CÓDIGO LORHWA

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edición digital

CÓDIGO LORHWA

Antología 2022

Taller de Escritura

La Calabaza Productora Cultural

@LaCalabaza.ProductoraCultural @Calabazacultural

Copyleft La Calabaza Productora Cultural

A la cultura se la protege compartiéndola. Queda permitida (y es bienvenida) la reproducción parcial o total de este libro citando al taller de Escritura de La Calabaza Productora Cultural y a lxs autorxs de los relatos.

Arte de tapa y contratapa: LCD / La Calabaza Diseño La Calabaza 2022 somos: - Anahí Luz Fernández - Antonela Nieva - Ayelén Herrera - Horacio Fernández - Juan Herrera - Miguel Ángel Luna - Tobías Franco

También dan talleres en el espacio: - Amaicha Araujo - Belén Fernández - Rosa Miranda

Impreso en Cooperativa El Zócalo Imprenta Gráfica & Editorial

CÓDIGO LORHWA

Taller de Escritura Antología de cuentos 2022

LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022

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Muchos fanáticos trataron a Marilyn Monroe de la misma forma que podrían tratar a una de las grandes estrellas del escenario o la ópera. (…) Fue la transfiguración de sus instancias básicas lo que lo hizo tan subversivo. La transfiguración es un concepto religioso. Significa la adoración de lo ordinario, como, en su aparición original, significó en el Evangelio de San Mateo adorar a un hombre como a un dios.

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Es jueves 17 de agosto y son las siete de la tarde. Cae el sol en este pequeño pueblo chubutense en el que hoy transcurre mi vida cotidiana. Logro enganchar algo de señal de datos móviles y me caen un par de mensajes del día. Entre ellos uno de Horacio. Hola Augusto, estamos cerrando una nueva antología de cuentos con el taller de escritura de La Calabaza, ¿te copás en armar unas líneas a modo de prólogo? Me sonrío. El gesto de mi boca no es solo sinónimo de alegría por saber que la banda calabacera siempre anda en una buena, activando movidas, sino que hay más información en esa mueca que se me dibuja casi de manera inconsciente en el rostro.

Pienso en eso de las insistencias, en la manija de lo colectivo, ese combustible anímico que logra sostener año tras año un taller de Escritura y que año tras año apuesta a editar una antología de cuentos, con los recursos que haya a mano, metiéndole creatividad y pulmones al asunto. En esta época de velocidades y

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Prólogo a la distancia
Contra la dictadura del algoritmo. Por la defensa de nuestro impulso creador

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ansiedades varias, de estéticas y fórmulas instagramers dictadas por los “comiuniti manashers” que tiran tips de cómo escribir “creativamente”, y de cómo ser reconocido aumentando rápidamente los likes a tus publicaciones, en esta dictadura del algoritmo que no deja tiempo para parar un toque la bocha y ver en qué se anda, en un rincón de Berazategui un grupo de gente se junta a leer, a escribir, a compartirse, a imaginar y diseñar una antología de cuentos, desafiando esos ritmos cardíacos acelerados del mundo actual. Desafiando la desensibilización y la deserotización que este semiocapitalismo con su frenética avanzada de paquetes de datos propone para nuestras vidas mundanas.

Esta es, creo, como la quinta antología que se arma desde el taller de Escritura de La Calabaza. No estoy seguro y atino a mandarle un mensaje a Horacio para verificar qué número de antología es esta que van a sacar, pero prefiero quedarme con la vaguedad de una cifra difusa. Me gusta que el número real quede perdido en mi memoria. Quedémonos con esa data: como la quinta. Que es como decir que del inicio de esta movida hasta aquí hay todo un recorrido de aprendizajes, un camino de saberes hecho al andar. Un senderito armado a puro machetazo grupal y literario. Me gusta antes que recordar cantidades, recordar cualidades. Es decir formas, rostros, tamaños, texturas, sonidos, colores, olores, materia prima sensible. Recuerdo que la primera antología se llamó Al borde, y fueron varias hojas A4 dobladas a la mitad y cosidas a mano con hilo encerado. Cada cuento fue acompañado de una ilustración. Diseñamos sin saber diseñar y para ver cómo quedaba hicimos una impresión de prueba en una impresora hogareña. Quedó piola y ahí nomás fuimos a fotocopiar. Con el bodoque de hojas nos juntamos en

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La Calabaza y nos pusimos a armar los libritos. Me/nos recuerdo en la cocina, con un calor de cagarse que ya anunciaba las fiestas, entre los participantes del taller aprendiendo a coser hojas. Fue hermoso. El mate circulaba como en cada encuentro. Cosíamos nuestras propias palabras.

Al otro año, por intermedio de un amigo, conseguimos que la cosa tome, valga la expresión, otro color, ya que la parte de adentro volvió a ser fotocopia blanco y negro, pero la tapa… ¡alta tapa full color! De nuevo agarrar hilo encerado, aguja y poner en práctica los saberes aprendidos.

