Dante
pero se convierten en atemporales y hasta conmovedores cuando los registra como en un sueño el alma sensible de un poeta. Lo que encontrará el lector en este libro es portentoso bajo todo punto de vista. En su destierro de Florencia — que duró casi dos décadas, hasta su muerte —, Dante Alighieri no solo escribió su perdurable Comedia (adjetivada como divina por Giovanni Boccaccio), esa obra maestra que lo inmortalizaría en la literatura universal, sino también un texto secreto que relata sucesos esenciales de su vida y las peripecias que debió atravesar durante los años condenado a permanecer fuera de su patria.
Se debe a un sacerdote español el descubrimiento y la recuperación de este tesoro bibliográfico, que tiene nada menos que setecientos años y por más de un siglo permaneció oculto en la Biblioteca Nacional de la Argentina. Este hecho, del que revelaremos algunos pormenores, puede resultar fabuloso ya que del original de la Divina Comedia no sobrevivió al tiempo ni una sola cuartilla. Pero los milagros, como afirmaba Chesterton, se producen constantemente y más a menudo de lo que suponemos, lo que suele suceder es que nuestra desatención no los percibe. Aquí, en estas páginas, está el buscado manuscrito de Dante Alighieri. Lo ponemos en tus manos querido lector.
Alighieri
en mitad del camino de la vida
ROBERTO ALIFANO
Los hechos, cuando suceden, son circunstanciales,
YO, DANTE ALIGH I ERI
Yo
> colección Expresarte C I 1 0 74 4 5
Roberto Alifano
yo, dante alighieri
en mitad del camino de la vida
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isbn 978-84-15995-09-8 © 2015-Ediciones Khaf Grupo Editorial Luis Vives Xaudaró, 25 28034 Madrid-España tel 913 344 883 - fax 913 344 893 www.edicioneskhaf.es Fotografia: «Dante y la Divina Comedia», Dominico di Michelino. Duomo de Florencia (Italia). Thinkstock
dirección editorial Juan Pedro Castellano edición Isabel Izquierdo proyecto visual y dirección de arte Departamento de Diseño GE diseño de cubierta Mariano Sarmiento impresión Edelvives Talleres Gráficos Certificado ISO 9001 Impreso en Zaragoza, España depósito legal: Z 122-2015
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 932720447).
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A la memoria de mi hija MarĂa Patricia y de Vittorio Gassman, devoto del poeta Dante Alighieri, y a la seĂąora Hebe Colman de Roemmers; sin su ayuda este libro no hubiera sido posible.
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prólogo la historia del manuscrito
El destino de las cosas creadas por el hombre es siempre imprevisible. Surcan el tiempo más allá de la transitoriedad humana y nos sobreviven misteriosamente. Este libro, que reproduce el manuscrito secreto de Dante Alighieri, no es una autobiografía en el estricto sentido de la palabra, ya que no sigue de un modo cronológico las circunstancias que abarcaron los pasos del poeta florentino por este mundo; tampoco puede ser considerado como un diario de vida. Me atrevo a decir, con menos temeridad que convicción, que es algo más elevado y acaso inclasificable. Las situaciones, cuando se dan en la contemporaneidad, resultan casi comunes, pero se vuelven en atemporales y hasta estremecedoras cuando las registra como en un sueño el alma sensible de un poeta. De tal manera que lo que encontrará el lector en estas páginas es portentoso bajo todo punto de vista ya que en su destierro de Florencia —que duró casi dos décadas, hasta su muerte—, Dante no solo escribió su perdurable Comedia (adjetivada como Divina por Giovanni Boccaccio), esa obra maestra que lo inmortalizaría dentro de la literatura universal, sino también un texto donde relata buena parte de su vida y aquellas peripecias que debió atravesar en ese dilatado tiempo condenado a permanecer fuera de su patria.
