HERIDO EN SU ORGULLO (NUEVA VERSIÓN) Aquella mañana, el capitán se había dirigido a la taberna. Era una de esas que había en los arrabales de Matriz. Era oscura y mal oliente, así que el tabernero se extrañó al verlo allí. Vestía una túnica que ocultaba su uniforme de la Guardia del Obispo, pero no podía ocultar su espada, la cual tintineaba a cada paso que daba. Nada le importaba ya que su objetivo estaba sentado en una de las mesas. Era un hombre joven, que vestía lo que en otro tiempo fueron unas prendas de noble, pero ahora estaban roídas y manchadas, por sudor, vómito y algo de sangre. Tenía el pelo largo, sin arreglar y el rostro estaba cubierto por una pelusa que indicaba la edad del joven. No aparentaba más de veinticinco, pero en aquel estado parecía incluso mayor. El capitán se acercó a la mesa y se sentó con él. -
¡Tabernero!- dijo con voz ebria- ¡más vino!, trae más vino, pero del bueno, no de ese aguado y agrio que me sirves siempre.
El tabernero se fue acercar, pero el capitán lo negó con la cabeza. -
Hernando, soy yo Luis, tu amigo Luis- dijo el capitán. ¿Luis?, ¿Qué Luis?, no conozco a nadie con ese nombre.
El estado de Hernando era lamentable. Nunca lo había visto así. Bueno, sí, pero nunca había caído tan bajo como en aquel momento. Delante de si tenía a Hernando de Maura, hijo del noble, don Roberto de Maura y Gandía, Señor de Iberia. Eso había sido antes, antes de todo lo que le paso. Lo conocía desde pequeño, ambos habían jugado juntos, habían sido amigos de juergas y habían compartido alguna que otra prostituta. Pero eso había sido antes, antes de entrar en la Guardia del Obispo. Hernando había tenido suerte desde pequeño. Al contrario que su familia, la de Hernando eran nobles. La de él era rica, no podía negarlo, y de hecho se codeaban con toda la nobleza de la antigua corte, pero la del chico eran de rancio abolengo. Su genealogía se perdía en el tiempo, su blasón estaba en los libros de heráldica y el antiguo rey les había dado ducados y condados como pago por sus servicios. Pero todo eso desapareció. Ahora solo estaba Hernando. Un cumulo de desgracias lo habían llevado allí. Su familia se había arruinado, más que nada por la intransigencia de su padre. El noble don Roberto tenía tres hijos, Roberto, el mayor, Ana la hija y el pequeño Hernando. Estaba casado con doña Ana de Lucena, una señora también noble de Andalusia. Los dos vivieron felices durante años, con sus hijos y eran muy conocidos en la capital del Reino. Todo hasta el día en que su hijo mayor, Roberto, decidió alistarse en los Tercios de Del Alba. Aquello enfureció al padre. Desheredo a su hijo mayor, que era un idealista. Si hubiera sido Hernando, no hubiera pasado nada, pero su hijo mayor, su heredero, quien debería de tomar el linaje y mando de su casa, no.
Su hija, Ana, la había casado hacia unos años con otro noble, así que en la casa, solo quedaban Hernando y su madre. Don Roberto se había convertido en un déspota. Solo sus criados más antiguos y fieles continuaron a su lado y la mayoría de ellos por intervención de su esposa que los convenció para que se quedaran. Pese a todo, sin que Don Roberto se enterara, Hernando y su madre se carteaban con su hermano. Este les contaba la dureza de la vida militar, así como las aventuras que estaba teniendo en los Tercios. También les informo que había sido ascendido a suboficial, gracias a varios actos heroicos cometidos por él y sus hombres. Pero Don Roberto descubrió que su esposa e hijo se carteaban con Roberto, interceptó las cartas y las quemo. Además, después de una violenta discusión con Hernando y su madre, prohibió a todos en la casa que si quiera se mencionara el nombre de su hijo mayor. Doña Ana entro en una depresión, al no tener noticias de su hijo, que fue la que la llevo a la tumba. La mujer murió de pena. Se quedaron solos Hernando y su padre. Los sirvientes, todos excepto el viejo Antonio y la cocinera Angustias los abandonaron. El carácter de Don Roberto se agrió más aún. Se culpaba de la muerte de su esposa. Un día, sin que Hernando se percatara, Don Roberto se quitó la vida. Este se quedó solo, con los dos criados en la casa. Y entonces fue cuando Hernando, con la herencia de su padre, la empezó a dilapidar en juergas. Fue todo a peor. La casa era una ruina. Y entonces, en ese momento fue cuando ya Hernando no pudo levantarse. Afortunadamente, Luis de Lope, se enteró de la suerte de su amigo y venía a salvarlo. Pero encontró a aquel despojo humano. Él había tenido suerte, mucha suerte a decir verdad. El dinero de su padre le había abierto las puertas del Obispo Montsarona. Este era un catalonio, que fue ascendiendo en la Iglesia, hasta llegar al cargo de Obispo. Pero la invasión lo cambio todo, así como al obispo, que cambio su religión católica por la de los invasores. Ahora era más protestante que ninguno de ellos. El obispo, para continuar ascendiendo, no tuvo ningún pudor de vender a los que hasta entonces habían sido sus amigos, compañeros de religión y todo lo que se le ponía por delante. Había logrado tener un puesto importante en el régimen invasor. Luis, antes de la invasión entro como soldado a sus órdenes. Y después, conociendo sus habilidades, fue ascendiendo hasta el cargo de capitán de la guardia, que era el que ostentaba. Su misión era la de proteger al obispo, así como la de realizar sus “encargos”. Y este era uno de ellos.
