Pasión por educar
Pasión por educar
Francesc Torralba
Los rostros del mal INSTITUTO U. CIENCIAS DE LAS RELIGIONES
Los rostros de Dios
FRANCESC TORRALBA
Los apócrifos posmodernos MIREN JUNKAL GUEVARA
A vueltas con Dios en tiempos complejos (conversaciones con G. Vattimo)
«Siento la pasión por educar, pero conozco, también, las sombras de la práctica educativa».
JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ
Este libro se ha escrito e ideado como una apología, como una defensa del maestro y de su labor en el seno de la sociedad. Tiene como objetivo reivindicar, con solemnidad, la vocación y la profesión de maestro, porque realmente la concibo como una de las más nobles que puede ejercer un ser humano en este mundo. Dedico este pequeño libro a quienes entregan su vida en el aula; a quienes dan todo su ser en el aula y no guardan nada para sí mismos. Deseo comunicarles que tal donación y entrega tiene sentido, que deben sentirse satisfechos por lo que crean con su actividad.
Dios y la guerra JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO
¿Por qué Pierre Anthon debería bajar del ciruelo? (Interioridad y sentido) FRANCESC TORRALBA
Francesc Torralba
La lógica del don
Pasión por educar
SANTIAGO MONTERO (COORDINADOR)
Francesc Torralba
FRANCESC TORRALBA Nació en Barcelona en 1967. Estudió filosofía en la Universidad de Barcelona y teología en la Facultad de Teología de Cataluña. En la actualidad es Profesor de la Universidad Ramon Llull de Barcelona e imparte cursos y seminarios en otras universidades de España y de Sudamérica. Forma parte de varios comités de ética. Actualmente es director de la cátedra Ethos de ética aplicada en la Universitat Ramon Llull, Director del Ramon Llull Journal of applied Ethics y Presidente del Consejo Asesor para la diversidad religiosa de la Generalitat de Cataluña. En 2011 fue nombrado por Benedicto XVI consultor del Consejo Pontificio de la Cultura de la Santa Sede. Su pensamiento se orienta hacia la antropología filosófica y la ética. Está esencialmente preocupado por articular una filosofía abierta al gran público que pueda alternar profundidad y claridad al mismo tiempo. A lo largo de su trayectoria profesional ha recibido muchos premios de ensayo y ha publicado más de cincuenta libros de filosofía sobre temas muy variados.
Ofrezco un abanico de razones, un hilo argumental para que los maestros desencantados descubran, de nuevo, la grandeza inherente a su vocación; pero también para que las nuevas generaciones de candidatos a maestros no desistan en prepararse a fondo para ejercer esta tarea en el mundo.
Consumidores consumidos (Juventud y cultura consumista) JUAN Mª GONZÁLEZ-ANLEO
Pasión por educar FRANCESC TORRALBA
> colección Expresar Religioso
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PASIÓN POR EDUCAR
FRANCESC TORRALBA Pasi贸n por educar
isbn 978-84-15995-11-1 © 2015-Ediciones Khaf Grupo Editorial Luis Vives Xaudaró, 25 28034 Madrid - España tel 913 344 883 - fax 913 344 893 www.edicioneskhaf.es
dirección editorial Juan Pedro Castellano edición Isabel Izquierdo dirección de arte Departamento de imagen y diseño gelv diseño de colección Mariano Sarmiento impresión Edelvives Talleres Gráficos. Certificado ISO 9001 Impreso en Zaragoza, España depósito legal: Z 998-2015
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 932720447).
A los que entregan su vida en el aula.
