1 Vista Desesperada El natural desconocimiento de un extranjero en país ajeno, sin dominar la lengua y sin haber estado nunca allí, tiene de positivo el hambre del espíritu, el efecto que nos causa todo lo que se mira por primera vez si tiene la fuerza de impresionarnos. Suele suceder además que el forastero se considere, en cierto modo, un aventurero, o al menos, enfrentarse a lo desconocido con ese espíritu. Muy diferente es el caso de los viajantes, que vuelven una y otra vez a los lugares, pulsando el dispositivo del exceso de confianza que los lleva a cometer pequeños errores, que, a su vez, no evitan que todo les resulte tan tedioso y repetitivo como las pobres expectativas que depositan en sus viajes. Pero las ciudades pueden ser como las personas que no se soportan a sí mismos, y que son incapaces de descubrir todo aquello que los hace realmente diferentes. Tal vez las personas, en ese caso sean aún peor, porque pueden buscar una tensión que los excite, y sean capaces de montar un gran escándalo. Las ciudades, por el contrario, son imperturbables, incluso ante la insensible mirada de los turistas que no les encuentran esa cosa que existe en todas ellas, pero no resulta obvia ni se ofrece. No era que Lauseme rechazara el placer de un paseo a última hora de la tarde, se sentía trastornado después de una siesta larga, desubicado por el efecto de la somnolencia y la mala digestión. Por lo general aquella sensación pasaba en cuanto se lavaba, y había metido la cabeza debajo de la ducha, pero seguía atontado. Hizo inmediatamente algunas observaciones acerca de su mala cabeza, del tinte de su pelo y de la delgadez de su cara, pero nadie podía oírlo y era una estupidez hablar con uno mismo frente al espejo a esa hora de la tarde. Si al menos lo hiciera al levantarse por la mañana antes de salir para el trabajo, eso querría decir que se preocupaba de lo que otros pudieran pensar de él, y que intentaba integrarse y parecer lo más a agradable a la vista posible. No solía poner impedimentos a sensaciones nuevas -no quiero decir que se drogara ni nada de eso-, la vida le hacía evocar constantemente algunas sensaciones sensacionales, casi todas de su adolescencia. Cosas como retozar en una tienda de campaña con su mejor amiga, pasar la tarde tumbado al sol en una playa desierta, beber cerveza hasta caer de culo y quedarse de espalda viendo las estrellas un buen rato, viajar en un tren recibiendo el aire apoyado en la ventanilla del pasillo, una puesta de sol en buena compañía, o como comer una magdalena leyendo un libro de Proust mojado de café recién hecho. Después de una edad, seguir abierto a sentir cosas nos hace los seres más débiles y desamparados del mundo. Por cierto que la mejor amiga con la que había retozado en una tienda de campaña vive ahora en esa ciudad tan alejada de todo. Pero la fisonomía de la gente cambia tanto, que si la viera por la calle, si se cruzara con ella, hombro con hombro, tal vez no la conocería. No quería dormir más, no hasta la madrugada, pero no tenía planes para volver tarde al hotel y después aguantar viendo por la ventana como deambulaban los gatos sin casa. Para aquella tarde ya había sido demasiado, le dolía la cabeza de tanto dormir. En ese momento lo único que quería era bajar al bar y tomar algo que lo tonificara, algo que impidiera seguir divagando. Necesitaba sentir indiferencia por algunos de aquellos recuerdos, porque la indiferencia nos ayuda a vivir, pero no el desprecio, por supuesto. Pero la idea de que Betty viviera en aquella ciudad empezaba a ser irresistible, se diría que la curiosidad lo superaba y empezaba a preguntarse como sería ella entonces, si se habría casado, si llevaría a sus niños al cole, si saldría del trabajo corriendo porque no le da tiempo de tan ocupada que tiene cada hora del día, ¿eso era lo que hacía la gente
corriente después de todo, no? Volvió a la amargura de ver pasar los años sin haber dado un paso por hacer lo que hacía todo el mundo, por no entrar en el consenso de los que desde niños saben que están predestinados a casarse y tener hijos, crear un hogar que acoja a una familia como la mejor forma de desafiar a la vida. Eso no era tener un destino, sino estar destinados, pensó. Lo más destacado de su forma de encarar sus desafíos era que casi todos pudieran creer que habían triunfado donde otros fracasaban. La gente se divorcia y se vuelven a casar, y algunos ya no desean comprometerse en un matrimonio, que desde luego tiene algunas ventajas frente al estado y los acuerdos sociales. Pero para un viajante soltero, todo aquello sonaba muy lejano. ¿Por qué tener hijos hacía tan feliz a la gente? Por un momento se vio tan triste, desgarrado, desilusionado, gris, que echó de menos la excitación de los hijos, la ilusión por las cosas más pequeñas, todo ese ruido que por extensión hace feliz a sus padres. Accedió ir andando hasta el paseo del rio, la alameda y la fuente con bandejas de diferentes tamaños vertiendo una sobre otras. Había estado allí otras veces, porque alguien se lo pidió, lo llamaron por teléfono y se puso en marcha. Para acceder al embarcadero había una puerta que abrió y vio a Rosana esperándolo. Se hizo visible y ella hizo un gesto con la mano, dio un paso al frente y se dirigió hacia ella comprobando que el suelo de madera vieja resistía. Le dio un beso en la mejilla, ella reaccionó como si estuviera besando un témpano de hielo. No deseaba charlar demasiado, le hubiese gustado tomarla de la mano y acompañarla hasta el hotel, pero tenía algo que decirle y su cara era seria. Él recibió la noticia sin exteriorizar ninguna emoción ni oponer ninguna idea a la decisión tomada. Tampoco viajaba tan a menudo hasta allí, y era comprensible que Rosana deseara simplificar su vida y pasar a cualquier otra cosa menos complicada. No se trataba de una mujer que destacara por algún motivo en concreto, y estaba dolido, pero ella no lo supo. Apenas hablaron, se movió lentamente y desapareció mientras Lauseme encendía un cigarro y apoyaba los codos en la barandilla viendo el agua. Cuando volvió al bar del Hotel era de noche, y hasta aquel momento había pasando un par de días esperando la llamada de Rosana, eso había cambiado, ahora podía seguir bebiendo en bar pero sin esperar nada ni a nadie. Ponerse a meditar acerca de lo conveniente de tomar otra, y después la siguiente no le pareció la mejor idea. La última vez que estuviera hasta tarde en aquel mismo bar había sucedido algo parecido, y había encontrado sin problema el camino de vuelta a su habitación, por lo tanto no era previsible que se perdiera en los pocos pasos que lo separaban del ascensor por muy mareado que estuviera. Si tal habilidad fuera tenido en cuenta en su trabajo hacía mucho que habría sido promocionado, pero nada sucedía así, y nada de eso iba a suceder en el futuro, debía tenerlo presente. Sus mejores oportunidades habían pasado sin que les hubiese sacado partido, y ya no era ningún becario dispuesto a crecer y prosperar a costa de lo que fuera. Su nueva forma de estar en el mundo, lo acercaba un poco más a las personas, a sus limitaciones, a sus debilidades, y a sus necesidades, pero también la la botella. Cualquiera podría adivinar por su forma de comportarse que ya no pertenecía a la parte más ordenada de su empresa. Intentaba esclarecer las dudas de sus superiores acerca de su fidelidad, e iba haciendo sus ventas, lo que tampoco estaba mal, pero seguía cambiando día a día sin que pudieran hacer nada al respecto. Mucha gente cambia al sentirse despreciable, pero ese no era su caso, sencillamente se cansó de esperar por un estúpido reconocimiento. Eso era lo peor, que se hubiese contentado con poco, tal vez con una palabras bonitas, con una palmada en la espalda, ese tipo de cosas que le dan a uno distinción, pero de las que no se come. Apenas tenía un par de amigos entre sus compañeros en el trabajo, el resto parecían en franca competición. De sus amigos, uno pasaba a veces por casa, y se llevaba bien con Eisther y los niños, ese era André, siempre atento. El otro era Eduraad, un marroquí con el se tomaba una cervezas los sábados por la noche si no tenía nada mejo que hacer; solía encontrarlo en un pub del centro frecuentado por chicas generosas. Encontró el número de Betty a mediodía del día siguiente harto a dar vueltas por los alrededores del hotel. Pasó un rato entretenido con la guía telefónica, como un juego. Había cuatro Betty Garrets, y todos vivían lejos de allí. Al segundo intentó salió ella, y peguntó si se trataba de Betty Garrets y si había estudiado y vivido en Arlés, pero no hacía falta que respondiera, por sorprendente que parezca y después de tantos años le reconoció la voz. Seguía teniendo la misma expresiones de sorpresa, y el ímpetu agudo al preguntar. Lauseme no se dio a conocer, de tal modo que ella aún
