LUZ Y OSCURIDAD El maestro estaba, como siempre hacia a esa hora, meditando. Su mente estaba vacía de todo, y en ella solo la tranquilidad. O eso es lo que esperaba encontrar, pero en su lugar había una batalla, entre sus pensamientos y el mundo real. Deseaba el combate, no solo en su mente, si no en la realidad. Pero, ante todo era un monje. Y eso era lo importante. Se llamaba Tetsakuro, o así se llamaba antes, ahora era el monje. Todo el mundo le llamaba así, el monje. En su templo, en una pequeña aldea alejada de todo y todos, meditaba sobre su vida anterior. Antes fue un guerrero oscuro, pero eso fue antes, antes de que lo dejara todo. Le hastiaba su vida, su anterior vida y la cambio por una de meditación y paz. O por lo menos eso parecía, en teoría. La realidad era otra muy distinta. En su mente había una guerra, una guerra terrible. Luchaban su parte de guerrero y su parte pacifica, las dos para una vencer. O ninguna, era una guerra eterna. El shinobi, su anterior vida luchaba contra el monje. Espada contra báculo. Oscuridad contra Luz. Su batalla interior era lo que lo movía. No era anciano, tendría unos treinta años, se había dejado el pelo largo, algo que era inusual en un monje. Además una barba recia cubría su rostro, como una máscara, como la que había llevado en su pasado. Había sido el Demonio, así lo llamaban, uno de los mayores asesinos de Hymukai. Había escrito su nombre con acero y sangre. Pero algo cambio, algo que hizo que se retirara. Nadie lo sabía, ni él mismo porque, un día no pudo más, tal vez su conciencia, tal vez su forma de ver el mundo. Lo tenía todo, pero estaba vacío. Fue eso lo que cambio. Necesitaba meditar, buscar en su interior la fuerza, la decisión, la tranquilidad de su alma. Pero no lo conseguía. O no lo dejaban. Ciertos hechos, recientes, hacían su lucha aún más difícil. Okunawa era una provincia rica, básicamente agrícola, con muchas ciudades con granjas y campos de cultivos. Era un gran granero, donde había riqueza. O por lo menos en teoría, ya que esta pertenecía solo a una persona, el Gobernador y su lugarteniente, el general Soyuzuke. Y cada cierto tiempo, alguno de sus secuaces aparecía en la aldea que estaba a los pies del templo. Los aldeanos venían a él, para que los defendiera de los agentes del intendente. Este era un oficial de segunda clase, como muchos que había en la burocracia. Con el pretexto de cobrar impuestos para el Gobernador, robaban a los campesinos lo que con tanto sudor les había costado sembrar. Y entonces, la guerra que tenía en su interior se externalizaba. Ya había derrotado a intendente antes. Era un estúpido, un glotón muy confiado de sí mismo. Se las daba de gran luchador, pero solo era una fachada delante de los campesinos. Él había visto en su interior, y en su exterior que no era nada más que un truhan. La última vez ni se entretuvo con él, ya que los campesinos lo corrieron a pedradas. Pero juro que volvería. Y esto era lo que le preocupaba. Y sus preocupaciones se iban a hacer realidad. Aunque estaba en “otro mundo”, tenía plena conciencia de lo que sucedía a su alrededor.
Había escuchado como Ketsime había irrumpido en la habitación, aquello no auguraba nada bueno. -
Padre Celestial- dijo el hombre, era un labriego, un hombre de baja estopa, pero que era como un representante de los campesinos-, se acerca el intendente. Lo imaginaba- respondió él. Viene por el camino acompañado por bastantes hombres. Hombres de armas, samuráis, no solo heinin.
A los heinin era fácil derrotarlos. La mayoría eran ciudadanos o campesinos que los obligaban a entrar al servicio del Gobernador. Eran como una milicia, sin entrenamiento. Pero los samurái eran distintos. -
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Cuéntame más- dijo mientras habría los ojos y veía al hombre que tenía delante de él muerto de miedo. Era de mediana edad, de rostro cetrino, parecía más el de una alimaña que el de un hombre. Era delgado, pero su cuerpo era pura fibra. Son como señores, vienen varios con él. Llevan espadas, y algunos arcos y lanzas. ¿Armaduras? No mi señor, solo kimonos. Kensei- dijo el monje-, son samuráis mercenarios.