PRÓLOGO PARA MAESTROS DESENCANTADOS
La alegría es comunicativa; y por esta razón no hay nadie que aleccione mejor en la alegría que quien es alegre. Søren Kierkegaard
Paso una gran parte de mi vida en el aula. Soy, en sentido estricto, un animal de aula por elección propia, por libre decisión. Podría haberme dedicado a otro quehacer, pero opté por la educación y no me arrepiento de ello. Me fascina enseñar, exponer ideas, dar a conocer lo que he estudiado y aprendido en silencio, descubrir con mis alumnos nuevos territorios, debatir cuestiones difíciles, deliberar públicamente y, también, mostrar mis dudas y perplejidades. Siento la pasión por educar, pero conozco, también, las sombras de la práctica educativa. En ocasiones experimento la fatiga, la sensación de perder infinitamente el tiempo, la indignación y la soledad. También he vivido, como tantos maestros, la experiencia de ser una voz que clama en el desierto. El desencanto es un virus terrible, letal, que se infiltra en las organizaciones, en las aulas, en los claustros y en el fondo del
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alma del maestro y acaba destruyendo el deseo de educar, de transformar el mundo a través de su acción. Uno no elige padecer el desencanto, como tampoco elige enamorarse o indignarse. Son estados de ánimo que suceden, independientemente de nuestra voluntad. No controlamos las ondulaciones de nuestra vida anímica, ni dominamos el flujo mental y emocional que fluye por nuestro interior; tampoco los cambios de humor, las rupturas y las alteraciones existenciales. El desencanto no es el resultado de una deliberación racional; tampoco la resultante de un acto libre. Es una caída, una especie de mal que se inocula dentro del ser más íntimo y que se expresa en el obrar, en el decir y en el hacer. Como el entusiasmo, el desencanto no se queda en los adentros. Todo lo contrario. Se irradia hacia fuera y el maestro no puede evitar verterlo en el aula. Aunque se contenga y disimule, siempre aflora, ya sea por alguna grieta o rendija. El alumno se da cuenta de ello, pero también el cuerpo de maestros y las familias. El obrar fluye del ser y, por ello mismo, cuando el ser padece el desencanto, el obrar lo manifiesta explícita o implícitamente. Muchos maestros padecen este estado de ánimo. Están desencantados. No hallan razones para motivarse de nuevo. El desencanto es un estado de ánimo que conduce a la parálisis, al escepticismo, a la nada. Cuando uno lo sufre, no siente ninguna pasión, ningún anhelo. Está como desganado y nada le conmueve; pues parte de la tesis de que nada puede cambiar, de que nada puede mejorar, de que su rol en el mundo es absurdo y, por consiguiente, acaba comprendiéndose, a sí mismo, bajo la forma de comediante, como una especie de histrión social.
El desencanto no es fruto de la casualidad. Viene inducido por el entorno, por la falta de reconocimiento social, por la soledad y por la indignación que experimenta frecuentemente el maestro, por el sentimiento de impotencia que alberga en su ser debido a una serie de motivos. Todo ser humano, también el maestro, necesita ser valorado, reconocido, apreciado y respetado. La sed de reconocimiento es una expresión de la vulnerabilidad humana, un síntoma de nuestra inequívoca fragilidad. No basta con gozar con el ejercicio de la propia profesión, con tener el sentimiento de coherencia y de dignidad. No basta con poseer la consciencia clara de que uno contribuye, con su empeño, al desarrollo de la historia, de que uno aporta su grano de arena al proceso de civilización. No basta con tener la seguridad de que esa tarea es valiosa por sí misma. Además es esencial el reconocimiento ajeno, la complicidad de la comunidad, la aprobación de la mayoría, la gratitud por la labor realizada. Este anhelo de ser amado es constitutivo de la condición humana. Se expresa en el niño, pero no desaparece con la vida adulta. Todo lo contrario. El niño lo expresa directamente, sin trampa ni cartón; desea ser mirado, aplaudido, abrazado y acariciado. Expresa, con nitidez, su indigencia afectiva. En la vida adulta, este estado carencial persiste de un modo discreto, pero tenaz, de tal modo que también los adultos suplicamos, a nuestra manera, afecto, gratitud y reconocimiento. El maestro no es una excepción, como tampoco lo es la enfermera, el médico, el mecánico o el jardinero. El desencanto —decía— no nace por generación espontánea, pero tampoco existe una ilación lógica y evidente entre causa y efecto. De hecho, hay maestros que poseen sobrados motivos para experimentar el desencanto y, sin embargo, expe-
