Monterrey, nunca y ahora

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Primera edición: 2023

El contenido de esta obra está autorizado para su libre distribución, mientras se respeten los datos de autoría. Todos los derechos reservados.

Editor: Kokoxoka Records

Portada: Diego Gerardo

Corrección: Alexa Geneselli

ISBN: 978-99-420-5850-5

Lugar de impresión: Nuevo León, México.

MONTERREY, NUNCA Y AHORA

DIEGO GERARDO B. PEDRAZA

KOKOXOKA RECORDS

Diego Gerardo B. Pedraza

Dedicó un par de años al periodismo musical y actualmente maneja el sello discográfico de música experimental KOKOXOKA

RECORDS.

Para Cecilia y Jehú

Confesión en la vigilia

El eco de una parvada de aves graznando con furia me hizo abrir los ojos, ante ellos se hallaba un pasillo ancho como unacuadra completa. Los quejidos de las aves resonaban hasta el fondo de la oscuridad en la que me encontraba, y la frialdad no tardó en darme la bienvenida.

Íbamos de camino a la estación Alameda, teníamos una reunión con el autoproclamado Peligro para México, un fumetas que conocía muy bien la ciudad. “Ojos de halcón y oído fino como el olfato de un sabueso”, fueron las palabras del Capitán Ptolomeo para describir a Peligro. Para que el mismísimo Capitán Ptolomeo hable así de ti, significaba que era información color rojo hormiga.

Tuvimos que ir a pata porque el motor del Mierdoso decidió tomarse un día de descanso. Yo y Sánchez estábamos desesperados por una nueva pista para este caso, dispuestos a recibir otro testimonio de un piedrero que juraba que estuvo en el momento del asesinato y que conocía a la víctima personalmente porque asistieron a la misma secundaría hace unos 20 años. Así de hambrientos andábamos por información.

Fue cuando giramos por Arreola que sentí una hinchazón extrema en la cabeza, acompañada de un pitido constante que se transformó en la furia de esos pájaros, y ese gélido viento que pinchaba mi piel como un picahielos. No importaba a donde moviese mi cabeza o postrara mis ojos, en Monterrey ya no estaba.

Arribademípudeobservarqueseestabaponiendo un cielo naranja. La poca luz que este trasmitía iluminaba unas hileras sin fin de estatuas que rascaban los cielos. Estos gigantes tenían un cuerpo flaco y largo que se extendía por kilómetros en vertical; sus rostros eran calacas encapuchadas, otras pelonas como la luna y una que otra que vestía coronas brillantes.

Logré hacerme una antorcha que avivé con mi encendedor. Empecé a andar sin rumbo, acelerado, derecho y sin mirar atrás. El sol empezó a ponerse, el pasillo se fue iluminando poco a poco, pero el frio seguía reinando ahí abajo; llevaba la antorcha lo más cerca posible de mí para que me compartiera algo de su calor.

Un escalofrío de mi cuerpo me dijo que me acercara a una de las estatuas. En un principio no quise hacerlo porque me transmitía desconfianza, pero el escalofrío insistió. La estatua era una de las coronadas, vestía una tela dura como una malla de acero reforzada, pero cálida como la comida de una madre para su hijo. Puse la antorcha a un lado para que hiciera de fogata y me coloqué la tela encima mío, como túnica.

El frío se detuvo en el instante que la vestí, ese fue el único momento de paz que tuve para contemplar esa dimensión. El sol iba haciendo acto de presencia, pero la tierra en la que andaba era gélida, no importaba que tan alto se pusiera el sol, el frío seguía reinando. Aproveché ese momento para analizar el

qué era este lugar, era demasiado real para ser una alucinación (y mira tú que soy experto en la materia).

Tal vez era otra de esas pesadillas que habían empezado a atormentarme desde que partió Fer.

Me hundí bastante en ese pensamiento que no había notado la jaula que cayó en frente mío. –¿Cuánto tiempo llevaba ahí? –me pregunté–. De la nada un estruendo metálico se hizo presente en todo el valle, era el golpe de la jaula que había llegado tarde a la fiesta y pretendía ser el alma de esta. El sonido fue tan exagerado que logró destruir mis tímpanos; como un huevo quebrado, explotaron en el momento en que el ruido apareció. Empecé a gritar como un desgraciado y los pájaros regresaron a su discusión.

