, como si los embarazos pudieran pasar de una mujer a otra sin más. La imaginación del populacho tiene un poder difícil de eludir, y sabía que aunque no se tratara de una burda invención, el que lo había difundido sabía que al fin supondría su marcha o su marginación para siempre. Podemos imaginar que el día que mandaron una representación, o una comisión nunca por nadie elegida, hasta su puerta, para pedirle que abandonara el barrio, los gestos más obscenos y los insultos se repitieron durante el tiempo que abrió la puerta para recibir las críticas sin bajar los ojos. Admitamos que ese tipo de conductas forma parte de la libertad de aquellos que se sienten humillados por la simple presencia de los que no son como el resto (¿eso sucede?), sería preciso en tal caso desenmascarar a los que “tiran la piedra y esconden la mano”, los que utilizan las emociones de la gente más humilde e inocente para desencadenar tanto rechazo. Lucinda creía lo que le decía Solange acerca de la gente sin corazón y de estar prevenidas por lo que pudiera suceder. Pero no parecía suficiente para que utilizara con inteligencia las impresiones parecidas en la memoria que allí guardaba de otro tiempo. En la situación en la que se encontraba, tal vez por su dificultad, no podía por menos que encomendarse a sus “santitos”, y quedaba a un lado toda prudencia. Se trataba, una vez más, de sentirse consagrada y entregada a cualquier sacrificio si fuera necesario. Una tarde, salieron las dos amigas a pasear como era su costumbre, llevando llevando de la correa al perro que ya estaba muy crecido. Si ese día no hubieran salido con el perro se hubieran ahorrado muchos problemas, no hubieran visto los niños jugar en el parque ni habrían soltado al perro para que persiguiera las palomas. De pie, al pie del parque, Lucinda veía a los niños hacer cola para subir al tobogán y dejarse caer con gritos de auténtico vértigo. Formaba parte de la liturgia de ese tipo de lugares, que solía evitar si iba sola, pero se distrajo hablando con Solange y no se percato de que uno de los niños quiso jugar con el perro y todo acabó muy mal. Posiblemente, el animal no tuvo intención de hacerle daño, y con el mismo grado de acierto se atreverían a decir que le puso las patas en la cara porque un animal es capaz de calcular la altura. Lo cierto es que uno de los ojos del niño tenía muy mala pinta, y lo llevaron a urgencias mientras le gritaban a Lucinda que sabían quien era, la insultaban y la amenazaban con todo tipo de acciones legales en su contra. Se fue deprimida para casa; de seguir todo así, tendría que encerrarse y no poner un pie en la calle nunca más. Le gustaría sentir el alivio de los martirizados por sus creencias. Daba una sensación de desamparo que a nadie pasaba desapercibida. Cayó en la cuenta que debía 19
de seguir intentando parecer fuerte, pero aquella reputación juvenil de ser capaz de luchar contra todo y contra todos, se iba extinguiendo. No tardaron en pedirle que sacrificara al animal, y uno de la delegación de moral cristiana le explicitó que si seguía anclada en sus creencias responderían con otro reto. Al final encontramos que las religiones han alimentado el linchamiento y la marginación de los diferentes durante siglos. Se consideraba una víctima, no podía ser de otro modo. Todas las puertas se le fueron cerrando. Ya nadie le devolvía el saludo ni en la calle ni en el mercado. Se acercaba una tormenta pero no la vio venir porque era más medium que vidente. Así que encontrar al perro colgado le hizo ver con claridad que debía salir de aquella casa porque su vida corría peligro. Lo dejó todo atrás. Salió con lo puesto, su cartera y su documentación y nunca nadie volvió a saber de ella. Solange se quedó muy triste y por fortuna nadie se metió con ella. Anabel reconoció al padre de su hijo, y anduvieron un tiempo por el barrio paseando al bebé en un cochecito con sombrilla. Los domingos empezó a ir a al templo, y rezó hasta la extenuación para que su hijo tuviera una vida normal y creciera integrado entre sus amigos. Ulrica nunca más intentó contactar con el doctor Duffy, pero lo tuvo presente hasta el último día de su vida. A partir de aquel momento todos tuvieron claro cuales eran sus señas de identidad, y que o estaban dispuestos a aceptar intrusos, ni que llegaran extranjeros dispuestos a cuestionar sus creencias. Mirar a los viajeros con desconfianza se convirtió en un acto de compromiso, casi patriótico. Tal vez Lucinda fue feliz en algún otro lugar donde le hicieron la vida un poco más fácil, pero ya nunca lo sabremos.
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