La audacia de la pasión - Carlo M. Martini - Capítulo de muestra

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LA NOVEDAD DE CREER EN JESÚS Pedro, ¿qué ha cambiado Jesús en ti?

Podemos ahora preguntarle a Pedro: ¿qué ha cambiado desde que conociste a Jesús?

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Continuidad y novedad Tomamos como referencia dos pasajes del Nuevo Testamento. El primero lo encontramos en el cuarto Evangelio: «Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Éste encuentra primeramente a su propio hermano, Simón, y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” (que quiere decir, Cristo). Y le llevó a Jesús. Fijando Jesús su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (que quiere decir, Pedro)» (Jn 1,40-42). Todo son palabras misteriosas, pero nos damos cuenta de que ya en este primer encuentro confirma a Pedro en su idea de que el Señor está cerca, lo toca, el Señor lo cuida, tiene un plan para él, quiere hacer con él una alianza y le pide su colaboración. Esto aparece todavía más claramente en la breve descripción de la llamada que encontramos en el Evangelio de Marcos: «Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el

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hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres”» (1,16-17). Pedro se siente, pues, no solo considerado y amado individualmente con un amor específico, sino también llamado a colaborar, a participar en una obra de la que vislumbra su grandeza misteriosa, pero no sabe mucho más. En definitiva, a la pregunta ¿qué ha cambiado en ti tras el encuentro con Jesús?, pienso que Pedro respondería: nada y todo. Nada, porque es el mismo Dios que adoraron su madre, su abuela, sus bisabuelos. Es ese Misterio Divino que no es ajeno a la vida, es ese Misterio de Dios tal como era vivido en la tradición judía y honrado en las numerosas fiestas que en el curso del año señalaban la presencia de Dios en lo cotidiano; fiestas que los judíos observantes celebraban —y todavía hoy celebran— con alimentos determinados y flores singulares, y con una gran solemnidad. Por esto nada ha cambiado para Pedro. Por otra parte, de algún modo ha cambiado todo; y, en efecto, Pedro nos diría: he tomado conciencia de cómo ese Dios al que confieso está verdaderamente cerca de mí y en Jesús me toca, me zarandea, me ama, me llama a permanecer y a colaborar con él. Ahora se le abre un nuevo horizonte, no muy distinto del anterior y ya contenido en él implícitamente, pero que le proporciona un gozo inefable: verdaderamente Dios está aquí por mí, está conmigo, ha pensado para mí una tarea importante. Esta implicación con Jesús ofrece una visión renovada de toda la vida. Nos sugeriría que tiene razón el evangelista Mateo tanto

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cuando subraya a través de las palabras de Jesús que el Maestro ha venido «a dar cumplimiento», como cuando enuncia la novedad radical del Evangelio: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (5,17); «Nadie echa un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido, y se produce un desgarrón peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos, y así ambos se conservan» (9,16-17). Por tanto no hay abolición, no hay cambio —Pedro, Pablo, Timoteo podían con razón referirse a su fe como a la fe tradicional—, sino una gran novedad, porque el cumplimiento era, precisamente, la plenitud, el pléroma, y tenía dimensiones inimaginables para quien lo acogía. Por otra parte, esto explica también por qué los judíos de hoy leen la Escritura, pero no encuentran en ella a Cristo. Se trata de un tema que sería demasiado largo de desarrollar. Podéis encontrar una buena exposición en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia cristiana (2001), donde se afirma claramente que después de Jesús, o se le reconoce y entonces las Escrituras asumen un significado que las hace converger sobre él y son leídas e interpretadas a partir de la cruz y de la resurrección; o bien no se acepta a Jesús y entonces la lectura permanece «en continuidad con las Sagradas Escrituras judías de la época del segundo Templo», es una lectura «posible» y «análoga a la lectura cristiana» (ibíd., n. 22), pero ha perdido el encuentro con Jesús.

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En realidad, Jesús no se ha dejado reconocer simplemente ocultándose en la casa de Nazaret y remitiendo a la lectura de las Escrituras; él se ha hecho presente y, al revelarse, ha causado desconcierto, novedad, división. Sin embargo, quien lo ha comprendido a fondo y lo ha acogido, ha leído en él la plenitud de las Escrituras. De este tipo es la experiencia de Pedro. Y él quiere decirnos todavía algo más sobre la plenitud, sobre la novedad que Jesús le ha dado; por eso añade: no sabría expresar en este momento mi fe sino como una oración de alabanza, con el género literario de la berakha, como esa con la que comienza mi Primera Carta, que expresa el gozo, la exultación, la esperanza del que ha estado en contacto con Jesús. Me pongo por ello frente a esta perícopa de 1 Pedro 1,3-9: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas».

