Al Borde. Antología de relatos

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AL BORDE

La Calabaza Taller de escritura AntologĂ­a de relatos


AL BORDE La Calabaza Productora Cultural Taller de escritura – Antología de relatos

Coordinación de Taller: Horacio R. Fernández Ilustraciones: Ana Clara Meza Diseño: Martina García Encuadernación Colectiva: “Comunidad Nómade”

Diciembre de 2017


De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. Julio Cortázar, “Del cuento breve y sus alrededores”



[ Prólogo ] PARA CERRAR EL CíRCULO Se lo podría definir como un grupo heterogéneo. Edad, sexo, ocupaciones, ideas, inquietudes, búsquedas diferentes. Sin embargo, quienes nos juntamos cada jueves en La Calabaza encontramos valores que nos unieron. A pesar de estos tiempos que uno creía perdidos en épocas oscuras (individualismo, desinformación, idealización de lo banal, resistencia al pensamiento crítico), semana a semana elegimos renunciar a la pausa que imponen las tardecitas de primavera para hablar de cuentos. Los que escribieron Quiroga, Cortázar, García Márquez, Faulkner, Cheever, Salinger; para hablar, también, de los de Augusto, Claudia, Eugenia, Fernando, Lucas, Valentina, Victoria. Como el círculo de la escritura se cierra con quien lee, los personajes que ellos crearon están aquí nomás, dando vuelta la página, rondando como almas en pena hasta que lleguen a tus manos, lector, y pasen a ser parte de tu vida.

Horacio R. Fernández


[ Índice ] Sed

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Augusto Campos

Lo que se perdió en el camino

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Claudia Madera

Intento

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Fernando Ángel Olmos

Diego

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Lucas Pablo Beriain

El péndulo

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M. Eugenia Lenardon

Moritas

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Valentina Pasten

Cuidad Dormida

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Victoria Varino

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[ Sed ] Augusto Campos Nació en Quilmes y vive en Berazategui. Tiene 29 años. Es músico, sociólogo y en sus ratos libres escribe cuentos y poemas.


SED

Cigarros sueltos en los bolsillos y gusto a vino tinto en los labios. El olor a pólvora en el aire y la temperatura del cuerpo le indican que pronto será navidad o año nuevo. Camina solo, acalorado y algo sediento. Llega a una esquina y conversa con alguien: “Pasame un trago que tengo la garganta seca”, “¿Trajiste la bandera? ¿Y los pibes?” En el mismo lugar un anciano pasea a un perro rengo. Una viejita se putea con un borracho que, otra vez, le meó la puerta de la casa. Hay gente cantando y haciendo fila en el chino que atiende con la persiana baja, y en medio del bullicio una parejita estrecha sus lenguas y se besa como si fuera la primera vez (o quizás la última). La calle se le desarma. Está ahora dentro de una cueva gigante, abrazado a torsos desnudos que se arremolinan en una danza ritual. Retumban tambores como pasos de gigantes. Se corean palabras inentendibles alrededor de fuegos de colores que crecen por todas partes. Se siente excitado, extasiado, sediento de vida y de sueños. Se siente pleno y sin ataduras; su cuerpo, libre de pecados, arroja piedras al cielo. Baila-canta-gritasalta, se entrega por completo a esa música que suena infinita… De pronto, la cueva queda a oscuras, como si la noche de golpe cerrara los ojos. Se enmudece la música y un humo negro lo invade todo. Y entonces, respirar es una hazaña desesperada. Y entonces, los cantos de vida se transforman en gritos de espanto. Y entonces, los cuerpos que danzaban al compás de los tambores, son ahora una jauría de lobos aullando apodos y nombres propios, aplastándose frente a puertas que no abren. El hollín penetra en sus fosas nasales, le irrita los ojos, le ennegrece las manos y la cara, se inyecta en sus pulmones y le seca la garganta. Intenta gritar. Las cuerdas vocales no responden. Se siente mareado, se le contraen los músculos, le cuesta sostener el equilibro, se va desvaneciendo. Cae. Está ahora en el suelo, envuelto en un trapo sucio… logra balbucear algo:

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—¿Y los pibes? ¿Y los pibes? ¿Y los pibes?... La pregunta lo trae de nuevo a su habitación. Tarda unos segundos en caer en la cuenta. El corazón late fuerte. Tiene la nuca empapada. Mira el reloj: las 04.00 am. Respira hondo y suspira. Toma de su mesa de luz un vaso de agua. Lo bebe como si fuera el último vaso de agua que queda en el mundo. Se mira las manos. Están limpias. Hace trece años que ya no hay restos de hollín en ellas, sin embargo, todavía hay madrugadas con gusto a plástico quemado, que lo despiertan con la garganta seca.