debe estar pensando que se trató de una broma bastante poco divertida para nadie. Lausame se miró en el espejo de la cafetería y pensó que si su voz había sonado igual que su indumentaria Betty debía haberse llevado una impresión muy desordenada de él. Supuso que del mismo modo que él había reconocido su voz, ella podía haber hecho lo mismo, pero no lo creía, en ningún momento dudó, balbuceó o preguntó por nada que la hiciera sentirse confundida. Podía haber salido al teléfono un hijo, o un marido malhumorado, y entonces habría dejado de pensar en ella, solo pensar era lo que hacía. Betty podría acusarlo de andar molestando en domicilios respetuosos con la ley y cumplidores con las normas, y podría quedarse sin respuestas en ese caso, además, habían sido apenas un par de minutos y el juego resultara totalmente inofensivo. A cualquiera le desconcertaría que un hombre ya forma y adulto le confesara que se dedicaba a hacer cosas así, era muy sórdido dedicarse a molestar gente por teléfono. Pero estaba en una ciudad, no extraña porque había estado allí montones de veces -pero por el tiempo necesario y sin hacer más amigos que Rosana, y ya ella tampoco-, pero sí ajena, porque no era la suya y no tenía ese sentimiento de pertenencia. Ni la ciudad le pertenecía, ni él la pertenecía a la ciudad, lo que hubiese sido mucho más importante. Echó una última mirada a los horarios de trenes del periódico. Conocía más o menos los términos del viaje de vuelta que deseaba emprender, pero tenía que asegurarse; siempre lo hacía así. Sólo en una ocasión le había sucedido de llegar a la estación cargado con sus bolsas de viaje, sin comprobar los horarios, y tener que pasar allí un par de horas esperando por esa imprudencia. Cuando tuvo todo preparado decidió subir la cuesta que lo separaba de la estación andando, no serían más de diez minutos. Hizo una parada en un joyería pequeña, apenas cabían cinco o seis personas dentro, y esperó que terminaran de atender a una señora que miraba una pulsera de plata con pequeños colgantes de flores y animales, también de plata. El dueño de la joyería era la única persona que atendía detrás del mostrador, y fue muy amable. Le dijo que quería comprar un regalo para su mujer, pero que no quería pasarse. Compró unos pendientes que le mostró entre otras cosas, no lo dudó demasiado. Llegó a casa de madrugada, todos dormían. Dejó las bolsas en el suelo del salón, estaba demasiado cansado para ponerse a desempacar. Se detuvo para beber agua, estaba seco del viaje y no le apetecía nada más. Se sentó en el sillón con el vaso de agua en la mano, y miró el jardín a través de la ventana. Se trataba de una rotonda de césped con un estanque de nenúfares en el centro, alrededor de la cual giró el taxi que lo dejó en la puerta. En la ciudad había unos parques estupendos a los que era aficionado, pero siempre solo; no le gustaba pasear acompañado de su mujer o sus hijos. Nadie le hacía preguntas acerca de la familia, porque no era un secreto que el matrimonio resistía en pos de un bien superior que nadie sabía bien en qué consistía, pero los hijos y la mujer hacían una isla aparte en la que apenas le dejaban entrar. Si comían todos juntos, había conversaciones en las que no le dejaban entrar, y si se le ocurría regañar a uno de sus hijos, su mujer salía en su defensa. Si quería evitar problemas, o broncas que duraran todo un día, mejor se abstenía de reñir a sus hijos, daban igual los motivos que tuviera para ello. Su casa le pareció entonces una ruina, un tapiz nada artístico de pequeños abandonos, propósitos derrotados y planes a medias. A nadie parecía importarle, a él tampoco demasiado. Pero aquel sillón en salón con vista a la entrada, a esas horas de la noche lo aislaba de todo, tenía la amplitud grandilocuente de las grandes mansiones. Quería ser pero no alcanzaba, la historia de su vida. Debería darse una ducha, o al menos, refrescarse por ver si sus ideas dejaban de ser aquella niebla que aún no dormía pero que no sabía si estaba despierto. Parecía que nadie pudiera estar despierto a esa hora, y desde luego no podía imaginar a su mujer con un sueño ligero alimentando la posibilidad de oírlo llegar, o de pasar la noche esperando su vuelta. Evidentemente, aquella noche de retorno era una más y nada iba a cambiar el sueño pesado de su mujer en miles de noches precedentes y parecidas. La exuberancia de su mujer se traducía en la pesadez de sus ronquidos, su pecho excesivo, sus labios carnosos, sus mofletes rubicundos y sus enormes piernas como columnas, no podían exigir menos de la vida que dormir a pierna suelta. De alguna forma existía un aspecto familiar de antes de su matrimonio que perduraba en su relación familiar, y eso tenía que ver con que hubiesen sido vecinos desde niños y que su familias hubiesen tenido una relación cordial durante tantos años. Tal vez habían sido inducidos a un matrimonio de conveniencia sin que,
al menos él, se hubiese dado cuenta. Se preguntó si Eisther habría participado en una trama familiar entre padres y madres, en la que lo habían planificado todo, y en la que él único, de los más interesados al que habían dejado excluido había sido él. ¿La felicidad es una adúltera incomprendida por su marido y por el mundo? Pero ellos se amaban; a su manera lo hacían, y eran felices en esa independencia tan poco sentimental. ¿Qué tenía de malo? Se quedó dormido en el sillón, no era la primera vez que lo hacía porque dormían en camas separadas y no había mucha diferencia, pero también influyó el cansancio y la agradable sensación de sentir el jardín con su voluptuosidad creciendo y moviéndose con el viento. Eisther pasaba las tardes de compras, haciendo visitas o acudiendo a cursos que nunca terminaba. Ninguna de esas cosas la llenaban, pero si salía el tema en la cena, contaba con entusiasmo, cualquiera que hubiese sido su actividad que había supuesto un reto para ella llegar al final de su actividad y volver a casa sin novedad. Cualesquiera que fueran las condiciones en las que se desarrollaran sus ocupaciones, se expresaba con exagerada pasión acerca de ellas: era como si se sintiera en la obligación de disfrutar aprovechando al máximo el tiempo. Temía que sus tardes, hiciera lo que hiciera, llegaran a resultarle insoportables y que en algún momento no deseara salir de casa, porque en su inconsciente lo único que podía justificar sus pequeñas huidas era presentarlas como excitantes triunfos para el espíritu. Era posible que con el tiempo terminara por colapsar esa organizada actividad, pero con toda seguridad ella sabría inventar nuevas aficiones, compromisos o aprendizajes. Nunca había fallado en tenerlos ocupados a todos; en realidad Lauseme procuraba ocuparse solo, y no hacerse muy visto para evitar que ella le diera ideas, que a la postre terminaban por convertirse trabajos caseros. Vivía temiendo el día que decidiera ponerse a cambiar el estilo, el color de las paredes, limpiar el ladrillo, sustituir los viejos desagües por otros nuevos, y lo peor, que deseara modificar el jardín. A lo mejor resulta que nadie puede ser completamente feliz si no hay una expectativa romántica y sensual en sus vidas. Acabo de ver una foto de Hemingway en lo que parece la terraza de un hotel, vestido como para jugar al tenis tomando el sol, con un vaso de algún alcohol, por los adornos de la botella parece brandy o cognac. Está feliz, radiante, disfrutando de una madurez canosa pero desposeída de problemas. Entonces he visto otra fotografía que por casualidad seguía a esa en un suplemento literario. Eran hombres vestidos de traje, derrotados en sus sillas de playa, desilusionados, vencidos. Siempre creí que la felicidad no podía ser ajena a un esplendoroso día de primavera, a una mañana temprano, o al aire libre. Y sobre todo, a la ausencia, en ese contexto, de dolor u preocupaciones. Lausame apenas durmió unas horas, se levantó temprano y desayunó con su familia. Si alguien le preguntara si se consideraba una persona feliz, es posible que contestara que sí, y añadiría, que en ocasiones se sentía un poco solo, pero el orden en el que se desarrollaba su vida lo hacía pensar que era razonablemente feliz. En algunas ocasiones seguía preguntándose si la vida aún le deparaba momentos especiales, sensaciones que evocar al respirar un mismo aire años después. En un principio de su madurez había creído que sentir añoranza por personas, cosas o lugares, no estaba mal, que formaba parte del viaje de la vida y su conversación con lo vivido. Más tarde creyó adivinar que detrás de esas insumisas melancolías había algo que lo empujaba a tener la piel más dura que antaño, y que si deseaba definitivamente ser un adulto, tendría que aprender a no sentir. Además. ¿Por qué iba a querer hacer las cosas de forma diferente a la que los hombres las habían venido haciendo desde siempre? Era algo parecido a las costumbres, algunas de ellas con un sentido tan ancestral, que cambiarlas sólo podía tratarse de una equivocación. Lausame era, entre otras cosas, un hombre afortunado de cara a sus amigos y al resto del mundo. Vivía sin problemas económicos, era propietario de una casa no muy grande pero en un lugar privilegiado, tenía la imagen del hombre con suerte con una familia unida, con un nivel de vida aceptable para un visitador comercial, lo que muchos llaman un viajante. Disponía además de aquella independencia cuyo único inconveniente era tener que dormir en el sofá en ocasiones, y ya no recordar si su familia había sido amable con él en el pasado, pero eso formaba parte de su intimidad y de los problemas de familia nadie sabía nada, y ni siquiera imaginaban. Cada familia funciona a su manera (si funciona, el gran número de divorcios hace dudar de ello), y ellos habían encontrado la que les pareciera la más cómoda. Había un dormitorio para las visitas pero Lausame
no lo ocupaba nunca, porque prefería las camas gemelas de la habitación por separadas que estuvieran, y en su lugar, cuando volvía muy tarde, el sofá con vistas al jardín. Todavía estaba decidiendo que hacer aquella mañana cuando recordó que le había comprado un regalo a su mujer, fue a su bolsa y al volver a la cocina le mostró os pendientes. Ella le dio las gracias y él le dejó la caja de terciopelo sobre la mesa. Hablaron de algunos asuntos del banco, del colegio de los hijos y, ella, de la visita que le había hecho André en su ausencia. Sabía que no sentiría celos de su amigo, y eso no era debido a que confiara ciegamente en él, pero a pesar de todo, le gustaba coquetear con la idea de que alguien se interesaba por ella en su ausencia. Era consciente que no causaría un desarreglo familiar, ni siquiera una discusión que se lo expusiera con una extraña sonrisa de revancha, pero le habría gustado verlo gritando enfadado por esos detalles. Había otros hombres para eso, pero no el suyo. “No me gusta que te gastes tanto dinero en regalos. Sabes que termino por arrinconarlos en un cajón. Dispongo de más abalorios de los que me puedo poner, y tampoco hay tantas ocasiones para hacerlo”, a lo que él respondió que era su gusto hacerlo, y todo quedó así. 2 Pero Aún Quedan Ternuras Hay matrimonios que se matan cada día, que se están derrotando continuamente, y viven asustados esperando el siguiente paso que dará el amante esposo o esposa. Viven bajo el convencimiento de que es su obligación demostrarle al otro que son capaces de estar por encima de cualquier situación y vencer de cualquier manera. Esa no era su situación, cabía la posibilidad de hacerse pequeños engaños, o non tan pequeños, pero todo iba funcionando. Se conocían lo suficiente y se dejaban vivir, y eso por lo que podían saber de otros matrimonios, era algo tan extraordinario