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Cuando las circunstancias lo permitan, en este arduo peregrinar que me aleja, contra mi voluntad, de mi tierra y de los míos —escribe Dante—, he decidido dejar un testimonio de mi paso por este mundo y contar las experiencias que marcaron mi vida. Revelaré también los incidentes políticos que me tuvieron como protagonista y las pruebas contundentes
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que demuestran mi inocencia y mi buena práctica cuando debí cumplir con mis obligaciones ciudadanas. Ofrezco, pues, en estos escritos un fiel testimonio de mis actos ante Dios y ante los hombres…
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Durante de Alighiero III de Bellincioni d’Alighieri, tal el nombre con que fue bautizado en el baptisterio de San Juan, en Florencia («il mio molto bello San Giovanni», como él lo refería con entrañable afecto), era esencialmente poeta, aunque también fue político y hombre de acción, que le tocó asumir un presente no menos violento que complejo cuando los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos, y luego entre güelfos blancos y negros, alcanzaron momentos de extrema crueldad. Cuando su causa se debilitó, fue condenado al destierro; la peor condena que un hombre podía sufrir en la Edad Media. Toda su maravillosa obra literaria y los escritos que se reproducen aquí reflejan buena parte de aquellos padecimientos. Bajo la protección de Guido Novello da Polenta, los últimos años de Dante transcurrieron en Ravena con la calma merecida, rodeado por sus hijos y sus discípulos que viajaron hasta allí para acompañarlo. Pero un conflicto territorial surgido por la explotación de una salitrera entre Ravena y Venecia lo llevó, a pedido de su benefactor, a encabezar una misión diplomática de paz ante el dogo de la ciudad marítima. Concluida su exitosa negociación, con la comitiva que lo acompañaba, el poeta emprendió el fatal regreso a través de las lagunas de Comacchio, en la desembocadura del Po, donde contrajo la malaria; recaló luego en la abadía de Santa María de Pomposa, donde habitualmente hacía retiros espirituales. Abatido por la fiebre, una mañana Dante despertó moribundo en su celda. Fue su último día de vida. Ya sin fuerzas, partió rumbo a Ravena para morir en su cama; pero en la abadía olvidó buena parte del equipaje, incluyendo este manuscrito donde revela aspectos esenciales de su vida y los sucesos a los cuales debió sobreponerse durante los arduos años de exilio. Esos papeles permanecieron allí hasta el siglo diecinueve, cuando se supone fueron robados y llevados a París. Un mercader (es probable que sin saber lo que tenía en sus manos) se los malvendió al célebre vizconde Ferdinand Marie de Lesseps, constructor de los canales de Suez y Panamá, famoso también como coleccionista de
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arte, bibliófilo y masón. Una vez en poder del manuscrito, el noble francés lo hizo revisar por eruditos de la Iglesia, que murieron de manera misteriosa en un corto espacio de tiempo después de confirmar que los escritos eran definitivamente auténticos. Como en una saga de Sir Arthur Conan Doyle, una secta de fanáticos religiosos, al enterarse, los empezó a buscar para destruirlos por supuestas revelaciones comprometedoras que contenían. Bibliófilo y devoto de la obra del poeta florentino, hermanado en la masonería con el prócer argentino Domingo Faustino Sarmiento, el vizconde de Lesseps se los entregó para que los salvaguardara en su país y los diera a conocer en el momento oportuno. Se conjetura que también otra razón, de contenido más profético, hizo que el manuscrito fuera puesto en manos de Sarmiento. En el canto I del Purgatorio, como un vaticinio, Dante entrevé el hemisferio que unos siglos después confirmaría su conterráneo, el navegante Amerigo Vespucci, en la carta enviada a su protector, el príncipe Lorenzo di Pierfrancesco de’ Medicis, donde empieza citando un terceto tomado de la Divina Comedia, en el que Ulises le dice al poeta, ante la presencia de Virgilio:
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I’ mi volsi a man destra, e puosi mente a l’altro polo, e vidi quattro stelle non viste mai fuor ch’a la prima gente…1
Haciendo clara alusión a la Cruz del Sur, el navegante, a la par de brindar datos astronómicos sobre su segundo viaje hacia el nuevo continente (que después llevaría su nombre, América), ubicado del otro lado de la mar Océano, informaba que apenas atravesado el Trópico de Cáncer, pudo observar varias veces el fenómeno del sol cenital, harto conocido por los navegantes del siglo xv; y agregaba que buscó sin éxito, mirando hacia el sur, un equivalente de la Estrella Polar, pero solo encontró un grupo de cuatro estrellas, imposibles de ver desde Europa, que formaban como una almendra y él bautizó como «Cruz del Sur». Vespucci se dio cuenta entonces de que no Me volví a la derecha atentamente, / y vi en el otro polo cuatro estrellas / que solo vieron las primeras gentes… 1