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[ Lo que se perdiĂł en el camino ] Claudia Madera Profesora en Lengua y Literatura. Vive en Berazategui y se desempeĂąa como docente en escuelas del mismo distrito.

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LO QUE SE PERDIÓ EN EL CAMINO

Siempre pensó en volver a la casa del mirador, pero por diferentes circunstancias algún obstáculo se lo impedía: “es demasiado lejos”, se decía, “qué sentido tiene viajar hasta allí”. Esos impedimentos eran nada más que torpes excusas e inseguridades, eso también solía pensar. “Todo a su tiempo”, y el tiempo pasaba de un espacio a otro como un gigantesco reloj de arenas interminables. Sería por no manchar sus recuerdos con realidades imposibles de esconder, sería porque esa serie interminable de imágenes que se le venían de lo profundo a la superficie lo ahogaba en un mar de angustias que no quería revivir. “No conviene remover el pasado, mejor mantenerse quieto, aquietar la mente, dejar de sentir esas ganas de empantanar las cosas”. La fuerza del destino inconsciente lo condujo por caminos de trámites y papeles. Se encontró a un lado del puente, del otro lado. Pensó: unas pocas cuadras me separan de la hilera de años pasados que conservan la distancia al mirador. Quizá porque creyó sentirse más fuerte, quizá porque tuvo un momento de desapego o un éxtasis de “no me importa nada más”, luego de terminar la operación que lo condujo hasta allí, subió a su auto y comenzó a acercarse. Primero pasó por la iglesia que había empequeñecido con el tiempo, ya terminada. La construcción tenía las mismas columnas de la entrada, los muros habían sido revocados. Los ladrillos, antes desnudos, ahora vestidos y pintados, aunque la pintura amenazaba con caerse como cuando en otoño caían las hojas del ciruelo de la casa del mirador. El ciruelo, que había sido testigo en las aventuras y juegos que se inventaban cuando alguien trepaba en él, ya no existía en la vereda. La casa había perdido su galería de la entrada y el jardín que la adornaba en el recuerdo era un depósito de escombros. Sólo se mantenía en pie la estructura que antes había sido parte del comedor, esa pared con ventanal de vidrios recortados de diferentes colores que acompañaban las siestas de la tarde, cuando no se podía hacer ruido porque

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mamá descansaba. El reflejo de esos colores en el suelo invitaba a rodar en él, abrazar esos colores era desaparecer entre esos miles de puntitos que aparecían cuando el sol lo atravesaba. De regreso, entró a la iglesia para darse una oportunidad, pero ya comenzaba la misa y decidió salir. Una señora mayor, parada en la puerta, con la bandejita de la limosna, fue como un último escalón antes de desaparecer de allí: —Disculpe Señora, quisiera preguntarle algo…—aunque sólo podía preguntar una única cosa, la imagen había empequeñecido con los años, o la mirada de un pequeño contiene el poder trascendental de magnificarlo todo. La mujer la miró y sonrió, amable, aunque hizo un gesto, como si algo la contrariara. La misa iba a comenzar y la detuvo en la entrada. Por un momento todo pareció casi tragicómico, ella quería entrar a cumplir con el oficio, él, desaparecer... Estaban atorados en el umbral de la puerta de ingreso al templo. —¿Si? —respondió con una pregunta y miró a través de él, se sintió transparente pero ella volvió a mirarlo de nuevo y pensó que la pregunta tenía que ser breve y bien clara para que la respuesta lo fuese también y salir rápido de allí. —Bueno, ¿la imagen de la Virgen es la de siempre? Digo: ¿alguna vez la cambiaron? —Fueron dos preguntas. —No, no. La Virgen es la de siempre, desde que comenzó la construcción del templo. Un gracias salió por los labios resecos que crujieron al moverse. ¿Qué se hace con esa sensación o emoción o cómo sea que se llame? Al subir al auto sintió un dolorcito y dijo: —Yo sabía.

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[ Intento ] Fernando Ă ngel Olmos Empleado. En sus ratos libres escribe, trata de transmitir emociones, mensajes, y disfrutar del solo hecho de escribir. Que el lector ame vivir, pensar y reflexionar.

