Trayecto Y Desprecio Mayo, 2014
1 Trayecto Sin Precio Los años estaban pasando demasiado rápido, a veces se lamentaba por su existencia, por el despego por el amor que lo caracterizaba, y lo atribuía a la placidez que había logrado, sin que su queja pudiera llegar muy lejos. Basta la distancia cuando es insalvable, para hacernos recapacitar, aunque él supiera, que ya nada iba a ser mejor ni peor que antes si se dieran las condiciones para un retorno. Ese regreso era improbable, nadie podría reparar un cascarón así, sin las herramientas adecuadas o sin la madera necesaria y convenientemente trabajada, y sin ayuda, el esfuerzo sería insuficiente. La verdadera razón de que el tiempo hubiese pasado tan rápido, había tenido que ver con que las condiciones a las que estaba sometido en su aislamiento, y que esas condiciones fueran de un determinado “confort”, si es que la soledad de una isla en medio de la nada tiene algo de deleite inalcanzable. Todo el mundo, alguna vez en la vida, ha tenido una experiencia bizarra, inesperada y que los a superado, y si aún no han tenido una experiencia así, pierdan cuidado, tarde o temprano termina por llegar para hacerles sentir que están vencidos. Hagan lo que hagan, la vida siempre puede más, no lo duden. Y hasta esa antagonista paciente y asesina nos ha de enseñar a ser fuertes, a seguir construyendo y manteniendo una vida, a pesar de su oposición. Sobre todo, para presentarse en esta vida hay que ser valiente, y hay que serlo en un sentido similar a la valentía que demuestran los amantes de mujeres libres y por lo tanto peligrosas. Se fue habituando a su letanía, que quería ser queja y terminaba por parecer oración, o petición de piedad, o perdón, o expresión ahogada de un suplicio que se iba tornando placentero. Si al menos conociera a su enemigo, aquel que había ordenado su naufragio, en un alarde rebelde, hubiese podido hacer acopio de sus últimas fuerzas, para golpear los bordes de un imperio de espiritualidad que vivía escondido en los fenómenos de la naturaleza, o entre la nubes, espiándonos algodonoso. Un mes antes de su partida, durante unas vacaciones en la playa, se había decidido por fin y le había pedido a Michelle que se casara con él; ella había aceptado. Pasaron la tarde tumbados al sol, sin apenas cruzar palabra, dormitando. Era inútil darle más vueltas, la juventud llegaba a su fin, todos los amigos de la infancia se casaron primero, y sabía que Michelle no iba a esperar para siempre que él estuviera dispuesto a dar ese paso, que sintiera preparado o con la suficiente confianza. Esa noche quiso darle una vuelta más a su última decisión, y puso una última condición, sin conocer que esa condición iba a desbaratar todos sus planes. Tenía el convencimiento de que ella aceptaría esperarlo, esperar su vuelta de ese último viaje en barco, no tardaría más de un par de meses, y entonces se casarían con todo lo que eso conllevaba, una familia, hijos, sentar la cabeza, aceptar que se envejece lentamente. Se detuvo frente a ella, la miró a los ojos con una expresión de sinceridad y compromiso difícil de explicar, y notó que se equivocaba, que la contrariaba y que la estaba perdiendo. Apenas terminó de hablar, empezó a toser, parecía haberse atragantado con sus propias palabras y ella dio media vuelta y esa noche no volvió al hotel. No era del tipo de individuos que le gustara impresionar a sus novias con falsos programas, ni rutilantes planes, aventuras peligrosas o realizando escenas peligrosas o saltos mortales, no se trataba de epatar, en el peor de los sentidos, como hacen los inseguros, empeorándolo todo aún más. Nunca se planteó sus viajes como una forma de deslumbrar o provocar la admiración de nadie, como no lo haría si practicara deportes de riesgo, si saltara de puentes con una soga atada a los pies, o si subiera al Himalaya desafiando una tormenta. Cuando dijo que “sería el último viaje”, le estaba dando un
sentido especial para él, simbólico por lo que representaba el cierra de su juventud. Pero no pudo seguir hablando, ella dio media vuelta y un arranque de tos hizo que los ojos estuvieran a punto de salirse de sus cuencas. En aquel momento se mareó y se encogió hasta casi caer al suelo, estaba desconcertado, sin poder suponer ni por lo más remoto que habría de tardar años en volver de su aventura. Hacía de su accidente un asunto divino, un castigo por su ligereza ante la vida, y de su estancia un motivo para la enmienda y la meditación espiritual. Fue la tercera vez que cruzó la isla que descubrió que desde un alto acantilado, justo al otro extremo, se veía sobre el horizonte, sólida sobre el mar y dispuesta a esperarlo, una isla gemela a aquella que habitaba. De tamaño similar, y posiblemente sin grandes diferencias en cuanto a vegetación y fauna, estuvo sentado sobre una roca mirándola, reconociéndola, cediendo al primer asombro, conjugándola como un nuevo límite y acostumbrándose a ella; lo que habría de suceder infaliblemente mientras los años siguieran pasando sin tomar la determinación de intentar abordarla. Después de la tormenta, amaneció el pequeño barco, o lo que quedaba de él, en la playa. No había muerto -y eso si era notable-, aunque se sentía como si lo hubiesen pateado durante todo el tiempo que estuvo inconsciente. Ningún aparato eléctrico sobrevivió a los golpes, él, estuvo expuesto a todos los golpes hasta que cayó en uno de los cajones que servían de cama cuando se les ponía una tabla y un colchón en su parte superior, y posiblemente haber quedado encajonado y sin sentido, sin moverse y sin poder tomar decisiones, le salvó la vida. Y, en efecto, el barco se comportó como una cáscara de nuez y sólo se le rompió el casco cuando golpeó contra el arrecife que se escondía a flor de agua, y de allí, la tormenta lo siguió arrastrando como una tabla hasta la playa. Estos pequeños barcos de vela, en los que algunos hombres de mar, creen que pueden dar la vuelta al mundo, y se adentran a la aventura más allá de lo imaginable, son barcos muy preparados y con todos los adelantos de la técnica, pero, como cualquier otro barco, juguetes en la tormenta. Un viaje muerto, truncado por la patente victoria de la naturaleza, sin ambigüedades, llegando a sus enemigos con a impresión y el miedo que produce ser incapaces de eludirla cuando se libera. Como pudo comprobar por el trato que Michelle le había dispensado, no estaba dispuesta a aceptar que la eludiera, los juegos de artificios de juventud habían estado bien para ella, de hecho se había permitido rechazar a unos cuantos chicos, pero el tiempo pasaba y ya no era la flor lozana de años atrás -por decirlo de alguna manera-, eso estaba claro. No obstante, Claude la tenía en un pedestal, le parecía la mujer más bella del mundo, y no quería saber nada de su vida pasada, si escapaba de una historia que no podía contar, o si había trabajado durante un tiempo de acompañante de lujo para ricachones en fiestas de alta sociedad. Nada hubiese alterado su determinación a contraer matrimonio con aquella diosa, con aquel cuerpo con tacto de venus que había yacido a su lado toda la tarde en la playa. Esa fue la última noche que la vio. Lo peor de esa situación era que había partido en su viaje sin volver a hablar con ella, y no podía saber si lo esperaría o si seguiría adelante con su vida. Todo aquel tiempo naufragado, mirando el horizonte en espera de algún barco, no sabía si deseaba volver a la civilización; conocer la verdad es lo que quiere todo el mundo, pero tal vez no él. Y además, en el supuesto de que ella hubiese esperado su regreso, ¿durante cuanto tiempo había sido? Lo peor de contentarse con la suerte de uno, es que casi todo el mundo parece inclinado a reconocer su falta de capacidad para superar algunos obstáculos, formar parte de un ejército de descontentos que no hacen nada por salir de su ruina. Las nuevas sinergias, las masas organizadas, daban una lección de lucha que él había experimentado cuando había cerrado su empresa, y era admirable como le habían torcido el brazo al poder, que hasta entonces se creía invencible. Eso había sucedido mucho antes de conocer a Michelle, y entonces con su indemnización se había comprado el barco que ahora yacía roto en la playa, que había ido arrastrando por partes a un lugar donde la marea no se lo llevara, y del que había ido cogiendo madera para alimentar algunos de os fuegos que encendía de forma intermitente. De nuevo se descubría intentando razonar acerca de lo erróneo de algunas de sus decisiones, como había sido no terminar de construir una balsa para poder llegar a la segunda isla, la isla hermana. No había competencia, no se trataba de un concurso, no tenía una fecha en el calendario para cumplir con el final de su obra, y sin embargo, a pesar de