Aquello era un problema. Si había contratado a mercenarios, la cosa podía ponerse fea. Los aldeanos necesitaban su ayuda. -
Ahora iré, a ver quiénes son esos hombres- dijo el monje.
El campesino asintió con una sonrisa y junto sus manos agradeciéndole su cuidado. Se levantó. Su túnica era un desastre, eso era evidente, pero prefería parecer un pordiosero ante los ojos de sus rivales, así de esa forma creerían que no era un peligro. Cogió un bastón de madera que tenía cerca y salió de la edificación que actuaba como templo.
El intendente estaba henchido, más que otras veces que había ido a la aldea. Le acompañaban unos guardias, además de los samuráis. Estos eran unos mercenarios, eso saltaba a la vista. Vestian unas túnicas de colores y llevaban el anagrama del clan en sus pechos. Eran sin duda Anamatemake, un clan de samuráis que se vendían al mejor postor, muy unidos a los clanes Kuge por ciertos favores que les habían hecho cuando gobernaba el Emperador. Estos además también eran contratados por los mercaderes como protección a sus caravanas. El orondo intendente observaba como los guardias, ashigarus, subían a los carros los alimentos, asi como se jactaba delante de todos los campesinos. -
El Gobernador reclama estos impuestos- dijo con voz chillona, muy dado de si mismo-, la estación anterior no pagasteis, así que tendréis que pagar el doble esta vez. Pero mi señor- dijo uno de los campesinos, acercándose a él y arrodillándose- si os lleváis todo esto, nos dejareis con muy poco para poder resistir el invierno.
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Eso a mí no me importa, perro- dijo-, vuestro deber es con vuestro señor, el Gobernador. Con lo que os dejamos tendréis suficiente para el invierno. Y después de la siembra, volveremos a por más impuestos.
Hizo una señal y uno de los mercenarios golpeo brutalmente al campesino que había hablado. Lo golpeo hasta quedar sin movimiento en el suelo. La que parecía ser su mujer se acercó llorando al hombre y lo ayudo a levantarse. El hombre sangraba abundantemente. El samurái reía. -
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Estos campesinos son bastante fuerte- dijo el mercenario-, ha soportado bien la paliza. Están muy bien alimentados. Demasiado bien alimentado. Eso es porque son unos ladrones, que no pagan a su señor lo que debían. Si eso parece- le contesto el intendente al mercenario- pero veremos la próxima estación. Estos campesinos se creen demasiado valiosos. Deben de tener un correctivo. Llevan demasiado tiempo engañando al Gobernador. Colgad a algunos de ellos, que les sirva como lección de cómo deben de corresponder a su señor.
Algunos ashigarus se acercaron a los campesinos. Indiscriminada mente cogían a unos cuanros y los llevaban al centro de la plaza. Las mujeres y niños lloraban. Una mujer hablo. -
Si matais a nuestros hombres ¿quiénes recogerán la cosecha? Vosotras mismas- dijo el intendente-, además, nos llevaremos algunas mujeres jóvenes, los soldados necesitan diversión.
Los mercenarios y soldados rieron. El monje escucho sus risas, vio como los ashigaru estaban cogiendo a hombres y mujeres. Aquello había llegado muy lejos. Hablo con voz profunda. -
¡DEJAD LO QUE ESTAIS HACIENDO, PERROS! Mira quien tenemos aquí- dijo el intendente pavoneándose delante del monje-. Es nuestro amigo, el pordiosero, jajajajajaaja.
Los mercenarios dieron un paso al frente. Lo observaron con desden. -
¿Este es quien os ha dado tantos problemas?- dijo uno de los samurái-, todos los días me meriendo cinco como él para desayunar, jajajajajajajaj No es más que un pordiosero que se arrastra pidiendo limosna- dijo otro de los mercenarios. Motsue, encárgate de él, es un trabajo hecho para tu habilidad.
Uno de los mercenarios saco su katana y, entre risas, y miro despectivamente al monje. -
Me va a durar dos segundos, no tengo con él ni para empezar- dijo el mercenario.
Se acercó a él. El samurái llevaba la guardia baja, pensó el monje, era fácil vencerle. Incluso con el arma que llevaba, un simple bastón, podía causarle la muerte. Demonio estaba luchando por salir y en ese momento lo necesitaba.