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estaba recorriendo las costas de Asia ni África ni de ningún territorio cartografiado hasta ese momento, sino que lo que estaba viendo era un nuevo mundo. Algo que hasta entonces no solo no habían visto los ojos europeos, sino tampoco imaginado mente alguna. Se sabe que, llegado a Buenos Aires, Sarmiento recurrió al general Bartolomé Mitre, también masón (con el grado de Gran Maestre de la Logia Argentina), apasionado estudioso del poeta florentino y primer traductor en el continente americano de la Divina Comedia. Debido a los enfrentamientos civiles y militares que envolvían a la Argentina, con la declarada Guerra al Paraguay, el general Mitre no consideró oportuno dar a conocer el manuscrito en ese conflictivo momento y, de acuerdo con Sarmiento, decidieron disimularlo entre los miles de volúmenes que alberga la Biblioteca Nacional de la Argentina. «Tenemos un fabuloso tesoro bibliográfico, que puede asombrar al mundo entero, nada menos que un manuscrito de Dante» —le reveló en una misiva el general Mitre a un correligionario—; «pero, por la grave situación que se vive en nuestra patria y en toda Europa, creemos que no están dadas las condiciones políticas para darlo a conocer. Afortunadamente, está a resguardo de los canallas que intentan apoderarse de él, quizá para destruirlo». Al parecer, esa oportunidad que los próceres argentinos esperaban para sorprender al mundo dando a conocer el manuscrito de Dante no se dio, y el tesoro bibliográfico se mantuvo incólume, de manera milagrosa, por otro siglo más en nuestra tierra, hasta que Miguel de Santander y Loazes, un sacerdote español, viajó a Buenos Aires en 1982, para recuperarlo y regresarlo a Europa. Notable erudito y apasionado de la obra de Dante, ex director de la Biblioteca Vaticana, el religioso mantuvo el manuscrito en su poder durante casi tres años, tiempo que le ocupó analizarlo y traducirlo del dialecto toscano al español; es decir, de la lengua italiana en la que fue concebido originalmente. Cuando los acontecimientos se precipitan de manera sucesiva como en una secuencia cinematográfica, el azar de las palabras o la intensidad emocional pueden llevarnos a tropezar con complejas tautologías que se prestan a la confusión del lector. Es probable que para decir una cosa busquemos la manera apropiada y el relato
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trascienda cualquier lógica hasta transformarse en una impensada hipérbole. Sin embargo, cuando los hechos son menos sorpresivos que evidentes se ofrecen de una manera categórica. Así entonces, quizá cumpliéndose en la antigua profecía a la que hicimos mención, durante varios siglos el manuscrito de Dante Alighieri permaneció oculto a los ojos humanos hasta ser descubierto por el mencionado sacerdote español. Increíblemente, la vida me puso frente al padre Miguel de Santander y Loazes. Sucedió en Madrid, una tarde de 1986, cuando asistí invitado junto a mi amigo, el bibliófilo y coleccionista Antonio Carrizo, a unas jornadas dedicadas a Jorge Luis Borges, pocos meses después de su muerte. La generosa escritora Beatriz Guido, agregada cultural de la embajada Argentina, fue quien me puso ante la presencia del sacerdote, cuyo nombre me resultó inquietante, debido a rumores que por boca de amigos yo había oído en Buenos Aires. —Dante y Borges nos unen —me sorprendió el padre Santander cuando nos estrechamos las manos—. Tenemos también otros amigos comunes de este y de aquel lado del océano; me refiero a los poetas Pepe Hierro, Rafael Morales y Luis Alberto de Cuenca, y a algunos eruditos argentinos, como el doctor Norberto Silvetti Paz, el profesor Duilio Ferraro y don Enrique Martorelli Francia, el romántico traductor de la Divina Comedia. Dios ha hecho que nos encontremos, señor Alifano, y nada es casual; todo encuentro tramado por el Señor es siempre una secreta cita. —Lo dejo en buenas manos, padre —intervino Beatriz Guido—. Quizá, como usted ha dicho, en esta vida todo está misteriosamente prefigurado. —Cruzando Recoletos está el café Gijón —me propuso el religioso—. Allí podemos conversar tranquilos. Acepté, y apenas sentados a una mesa, ubicada casualmente en el rincón donde mis amigos poetas celebraban su tertulia literaria, con una convicción inesperada, apretando mi brazo de una manera casi alarmante, me dijo: —He sido quien más tiempo lo tuvo en sus manos, señor Alifano. Puedo asegurarle que es definitivamente auténtico. —No entiendo muy bien de qué me habla, padre —fingí sorprenderme—. Le pido que me aclare un poco las cosas.