llevar aquel trabajo muy avanzado, había olvidado ese proyecto. Pensaba, “por supuesto, soy capaz de hacerlo, pero no lo he hecho”, y volvía a sentarse en la arena mirando la línea del horizonte. Por lo que a él respectaba, era un riesgo innecesario y un esfuerzo inútil. Por todo lo que parece, tener un territorio por descubrir, un mundo con el que poder ampliar su corta vida, no era una tentación lo bastante grande. No obstante, y sin que eso lo inquietara, la isla hermana estaba allí, cada día, cada vez que cruzaba el rio la veía, y no iba a desaparecer, era sólida como un cuerpo humano enterrado en la arena hasta las rodillas, como un meteoro que hiciera un agujero en la atmósfera para caer a la tierra destruyendo cualquier cosa que encontrara a su paso. Era una presencia exigente, muda, inmóvil, pero exigente, como lo es una mujer que espera una cita. He ahí porque volvía a mirar aquel pequeño trozo de tierra desconocida con anhelo, a pesar de su renuncia al descubrimiento de sus playas, y la invasión de sus senderos, sus valles y sus lagos. Pero toda esta confusión no pasaba por no haber recapacitado, por no haber dormido poco algunas noches que pensaba en aquel posible viaje en balsa hasta alcanzar la nueva costa posible, y muchos, de forma muy simple lo reducirían al miedo, que también estaba presente, sí. Durante años se dejó llevar de la idea de que debía tomárselo como unas vacaciones, y que los sinsabores se difuminarían en poco tiempo, cuando fuera rescatado, pero pasaban los años y el rescate no se producía. Intentaba seguir pensando que era una experiencia positiva, pero pasaba del sentimiento primario de estar viviendo unas vacaciones a creer que la isla era una cárcel. Una noche de nubes sórdidas, la oscuridad sopló como un viento en la memoria, sin piedad. Sepultaba cualquier luz, como una masa gris, rocosa, aplastando la atmósfera hasta hacerse irrespirable, pudriéndose en su viaje hacia el norte. Era un noche temida, una de las noches que se evitan, sin salir de casa, acurrucados detrás de las ventanas, escuchando los árboles desmembrarse y golpear la tierra con sus ramas. Sólo podía imaginar una cosa, que en sus circunstancias pudiese causarle un terror mayor, y eso era la fuerza telúrica desencadenada en un terremoto, un temblor volcánico que abriera una grieta bajo sus pies y lo engullera sin remedio. Estuvo buscando un lugar en el que refugiarse, alcanzó los lugares más insólitos. Allí donde nunca había estado inspeccionó cuevas y caminos, pero ningún lugar conocido le parecía seguro. Anduvo toda la noche, cuando la lluvia arreció, y en ocasiones luchando para no ser arrojado con violencia contra el suelo, vio caer árboles y los restos de las velas de su embarcación salir volando tierra adentro. Durante lo que llamamos horas en esta parte civilizada del mundo, como la mejor forma de definir el paso de la noche al día, en la inminencia de un nuevo día concentró todos sus esfuerzos en sobrevivir, y se prometió que si lo hacía buscaría un lugar seguro por si una tormenta semejante se presentaba de nuevo. Le habría gustado que los años que pasó en aquel lugar hubiesen sido, tal y como en un principio había creído, un tiempo de descanso y reflexión en espera de un temprano rescate. Pero nada fue así, y los sinsabores se sucedieron y los años pasaron, y desde luego nada hacía indicar que aquella isla se encontrara en el mismo plano de la realidad que había dejado en su naufragio: es decir, en su desasosiego nada le hacía indicar que más allá del mar aún existiera la civilización, o cualquier otra cosa. El final de aquella aventura fue de lo más inesperado, porque habiendo sobrevivido a la peor amenaza de la noche, cuando creía que una lluvia fina anunciaba que podía descansar, llevado por un cansancio evidente, justo cuando se había decidido a sentarse en una de las cuevas, resbaló y torció un pie, quedando durante día postrado al pie de un lago, y gracias a esa fortuna de tener agua potable pudo sobrevivir. En días sucesivos no le hizo falta resguardarse de unas condiciones climáticas adversas, y desde donde se encontraba podía ver las cuevas erosionadas por el agua, como se iban derrumbando y arrojando rocas de roja tierra caliza ladera abajo. Así permaneció en la estupefacción de ver como se venía abajo una de sus ideas de conseguir un refugio para el futuro, pero determinado a sobrevivir a todas sus penalidades. Se presentaba a sí mismo como un hombre fuerte, y con el ánimo intacto, dispuesto a seguir, a no dejarse vencer por la naturaleza y sus contrariedades, y en cuanto se pusiera mejor a encontrar formulas mejores para su seguridad y subsistencia. Aquella fortaleza que lo animaba una y otra vez a imaginar nuevos retos le venía de sus abuelos, y debía remontarse a los tiempos en que llegaran a una tierra desconocida como emigrantes pobres, en busca de nuevas oportunidades. Se consideraba digno descendiente de los primeros colonos en su País, y por lo tanto obligado a superar los peores
acontecimientos que se le presentaran. La historia que su madre siempre contaba de los abuelos, se refería a que el día que habían puesto el pie sobre el nuevo mundo una densa niebla lo cubría todo, los dos tenían aspecto de cansados y no se habían cambiado de ropa durante el tiempo que había durado la travesía, y eso en aquel tiempo no era un hecho a pasar por alto. Ni siquiera creían que alguien pudiera ayudarlos en semejante situación, porque debían oler a demonios, si bien ellos parecían haberse acostumbrado o haber perdido el olfato. Parecían especialmente tristes y desorientados, indecisos y dispuestos a dormir aquella noche en el mismo puerto. Ellos sabían que la policía portuaria era muy activa cuando llegaban barcos de inmigrantes, y no en cuanto dejaron sus maletas en el suelo uno de ellos les pidió su documentación que por fortuna ya estaba sellada. Habían pensado en esperar al día siguiente para salir del área del puerto y demorar el momento de descubrir una gran ciudad, porque ellos nunca habían conocido más que su pueblo, en el que sólo había un par de vacas y algunas gallinas, y la parte del barco que les era permitido visitar, así que sabían, por lo que les habían contado que iban a sufrir una fuerte impresión al ver todos aquellos enormes edificios y anchas avenidas. Aquel tipo no fue muy amable, y les dijo que no quería mendigos por allí, ni gente deambulando y durmiendo en la calle, así que tomaron sus maletas y anduvieron hasta que cruzaron la ciudad hasta que la dejaron atrás, y con ella la retumbante y desagradable voz del guardia. Al otro lado a las afueras, cogieron un autobús que los llevara al rural donde encontraron trabajo, y con el tiempo tuvieron su propia granja, allí pasaron toda su vida y allí fueron enterrados. Jamás vieron la gran ciudad ni los rascacielos, ni sintieron el más mínimo interés por darse una vuelta por sus modernos comercios, centros culturales, cafeterías y parques. Lo único que podían contar de su llegada, era que habían cruzado aquella mole de hormigón sin parar descansar y que sólo recordaban de ella la noche y la niebla. Aunque cualquier campesino sabe que tener una ciudad cerca resulta muy conveniente, lo cierto es que no querían ni oír hablar de volver sobre sus pasos, y estaban seguros de que si lo hubiesen hecho sin ayuda se habrían extraviado. A veces hay señales que se cruzan en nuestro camino con un determinado sentido, nadie sabe de donde vienen, pero cualquiera es capaz de notar que tienen un significado. La tormenta le dejó un recuerdo amargo, y la naturaleza seguía su curso, eso sí, algo dolorida de hojas y ramas caídas, pero lo peor de todo es que se consideraba un tipo de persona sin demasiada imaginación, y cuando las señales se cruzaban en su