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INTENTO

Desde sus comienzos, él se sentía todopoderoso. El rey de la manada de leones, decía: todo lo puedo. Gritaba a los cuatro vientos, a lo guapo del 900: no pregunto cuántos son, sino que vayan saliendo. Así, días y noches a cabezazos, a puro golpe de puños, codazos, patadas. Tanto en las peleas como en el potrero, duro defensor, con botines clavados al césped o con el rival que toca en forma y tiempo. Lo mismo en el trabajo, siempre jefe, poco de obrero; mandón, autoritario. Así se fue haciendo grande en amigos y enemigos, siguió creciendo. Compró una moto cero kilómetro, más feliz y contento que niño con juguete nuevo, acelerando fuerte el motor, haciéndose el canchero. Seguía sin bajar sus aires de fanfarrón, agrandado, soberbio, burlándose de los que tenían nobles sentimientos. Una mañana como tantas salió al trabajo. Había tiempo. Encendió la moto en la vereda para no despertar al viejo. Notó que en el garaje estaba encendida la camioneta del viejo; de puro curioso miró debajo de la persiana, la mirada atravesó el living, el comedor, hasta la cocina. El viejo le invitaba un mate con el brazo izquierdo. Él entró, lo saludó con un beso: “¡hola, viejo!”. Tomó el mate con ambas manos, de reojo miraba la moto encendida en la vereda, sobre su hombro izquierdo, no sea cosa que pasen esos a los que le gusta lo ajeno. “Me voy” dijo él. Tomate otro dijo, el viejo, no te vayas rengo, yo también salgo. Él, autoritario contesta: ¡Cerrá el portón, que no quede abierto! Hay tiempo, pensó. Salió despacio con su moto, a ocho cuadras de su casa se preguntó, sorprendido: ¿Y ahora? ¿Y esto? Una F100 atravesó la avenida de lado a lado. Lo agarró al medio. Él sólo vio el capot blanco, desteñido, quemado por el sol y el tiempo. Se sintió volar y en sueño, pegado al cordón de la calle a cinco metros sobre la vereda y la pared. Su cuerpo quedó desquebrajado. La moto, en medio de la avenida. La mochila sobre el pasto. Sólo le quedaba puesto el casco. A la mierda con el audaz guerrero. Ahora, ¿a quién le va a tocar hacer el trabajo sucio? Te llegó la hora, hijo de puta, encontraste la horma de tu zapato, fanfarrón,

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embustero. Si apenas derramaste diez lágrimas cuando murió tu madre. Todas juntas, en simbólico esfuerzo, no llegaron a mojar el pañuelo. Dos pintores que esperaban el tren vieron todo, como la Ford F100 lo partió al medio. De la nada apareció un carancho, buscó a los dos pintores para iniciar el pleito. Mientras, él seguía de espaldas a la pared, perdiendo el aliento. Llegó la policía, control urbano, los vecinos, los curiosos, la ambulancia, los bomberos, hasta el diariero. Él despertó de su sueño. Escuchaba voces, la camilla de madera, el cuello ortopédico, rápido al hospital, sin pérdida de tiempo. Pensaba: ¿Por qué no salió antes o después del viejo? Hubiese tomado un mate menos. No estaría así; con suerte, rengo. Llegó al hospital. —¿Este que tiene? —Lo atropellaron con la moto. —Al tomógrafo —dijo el médico— a ver que tenemos. —Mmm... laralalala.....papapapa —Vos siempre lerdo, ¡¡¡dale, metelo!!! Fractura de tobillo izquierdo, dislocada la cadera, ruptura punta coxa lado izquierdo, desplazamiento de sacro, fractura décima vértebra dorsal, afectada la undécima, dos costillas rotas, cortado bíceps lado derecho... ¡está hecho mierda! Explotó el bazo sanguíneo. A quirófano urgente... ¡se está desangrando por dentro! No está preparado, dijo uno. Se nos va, no hay tiempo. Como sea, entremos, dijo el instrumentista. Mientras el anestesiólogo inducía al coma farmacológico. 90/20 la presión. 60 las pulsaciones. 80 saturación pulmonar. Ya hay líquido en los pulmones. Corte aquí, cirujano, saque el bazo, luego vemos el resto. Él iniciaba su viaje. Como nunca, se sentía más fuerte, saciable, leal de cuerpo y mente. Seguro vencedor, con energía, vigor. Estoy en mi mejor momento, pensó. Notaba el cuerpo frío, la cara, el pecho. Lo atravesaba una brisa suave y fresca. Vio la luz al frente alláaaaaa a lo lejos. A los costados, colgando luces de velas, formas asimétricas. Luces en tono color pastel: rosas, amarillas, celestes, verdes,