Una vez que terminé de sufrir, me acerqué a la jaula y empecé a investigar lo poco que quedaba de ella. Aparte de los metales doblados ydesparramados en el oscuro yfrío suelo, logré avistar un cubo blanco como el arroz, era difícil no pasarlo por alto, era el protagonista de esa escena.

El cubo era blando como un cerebro humano. De hecho, aparentaba ser uno, tenía unos surcos profundos y derramaba un líquido pegajoso con olor a aserrín.

–Aplástame –ordenó –. Desmiémbrame como esa pobre alma que tanto investigas, puerco. Anda, hazme trizas con tus sucias patas, solo así podrás huir de aquí, y tal vez darle fin a su sufrimiento mutuo.

Aun así sin tímpanos, lograba escuchar con claridad lo que este geométrico quería de mí, más bien, lo que exigía de mí. ¿Darle fin al sufrimiento mutuo?, ¿se refiere al caso? Quería interrogarlo, pero el cubo empezó a alzar más la voz que mis oídos volvieronaescupirsangre.Supliquéquesedetuviera, que solo así sería capaz de cumplir su deseo.

Tras unos minutos que tuve para recuperarme, volví a coger el cubo con mis dos manos de sabor metálico. Empecé a apretar con todas mis fuerzas y el cubo empezó a gemir de un dolor masoquista, tan fuerte que los pájaros se le unieron. Mientras más apretaba, más notaba mi progreso, el cubo respondía más fuerte y empezaba a escurrir un líquido morado de las cesuras.

Apreté los dientes y pulvericé al geométrico. Los pájaros volvieron a callar y en mis manos se hallaba una nota doblada que misteriosamente, la sangre del cubo no había manchado. Al desdoblar la hoja, leí un nombre, lo leí una y otra vez, lo repetí al aire y al silencio hasta que mis cuerdas vocales se cansaran.

Las aves volvieron con su infernal graznido, pero ahora enfocaron su rabia en la estatua que me abrazó consutúnica.Empezaronamerodearsucabezacomo una pandilla de motociclistas, CRACK-CRACKCRACK. Me acerqué poco a poco y logré apreciar como llovía sangre.

Aquí es cuando caí en cuenta de que las estatuas no eran lo que aparentaban ser, el material del que

estaban hechas en realidad era piel, las estatuas no eran más que los cuerpos momificados de unos gigantes. Reyes, letrados de la corte, clérigos y escuderos de tierras lejanas. Y yo estaba invadiendo su cementerio.

De la nada las manos del gigante revivieron para aplastarse la cara, un gran estruendo retumbó en todo el valle junto al crujir de varias docenas de huesos de la parvada sanguinaria. El gigante me miró directamente a los ojos, yo estaba en shock, de no haber sido que su majestad empezó a agacharse, jamás me habría movido.

Ahora mi espalda estaba pegada al cuerpo del gigante que había soltado la jaula que tenía preso al cubo. El rostro del coloso estaba frente mío, tenía varios picotazos profundos y aves incrustadas en su cráneo del manotazo. Los ojos estaban huecos y dentro de ellos solo había oscuridad eterna.

El Rey movió la boca, estaba diciéndome algo, pero no logré captar nada. Una vez terminó de dar su mensaje, mi cuerpo empezó a temblar y el pitido regresó, solo que ahora viajaba por todo mi cuerpo, retumbando mis tripas y sistema nervioso. Volví a chillar del dolor mientras la boca del Rey me devoraba.

Abrí los ojos, me encontraba en el Mierdoso, solo y sudando frío. Al cabo de unos minutos Sánchez entró al vehículo con dos refrescos, actuamos con naturalidad, como un día normal. Le pregunté si ya

íbamos de camino a la reunión con Peligro para México, lo cual sorprendió a Sánchez porque me informó que acabamos de reunirnos con él hace hora y media.

¿Y qué dijo? pregunté.

Nada que no hayamos escuchado antes: que estuvo en la misma secundaría de la víctima y ya sabes el resto. Lo útil fue que nos roló una dirección de una bodega que la víctima tenía bajo otro nombre.

¿Qué nombre?

Sánchez respondió. Era el nombre que me había dado el cubo.

