Dios y la guerra
Dios y la guerra
José Carlos Rodríguez Soto
José Carlos Rodríguez Soto
José Carlos Rodríguez Soto Nació en Madrid en 1959. Estudió Teología y Periodismo. Desde 1984 ha vivido ligado a África, primero como misionero comboniano en el norte de Uganda,
Instituto U. Ciencias de las Religiones
Los rostros de Dios Santiago Montero (Coordinador)
La lógica del don FRANCESC TORRALBA
Los apócrifos posmodernos MIREN JUNKAL GUEVARA
A vueltas con Dios en tiempos complejos (conversaciones con G. Vattimo) JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ
El autor del libro ha sido misionero comboniano y ha pasado más de 20 años en África como misionero y periodista. En la actualidad colabora como cooperante y sigue viajando a África aunque reside en España. Su experiencia en Uganda durante los años más difíciles de la guerra queda recogida en este libro donde cada capítulo desarrolla un episodio concreto (en torno a una persona, un encuentro, un viaje) de este periodo de su vida. Los relatos son duros, llenos de dramatismo y de la crudeza de la guerra, pero sin perder la esperanza que tienen los cristianos en Dios y que él mismo experimentó en medio del horror.
en diversas iniciativas de paz con la comisión Justicia y Paz de la archidiócesis de Gulu y un grupo interconfesional. En 2011 y principios de 2012 coordinó un proyecto humanitario en Goma (R. D. Congo) con los Salesianos; y desde mayo de 2012 ha sido consultor para Naciones Unidas, el Banco Mundial y Conciliation Resources en la República Centroafricana. Es colaborador habitual de publicaciones como Mundo Negro, Vida Nueva y Misioneros
José Carlos Rodríguez Soto
Los rostros del mal
Las experiencias de la guerra son duras y crueles, pero la esperanza en Dios puede perdurar en medio de las circunstancias más extremas.
Dios y la guerra
donde vivió cerca de 20 años y participó
Tercer Milenio, y de Radio Exterior de España (programa «África Hoy»). Es autor de los libros: Hierba alta. Historias de paz y sufrimiento en el norte de Uganda; Desde mi veranda africana; Más allá del asfalto. Seis viajes por África; y Por una cultura de paz. Desde 2006 escribe habitualmente en el blog «En Clave de África», en Religión Digital.
Dios y la guerra JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO
> colección Expresar Religioso ISBN 978-84-15995-01-2 7 4 5 2 7 9 78841 5 99501 2
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isbn 978-84-15995-01-2 © 2013-Ediciones Khaf Grupo Editorial Luis Vives Xaudaró, 25 28034 Madrid - España tel 913 344 883 - fax 913 344 893 www.edicioneskhaf.es
dirección editorial Juan Pedro Castellano edición Isabel Izquierdo dirección de arte Departamento de imagen y diseño GELV diseño de colección Mariano Sarmiento impresión Edelvives Talleres Gráficos. Certificado ISO 9001 Impreso en Zaragoza, España depósito legal: Z 1353-2013
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 932720447).
