Es miembro fundador de la Asociación de Teólogas Españolas (ATE), pertenece a la Asociación Europea de Mujeres para la Investigación Teológica (ESWRT), y forma parte del comité científico de EFETA, una asociación que imparte dos cursos de teología feminista por Internet. Ha dirigido y participado en la colección de teología En Clave de Mujer editada por Desclée, de la que se han publicado 25 títulos, entre los que se encuentran: Orar con los 5 sentidos; Relectura del Génesis; María, mujer mediterránea; María Magdalena. De apóstol a prostituta y amante; Y vosotras ¿quién decís que soy yo; y La mujer en los orígenes del cristianismo; algunos traducidos al italiano y al portugués. Su primera obra que, también se tradujo a varias lenguas, fue Dios también es madre, San Pablo, Madrid, 1994. Su última publicación es una Guía de lectura al evangelio de Lucas, EVD, Estella, 2008. Ha escrito y escribe en numerosos libros colectivos, en revistas españolas y extranjeras, y ha participado en numerosos congresos de teología, nacionales e internacionales.
isabel gómez FRAN CIS EL PAÑERO ASÍS Acebo CO DE Francisco nace en una familia acomodada de vendedores de paños. Es un joven de frágil salud, pero vividor y derrochador hasta que es hecho prisionero en una guerra con la vecina Perugia. Un año de cautiverio, en una mazmorra oscura y húmeda, le lleva a una búsqueda de Dios. Desde la extrema pobreza y entrega a los que más sufren, comienza su camino de servicio a Dios; en esta andadura encuentra seguidores por docenas, convence a los papas, anda por media Europa, salta a Egipto para convertir al Sultán, le despojan los suyos de su liderazgo y sufre grandes dolores por estigmas y diversas enfermedades que le llevan a la muerte con menos de 50 años.
El mundo de la Edad Media a través de la vida de este santo.
FRANCISCO, EL PAÑERO DE ASÍS
Isabel Gómez Acebo Duque de Estrada nació en Madrid en 1940; es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense y en Teología por la Universidad de Comillas, donde ha impartido clases de teología hasta su jubilación. Preside y dirige la Fundación Sagrada Familia, entidad dedicada a residencias de ancianos (que cuenta con tres centros en Madrid), y el consejo asesor del campus de la Universidad de San Luis (Missouri) en Madrid. Está casada y es madre de seis hijos y abuela de veinte nietos.
Fran cis co
Isabel Gómez Acebo
ISABEL GÓMEZ ACEBO
isabel gómez Acebo
Una mirada al mundo de los caballeros y sus torneos, y a la vida de los campesinos; al nacimiento de la burguesía y la expansión del comercio; a la Roma de los papas, las campañas de los cruzados y las relaciones con el islam… El mundo de principios del siglo XIII se nos descubre en esta novela de aventuras a través de los ojos de su protagonista: San Francisco de Asís.
el pa ñ e r o de as í s
> colección Expresarte
Foto © Isabel Solano
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francisco, el pañero de asís
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A mis veinte nietos para que imiten, al menos, algo de este hombre Ăşnico.
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isbn 978-84-939683-9-7 © 2013-Ediciones Khaf Grupo Editorial Luis Vives Xaudaró, 25 28034 Madrid - España tel 913 344 883 - fax 913 344 893
dirección editorial Juan Pedro Castellano edición Isabel Izquierdo dirección de arte Departamento de imagen y diseño GELV
www.edicioneskhaf.es
diseño de colección Mariano Sarmiento
2013-Religión Digital Libros Av. de Asturias, 49, bajo 28029 Madrid - España
impresión Edelvives Talleres Gráficos. Certificado ISO 9001. Impreso en Zaragoza, España.