Carne y metal

No sé de dónde sacó la idea, tal vez la vio en algún periódico o lo vio en una televisión de Coppel, también existe la posibilidad de que lo chamaquearon fuertemente en la calle. El punto es que un día empezó a contarnos que quería remplazar una parte de su cuerpo con un trozo de metal. Recuerdo que abajo del puente en el que nos reuníamos en ese entonces se hundió en un silencio de confusión y algo de vergüenza.

Nuestra respuesta natural fue una carcajada gigante ante la ridícula idea, lo atacamos con un montón de preguntas: ¿Cómo lo vas hacer, pobre diablo?, ¿para qué chingados quieres hacerte eso?, ¿por qué metal? Y así fuimos agotando nuestras dudas como un cartucho de una fusca.

Cuando empezó a respondernos fue cuando nuestras risas se tornaron en preocupación, deberían de haberle visto la cara, se le tiño una sonrisa complaciente y sus ojos brillaban como el filo de una navaja, era la mirada de alguien dispuesto a matar.

La vida vagabunda no tiene orden, uno explora la jungla de concreto en soledad o en escuadrón, depende de los chisqueado que ande uno. Abarcamos territorio, establecemos campamentosdondelos uniformados nonos puedan molestar y nosotros no manchemos la imagen del estado, aun siendo este el que nos dio la espalda primero. Es imposible no formar una especie de comunidad, como no tenemos a nadie más que nos aguante, al menos nos tenemos a nosotros. Hayveces en las que ves seguido atus camarratas, incluso te aprendes uno que otro nombre. Otras veces desaparecen, por una temporada o para siempre.

Nos dijo que se llamaba Edgar, no hablaba mucho del pasado y nosotros no insistíamos. Era joven, restando la mugre encima de él, yo calculé que tenía unos 20 años humanos. Lo poco que nos llegó a contar de su vida nos dio a entender que su vida vagabunda empezó desde muy temprana edad, algo de un accidente y quedar huérfano, uno se da la idea.

Edgar solía acompañarnos de vez en cuando en nuestras expediciones, pero él prefería andar solo. Era simpático, amable a más no poder, gustaba del alcohol barato y de dormir bajo puentes. En ese entonces nos reuníamos muy seguido bajo un puente cerca de Santa Lucía, por la Washington; era un lugar muy ruidoso por los coches y el gusano eléctrico gigante, pero era muy bueno para protegernos del frío.

Habían pasado varias semanas que no veíamos y ni sabíamos nada de Edgar, sucedió después de la acribillada que le dimos con nuestras risas; en ese entonces pensaba que a lo mejor herimos sus sentimientos, pero no le daba importancia, “ya se le pasará”, decía. Y dicho y hecho, se le pasó. Pero con un costo.

El pobre morro llegó con una herida abierta en la pierna, chorreaba sangre como las lluvias de otoño, al principio nos alarmamos, hubo que otro que lo señaló y ofrecióayuda. Edgar los hacíaatrás,“¡Ábranse! ¡Lo logré, vatos! ¡¿Qué no ven que por fín lo logré?!”, recuerdo esas malditas palabras, esa maldita sonrisa, esa mirada asesina.

Nosempezóanarrarel cómocogióunpedazodevidrio queincrustó profundamente, rompiendotodas las capasde carne posible hasta llegar al hueso, rasgó verticalmente y se arrancó el peroné, ya saben, el hueso largo y delgado que une la rodilla con el pie. Dice que después de tanta

lloradera, agarró una varilla metálica oxidada que pasó a remplazar a su peroné.

Los sensatos no le creían, los drogadictos se alucinaban, y los locos aplaudían la valentía del muchacho. Se le cuestionó porque claramente una operación así ocupa ayuda profesional, Edgar los calló abriendo la herida, vimos el interior de su pierna, ahí se encontraba la vara, conectando la rodilla con el pie.

“¡Jamás me había sentido tan bien en mi vida!”, nos decía, se puso a correr como maratonista y noté que iba a una velocidad muy alta, una velocidad nueva, que nunca había asociado con él.

Y así volvió a pasar otra temporada donde no veíamos al Iron Man,ycuandoregresótraíanuevasmodificaciones que no tardaba en presumir. Sus dedos eran de hojalata, sus venas un mar de cables y sus huesos pasaban a ser distintas piezas metálicas. Era increíble como la carne permitía la unión de estas piezas.