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rimentan el mismo anhelo de educar que sentían al principio, cuando empezaron a ejercer la profesión. Entran al aula con la misma pasión, con la misma ilusión; desean motivar a sus alumnos, mostrarles ámbitos que desconocen, ensanchar su campo visual. Hay maestros, en cambio, que sucumben velozmente al desencanto, que, en poco tiempo, caen en la apatía y a la indiferencia y, a pesar de ello, no existen motivos objetivos ni razones de peso para explicar tal caída. El desencanto es un descenso a los infiernos, un estado emocional que no se elige, pero que tiene consecuencias a todos los niveles y en todas las esferas de la vida humana: la corporal, la psicológica, la social e, incluso, la espiritual. No se soluciona con un incremento de sueldo, tampoco con un cambio de horario, o alguna otra zanahoria. Solo si uno toma conciencia del valor de su acción profesional, del bien que hace a través de ella, de la importancia que tiene en el mundo, es capaz de entusiasmarse de nuevo y de apasionarse con su tarea de educar. Uno puede tratar de combatir el desencanto, pero cuando lo sufre, raramente puede disimularlo, porque se refleja en su rostro, en su obrar, en su actuar, hasta en el modo de caminar, de comer y de gesticular. Arrastra los pies de un lugar a otro, anda sin fuerza y solo algún entretenimiento o alguna distracción logran arrancarle una mueca que se parece, lejanamente, a una sonrisa. En sentido estricto, un maestro desencantado deja de ser maestro, porque lo propio y esencial de un maestro, su ser, lo que caracteriza su naturaleza, es el anhelo de educar, el deseo de salir de sí mismo para llegar al alumno, y, para lograr este fin, requiere de ímpetu, de una fuerza interior que le ponga en
acción. No son los conocimientos lo que definen a un maestro; sino la pasión de comunicarlos. Si padece el desencanto, el maestro perece y lo que queda de pie, gesticulando dentro de un aula, es un recuerdo de lo que fue. El desencanto paraliza, mientras que el entusiasmo activa, pone en movimiento a todo el ser, tanto su dimensión exterior como interior. El maestro desencantado se arrastra por las aulas, mira constantemente el reloj, vive el trabajo como una condena y no como una oportunidad para dar su talento, lo sufre casi como un castigo divino. Aspira a llegar al viernes cuanto antes mejor, a sobrevivir una semana más. Ya no siente el deseo de enfrentarse al alumno, de encontrarle y de comunicarle lo que sabe. Se hastía al entrar en el aula, pero también al salir. Le resulta monótono y tedioso repetir lo mismo todos los años. Como un espectro va de aula en aula, a golpe de timbre y, así, va tejiendo cada semana de un modo rutinario, pasando los meses, apurando las vacaciones y los festivos hasta el último sorbo. Existen razones objetivas para el desencanto. Sobran motivos para sucumbir a él. Es fácil acusar con el dedo al maestro desencantado, pero es mucho más difícil prevenir, y todavía más complejo curar esta enfermedad del alma, como bellamente lo expresa Julia Kristeva, pensadora francesa de la escuela psicoanalítica. Deberíamos instalar radares del desencanto en nuestras aulas y en nuestros claustros para poder identificar la llegada de este nubarrón emocional y activar dispositivos antes de que se instalara en la comunidad educativa. La emoción opuesta al desencanto es el entusiasmo, condición básica e ineludible para llevar a cabo la acción educativa, la fuerza propulsora que vence cualquier obstáculo.