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violetas, lilas. Eran millones pegadas unas a otras. El piso era de viento. La luz incandescente, majestuosa, brillante, muy fuerte, no molestaba, al contrario, lo atraía. La muerte en su viaje le revelaría todos los misterios. Para él ya no había nada más maravilloso que la luz. Que abajo, en la tierra, le pudieran mostrar qué maravilloso es esto. Sintió éxtasis, poder, felicidad eterna. Abajo, las enfermeras, anestesistas, instrumentistas, cirujanos y más médicos, todos salvando su cuerpo. —¡Paro cardiorrespiratorio! —gritó el médico— ¡Se va!, ¡No entra aire al cuerpo!. Practique traqueotomía, si es necesario. ¡Pronto! ¡No queda tiempo! Él solo ansía llegar a la luz, entrar en ella por toda la eternidad. Ya está por hacerlo. Faltan pocos metros. Ya casi la toca. Que hermosa es la muerte si te recibe a brazos abiertos. Abajo, electroshock. ¡Apártense!, gritó el médico. Bisturí, pinza, escarpelo. Corte ahora aquí, cirujano. ¿Ya está el bazo? Sí, responde el cirujano. Ahora acá en el cuello, para intubarlo. No entra aire al cuerpo. ¿Traqueotomía? No hay otro remedio. Arriba ya casi está adentro. Quiere llegar a la luz, es su más ferviente deseo. Abajo él, en furioso ataque, se arranca las sondas, los sueros, tres sachets de sangre, la máscara de oxígeno, los tubos. Arriba, va a ser juzgado por Dios Todopoderoso. El único ser supremo. Ahora sí, hijo de puta, esta vez no es joda, es en serio. Abajo yace su cuerpo ensangrentado en la cama. ¿Qué pasó con él?, ¿intentó, o falló en el intento?

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[ diego ] Lucas Pablo Beriain Licenciado en Ciencias Sociales (UNQ), toca con Los Rolingas del Espacio y le gustan las pelĂ­culas y los cuentos de MartĂ­n Rejtman.

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DIEGO

Salimos de casa después de desayunar. Mi papá manejaba con anteojos de sol, la ventanilla baja y la velocidad de la autopista hacían que sus escasos pelos negros flamearan por los costados. Mi mamá había hecho flan para el postre que trataba de mantener firme sobre su regazo, sus pelos largos también se movían. Después de un trayecto que a mí me había parecido largo, llegamos a una casa chiquita en un barrio que no conocía. Tenía conmigo un libro de cuentos de terror que últimamente llevaba a la escuela o a la casa de mis abuelos, incluso a algunos cumpleaños. No bajé del auto sin él, necesitaba de tenerlo conmigo todo el tiempo. Nos recibió una mujer más joven que mi mamá y nos hizo pasar. Dijo que Diego estaba afuera con el fuego. Adentro, lo que sería el living comedor, estaba bastante fresco. Una nena y un nene más chicos que yo cruzaron corriendo, gritando y agitando en sus manos algún juguete. Se sentía olor a carne, o grasa quemándose, se podía ver el movimiento del humo desde la ventana de la cocina. La mujer se presentó. Me llamo Marisa, dijo. En ese instante se abrió la puerta de chapa que daba al patio con un ruido estruendoso y entró Diego. Hola, qué tal, dijo, ella es Marisa, mi mujer, usted debe ser Norberto, ¿no? Se saludaron dándose las manos. Perdón por la pinta, estoy todo transpirado. Me miró y me preguntó: Nahuel, campeón, ¿te gusta el cordero? Respondí que no sabía y miré a mi mamá. Ella se rio y dijo que creía que nunca había probado, que íbamos a ver. Pasen, vengan, dijo. Todavía se escuchaba a los dos chiquitos gritar en lo que supuse era su habitación. Javier, Clara, vengan a saludar, gritó Diego. Marisa le dijo a mi mamá que pongamos el flan en la heladera, mi papá salió con él para ver cómo iba el asado. Me quedé sentado en una silla, puse el libro en la mesa y me quedé ahí viendo lo que había alrededor. La tele parecía vieja, sobre ella había fotos —de ellos, supuse— y un gauchito gil y un par de estampitas. Noté que las paredes estaban mal, no resquebrajadas por el tiempo, sino mal pintadas, parecía que el rodillo se había roto, o la pintara acabado, y habían dejado lugares sin cubrir. Mi profesora