Con cada modificación, Edgar adquiría vitalidad, se le veía conmás energía yfuerza. Cada vezeramás feliz.Una noche fue honesto con nosotros, nos advirtió que un día la jungla pasaría a ser de metal, que era momento de unirnos en la chatarra que ya éramos para ser los monarcas de la nueva era.

Esa fue la última vez que platicamos, nuestra reacción fue un rechazo, hasta los locos no le creían. Edgar enfureció y se largó, no lo hemos vuelto a ver desde esa noche, pero cada que pienso en él, no puedo evitar en escuchar sus últimas palabras: “Todo pasará a ser de metal, únanse, seamos uno solo”.

¡No mame, don Erasmo! ¿A poco si pasó eso? respondió un joven greñudo que se encontraba patinando unatardeconsusamigos porelcentrodeMonterrey,todos con playeras de bandas de nombres irreconocibles. Se los juro por mi santa madre. contestaba don Erasmo a los sorprendidos. No sean gachos, si alguna vez lo ven, díganle que me vea en el puente de Washington. Cualquier cosa que necesite y yo pueda asistir, ahí estaré.

Claro que si don, no se preocupe; ahí le buscamos al Edgar.

Los jóvenes le regalaron unos cigarros y los suficientes pesos para un refresco. No dijeron nada, solo vieron como don Erasmo se adentraba a la jungla que él habita con su carritodesupermercado;esefueelprimer yúltimodíaque le verían. Para los cinco minutos ya estaban concentrados en sus patinetas, cada quien se guardó su interpretación de esa charla.

Yo maté a tu perro

I

Solo y despreocupado andaba Augusto un martes de su quinto semestre de la licenciatura, su última clase había concluido y se encontraba en el bus camino casa. El calor del verano regiomontano sofocaba las habitaciones de su hogar, La Toro descansaba en el poco fresco que podía ofrecer el suelo de la sala. A unos pasos de llegar a su hogar, Augusto sintió la mirada despectiva de su vecino de enfrente, Elmer Gruñón; un viejo ermitaño setentón de vestimenta cuadrada que guardaba un gran parecido con el personaje de los Looney Tunes; así como todo el pueblo sabía que Santiago Nasar iba morir, a excepción de él en la novela de Márquez, Elmer era el único que no sabía que el barrio lo había apodado de esa forma.

Augusto tenía un ritual muy especial los martes al llegar a casa, como ese día sus padres se ocupaban visitando a su abuela, tenía la libertad de sentarse en su habitación, romper un pedacito de una tarjeta de Yu-Gi-Oh pirata de hace unos años, hacerle unos dobleces en forma de W al costado para así formar un cilindro; a su boleto del camión de la tarde le rompió una línea diminuta en vertical, colocó el ticket en V, su filtro hecho-en-casa al borde de éste para proceder a poner la marihuana que había trozado ayer para ahorrarse ese paso hoy; cierra el ticket, lo ahoga de saliva para que se mantenga derecho y ta-rá: un churro.

Siempre fumaba en el porche de su casa, pegado a la pared sintiendo el salvaje sol en la frente, esperando que su ardor se lleve el olor del porro, a su lado se hallaba La Toro quien siempre aprovechaba esta salida para ladrarle a lo que sea que tenía que ladrarle, el rugido de La Toro era muy reconocido en la colonia, en especial para Elmer, quien le sacaba de quicio el ruido que escupía la fiera del vecino de enfrente. Elmer no soportaba que el olor a marihuana invadiera su casa, él gustaba de pasar sus tardes en su patio viendo la vida pasar, gritarle a los chicos que pasaban en patineta o escuchar las conversaciones de las vecinas de al lado. Augusto sentía el odio de Elmer, era algo que había identificado el semestre pasado, incluso llegó a llevar la queja con los padres de Augusto que tomaron como ofensa, no podía creer que su hijo anduviera en esos pasos, aparte de que los padres ya tenían su historia de discusiones ridículas con el don. La queja entro por un oído y salió por el otro hasta llegar a caer en la tinta del boleto que Augusto estaba fumando.