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Intentaremos, en primer lugar, hacer una lectio, es decir, leerla según la dicción literal, tratando de captar los distintos momentos y movimientos del texto. A continuación, plantearemos algunas preguntas de meditatio, para ofrecer después algunas indicaciones de contemplatio, es decir, de oración y de cuestionarnos sobre nuestra vida.

Alabanza exuberante Los versículos que hemos leído forman en griego un único período, aunque a veces en la traducción se divida para mayor facilidad y porque falta el aliento. Expresan lo que el judío siente que le debe a ese Dios que está tan cerca de él; son una cascada de sentimientos, de reflexiones emotivas profundas, donde se advierte que Pedro ha vivido ese acontecimiento de ser conocido y llamado por el Maestro con una inmensa gratitud, y todo queda iluminado por esta luz. El período es muy rico en el vocabulario, en los adjetivos, en las palabras clave. Encontramos grandes palabras como «reengendrado», «esperanza», «resurrección», «alegría», «revelación de Jesús», «amor», «fe»; una inmensa riqueza, también teológica. El pasaje es muy difícil de analizar en todos los aspectos, puesto que es muy rico de continuas referencias internas y externas. Empecemos considerando la berakha (vv. 3-5), que divido en siete partes, leyéndolas una por una.

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1. Con el primer versículo comienza la berakha: «Bendito sea Dios». Irrumpe en su corazón este agradecimiento a Dios que nos ha enviado a Jesucristo, que le ha hecho encontrarse con Jesús: «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo».

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2. ¿Y por qué «bendito sea»? ¿Qué ha hecho por nosotros? «Nos ha reengendrado», es decir, nos ha hecho nacer a una vida nueva, nos ha situado en una distinta condición de vida, en un nuevo equilibrio, en un nuevo mundo de valores; su acción ha sido una obra de regeneración. 3. ¿Por qué nos ha reengendrado? ¿Cuál es el motivo de dicha regeneración? Su infinita misericordia: somos reengendrados «por su gran misericordia», porque estaba cerca de nosotros y se preocupaba por nosotros. 4. Y esto ha tenido lugar «mediante la resurrección de Jesucristo». La resurrección de Jesús es el acontecimiento extraordinario, absolutamente nuevo; su muerte y su resurrección han creado todo este cataclismo de novedad. 5. ¿Y para qué? Para «una esperanza viva», una esperanza que no se marchita, que no se mustia tras un momento de entusiasmo, de fibrilación. Es una esperanza que se renueva continuamente —prestemos atención a los adjetivos que enriquecen el período: aquí se habla de esperanza viva y más arriba de gran misericordia—. 6. La esperanza se concreta después con un sinónimo que amplía su contenido: «a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible» —en el texto griego tenemos tres adjetivos: áphtharton, amíanton, amáranton—. Toda realidad humana se corroe por la polilla —ya lo había dicho Jesús—, la roban los ladrones: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban» (Mt 6,19). En cambio esta herencia incorruptible queda custodiada en el banco del cielo «reservada en los cielos para vosotros». Es, por tanto, una realidad que invita a contemplar el futuro.

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7. Sin embargo, ya actúa en el presente. Y Pedro, en efecto, añade: «para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación». La gran esperanza que se nos ofrece para el futuro es también prenda de la acción de Dios que nos protege por medio de la fe, puesto que no vemos, creemos. Y todo esto es —se repite— «para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento». Por lo tanto, Pedro tiene ya la percepción de vivir en los últimos tiempos: esta salvación se revelará muy pronto pero ya puede ser pregustada, y dicha pregustación nos llena de gozo, de un auténtico regocijo interior.