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de lengua me había dicho que para escribir debía ser un buen observador. Y ahí estaba yo, tratando de retenerlo todo para cuando escriba algo en algún momento. Diego le enseñaba su auto a mi papá, era mucho más moderno que el de él. Mi papá asentía con las manos en los bolsillos de su bermuda mientras Diego le explicaba algo señalando las ruedas, las puertas. No sé cuánto estuve ahí sentado, supongo que poco. Marisa vino a ofrecerme coca, le dije que sí y le puso un hielo. Chicos, gritó ella. Los nenitos no venían. Qué susto, ¿no? Le dijo a mi mamá mientras preparaba un trago. Mi mamá me miró con ternura y abrió los ojos simulando sorpresa y dijo sí, no te imaginás, casi me muero, lo que le debemos a tu marido, la verdad… la vida, le debemos la vida… literal. Yo tenía que decir algo, las dos se me quedaron mirando pero no supe qué, sólo sonreí. Marisa era muy linda, muy distinta a las mujeres que hasta ese momento había conocido —no había muchas: madres, tías y maestras; ese último año, profesoras—. Me costaba mirarla a los ojos. Pero su cara se deformaba cuando gritaba ¡chicos, pueden venir a saludar!, y después volvía a su belleza, exótica para mí. Diego no era una persona muy linda que digamos, creo que fue la primera vez que pensé una frase que me acompañaría luego en toda la secundaria y después también: “qué carajo le vio”. A Diego lo habíamos conocido con mi mamá hacía unos días. Salíamos de la casa de un amigo mío, me había pasado a buscar después de gimnasia porque de ahí tenía que ir al dentista. Hicimos dos cuadras hasta llegar a una esquina. El sol de las dos de la tarde en noviembre puede generar transpiración y algo de ceguera. Mi mamá se quedó parada, algo distraída supongo, y crucé la calle pensando que lo que el sol me dejaba sin ver era un lugar sin tránsito. Pero un colectivo venía al taco hacia donde estaba yo. Mi mamá se dio vuelta y, antes de que completara el grito, un tipo vino corriendo y me empujó hacia la vereda opuesta. Ambos caímos sobre las baldosas y el cordón. Éste tipo era Diego. Bajito, morocho, con manos duras y mameluco azul. Mi mamá lloró un poco —de emoción y de lo que el breve susto había dejado— y me fue a abrazar estando todavía tirado. Mi amor, estás bien, me preguntaba; no sabe cuánto le agradezco, le decía. Frases que se repitieron no menos de cuatro veces. Cuando nos

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incorporamos, él se presentó. Se quedaron hablando un rato y quedaron en juntarse, mi mamá quería agradecerles invitándolo a él y a su familia a comer afuera pero Diego respondió que era imposible por algún motivo, que aceptaba lo que sea pero que era él quien nos invitaría a un asado para que nos conozcamos, y después veían. Además de haberme salvado la vida, había algo en él que le dio la confianza a mi mamá para que aceptara. En casa, ese mismo día, mi papá dijo que ya estaba, que no hacía falta ir, que se olvidara. Pero después, de una discusión —supuse— en la que no estuve presente, coordinaron para que fuéramos el domingo. Ese domingo había llegado y el hielo se estaba derritiendo en la coca. Salen los chori, dijo Diego, dónde están los chicos, preguntó mirando a Marisa y después a la puerta que daba a la pieza de ellos. Marisa salió sin responder con mi mamá al patio y él entró con ese tenedor de parrilla largo de dos puntas. Estaba con unos cortos de futbol y una remera de un club que no conocía, la sombra de transpiración llegaba a la publicidad, donde comenzaba su barriga. Hacía ruido al caminar por las ojotas y la humedad. Abrió la puerta y les grito a sus hijos: cómo puede ser, hay visitas, no vieron, qué maleducados, vayan a saludar a Nahuel que está solo, ahí sentado… dale. Salió sonriéndome y luciendo una serenidad que al parecer hacía mucho había perdido. Los chiquitos salieron después, mirando el piso, mudos. Hola, me dijo Clara, que no debía tener más de cinco años, y me dio un beso. Javier, supongo que uno o dos años más grande, me dijo hola y prendió la tele. Y ese libro, me dijo la nena. No, es para más grandes, es un libro de terror. Diego seguía ahí parado, sin poder evitar que le corrieran gotas por la cara y con ese tenedor en la mano. Así que te gusta leer, me preguntó. Sí, le respondí. Mirá vos, dijo, serio. Marisa lo llamó. Diego, comemos acá afuera, ¿no? No, acá está más fresco, ahí traigo todo. Se puso la mesa. Un mantel floreado de plástico, soda, vino, coca, ensalada. Tuve que dejar el libro de cuentos de terror sobre el mueble del televisor. Una vez sentados, con los chorizos en el plato, comenzaron charlas acerca de, básicamente, quienes éramos. Marisa dijo que hacía mucho vivía en el barrio, Diego que trabajaba en un taller mecánico y que ese día pasaba por donde