camino no sabía que hacer con ellas. En verdad debemos saber que Claude tenía todo tipo de virtudes pero entre ellas no se encontraba la imaginación, la característica más sobresaliente de los seres con imaginación es la curiosidad, la incorregible sensación de que debe saber lo que hay detrás de las puertas aunque éstas estén cerradas. Podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que esa total ausencia de imaginación y curiosidad habían sido desfavorables en su desarrollo personal, si lo contemplamos como un conjunto, y que lo habían vuelto un peculiar ser conformista como pocos se conocen. Esa personalidad tan pronunciada lo llevaba en ocasiones a preferir la soledad a la sociedad, y posiblemente había sido una de las causas que lo habían movido a comprar el barco. Su vida siempre se hallaba en el umbral de algún nuevo y sobresaliente suceso que no se sintetizaba. Tener todo tipo de expectativas lo había ayudado a mantenerse a la expectativa, en la perspectiva de que algunas promesas se cumplieran o no, pero sin poner de su parte algún aspecto añadido que pudiera ayudar a la consecución de sus objetivos, si es que los tuviera. Claude era un joven con aspecto deportista, alto y de buena complexión, siempre dispuesto a aceptar un reto, pero sin poner demasiada ilusión y fe en ganar. El tobillo se le hinchó hasta alcanzar las dimensiones de una pelota de tenis, y durante el tiempo que duró la recuperación pensó en dos cosas principales, una de ella era Michelle y su negativa a esperarlo; la posibilidad de que hubiese rehecho su vida tomaba cada vez más fuerza y sentido, la otra era el deseo de poder volver a la playa para ver lo que quedaba de su barco y los restos de su balsa, para ponerse de nuevo a trabajar en ello. A consecuencia del dolor en el tobillo estuvo durante un tiempo sin alejarse del lago, porque le daba todo lo necesario para mantener las fuerzas y el ánimo, y aunque dormía al raso, el clima ayudó y no volvió a llover. Dado el asombroso alcance de su lesión se dispuso a armarse de paciencia -¿qué otra cosa había hecho desde que habitaba aquel lugar?-, se miraba el tobillo intentando calcular si había bajado de volumen pero al intentar mover el pie un dolor agudo lo inmovilizaba.
Michelle no era del tipo de mujeres capaces de amar hasta las últimas consecuencias, quiero decir, que hay mujeres (posiblemente algunos hombres también), que son capaces de construir amores que lo superan todo, la enfermedad, la vejez, la separación..., incluso la muerte. Pero Michelle no tenía el amor como piedra angular de su vida y él siempre lo había sabido, pero le gustaba tenerla -y eso era como un sentimiento de posesión, como la irracional pasión que a veces nos entra por tener alguna cosa, y no paramos de buscarla hasta que la conseguimos-, y había disfrutado la parte en que ella le había puesto todo tipo de dificultades para la primera cita, sobre todo porque entonces estaba con un tipo que no parecía tenerla en mucha estima. Los recuerdos que tenía de aquel momento no hacían referencia a la facilidad de desprendimiento que ella había demostrado, precisamente el mismo que ahora estaba bajo sospecha, porque si entonces había sabido dar un giro a su vida con tal rapidez y habilidad, tras la desaparición de Claude y si barco, lo más probable era que hubiese seguido con su vida, “cualquier mujer hubiese hecho lo mismo”, se decía manteniendo sin embargo su recuerdo parra llenar las horas más amargas. Es difícil hacerse una idea de como los recuerdos nos sirven de alimento cuando es lo único que nos queda, cuando estamos en una situación en la que no nos podemos plantear grandes desafíos, cuando las fuerzas no acompañan, o cuando estamos al final de un ciclo, como en la vejez o en la enfermedad, sin encontrar grandes placeres con que sustituirlos, los recuerdos toman la relevancia de mantener viva la llama interior y el interés por la vida. Ciertamente no se trata de hacer una encuesta al respecto, pero si por alguna locura de las fuerzas políticas, algún miembro aburrido de algún ministerio, decidieran hacerla, encontrarían que así es, la memoria representa en algún momento de nuestras vidas una parte principal, y no es necesario entrar en porcentajes para calcular que así sucede. Todavía se encontraba intentando descifrar, qué extraña fiebre le dio para retrasar su matrimonio y salir embarcado en un viaje en solitario. Una y otra vez recurría al truco poco efectivo en la distancia, de relacionar los acontecimientos que demostraran que le temía al compromiso, y si eso había sido de forma general, o si se trataba del compromiso específico que suponía casarse con una mujer específica, Michelle. Siempre existen razones para dudar de los propios motivos, aún después de llevar años de vida solitaria dándole vueltas, en su caso, podía pasarse el resto de su vida pensando en ello sin llegar a una conclusión al respecto: sin definir si los motivos de aquella decisión lejana, habían estado dentro de él, o algo le advirtiera desde afuera. No se trataba de culparse por todo, había superado ese arrepentimiento cristiano y medieval con la creencia más moderna de comparar un naufragio, con un accidente de automóvil, nada que ver con maldiciones, con la mala suerte, u otro tipo de supersticiones. Los acontecimientos anteriores al día de su declaración habían sido de concordia, aunque no siempre la paz reinara en su relación con Michelle. Declararse diciendo “mira, lleguemos a un acuerdo, me muero por casarme contigo, pero primero me voy a hacer un viaje en solitario por el océano más insondable”, era como poner condiciones, como establecer, “esto es lo que hay, si quieres lo aceptas y si no quieres tienes la puerta abierta, te das media vuelta y nunca más nos volvemos a ver”. Ninguna mujer en su sano juicio hubiese aceptado un matrimonio así, a menos, claro está, que no se lo tomara en serio como se cree que debe ser. Algún tiempo después había empezado a recuperarse, se ponía de pie, y se desplazaba no sin dificultad. A pesar de esos avances, se resistía a alejarse de la laguna, si bien, estaba deseando comer alguna otra cosa que el pescado insípido del agua dulce y caliente que conocía. Al principio de su naufragio, mientras intentaba organizarse, había temido ser presa de algún animal realmente peligroso, una fiera hambrienta, un insecto venenoso o incluso una serpiente, pero nada de eso lo molestó en años, y ese era el motivo, además de las noches con una temperatura agradable lo que lo llevaba a dormir al raso con cierta confianza. Y tanto era así, que nunca había tenido motivos para temer por su vida, que la primera vez que vio una culebra, fue allí intentando pescar, mirando el agua, que una cabeza triangular y de bordes angulosos, se agitaba sobre la superficie, mientras movía la cola a derecha e izquierda vertiginosamente y se desplazaba para desaparecer bajo las hierbas de una de las orillas. En un ciclo de trabajos incansable, en cuanto se encontró con fuerzas, fue recogiendo todo lo que le pudiera servir para terminar la balsa que había empezado hacía mucho tiempo, y que se veía
incompleta, y dañada por incidentes climáticos y animales que se acercaban a ella para picotearla o inspeccionarla, algunas para dejar su marca con sus heces. Tuvo suerte de conservar intacta la primera estructura, eso iba a simplificar el trabajo. Al preparar la base sobre la que se pondría, y al hacerlo sobre la anterior, notó que la solidez se consolidaba, aunque eso, posiblemente le restaría flotabilidad. Intentó calcular la relación entre una estructura que resistiese los embates de las olas, y la sujeción de los contenedores y las maderas que lo hicieran flotar. Se felicitó por su avance, por haberlo imaginado y puesto en práctica, porque sin duda alguna el nuevo trabajo mejoraba mucho la primera balsa construida pero que nunca había sido puesta en el agua. Para cualquier especialista la construcción no sería más que un trabajo de aficionado, todo se puede mejorar, era consciente de que su orgullo estaba quedando por delante de la realidad, por esta razón se limitó a sonreír al verla terminada y se abstuvo de hacerse una fiesta, una botadura o cualquier otro juego de solitario en busca de la alegre existencia que se hacía burla.