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El desencanto —decía— no es fruto del azar. El escaso reconocimiento que merece el maestro en nuestra sociedad, su invisibilidad en el ágora mediática, la crisis de autoridad que sufre, no solo en el aula, sino también por parte del entorno familiar, de las autoridades educativas y de la misma sociedad, son factores que, sin lugar a dudas, inciden en el desencanto. También lo genera el desprecio hacia su figura y su rol en el sistema legislativo, un sistema que, en nuestro país, cambia prácticamente con cada legislatura y que no considera, para nada, el buen hacer y el buen obrar de la mayoría de maestros. La intromisión de la ideología política en los planes de estudios y la poca o nula estima por la autonomía de los profesores y de las comunidades educativas también acrecientan el desánimo y la pérdida de reconocimiento público. Existen poderosas razones para explicar el desencanto que se ha instalado en muchas comunidades educativas, el escepticismo de un gran número de maestros, tanto en el sector público como en el privado y concertado. Puedo hablar de ello por experiencia, pues prácticamente todas las semanas del año visito un claustro de maestros y comparto con ellos alguna reflexión. Los directores subrayan la necesidad de animarlos, de entusiasmarlos, porque detectan el mismo cansancio y fatiga y, en muchos casos, desidia. En ocasiones, este desencanto se traduce en estados patológicos depresivos o semidepresivos, lo cual es causa de baja laboral en muchas instituciones educativas. No puede sernos indiferente este desencanto. Debemos indagar las razones que lo propician, pues el ejercicio del magisterio exige, como condición necesaria, la ilusión de enseñar, el anhelo de comunicar, incluso el entusiasmo por los niños y los jóvenes.
Con frecuencia, el maestro se contempla a sí mismo como un llanero solitario, como David contra Goliat, como el último de Filipinas que lucha a favor de la civilización. Lucha contra los programas demenciales de la televisión que deseducan y destruyen la sensibilidad estética y ética del alumno; lucha contra el paternalismo de las familias que habitualmente protegen en extremo al niño; lucha contra las tecnologías de la comunicación y de la información que introducen todo tipo de distorsiones y de dispersión en el proceso educativo; lucha contra la publicidad que, con frecuencia, irradia todo tipo de tópicos y de estereotipos tóxicos sobre la condición femenina y masculina, sobre las edades de la vida, y las razas y las etnias; tópicos que los maestros intentan deconstruir en las aulas. El maestro lucha contra la ignorancia de muchos personajes televisivos que han adquirido cierta notoriedad social gracias a sus escándalos afectivos y/o sexuales o a groserías de todo tipo; lucha contra la mala educación y la barbarie que se pasea por la calles, contra el mal ejemplo que dan muchos representantes políticos electos en el Parlamento y en el Senado, lugares en los que se pone de manifiesto reiteradamente su incapacidad para el diálogo, la deliberación compartida y el uso público de la razón para resolver los problemas colectivos; lucha contra la descortesía que se pasea por los autobuses y por los ferrocarriles de nuestro país; en definitiva, lucha por extraer de cada niño lo más noble que hay en él, lo más valioso y precioso que habita en su ser. El maestro lucha contra las potencias deseducadoras de la sociedad y, muy habitualmente, en esta contienda, se siente solo y desamparado. A veces, da la sensación que esta es el último vestigio de civilización.