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—Deje que le explique y ya entenderá usted el porqué de mi actitud —contestó, apretándome la mano y fijando su mirada en mis ojos con firmeza—. Le estoy hablando del manuscrito de Dante Alighieri. —Estoy vagamente enterado; no conozco los hechos en profundidad —me defendí—. En su momento leí la noticia de la desaparición de antiguos volúmenes de la Biblioteca Nacional, entre los cuales se encontraría el manuscrito al que usted hace referencia, pero curiosamente esa información no fue tenida en cuenta por el periodismo. Se publicó en los diarios sin especificar demasiados pormenores y, de inmediato, la Guerra de las Malvinas, que nos conmovía a todos los argentinos, terminó por disiparla. Luego supe de las amenazas contra mis amigos del «Círculo Dante» del Palacio Barolo. Por esos días también oí mencionar su nombre. Le soy sincero, padre, no faltó quien lo involucrara a usted en esos hechos. —Quienes lo hicieron estaban en lo cierto —aceptó el padre Santander inesperadamente—. Por esa época, yo viví en Buenos Aires y recuperé para la humanidad esos papeles de Dante, salvándolos de quienes los buscaban para destruirlos. Durante dos largos años estuvieron en mis manos. Ese supuesto delito que usted ha mencionado me puso ante una de las maravillas del mundo. Le confieso con sinceridad apelando al nombre de Dios que no tengo nada de qué arrepentirme, señor Alifano. A esa altura del diálogo yo no podía disimular mi perplejidad por la sorpresiva confidencia que me hacía ese hombre de Dios. Fue en aquel momento cuando, oportunamente, Alfonso, el cigarrero del Gijón, a quien no se le escapaba nada, se acercó para saludarnos. Por lo que pude comprobar, el padre Santander era un hombre conocido en los círculos literarios de Madrid. —Hace tiempo que no se lo ve por aquí, padre. Me enteré por Pepe Hierro que estuvo algo enfermo —y luego dijo, dirigiéndose a mí—: Por la mañana se marchó tu amigo «Laxeiro». Te dejó saludos y las llaves de su casa para que te alojes en ella; ha marchado de viaje a La Coruña para inaugurar una exposición. Los poetas José Hierro, Luis Alberto de Cuenca y Rafael Morales también eran mis amigos, de manera que ante esas referencias se interrumpió nuestro diálogo por un momento. En cuanto al pintor José Otero Abeledo, conocido como «Laxeiro», que había
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vivido muchos años en la Argentina, era como un hermano mayor para mí; tenía su casa y estudio en el mismo edificio del café Gijón, y generosamente me alojaba cada vez que yo pasaba por Madrid. —Aquí también tenemos muchos amigos en común… —comentó el padre Santander con una sonrisa; luego, como si se sintiera incómodo o indigno del diálogo que manteníamos, sorpresivamente se puso en pie, pagó la cuenta, y se despidió. Antes de marcharse escribió torpemente en un papel su dirección y me propuso un encuentro en su casa para el día siguiente. El padre Miguel vivía en el barrio de Vallecas, frente al estadio del Rayo Vallecano, una zona popular de Madrid. El amplio y modesto apartamento que ocupaba casi carecía de muebles; los libros, desordenados, se apilaban en los rincones. Ese ámbito, desmesuradamente bibliófilo y sorpresivo, me llevó a entender de inmediato que estaba ante un extraordinario lector. —¡Ah, mi querido amigo, a todo devoto de los libros nos ocurre lo mismo; cuando estos señores con vida propia invaden una casa es imposible detenerlos! —justificó, irónico, con una sonrisa—. Uno no sabe qué hacer con ellos y empiezan a desalojarte. Ya me ocurrió con otro apartamento. Llegó a estar tan repleto de libros que un día cerré la puerta, escapé por