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PRÓLOGO
Hace algunos meses visité en el suroeste de la República Centroafricana uno de los campos de refugiados para congoleños que habían huido de los rebeldes de Joseph Kony, «funesto» protagonista de tantas páginas de este libro. Eran cuatro mil quinientos y acababan de llegar. Nadie les había pedido pasaporte, ni visado, ni cuentas bancarias, ni seguros de vida. Estaban aún sentados en el suelo duro de la tierra roja centroafricana y tenían hambre. Preparamos comida para ellos durante dos meses en grandes cacerolas hasta que llegaron el PMA (Programa Mundial de Alimentos de la ONU), ACNUR y otros organismos internacionales. El primer día que llegamos para ver qué podíamos hacer por ellos me fijé en una viejecita, casi desnuda, sentada en el suelo, que portaba una pe queña cruz atada a su cuello por una diminuta cuerda. Después de diez días de camino estaba exhausta. Me dijeron que veinte días antes, reunidos en consejo familiar, habían decidido abandonar el pueblecito congoleño donde vivían por miedo a la violencia ciega del LRA (Lord’s Resistance Army, Ejérci to de Resistencia del Señor), hartos de ver horrores, violacio nes en masa en el centro del pueblo —«botín de guerra» que
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decían esos rebeldes indeseables—, hartos de ver quemadas sus capillas y carbonizados sus campos... ¡Mejor escaparse! Pensaron en lo que tenían que llevar y en lo que, por fuerza, tenían que abandonar. Me dijeron que los niños miraron de reojo a la viejecita pensando que tal vez recoger algunas cacerolas para comer y algo de ropa para protegerse del frío en la selva sería una acción más útil que cargar con ella. La pobre mujer, al escucharlos discutir sus planes, se asustó mientras rezaba en silencio. Según me contó el responsable del campo, al día siguiente decidieron llevársela al exilio, cogieron una sillita de mimbre, la ataron al portaequipajes de la bicicleta y allí sentaron de horcajadas a la abuela, mientras que la madre iba en el sillín, con un hijo a la espalda más unas pocas cacerolas en la cabeza; el padre tiraba del manillar. Viéndola en el suelo, salvada del abandono por chiripa, sentí compasión por ella. Su cruz destacando en su cuello era el único detalle de amor en aquel inmenso campo de desconsuelo. Y es que, como dice José Carlos Rodríguez en este libro, —una de las muchas frases que nos van a hacer pensar— «Dios entiende mucho de guerras» y nos ha enseñado a algunos a vivir con ellas, a tenerlas muchas veces como molestísimas compañeras de camino. Llegué casi a arrodillarme para pedirle perdón —no a Dios sino a la viejecita—, porque entre todos la habíamos pisoteado, porque nadie había contado con su opinión, porque ella no sabe nada de coltán, ni de política, ni del valor del tantalio, ni de Kony y sus secuaces, ni de móviles o de misiles teledirigidos cuyos componentes electrónicos funcionan con el tantalio del coltán. Ella tan solo es una víctima colateral, que ve amargada su vejez por el egoísmo y la violencia de otros. No le queda más que acariciar su pequeña cruz
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en el cuello y decirle a esa imagen de Cristo sufriente que esta vida es un calvario y que ella lo ha vivido en sus carnes. José Carlos Rodríguez ha vivido muchos momentos como este en Uganda. Sus apuntes coleccionan muchas experiencias de «hierba alta» para combatir junto a su pueblo una situación de «tortura social» sistemática descrita puntualmente en este libro. Más o menos cortado por la misma tijera, lo mismo ocurre en la República de Centroáfrica; otro país donde la muerte está muy barata, en el que las agencias de viajes avisan de que se trata de una zona de alto riesgo —trece grupos rebeldes se ocupan de ello desde 2012—, y en el que, desde hace catorce años, vivo el servicio del episcopado