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Hasta aquí la berakha, la bendición, el acto de alabanza, en el que Pedro se ha unido a aquellos que con él hacen oír su alabanza: «Dios nos ha reengendrado». De aquí se deduce una consecuencia para los fieles, de los que ahora Pedro considera su situación: «rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas». Anticipa de este modo el contenido de la carta: sois afligidos por pruebas, pero las superáis con alegría, y esto es signo de que la novedad de vida ha llegado hasta vosotros; la mayoría de las personas —incluidos todos nosotros— siente la tentación de afrontar las pruebas con hostilidad, con recriminaciones y lamentos. Vosotros —dice Pedro— soportáis con alegría, rebosáis de consuelo, porque sabéis que si bien sois probados, esto muestra el valor de vuestra fe. Si el oro es probado por el fuego, también vuestra fe es acrisolada y esto significa que el Señor la aprecia y que todo se convertirá «en motivo de alabanza, de gloria y de

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honor, en la Revelación de Jesucristo». Una vez más Pedro nos conduce a la espera de la manifestación gloriosa del Señor, ante la que los cristianos exultan de alegría. Pedro utiliza a continuación expresiones muy audaces: «A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas». En este estado de fe en el que vivís, sin haberle visto, sois salvados. *  *  * 36

Por tanto, Pedro nos diría: os he hablado de algunos de los muchísimos dones que Jesús me ha ofrecido: la capacidad de releer todo con entusiasmo, de verlo todo con alegría, con un corazón nuevo, dando sentido también a las pruebas cotidianas; y esa sabiduría que es equilibrio entre los valores trascendentales —el Misterio de Dios, Cristo resucitado, la contemplación de la Trinidad— y los valores categoriales, es decir, la cotidianidad. Unos dones que son para la comunidad a la que se dirige Pedro, en la región del Ponto, en una cotidianidad un tanto mezquina, un tanto sufrida y costosa, probablemente también de persecución o, al menos, de marginación. Y en esta trivialidad Pedro lee la trascendencia de la fe. Es lo que constituye el «secreto» de su Primera Carta. Después de la lectio, con la que hemos releído el texto tratando de encontrar las palabras clave, las estructuras, los elementos sustanciales del texto, pasamos ahora a la meditatio, reflexionando sobre el mensaje o las preguntas que la perícopa nos propone. Hemos observado que es redundante en los

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adjetivos, muy rica en palabras clave, con una alabanza plena. Y sin embargo, contiene algunos puntos amargos, que deben ser bien masticados.

Abandono total al Dios cercano En primer lugar nos deja pensativos la expresión: «en quien creéis, aunque de momento no le veáis». He reflexionado profundamente sobre el significado de estas palabras, que expresan como algo realizado lo que en el final del Evangelio de Juan se expresa como principio, como bienaventuranza: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29b). Instintivamente, en nuestro mundo prevalece la idea: dichoso el que ha visto, el que ha tocado con sus manos, dichoso el que ha podido verificar. En cambio aquí nos encontramos con una mentalidad distinta, la mentalidad de un Dios que está tan cerca del hombre que le pide toda su confianza, que se abandone a él. Esto es lo que sucede ya desde el primer encuentro de Dios con el hombre. Incluso en el paraíso terrenal, allí donde no podía haber ocasión de pecado, había un motivo para fiarse de Dios. «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gén 2,17): un mandato que no se consigue explicar más que como una exigencia de fe y confianza. Y todo el Primer Testamento es un continuo testimonio de nuestro tener que fiarnos de Dios, abandonarnos en sus manos, ser como un niño en brazos de su madre, saber que él cuida de nosotros. Pero se trata de una confianza que el hombre no sabe llevar a cabo; y toda la educación de Jesús consiste en conducirnos

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a cada uno de nosotros a una confianza semejante. Si buscamos a Dios como hipóstasis absoluta que debemos probar con argumentos histórico-críticos, filosóficos y que, por tanto, se constituye como un objeto, entonces parece que se nos escapa. Cuando, por el contrario, nos situamos en la línea de la fe, del abandono, del don de sí mismo, entonces comprendemos quién es Dios y por qué obra en el modo que lo hace.

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Ciertamente observaréis —me lo he preguntado también yo— que son necesarios los así llamados preambula fidei, las premisas para creer. Es verdad, tenemos lo suficiente como para realizar el acto de fe como acto culturalmente honesto, intachable. Sin embargo, debemos realizarlo nosotros: el don de la fe es abandonarse, arriesgarse y solo así comprendemos algo de Dios. De la economía de la fe en la que nos encontramos no quedan excluidos ni siquiera María, Pedro, los apóstoles. Es verdad que, según las palabras de Jesús a Tomás: «Porque me has visto has creído» (Jn 20,29a), éstos tenían, en un nivel que podríamos llamar de los preambula fidei, algo más incitante y más concreto de cuanto tenemos nosotros. Sin embargo, también debemos decir que, a diferencia de nosotros, no tenían esa nube de testigos que tenemos nosotros y que nos ayuda a creer —la corona de la santidad de la Iglesia es un gran apoyo para la fe; pensemos, por ejemplo, en un santo como san Francisco, con su luminosidad, su fecundidad espiritual—. Tenían, ciertamente, la presencia de Jesús, pero dicha presencia no imponía la obligación de creer, era visión de realidades humanas, que invitaban a creer, a abandonarse. Tenían determinadas ayudas, nosotros tenemos otras; también ellos tenían que lanzarse, arriesgarse.