y sorprendente que merecía cada nueva oportunidad. El momento más tranquilo de la tarde era cuando empezaba a oscurecer, cuando su mujer y sus hijos estaban a punto de volver de sus ocupaciones y después de su día libre -solía tener un día libre después de cada viaje y creía que le resultaba demasiado largo-. Solía salir al bar, y de forma previsible solía encontrarse algunas caras conocidas allí. Se hacía de noche de golpe, sin previo aviso, y era debido a la inminencia del invierno, no obstante se resistía a dejar los polos y las camisas de manga corta. André y Eduraad estaban en una mesa hablando de algo sin demasiado entusiasmo, intentando no moverse demasiado porque habían estado pidiendo cervezas toda la tarde y una abundancia de botellas cubría la mesa. Roly el barman le hizo un gesto al verlo entrar, y él le respondió pidiendo algo de beber y sentándose con sus amigos. Mientras se acercaba a la mesa contemplaba como se ponía en marcha abriendo la nevera debajo de la barra y la ponía sobre una bandeja con una copa grande para acercársela. Saludó a los dos y a Eduaard le puso la mano sobre el hombro mientras separaba una silla con la otra para sentarse. Tenía la impresión de que desde a última vez no habían pasado más que unos minutos, de que había salido hasta la esquina y había vuelto y todo seguía igual. Si tuviera el don de relentizar el tiempo, eso habría sucedido sin apenas haberse percatado de ello o haberlo deseado. Y no era sólo el efecto de estar de nuevo de vuelta en el bar en la misma exacta situación de tantas veces, era algo que tenía que ver con su vida entera. Su vida había sido intervenida por una fantasma de la inacción y la rutina más sólida e incesante, o lo que era lo mismo, había ido metiéndose año a año en un bucle inconsciente en el que transcurría todo. Se cerró de nubes y aire caliente y cayeron unas gotas de tormenta. Alguien se acercó a la máquina de discos, metió una moneda y empezó a sonar Citta´ vuota interpretada por Mina. Alguien estaba empeñado en estropearle lo que quedaba del día. Se quedó durante unos segundos fuera de situación, recordando que aquella canción había sido un símbolo de su juventud y de un tiempo que no habría de volver.
No es fácil en este momento saber a donde nos lleva la historia, que en el caso de Lausame puede tratarse de su destino. Nos hemos referido al momento de su vida en el que empiezan a trascender algunas emociones que hasta entonces se habían mantenido taponadas. Se mantenía con fuerza rabiosa en esa situación, pero como suele suceder en estos casos, tan fuerte es la unión familiar como fuertes sus componentes, mientras no se pongan las cartas boca arriba, y como su mundo pendería de un hilo si de pronto tuviera esa necesidad que a veces le entra a la gente con urgencia, de ser sinceros con ellos mismos. Algunos se desesperan anunciando que su vida ha sido siempre una mentira, cuando lo que buscan es escapar a sus cárceles de buena conducta social, y buscan nuevas sensaciones en otras pieles más libres y sensibles a su dulzura. La libertad pues, está cargada de barcos naufragados en busca de un poco de ternura y de verdad. Los bares de maduritos divorciados son una amalgama de sentimientos pendientes de resolución. Ese nunca había sido su plan, le daba un sarpullido sólo de pensarse en semejante situación. Al recordar que sería bueno cenar con su familia aquella noche ya era demasiado tarde. Todos se habían ido del bar, también André y Eduaard, si bien este último prometió volver después de cenar. No lo esperó, se dedicó a dar vueltas por los pequeños bares del puerto hasta después de medianoche. Al pisar las escaleras que lo llevaban directamente a la puerta de su casa, descubrió que alguien había estado cortando el césped, y le llegó ese aroma profundo de la hierba recién cortada. También habían empapado las flores de los parterres de debajo de las ventanas y por primera vez desde su vuelta se percató de que aquellas flores habían crecido y estaban saludables para ser el principio de septiembre, eso le animó. Una ve dentro se percató de que tenía los zapatos cubiertos de un barro húmedo que había pisado allí mismo, así que se descalzó y subió hasta la habitación en calcetines. El siguiente desafío era entrar en la habitación sin hacer ruido y sin despertar a Eisther. Abrió la puerta como si fuera un ladrón, asomó la cabeza y a continuación, oyéndola respirar, la abrió de todo y se dirigió a su cama. Se desnudó y se metió debajo de la colcha, en pocos minutos dormía profundamente. Sus problemas eran simples en cuanto a que sus soluciones estaban a su alcance y sólo dependían de su voluntad, pero a veces creía que cualquier imprevisto podía plantearse desde algún desconocido. Ya completamente desnudo y cubierto por la colcha hasta el pecho empezó a sentir sudor frío y dolor en el estómago. Algo así le había pasado otras veces y si duraba más de un par de días, tendía a creer que era el final. Se levantó violentamente, esta vez sin temer hacer hacer ruido porque le estaban dando arcadas y temió devolver sobre la cama. Le dio el tiempo justo de abrir la puerta del pequeño baño de la habitación. Apenas encendió la luz y levantó la tapa del retrete comenzó una efusiva descarga, a la que siguió otra y otras más. No quería levantarse aún, así que tiró de la cisterna para poder seguir allí de rodillas abrazando aquel animal de fría loza blanquecina que era su único consuelo. Era imposible que Eisther no lo hubiese escuchado y no se hubiera despertado pero todo seguía igual de tranquilo. Después de un rato se limpió el borde de los labios con papel higiénico y volvió a tirar de la cisterna. Se volvió a la cama, e intentó dormir. Un poco más tarde tuvo frío y se puso un pijama. Hubiese estado bien que Eisther dejara de hacerse la dormida y la preparara una manzanilla, pero eso no iba a ocurrir. Si se hubiese dado la vuelta cuando estaba en el baño, hubiese visto el bulto de su cama iluminado por la luz que acababa de encender, y ese bulto dándose la vuelta sobre si mismo molesto por el ruido que estaba haciendo. El estremecimiento debido a la fiebre le impidió tener un sueño muy profundo. Un par de horas después se manifestó una nueva incomodidad que lo hizo respirar aceleradamente, se trataba de una pesadilla. Se declaraba una nuevo reto, en sueños seguía luchando, buscaba una salida, hablaba en voz alta, movía los ojos y la cabeza y finalmente se incorporó de un golpe dando un grito. Esta vez, Eisther se sintió en la obligación moral de ver que sucedía y ayudarlo si podía; lo estaba pasando muy mal. Lo consoló y se abrazó a él. Parecía dispuesta a darle cualquier cosa que necesitara porque también ella se había asustado por un minuto. “No es nada, una pesadilla. Pero, era tan real”, dijo él, y añadió, “Acabo de sufrir la experiencia más terrorífica de mi vida: mataba a André de un golpe en la cabeza. Tenía la cara desfigurada y no cesaba de sangrar. No dejaba de mirarlo, y mi primera intención era huir, pero su cuerpo estaba delante de la casa y no podía dejarlo allí. Esa sensación angustiosa duró todo el tiempo. Volvía una y otra vez para arrastrar el cuerpo, e iba dejando un rastro que no podía borrar. Al fin intenté
enterrarlo entre las flores, con una pala hacía un agujero hasta que encontraba piedras y la pala rebotaba una y otra vez contra ellas. Sacaba piedras y seguía cavando y seguía sacando piedras”. Este no era el tipo de sueños que uno desea hacer realidad y seguro que podría seguir construyendo su vida, mejor o peor, si escapada de impulsos asesinos o cualquier cosa que se les pareciera. Todo podría suceder después de aquello. Era como para asustarse, y sin embargo, estaba seguro de poder controlarlo. Se le fueron presentando sueños diferentes, algunas pesadillas, otros difíciles de entender, pero no volvió a soñar lo mismo. Era extraño soñar tanto, y en ocasiones deseaba irse para la cama como si estuviera esperando un capítulo nuevo de su imaginación. Al apartarse de su mujer aquella noche, notó que no se sentía agradada por lo que acababa de escuchar. No la enorgullecía ser capaz de inspirar tales sentimientos, si es que eran los celos por las visitas que André le dispensaba, lo que los producía. No fue capaz de resolver su fiebre a pesar de tomar unos tranquilizantes después de ducharse y vestirse para ir al trabajo, pero al llegar al coche tuvo un desvanecimiento y se volvió para la cama. Eisther llamó al trabajo y habló con su jefe, le dijo que tenía una fiebre muy elevada, lo que no era del todo exagerado. Quiso saber de que se trataba, pero le respondió que era pronto para saberlo, que había llamado al médico y que si se trataba de un simple enfriamiento en un par de días estaría de vuelta. Durante las horas que esperó la visita del médico se encontró mejor, pero no quería comer nada y le escocían los ojos. Al taparse hasta el cuello le volvía la fiebre y sudaba hasta mojar las sábanas. Se cambió el pijama e intentó dormir, no fue inútil del todo, dejaba volar la imaginación y respiraba con dificultad pero iban pasando los minutos. Estaba obsesionado con esa idea, era cuestión de tiempo, y debía hacerlo pasar con rapidez. Si pudiera hacer girar el tiempo como las agujas de un reloj, no dejaría de intentarlo. Tenía en la lavadora alguna ropa sudada, así que pensó que debería mantenerse fresco, al menos hasta que tuviera un pijama de repuesto, pero no hizo falta porque a mediodía, Eisther volvió de hacer la compra para la comida, y le había comprado un par de pijamas. Eduraad y André entraron en la habitación aquella tarde sin previo aviso. Las cortinas estaban echadas y Lausame estaba dormido, se desorientó al verlos y Eisther llegó para dejar entrar la luz del ocaso, y abrir la ventana. No parecían estar muy cómodos y la mujer los dejó solos para que pudieran hablar con libertad. No advirtieron que empezaba a sudar, pero de cualquier modo no iban a quedarse más que unos minutos o al menos eso pensó Eduraad, eso creo desde el primer momento la sensación de que debían aprovechar cada minuto, saludar, y salir por donde habían entrado. André le suplicó a su amigo marroquí que entretuviera al enfermo un momento que tenía que ir al servicio. Salió y buscó a Eisther, los chicos no estaban en