El obispo tenía contactos en Ysbilia, espías que lo informaban de lo que sucedía en la ciudad. Y uno de ellos le había informado de que pronto, en unos días, llegaría un correo con un mensaje que no le convenía a sus intereses. Ciertos nobles galos estaban intentando pactar con algunos representantes del antiguo Régimen. La ciudad de Ysbilia era un caos, sitiada por los Tercios de Del Alba y también azotada por la Plaga. Muchos de los miembros del consejo del nuevo rey querían pactar, llegar a un acuerdo de no agresión con los invasores galos, así podrían lidiar contra los Tercios, que se habían levantado propugnando un Nuevo Orden. Eso no convenía al obispo, que mantenía una red de negocios sucios en la ciudad, por el cual sacaba una suculenta tajada. Así que mando a su capitán a que solucionara el problema. Él pensó en Hernando. Sabía que vendía sus armas al mejor postor. Era un buen espadachín, no mejor que él, pero lo suficiente para sobrevivir. De hecho su maestro fue el de Hernando, el padre de este. Además Hernando era un tirador de primera, su mosquete había ganado varios premios en ferias importantes y se había batido el cobre contra lo mejor del antiguo Reino. Así que tenía a su hombre. Pero aquel despojo que estaba delante no era ni la sombra de lo que fue Hernando. Al verlo dudaba que pudiera empuñar la espada y mucho menos disparar su mosquete, que a lo mejor había vendido para poder pagar sus juergas. -
¡MAS VINO!- dijo Hernando mirando hacia el tabernero.
Quien le contesto fue el capitán. -
No Hernando, te necesito sobrio. ¡BIEN, SI EL INÚTIL DEL TABERNERO NO VIENE; IRE YO POR ÉL!- dijo el chico.
Se levantó, pero cuando estaba de pie, se apoyó rápidamente en la mesa, pero, por la cantidad de alcohol que había bebido, no podía mantenerse en pie. Intento andar, pero cayó al suelo. Ya no se movió de allí, ya que al caer al suelo, se quedó inconsciente. El capitán se agacho y lo observo. Estaba bien, durmiendo la borrachera que había cogido. Su ropa olía a vino, vómito y a heces. Lo cogió como si fuera un fardo y se acercó al tabernero. -
¿Cuánto te debía? Diez maravedíes, su señoría, se ha bebido seis botellas de vino. Bien, toma treinta, por las molestias que te hubiera causado. Además, si alguien te pregunta, dile que no lo ves desde hace una semana. Y a mí no me conoces. De eso puede estar seguro, señoría, nunca lo he visto.
El despertar siempre era lo peor. Cuando Hernando abrió sus ojos, estos le dolían una barbaridad. La luz le irritaba la pupila, así, que entrecerró sus ojos hasta que estos se acostumbraran, pero lo peor no era eso, si no la sequedad que tenía en la boca y como la habitación le daba vueltas. Esta había sido de las buenas, se dijo para si.