tel 917 321 905 www.religiondigital.com
depósito legal: Z 1156-2013
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el hijo de pedro bernardone
oriundo de asís
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Cuando se recortaron en el horizonte las almenas de la Rocca de Asís, Pedro Bernardone no pudo aguantar más el paso cansino de las carretas. Dio dinero a los sirvientes para pagar el portazgo, les instruyó lo que tenían que hacer con la mercancía y espoleó a su yegua para alcanzar la ciudad en el menor espacio de tiempo. Llevaba dos meses largos fuera de Asís, plazo obligado cuando se acudía a las grandes ferias de la Champagne, pero el tiempo transcurrido, y algo más, acuciaban al mercader, que conocía que su esposa había dado a luz a su primer hijo1. El niño debía ser un varón ya que todas las pruebas durante el embarazo lo confirmaban. La última, antes de su partida, cuando Lauretta colocó una gota de sangre de la embarazada sobre el agua y quedó flotando, clara señal de la masculinidad del feto. Pero Bernardone quería confirmarlo. ¡Tenía tantas ilusiones proyectadas sobre ese niño! Alcanzó la ciudad con el animal sudoroso y exhausto por este esfuerzo adicional. Entró por la puerta nueva y pasó delante de los palacios de los nobles, Guelfuccios, Gislerios, Scipiones…, camino de su casa. Estas impresionantes casonas se situaban en la parte más alta de la ciudad, que se expandía sobre la colina del monte Subasio, próximas a la catedral de San Rufino y a la plaza, centro de la vida de la urbe. No hay unanimidad en cuanto a la hora de fijar la fecha del nacimiento de Francisco. Unos lo colocan en septiembre del 1181, mientras que para otros nació tres meses después, a principios de 1182. 1
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Los palacios eran grandes casonas de piedra, tenían sus buenas puertas de labra, aldabas metálicas y altas torres cuadrangulares, construidas en madera, sin otro fin que la presunción. Asís se había convertido en un burgo tan poblado, que las demostraciones de riqueza solo permitían la verticalidad. Lo que antaño eran huertos se habían convertido en talleres, molinos y almacenes para suplir las necesidades de una villa que crecía a ojos vista. El recorrido a través de las casas principales hizo que Bernardone soñara con el futuro de su hijo recién nacido. Lo imaginó aupado a la nobleza de la que él no formaba parte, muy a su pesar, pues le ignoraban los aristócratas. No era imposible que sus anhelos se hicieran realidad, pues él mismo había dado un gran salto social en comparación con su padre, modesto comerciante de lana. «¡Orgullosos, nobles!», pensaba el hombre recordando sus nombres con un desprecio no exento de envidia, mientras avanzaba. Recordaba con nitidez el día de su cambio económico. Fue en Troyes, durante la feria de St. Ayoul, cuando se desencadenó la peste en la ciudad. Todos los que tenían algo que perder pusieron millas de por medio, cerraron sus tiendas y dejaron atrás a mozos y criados, para que recogieran sus pertenencias. Él escogió quedarse, sin saber muy bien el motivo, pero gracias a ese coraje y a una buena dosis de suerte, se topó con los monjes de Tintern Abbey, que no habían cerrado tratos para sus 1000 vellones de la mejor lana británica porque esperaban sacar mayor precio. Al hermano John, encargado de la venta, se le veía agobiado. Sus compradores habituales habían huido de la ciudad y no podía volver a casa con la mercancía en sus sacos y los bolsillos vacíos. ¿De qué iba a vivir la abadía, cuyo mayor ingreso era la lana? ¿Qué diría el padre abad? Bernardone se dio cuenta del apuro y fue llevando al hermano a sus aguas. No presionaba mucho en el precio ya que pretendía conseguir un contrato por más años. Al fin, llegaron a un acuerdo y firmaron un documento que se registró ante el notario de la feria. El acuerdo exigía que los monjes le vendieran su lana por un periodo de 5 años, al precio que alcanzara un vellón de buena calidad. Todo lo demás vino rodado. El incremento de su fortuna fue inmediato y, terminado el acuerdo, pudo pasarse al comercio de
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telas que era mucho más lucrativo. Su clientela se componía de personas ricas que se encaprichaban de las sedas y los terciopelos sin regatear. Incluso alguno pagaba con tierras que, bien explotadas, también contribuyeron a acrecentar sus rentas. Distraído por sus sueños no escuchó la voz de una mujer que se asomó a un alféizar gritando: «¡Agua va!» a la par que vaciaba un cubo de agua sucia desde la ventana. El agua le salpicó de arriba abajo. La villa había prohibido tirar basuras a las calles, pero nadie respetaba los pregones, de manera que las vías de la ciudad se habían convertido en auténticos estercoleros, que solo los cerdos se encargaban de limpiar. También colaboraban en la higiene las fuertes lluvias otoñales que convertían las estrechas calzadas en auténticas torrenteras que se llevaban los desperdicios calle abajo. «A pesar de todo lo que no funciona», pensaba el viajante, «me gusta Asís. Más grandes e importantes son Florencia, Milán o la misma Troyes, pero aquí tengo mi casa, mi familia, mis amigos, mi trabajo».