casa, había un expandido silencio y la oyó acercarse taconeando. André le habló con decidida resignación. Cualquiera que hubiese asistido a los primeros compases de su conversación hubiese calculado sin dificultad que se trataban con una confianza poco natural. Había algo de desesperación en el tono de aquel hombre, y aunque no la tocó parecía como si deseara abrazarla. Le dijo que estaba dispuesto a dejarlo todo por ella, que huyeran juntos, que se fueran todo lo lejos que pudieran y empezaran una vida nueva lejos de allí. Eisther no daba crédito a lo que oía, estaba nerviosa y no sabía si reír o echarse a gritar. Su reacción fue preguntarle a André a qué venía aquello, que era una fantasía muy inconveniente y que le estaba estropeando la tarde. De pronto la puerta de la habitación se abrió y Eduraad asomó la cabeza, “Lausame pregunta por ti, será mejor que vengas”. Como era de esperar las pastillas que le dio el médico empezaron a hacer su efecto en pocas horas y se encontró mejor. Eisther le pidió que siguiera en cama y que no se enfriara, pero empezaba a necesitar moverse, lo que era un signo de que se encontraba mejor. Unicamente pudo conseguir de él que se pusiera una bata y una zapatillas, pero salía de la habitación y bajaba al salón. Estaba raro, apenas hablaba y no retornaba a la habitación hasta que le empezaba a subir la fiebre de nuevo. Eisther acarició a su amante mientras caminaban hacia su nido de amor. Él sentía su mano jugando en la nuca mientras metía las manos en los bolsillos buscando un paquete de tabaco. La placa al lado de la puerta era el nombre de la calle labrado en mármol blanco; se veía viejo pero le daba señorío a la gran puerta roja de madera astillada. Sobre la puerta había cuatro pequeños balcones uno encima del otro. De las paredes nacían hierbajos y verdín en sus partes más húmedas.
Alguien podría pensar que al lado del canalón podría saltar una rana, y resbalar de vida hasta un charco. El papel que los amantes juegan en las historias suele ser bastante ingrato, de hecho son personajes bastante opacos de los que nadie desea saber demasiado; sólo están para aprovecharse un rato, pasarlo bien y desaparecer sin decir ni adiós. Si los dejamos, se apropian de una historia que no les pertenece, y la conexión de Indexio con Eisther no como para preocuparse. Al menos eso había creído ella desde el principio, se trataba de una mujer madura, consciente de sus responsabilidades y que no arriesgaba demasiado. Pero el amor siempre es un poder desconocido, la pasión surge inesperada cuando nadie la espera, y hasta de los juegos más inofensivos se termina por dar forma a locuras sin vuelta atrás. Nadie otorga a las aventuras extra-matrimoniales la importancia que sería necesaria para enfrentarse en calidad, profundidad y compromiso que dan los años de lucha conjunta. Y sin embargo, es esa misma lucha que agota cualquier esperanza, la termina por abrir las puertas a la voluptuosidad de lo prohibido, al riesgo de las caricias y el atrevimiento ordinario que rompe cualquier compostura. Los amantes parecen decirse hagámoslo delante de todos, invitarse a besos prohibidos en los cafés y desafiar la suerte sin importarles las consecuencias. La legitimación del amor debe pasar pruebas dolorosas, pruebas de desesperanza, de enfermedades y de muerte, y sólo así, estar dispuestos a triunfar y caer finalmente en el mismo lecho de tierra y cruces. En aquellos días de septiembre aún había algunos pisos vacíos encima del suyo, debido tal vez a que algunos vecinos se resistían a volver de las vacaciones. Se cruzaron en la escalera con algunos desconocidos, y otros no tanto pero que no saludaban. Siguieron indiferentes hasta llegar a la puerta del rellano. Solo otra puerta frente a la suya podía escudriñar a través del punto de cristal destinado a eso, a la vigilancia anónima. Eisther miró a la puerta y sonrió, porque era capaz de apreciar el cambio de tono del cristalito de la mirilla cuando una cabeza tapaba la entrada de luz desde le otro lado. Había algo de descaro en su sonrisa, pero estuvo tentada de besar a Indexio, para quien quiera que fuera, disfrutara del espectáculo. Supuso que otras muchas parejas habían ocupado aquella pieza antes ellos mismos, y que cualquiera debería haberse acostumbrado a esa situación de visitas inesperadas a deshora. Se abrió la puerta de enfrente, cuando ya iban a entrar. Era una anciana con ojos llorosos. “Hola, oí ruido y por eso...”, la miraron y cruzaron unas palabras con ella, como si tuvieran intención de empezar a relacionarse con los vecinos permanentes, pero no era verdad en ningún caso. Las mujeres como Eisther, que asumen situaciones arriesgadas suelen ser atrevidas, pero débiles; quiero decir, que sucumben a sus pasiones con facilidad, pero para ello les hace falta desprenderse de sus vergüenzas y dar un paso adelante. No era fácil para ella porque Indexio era su primer amante, y no sabía muy bien como actuar en algunas ocasiones, pero si detrás de un amante llegaba otro, y después otro, ya no sería capaz de parar, y se vaciaría por dentro hasta ser incapaz de sentir piedad por nadie, ni siquiera por ella misma. También eso le daba miedo, no lo podía negar. Afirmar que una relación adúltera es siempre nociva, no es siempre la finalidad de las historias que se construyen como tema central o aquellas a las que toca colateralmente, ni siquiera los que intentan un aprendizaje moral consiguen tomar la apariencia de la verdad. Incluso aquellos que son capaces de contarlo desde el arrepentimiento se equivocan, la verdad suele complicarse cuando nos proponemos como ejemplo para otros. Por ello debemos intervenir en favor de la ficción, y también por eso Eisther tiene una imagen tan desprendida y fría con su familia, y a pesar de eso, quedar como una víctima de sí misma. No se trata de Emma Bovary, pero otras muchas mujeres se han visto en esos supuestos. En la mente de Lausame había ideas sueltas, confusión incapaz de hilar las cosas que se le ocurrían justo aquella tarde en que la enfermedad tuvo un repunte inesperado. En estos casos como en los principios de los enfermedades, la fiebre se dispara sin que nadie hubiese contada que fuera a suceder. Por delicadeza con el mundo, y por su propia personalidad que se lo impedía, aguantó la gana de quejarse, de empezar a golpes con los muebles o de tirarse al suelo gritando de desesperación. Intentaba presentarse valiente ante la adversa complicación de la cosas, y sin hacer ruido, con la educación que se le suponía se arrastró de vuelta a la habitación, apretándose el vientre con ambos brazos y subiendo las escaleras apoyado en la barandilla para no caer. Nadie se percató de ese cambio hasta la noche, porque se metió en cama y estuvo sudando hasta mojarlo todo sin
decir nada. No parecía que nada hubiese cambiado en la casa, sus hijos estaban en sus habitaciones y la chica que había venido para limpiar los cristales y hacer la colada, cuando terminó, dijo que se iba y eso fue todo. Un poco después llegó Eisther pero tampoco notó nada hasta la noche. De todas maneras no había nada que nadie pudiera hacer, estaba tomando la medicación, el médico lo había reconocido y la enfermedad seguía su proceso. No quería moverse hasta que le bajara la fiebre lo que sucedió un par de horas después, cuando se cambió el pijama. “¿Te puedes creer que el amigo de mi marido se me declaró? Te he hablado de él otras veces, ese que me visita y me hacer regalos cuando Lausame sale de viaje. Es un hombre insignificante, apenas me llega a los hombros si me pongo tacones, y cuando hablo con él tengo la impresión de que me está mirando al pecho. Y no es que yo tenga un pecho feo, tu lo sabes que te gusta morderlo. Siempre me lo dices, ¿no? No es un tema muy recurrente, pero quería contártelo; una mujer puede tener un amante, pero esconderle al marido y también al amante, un admirador que la tienta en secreto, eso no está bien. Hay que terminar por contarle estas cosas a alguien o no podrás confiar en nadie, ni en ti misma. Se trata de saber vivir en sociedad correctamente, ¿no crees? Por un lado está la necesidad de darle satisfacción a algunas necesidades que la vida que, tal y como la construimos, no contempla, pero eso no quiere decir que valga todo. De otro lado está tener en cuenta la solidez de nuestra palabra. No hay porque confundirlo todo. Vida pública y vida privada, al contrario de lo que alguna gente cree, deben estar bien separadas.” Aquella tarde había querido parecer más comprometida que de costumbre con Indexio. A veces quedaban para dar un paseo por el centro de la ciudad; y ella caminaba a su lado sin acercarse demasiado, pero haciéndole carantoñas. Normalmente no dejaban pasar demasiado tiempo en la calle, preferían pasar las horas acostados después de amarse, fumando o comiendo bombones. Se hacía la interesante porque se consideraba una víctima de la debilidad de su marido. Eso la elevaba hasta adoptar una postura misteriosa y seductora. Llega un momento en que los hijos se hacen mayores, y ella lo había notado por su frialdad, porque rechazaban sus mimos, y porque querían ser independientes y no necesitarla si no se trataba de alguna urgencia. De eso a que se fueran de casa había un paso. De poder escoger, prefería que Indexio la amara sin caricias, sin palabras, sin mentiras. Se sentía utilizada si él se pasaba en su papel de amante, y la cohibía, pero cuando la tomaba por sorpresa, sin más pretensiones que satisfacer su deseo de una forma brutal, ella quedaba eternamente agradecido. La trayectoria de su vida había estado adecuada a sus necesidades, pero hasta aquel momento había respetado lo importante, y no arriesgaba lo que tanto tiempo le había costado construir por un amante. Pero estaba relajando sus costumbres, y los gestos en público eran la muestra de que le importaban menos las habladurías. Se consideró afortunada por poder sentir el amor, a pesar de las condiciones que le imponía la discreción. Se entregaba más y pedía menos, y empezaba a imaginar imposibles. En una ocasión le preguntó a su amante si se casaría con ella, si se divorciara de Lausame, o si quedara viuda, lo que no resultaba tan absurdo teniendo en cuenta que había contraído una enfermedad que lo tenía tirado en la cama.