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estábamos nosotros porque fue a buscar no sé qué repuesto difícil de encontrar. Mi mamá que era costurera y que le gustaba cantar y mi papá, que se mostró un poco más seco que el resto —intuí que no quería estar ahí— que era vendedor, sin especificar más. Cuando llegó la carne, Javier jugaba con el tenedor golpeando el vaso. Lo odié por el ruido, creo que mi papá también. Diego mantenía la calma que parecía haber encontrado luego de gritarles en el cuarto. Siguió con el tenedor y el vaso hasta que lo tiró y derramó la coca. Marisa dijo, algo cansada, mirá lo que hacés, nene. Diego se tragó el grito y se puso colorado, se levantó, trajo un trapo que había arriba de la cocina y lo puso encima del charco que había sobre la mesa. Después dijo, uh, Javier, te mojaste, vení, vamos al baño que te limpio. Mi mamá reanudó una conversación sobre plantas tratando de cambiar el clima. Tenía al nene al lado y estaba seguro de que no se había mojado, todo había caído sobre el mantel floreado. Me di vuelta para verlos, Diego lo llevaba por el corto pasillo, donde estaba el baño, agarrándolo del pelo. No pude ver cuando salieron, Diego volvió diciendo que Javier se sentía mal y que se fue a acostar. Sí, anda mal, ayer estuvo con vómitos, me imaginé que no iba a comer más. Mañana hay que llevarlo al médico, Marisa. Ella lo miró y asintió después de bajar la cabeza y seguir con la entraña y algo de cordero. Te gustan los fierros, Nahuel. No, le dije. No, añadió mi papá, es más de los jueguitos. Qué pena, dijo, viste ese auto, lo compré la semana pasada, ¿te gusta? Sí, está bueno. No sabía nada de autos, nunca supe. Diego, que hasta hace una semana hubiese sido un desconocido para todos nosotros, respiraba hondo en cada bocado. Tomaba vino sodeado y le ponía mostaza a la entraña. Hacía un sonido con la nariz cada vez que terminaba una frase y cada tanto, de forma cariñosa y extraña a la vez, le tocaba la cara a su esposa. Marisa, que me miraba, y recuerdo que cada vez que lo hacía me sonreía, me preguntó qué iba a ser cuando sea grande, con una voz dulce y suave y con una sonrisa corta. No sé, dije. Mi mamá dijo que yo quería ser dibujante. En serio, dijo Marisa, con una sonrisa más grande, mostrando los dientes, imperfectos pero hermosos. No sé, capaz escritor. Ah, qué bueno, me gusta escribir, me dijo, escribo poemas, bah,