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Además, las expectativas que se ponen en la educación, y particularmente en la escuela, son excesivas. Se la considera el mesías social, el salvador colectivo que viene a redimirnos de todos los males y las lacras que sufre nuestra civilización. Se espera mucho de ella, pero se invierte poco en comparación con otros sistemas educativos europeos. Se considera que la escuela debe salvarnos de la mala alimentación que sufren los niños y adolescentes, de la obesidad mórbida, pero también de disfunciones alimentarias como la anorexia y la bulimia; que debe protegernos de los malos hábitos de conducción vial, de los malos hábitos de tipo sexual que generan gran cantidad de embarazos no deseados; que tiene que garantizar los valores democráticos propios de una sociedad abierta y civilizada, valores como la tolerancia, la participación, el respeto, la dignidad, la integridad, la intimidad y la equidad. Se le exige mucho a la escuela, pero se le presta poca o nula atención. Se le delega este papel redentor, pero no se la faculta para que pueda desarrollar este rol. En el aula, el maestro se siente solo y abatido luchando contra un dragón con muchas cabezas. El desencanto, pues, no es una casualidad, ni un estado de ánimo que deba imputarse, única y exclusivamente, al maestro; menos aún se le tiene que culpar de ello. Lo que necesita es ayuda y comprensión, reconocimiento y gratitud, pero también un arsenal de motivos para mantener el deseo de educar y de continuar su actividad. De eso trata este libro. Se ha escrito e ideado como una apología, como una defensa del maestro y de su labor en el seno de la sociedad. Tiene como objetivo reivindicar, con solemnidad, la vocación y la profesión de maestro, porque realmente la
concibo como una de las más nobles que puede ejercer un ser humano en este mundo. Dedico este pequeño libro a quienes entregan su vida en el aula; a quienes dan todo su ser en el aula y no guardan nada para sí mismos. Deseo comunicarles que tal donación y entrega tiene sentido, que deben sentirse satisfechos por lo que crean con su actividad. Se trata de ofrecer un abanico de razones, un hilo argumental para que los maestros desencantados descubran, de nuevo, la grandeza inherente a su vocación; pero también para que las nuevas generaciones de candidatos a maestros no desistan en prepararse a fondo para ejercer esta tarea en el mundo. Raramente se esgrimen razones a favor del magisterio. Se dan por supuestas. Incluso en las Facultades de Educación y de Magisterio, pocas veces se elabora un discurso argumentado a favor de la vida docente. En este libro se ofrecen argumentos para sostener tan grandilocuente elogio. Sin negar las tensiones y las dificultades que conlleva la tarea de educar, resulta hoy más necesario que nunca ahondar en estos argumentos, descubrir racionalmente la dignidad de este rol en la sociedad; y ello no por motivos gremiales, sino a partir de razones vitales que emanan de la práctica de esta actividad y de la experiencia de los beneficios y las posibilidades que brinda esta vocación y profesión para el crecimiento personal y social. Solo podemos crecer como personas si nos entregamos, si practicamos el don 1. El ejercicio del magisterio es un modo de
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Lo expresé en La lógica del don, Khaf, Madrid, 2012.
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darse, de entregarse a los otros y, por eso mismo, uno de los caminos de felicidad más dignos para el ser humano tanto en el pasado como en el presente. Estamos hechos para el don y el maestro tiene la gran ocasión de darse todos los días, de dar lo que sabe, lo que conoce, lo que ama, lo que ha aprendido, en definitiva, lo que es. La plenitud que experimenta el maestro cuando da lo que es y cuando dando lo que es percibe que sus alumnos crecen y se desarrollan, que amplían su visión del mundo y de la realidad, que se van construyendo como personas, es impagable. Es una compensación interior, de tipo emocional, pero no por ello irrelevante, sino todo lo contrario. Esta percepción subjetiva y silente del valor de educar es difícil de cuantificar, de medir y de sopesar, pero es un estado de ánimo muy cercano a la felicidad. Morgovejo, agosto de 2014
1 FORMAR PERSONAS, UNA OBRA DE ARTESANOS
La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser. Hesíodo