2 Irrupción Primitiva Nunca dormía demasiado, por eso decir que “dormía al raso tal” vez sea demasiado. El sueño se sucedía a intervalos, escuchaba los ruidos que hacían los animales nocturnos, y la misma vegetación, que después de los días de calor, parecía protestar desparramándose, y volviendo a su ser. La misma tierra parecía suspirar con los cambios bruscos de temperatura bajo sus pies. Divagaba, dejaba volar su imaginación, se acomodaba sobre la hierba, o sobre la arena de la playa, y volvía a caer otra media hora o, en ocasiones, una o dos horas seguidas, lo que representaba todo un triunfo. Eso también sucedía por el día, que se amodorraba y se dejaba ir cerrando los ojos en busca de un descanso suficiente y necesario. Era posible un sueño apacible, pero eso tampoco duraba, y se sobresaltaba de nuevo, siempre alerta para sentarse inesperadamente, de un salto y escudriñar alrededor como un animal que se siente en peligro, aguzando el oído y presintiendo cualquier movimiento. Años más tarde hubiese deseado verse a sí mismo, observarse reaccionando de tal manera, estudiarse como se estudian los movimientos inesperados de un animal salvaje, y concluir que había sobrevivido gracias a ese instinto, sin duda, pero trayendo a cuenta también como una realidad incuestionable que tuvo una gran suerte yendo a parar a una parte del mundo donde los peligros resultaban generosamente asumibles. Los secretos humanos tienen que ver en ocasiones con estrategias, pero también con que esas estrategias se vean envueltas en procesos vergonzosos. ¿Cómo explicar sino todo lo conseguido en tecnología, en la construcción de las grandes ciudades, en la eliminación de fronteras, si no fuera por los que se han quedado en el camino para que todo eso sea posible? Los motivos que han llevado al hombre a construir el mundo tal y como lo ha hecho, se entrelazan con el miedo. No estaba dispuesto a dejarse morir abandonado, y si conseguía llevar a cabo su empresa y conseguir que aquel aparato flotara, tendría que bordear la isla antes de atreverse a cruzar la inmensidad de agua que lo separaba del otro trozo de tierra que emergía justo enfrente. Ya no estaba a gusto, y lo atormentaba pensar que su muerte llegaría abandonado y olvidado del todo. Presentarse de pronto en aquella otra realidad emergente, terrestre y selvática, podía ser una temeridad y todas las dudas lo asolaban: desde los peligros que pudiera encontrar, que tipo de animales y otras hostilidades, lo esperaban, si podría controlarlo, y, sobre todo, en el caso de que necesitara huir, si la balsa resistiría un doble trayecto. “Pago por mis culpas”, pensaba mientras se esforzaba porque cada nudo, cada madera colocada con la fuerza, la presión y la precisión necesarias, le pareciera el trabajo de un carpintero de
embarcaciones. Cuanto más irremediable era su dolor y su esfuerzo, más sosegada se volvía su respiración, permitiéndose caer de espalda al terminar y así calmar sus inquietudes. No había en su proceder intención alguna de demostrarse sus capacidades, de superarse a sí mismo, ni nada de eso, ni relación alguna con el que se creía capaz de vencer el viento que soplaba en las velas de su embarcación años antes. De aquel no quedaba casi nada, la esencia tal vez, pero ni retos, ni el desafío de: llegar a ser; llegar a formarse, llegar a... alguna parte, eso que suele dominar la juventud de los hombres. Detrás de sus retos de otro tiempo, la inocente realidad se volvía una y otra vez contra él, demostrando que aquel gran esfuerzo desplegado había sido una inútil temeridad. Como, a pesar de sus remordimientos, podía seguir esgrimiendo la esperanza, esos sí, a ratos y sin la euforia discordante de los vencedores -nada podía ser así en su situación-, su único destino le parecía llegar a la playa imaginada, pero nada que celebrar. Antes de saber que una posibilidad de salir de allí alguna vez había existido, las maquinaciones de su mente iban de lo imposible a lo improbable, de lo sórdido a la locura, algo que no lo dejaba dormir le indicaba que aunque así fuera, y aunque perdiera la vida cruzando aquel trozo de mar, al final iba a ser su única salida. Llegado al punto de no desear más vida de lo mismo, reconociendo que el riesgo era tan necesario como posible, no le quedaba más camino abierto, que decidirse a dar el paso que tan improbable había visto en otro tiempo. Una posible partida, dejar atrás la playa sin saber si sera posible volver: el viaje imaginado insistía contra la fatiga. Así iba maquillando la desventura. Raramente aceptaba un final desconsuelo, iba y venía el cambio de humor, pero no lo aceptaba como conclusión. Estaba intentando situarse en un plano superior a esa mente libre que se dejaba dominar por el sufrimiento y se desligaba de toda firmeza. En esa situación de superar lo vulnerable que había ido creciendo, la delgadez y la flojedad, la fortaleza de la mente se presentaba como un arma de supervivencia del que no podía prescindir. A veces, si se quedaba dormitando al sol sobre la arena de la playa, intentaba imaginar escenarios posibles que le esperaban en la isla gemela. En su mayor parte se trataba de imágenes absurdas que lo devolvían a la realidad desplazado, intranquilo y desafiante. Quizá se negaba a aceptar que rechazaba la tristeza de su desgracia, pero la tristeza existía. En uno de esos escenarios se veía entrando en un gran edificio abandonado, húmedo, ruinoso y decadente, al que las tormentas se habían llevado parte del tejado y las ventanas, y del que nadie parecía ocuparse. Sin embargo, se trataría de todo un acontecimiento si así fuera, algo que transformaría por completo su indefensión; no era tanto pedir. En su sueño -digo sueño, porque allí sobre la arena, con los ojos cerrados, aunque no cayera dormido, parecía transitar ese borde- aquel edificio que parecía haber sobrevivido a una guerra, tenía el aspecto de un hospital, y comprobar que algunas viejas monjitas aún sobrevivían en él le causaba una emoción que lo hacía llorar, mientras volvía en sí, se incorporaba y como tantas otras veces, se quedaba mirando el mar, brillante, luminoso, plateado. No había nada que entender, se trataba de imaginar lo imposible, lo que nunca sucedería, dar rienda suelta al deseo de encontrar gente, de poder hablar con alguien otra vez antes de su muerte, o antes de que se le olvidaran los gestos necesarios para poder articular las palabras. No había un sonido que sonara más amargo que en la isla que su propio suspiro. Detrás de su ferviente trabajo se inundaba de una artificiosa alegría, hasta concluir que su existencia se trataba de convencerse que aún podía alegrarse por algunas cosas por muy rudimentarias que fueran; una de ellas el trabajo realizado en una balsa que parecía cualquier cosa menos destinada a flotar. En una antigua canción de marineros, algunos de esos rudos hombres, después de haber bebido suficiente licor, se ponían tiernos, algunos visiblemente románticos y emocionados, mientras cantaban a coro algunas de sus estrofas más notables y melancólicas. La mala interpretación, y los tonos desafinados no les quitaba un ápice de entusiasmo, para eso era suficiente que empezaran a soltar la lágrima en la parte más emotiva. Nadie los salvaba de ser gente sensible, a pesar de parecer grandes osos peludos. Claude había conocido a algunos de ellos en los bares del puerto y se había sumado en alguna ocasión a sus ronquidos entonados como trombones. Era por eso que se había aprendido aquel estribillo que silbaba con frecuencia. Y por el mismo motivo, mientras habían durado las botellas de vino que sobrevivieran al choque contra la isla, había cantado algunas noches