contando las lágrimas de mi pueblo en la diócesis de Bangassou, la mitad «ocupada» por la guerrilla del LRA, presente en casi todos los capítulos de este libro. Las visitas a los campos de refugiados centroafricanos son los últimos capítulos de un largo inventario de escenas y emociones originado por treinta y dos años de experiencia africana. Como José Carlos y tantos otros misioneros, retratados admirablemente en estas páginas, estas escenas vividas igualmente por cooperantes y, cómo no, por nuestra gente buena de África a la que la ruleta de la fortuna les ha llamado a vivir en lugares de violentos conflictos, provocan la sempiterna pregunta: «Mi Dios, ¿dónde estás?». Y la consabida respuesta: «Estoy allí, en la piel de tu viejecita, en la piel de tu gente. Haz por ella lo que querrías hacer por mí...». Después de 32 años entre zafarranchos de combate, pobreza generalizada —caldo de cultivo para violencias ciegas—, y también muchos momentos —¡menos mal!— de sosiego y de paz, podríamos abrir nuestro corazón y, como decía don Pedro
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Casaldáliga, «estará lleno de nombres». Los nombres de todas las personas que hemos conocido y amado y que nos han amado a lo largo de la vida, haciendo camino con ellos, buscando a Dios como ellos, amando al prójimo junto a ellos, contando sus lágrimas y gozando en sus alegrías. José Carlos Rodríguez, se palpa en las páginas de este libro, tendrá su corazón lleno no solo de nombres sino también de rostros. Muchos tienen nombre y apellidos en este libro. Pero se mezclan y se repiten en otros rostros del continente africano. Algunos de ellos te dejan el corazón en un puño. El rostro de un niño soldado, por ejemplo, arrancado de cuajo de su ambiente para meterlo de cabeza en el horror del traqueteo imparable de un fusil Kalashnikov, de un machete para cortar cabezas o de la adoración sumisa a las órdenes del comandante de turno. El rostro de una joven embarazada, después de escaparse de la guerrilla en la que ha estado varios años, rostro de mirada inmensa y extraviada, en estado de shock, calculando en la balanza de su corazón si el instinto maternal es mayor que la posibilidad de ver durante toda la vida en los ojos del hijo que lleva en las entrañas el reflejo de los ojos de su violador. El rostro de la demencia senil, de los desahuciados de África contaminados de sida, de los huérfanos de guerra y las viudas desvalidas, de las madres solteras o de las viejecitas abandonadas debajo de un árbol... También los rostros sonrientes de blancos dientes que no paran de darte las gracias por estar allí, rostros de mujeres llenas de coraje, rostros de enfermos en fase terminal llenos de esperanza en el Dios de la vida. José Carlos Rodríguez nos brinda un montón de recuerdos, de finos comentarios, de anécdotas trepidantes, de hondas reflexiones de las que hacen pensar sin dejarte indiferente.
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Algunos momentos, muchos a decir verdad, como la historia del misionero Raffaele di Bari, quemado vivo en su coche en su misión de Payule, te ponen literalmente los pelos de punta. O la estima latente que destila hacia el arzobispo de Gulu John Baptist Odama, y que es un canto de amor a la joven Iglesia africana que tanto está dando a la Iglesia universal. Decía un misionero comboniano, Osmundo Bilbao, mártir en Uganda, que el misionero «va a África como con dos mochilas en la espalda, una para dar y la otra para recibir». Pues bien, decía el padre Osmundo: «se llena antes la vacía que se vacía la llena». ¡Qué razón tenía! A él, mi gratitud sincera y mi reconocimiento por ser testigo de todo aquello, por ser la voz de quien no podrá nunca venir a contárnoslo a nosotros y, finalmente, por ser capaz de escribirlo, capítulo tras capítulo, con fino humor, infinitos detalles y a ras de tierra como la vida misma.