Observo la habitación. Era su habitación, de su casa. Hacía tiempo que después de una borrachera despertara en su casa. Casi siempre lo estaba tirado en una mesa y si tenía mucha suerte en la cama de alguna prostituta. Y si de verdad tenia suerte, ella era bonita. Pero aquel día, estaba en su casa. Tal vez algún conocido lo había visto, se había apiadado de él y lo había traído. Eso lo hacía sentirse peor aún. Si alguna amistad de su padre lo había visto, entonces… Y en ese momento recordó algo importante. Su padre ya no estaba. Estaba solo, solo en el mundo. Su hermano, quien sabe dónde y si estaba vivo. Y su hermana, a quinientos kilómetros de distancia, viviendo una vida normal y placentera con su marido. Eso lo hacía sentir un inútil. Se había convertido en eso, un inútil, un borracho. No era el digno heredero de la casa de su padre. No lo era él, era su hermano. Y en momentos como esos odiaba a su hermano. Y no porque en realidad lo odiase, no era eso. El deber de su hermano era estar allí, al frente de todo y no él. Era el mayor, el heredero. Él solo un inútil, un bueno para nada. Dejando de auto compadecerse, intento levantarse. Estaba desnudo y no había ropa por ningún sitio cercano a él. Cogió el llamador y tiro de correa de seda y brocados. Unos minutos después apareció el viejo criado. -
¿Cómo os encontráis, mi señor? Mal, como siempre- dijo el joven de forma despectiva, pero en seguida cambio su talante-, perdona Antonio… Si ya lo señor- dijo el anciano sonriéndole. ¿Cómo llegue aquí? Os trajo don Luis, el capitán. No lo recuerdo. ¿Cuándo fue eso? Ayer por la tarde, habéis estado durmiendo toda la noche. ¿Qué hora es? Cerca de la cuatro de la tarde. Angustias ha preparado algo de cocido, del que tanto os gusta. Lo sé, pero ahora mismo no tengo hambre. ¿Y mi ropa? La están lavando. La lleve esta mañana a la lavandera. Me dijo que era la última vez que lavaba algo tan sucio. Y también me recordó lo que se le debe. Si, ya, bueno. Ya le pagare, ahora mismo no tengo nada, pero dentro de un rato puede. Mi señor, ya ha vendido casi todo.
Eso hizo que el joven se sintiera peor aún. Ya quedaban pocas cosas por vender, tal vez su mosquete y la espada de su padre. Pero era algo de lo que no estaba dispuesto a deshacerse. Era lo último que le quedaba. Las joyas, la plata, algunas cosas de oro que encontró, todo lo había vendido. -
Bueno tráeme un traje del armario, cualquiera vale. Enseguida, mi señor.
El criado desapareció de su vista y fue al armario que tenía en la habitación. Lo miro fijamente. El anciano le era fiel, era el único, junto con su esposa Angustias que se había quedado después de todo. Todos se fueron, ellos fueron los únicos que permanecieron con su padre después de la muerte de su madre. No sabía cómo sobrevivían, de hecho hacía años que no les pagaba, pero siempre se encontraba un plato en la mesa. Aquello le hacía pensar. Se vestiría, tal vez comiera un poco, ya que empezaba asentir hambre, no recordaba cuanto hacia que no tragaba algo sólido. El anciano vino con un traje y una camisa, que habían conocido tiempos mejores.
Casi a rastras y con la ayuda de Antonio, se había vestido y ahora compartía la comida con el anciano y su esposa. Ellos para el eran su verdadera familia, aunque no compartieran la misma sangre. Se había sentado allí con ellos. No le gustaba comer solo en la sala. Así que bajo a la cocina. Era algo habitual. Al principio se habían quejado que ese no era su sitio, pero después de un tiempo lo aceptaron de buena gana. Allí no era el señor, solo era un jovenzuelo. Y eso le gustaba.
No habían terminado de comer cuando se oyó el llamador de la puerta principal. El hombre fue a levantarse, pero Hernando lo interrumpió. -
No te levantes, Antonio, voy yo. Mi señor, no es su tarea hacer eso, soy yo el…. No hay más que hablar, además yo ya he terminado de comer. Termina. Voy a ver quién nos incordia a estas horas.
El hombre asintió. Le costó trabajo llegar hasta la planta superior y llegar al salón. Los efectos de la resaca eran lo peor, incluso después de comer. El mareo era lo peor. No sabía cómo no había vomitado lo que había comido, pero la realidad era que empezaba a sentirse mejor. Empujo la enorme puerta. La abrió y vio que su amigo Luis estaba allí, delante de él. -
Vine a ver cómo estas- dijo el capitán sonriendo. Siempre sonreía. Iba a ir a tu casa, a agradecerte lo que hiciste. No tiene importancia. Quería hablar contigo de algo, ¿puedo pasar? Como quieras.