El mercenario ataco, despreciándolo, pero paro el golpe del arma con el bo. Le contesto con un golpe de su mano libre, un puñetazo en el pecho. El samurái sonrió, en realidad no sonrió, ya que un reguero de sangre le salió por la boca. Con el puñetazo le había destrozado los pulmones y había causado un derrame interno. Cayó al suelo como un saco, muerto. Los mercenarios se miraron unos a otros. Aquello no era lo que esperaban. El intendente les había mentido. Les había dicho que un monje le daba problemas, pero al verlo era lógico que cualquiera le diera problemas. Pero no esperaban a un experto en artes marciales, aquello no. El monje adopto una posición de defensa, elevando su bastón y esperando el ataque de sus rivales. Estos lo miraron, quedaban cuatro, y desenvainaron las katanas y adoptaron posiciones de ataque. Los miro y noto los fallos de cada uno de ellos. Conocía demasiado bien sus estilos de lucha, eran unos rivales fáciles, incluso para él. Para Demonio no eran rivales. El primero ataco con la katana por delante, intentando arrollarlo. Le respondió con un golpe seco en el arma, que desvió la trayectoria del ataque. El segundo, casi sin respiro ataco, con el arma a la altura de su cabeza. Solo tuvo que girar y voltearse para que el ataque fuera inofensivo. Aún así, el tercero le ataco y este si le pilló desprevenido. Intento parar el golpe con el bo, pero la katana del samurái lo corto limpiamente, pero fue lo suficientemente rápido para evitar el tajo del arma con un simple giro de cintura. Aquello nunca le habría pasado a Demonio. Antes ni siquiera que le hubiera atacado, habría acabado con los cuatro y estaría comiendo encima de sus cuerpos. En estos años había perdido mucho entrenamiento, se dijo en su cabeza. Pero aun así, los cuatro no eran rivales para él. Al ver al pordiosero sin arma, los samurái se envalentonaron. Vieron un rival fácil de derrotar. El monje adopto una posición de relajamiento. Necesitaba esa posición para poder parar el golpe de una de aquellas armas con sus manos desnudas. Si lograba hacerse con una katana, sus enemigos podían darse por muertos. El primero atacó, como antes, con el arma por delante. El monje atrapo la hoja del arma con sus manos. Noto como la afilada hoja cortaba la carne, pero su entrenamiento ninjitsu le hizo olvidar el dolor que sentía. Antes ni siquiera hubiera sangrado, ya que podía hacer que su piel fuera tan dura como el acero, pero eso era antes. Agarro la katana con sus manos y se la arranco al mercenario, golpeando su rostro con la empuñadura del arma. El individuo cayó al suelo, inconsciente.
Ahora estaba armado, ahora se sentía completo. Al sentir en sus manos el arma, Demonio volvió a vivir, Demonio estaba allí, había reemplazado al monje. Finto el arma y ataco. Aquello cogió por sorpresa a sus rivales. El primero cayó al suelo degollado, mientras el segundo caía al suelo con el pecho abierto por un tajo que le había seccionado en dos el corazón. Aquel golpe era SU ATAQUE. El ataque por el cual todo el mundo conocía a Demonio. Aquello lo delataba. Los otros dos samuráis, al ver a sus dos compañeros muertos, tiraron sus armas y salieron corriendo. Aquello provoco algo más. Los soldados, al ver salir corriendo a los samuráis les siguieron. Los campesinos se envalentonaron y persiguieron a los soldados. El intendente, que era un cobarde, quedo petrificado. No podía moverse y vio como el monje, armado con un a katana se acercaba a él. Vio como levanto el arma, en su dirección y lo atacaba. Cerró los ojos, esperaba que lo matara. Pero aquello no llego. Abrió los ojos y vio el filo del arma a unos escasos centímetro de su rostro. Y olio, olía a orín y defecación. Su organismo no había soportado aquello y se lo había hecho encima. Lo peor no era eso, si no que todos los campesinos, hombres, mujeres, ancianos y niños estaban allí, delante de él riéndose en su cara e insultándolo. Escucho como lo llamaban, “cagón, mamarracho, cobarde, gallina” y cosas peores. Pero peor fue lo que sucedió después. -
Dile a tus amos que no vuelvan por aquí- dijo el monje-. Cualquier sicario que manden tendrá la misma fortuna que estos. Vive para llevar mi mensaje, cobarde.
Y al decir esto, delante de él, el monje cogió y rompió el arma por la mitad y la arrojó al suelo. Lo único que pudo hacer fue salir corriendo.