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Monseñor Juan José Aguirre Obispo de Bangassou, República Centroafricana Abril de 2012
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INTRODUCCIÓN
«Señor de los ejércitos», así llamaba el pueblo de Israel a Yahvé, su Dios, el que les había sacado de Egipto y conducido a una tierra prometida que supuestamente manaba leche y miel, una exageración sin duda para un país que es un secarral poco apetecible, pero en el que los hebreos hicieron el descubrimiento fundamental de encontrar a Dios en el devenir de los acontecimientos históricos acompañando a los seres humanos. Cuando empecé mis estudios de Teología recuerdo que el primer profesor de Sagrada Escritura que tuve nos explicaba esta y otras expresiones con resonancias bélicas e incluso crueles («Babilonia criminal… ¡quién pudiera estrellar a tus hijos contra las piedras!», dice uno de los salmos) con una palabra griega, sinkatabasis, que significa algo así como «condescendencia». Según esta explicación, Dios se habría adaptado a la mentalidad y la sensibilidad del pueblo al inspirar los libros del Antiguo Testamento y, lógi camente, no habría que tomar al pie de la letra expresiones que hoy nos escandalizan. Pero si la relación entre Dios y violencia tal y como está expresada en algunos libros de la Biblia se puede entender con
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estas y otras categorías que los exégetas nos explican hoy con bastante claridad, la explicación del porqué del mal y del sufrimiento de los inocentes y el papel que Dios desempeña en todo esto resulta un hondo misterio tanto hoy como entonces. Y si es incomprensible para el común de los mortales, la experiencia de la guerra —que es la expresión más absoluta del mal— pone a prueba la fe de quienes viven en medio del horror de un conflicto armado. En África, donde durante las últimas décadas han tenido lugar las peores guerras acaecidas en nuestro mundo, las personas que allí viven suelen tener un gran sentimiento religioso y están acostumbradas a buscar refugio en la relación con Dios, pidiéndole protección y expresando una confianza sin límites en Él, puesto que todo está en sus manos. Otros manipulan el nombre de Dios hasta el punto de presentar las guerras como un castigo a un pueblo supues tamente quebrantador de sus leyes. Finalmente, hay quienes toman su nombre en vano justificando sus propias atrocidades como algo querido e incluso ordenado por la divinidad. Este ha sido el caso del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en siglas en inglés), la cruel guerrilla que secuestró, asesinó y arrasó el norte de Uganda durante dos décadas y que desde finales de 2006 se ha trasladado al noreste de la República Democrática del Congo y el este de la República Centroafricana. Su nombre indica ya que se trata de una secta armada que busca presentar sus crímenes como algo querido por Dios. No en vano su visionario líder Joseph Kony se ha erigido siempre en médium del Espíritu Santo. Más allá de estas posturas, la persona que tiene fe y se encuentra en medio de una conflagración bélica no puede evitar que broten dentro de él o ella las mismas preguntas que se
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han hecho las personas religiosas en todas las épocas históricas y culturas del mundo: si Dios es bueno y providente, ¿por qué permite el mal y el sufrimiento de los seres inocentes? Porque la guerra es la expresión más absoluta del mal en cualquiera de sus formas y en las conflagraciones del mundo contemporáneo los seres más vulnerables, indefensos e inocentes se convierten en verdaderos objetivos para los distintos grupos armados, ya se traten de milicias rebeldes o de ejércitos gubernamentales. Yo viví en el norte de Uganda durante dos décadas y fui testigo de cómo tanto el LRA como el ejército ugandés convirtieron el control de la población civil en una de sus estrategias principales para alcanzar sus objetivos militares. Cerca de dos millones de personas se vieron atrapadas en una desesperante espiral de violencia en la que se les impuso el desplazamiento forzoso llevado a cabo por el ejército gubernamental. El LRA secuestraba niños a los que obligaba a matar a sus propios familiares, realizaba ataques nocturnos a ciudades y aldeas, mutilaba y desfiguraba horrorosamente a sus víctimas y sembraba el terror por los caminos plantando minas antipersonas y organizando frecuentes emboscadas que convertían cualquier viaje por aquellas tierras en una experiencia de miedo profundo. Tanto dolor y tanta humillación vivida uno y otro día, durante muchos años, hacen que quien tenga sentimientos religiosos se vuelva hacia Dios buscando refugio, pero le grite también protestando por la injusticia de un sufrimiento que se ceba en los más débiles. Si buceamos en busca de respuestas o, al menos, de re sonancias sobre este problema en el Antiguo Testamento, yo me quedo con el libro de Job. Su protagonista es un hombre justo que no merece sufrir. Y, sin embargo, lo pierde todo y