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escribía más de chica, ahora ya no. Se hizo un silencio que cortó Diego metiéndole soda al vino. Menos mal que no escribís más, dijo antes de hacer ese ruido con la nariz, y después soltó una risa amarga. Marisa negó con la cabeza y miró la comida y después a mi mamá, que le devolvió la mirada un poco incómoda. El cielo se cubrió de nubes para el momento del flan. La nena salió al patio y pude notar con nitidez como el anochecer se estaba adelantando. Mi mamá se acercó a la puerta y le preguntó si no quería postre pero la nena no la escuchó, estaba saltando la soga y cantando una canción. No seas maleducada, Clara, gritó Marisa desde la mesa mientras se servía fernet, su cara otra vez se deformó y todo lo que me gustaba de ella, por un segundo, se disolvió. Me di cuenta de que al abrir su boca se le acentuaba una cicatriz en el mentón, y mirándola con más detenimiento me di cuenta de un moretón negro y violeta en uno de sus brazos. Clara seguía cantando y saltando. Un primer trueno preparó al cielo y la tierra para lo que vendría minutos después. Diego cruzó la puerta del patio haciendo ruido con las ojotas por la pisada y la velocidad. Pendeja, entrá que está el postre que hizo la señora, querés que la señora se enoje con vos, entrá y comé el flan sino querés que me enoje yo también, dijo con la misma vehemencia con la que les largaba cada palabra. Después terminó con otro pendeja pero le agregó de mierda en voz baja cuando venía con la nena, que había perdido toda la simpatía de cuando andaba divirtiéndose en el patio. Marisa le celebró el flan a mi mamá y ella dijo pero un aplauso para el asador, eh. Los cinco aplaudimos, sin tanto entusiasmo como ella, y las gotas empezaron a caer, las vimos caer sobre el patio de pasto y cemento y sobre el auto nuevo de Diego. No puede ser, lo lavé ayer a la noche, a vos te parece, le dijo a mi papá que degustaba el postre con rapidez, impaciente, acelerando el trámite para que llegue la partida. La concha del mono, dijo mientras sacaba un pucho del atado. Nunca antes había escuchado esa expresión. Clara comió casi todo el flan, sin ganas. Era admirable. El nene, Javier, ni apareció. Nunca más lo vi, la última imagen que me quedó de él fue el dolor en su cara cuando Diego lo llevaba de los pelos por el pasillo. La tele había quedado prendida en mute, Javier había dejado

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un canal de dibujitos que en ese momento estaba pasando un capítulo de Los Caballeros del Zodiaco que ya había visto. En éste, Saori, una vez más, corría peligro y los caballeros debían hacer mierda a los otros caballeros malos — algunos buenos—, y estaba Shiru, el caballero verde, en la casa de Cáncer y parecía que se le venía la noche, en cualquier momento iba a morir. La sangre saltaba por el aire y manchaba su rostro y descendía a una especie de infierno, todo parecía estar perdido para él. Mi papá tomó el café de un sorbo, mi mamá también. Marisa siguió con su fernet y Diego, nada. Sin soltar el cigarrillo acarició la mejilla de Marisa que no pudo correr la cara y dijo que le vendría bien una siesta. Ella pidió disculpas sonriendo y no me acuerdo que más dijo. Nos levantamos, mi papá fue el primero en salir. Puso el auto en marcha después de saludar. Marisa, Clara y Diego habían salido para despedirse. Desde el asiento trasero del auto escuché a mi papá refunfuñar y vi a mi mamá que se había quedado hablando con Marisa un rato más después de que Diego desapareciera tras la puerta con Clara. No supe que se decían pero había seriedad en sus caras, y se estaban empapando. En el viaje de vuelta no hubo comentarios, salvo el que hice yo: me olvidé el libro. Ninguno respondió. La radio estaba prendida y sonaban los temas del momento. La velocidad sobre la autopista hacía que la lluvia pareciera más violenta. Nunca más los volví a ver. Tampoco a mi libro. Diego te salvó la vida, me dijo una vez mi mamá.

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[ El Péndulo ] M. Eugenia Lenardon Nació en Varela y vive en Berazategui, tiene 34 años. Se formó como diseñadora de indumentaria y en el área docente como tallerista, entrelazando diversos oficios. Se sumergió en diferentes lenguajes, entre ellos la fotografía, el grabado, la música y la escritura. Publica su primer cuento en este libro.

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EL PÉNDULO

Apenas se levanta su pregunta es siempre la misma: ¿hoy tengo que ir? Escucha la respuesta, pone cara larga y se acomoda a su rutina de tele y chocolatada. Al rato deja reposando su preocupación y ocupa ese preciado tiempo antes del almuerzo, corriendo y chocando autitos en el patio. Las interminables llamadas a comer dan sus frutos. Se sienta a la mesa. Una eternidad abraza cada bocado, mientras el reloj va en cuenta regresiva. Entre suspiros y refunfuños se viste y peina. Al salir declara un dolor punzante en el estómago, o la cabeza, según sea conveniente. Intenta suplicas, promesas, hasta amenazas que se suceden en las próximas cuatro cuadras. El llegar lo vuelve intenso, sube las escaleras resignado. Mientras resuena un portate bien, un beso le da el valor para entrar.

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[ Moritas ] Valentina Pasten NaciĂł en San Juan, vive en Berazategui, 14 aĂąos. Estudiante y scout.