la ventana y nunca más regresé. Miguel de Santander y Loazes era una persona todavía joven, de mirada penetrante. Casi no peinaba canas, y su pelo oscuro y lacio dejaba caer un llamativo mechón sobre la frente. Alto, delgado, ancho de hombros, hablaba con una voz algo apagada, propensa a la afonía; seguramente por el vicio del cigarrillo, que ya había abandonado por sus problemas pulmonares. —A pesar de haber salvado el manuscrito de Dante (al menos eso creo), una culpa pesa sobre mí —balbuceó apesadumbrado, volviendo a nuestro asunto—. Como le dije anoche, yo fui quien se apropió de esos papeles en Buenos Aires. Por más de dos años estuvieron en mis manos. La sociedad secreta que me llevó a consumar el hecho me usó vilmente junto con otras personas. —Una sociedad secreta… —atiné a decir con perplejidad—. Recuerdo haber oído mencionarla a mis amigos del Palacio Barolo. —Ellos la conocen muy bien, fueron quienes me ayudaron. Ahora he decidido desenmascararlos para que sean juzgados y
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castigados como corresponde, aunque ese castigo me pueda incluir a mí. Cuando las palabras se precipitan de imprevisto sobre ciertas circunstancias, hacen que sin disimulo nos mostremos ávidos de curiosidad, buscando precisión en cada frase emitida por nuestro interlocutor. Aún no había obtenido datos concretos sobre los escritos de Dante, pero imaginé que el padre Santander los tenía. Ya referiré a su tiempo otros detalles no menos sorprendentes de los que me fueron revelados por el sacerdote aquella helada mañana de diciembre. Debo confesar, sin embargo, que el interés por ver el manuscrito de Dante Alighieri se interpuso a todo; diría que con una desesperación casi incontrolada le pedí al padre Santander que me lo mostrara. —Eso es imposible, amigo mío —se disculpó abriendo la palma de las manos, con el gesto conventual propio de los sacerdotes—, ya no está en mi poder. Me lo arrebataron, sin duda, para destruirlo o hacerlo desaparecer bajo siete llaves. Pero, a raíz de una enfermedad que me postró durante casi tres años, lo traduje al español. Al principio empecé a hacerlo como una distracción; luego, la pasión fue tan grande que abandoné todo y no hice más que eso. Traté, en lo posible, de guardar fidelidad al original, conservando el espíritu de la época; aunque he dejado en latín aquellos pasajes que el propio Dante consideró oportuno agregar. Estimado Alifano, si de algo puedo jactarme es de ser un buen lector, pero no soy un literato en el estricto sentido de la palabra; comprobará usted que me he tomado algunas libertades al trasladarlo a nuestro idioma. Tengo interés en que sea leído, aunque no sé el efecto que causará en quienes lo hagan. Han ocurrido demasiadas cosas inexplicables. En cuanto a mí, sé que tengo poco tiempo de vida. Estoy convencido, sin embargo, de que ha llegado el momento de darlo a conocer. Dejaré en sus manos esta otra Comedia de Dante Alighieri; sé que usted es tan devoto del poeta como lo soy yo, y sabrá hacer aquello que mejor convenga. Con un ademán benevolente, a manera de disculpa, el padre Santander abrió los brazos, hizo una señal de espera y se dirigió hacia una de las habitaciones. Como una forma de urgir o apresurar el tiempo, observé las características ascéticas de la sala en donde