Los demás vecinos no le ponían atención a Augusto o no les molestaba el olor, esa colonia tiene fama de vecinos bien locotes, desde Lute, un señor con un problema en la cabeza que nadie llegó a identificar exactamente que era, así que simplemente le tacharon de loco, pero eso no le impedía andar por la calle o apoyar en la tienda de abarrotes de don Fer, el barrio le quería y le ayudaba con lo que podía; fan acérrimo de Los Rayados de Monterrey. Falleció un invierno de derrame cerebral, todo el barrio se pintó

deazul aexcepción delacasadeElmer; fueenterrado con una camisa de su equipo que se compró con una coperacha entre todos los vecinos. De ahí hasta Dionipio, hermano de Ferea, de la otra tienda de abarrotes quebrindafuncionesdepapelería; Dionipio gustaba vagar por las calles en un estado de ebriedad del tamaño del huracán Gilberto, discutiendo con el viento, molestando a los vecinos o siendo perseguido por las pandillas locales cuando les sacaba de quicio. Eso es una pequeña muestra de la locura del Valle de Trilce.

Una vez terminado el porro de Augusto y La Toro de ladrarle a la nada, entraron a la casa a disfrutar de sus actividades: dormir y jugar videojuegos en la computadora de la familia, mientras que Elmer se quedaba succionando el aire a mota de sus vecinos.

El ritual de Augusto se repitió desde el cuarto semestre hasta el séptimo, cada semana intoxicando sus pulmones con la serie de números y logotipos de la ruta 214; había días en que la serie sumaba 21, estos eran de la suerte, Augusto se los fumaba como Doc Sportello cuando desea la seguridad de Shasta Fay. “What’s up, Doc?”, serepetíapegadoalapared, con La Toro ladrándole a una lagartija.

Elmer “ya estaba hasta la madre”, la combinación del olor a mota y los ladridos de la beagle del otro lado de la calle le empezaron a dar náuseas y dolores de jaqueca, él los comparaba como un batazo a la sien. En una de estos batazos le reventó una vena, que lo llevó a causar un desastre en su cuarto como el CiudadanoKane.Unavezconcluidalarabietajuvenil del setentón Elmer, la vena pateó el hámster gordo que habita en su cabeza, y este accedió a caminar un poco en su rueda, movimiento que llevo a producir la idea de envenenar a La Toro; ya había escuchado queja de las vecinas que el ladrido del perro era insufrible y horroroso, pero la verdad era que las vecinas solo se quejaban que era muy ruidosa, lo de insufrible y horroroso era ficción de Elmer.

La idea era bañar un pedazo de carne en distintas sustanciasparapudrirlacarne yplantarloenlanoche, para aprovechar la salida matutina de La Toro para orinar y ladrar. Esperando a que el perro le tomara interés a la carne a excepción del olor industrial-

II

químico que sudaba el bistec. Cosa que puso en marcha un domingo en la madrugada del séptimo semestre de Augusto.

El lunes por la mañana el portal de la casa de Augusto se abrió, La Toro salió con su aire autoritario, la reina paseaba por su reino y orinaba en sus territorios, unos pájaros empezaban a pelear en el árboldelabanqueta,estefueelmotivodelosladridos de la vieja Toro de esta mañana. Augusto se bañaba, el padre dormía después de una doble jornada laboral al igual que la madre. Habrán sido la vejez y el desgasto de usar su olfato de sabueso para oler la mierda de otros perros, pero ese día La Toro no logró percibir el olor a veneno de ese pedazo de carne que devoró.

En la noche La Toro presentó molestias: vomito, escalofríos y paranoia. El veterinario estaba cerrado, tenían que esperar hasta la mañana para llevarla a consultar. Durmió por última vez en el cuarto de Augusto, donde la hallaría la mañana siguiente. Tiesa.

Ese día Augusto tenía una entrevista de trabajo en una cafetería del Centro, a la cual se presentó con unos ánimos de pocos amigos. Dio una impresión pésima a los dueños, pero no estaba en su disposición el saberquéeralo quefatigabaaesejovenestudiante.

Tampoco es que Augusto le interesara el trabajo en ese momento.

La familia llevó el cadáver de La Toro con el veterinario, descubrieron que había sido envenenamiento; una rabia invadió el alma de Augusto.