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MORITAS

Te veo y estoy sorprendida. Con un cigarro entre tus dedos lastimados, sonriendo como la primera vez que te vi, pequeña e inquieta. Observo en tus ojos una profunda tristeza, y me pregunto cada día que pasa, por qué, por qué a vos, una personita tan linda, con una vida tan fea. Te veo llorar, llorar y gritar odiando tu vida, cada día cansándote un poco más de esto: los chicos, tus amigas, tu familia, la sociedad, e incluso de vos misma. Hoy lo pasamos de lo mejor, cantando cumbias y leyendo nuestros tristes escritos. Después de una larga y hermosa carcajada tuve que escuchar como salían de tu boca las palabras más dolorosas que pude escuchar, me pediste disculpas, me dijiste que ya no aguantabas más, que ya habías tomado una decisión. No necesité que siguieras, sabía cuáles eran tus intenciones. Y te odié, odié a los chicos, a tus amigas, a tu familia, a la sociedad, e incluso a mí misma. Odié con todas mis fuerzas a la vida, que te había hecho sentir así, con toda una vida por delante, mi pequeña, quería morir. Después me odié, por no ser motivo suficiente para que te quedaras, por no hacerte feliz, por no haberte abrazado, por no escucharte, por haberte dejado en tu peor momento, por haberte criticado. Escribí para vos, pidiéndote por favor que te quedaras, que esta vez iba a ser suficiente, prometí llevarte a comer donde quisieras, comprarte muchas moritas, y esa linda remera que me pediste. Ibas a tener absolutamente todo de mí. Terminé con un "por favor, no te rindas". Y si, lo hiciste. Desde entonces, todo es más triste.

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[ Ciudad Dormida ] Victoria Varino Nació en Quilmes y vive en Berazategui. Tiene 13 años, participó varios años en un coro, en talleres de artesanías y de música.

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CIUDAD DORMIDA

La noche ya cayó y las latas se mueven rápidas y precisas, como si fueran extensiones de sus manos. El pulso acelerado, los pies en movimiento, la adrenalina dominando todo, la juventud que estalla incontrolablemente, todo eso los posee. Y se sienten felices, atentos y exaltados, exagerados. Una explosión de colores adorna ahora la persiana de un local del microcentro. Las luces azules y una estridente sirena les da el pie para huir con heroísmo del lugar. Corren sin parar durante varios minutos con los uniformados pisándoles los pies. Paso en falso, uno menos; todos agregan velocidad. Ni por un segundo deja de valer la pena. La ira se acrecienta cuando el ruido violento de un disparo los choca otra vez, un grito ahogado y un adiós silencioso al hermano de Agustín de parte de sus amigos. Contraataque con piedras e insultos, la desventaja les golpea el alma pero el espíritu sigue intacto. Una combinación de caminos conocidos, privilegio de la experiencia, les permite perderse en los suburbios y sentirse casi a salvo. Luego de un par de horas atrincherados en la casa de Agustín, el olor a vino sale de sus bocas junto a una maraña de lamentos y declaraciones de odio y anarquía. Se los escucha en todo el barrio. Los policías, de vuelta en su recinto, reciben todo tipo de burlas por "no poder agarrar a unos pibitos de mierda" y cuentan como hazaña las muertes que dejaron a su nombre, los cincuenta pesos que sacaron de sus bolsillos y el celular que planean vender. Una nena de seis años duerme pacíficamente, uno de los balazos la despierta por un segundo, pero en cuestión de momentos se halla otra vez en aquel maravilloso mundo de los sueños.

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POR QUÉ “AL BORDE” En las contratapas se suelen encontrar completísimos resúmenes que muchas veces permiten conocer el contenido de un libro sin leerlo. Este no va a ser el caso. No queda otra que internarse en él y recorrer sus páginas. ¿Y por qué Al borde? Algunos cuentos atraviesan esa frontera angustiante en la que hay vidas en juego. Un infierno de madrugada, el azar en un accidente. Está quien no van a poder contar la historia y quien sí, gracias a un presunto héroe que devela sus miserias en la intimidad. Otros relatos bucean el día a día, los límites de la amistad como punto de apoyo, las facetas de la infancia expresadas en temores por lo cotidiano, o revividas a través de paisajes que fueron y que ya no son, o cruzadas por el dolor de quienes cayeron un poquito más allá de ese borde y el sistema decidió que no los necesitaba. En la variedad está el gusto, dicen. Esta primera antología de La Calabaza recorre universos distintos sin apartarse de las formas clásicas del cuento, manteniendo en vilo al lector hasta la última línea.


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