de otro tipo de naufragio, aullando a la luna borracho hasta donde podía aguantar, haciendo escuchar a insectos y palmeras la misma canción y comportándose, como suele suceder en tales casos, sin rastro de mesura ni vergüenza; lo que en una isla desierta carecía de toda importancia. Aunque defraudase a la naturaleza y su armonía, no hacía sino lo que cualquiera hubiese hecho en tales circunstancias para no volverse loco, dejarse llevar. En poco tiempo aprendió la lección más valiosa de su vida, debía desprenderse de vergüenzas, convencionalismos, presiones, culturas y cualquier otro signo de civilización que le enfrentara con las bondades que le ofrecía su nueva vida. Tal vez escaseara la comida, pero podría pasarse el día haciendo todo tipo de locuras. Unos minutos después de su última gran borrachera había creído ver una enorme vela en el horizonte, hacía un giro bordeando el arrecife y dirigiéndose, si seguía ese rumbo, a la isla gemela, si bien era cierto, que cuando terminara de girar se perdería detrás de las rocas, y desde aquella posición tampoco podría ver si se dirigía a aquel lugar. En el intervalo de tiempo que le llevó levantarse, secarse las lágrimas e intentar guardar el equilibrio, adquirió la impasible dignidad de un militar recibiendo una medalla, y de pronto se inclinó, y cayó de bruces sin poner los brazos para evitar dar con la nariz en la arena. De inmediato se incorporó nuevamente, pero la vela ya no estaba. Se preguntó si habría sido una mala jugada del deseo desbordante que los últimos años lo había llevado, de forma obsesiva, a creer ver cosas en el horizonte que no existían. Como en los días siguientes se encontró incapaz de discernir sobre la verdad de lo que había visto, o lo que creía haber visto, si se había tratado de una nube empujada por el viejo, o una bandada de aves desconocidas desplegando sus alas a poca altura, o si simplemente la alucinación de unas botellas de vino bebidas una detrás de otra, una natural intranquilidad le reprochaba por no haber sido capaz de salir corriendo a la montaña desde donde podría haber seguido el curso de la vela, y también por no haber sido capaz de acordarse de prender un fuego, si es que también en ese caso hubiese tenido la pericia de encender uno de los fósforos que guardaba con la ternura que le dispensaría a uno de sus hijos, si los hubiese tenido. Todo volvía a comenzar en la creencia de que el optimismo le era muy necesario. Se trataba de un descubrimiento fácil de asumir, ¿qué otra cosa podía hacer en sus circunstancias? No había nadie a quien engañar, si se mostraba feliz, sólo podía ser porque deseara firmemente que así fuera, y si era una cuestión de interpretación, prefería pensar que aún en medio de la nada, pudriéndose en la soledad podía aspirar a una moderada felicidad. Cuando Michelle observaba que algo le gustaba solía hacerlo con pasión, sin miedo a parecer ridícula -mucha gente alimenta miedos cuando se expresa y eso los hace apenas inapreciables. Estarán alrededor, pero nunca sabrás lo que piensan-, se reía escandalosamente, se ponía nerviosa y apenas podía pensar con libertad, se sometía a su deseo. No corría, en tales momentos, el riesgo de parecer poco natural, con dobleces o malas intenciones, al contrario, cualquiera perdería frente a ese estado natural tan infantil. Quizás por esa forma de ser que nunca calculaba, y se entristecía si pensaba en las consecuencias de dejarse llevar, era por lo que la amaba y perduraba en su recuerdo. El humor cambiante de Claude constituía un misterio en el que estaba dispuesto a entrar, para poder descubrir que un mismo motivo, como era el recuerdo de Michelle, le producía una alegría reconfortante, y al momento, después de haber ido y venido en distintas formas, terminaba por amargarlo. El mecanismo oculto del mal humor tenía sobre todo, que ver con sus dolores, con los huesos, con los músculos y tendones, que lo esclavizaban y, a ratos, lo inmovilizaban, pero sobre todas las demás cosas que le producían infelicidad, tristeza o enojo, había una que llegaba sigilosa al inconsciente y lo desanimaba hasta tumbarlo por horas sin gana de moverse, y esa cosa era la falta de expectativas, lo que con anterioridad he llamado esperanza -el fracaso de toda esperanza es lo que da a la vida la conformidad de lo creado sin esperar de ellos que nos salve-. La situación empeoraría si no consideraba que haber sobrevivido a tanta desgracia era un regalo, y que seguir trabajando en la balsa no constituía necesariamente, motivo para la exaltación de la salvación. Claude no había tenido hijos, de hecho, nunca había pensado tenerlos, pero ese debía ser uno de los extremos que siempre había pensado que tenía pendiente de una conversación con Michelle. Los únicos hombres que no se equivocaban -el al menos así lo veía-, eran aquellos que no consideraban a los hijos una perpetuación de su alma y de sí mismos, y por lo tanto aceptaban la muerte como un
gran apagón, como cuando se iba la luz en una gran ciudad, y todo quedaba a oscuras, en silencio, inmóvil. “Nada de lo que hagamos en vida, va a evitar el apagón total”, murmuraba apesadumbrado. El resto de los hombres, los que se esfuerzan en un sentido determinado en la creencia de que, de una forma u otro, pueden influir para cambiar las cosas, al menos, mientras el delirio continúa buscan alguna ocupación que los mantiene felizmente entretenidos. Esa fe en la esperanza de conseguir algo a cambio de sus sacrificios, los hace felices, del mismo modo que Claude pensaba que si terminaba la balsa, habría una esperanza para él. “Nada”, volvía el reproche, “al menos estoy en activo”. Los aspectos más sórdidos de una vida sufrida también volvían a él como una pelota que se tira al aire y le va a caer sobre la cabeza cuando menos lo espere. La multiplicidad de especulaciones acerca de lo que podía haber sido tampoco ayudaban. A tal punto de análisis iba llegando después de tantos años de darle vueltas a las mismas cosas, que después de desechar otras muchas posibilidades, creyó que lo más violento que le había sido sucedido fue perder su trabajo porque, según dijeron, “las necesidades de producción lo exigía”. Casi la mitad de los trabajadores fueron “eliminados”, nadie dio la cara, y redujeron ostensiblemente las indemnizaciones. Casi todos sabían que les iba a resultar muy complicado encontrar otro trabajo, y se encontraban en la calle y en los bares, deambulando sin sentido. Ese fue uno de los motivos por los que se compró el barco, y era también uno de los motivos por los que eludía el compromiso, tener una familia o posponer, una y otra vez pedir a Michelle en matrimonio. La tenacidad, la constancia, la perseverancia, eso que algunos confunden con la terquedad, formaba parte indisoluble de su forma de ser, no era