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Sucio, cansado y enfadado con la vecina llegó a su casa situada en el barrio de los comerciantes. Era una zona que hacía frontera por el sur con las viviendas de los más pobres de la ciudad, el popolo minuto, que habitaban en la parte más baja de la colina. Allí se amontonaban sus habitantes en viviendas de tapial, construidas por los adoberos mediante una mezcla de barro y paja. Los edificios constaban de una o dos plantas y albergaban a más de una familia en su interior, mientras que las letrinas se abrían en los espacios entre las casas y eran compartidas por todos los vecinos. Su casa, sin ser tan importante como las de los nobles, era grande. Había podido adquirir la construcción colindante y hacer grandes mejoras. Tenía tres puertas, como la mayoría en Asís, una para la familia, otra para las necesidades de talleres y tiendas y una última para sacar a los muertos. Una superstición milenaria defendía que moría pronto quien la atravesaba, así que para evitar distracciones, en muchos hogares, se tapiaba, o se cerraba con una fuerte tranca.
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Una de sus mejoras supuso habilitar un cuarto independiente para dormitorio en el piso de arriba, en el que colocó una gran cama con dosel y cortinajes, que servía de lecho para toda la familia. El colchón era de lana y se arropaban con pieles que hacían de manta. Un cofre adyacente guardaba la ropa y servía de asiento. Los aprendices tenían camastros en la trastienda del local que estaba adosado a la cocina, donde reinaba Blanche, la sirvienta que había acompañado a su joven esposa francesa. Tras el matrimonio, los padres quisieron que su hija no se encontrara sola en tierra extraña y ella se ofreció a acompañarla. Esta mujer, ya entrada en años, era de una fidelidad inquebrantable a su ama y por extensión al resto de la familia, lo que no la eximía de comparar Asís con Troyes, su ciudad natal, siempre en detrimento de la primera. La casa no desmerecía de ninguna otra. En el piso de arriba, junto al dormitorio, se encontraba la sala con una gran chimenea. Del tejado pendía una lámpara de aceite que se encendía al llegar la noche, en las paredes unas colgaduras de tela o reposteros daban un aspecto más acogedor al conjunto, y en el suelo, esteras de junco distraían las desigualdades del piso. Existían candiles y velas, que servían también de relojes, las más corrientes con una mecha de tres horas de duración, pero su elevado coste impedía un uso frecuente. El mobiliario consistía en bancos, una larga mesa y un par de armarios donde se guardaba lo necesario para el servicio de mesa. Completaban el ajuar algún brasero, que se encendía en invierno para matar el frío, y una rueca en una esquina para dar fe del trabajo del ama de casa. En la tercera planta dormían los criados, junto a una zona en la que se almacenaban las cosas de poco uso. Las más pequeñas colocadas en arcones de madera o de hierro, cerrados con gruesos candados cuando el contenido era valioso, como las especias. El desván también hacía de despensa de alimentos no perecederos como manzanas, almendras, ajos, cebollas y melones de cuelga, que compartían el espacio con salchichas, chorizos y piernas de cerdo. La casa mantenía un par de gatos para que el lugar no fuera santuario y mercado de ratones. La tienda tenía entrada directa de la calle. Un estandarte de hierro en la pared externa lucía la pintura de un hombre extendiendo
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un paño; un dibujo que facilitaba a los posibles compradores conocer la índole del negocio y su localización. Los clientes también podían entrar por una pequeña puerta a la tienda, pero la luz, insuficiente, dificultaba apreciar los colores de las telas, que se veían mejor en la calle. Bernardone descendió de la yegua y tocó la aldaba impetuosamente, ya que no quería esperar ni un minuto. Fue Blanche la que salió a abrir: —Maese Bernardone, ¡qué sorpresa y qué gusto tenerle de vuelta en casa! Le veo cansado, pero no me extraña después de tanto tiempo vagando por esos caminos de Dios. Todos estábamos deseando que llegara este día. Voy a avisar a Pica de su llegada.