El capitán entro en la casa. Ahora le resultaba extraña, pero la conocía muy bien, tan bien como que en ella casi se había criado. Ahora estaba solitaria y desnuda. Los dos hombres fueron hasta el que había sido el despacho de don Roberto. Este seguía por lo menos intacto, incluso estaba limpio, ya que Antonio lo limpiaba todos los días. Hernando se sentó detrás de una gran mesa de escritorio en un viejo sillón y el capitán en otro sillón que había delante.
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Tú dirás- dijo el joven. ¿Cómo estás?- dijo su amigo. Todo lo bien que se puede estar después de una borrachera. Por cierto, ¿dónde estaba? En los arrabales- le contesto el capitán- y estabas bastante perjudicado. Te debo una, lo sabes. Estamos en paz, Hernando. Por los viejos tiempos. De acuerdo. Voy a ser claro, Hernando. Tengo un trabajo para ti. ¿Un trabajo?- el joven miro a su amigo fijamente- Luis, sabes que soy un inútil, no valgo para nada. Venle con eso a otro- dijo el capitán-, para este trabajo eres el indicado. Eres buen tirador, el mejor de la capital, diría del Reino. Además te defiendes bastante bien con la espada. ¿Quieres alquilar mis servicios?- el joven lo miro incrédulo-, nadie se fía de mí. Yo sí, Hernando. Te conozco muy bien. Sé que cumplirás. Bueno, es tú problema, amigo. Yo no confió en mí mismo. Dejemos eso. Te pagare dos mil maravedíes ahora y ocho mil cuando el trabajo esté finalizado.
Ahora sí que a Hernando se le salieron los ojos de sus orbitas. Diez mil maravedíes, aquello debía de ser importante, habría alguna trampa seguro. -
¿Qué hay que hacer? Tienes que ir al Purgatorio. A Ysbilia, concretamente a sus alrededores. ¿Es allí donde es la misión? Sí. No es fácil, te lo advierto, pero para alguien como tú no tendrá problemas. Explica. Debes de interceptar un mensaje sea como sea. ¿De cualquier forma? Sí, no me importa como lo hagas, pero hazlo. La mitad ahora- dijo Hernando. Sabía que si apretaba un poco a Luis, este le daría lo que él quería. No puede ser- le contesto su amigo-. Tengo órdenes… La mitad o búscate a otro- replico.
Ya había echado el anzuelo y no lo movería hasta que Hernando tuviera lo que quería. Luis lo miro a sus ojos. -
Tres mil ahora y el resto después. Cuatro mil ahora y el resto al final del trabajo.
El capitán lo miro fijamente. Sabía que ha Hernando le hacía falta dinero, eso era seguro, pero le había ofrecido una cantidad a la baja. Creyó que lo aceptaría sin preguntas, pero se había equivocado. -
Bien, cuatro mil- era un precio justo- ahora y resto después.
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En efectivo, si puede ser, Luis. ¿No te fías de mí? De ti sí, pero de tu jefe no. Maravedíes en efectivo, nada de letras ni pagares. Vale, llégate después a mi casa. Tendré el dinero.
Antonio y Angustias estaban terminados de preparar la cena. Hernando había salido esa tarde, así que los criados no esperaban que volviera hasta el otro día. Pero hoy se equivocaron. Hernando entro en la cocina. Los dos ancianos lo vieron. -
Mi señor, no le esperábamos- dijo ella-, le preparare algo para que pueda cenar. Gracias Angustias, pero no, salgo de viaje ya. Solo he venido a daros una cosa. Antonio, toma esto.
El joven le dio unas bolsas de color marrón al anciano. Él sabía lo que era. -
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Mi señor es mucho dinero. Quiero que me hagas un favor. Coged una bolsa para vosotros. Con el resto paga las deudas e intenta recuperar lo empeñado, sabes lo que son. Si sobra algo, guárdalo. Después, cierra la casa e iros con mi hermana, Ana. Dadle esta carta y el dinero. Si en dos semanas no he vuelto, quedaros con ella y no volváis aquí. Si mi hermana quiere venirse a la casa, que lo haga, estará en mejores manos. ¿Y dónde iréis, mi señor? Al Infierno, Antonio. Voy al Purgatorio y no sé si volveré, vivo o muerto.