nada nuevo. No se trataba de que su situación lo estimulara en construir, modificar o destruir cuevas, viviendas, o cualquier tipo de mecánica o herramienta rudimentariamente con objeto de hacerse la vida más fácil, ya era así de antes de caer en aquella playa. Debió ser una de las noches en las que caía rendido después de un día de obsesivo trabajo, cuando volvió a soñar con la isla hermana, aquella en la que creía que había un hospital de guerra olvidado, atendido por monjitas. Después de cenar algo de pescado se metió en un refugio construido con palmeras para protegerse sol, y aunque ya se iba débil y apenas calentaba, se quedó traspuesto. Empezaba a ser obsesiva la imagen de la isla y añadió algo a sus sueños anteriores, está vez, el dueño de la isla era el dueño de la empresa en la que siempre había trabajado. Llegaba en un enorme yate para mirar como marchaba todo, para preocuparse de que la ruina siguiera funcionando y para darle ánimo a aquellas religiosas que apenas se mantenían comiendo de un huerto del que ellas mismas se ocupaban. Las felicitó, las alagó y aceptó que lo obsequiaran con lo que tenían, su comida y su mejor cama porque había decidido pasar allí unos días. Pronto la noche caería en su sueño y el se acercaba en su balsa hasta el yate, andaba por él, curioseaba en los departamentos que encerraban champagne y deliciosos chocolates alemanes. En realidad no había nada que mirar que fuera de su interés, nada que pudiera sorprenderle, ni la radio, ni los sillones de cuero, ni las banderas de todos los países visitados que engalanaban el barco de proa a popa. Desde cubierta podía ver al señor tomando los últimos rayos de sol del día en una de las terrazas del hospital y tampoco le agradó esa visión. Abrió la puerta que le permitía entrar en la sala de máquinas y allí mismo con un gran pico empezaba a golpear el casco del barco hasta abrir una vía de agua. No se trataba de más que un sueño, pero parecía indicar que, en su inconsciente, culpaba de la mala vida que había llevado a aquel que un día había dejado a tantos trabajadores sin su trabajo, eso sí, “por necesidades de producción”. Así pues, ya anochecido, se volvió a su barca y se alejó de vuelta a su isla, mientras miraba como el lujoso yate se iba al fondo sin solución. Ahí acababa el sueño, despertaba con hambre y se cogía el estómago con la mano porque no había nada que comer. Dar el paso de reconocer el hambre, también era algo pendiente. Pero ya no sufría por eso, como lo había hecho los primeros años, porque su cuerpo estaba tan desnutrido y adelgazado que apenas pedía alimento. El estómago debía ser poco más amplio que una lata de melocotones y llenarlo era fácil, con un par de pescados o algún pájaro despistado que pudiera cazar, podía aguantar un par de días. En ese tiempo seguía existiendo y soñando, y estar vivo se asemeja en todas partes a pesar de las miserias y el hambre. La disposición a seguir viviendo no era asunto menor, con el ánimo suficiente, sí. Atenuados todos los sufrimientos y todos los golpes por el hambre de esperar tiempos
mejores, con todo lo que ello conlleva. En el momento en que se gira en mitad de la noche, y vuelve a dormir confiado. Por su parte, si el resto no se lo ponía aún más difícil, ese ánimo de salir adelante poniendo en ello las fuerzas que le quedaban, no habría de ser escatimado. Inevitablemente los dramas llegan, las tragedias nos abordan, ¿de qué otra forma podría calificar su suerte? Como náufrago se movía con verdadera soltura, se protegía con certezas y sus ojos se llenaban de aprendizajes cada día. Pero, los náufragos no son necesariamente héroes, aunque se hubiese jactado de ello si hubiese tenido oportunidad. Ni siquiera se había esforzado hasta la extenuación para evitar ahogarse, simplemente había sido escupido a la playa, como el hueso de una fruta de primavera que la tormenta rechazaba. Siempre había creído que sus viajes en solitario tenían un bajo perfil en lo que a peligrosidad se refería. Y nunca había pensado que se encontraría en semejante peligro, procuraba conocer la meteorología con varios días de margen; obviamente algo había fallado, pero no, no había sido heroicidad, en todo caso, bastante suerte. Aquella tarde, justo antes de la noche de su declaración de amor y matrimonio, había estado pensando que nada podía pasar, que se trataba de un viaje más, como tantos otros. Con motivo de aquellas vacaciones había contratado el servicio completo de hotel incluía comidas y cenas en el restaurante. Aquella última noche salieron a la terraza y el aire de la noche pareció tranquilizarlo porque se había quemado la espalda y le escocía como nunca. El propósito de declararle su amor bajo la mitad de una luna rodeada de estrellas respondía a uno más de sus actos espontáneos e impulsivos, porque cuando la arrastró hasta la terraza sólo buscaba un poco de tranquilidad, y así poder hablarle de lo que sentía sin interferencias. Los veraneantes extranjeros aún no habían empezado a llegar, era el principio de la temporada estival y los otros huéspedes (no demasiados) se comportaban con absoluta corrección. Intentó hacer un balance del tiempo que llevaban juntos, y la tarde había resultado tan placentera y parecían haber congeniado de tal forma -al contrario de otras veces, ambos se habían dado la razón en todo- que hablar de amor se hacía más fácil de lo que había creído. Durante, al menos quince minutos, estuvo hablando sólo él, aportando razones por las cuales ella debería aceptarlo como marido y compañero para los restos, y todo iba de perilla hasta que le anunció que deseaba salir de viaje en solitario por última. Tal vez ella no entendía esa obsesión por viajar solo, pues ya otras veces se había negado a que lo acompañara, pero el efecto fue contundente. Hasta las estrellas parecieron apagarse, ella dejó de sonreír, soltó algún improperio que prefiero no repetir, se dio media vuelta y no la volvió a ver. No le había respondido, esa era la realidad, ¿qué quería decir eso? Se preguntaba mientras la balsa crecía y crecía como una plataforma a la que se le puedan ir añadiendo trozos infinitamente. El compromiso no se había formalizado, Michelle era libre. Ni siquiera, en un caso diferente, aunque, hubiese aceptado estar prometida, podría haber esperado de ella que se encerrara en vida esperando su vuelta. El vuelo sosegado de una aves nocturnas le indicó que sólo las luces del hotel podían amparar semejante aventura. Se encendió la luz de la habitación, lo pudo ver desde su emplazamiento, una silla de hierro forjado delante de una mesa también de hierro y tapa de cristal, justo en la esquina más alejada de la puerta de la terraza. Pareció haberse parado el tiempo en su devenir ondulante. Hasta las ventanas se venían abajo ante la inminente partida de Michelle. No dejaba de mirar arriba esperando que se asomara para decirle adiós con la mano, y que le echara un beso por el aire, cosas muy improbables, esas cosas que no van a suceder aunque las deseemos hasta el final. Se apagó la luz de la habitación, se había ido. Cuando subiera encontraría el armario y los cajones vacíos de su ropa. No la volvió a ver, aunque, esperó en el barco mirando a tierra hasta el último minuto.