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El mercader no la dejó terminar sus palabras de bienvenida. Tenía una batería de preguntas que hacer y casi no daba tiempo a las respuestas: —Muchas gracias, Blanche. ¿Ha sido niño o niña? —Un varón, maese Bernardone —contestó la criada. —Era lo que esperaba. ¿A quién se parece? —En los niños pequeños yo no soy capaz de sacar parecidos. Creo que lo mejor es que subáis; Pica y el niño están arriba. Mientras lo hacéis mandaré a por agua para prepararos un buen baño con hierbas aromáticas, que os vendrá bien. También había pensado haceros la torta manfreda que tanto os gusta, pues tengo higaditos de pollo y un buen pedazo de solomillo de cerdo. —Nada me apetecerá más —afirmó Bernardone—. Para rematar la suciedad que traía del viaje, una vecina me ha tirado un cubo de agua sucia encima. Tengo la sensación de que me ha quedado el olor esparcido por todo el cuerpo. Tras sus últimas palabras, el comerciante subió los peldaños de dos en dos. En la habitación superior se encontró con su esposa Jeanne, conocida como Pica por su origen picardo, que tenía al niño en brazos. Abrazó a su esposa, y apreció unos pechos apretados y grandes, fruto de la lactancia, que le llenaron de deseo ya que le había pesado la abstención de mujer durante los últimos meses. Solo había
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tenido un par de relaciones carnales con unas mozas sucias y desarrapadas, más interesadas en el negocio económico que en el sexual, con lo que resultaron frustrantes. Su mujer era otra cosa, pensaba. Pica era la hija de un comerciante francés con el que mantenía negocios hacía tiempo. Esbelta, de tez rubia y pelo castaño, tenía una educación más refinada que la suya ya que a leer, escribir y sumar, añadía conocimientos de latín. La verdad es que no había hecho mala boda pues además era obediente, se plegaba a sus intereses y llevaba bien la hacienda cuando él marchaba fuera de Asís. Que le hubiera dado un hijo varón le hizo subir varios escalones en su apreciación. Tras abrazar a su mujer le llegó el turno al primogénito deseado, al que cogió torpemente para estudiar bien sus facciones. La primera impresión fue algo decepcionante. ¡Había soñado tanto! El bebé, de algo más de un mes, era pequeño y pálido, una señal de mala salud. En aquel momento pensó que el niño era la viva imagen de su madre, pues los Bernardone, como él mismo, eran grandes y morenos. ¡Le hubiera gustado ver en su cara algún rasgo semejante a los suyas!, pero no lo encontró. Su interés por saber hizo que volviera a acosar con una secuencia de preguntas a Pica, sin pausa para escuchar las respuestas: —Pica, ¿tuvisteis un parto sin problemas? ¿Llegó a tiempo la comadrona? ¿A quién llamasteis para que os atendiera? ¿Habéis buscado nodriza? —Todo salió bien. Blanche avisó a Juliana, la comadrona, con los primeros síntomas de parto. La mujer dio orden de que todas las puertas y cajones de la casa se abrieran para que ningún impedimento entorpeciera el nacimiento del niño. Así se hizo y la criatura, que era pequeña, nació sin tardanza. Lloró poco al nacer y no mostró interés alguno por comer y eso que le mojábamos los labios en miel para activar su hambre, aunque no tuvimos mucho éxito. Lo estoy criando, tengo suficiente leche, y cuando se cansa de mamar suplo con leche de almendras que le doy por cucharitas, por eso no he querido buscar una nodriza —contestó Pica. —¿Habéis consultado con otra persona? —Vino el veterinario a casa del mimbrero —dijo Pica—. Su yegua se había lastimado una pata y aproveché para consultarle.