Existe una cierta semejanza entre la tarea del maestro y la del escultor, aunque, en sentido estricto, el maestro actúa sobre una materia viva, capaz de pensar, de sentir, de amar y de crear, mientras que el escultor labra una sustancia inerte. Precisamente por ello, la tarea del primero entraña una dificultad mayor. El escultor da forma al mármol, al bronce o al hierro y debe luchar para vencer la resistencia de estos materiales. En cada martillazo proyecta la forma mental en el bloque y exterioriza su alma. El maestro no se propone dar forma, sino descubrir la forma interior del educando, su esencia, su capital intangible para extraerlo hacia fuera y labrarlo. Debe, pues, indagar, estar atento, extraer lo que está dentro de él. También el escultor parte de la idea de que la figura está dentro del bloque y que su tarea consiste en vaciar lo que sobra para que emerja el cuerpo, pero el maestro trabaja con un ser humano y no con un objeto inerte, con un ser capaz de
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actos libres y, por ello, tiene que estar atento a su voz y a su proyecto. La tarea principal del maestro es ayudar al alumno a aprender a ser lo que es capaz de ser, pero para ello tiene que explorar sus capacidades latentes. La capacidad es un intangible; no está colgada con un letrero en la frente del educando; es algo que no se vislumbra inmediatamente. El poder ser está oculto, pero el maestro tiene que descubrirlo y darle vida. Si está atento al alumno, a sus habilidades naturales, a sus movimientos espontáneos, se percatará de sus capacidades y entenderá qué potencial para desarrollar hay en él. El alumno, a diferencia de la materia prima del escultor, no es un objeto inerte, algo que está ahí quieto; es un ser dinámico y creativo, responsable y protagonista en la aventura de educar. Es un ser llamado a hacer de su vida un proyecto personal, poseedor de una intimidad que el maestro tiene que preservar en todo momento, tanto en el niño como en el joven y adolescente. De ahí que el buen maestro se limite a sí mismo como expresión de respeto a la dignidad del alumno. ¿A quién se puede llamar maestro? La pregunta parece obvia, pero no lo es. Hay personas que han sido facultadas para ejercer el magisterio y, sin embargo, no pueden considerarse maestras. Hay otras, en cambio, que jamás pisaron una Facultad, pero tienen capacidades y habilidades para el ejercicio del magisterio. El título no imprime carácter, ni garantiza la perfección de la propia vocación. ¿Se nace o se llega a ser maestro? ¿Qué facultades debe atesorar un ser humano para poder denominarse a sí mismo maestro? ¿Dónde puede facultarse uno para llegar a serlo? ¿Acaso puede un ser humano denominarse a sí mismo maestro?
¿No es excesivo? ¿No es arrogante? ¿Qué pasaría si no hubiere maestros? ¿Por qué sin maestros no hay civilización? Me doy cuenta de que la temática posee una complejidad enorme. En cada una de estas interrogaciones se oculta un mar de preguntas y de ensayos. Sin ánimo de responder a la totalidad de estas cuestiones, resulta necesario abordar, cuanto menos, alguna de ellas, pues, con frecuencia, se banaliza la figura y la función social del maestro. A veces incluso se la desprecia o se ningunea a las personas que se dedican a tal profesión como si fuera una buena salida laboral para alumnos poco aventajados. Me centro en la cuestión fundamental: ¿quién es un maestro? En sentido estricto, nadie, pues no se es maestro nunca, ya que la condición de maestro exige, necesariamente, el verbo devenir. Uno deviene maestro en la medida en que no deja de ser discípulo, alcanza el rol de maestro desarrollando la misma actividad de enseñar, ejercitándose en el aula y fuera de ella, aprendiendo de los contextos, de los libros y de las múltiples interacciones que tiene con sus alumnos, con las familias y con los otros maestros. El maestro es un ser in fieri, una obra de arte in progress, un ser que se construye a lo largo del tiempo. Es un ser humano que se siente, siempre y en cualquier circunstancia, un aprendiz, un ser que está perfectamente abierto, que practica la receptividad y que jamás olvida su condición de educando. Vuelvo, de nuevo, a la cuestión: ¿Quién es un maestro? Voy a lo esencial. Más allá de los títulos y de los certificados, se oculta la esencia del magisterio. Maestro es un ser humano al que se le suponen dos cualidades básicas e ineludibles, a