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Y podemos concluir que hay para todos una mezcla de cosas ya vistas y de otras que quedan por ver: las primeras están entre los preámbulos de la fe; las que todavía quedan por ver, y que por tanto se tienen que creer, constituyen su sustancia y exigen ese abandono del que hemos hablado. Por tanto, existe un ámbito de la fe, es decir, el ejercicio de lo que es verdaderamente necesario para el hombre y para responder a su vocación: un abandono y una confianza en Dios hasta el último momento, cuando el Señor nos llame, el momento de la muerte. Es eso que tan bien expresa Pedro con las palabras con las que ha comenzado nuestra reflexión: «En quien creéis, aunque de momento no le veáis»; es decir, vosotros ponéis en él vuestra confianza, le dais crédito, abandonáis vuestra vida en sus manos.

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— Añado un pensamiento a estas palabras que acabo de citar y que son muy afines: «Aunque de momento no le veáis, lo amáis». También en este caso se trata de una paradoja y alguien podría objetar: ¿pero cómo puedo amar a alguien del que jamás he visto el color de sus ojos, y nunca he conocido su aspecto? Pero nosotros entendemos el amor de otro modo. Es cierto que el amor parte del eros, del placer físico de estar con el otro, de permanecer cerca de él, contemplarlo, tocarlo. En nuestro caso, en cambio, se llama amor a una realidad que es un aspecto profundo, dominante, capaz de guiar tu vida, pero por alguien a quien nunca se ha visto. Efectivamente, es una paradoja, como he dicho antes, que puede parecer extraña, que no se puede explicar sino diciéndose

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a uno mismo: este amor no viene de mí, viene de Dios. Es Dios el que me ama primero y pone en mi corazón la fuerza amorosa del Espíritu Santo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Así me hace capaz de amar también a Jesús, a quien no he visto nunca, de amar a Dios a quien no veo, y de amarle con un amor auténtico, verdadero, capaz de hacer sacrificios y de conducir incluso al martirio. Es un amor que cambia el mundo, algo que llena por completo nuestra existencia y nos hace posible creer, porque la fe es el ojo del amor, la capacidad de ver las cosas con amor a Dios, tal como Dios las ve. Todo esto es lo que contiene la novedad que Cristo ha traído; por eso Pedro no puede detener los muchos pensamientos que se atropellan unos a otros y le permiten comunicar al menos algo de lo que Jesús ha sido para él: un cambio radical de vida, una completa renovación de la existencia. Pedro, como hemos visto, era ya un hombre creyente, deseoso de hacer la voluntad de Dios. Con esta llamada se siente como arrebatado de cualquier otro proyecto, hasta siente que ha perdido el juicio y que ha sido confiado por completo, abandonado al proyecto de Otro. — Por último. Es evidente que la introducción de la Carta de Pedro está por completo volcada en el futuro: se habla de esperanza viva, de herencia incorruptible reservada en los cielos, de una salvación dispuesta ya a ser revelada en el último momento, de una rebosante alegría mientras se alcanza la meta de la fe. Se trata de una insistencia que nos hace reflexionar. Nosotros, tal vez, no experimentamos esta alegría exultante, esta plenitud interior en nuestra proclamación del Evangelio de Jesucristo. Quizás hace mella en nosotros este retraso de