3 Ahogado, Ceñido, Completo y Versátil La teoría de la “antesala de la nada” le venía bien. ¿Por que empeñarse en que seguía formando parte de los vivos? En la isla nunca sucedía nada especialmente reseñable. Desafiaba con escasa salud le creencia de estar pasando por un momento de inevitable, un periodo de adaptación para lo que iba a venir a continuación que sería desinflarse, ser abandonado por el aire de los pulmones, deshidratado y convertido en polvo. En realidad no debería creer que eso era algo tan malo, a otros les había pasado antes y lo habían llevado con relativa dignidad. A eso él le llamaba “aceptación”, tener la serenidad necesaria para afrontar lo que nadie desea. Ya no sabía que más añadirle a la balsa, parecía una obra de arte. Estaba recargada, sobreactuada sin remedio, lo que se dice recargar el barroco. Si se hubiese tratado de uno de esos hombres que viven en la calle de lo que encuentran en la basura, en lugar de una balsa, hubiese dedicado su tiempo a cubrirse de ropas extrañas, mil elementos y complementos de moda, desde bufandas, cinturones, sombreros, brazaletes, medallas, correas, chapas, alfileres, pañuelos, gafas, etc. cualquier cosa que lo hiciese parecer importante (aunque sospechaba que no sería posible). La superficial tendencia a realizar una gran obra, excesiva y recargaba, planteaba dudas sobre la flotabilidad del elemento construido. Pero estaba feliz, orgulloso, manteniendo a raya la locura. Entonces subía a lo que podíamos llamar, cubierta, y se pasaba las horas imaginando que navegaba, pero la distancia que separaba semejante aparato del mar era insalvable. Ni en sueños podría verse a sí mismo arrastrando una estructura tan pesada. Estaba dispuesto a admitir que su trabajo había sido bueno, que había construido la mejor balsa que nadie pudiera imaginar, si bien, empezaba a sospechar que nunca había pensado en ponerla en el agua; ni siquiera lo intentó. Al tiempo que el hombre se presenta como una realidad diferente a todo lo conocido anteriormente por él mismo, empieza a dudar de la realidad. Intenta descubrir una nueva interpretación , una apariencia de cosas que nada tienen que ver con la antigua realidad de ojos abiertos. Conspira contra la cordura porque la verdad de cada cosa vivida representa el dolor. Saberse vivo puede no ser suficiente y tratarse entonces de emocionar, con el único aspecto en el que considera que debería estar sumergido, la civilización. Más tarde podrá decidiría si lo merecía o no, pero en aquel momento sabía que era el único lugar posible para él. Vendiera su alma por un viaje en solitario y ya no esperaba nada, las esperanzas iban cayendo una tras otra, las ilusiones se apagaban, la voluntad de aplazar una vez más su viaje hasta la isla gemela también le producía un tedio de muerte: tal vez, una expresión de la necesidad de, llegado el momento, dejarse morir. En su caso no fue una idea premeditada lo que lo llevó a caer enfermo, ni la debilidad era una opción. Después de varios días de no ingerir alimento alguno, apenas podía levantarse y por lo tanto los nutrientes que necesitaba para superar su enfermedad no los encontraba en nada de lo que lo rodeaba. Ni siquiera un insecto que acudiera al olor de la muerte, podía ser cazado e ingerido, nada. Se desentendió de la supervivencia y empezaba a aceptar que lo mejor era dejarse ir. Perder las fueras permite que hagan de uno lo que quieran, es ofrecerse para que entierren como buenamente puedan y sepan. Si se hubiese tratado de un castigo podría haberlo aceptado, pero, en todo caso, tendría que enfrentarse a un castigo universal, un castigo total, el que a todos le llega, perdidos en el océano o no. A decir verdad, perder las fuerzas nos enfrenta a desear que nada cambie, a ser capaces de mantener la independencia de otros cuerpos, pero por desgracia, no es posible. Nunca dejaría de anunciar su inminente fracaso, para lo que le quedaba en el convento... Se prometía sonreír ante la amabilidad del asesino que llegara para exigir su alma. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por lo demás, no dejaba atrás nada, absolutamente, no había de que lamentarse. Quedaba por tener en cuenta que no era religioso, que nunca se había preocupado de esas cosas,
de la dualidad del ser, y eso había sido así porque tenía serias dudas de que tuviera un alma. Ya había bastantes amenazas en su vida, y si tenía un alma pecadora eso añadiría una pesadumbre más que soportar. Desde luego, las penalidades a las que el destino lo sometía, eran más que suficiente. Con un padre había tenido suficiente, no necesitaba empezar a dar excusas de nuevo por un Dios oportunista. En realidad, hacía mucho que no tenía malos deseos, ni prójimos, ni semejantes sobre los que volcar todos los defectos humanos, las envidias, las venganzas, los rencores, los abusos, las competencias, las insidias, las traiciones, los egoísmos, los engaños, la mentira, todo bien agitado. La libertad de no odiar no tiene nada que ver con la soledad, el aislamiento no lo ayudaba a superar ninguno de los lamentables pecados porque no se ponía a prueba, y respiraba deseando menos aire y más civilización. Echaba de menos atarse a costumbres absurdas, desesperarse porque una rutina insoportable lo asolara, y por fin, echaba de menos que un amor absorbente controlara cada uno de sus movimientos y lo tuviera atado de pasión y de celos. La libertad ya no era una prioridad, de hecho tanta libertad lo estaba matando. ¿Podía algo así estar sucediendo? ¿Podía alguien posicionarse en favor de toda aquella ruina? Durante un tiempo creyó que podría ir haciendo frente a sus carencias, que todo se iría arreglando. Confiaba en la providencia, pero, como digo, no solía rezarle a ningún dios, pagano o no. Desafortunadamente nada sucedía como esperaba, o si lo había hecho había sido por tiempo determinado; imposible mantenerse con vida de forma indefinida. Ya no intentaba contestarse, cada nueva pregunta quedaba sin respuesta, la fiebre avanzaba y apenas se movía. Le volvía a doler el tobillo, pero ya no se hinchaba. Utilizaba la balsa como refugio, se arrastraba hasta su sombra a las horas del sol más fuerte, y por la noche, intentaba no quedarse helado ni recibir el rocío del amanecer arrimándose a uno de sus costados. Dormir un sueño lejano, lucir ropa nueva, zapatos, rascar las heridas de la soledad bajo la ducha, cortarse las uñas, lastimarse las rodillas rezando y los labios besando. Ceder a la insinuación de los ojos, al flirteo del hambre, al agua estancada de mujeres que desbordan de pelo sudado y de ropa interior muy usada. Y de nuevo las visitas de cortesía, reanudar las formalidades, recordar la educación, reconciliarse con los reproches burgueses. Lavarse la boca hasta espumar sangre por las comisuras. Se mueven los ojos