El poste de luz de la esquina de la casa de Augusto emitía un fuerte zumbido en sus telarañas de cables que conectaban los medidores de las casas del vecindario. Este zumbido en cierta forma alimentaba los televisores, focos y estufas de las casas de Valle de Trilce. En la sala de Augusto brillaba el ojo negro de la pantalla de la computadora familiar, esta tenía desplegada un chat.

half_life360: cómo andas augusto? no te vi hoy en la escuela

halowars97: qué tranza Iván, pues no bien. me envenenaron a la toro

halowars97: la encontré esta mañana en mi cuarto ya ida, la noche anterior andaba vomite y vomite por la casa

half_life360: no mames

half_life360: lo lamento amigo

half_life360: quién le haría algo así a la toro?

halowars97: dudo que mis vecinas les molestara

halowars97: mi mamá dice que si la consideraban ruidosa, pero aun así la querían a su forma

half_life360: es que la toro era bien emblemática en la colonia

III

half_life360: quién le haría algo así a la toro?

halowars97: no sé pero tengo la sospecha que fue el pinche cabezón del elmer

half_life360: tú crees? ese pelón es bien gruñón, pero tú crees que es capaz de matar a un perrito?

halowars97: si we, ya has visto como se porta con todos ese don mamón

half_life360: bueno eso es verdad

half_life360: pero no tienes nada que lo pruebe

half_life360: aunque tienes razón, ya recordé la vez que nos lanzó agua con la manguera porque andábamos jugando futbol en la calle cuando estábamos morros

halowars97: jaja que nos acompañaba él alan, terminamos bien mojados

halowars97: nombre, estoy seguro que fue ese don

half_life360: pues ya sabes lo que dicen

half_life360: el asesino siempre regresa la escena del crimen

half_life360: de seguro le aventó un hueso echado a perder en la noche

half_life360: echale un ojo a ver si se asoma

half_life360: es más, no tienes un video de la toro ladrando?

halowars97: si tengo varios videos en mi cpu donde ladra la morra

half_life360: yo digo que le eches un susto al don, conecta las bocinas y reproduce el video a todo volumen; al cabo siempre anda ahí en su patio, a huevo escucha

Y así siguieron ideando los viejos amigos. Augusto e Iván se conocieron en la primaria Chofeja jugando tazos. Se dieron cuenta que vivían cerca, así que empezaron a salir más. Cuando ambos obtuvieron una computadora, intercambiaron las salidas al parque para jugar futbol por la violencia de distintos videojuegos de disparos en primera persona. Ahora separados por sus facultades y vidas laborales, aún tenían la costumbre de hablar diario por sus computadoras.

Los amigos continuaron tramando distintos castigos para Elmer. Augusto quería agarrarlo a cachetadas hasta sacarle la verdad, Iván, que había estado incursionándose por los mundos del LSD, había vivido su primer mal viaje. Se lo describió a Augusto como “si agarrara conciencia de mi persona y reconociera todos los patrones de malas conductas que tengo”, claro que intensificadas por el nivel alucinógeno y la fuerte carga visual religiosa con la que creció Iván en casa. “Ver a tus propios demonios”, básicamente.

El diablito de Iván, que posaba en su hombro derecho, le parecía muy gracioso ver el efecto que esta sustancia podría tener en un setentón malhumorado. Y más al Augusto encabronado. Iván

sabía dónde conseguir el LSD y Augusto tenía la rabia.

“Primero lo primero. Hay que confirmar que fue él”. El siguiente martes, Augusto procedería con su ritual y tronaría sus bocinas con el viejo video de La Toro ladrando.

IV

En el invierno de 1950 un integrante peludo se añadía a la familia de los Pérez. Este traería mucho amor al hijo único. Lástima que una mañana el perro que dormía en el patio desapareció. El hijo recuerda esa mañana haber visto a un señor agachado acariciando a su nuevo perrito, en un abrir y cerrar de ojos ambos ya no estaban.

Los padres buscaron por todo el vecindario y no lograron dar con la persona que vio su hijo, ni con el perro. El niño se negó a tener otra mascota, los padres no tuvieron los ojos para notar que ese día había muerto una parte de la inocencia de su hijo.

Este recuerdo estaba muy bien enterrado en la psique del viejo Elmer, quien dejó que su inocencia muriera poco a poco, hasta formar un cementerio en la memoria traumada de su cabeza. No había sentido remordimiento desu acto, es más,sentía plenaalegría al no tener que escuchar el aullido bramado de La Toro.