3 Cuando Revienten Los Espejos Era una falta de tacto no esperar a que Lausame se recuperara para hablar del asunto, y aún menos, si traemos a cuenta que sobre otras cosas, le tenía aprecio. Las infidelidades tal vez no se manifiestan en el momento que suceden, tal vez pasen años antes de descubrir de qué forma les
afecta. Las relaciones de pareja se basan en ir superando dificultades, y llegar a plantearse si valen la pena, porque el valor de la relación que está devaluado por las infidelidades acaba con muchos sueños. En varias ocasiones había intentado vestirse aquella mañana, en que por fin Lausame se encontró mejor, y todas las veces volvió a la cama con una pereza fuera de lo común. Normalmente, cuando le sucedía eso, desayunaba en pijama y así se espabilaba. Quería creerse completamente restablecido, pero tenía sus dudas. Estaba emocionalmente herido, afectado por la gravedad y desilusionado por la falta de atenciones, por una sensación de soledad, y y la quiebra que anunciaba el aire que se respiraba en su propio hogar. Se puso una ropa cómoda, como para ir a hacer deporte, en zapatillas y camiseta, pero suficiente para anunciar en la oficina que al día siguiente se reincorporaría. Se afeitó a conciencia, pasando la cuchilla repetidas veces por los sitios más difíciles. Seguía haciendo calor en septiembre, y eso ayudaba con su actitud. Abrió una ventana y vio a su mujer cavando en el jardín. No sintió frío, ni fiebre, ni cansancio; eso debía indicar que la enfermedad estaba superada. Si sus fuerzas seguían acompañándolo pronto estaría completamente restablecido. Enseguida relacionó la imagen de su mujer con su pesadilla, y se quedó atónito cuando ella le comunicó que iba a enterrar allí al gato del vecino al que había atropellado con el coche, pero que nadie se había dado cuenta. Se trataba de un secreto, y confió en él, no podía ser de otra forma: eran marido y mujer. La vida está en continuo cambio y movimiento, las cosas pasan, los trabajos se acaban, las casas se deterioran, los accidentes suceden, y surgen cada día nuevas formas de vida tecnológica para las que no estamos preparados. De Arlés a Stokhenheim había cuatro horas de viaje en tren, y aquella tarde intentaba saber por qué siempre le tocaba a él atender clientes en esa ciudad. Hacía más de un mes de su enfermedad y era como si sus superiores le hubiesen estado reservando ese destino, para bien o para mal. En su retorno al trabajo se preguntó porqué su vida había transcurrido de una forma tan monótona y organizada, si había formado parte de su educación y sus miedos, o si había sido su mujer, que en buena parte había sabido organizarlos a todos para vivir reduciendo al mínimo los problemas que se pudieran presentar. Al salir de la estación descubrió la misma ciudad pausada y lenta de siempre. El tráfico no tenía prisa, los coches parecían pasear más que acudir a una cita, volver a casa, o ir a buscar a los niños al colegio; desde luego aquella monotonía no podía estar conducida desde una actividad que se realizara en un obligatorio cumplimiento. Si hubiese tenido un descapotable esta ciudad y su tráfico desesperante hubiese sido perfecta para lucirse. Y más si en él hubiese bajado hasta el hotel, por la “Avenida de los hombres ilustres”. Con un nombre así cualquiera podía sentirse importante. Una vez delante del conserje estuvo a punto de coger su maleta e ir en busca de otro lugar donde poder hospedarse, porque había habido un malentendido con su reserva y no lo esperaban hasta la semana siguiente. Al fin le buscaron otra habitación y pudo sentarse posponiendo el momento de vaciar las maletas. Se adormiló hasta la hora la cena y bajó al bar de la esquina para tomar unos huevos revueltos y un café, eso lo hizo sentirse mucho mejor. Los días siguientes los dedicó a hacer su trabajo, cerró algunas compras, lo que iba a satisfacer a sus jefes, así que cuando creyó que podría ser suficiente para aplacar sus exigencias, se dedicó a pasear. Al tercer día, se aburría sin saber que hacer o a donde ir, como ya le había pasado otras veces. Al entrar en el hotel, preguntó si había algún mensaje para él, y si habían recibido alguna llamada en su ausencia. El conserje puso cara de circunstancias y negó con la cabeza. No era que hubiera perdido el deseo de ver a su familia, o echarlos de menos cada día, más que eso se trataba del fugaz deseo de sentir sensaciones arriesgadas que no pondrían nada en juego, porque entre él y Eisther algunas cosas estaban claras, o al menos eso creía. Llamó a Betty Garrets, esta vez no le hizo falta buscar su nombre en la guía, lo había guardado la primera vez que reconoció su voz, aquella vez que la había llamado y fuera incapaz de pronunciar una palabra. Estaba solo en la habitación y llamó desde el teléfono del hotel, así cualquiera podría haber escuchado la conversación desde la centralita. ¿Cómo explicar con un mínimo de convencimiento lo que lo había movido a hacer aquella llamada? Volvió a pensar que podría ponerse al teléfono uno de sus hijos, o su marido, y eso no iba a ser nada conveniente. Pero no fue así, la voz grave e inconfundible de Batty sonó al otro lado. Esta vez no necesitó armarse de valor, pero sonaba nervioso, y se presentó esperando ser bien recibido. No fue fácil entenderse, a ella le costó acordarse de él porque había pasado mucho tiempo, y muchos ríos
habían bajado esos puentes, o como se suela decir. Se le resistía su nombre y hacerse con su imagen, pero después de unas cuantas explicaciones, y hacerle recordar que habían dormido juntos en una tienda de campaña, y que habían visto juntos el ocaso de agosto desde aquella montaña donde se instalaron por unos días, ella pareció reaccionar. El día seguía siendo caluroso y no apetecía meterse en casa temprano, era la hora en que se producían más suicidios. Aunque posiblemente ninguno de los dos se iba a tirar por la ventana, pero sudarían hasta empapar sus ropas y se ducharían varias veces antes de dormirse. Con tal perspectiva, establecer un encuentro para un paseo mientras se hacía de noche, era la mejor idea. Así que la cita se hizo más que posible sin que el llegara a hacer preguntas capciosas acerca de su situación sentimental, dejando la puerta abierta a la sorpresa. El encuentro se produjo sin ningún tono sentimental y a Lausame le sobró tiempo para apreciar que el cambio operado en Betty había sido extremo. Trabajaba en una oficina, pero detrás de un atuendo en apariencia correcto e inofensivo, se ocultaba una vida dura, llena de fracasos, sinsabores y decepciones. Esa noche, Lausame no encontró en ella la dulce y delicada muchacha que había conocido. Estuvieron hablando hasta muy tarde y la acompañó a algunos bares que no había visto nunca y que le parecieron muy exóticos. Se había casado y divorciado, y había tenido un hijo que estaba estudiando en el extranjero, y que era el motivo que la mantenía en pie. La ilusión de vero crecer año a año, la hacía desplazarse en avión tan lejos como hiciera falta, por pasar unos días con él. Hay una parte del sufrimiento humano oculta en nuestro aspecto, y ella se había convertido en una mujer con cuerpo de hombre, comía impulsivamente, y sus brazos parecían remos invencibles. Alguna gente come por calmar su ansiedad, y ese parecía el extremo de Betty, que lo llevó a cenar a un lugar lleno de marineros, porque según dijo, no solía cocinar en casa. “Dentro de poco todo el mundo descubrirá este sitio y ya no se podrá venir aquí”, dijo con un profundo lamento. Lausame iba siendo consciente a medida que avanzaba la tarde y después la noche, que su hallazgo le era tan desconocido como cualquiera que pasara a su lado y no hubiese visto nunca. Estimó que la distancia que los separaba era infinita y que si se dejaba atrapar por aquellas piernas enormes, le iba a costar mucho poder renunciar ella en algún momento, y aún habiendo realizado esta reflexión, aquella noche cayó bajo el encanto de un tanga negro en el que cabrían dos como él. Su problemas empezaron a parecerle insignificantes, su soledad elegida, el desinterés de su familia una anécdota y su trabajo, quizá no tan malo como había creído. Se sirvió de su nueva aventura para recalificar su vida, y quedarse con lo bueno. La tensión de los últimos días la atribuyó a la distancia con Eisther, a la que ahora lo reconocía, había tratado con despego, pero porque la notaba más rara que nunca. Batty había tenido muchos amantes, esas cosas no se pueden ocultar, van con los ojos de la persona. Tenía un piso pequeño con un ambiente oriental, con cortinajes de dragones, e inciensos que encendió tan pronto como entró en su habitación. Le ofreció una copa que se tomaron mientras escuchaban música de sitar en el salón, al que era aficionaba. La principal ventaja de las aventuras es que aún sabiendo que al día siguiente es posible que no vuelvas a ver al amante, o que lo llames inútilmente después de un año de relación, porque haya decidido reordenar su vida, siempre puedes, la primera noche, mostrarle tus aficiones, tus colecciones, tus habilidades y sentirte orgulloso de las peores fotografías del mundo, mientras el otro pone cara de estar profundamente interesado, aunque en esté preguntándose con insistencia, cuándo empezará el juego sexual. En el caso de Lausame, no se encontraba tan excitado como para realizar una aproximación de cuerpos cuando ella sacó un sitar que estaba aprendiendo a tocar, e hizo algunos sonidos que no estaban nada mal. La principal característica del sitar, es que se toca sentado en el suelo, así que ella se puso una bata y colocó el aparato de forma que la arrastró ligeramente, y él pudo ver su tanga por primera vez, ciñendo la parte más abultada de su anatomía. Ella le explicó que al contrario que la guitarra en la que se pueden arrastrar las cuerdas hacia arriba y hacia abajo, el sitar no tiene fondo, y se puede apretar la cuerda sin ninguna madera que lo obstaculice. Lausame estaba dispuesto y preparado para la experiencia sexual más mística de su vida, y así se lo hizo saber. Ella se sintió complacida y afirmó que también lo estaba deseando. Los buenos resultados en su trabajo parecían poner en entredicho cualquier estrategia anterior. Todo el mundo parecía satisfecho, y si en algún momento había evitado aquel destino, en ese