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enferma gravemente. Para la mentalidad israelita, firmemente arraigada en un Dios justo que da a cada cual según sus méritos o deméritos, algo así resulta incomprensible, tanto más cuanto que la fe de Israel apenas atisbaba en aquella época un más allá muy desdibujado y lleno de brumas, cuya expresión más plástica fue la de un «sheol» a donde iban a parar los muertos para seguir viviendo en un extraño reino de sombras, muy alejado del concepto de un cielo en el que recibir una recompensa divina de felicidad eterna. Por lo tanto, si el premio o el castigo de Dios tiene que tener lugar en este mundo, no hay más que una explicación posible: Job sufre porque ha pecado. Este es el argumento de sus tres amigos, que tienen con él un largo diálogo, que más parece una cruel provocación, para que confiese el pecado que ha cometido y que le ha hecho merecedor de tanta desgracia. Más allá de la negativa a aceptar una culpa que no le corresponde, su sa biduría repite una y otra vez que ante el misterio de Dios es mejor guardar silencio que hablar para decir tonterías. Convence poco el final de este libro, según parece añadido por un autor posterior, en el que se intenta arreglar el asunto en un pispás con un gran premio sorpresa a la paciencia del que supuestamente disfrutaría todo aquel que, como Job, fuera capaz de sufrir sin maldecir a su Creador. Este misterio del mal se ve con mucha más luz desde Jesús de Nazaret, él mismo condenado injustamente y Siervo de Yahvé que carga con el mal. En la cruz grita ante el silencio y el abandono de Dios con las palabras del salmo 22. Teniendo en cuenta que esta oración concluye con unos versos de esperanza y confianza en Dios, muchos han interpretado este grito de Jesús en la cruz no como una protesta ante el silencio
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divino sino como una oración de abandono en las manos del Padre. El misterio pascual, centrado en un Dios que carga el su frimiento y la injusticia del mundo sobre sí mismo y que al morir resucita a una vida sin límites, es la base de una esperanza que nos da la fuerza para seguir adelante en cualquier situación límite en la que nos encontremos. Estas consideraciones no son pura teoría. Durante mis años en el norte de Uganda he visto a muchos cristianos vivir esta esperanza en medio de las mil tragedias de la guerra que tenían lugar a su alrededor. Muy particularmente, fui testigo de cómo la fe podía dar una fuerza inimaginable a quienes se empeñaron en trabajar por la paz y la reconciliación. En una ocasión, en uno de esos momentos en los que la guerra aumentaba de intensidad y la paz se vislumbraba como un sueño muy distante, un anciano de una de nuestras comunidades rurales que se dio cuenta de mi profundo desánimo me dijo: «¿No nos dices siempre cuando predicas en la iglesia que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios?». El ar zobispo católico de Gulu, John Baptist Odama, con quien tuve la fortuna de vivir y trabajar durante cinco años en distintas iniciativas de paz, solía decirnos que en aquellos tiempos tan duros había que rezar «pidiendo a Dios la sabiduría de saber qué camino tenemos que seguir y, una vez que nos hemos puesto en marcha, la fortaleza de no abandonarlo». Escribo estas líneas cuando ya no hay guerra en el norte de Uganda. Cuando lo malo ya ha pasado es fácil decir que Dios nos dio la paz, pero cuando uno se encuentra en medio de la violencia y la desesperación las cosas se ven desde la oscuridad. Lo hago también desde la distancia de cuatro años de ausencia, aunque cada año suelo visitar el lugar al menos dos