Elmer leía su periódico y bebía de su taza. Era martes y el olor a marihuana llegó a sus narices. Una mueca nomás, al menos ya no tenía que escuchar los ladridos del perro. Hasta que sonaron con fuerza.

Augusto tenía el ojo bien pelón hacia la casa de Elmer, fumaba su cigarro de mugre sin pestañear, esperando un movimiento en falso del territorio

enemigo. Elmer saltó del susto al escuchar los ladridos. “Bingo”, se dijo para sí mismo Augusto.

Ese día no se llegó a más. El ritual se repitió por las siguientes tres semanas yAugusto logró leer la ira de su vecino con facilidad, veía la frustración en sus ojos cada que la computadora ladraba. Era hora poner en marcha la fase dos del plan.

Elmer salía de compras los sábados, sorprendentemente hacía todo su mandado él solo en elmercadodelaFlorida. Todaslasmañanas seleveía andando con su vestimenta cuadrada; aun así para ser un setentón que se la pasaba sentado en el patio de su casa,teníaunbuenfísico.Estosedebióaquepractico deporte en toda su vida. Aquí también creció su desprecio a las drogas, sus entrenadores siempre iban con el mismo discurso, y Elmer se lo comía como si fueran patatas.

Había un trazo desolado donde siempre pasaba en su camino a la Florida, su recorrido era de lo más cotidiana hasta que doblando una esquina estaba Augusto. Elmer detuvo su paso al verlo, este le regresaba la mirada con una decisión punzante, a la que Elmer respondió con un gruñido que solo escuchó él mismo y siguió paso.

Augusto empezó a caminar detrás del viejo. Este sentía sus pasos, anduvieron así unos minutos hasta que Elmer empezó acelerar. Tap tap tap, tronaba el paso de Augusto cada vez con más fuerza hasta que alcanzó al viejecillo con un zape en la calva.

“¡Ahora si te cargó la chingada, ruco!”, fue lo que exclamó Augusto cuando arrastraba a Elmer a una calle sin salida. Lo sentó y lo amarró a un barandal. Elmer pedía ayuda, pero ambos sabían que en esa parte no había nadie que los pudiera escuchar. Las

V

casas de alrededor las habitaban solo los vagabundos y las ratas. “Ni madres, vejete”, y empezó el interrogación.

“¿Tú envenenaste a mi perro, verdad? ¡Dímelo! ¡No te hagas pendejo! ¡¿Fuiste tú?!”, gritaba Augusto consumiradapunzante,clavadaenlosojos asustados del viejillo cascarrabias. Las preguntas y los insultos siguieron hasta que los 70 años de Elmer mostraron su cansancio: “¡Si, fui yo! ¡Yo maté a tu perro!”, empezó a chillar el anciano.

Augusto escuchó las lágrimas de Elmer, jamás lo había visto tan vulnerable. Por un momento vio al niño que se levantó una mañana para ir a saludar a su perro, y se encontró con la nada. Augusto sintió asco por sus acciones y soltó a Elmer, quien seguía en su llanto, reveló a su adversario la historia de cómo perdió a su mascota. Elmer admitió haber envenenado a La Toro, lo lamentaba bastante, se ofreció a hacer lo que sea para enmendar su error.

“Abre la boca”, dijo con seriedad Augusto.

EPILOGO

Augusto se había graduado y encontró un trabajo. Ahora se le veía en las noches llegar a su casa y degustar de un porro antes de ir a dormir. Ya no volvió a ver a Elmer, lo último que supo a raíz de sus vecinas es que de repente ya no lo habían visto en un buen rato. Algunos testimonios de los loquitos de la cuadra decían que andaba por el rio del cerro, hablando locuras y vagando en compañía de una pandilla de perros.

Monterrey, nunca y ahora

Dos detectives en un caso que no parece terminar, un vagabundo veterano que busca a un viejo amigo y una enemistad entre unos vecinos de una colonia llena de personajes. Diego Barrientos, apasionado lector de la novela negra y la novela de terror, observa y analiza la ciudad desde el dolor de estas historias. Horror, surrealismo, cotidianidad y el constante movimiento viven en esta antología.

ISBN 978-99-420-5850-5

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