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Coincidió con la comadrona en la leche de almendras y la miel. Dijo que había que esperar y que el niño se fortalecería según pasaran los meses. Le colgamos un collar con cuentas de coral para protegerlo del mal de ojo y como las cosas han ido mejor, no he creído necesario avisar a la curandera. —Cuando os parezca, vamos a San Rufino para marcar la fecha del bautismo. Ya ha pasado demasiado tiempo desde su nacimiento y aunque no soy tan religioso como vos, creo que no se debe retrasar más —dijo el marido. —No debéis preocuparos pues ya lo celebramos. Cuando fui a San Jorge para la purificación, el canónigo, que vio al niño, me aconsejó que lo hiciéramos. No le encontró aspecto muy sano y, como mueren muchos bebés, le preocupó que al nuestro le pasara lo mismo antes de vuestra vuelta. Yo no quería condenarlo al limbo. —¿Cómo? ¿Le habéis bautizado sin mí? —preguntó irritado Bernardone—. Está claro que podríais haber esperado. —Ahora veis bien al niño, pero entonces no tuvimos más remedio. Lo llevamos a San Rufino, donde le puse el nombre de Giovanni por el Bautista, un nombre que pensé os gustaría. Consideré vuestros gustos y escogí por padrinos a vuestros mejores amigos, Alfredo, el maestro lutier, y Paolo, el herrero. La madrina fue mi amiga Beatrice, la mujer del sastre, a la que tanto apreciáis. Pero no celebramos nada, queríamos esperar vuestra vuelta, está en vuestra mano la decisión de cómo festejarlo. —¡No pienso llamarle Giovanni! Se llamará Francisco, que es lo que había decidido —sentenció Bernardone—. Es hijo vuestro y quiero que se le relacione con Francia, con vuestra tierra, que cada día me gusta más. Lo decidí cuando estaba fuera, por eso no os lo había comentado antes. —Es imposible lo que queréis hacer; un bautizo no se puede repetir y tampoco le podemos cambiar el nombre —replicó la mujer. —Nadie nos puede impedir que llamemos al niño a nuestro gusto. Se llamará Francisco y no se hable más —respondió, con tono autoritario y voz airada, Bernardone. Pica quiso cambiar la conversación, consciente de que las decisiones de su marido eran órdenes, y le contó lo que había dicho un mendigo, que acudió a la casa en el momento de nacer el niño:
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—Os tengo que contar que nada más producirse el nacimiento, un mendigo llamó a la puerta. Me contó Blanche que le atendió, que cuando supo lo del niño comentó que sería una gran persona, famosa en el mundo entero. ¿No es maravilloso que digan estas cosas de nuestro hijo? —¿Os lo creísteis, Pica? ¿Qué os iba a decir un mendigo al que daríais una buena limosna, dada la ocasión? Olvidé deciros que estuve con vuestra familia y los encontré muy bien. Me llenaron de ropita para el niño, bonetes, mantillas, jubones… Para vos me dieron unos encajes de Flandes, semejantes a los que tenía vuestra madre en unos puños. Pierre, vuestro hermano, se había unido a un grupo que se conoce por valdense porque lo fundó un hombre llamado Pedro Valdo, con fama de santidad. Pretenden, ante la corrupción de la jerarquía y la tibieza del pueblo cristiano, volver a los orígenes y seguir a Cristo con más fidelidad. Su actitud me emocionó, su cara reflejaba la ilusión y el convencimiento de un converso. Dentro de unos días se iba a Lyon para unirse a un gran número de personas que en esa ciudad habían formado una comunidad, dijo que nos mandaría noticias cuando se hubiera instalado. —Una de las cosas de vivir tan lejos es que siento no poder ver a mis padres y a mis hermanos de vez en cuando. Mi madre quedaría impresionada ante el niño, pues siempre le han gustado los bebés —se lamentó Pica. —Ya iréis algún día, cuando Francisco haya crecido. Había en Troyes rumor de cruzadas y algunos legados papales recordaban la necesidad de recuperar las tierras que habitó Jesús, nuestro Señor. Ponían mucho entusiasmo en sus palabras, pero no eran muy escuchados ya que durante las ferias las gentes tienen las mentes puestas en otra cosa. Los comerciantes queremos que las compraventas salgan lo mejor posible y embolsarnos buenos florines, tal da que sean holandeses o florentinos. En esos momentos las cosas de Dios pueden esperar. Entró Blanche acompañada de dos sirvientes que saludaron con deferencia al amo y le preguntaron por las incidencias de su viaje. Llevaban el agua caliente y la tina para que el viajero se bañara y