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la parusía. Para los contemporáneos de Pedro —y tal vez lo interrogaremos más a fondo en lo que a esto concierne— la parusía estaba más o menos próxima, vivían con la convicción de que no faltaba mucho para el fin del mundo. La certeza de la inminencia del fin todavía estaba viva en el Medievo y podemos verla también hoy en algunas sectas religiosas. Es una idea que nunca ha estado totalmente ausente y se basa en algunas alusiones de Jesús sobre la inminencia del Reino y también en algunas palabras de los apóstoles. Quien vive en semejante tensión escatológica, como el autor de la Carta de Pedro, contempla de modo inminente el mundo nuevo, y sin embargo el transcurrir del tiempo es inexorable y ya la Segunda Carta de Pedro nos recuerda que «ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa» (3,8-9). Ciertamente, el sentido de dicha inminencia debe ser conservado por nosotros. A menudo, en efecto, nos olvidamos de que la historia no es juzgada desde su interior, sino desde el final, desde el exterior; dividimos, pues, la historia en períodos, buscando un significado para cada uno de ellos, sin pensar que el verdadero significado de la historia y de la existencia humana viene proporcionado por el fin del tiempo, por la eternidad. Y la eternidad no es algo ajeno ni extraño, es, por el contrario una realidad que nos envuelve. Quizá podríamos decir, con algún autor contemporáneo, que el tiempo no es sino un momento particularmente concreto de la eternidad en la que estamos envueltos. El cristiano vive esta eternidad y en relación con ella juzga, valora, se alegra. Debemos confesar humildemente que en esto nos sentimos verdaderamente indigentes. Nuestro cristianismo ha

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desarrollado mucho, con toda justicia, el sentido de la caridad, del amor a los más pobres, el sentido de la justicia distributiva que da a cada uno lo suyo, sin embargo ha olvidado la inminencia del Reino, ha olvidado nuestro estar hechos no para la ciudad terrenal sino para una ciudad permanente. Ha olvidado que nosotros contemplamos, como Moisés, lo invisible y que ésta es nuestra identidad. En cualquier caso, sabemos que uno llega a ser cristiano poco a poco y que el Señor, en su infinita bondad, se sirve de tiempos largos para hacer conocer a su Iglesia y también a quienes la forman esa inminencia de lo eterno que es la regla para juzgar al mundo. Por tanto, Pedro, con plena justificación habla a partir de la eternidad.

Cara a cara con la experiencia de Pedro Quisiera ahora sugerir algunos pensamientos para nuestra contemplatio. — Al leer y releer el pasaje de la Primera Carta de Pedro me pregunto, ante todo: ¿por qué doy gracias a Dios? Probablemente le damos gracias por muchos beneficios categoriales, cotidianos. Pero ¿le damos gracias porque se ha revelado en Jesús, porque Cristo ha resucitado, porque la gloria de Cristo nos espera, porque Cristo volverá? — Una segunda cuestión concierne a las palabras: «rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (v. 6).

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Preguntémonos si sentimos alegría en la dificultad, o bien si —como todos— sentimos aflicción, disgusto, frustración, sentimiento de pérdida de tiempo, amargura, irritación, tendencia a un juicio negativo sobre los demás, sobre la sociedad, a la que echamos la culpa, olvidándonos de considerar que lo que nos sucede tiene valor de prueba de la fe y, por lo tanto, es signo de amor de Dios y de una llamada a la eternidad. — Una tercera cuestión puede ser ésta: ¿qué fuerza tiene en mí el amor a Jesús, ese amor que ha llevado a los mártires a dar su vida? ¿Es para mí un elemento, digamos, concomitante, que va junto con los demás, o bien es el elemento dominante que juzga y sostiene a todo el resto? Y este amor a Jesús, ¿cómo consigo expresarlo sobre todo en las distintas edades de la vida? Tal vez de joven es más fácil expresarlo con ternura, con afecto, con devoción, como se decía antes; después, con el paso del tiempo y al hacerse adulto, se hace más sobrio, más escaso. Pero es importante que siga expresándose porque Jesús desea ser amado por nosotros y quiere que se lo digamos.

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— Por último: ¿siento el gozo de esta economía de la fe?, ¿o acaso el hecho de que nos hallemos en ella me fastidia y me hace sentir humillado porque no estamos en la economía de las grandes ganancias, de las finanzas, del comercio, donde todo se calcula con los resultados, que son bien tangibles y ofrecen un gran gozo? Porque, por el contrario, en la economía de la fe se siente gozo por el ancla que lanzamos más allá del muro, el ancla de la esperanza y porque así se nos permite conocer mejor nuestra identidad y ser asimilados a la identidad divina.

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Reflexionemos profundamente sobre cuanto he afirmado y pidamos a Pedro que nos ilumine y nos permita conocer lo que él ha ido conociendo poco a poco al encontrarse con Jesús. Un «poco a poco» que para él ha sido aún más costoso que para nosotros. Lo meditaremos mañana, preguntándole a Pedro: ¿cómo has llegado a ser discípulo?, ¿qué etapas y qué pruebas has pasado, incluso, qué humillaciones has sufrido? Porque ser discípulo no es fácil. No se trata de decir un sí de vez en cuando, de firmar un papel, sino de un camino que implica toda la vida. 44

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