bajo los párpados, el sueño es profundo; es posible que delire. Si murió esa noche, lucían candelabros y sonaban los acordes y los ritmos de una fiesta. Para bailar no necesitaba estar vivo, se dijo; y soñó que bailaba mientras todos lo miraban. Se construía de nuevo en frases hechas, las dejaba caer con la impostura de un nuevo amanecer. Oyó un motor, o creyó oírlo. No pudo levantar la cabeza, el sabor de la arena le llenaba la boca y las fosas nasales. El ruido penetrante de un motor: cuando nada más que el rumor del mar y la protesta de algunas aves había sido todo durante días, le pareció un concierto barroco. En el fondo de uno mismo, exigimos lo que nos sosiega, y ya no es suficiente escuchar voces opacas de las que no sabemos nada, de las que desconocemos a sus propietarios, además necesitamos que el tono de esa voz nos comunique con el más allá en sintonía de almas gemelas. ¡Queremos tantas cosas! Convertir una voz en amor no es fácil, cuanto más el ruido de un motor del que ni siquiera podía saber si era real. Ya no sudaba, la cara cubierta de arena (sólo respetaba los ojos), empezaba a secarse. No deja de ser chocante que un cuerpo incapaz de tensar los músculos del cuello para levantar la cabeza, y así poder mirar en la dirección de su curiosidad, pudiera tener en cuenta el mundo que le rodeaba. Se estaba yendo, cada hora lo desplazaba siglos hacia la nada, y ni siquiera la tristeza podía influir ya en esa deriva. Mientras se iba apagando, volvía a repetirse que podía aplazar un poco más su viaje a la isla hermana. Nunca había deseado poner el pie allí, y seguía argumentando para evitar hacerlo, cuando eso ya no tenía ninguna relevancia. Había una pequeña montaña a su espalda, al pie de la montaña un pequeño lago, y un río bajaba acelerado entre las rocas en la temporada de lluvias. De la parte montañosa la atraía la sombra del follaje, pero los insectos era mucho más peligrosos que sobre la arena ardiente. Los insectos no lo descubrirían en mitad de aquel fuego que expelía la playa, sin más protección que las pocas fuerzas que le quedaban y así poder moverse debajo de la plataforma atada con lo bidones a la que llamaba balsa. Hasta aquí todo había sucedido como se esperaba que sucediera, como cualquiera podía haber
esperado que sucediera, todos menos él, ¡pobre náufrago! Sometido a todo tipo de sufrimientos y carencias, aguantando por tiempo determinado, amenazado por un accidente que lo postrase hasta la muerte, o, al mismo tiempo, la falta de fuerzas. El final, de cualquier manera era previsible. Una vez que aceptó que la posibilidad de un rescate era igual a cero, se dejaba ir con la facilidad que ofrece la desesperanza. Perdió la cuenta de los años, no sabía que edad tendría, posiblemente ya no era joven, y su aspecto lo hacía envejecer diez años más. Cualquiera que lo viera, pensaría que era un anciano, enjuto, débil, herido, con dificultad para moverse. El verdugo se inclinaba sobre él, buscaba el mejor momento, se posicionaba sobre la enfermedad, y acentuaba la pobre debilidad de una respiración inapreciable. Un hombre espantó al verdugo de la guadaña por un momento, se arrodilló al lado del moribundo, acercó su cara a la nariz del otro para saber si respiraba, no notó nada. Al comprender que se trataba de un moribundo, intentó precipitar los acontecimientos. En ese momento llamó al otro marinero que había quedado en la lancha para que le ayudara a arrastrarlo. Retrocedió un momento acomodándole la cabeza con extremada delicadeza, el momento era crítico, posiblemente si se hubiesen demorado lo hubiesen encontrado muerto. Deberían haber desembarcado cuando vieron aquel aparato en la playa, pero volvieron a la fragata, lo comunicaron a sus superiores, esperaron órdenes, y lo hicieron así porque deseaban que mandaran a otros a la inspección. Pero no les sirvió de nada, volvieron a poner la lancha en el agua, y ahora se encontraban intentando poner al desconocido sobre uno de los bancos sin que se cayera. Todo hubiese sido mucho más fácil si no se hubiesen demorado, si hubiesen acudido a la llamada de lo desconocido desde el principio, pero no lo hicieron así, se tomaron todo el tiempo, y ya era demasiado tarde. En la tradición de los marineros estaría muy mal visto dejar sin auxilio a un hombre mal herido, y en el caso de Claude, el médico de abordo poco podía hacer. Los cuidados empezaron desde el primer momento, lo alimentaron a la vena, le dieron la medicación que consideraron oportuna y lo dejaron descansar, pero no parecía suficiente. Podrían haber esperado algún síntoma en las horas siguientes para tomar una decisión, porque acudir al puerto más cercano con la intención de ingresarlo en un hospital les iba a obligar a cancelar su viaje y volver al lugar de su partida. Haber procrastinado con la salud de un ser humano, aunque se tratara de un desconocido, tal vez un delincuente, no lo hubiese entendido nadie, si bien, si moría, nadie podría desdecir la versión oficial, según la cual sólo un milagro podía haberlo salvado. Ya no sentía nada, no podía oír, ni siquiera presentir otras presencias. Tenía que ser buen chico, se exigía, como si por eso todo prometiera ser más fácil. Se quedó muy quieto, casi sin respirar, sin hacer ningún ruido, sin moverse, pero nada de eso le constituía un esfuerzo porque no podría enfrentarse a la decisión de mover ni un músculo, ya no tenía la libertad de movimientos, que hasta no hacía tanto, era lo único que le quedaba. Todo sería más fácil si no “daba guerra”, lo dejarían ir ligero, levitando, flotando en aquel camarote que había visto por un momento en que la invasión de un soplo de vida le hizo abrir los ojos; pero tenía tanta arena en ellos que casi los cerró inmediatamente y no lo había vuelto a intentar. ¿Pero respira?, Preguntó el patrón, a lo que le respondieron afirmativamente, y se iba y volvía en una hora, para preguntar de nuevo, ¿sigue respirando?, y la respuesta volvía a ser afirmativa. Después salían todos, y dejaban el cuerpo solo, como si necesitara reposo... no había hecho otra cosa que reposar en las últimas semanas. Lo lavaron con un paño húmedo, le retiraron las arenas, despacito, con un poco de jabón; en la cara sólo con agua. De nuevo abrió los ojos, pero nadie podía decir con certeza que lo estuviese mirando. Volvió a aparecer el patrón, y agitó su mano muy cerca de los ojos del enfermo: ni se inmutó. Cando volvió al puente, tomó el teléfono que lo comunicaba con la sala de máquinas. “Sí, volvemos, pero no se den prisa, si se muere por la demora, lo echamos al mar, y ya luego damos parte; pero podremos seguir camino”. Y así, volviendo, pero sin volver del todo, el mundo marcha en un tratado indiferente de muertos postergados. Seremos viejos, no moriremos un año, tal vez el siguiente, o el otro. Sin prisas.