El camino al sur fue bastante accidentado. En los arrabales de Matriz había contratado a un grupo de mercenarios. En realidad eran unos muertos de hambre, que había conocido en sus idas y venidas del barrio. Les había pagado una miseria, y le habían acompañado, sin duda nunca habían tenido tantos maravedíes en sus manos. Y ahora estaban en tierra de nadie. Aquellas tierras habían sido destruidas por los continuos ataques y contraataques de los ejércitos del Antiguo Orden y los Usurpadores, como se les conocía a los galos. Entonces comprendió que era la guerra. No era un juego, era vivir tu o tú enemigo. Pensó en su hermano, quien quiera supiera donde estaba. Él había pasado por todo eso. Hacía ya por lo menos tres años que no sabía nada de él. Ni si vivía o había muerto, si estaba en la guerra o habían regresado sus tropas. Nada. A medida que se fueron acercando al Purgatorio los destrozos de la guerra eran mayores. Las zanjas, llenas de agua malsana y de cadáveres a medio descomponer, eran un signo inequívoco del conflicto. También vio huesos humanos, gente o soldados que habían muerto y aldeas y villas destruidas, a cientos.
Todo cambio cuando fueron saliendo de la zona del conflicto, y se acercaban cada vez más a Ysbilia. O eso pensaba. Pero lo que encontró al divisar la ciudad era un aspecto dantesco. La guerra había llegado a la ciudad. Humos salían de partes de ella, y también el ruido estridente de explosiones. Cañones, pensó. Cerca de la ciudad, en una de las villas anexas se enteró de que pasaba. Al parecer la ciudad estaba bajo asedio. Una parte de la ciudad había sido aislada, porque la Plaga había hecho aparición en la ciudad. Y los que asediaban la ciudad eran rebeldes, veteranos de los Tercios, le habían contado, al mando de Del Alba, quien había cruzado medio mundo, enfrentándose tanto a galos, germanos como a lusitanos. Ahora quería instaurar un Nuevo Orden, no reconocía al rey ni a su gobierno. No esperaba aquello, pero le vendría bien la confusión. Pasaría inadvertido, algo que era bueno para su misión.
Rodearon la ciudad, hasta llegar a una villa que estaba al sur de la capital. Era una aldea pequeña, formada en su totalidad por una calle. En ella había un edificio que le llamaba la atención, era la iglesia. Esta era de dos cuerpos, una torre campanario y el templo propiamente dicho. Era pequeña, para albergar a los pocos habitantes que quedaban. Allí encontró a su contacto, que lo llevo a una hacienda cercana. El nombre de esa villa era Alkaama, nombre claramente de raíces arábigas. En la hacienda descanso y preparó un plan. Necesitaba tener la mente despejada, así que durmió toda la noche. Muy temprano, casi al alba salió a pasear. No era exactamente eso, pero quería que pareciera eso. Observo cada recoveco, cada camino. El mensajero vendría de Extremodouro, ya que era el camino más seguro. No llegaría a Al-kaama, ya que intentaría esquivar a las tropas rebeldes, así que solo podía entrar por un sitio, Al-gaava, otra villa situada un poco más al norte de la ciudad. Se hizo un mapa de la zona y preparo su plan. Había visto un sitio perfecto para él, junto al rio, los peones contratados atraerían al mensajero hacia él. Y entonces dispararía. No podía fallar a esa distancia.
Llego la hora. Hernando esperaba en su puesto. Divisó a los peones, emboscados tras unos setos, montados a caballo. El camino estaba solitario, el amanecer acariciaba aquella tierra. No tuvo que esperar mucho, para ver a su objetivo. Como había presentido, el mensajero tomo el camino. No se diferenciaba mucho de otro viajero, pero él contaba con la descripción. Hizo una señal, la convenida a los peones que se apresuraron a actuar.
Al verse amenazado por el grupo, el jinete clavo las espuelas a su caballo y comenzó a cabalgar a una velocidad mayor. Hernando, desde su puesto lo diviso. Apunto con su arma, lo tenía en el punto de mira, pero solo tenía un disparo, así que espero a que se acercara más. Respiro hondo, un segundo más pensó. El jinete sacaba un caballo a sus perseguidores. Ya estaba descolgándose de ellos. Hernando, respiró hondo, pulso el gatillo del arma y disparo. El jinete cayó al suelo, no se movía, pero el caballo continúo su raudo galope, ahora sin ataduras. Hernando llego antes que los peones. Estaba muerto, un disparo limpio en la cabeza. Era un hombre de mediana edad, un sujeto normal, que pasaría desapercibido para cualquiera. Lo registró y encontró rápidamente los documentos. En ese momento llegaron los peones. -
Ya está chicos. Es nuestro. ¿Nos dará lo que nos prometió? Aquí tenéis, cien maravedíes- dijo lanzándoles una bolsa pequeña. Bien, confiamos en vos. Nosotros seguimos nuestro camino. Adiós.