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pudiera dejar atrás la suciedad, el polvo y el cansancio del camino. Pero el mercader estaba locuaz y, una vez en el agua, volvió a tomar la palabra: —Os he traído de regalo unos pendientes pendulares que provienen de Constantinopla; distintos a los que se llevan por estas tierras. Estaréis muy guapa cuando los luzcáis. También compré la novedad de la feria: un cubierto que llaman ‘tenedor’; me dijeron que lo trajo una princesa bizantina a raíz de su boda con un cristiano flamenco al que conoció por la cruzada. Es de hierro y tiene una horquilla que facilita coger la comida, muy especialmente nuestra pasta. Mañana, si os parece, lo probaremos y si es útil se lo enseñaremos al herrero para que los imite y los venda. A lo mejor resultan buen negocio. —No sabéis cómo os lo agradezco. Estoy deseando ponerme los pendientes y utilizar el tenedor. Si es bueno nos imitarán todas las personas de Asís. —Hay otra cosa que os alegrará. Estoy cansado de vivir en una casa sin luz. En verano, si abrimos las ventanas, nos entran el calor y los insectos que pululan sobre el lodazal de nuestras calles, mientras que en invierno tenemos que cerrarlas por el frío. He pensado sustituir las oscuras telas aceitadas de las ventanas por vidrieras de colores, algo que deberíamos haber hecho hace mucho tiempo, pero nunca me decidía. Llegué a un acuerdo con un maestro vidriero que tiene un encargo en Roma y me prometió que, de camino, nos haría alguna para casa. Como os veo triste por lo del nombre de Giovanni, si os parece le pedimos que nos decore las ventanas con escenas de la vida del santo. ¿Os gusta la idea? Ni que decir tiene que a Pica le pareció magnífica, tanto por el santo como por gozar de la posibilidad de tener un cerramiento más luminoso. Tras vestirse con ropa limpia, Bernardone se dispuso a comer sus platos favoritos, que Blanche le había preparado. Una torta bien condimentada, peras cocidas con almendras y un buen vino del país para regar los alimentos. Entonces se acordó de que quería reunirse con sus amigos para comunicarles las últimas noticias y cerrar algunos tratos. Pensó que al día siguiente le pediría a Pica que le organizara una buena comida para invitarlos.
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isabel gómez FRAN CIS EL PAÑERO ASÍS Acebo CO DE Francisco nace en una familia acomodada de vendedores de paños. Es un joven de frágil salud, pero vividor y derrochador hasta que es hecho prisionero en una guerra con la vecina Perugia. Un año de cautiverio, en una mazmorra oscura y húmeda, le lleva a una búsqueda de Dios. Desde la extrema pobreza y entrega a los que más sufren, comienza su camino de servicio a Dios; en esta andadura encuentra seguidores por docenas, convence a los papas, anda por media Europa, salta a Egipto para convertir al Sultán, le despojan los suyos de su liderazgo y sufre grandes dolores por estigmas y diversas enfermedades que le llevan a la muerte con menos de 50 años.
El mundo de la Edad Media a través de la vida de este santo.
FRANCISCO, EL PAÑERO DE ASÍS
Isabel Gómez Acebo Duque de Estrada nació en Madrid en 1940; es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense y en Teología por la Universidad de Comillas, donde ha impartido clases de teología hasta su jubilación. Preside y dirige la Fundación Sagrada Familia, entidad dedicada a residencias de ancianos (que cuenta con tres centros en Madrid), y el consejo asesor del campus de la Universidad de San Luis (Missouri) en Madrid. Está casada y es madre de seis hijos y abuela de veinte nietos.
Fran cis co
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Una mirada al mundo de los caballeros y sus torneos, y a la vida de los campesinos; al nacimiento de la burguesía y la expansión del comercio; a la Roma de los papas, las campañas de los cruzados y las relaciones con el islam… El mundo de principios del siglo XIII se nos descubre en esta novela de aventuras a través de los ojos de su protagonista: San Francisco de Asís.
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