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me hallaba. Además de los libros apilados por todos los rincones, solo un par de retratos colgaban de las paredes: el de la peregrina Santa Brígida de Svezia, y el suyo, de hinojos ante el papa Juan Pablo II, que le impartía la bendición; también, a cada lado, el cardenal Ratzinger y el arzobispo Marcinkus. Al cabo de unos minutos, el sacerdote regresó agitado, sin saco, con la camisa remangada y un abultado sobre verde en sus manos. —Aquí está el resultado de mi trabajo, señor Alifano. En este sobre hallará mi traducción del manuscrito de Dante Alighieri. Los hechos suceden inapelablemente y nos encontramos de pronto, como por arte de magia, en medio de algo que jamás imaginamos. Baudelaire decía que todo aquello que nos parece natural puede tender de pronto hacia lo sobrehumano. Con los años, sin embargo, van perdiendo vigor las situaciones que nos conmovieron por su dramatismo inmediato; las imágenes que le dieron forma quedan como retazos en nuestra mente y nos llevan a evocar de una manera casi yerta los hechos ocurridos. Yo recuerdo mi perplejidad de aquel momento como una agobiadora pesadilla. ¿Estaba ante un psicótico que se había convencido a sí mismo y, con su misma convicción, pretendía convencer a los demás, o estaba ante un iluminado que había merecido un milagro y lo prodigaba generosamente? Apenas llegado a mi alojamiento, con una curiosidad incontenible y quizá la misma pasión que encendió al padre Santander, me aboqué a la lectura del manuscrito que ahora doy a la imprenta. No resultará extraño que algunos estudiosos nieguen su autenticidad y que acaso yo sea acusado de falsificador literario o de mero fabulador. Correré ese riesgo. Entiendo que no es fácil admitir que haya sobrevivido este tesoro bibliográfico escrito de puño y letra por el autor de la Divina Comedia y, menos aún, que haya permanecido oculto durante tantos siglos. He dado un orden a los escritos y solo he cambiado algún pormenor, lo demás es letra fiel. Los embelesos del arte no requieren otra explicación, operan sobre los sentidos más allá de toda voluntad humana.
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R.A., en Madrid, invierno de 2015
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El sueño profético Desde el comienzo de su embarazo, Gabriella degli Abati había tenido hermosos y extraños sueños. «Bella», como se la llamaba familiarmente en el barrio de Por’San Piero —dentro del recinto de las antiguas murallas de la noble Florencia, hija de Roma—, casada con Alighiero II de Bellincione d’Alighieri, por sugerencia de una vecina consultó secretamente a un adivino que no quiso predecirle nada, pero intuyó para sí que el hijo que iba a traer al mundo estaría iluminado por la Llama Divina... Giovanni Boccaccio, Trattatello in laude di Dante, 1375
…puro e disposto a salire a le stelle. Purgatorio, XXXIII, verso 145
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De regreso a Ravena, en septiembre de 1321, después de haber encabezado una misión diplomática de paz en Venecia ante el dogo Giovanni Soranzo, el poeta Dante Alighieri, acompañado por una comitiva de cinco hombres, atravesó por las lagunas de Comacchio, en la desembocadura del Po, para hacer noche en la abadía de Santa María de Pomposa. Por la mañana despertó moribundo en la celda que tres siglos antes ocupara el santo Pedro Damián. Ese sería el último día de su vida. Con mano temblorosa, ya atacado por la malaria, el poeta borroneó unas palabras finales en un cuaderno. En la parte superior alcanzó a estampar su nombre en latín y lo acompañó con las iniciales «s.d.» (salutem dicit: desea salud, abreviación habitual usada por Cicerón al empezar sus cartas); Dante también llegó a utilizar, en algunos casos y hacia el final de sus escritos, la expresión de San Pablo en su segunda epístola a Timoteo: «Bonum certamen certavi» («He combatido una buena batalla»). También es probable que el poeta sintiera íntimamente que esas palabras serían las últimas que escribiría.