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saber, la voluntad de comunicar lo aprendido, lo vivido, lo sufrido y lo gozado; pero, también, requiere de otra, tan relevante como aquella: la capacidad de comunicar, de transmitir lo aprendido de un modo adecuado, teniendo en cuenta la capacidad receptiva del alumno, sus lenguajes, su contexto, su circunstancia, para decirlo con una bella categoría de José Ortega y Gasset; en definitiva, su nivel de comprensión. La voluntad de comunicar se le supone al maestro, como el valor al soldado. Si no posee esta voluntad, si no siente el anhelo, el deseo de transmitir lo poco o lo mucho que sabe, no hay acto educativo posible, no hay vínculo pedagógico, ni tampoco existe un ser humano que pueda denominarse maestro. Tener voluntad de comunicar no significa que haya pericia para transmitir. Cuando estamos en un país asiático, tenemos voluntad de comunicarnos, pero no dominamos la lengua vehicular, con lo cual el proceso comunicativo queda muy mermado. La voluntad es el motor, la fuerza que impela a mejorar, a entrar día tras día en el aula para vaciarse, para entregarse, para donar ese bien intangible que son los conocimientos, la experiencia atesorada a lo largo de la vida. La voluntad, para decirlo con Arthur Schopenhauer, es el alma de la vida, la fuente del movimiento, la fuerza motriz de la acción educativa. Al maestro se le supone la voluntad de comunicar. Puede que uno atesore conocimientos, que posea una gran erudición, pero puede que no sienta la necesidad de comunicarlos. Existe el erudito, el especialista, el ratón de biblioteca que, a pesar de saber mucho de un área determinada del saber, no siente el más mínimo deseo de comunicar lo que ha aprendido a los demás, lo que ha descubierto y explorado por sí mismo. No puede ser maestro.
Pasión por educar
Pasión por educar
Francesc Torralba
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«Siento la pasión por educar, pero conozco, también, las sombras de la práctica educativa».
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Este libro se ha escrito e ideado como una apología, como una defensa del maestro y de su labor en el seno de la sociedad. Tiene como objetivo reivindicar, con solemnidad, la vocación y la profesión de maestro, porque realmente la concibo como una de las más nobles que puede ejercer un ser humano en este mundo. Dedico este pequeño libro a quienes entregan su vida en el aula; a quienes dan todo su ser en el aula y no guardan nada para sí mismos. Deseo comunicarles que tal donación y entrega tiene sentido, que deben sentirse satisfechos por lo que crean con su actividad.
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¿Por qué Pierre Anthon debería bajar del ciruelo? (Interioridad y sentido) FRANCESC TORRALBA
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FRANCESC TORRALBA Nació en Barcelona en 1967. Estudió filosofía en la Universidad de Barcelona y teología en la Facultad de Teología de Cataluña. En la actualidad es Profesor de la Universidad Ramon Llull de Barcelona e imparte cursos y seminarios en otras universidades de España y de Sudamérica. Forma parte de varios comités de ética. Actualmente es director de la cátedra Ethos de ética aplicada en la Universitat Ramon Llull, Director del Ramon Llull Journal of applied Ethics y Presidente del Consejo Asesor para la diversidad religiosa de la Generalitat de Cataluña. En 2011 fue nombrado por Benedicto XVI consultor del Consejo Pontificio de la Cultura de la Santa Sede. Su pensamiento se orienta hacia la antropología filosófica y la ética. Está esencialmente preocupado por articular una filosofía abierta al gran público que pueda alternar profundidad y claridad al mismo tiempo. A lo largo de su trayectoria profesional ha recibido muchos premios de ensayo y ha publicado más de cincuenta libros de filosofía sobre temas muy variados.
Ofrezco un abanico de razones, un hilo argumental para que los maestros desencantados descubran, de nuevo, la grandeza inherente a su vocación; pero también para que las nuevas generaciones de candidatos a maestros no desistan en prepararse a fondo para ejercer esta tarea en el mundo.
Consumidores consumidos (Juventud y cultura consumista) JUAN Mª GONZÁLEZ-ANLEO
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