Los samuráis, se reunieron con su señor. -
Era un pordiosero- dijo uno de los supervivientes. Golpeo a Motsue en el pecho y cayó muerto. Pero Herin y Keiro no tuvieron mejor suerte. A uno lo degolló y al otro lo partió de un tajo. Ese golpe lo conozco- dijo el señor del clan-. Hace años existía un shinobi, Demonio. Era uno de los Cinco del Emperador. Uno de sus asesinos favoritos. Un día le mandaron a una misión. El Clan Otokame había robado al Emperador, estaban traficando con esclavos, drogas y armas prohibidas, todo bajo el consentimiento de los Kuge Imperiales. Cuando el Emperador fue informado, mando a Demonio, quien mato al Daimyo de este clan. Después de eso, desapareció. Al parecer el Emperador le relevo
de sus deberes. El Clan Otokame pidió resarcirse por ello. El Emperador no los escucho. Desde entonces están buscando al shinobi. Creo que al general Soyuzuke le encantara esta noticia. Todo era jolgorio y alegría a su alrededor. Los campesinos celebraban la derrota del intendente. Lo escuchaba mientras meditaba. La meditación era la base para que Demonio se ocultara. No podía dejarlo salir de nuevo, era demasiado peligroso. Había matado a dos hombres sin pestañear. Ese era Demonio. En otro tiempo, los hubiera matado a todos, incluido al intendente. Pero ahora no. Ahora era un monje y debía de ser así. La katana había despertado al ninja, al asesino que llevaba en su interior. Por un momento le hizo sentirse ¿poderoso?, no, no era aquella, la palabra, pero si seguro. Y entonces lo oyó. Con la música y los gritos no se escuchaba, pero su oído, entrenado, lo escuchaba. Los pasos silenciosos acercándose a él lentamente. Eran cuatro, podía contarlos y sabía perfectamente por su forma de moverse cuantos eran. Con los ojos cerrados podía escucharlos, como respiraban. Como lo rodeaban. -
Demonio- dijo una voz. Por fin te hemos encontrado- dijo otra voz. Pagaras por lo que le hiciste a nuestro señor- dijo la tercera. Es una deuda de sangre- dijo la última.
Abrió los ojos. Estaba rodeado. Cuatro ninjas, vestidos de color gris oscuro lo rodeaban. -
Así que por fin me habéis encontrado- dijo, pero no era él quien hablaba, si no Demonio-. Ha pasado mucho tiempo. Asesinaste a nuestro señor. No lo asesine, lo ejecute. Ordenes, solo órdenes. Somos los Estrella Oscura, los shinobi del clan. Quien se enfrenta al clan muere bajo nuestra espada.
El monje se levantó y cogió un bastón de madera que tenía a su lado. -
Solo cuatro- dijo despectivamente-, desde luego vuestro señor no me tiene en consideración. Somos la elite del clan, los suficientes como para matarte. Dejémonos de charla, habéis venido a matarme, pero solo vais a hacerlo de aburrimiento con esa charla. Intentadlo.
El primero de los ninja ataco con una katana, pero paro el golpe con el bastón. Se oyó un ruido metálico seco. El segundo le lanzó un dardo, el cual cogió en el aire y volvió a lanzarlo a su enemigo, al cual le impacto en su frente. Un reguero de sangre oscura salió del lugar donde impacto el dardo y el enemigo cayó muerto, con el cerebro atravesado. El tercero uso un gama, (una hoz con cadena), y ataco.
Lo esquivo sin inmutarse. El último, el cuarto le ataco con shuriken, pero con una voltereta y una pirueta lo esquivo, clavándose en la madera. Eran tres contra él. Los miro fijamente. El último, quien le lanzo los shuriken, empuñaba un par de sais. Empuñando el bastón, golpeo el suelo con él. Y de nuevo un ruido metálico envolvió la habitación. El ataque fue rápido, muy rápido. El ninja de los sai fue el primero en atacar y el primero en caer bajo los golpes de su báculo. Fueron golpes certeros, que destrozaron internamente su pecho, rompiéndole varias costillas y afectando a varios órganos internos. El después atacaron juntos, tanto el armado con la katana como el que llevaba el gama. Rodo y golpeo al último con el bastón, rompiéndole la pierna, hasta que una astilla del hueso asomaba de la carne. Tirado en el suelo intento coger el gama para golpearle, pero con el bastón le destrozo la cabeza. Solo quedaba un enemigo. El ninja coloco su katana por encima de su cabeza y ladeo sus manos. El monje empuño el bastón como si fuera una katana, con las dos manos y, con la defensa baja apunto a su rival. El silencio se hizo entre los dos, pero solo duro un momento, ya que el ninja ataco con un grito. El golpe, fuerte y seco de la katana fue parado por el bastón. Astillas de la madera del bastón salieron despedidas, descubriendo que en realidad este, estaba hecho de un metal dorado. No era oro, ya que este es muy débil para un arma, pero era acero repujado dorado. -
Un bastón Sohei- dijo el ninja-. Ahora eres un cobarde pordiosero. Sí, es un bastón de monje. Pero no soy ni cobarde ni pordiosero. Vas a hacerle compañía a tus compañeros y al degenerado de tu señor.