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1 santa maría di pomposa, otoño de 1321 Cuenta sobre la necesidad de llegar a Ravena; el hombre de letras y congojas va hacia el encuentro de su primer amor, «Omnia vincit Amor, et nos cedamus Amori» («El amor todo lo puede, démosle paso al amor»; Virgilio, Bucólicas, X, 69).
Dantes Alagherius, septiembre de 1321 Hoy, 14 de septiembre de 1321, día de la Exaltación de la Cruz, casi sin fuerzas he despertado en la celda que ocupara fray Pedro Damián durante el tiempo que vivió en esta abadía y que tan generosamente se me ofrece cada vez que vengo aquí. Con gran esfuerzo, apoyándome en las paredes para no caer, pude llegar hasta la mesa en donde están mis escritos, para recuperar el que será, probablemente, mi último testimonio. Durante la demorada travesía por las lagunas de Comacchio, he contraído las fiebres y es posible que muera esta misma noche. Medito las palabras del santo Petrus Peccator: «Tras la tristeza espera el gozo. Cuando te acerques al fin de tu vida, prepárate para las pruebas. Mantén el corazón firme y sé valiente. Que Dios se digne cortar de un tirón la trama de tu vida…». Mi estado es cada vez más penoso. Siento que cada cosa que me rodea es como un tigre agazapado preparando su zarpazo. Pero ya no siento miedo de la muerte. Me da horror, eso sí, pensar en el toque del agua fría que refrescará mi frente, en este aire denso que respiro y en las pesadas ropas que como mármoles me cubrirán el cuerpo. Mis entrañas, mis huesos y mis músculos se niegan a responder a mi quebrada voluntad. Mis piernas están entumecidas. Mi mano, tiesa y entorpecida, apenas puede sostener el cálamo para deslizar la escritura. La luz intensa que se filtra por una rendija de la ventana es una tortura para mis ojos agotados. Veo apenas, entreabriéndolos trabajosamente. Estoy casi ciego. Me pesan los párpados como dos piedras. Siento que soy, en este momento,
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como todos los hombres, definitivamente mortal. Y que moriré, quizá en pocas horas, inapelablemente. Espero, eso sí —¡oh Dios mío!—, que me des aliento suficiente para llegar a Ravena, donde quisiera yacer en mi lecho, tan injustificado y tan solo como un hombre más. Aún me sostiene y da vueltas en mi cabeza el sueño que soñé anoche y del que me asombra haber despertado. La muerte tenía presencia, me visitaba y era verdadera. Me reconocía y yo la reconocía. Todo era muy sencillo. Con su hebra de seda me envolvía y ya no había tiempo que mediara con la vida. Dios me revelaba entonces el secreto propósito de mi larga existencia y de mi labor, entregada al arte de enlazar palabras para iluminar a los hombres. Tú descendías entonces, oh amada Beatriz, mi salvadora, y cada caricia tuya era nuestra eternidad. «Omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori», escribió mi maestro Virgilio. Pero de pronto te pusiste fría y ya no me acariciaste. Se disipó el sueño y agónico desperté en este otro sueño confuso de la vida. Ahora soy quien soy y he vuelto otra vez al tiempo, al devenir de este mundo harto complejo para la simplicidad de un hombre. ¡Ah, terrible laberinto de hierro y doloroso fuego, donde los cuerpos de los condenados a la vida arden extraviados entre tinieblas! Acepto mis amarguras y mis pasadas desdichas y me someto a lo que venga. Las Escrituras fueron redactadas para cada uno de los fieles, lo cual puede ser cierto si pensamos en Dios como autor de todo texto divino. Yo, su simple amanuense, suscribo una conjetura. ¿Por qué no aceptar que el poeta es, también, un humilde dios sobre la Tierra? Lo expuesto en mi Comedia, con una pluralidad de propósitos que yo llamo polisémicos, en el cual el primer sentido viene de la letra, pues es literal y no se extiende más allá de las palabras ficticias, como son las fábulas de los poetas, y el otro, que viene del significado que se oculta en la letra y se llama alegórico, es una imagen de la muerte; también de la vida. Vida y muerte se confunden en mi sueño. El sujeto de mi viaje son las almas después de su paso por la Tierra y, alegóricamente, el hombre en cuanto a sus méritos y deméritos, acreedor a los castigos o las recompensas divinas. Yo intento así construir un mundo del más allá en largo