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veces y he tenido también una reciente experiencia de trabajo en el este de la República Democrática del Congo, otra zona de conflicto, tal vez incluso más complicado y cruel que el del norte de Uganda. Ante el misterio del mal absoluto que es la guerra, sigo sin entender muchas cosas, pero tengo por lo menos una convicción: que ante el sufrimiento humano la única respuesta honrada —para creyentes y no creyentes— es acompañar a las víctimas y luchar para transformar la situación de conflicto en la que están inmersos, algo que no podremos realizar nunca sin llenarnos de la presencia del Señor de la paz. Trabajar por este divino empeño nos convierte nada menos que en hijos e hijas de Dios. Si alguna vez fue Señor de los ejércitos estoy convencido de que hace mucho que se jubiló de esta tarea para abrazar la de Señor de la paz, entendida como Shalom, un estado de relaciones armoniosas entre los seres humanos, que nos hace felices y en el que nadie tiene que sufrir a manos de su semejante. Que nadie piense que cuando las guerras terminan nos encontramos en el «final feliz» de la historia. Casi siempre ocurre que cuando las armas callan en el campo de batalla el legado de infelicidad y destrucción del tejido social pesa como una losa sobre los mismos que soportaron con mayor rigor los desastres del conflicto. Llega entonces el momento de iniciar el proceso de sanar las heridas, una dificultosa tarea que puede llevar muchos años y que, sobre todo en los países pobres, no está exenta del peligro real de la recaída en el conflicto. Las páginas que siguen a continuación son reflexiones sobre Dios y la guerra construidas desde recuerdos personales de hechos que tuvieron lugar en distintos momentos y no están or denados necesariamente por orden cronológico. No pretenden
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ser un tratado sistemático de Teología sobre el mal o la violen cia —quien esté interesado en una obra así podrá fácilmente encontrarla—, pero el lector sí encontrará en ellas preguntas, gritos de dolor, planteamientos de cuestiones de difícil solución y, posiblemente, alguna que otra respuesta.
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José Carlos Rodríguez Soto
José Carlos Rodríguez Soto Nació en Madrid en 1959. Estudió Teología y Periodismo. Desde 1984 ha vivido ligado a África, primero como misionero comboniano en el norte de Uganda,
Instituto U. Ciencias de las Religiones
Los rostros de Dios Santiago Montero (Coordinador)
La lógica del don FRANCESC TORRALBA
Los apócrifos posmodernos MIREN JUNKAL GUEVARA
A vueltas con Dios en tiempos complejos (conversaciones con G. Vattimo) JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ
El autor del libro ha sido misionero comboniano y ha pasado más de 20 años en África como misionero y periodista. En la actualidad colabora como cooperante y sigue viajando a África aunque reside en España. Su experiencia en Uganda durante los años más difíciles de la guerra queda recogida en este libro donde cada capítulo desarrolla un episodio concreto (en torno a una persona, un encuentro, un viaje) de este periodo de su vida. Los relatos son duros, llenos de dramatismo y de la crudeza de la guerra, pero sin perder la esperanza que tienen los cristianos en Dios y que él mismo experimentó en medio del horror.
en diversas iniciativas de paz con la comisión Justicia y Paz de la archidiócesis de Gulu y un grupo interconfesional. En 2011 y principios de 2012 coordinó un proyecto humanitario en Goma (R. D. Congo) con los Salesianos; y desde mayo de 2012 ha sido consultor para Naciones Unidas, el Banco Mundial y Conciliation Resources en la República Centroafricana. Es colaborador habitual de publicaciones como Mundo Negro, Vida Nueva y Misioneros
José Carlos Rodríguez Soto
Los rostros del mal
Las experiencias de la guerra son duras y crueles, pero la esperanza en Dios puede perdurar en medio de las circunstancias más extremas.
Dios y la guerra
donde vivió cerca de 20 años y participó
Tercer Milenio, y de Radio Exterior de España (programa «África Hoy»). Es autor de los libros: Hierba alta. Historias de paz y sufrimiento en el norte de Uganda; Desde mi veranda africana; Más allá del asfalto. Seis viajes por África; y Por una cultura de paz. Desde 2006 escribe habitualmente en el blog «En Clave de África», en Religión Digital.
Dios y la guerra JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO
> colección Expresar Religioso ISBN 978-84-15995-01-2 7 4 5 2 7 9 78841 5 99501 2
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