Los hombres giraron los caballos y desaparecieron de su vista. Hernando se apartó del muerto, dejándolo allí tirado. Se acercó a su caballo y se dirigió a donde lo esperaría Luis para entregarle las cartas.
La venta era amplia. Hacía tiempo que no estaba en una como aquella. Los tugurios que frecuentaba eran bastante lúgubres. Pero esta venta era limpia, servía buena comida y tenían muy buen vino. Estaba sentado en una mesa, saboreando un vino mosto y comiendo medio pollo. Tenía hambre y dinero, que era lo importante y dentro de poco Luis le daría el resto. Observaba a todos los que entraban. Aquel lugar, La Pañuela era un lugar muy transitado. Era un cruce de caminos hacia Ysbilia, situada a un poco menos de una legua de ella. De pronto vio a Luis. Iba a saludarlo, cuando vio que no venía solo. Le acompañaba un joven, que por su apariencia debía de ser un noble o algo parecido. Luis al verlo se acercó a su mesa. -
Has tardado- dijo Hernando. Me ha retenido él. ¿Quién diablos es? Es un sobrino de Su Ilustrísima, viene para asegurarse del intercambio. ¿No te fiabas de mí? Sí, pero su tío no. No es mi problema.
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Ten cuidado con él- le advirtió su amigo-, es un poco deslenguado. Me importa poco.
El joven se acercó a ambos. -
Vos debéis de ser el Señor De Maura, ¿no? Si, ¿y vos? No creo que hayamos sido presentados. Soy Don Arturo de Pracell y Loreda. Encantado, Don Arturo- dijo Hernando saludándolo con la cabeza- si gustáis, podéis compartir un poco de pollo y un buen vino conmigo y mi amigo. Gracias, señor- dijo el joven.
Hernando lo observó mientras comía. El chico estaba bien educado, y se notaba, por su acento, que era catalonio. Se acercó a Luis que estaba a su lado. -
¿Lo tienes?- dijo Luis. Sí. Bien, vamos fuera, a las cuadras y hagamos el intercambio.
Hernando asintió. Hernando fue a la cuadra y al cabo de un momento, llegaron los dos, el chico y Luis. Ambos se acercaron a él. -
Aquí tienes Hernando, el dinero, seis mil maravedíes como acordamos- dijo Luis. Los documentos- dijo Hernando enseñándoselos. Yo le entregare el dinero y los recogeré- dijo el joven.
Luis asintió. El joven se aproximó y entrego la bolsa a Hernando a la vez que este entregaba al chico los documentos. -
Muy bien, nuestro trato ha terminado. Eso sí, no os lo gastéis todo en mujeres y bebida, mi señor- le dijo el joven cuando le entrego la bolsa.
Luis temía que pasara algo por el estilo. Conocía al sobrino del obispo y su fama. Una frase como aquella, en una persona tan altiva como Hernando era muy atrevida, por no decir temeraria. Conocía el genio de su amigo. -
Soy un hombre de honor, mi señor y habéis herido mi orgullo- le contesto Hernando.
El chico sonrió. Luis intento detener a Hernando, pero reacciono demasiado tarde. Vio como este sacaba su estilete de su funda y acuchillaba al joven, quien cayó al suelo con el estómago perforado. Con sus manos llenas de sangre, Hernando miro a su amigo y saco su espada.
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¿Estás loco, o que?- dijo Luis. No te acerques a mi Luis- dijo Hernando.
Luis reviso al chico, la herida era mortal. -
Estas en un buen lio- dijo Luis-. Su tío hará lo posible por encontrarte y matarte. No me importa- dijo Hernando. Dame los documentos. El trato está roto- dijo Hernando-. Toma tu dinero.
Dijo eso lanzándole la bolsa. Después salió por la puerta de la cuadra, monto en su caballo y desapareció. Luis vio al joven muerto. Estaba metido en un buen lio.