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viaje hacia el encuentro con mi primer amor, que me aguarda al final del camino. También nombro, con todas sus señas, a quienes me perjudicaron en este paso por la vida. A muy pocos he salvado. Me valgo del honor de la venganza. Creo cumplida mi misión en este mundo. Quizá moriré pronto, muy pronto, y mi muerte será verdadera, pero seguiré viviendo eternamente en mi poesía y habitando en mi cielo. Puedo decir con Ovidio, otro de mis maestros: «Ille ego qui fuerim, tenerorum lusor amorum, accipe, posteritas!» («Aprende, ¡oh posteridad!, quién fui yo, el poeta de los tiernos amores»). Aunque debí atrevesar por este otro infierno de la perversidad humana, tan terrible como el que imagino en mi Comedia. Soy un hombre de letras y congojas. El destino me fue adverso en demasiados casos, pero no tan dramático como para calificarlo de tragedia. Deposito en la memoria de los hombres, junto a mi Comedia y tantos otros escritos, también estas confesiones escritas durante mi injusto y largo destierro. Bajo la advocación de fray Pedro Damián, mi venerado «Petrus Peccator»2, alma bienaventurada en el cielo de Saturno, enemigo de la corrupción eclesiástica, ad pedem litterae, caeli enarrant gloriam Dei («literalmente, los cielos cuentan la gloria de Dios», Salmo 18). Bonum certamen certavi…
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En el canto XXI del Paraíso (103-126), el santo Pedro Damián se llama a sí mismo «Petrus Peccator» (y en más de ochenta cartas que han quedado utiliza este nombre). A petición de un humilde Dante, que ha entrado al Paraíso de la mano de Beatriz, el Santo narra su vida en ese canto. Pedro Damián vivió más de dos años en el monasterio de Santa María di Pomposa y fue sacado de la soledad de su ermita por el pontífice Esteban X, quien lo amenazó de excomunión si no aceptaba la dignidad cardenalicia a la que lo había elevado. 2
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Dante
pero se convierten en atemporales y hasta conmovedores cuando los registra como en un sueño el alma sensible de un poeta. Lo que encontrará el lector en este libro es portentoso bajo todo punto de vista. En su destierro de Florencia — que duró casi dos décadas, hasta su muerte —, Dante Alighieri no solo escribió su perdurable Comedia (adjetivada como divina por Giovanni Boccaccio), esa obra maestra que lo inmortalizaría en la literatura universal, sino también un texto secreto que relata sucesos esenciales de su vida y las peripecias que debió atravesar durante los años condenado a permanecer fuera de su patria.
Se debe a un sacerdote español el descubrimiento y la recuperación de este tesoro bibliográfico, que tiene nada menos que setecientos años y por más de un siglo permaneció oculto en la Biblioteca Nacional de la Argentina. Este hecho, del que revelaremos algunos pormenores, puede resultar fabuloso ya que del original de la Divina Comedia no sobrevivió al tiempo ni una sola cuartilla. Pero los milagros, como afirmaba Chesterton, se producen constantemente y más a menudo de lo que suponemos, lo que suele suceder es que nuestra desatención no los percibe. Aquí, en estas páginas, está el buscado manuscrito de Dante Alighieri. Lo ponemos en tus manos querido lector.
Alighieri
en mitad del camino de la vida
ROBERTO ALIFANO
Los hechos, cuando suceden, son circunstanciales,
YO, DANTE ALIGH I ERI
Yo
> colección Expresarte C I 1 0 74 4 5
Roberto Alifano