Y al decir esto ataco, con tal fuerza que partió la katana de su rival y golpeo a este repetidas veces hasta que se quedó inerte en el suelo. -
Ya a terminado- se dijo-, ya ha terminado todo. No- dijo una voz en su cabeza- no ha terminado, esto es solo el principio.
Dejo caer el báculo, un sonido metálico se oyó en el impacto. Pero no solo cayó este, si no también él. En el suelo, boca arriba miro al techo de paja de lo que era su vivienda, su templo. La voz en su cabeza tenía razón, solo acababa de empezar. Podía luchar contra unos ninjas, contra unos soldados muertos de miedo, incluso contra unos cuantos Kensei. Pero no podía enfrentarse a un ejército, de eso no cabía la menor duda. Se levantó del suelo y se dirigió a una estantería donde había una jaula con unas palomas. Cogió una y la acerco a la ventana. Esa era la señal.
Después, casi jadeando, quitó unos cestos que ocultaban un cofre de un volumen considerable. Sacando una llave que llevaba colgando al cuello de una cadena plateada. La introdujo en la cerradura y la abrió.
La luz del sol tocaba la tierra. Un gallo cantaba y se escuchaba el llanto de un crio. Los hombres y mujeres se dirigían a sus faenas diarias, pero algo ese día se lo impidió. Cuando llegaron al centro de la aldea vieron allí una figura, la figura de un hombre. Vestía una armadura de cuero negro, adornada con unos ribetes de color rojo apagado. También llevaba como una especie de túnica, de color marrón oscuro y un turbante de un blanco purísimo, así como una especie de manto del mismo color que cubría la túnica, llevaba una katana a su cintura junto con un par de katanas cortas y en su mano un bastón de acero dorado. Y les hablo. -
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Durante mucho tiempo habéis estado subyugados a vuestros señores, unos señores para los que solo erais esclavos, desechables. Os tratan como basura, ya que para ellos solo sois eso. Os escamotean los impuestos, os roban descaradamente vuestra comida, vuestras mujeres, vuestra vida. Ha llegado el momento de parar eso. Creen que sois débiles, que les tenéis miedo, ya que ellos tienen sirvientes que les hacen el trabajo sucio. Pero están equivocados, sois fuertes, más fuertes que ellos. ¿Cómo sabes eso monje?- dijo uno de los hombres. Sois más que ellos, sois mejores que ellos. Sois libres, al contrario que ellos, para decidir vuestro destino. No os dejéis explotar. Sois libres para decidir como queréis vivir, de rodillas o mirando a esos “señores” a los ojos y diciéndoles quienes sois, que sois algo más que animales, como ellos creen. ¿Qué podemos hacer?, ellos tienen armas, ellos tienen el poder de decidir la vida y la muerte. Si, y vosotros también. Ellos pueden esconderse detrás de todas las armas, detrás de todos los secuaces que quieran, pero no tienen lo que vosotros tenéis, el valor y la determinación. Y si ellos tienen armas- y al decir esto empuño su bastón-, nosotros podemos también tenerlas, tenemos, herreros, tenemos artesanos de madera. Podemos tener yaris, katanas, yumis, naginatas. Nos enfrentaremos a ellos. ¿Solos? No con mis hermanos que van a llegar. Demostrémosles quienes somos, que envíen a sus secuaces, los mataremos y adornaremos el camino hasta la capital con sus cabezas clavadas en picas. Decidid vuestro futuro.
Se escuchó un grito, un clamor de la garganta de aquellos campesinos. Estaban con él, a su lado. La revolución había comenzado.