momento esperaba con ansia el momento de volver. Desde las primeras insinuaciones de Eisther acerca de la posibilidad de un divorcio, sus viajes se multiplicaron, y una y otra vez sus resultados eran inmejorables. El estudio de su situación podía dejarlo para otro momento, no le interesaba nada saber si su infidelidad le podía complicar el futuro, o si se trataba de una infidelidad de su mujer lo que estaba dinamitando la tan establecida y pausada convivencia familiar. Estaba disfrutando como no lo había hecho en mucho tiempo. Otras mujeres que había amado le habían dejado un mal sabor de boca, un disgusto de ingratitudes y relaciones sexuales insatisfactorias. Había llegado a pensar que algún problema psicológico le impedía disfrutar del cuerpo, pero en ese momento había llegado a su vida Betty, y todo el sentimiento de culpa que lo embargaba desapareció. Una nueva esperanza lo llevaba a aprovechar sensaciones que lo devolvían a la juventud, a sentir con sentidos abiertos, a perder la noción del tiempo y cualquier prudencia. Se sentía dispuesto a abrir todos sus poros a los juegos eróticos de Betty y sobre todo, a permanecer a su lado mientras las fuerzas de la naturaleza golpeaban su piel. Empezaba a ser consciente de que sus vecinos lo miraban diferente, como con pena, y que eso se debía a que estaba adelgazando a pesar de su optimismo y saludarles con espontánea alegría. Quizá pensaban que estaba enfermo y que había prescindido de las convenciones sociales que lo igualaban. Si ponía en peligro la familia ya nadie le perdonaría sus experiencias amorosas con otras mujeres que no fuera la suya. Aquellas tormentas que estaban pero no se manifestaban, no terminaban de descargar y que tenían el poder de levantarle un dolor de cabeza durante una tarde entera, a la que seguiría una noche de no descansar. Todos los inconvenientes los daba por buenos a cambio de seguir conociendo, haciendo más interesante conocer a Betty, más profundo sondearla y dejarse llevar hasta los límites del dolor. A medida que se iban conociendo ella iba sacando más y más juguetes de un siniestro armario que cerraba con llave, y lo que empezaron siendo unas simples esposas con las que lo ató a la cama terminó por cuero negro y sofisticados aparatos, que este narrador aún se está preguntando como podrían funcionar. En ese momento empezó a ser consciente de que su mujer ya nunca podría hacerlo feliz, ni entendería lo que necesitaba y sentía. El día que aceptó al fin sentarse a hablar con Eisther sobre su futuro tuvo el tacto de aparecer como un marido contrariado por la oferta de una mujer infiel. Por entonces ya se sabía que Eisther tenía otros planes lejos de su casa, pero también era de conocimiento general que él nunca había sido bueno para ella. De forma que la presión social fue subiendo hasta llegar a sentir que sus mejores amigos les quitaban la confianza, y vivir en su casa de siempre les resultaba imposible. Nadie se sorprendió con el tiempo de saber que se habían divorciado y que se iban a vivir a lugares mis alejados el uno del otro. Tampoco hizo falta que todo se supiera, o que aquellos vecinos más curiosos supieran los pormenores de hundimiento. Al final, después de algunas discusiones, tensiones y portazos llegaron a un cuerdo, pero, sobre todo, Lausame se salió con la suya, llegar al divorcio sin que su mujer conociera que le estaba haciendo un gran favor. Los hijos se quedaron con ella, pero podía visitarlos y estar con ellos siempre que quisiera, si bien lo chavales tenían su propia idea de lo sucedido y de la diversión y si les proponía una tarde de cine y palomitas ellos ponían una excusa y se iban con sus amigos. Creían que tenían un padre “plasta” y poco a poco fueron perdiendo la relación con él. Durante el día, Betty, parecía un ser inofensivo, a algunos le podría parecer desvalida por su timidez. Resultaba absolutamente dulce e incapaz de inspirar ningún sentimiento de rivalidad. En todo caso, podía llegar a exasperar por su indecisión, o por entorpecer la marcha de algunos apurados viandantes que la empujaban y maldecían, por encontrarla en su camino. Ella, en estos casos, llena de paciencia se refugiaba el las paredes de los edificios,debajo de las cornisas sonde pudiera pasar desapercibida. Sin embargo, en el momento de conducir hasta la cama a Lausame, se desinhibía, era precisa, y sabía exactamente lo que su amante quería y necesitaba. No había error, ni duda en sus propuestas. Toda la imaginación que exhibía en sus propuestas podría haber hecho retroceder a Lausame en un principio. La inquietud del amante primerizo podría haber cambiado los papeles, y haber sido él, en sus legítimos miedos, el que decidiera rechazarla, pero no había sido así. Si alguna actitud podría haber resultado confusa, ya no lo era tanto después de relacionar a la nueva Betty con la joven intrépida que había conocido en otro tiempo. Betty se esforzaba, no sólo por complacerlo en sus deseos más íntimos, sino que procedía con naturalidad, amables reacciones y
paciencia cuando salían a cenar. Creo que podríamos decir que era una excelente acompañante cuando por algún motivo Lausame debía desenvolverse en sociedad y necesitaba no ir solo. Después de tantos años visitando Stockhenheim con la frecuencia que le exigían sus obligaciones, empezó a sopesar la idea de mudarse y empezar una nueva etapa después de su divorcio. Por primera vez admiraba las fachadas barrocas de los edificios, la piedra gastada y las florituras de artistas, con toda seguridad, ya muertos. Había creído durante años, que aquel estilo anticuado sólo sería útil para una película de época, y a esas calles adoquinadas no habría más que añadirles unos coches de punto rodando detrás de caballos cansados que arrojan vapor por la nariz. En una ocasión en que se resistían a volver a la casa de Betty, a pesar de que la noche había avanzado y en un par de horas saldría el sol, se sentaron en un banco de piedra, bajo una farola de hierro, los dos se besaban y mientras buscaban sus bocas miraban ese mismo vapor que unía el calor de sus cuerpos frente a la humedad del campo que los rodeaba. Betty Garrets no deseaba ser tomada en serio, y su encuentros con Lausame empezaban a se demasiado frecuentes, demasiado intensos y demasiado comprometedores. Él empezaba a hacerle preguntas personales, a interesarse por sus gustos, por su salud, por sus aficiones y por sus capacidades, ¿para qué necesitaba saber tanto? Quería mucho más de lo que ella podía darle, y todo sin conocer los extremos más oscuros de su vida. Si Betty se hubiese prostituido por puro placer, él jamas lo hubiese sabido. El mundo a su lado se dilataba en algunos extremos, pero desaparecía en otros que hasta entonces habían sido importantes. “Esta mujer me tiene loco”, había confesado en una ocasión a André y a Eduraad. Esta confidencia ponía de manifiesto que su desequilibrio era real. Había límites que todo hombre debía guardar, y nunca perder la dignidad. Querían entenderlo pero él sabía que sus amigos no podían hacerse una idea de lo que les hablaba, aunque se esforzaba en hacerse entender. Después de su divorcio, André no volvió a llevarle regalos a Eisther, entre otras cosas porque su amante se instaló en la casa, y al poco tiempo el camión de una mueblería descargó una gran cama de matrimonio que sustituyó a las dos camas separadas de la habitación. Y a pesar de todas las novedades, los cambios llenos de ilusión y los planes para el futuro, ninguno de los dos estaba satisfecho, y mucho meno feliz. Económicamente había sido un desastre, los dos habían gastado más de lo que debían, y ante la negativa de Betty de acogerlo como algo más que una pareja circunstancial, Lausame tuvo que montar un piso de soltero y hacer frente a gastos imprevistos que se llevaron por delante los ahorros de los que disponía después del reparto del divorcio. Hablar de dinero no suele resultar cómodo en ningún caso, y gracias a que Eisther se quedó con la casa, él tuvo un dinero en metálico con el que no contaba, porque de no haber sido así todo le habría resultado mucho más difícil. Eisther se percató, más pronto que tarde, que en realidad había cambiado un hombre por otro, pero que su vida seguía sin ofrecerle la amabilidad que necesitaba. Las costumbres, la forma de estar y de escapar de casa, no cambiaban. Salía por las tardes porque se le hacía muy duro pasar todo el día al lado de su nuevo amor, y paseaba taciturna, rehuía las sonrisas de simpáticos desconocidos y se contentaba con pasar la horas en las cafeterías del centro, antes de volver a casa. Las demás mujeres de los ambientes que frecuentaba, solían reunirse en grupo, y si las encontraba en alguna de sus tardes perdidas procuraba evitarlas. El divorcio no había sido la solución a la amargura que los embargaba, los dos, ahora por separado no eran capaces de analizar fríamente por qué hacían algunas de las cosas que hacían. Pero el tiempo iba pasando, y algunos conflictos se iban resolviendo, las heridas se iban cerrando y las nuevas acostumbres aceptándose. Nada es más insondable que la relación que existe entre la costumbres, la defensa contra los que proponen algún cambio, y era por eso que ambos sabían desde el principio que cuando se acostumbraran a sus nuevas vidas ya no habría vuelta atrás. Preguntando a sus amigos por su antigua mujer, cuando después de una sonora discusión no volvió a ver Betty, la respuesta de los dos fue la misma, “no te interesa, no vale la pena volver atrás. El mundo está lleno de mujeres”. Esa afirmación no parecía muy selectiva, y sí, en el mundo había muchas mujeres, y muchos hombres también, desde luego, pero encontrar una mujer que lo comprendiera, que lo quisiera y que no exigiera de él más de lo que podía dar, eso no iba a ser nada fácil. De seguir todo igual sólo le quedaría una opción aceptable, huir. Eso iba a ser algo inherente a su
perspectiva, a su forma de ser y a su naturaleza. No podía hacer otra cosa en tales circunstancias que concentrarse en ser el mismo. Se sentía amenazado por el porvenir, por lo desconocido por la incertidumbre de un mañana incapaz de plantear por si solo. La tragedia no hace diferencias, cuando se encapricha de uno ya no hay quien la pare. La excitación de ver a sus amigos cada vez que volvía a Arlés, era unicamente comparable a la que se siente cuanto se necesita compañía y sólo se está a gusto con aquellos que, aún no siendo familia se sienten como tal. Existía en el la remota idea de que si algunas cosas no le fallaban, podría enderezar el resto, y aquel bar, y las charlas en confianza con André y Eduraad, se habían convertido en un pilar importante de su vida. Se había precipitado renunciando a su trabajo y cambiando su residencia, pero no quería volverlo a hacer, así que se estaba dando un tiempo. En su nueva situación, con tanto tiempo libre y sin apetecerle la aproximación a las mujeres, se dedicó a solucionar papeleo atrasado, actualizar documentos caducados, cambiar la dirección del concejo, pagar multas atrasadas, y sopesar como iba a vivir después de vender algunas posesiones y una pequeña pensión. Suele suceder que después de una desgracia hay que recomponer algunas cosas; también de nuestra identidad. Sumergirnos durante un tiempo en la burocracia para recuperar nuestra identidad, y así lo estaba haciendo, lo que en su caso se trataba de una nueva. Algunos meses después, cuando creyó que había su penitencia, porque así se lo anunciaba el desasosiego y el aburrimiento empezó a sopesar la idea de viajar. Organizar algún viaje lo suficientemente largo que lo tuviera ausente hasta el verano.
4 Error De Cálculo Lausame se desprendió de toda su ropa y se tiró de cabeza en un lago solitario de un país extranjero. Acababa de amanecer y había dormido en el coche. Había una idea que le rondaba la cabeza hasta adormecerla, “el futuro no siempre es posible”. Se enfrentaba a esta realidad con una inexplicable sensación de aprendiz. Estuvo tumbado en la hierba mirando al cielo azul y escuchando los pajarillos despertar a un nuevo día. Así pasaron los minutos sin que nadie se asomara por allí. Creyó entonces que los años no pasan sin más, y que la experiencia de lo vivido vale nos hace pequeños sabios, aprendices de todo y resabiados en ocasiones. Pero los estudios académicos son muy parciales, pensaba, aprender la vida es a tiempo completo y recomponer los errores no siempre es posible. Todos esos jóvenes universitarios que se creen poseedores de una gran verdad, al fin ¿qué saben ellos de enfrentarse a nuevas sensaciones? La soledad de su viaje duraba meses, y lo llevaba a pasar la mayor parte del día pensando. Sentirse acogido y arrullado por toda aquella naturaleza era una enseñanza a la que no podía renunciar y que ponía por delante de todo lo que había estudiado e incluso aprendido en su carrera laboral. Y llegado a ese punto empezó a pensar en todos aquellos años acudiendo docilmente a su trabajo, esforzándose sin alcanzar nunca la meta que cada vez le ponían un poco más lejos, eso no había sido muy estimulante. El trabajo no mata, pero tal vez embrutece, y creía haberse salido con la suya al no permitir que lo condujeran a sentirse un fracasado. De ninguna manera, el era un hombre, conocía sus limitaciones, pero en su ser había algo más que vicio y deseo. Había hecho bien renunciando, porque durante un tiempo había entendido, como entendían todos que la vida era cuestión de pasar por encima de todo, de cualquier cosa, de sentimientos, o de personas (daba igual su debilidad), había que avanzar a cualquier precio. Imaginaba mejores futuros, pero el que e habían planteado era cruel, despiadado, interesado y violento, A eso se refería cuando pensaba que el trabajo embrutecía, y volvía a mirar
los árboles que movían su sombra jugando con el desplazamiento del sol. Estaba empapado, así que fue al coche y sacó una toalla de su maleta para secarse, se sentó en una roca y contemplo el lago sin poder dejar de recibir en cada poro la quietud de aquel lugar. Le hubiera gustado que el mundo se moviera de otra forma más civilizada, pero la lucha era a muerte. A Lausame no le resultaba complicado hacerse entender a pesar del idioma, cualquiera lo hubiese hecho en similares circunstancias. Las cosas más simples, comer, dormir, beber, conocer la dirección del servicio, suelen ser fáciles de comunicar con gestos. No era su intención ponerse pesado en un hospital extranjero, pero se encontraba realmente mal y quería que lo examinaran. Le hacían preguntas que no podía comprender, pero disponía de su tarjeta sanitaria y era obvio que algo malo le sucedía. En ese momento si que hubiese necesitado un intérprete para decirles qué síntomas hacían más agudos sus mareos y sus nauseas. No necesitó ser obediente porque lo llevaban de un sitio a otro en una camilla y sin pedirle permiso. Se quedó en aquel lugar por el tiempo necesario y después de unas pruebas y un diagnóstico, al fin alguien pudo comunicarse con él y organizar la repatriación. Tenía una enfermedad grave que tardaría años en curar, si no se moría en ese proceso. De hecho, nadie le planteaba una curación total, pero un médico le aseguró que otros pacientes en circunstancias similares habían llevado una vida normal, hasta una edad avanzada. Esta vez iba en serio, nadie lo pondría en duda. Oscurecía en la habitación de otro hospital, las enfermeras hablaban su idioma, estaba de vuelta en su país y eso lo reconfortaba. Debía ser verano y empezó a llover, las primeras gotas levantaron el polvo que durante la tarde se depositó en el alféizar de la ventana. Después el ruido de los carritos con la cena por el pasillo y las camareras abriendo las puertas con energía. Bromeó con una de ellas acerca de la comida, y le sorprendió encontrarse tan animado, pero si se trataba del efecto de la medicación ¿eso significaba que ya no podría dejarla nunca? Cualquiera que hubiese querido saber de él hubiese podido encontrarlo, porque en sus viajes siempre volvía y no los hacía con la intención de desaparecer. Quizás estaba esperando una oportunidad para instalarse para siempre en su ciudad natal, pero por sus planes, podría haber sido considerado una víctima de sí mismo, un insensato sin futuro. Para muchas familias que habían sido sus amigos y sus vecinos, el desenlace de su matrimonio y su vida posterior formaban parte de esas cosas incomprensibles de la vida, formas en que la gente actúa que unos se lo toman a mofa y otros a drama. No lo había deseado de aquella forma, pero la vida también pone condiciones, y a cada movimiento suyo había tenido un resultado inesperado. No hacía mucho más de un año había cambiado su relación con el Estado y había pasado de ser un parado de larga duración, a aceptar una jubilación anticipada. Quiso creer, a su manera, que lo mejor de la vida era lo que le restaba y se dispuso a cambiar algunas cosas, pero por lo que sabemos, le dio tiempo. Estaba tan atento a sus cambios emocionales, a como desarrollaba sus afectos acerca de amigos y familia que había dejado atrás, que no podía por menos que sentirse muy perjudicado porque su salud se quebrara en ese justo momento. No era muy propio de él recurrir a la superstición para justificar su mala suerte, pero se repetía que estaba bajo el influjo de una maldición. Y llegaba mucho más allá. Intentaba dilucidar si se había tratado de una gitana a la que había despreciado por no darle limosna, o el espíritu de algún muerto reciente que defendiera a algún familiar muy querido, que a su vez, tuviera alguna pendencia con él. La imaginación se vuelve loca cuando no existen hechos tangibles, o con aspecto de veraces a los que poder culpar de un giro del destino. ¿No se trata acaso de evocar a nuestros propios muertos cuando nuestros santos no nos escuchan, y necesitamos ayuda? Permitan que lleve la narración a este extremo pero que nadie olvide que la tradición religiosa en este país es muy profunda, y de la religión al fanatismo y la superstición no hay más que un paso. Algo había hecho mal y estaba pagando las consecuencias, pero... ¿qué era eso? Nada sabe en manos de la enfermedad, y sin embargo nos apretamos contra la idea de aceptar un sin fin de pequeños placeres terminales. Las visitas se suceden con flores, bombones, y si alguna vez hemos estado enfermos, debemos reconocer que, aún sin ser el caso de Lausame, algunos reciben tabaco para que puedan fumar a escondidas. Supongo que hacer la “vista gorda”, ante un enfermo al que le queda poca vida que respirar es lo menos que se puede hacer. Cuando Eduaard y André entraron en la habitación, Lausame había entrado en el servicio y el señor de al lado les dijo que había tenido una urgencia pero que aquella era su cama, señalando al
otro lado. Los dos guardaron silencio mirando a todas partes intentando parecer distraídos. En situaciones similares André siente la tentación de decir que al techo le hace falta una mano de pintura, pero sabe que es una simpleza. Oyeron el secamanos echar aire con la fuerza de pequeño huracán y un momento después se abría la puerta y salía su amigo frotándose la cara. Sus acaras eraan de sorpresa, pero también Lausame parecía incrédulo, y eso se debía a los estragos que el tiempo había hecho en ellos. La ceremonia de la vejez se produce en un periodo relativamente corto de tiempo, se precipita, se presenta sin previo aviso, y el anuncio de la jubilación había llegado entre sus canas, su ojos desenfocados, sus caras hinchadas y desencajadas y la flaccidez de sus músculos. Se abrazaron sin fuerza y volvió a la cama. Si no se hubiesen puesto sobreaviso, alguna lagrimita hubiese asomado en la comisura de su ojos, y en el caso de Lausame, estaba demasiado afectado para ello. No estuvieron mucho tiempo, pero suficiente para decirle que su mujer no se había vuelto a casar y que había echado a aquel tipo a patadas de su casa. Le pedían permiso para decirle que estaba enfermo y abrir la posibilidad de que sus hijos lo visitaran, pero dijo que no. No quería ver a nadie, y debían respetar su deseo. Protestaron un poco, le llevaron la contraria, intentaron convencerlo, y al final se dieron por vencidos. Poco tiempo después volvieron a visitarlo, pero tampoco esa vez quiso hablar de sus hijos, saber a que se dedicaban, como les iba, si tenía nietos, si se habían casado, ninguna de esas cosas que todo padre necesita conocer. Sus amigos estaban desconcertados e indecisos, porque cabía la posibilidad de desafiar sus deseos e ir a hablar con su antigua mujer y decirle que estaba muy mal y que visitarlo no la comprometería a nada. No pudieron proponer nuevas ideas para mejorar su situación, para intentar que estuviera más atendido y para que alguien más se preocupara por él, pero nada ayudaba, y Lausame estuvo a punto de pedirles que se fueran y no volvieran. No hacía falta que se pusiera tan tenso, ellos no hubiesen dado el paso de inmiscuirse en algo que consideraban parte de su intimidad. ¿Cómo comprender lo que sentía o lo que había sentido en el pasado, para actuar como lo hacía? Tal vez nadie lo notó, pero esa noche tuvo un sueño placentero. Estaba en su antigua casa y varias personas permanecían de pie a su alrededor. Estaba delante de una ventana por la que entraba mucha luz, era la ventana del salón, y habían puesto allí la cama del hospital, para que pudiera ver las flores y los árboles del jardín. Lo consideraban un ser dulce e inofensivo en el que todos podían confiar y se sentía muy orgulloso. Sus dos amigos estaban también allí, al lado de su exmujer y de sus hijos. Todos parecían muy felices y sonrientes, y se deshacían en elogios hacia él que los miraba sin poder contestarle. No había una gran diferencia entre sus sueños y sus deseos, sin embargo, jamás lo confesaría. Llevaba puesto un pijama muy elegante, uno que recordaba del pasado que nunca le había gustado y que había sido un regalo de Eisther. Todos bebían y alguien ponía copas, parecía una fiesta, pero no había música. Cuando despertó se sintió traicionado a sí mismo y rechazó aquel sueño como si le causara dolor. Debería haber intentado encontrarle un significado pero no lo hizo, porque sueños semejantes solían llevarlo a callejones sin salida. “Me han dicho que no tiene usted un domicilio en el que pueda estar atendido por algún familiar”, le dijo una doctora que acudió a hablar con él unicamente de eso. Le respondió que así era, y entonces le ofrecieron una cama en una residencia en la que estaría atendido, pero que dependería de su poder adquisitivo los extras que pudiera desear. Su enfermedad no le permitía hacer una vida normal, y esa situación se podía alargar algún tiempo. ¿antes de qué? A todo el mundo le toca pensar alguna vez en su vida que ha hecho un pacto con el diablo, aunque sabe que no es verdad, y eso se debe a que, como si así fuera, llega un momento de rendir cuentas. Para el caso es lo mismo, en ese momento el diablo llegara para decirnos que nuestro plazo se acaba, que se nos ha dado una vida y la posibilidad de vivirla. Nadie vive una vida llena de días, de horas y de minutos, sin sucumbir a lo prohibido, nadie. Su peor pecado había sido ser incapaz de mantener las apariencias, de anteponer la confianza que le debía a Eisther a sus ganas de salir volando cuando los hijos fueran mayores. No se veía con ella, los dos solos, dejando pasar las horas en la penumbra de una casa en silencio. Ni con ella ni con ninguna otra, claro está. No se comportó con la discreción y la corrección que se le exige a los adúlteros de cualquier clase social, en cualquier barrio de la ciudad, desde los más humildes hasta los más elegantes. El entierro tuvo lugar un sábado por la tarde, cuando todos pudiesen ir a verlo por última vez, a despedirse y tener un último pensamiento condolido por lo exigente que es la vida
con todos, ¡cómo si eso no fuera suficiente! Pero no, encima está eso, del juego de los remordimientos y del agotamiento del ORFIDAL para poder dormir. Pudo estar inquieto una vez, pero nunca desesperado, no había para tanto, lo que tenga que ocurrir ocurrirá, se decía. ¡Y tanto que sí! Eisther estuvo en el entierro, lo miraba sin comprender. ¿Si los dos sabían que una gran parte del juego social era la compostura, en qué había fallado? Tal vez se había tratado de un exceso de confianza, de creer que valía todo y de abusar de las evasivas. Una cosa, por lo que parecía, era que un marido se tirara una “canita al aire” de vez en cuando y se hiciera como si nada, y otra muy diferente, tener como distracción primera andar amando a desconocidos. Esta historia ha llegado a su fin, forma parte de un grupo de historias que hablan de los problemas de un burguesía bebedora, viajera y adúltera. Suelen ocurrir en logares que desconozco y en los que nunca he estado, pero se que existen y puedo adivinarlos. Son esas historias de gente que se pasa la vida trabajando duro por tener una posición social acomodada, y cometen errores que terminan por dejarlos fuera de juego. En nuestro país, tan católico y poco dado a ser condescendiente con los escándalos, no resulta fácil hablar de estas cosas, y posiblemente todo se reduce a pensar que el fin está mucho más cerca de lo que pensamos. Prepararnos para bien morir forma parte de nuestra cultura y ni siquiera la burguesía, con su ansía por exprimir la vida (ya que se encuentra en situación de hacerlo), puede dejar de obsesionarse con la idea de que se ha construido cada pueblo con una iglesia en el mismo centro, y que si no cumple con sus compromisos, o Dios o el demonio, alguno de ellos, ha de llegar para pedirle cuentas. Pero sí, hay otros lugares donde la gente desafía su deseo sin pensar en las circunstancias. Hay un silencio revelador en la habitación de al lado, ahora que se estaba empezando a acostumbrar a sus gritos. Fue el primer día que lo ingresaron que lo oyó, era la voz de un hombre doliéndose sabe Dios por qué. No parecía existir un remedio para él, y en una ocasión alguien estuvo riñéndole, como si los estuviera ocupando sin necesidad cuando había otros enfermos que sí los necesitaban. Hasta que se acostumbró se sintió un poco disgustado, pero en algún momento comprendió que se trataba de una escandalera sin motivo. Ahora que paró prefiere no saber la causa, le disgustaría saber que se había muerto y que sus gritos tenían algún tipo de justificación. El que crea que no hay miedo cuando la gravedad parece controlada, pero no hay unas expectativas a largo plazo, se equivoca. Se presiente ese agujero tan oscuro que absorbe todos los mejores sentimientos. Fueron sus últimos días en el hospital. Podríamos pensar mejores finales para todos nosotros. Trataría de una felicidad que no pudiéramos medir, de una sonrisa en los labios y de un aura mística que nos fuera cubriendo y haciendo desaparecer nuestra figura hasta convertirnos en energía. Cruzaríamos el universo como simples átomos, con la limpieza de una lluvia de estrellas. A otros les negarían esa suerte y se debatirían en su lecho de muerte, oliendo a pescado podrido y peleando con sus gusanos por no ser comidos en los ojos antes de poder ver el estropicio que hicieron sobre sus costillas y sus labios. Tardar en morirse es sucio. En el universo no hay campos santos con grandes extensiones de césped empujando margaritas blancas, pero el polvo de las tormentas solares no sabe de no reír por no hacer sufrir con su risa. Las matemáticas necesarias no golpean a ancianos indefensos por quedarse con su reloj.