Al tercer año volvió la manija de armar un libro con los cuentos del taller. Flashamos esta vez industrializar el proceso, hacerlo en una gráfica. Es caro, dijo unx. Buscamos la manera de cubrir los costos y lo hacemos, dijo otrx. Dale que va. Se diseñó el libro y se mandó a una imprenta. Recuerdo que un taxista amigo los fue a retirar a Capital. Eran dos cajas cerradas que cuando las abrimos casi nos caemos de culo de la emoción. Era muy loco ver que teníamos entre las manos un libro similar a esos que están en las librerías. Un libro que íbamos a poner en la biblioteca e íbamos a reconocer leyendo en el lomo: “La Calabaza - Antología de cuentos...”

Luego de eso los límites no se dejaron de correr. Año tras año era agregar algo nuevo. Que las biografías, que el diseño, que el color, que la tapa y contratapa con fotografías.

Con el tema del encierro y la vida por zoom, armamos antologías digitales. Onda PDF con enlaces, código QR, plataforma para leerlo online. Cualquier cosa con tal de no detener el impulso creador, que es como decir no detener la vida. Al parecer la cosa sigue rodando. Cada año una antología, siempre distinta a su antecesora. Una idea que se va pariendo a sí misma

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pero nunca es igual, siempre es diferente. Una idea que escapa a esa muerte de morir imitándose a sí misma. Ni calco ni copia, creación heroica, leí hace muchos años en un afiche de la facultad de sociales. Pienso que eso son las antologías de La Calabaza: creaciones heroicas. Porque heroico, en este sistema de salidas rápidas, de pereza intelectual, de oferta de modos de vida rápidamente adaptables al mercado, es inventar, es delirar, es decir, desviarse de la huella del arado. Es abrir una línea de fuga, una bifurcación para darle cauce a la potencia creadora que mueve nuestro pulso vital.

Escribo a 2400 kilometros de Berazategui y a no sé cuántos kilómetros de cada uno de estos recuerdos. Dudé un poco en aceptar esta invitación, me sentía lejos y temía repetirme y tropezarme con mis propias palabras. Pero acepté. En el fondo comprendo que la escritura es un modo de hacer alianzas, un rio subterráneo que lleva y trae susurros, una práctica simpoietica que crea territorios donde estar y crear con otres a pesar de las distancias.

Las líneas que acá tipeo son una operación de rescate de cada fragmento de otras vidas con las que armo mi propio rompecabezas. Me recuerdo con otres y me recuerdo quien soy. Creo que ya no temo repetirme, me traje de La Calabaza el machete para seguir armando senderitos nuevos.

* Dicen por ahí que la palabra compañero viene del latin “cum-panis” y que significa “compartir el pan”. Entonces Tuti es eso: un compañero, es decir, un amigo que anduvo (y anda) entre nosotres compartiendo el pan.

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Especie de segundo prólogo

Las líneas que siguen no alcanzan a ser un segundo prólogo. Son aproximaciones someramente fieles, imperfectas, de lo que hubiéramos querido escribir. El proyecto de prólogo está dividido en capítulos. En el primero hablamos de quienes imaginaron a La Calabaza antes de que fuera La Calabaza, y del surgimiento del taller. En el segundo, de quienes forjamos el libro. En el tercero, de qué forjamos quienes lo forjamos. Primera aproximación. El túnel del tiempo. Las antologías del taller solían tener dos prólogos. Uno desde el espacio , que escribía Tuti, y otro desde la coordinación del propio taller. Este año, Tuti, o Augusto, no pudo formar parte de nuestro colectivo por una cuestión de distancia. Como él cuenta el detrás de escena de su prólogo, vamos a ocupar unas breves líneas en hablar de la escena del detrás de escena. Digamos, también, que esta edición es la sexta antología consecutiva del taller, una pequeña rectificación a las cinco ediciones que supone Augusto. Recuerdo haber ido en diciembre de 2015 al Ministerio de Cultura, en los albores de la pandemia sin virus. Estaba sitiado por fuerzas de seguridad.

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La obsesión del hilo conductor: buscar originalidad en la repetición

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Tipos con uniforme y planilla en mano vedaban el paso a empleados que llegaban para cumplir con su jornada laboral. Quinientos trabajadores en la calle, víctimas de una razzia planificada. Hay gentes a las que la palabra cultura les produce pánico. Si es cultura popular, tanto peor. El cambio de época presagiaba días difíciles. Entre aquel final de 2015 y comienzos de 2016, un grupo de amigxs forjó la idea de crear un espacio en el que pudieran caber distintas expresiones culturales de forma independiente y autogestiva. Nacía La Calabaza.

Cuando promediaba 2017 conocí a Tuti y al resto de lxs chicxs. Ahí trazamos las líneas de un taller que se proponía seis encuentros, y vemos qué pasa. A ver si se anota alguien. El resto es historia conocida. Se cuenta en el primer prólogo. Corre 2022 y acá estamos.

Segunda aproximación. ¿Y estos de dónde salieron? Es la primera vez en los talleres del espacio que un grupo íntegro retoma los encuentros al año siguiente. La perseverancia es motivo de alegría para el espacio y para quien escribe, que lo coordina sin más mérito que organizar las lecturas y, cada lunes, hacerse un lugarcito entre pares. La salida a tropezones de la Era Covid produjo un cambio en la modalidad, ahora mixta. Como cavernícolas platónicos, teníamos ahí nomás el cielo abierto; sin embargo, no nos animamos a exponernos a aires viciados (¿de qué?, dirán las almas incrédulas, y nosotros no sabremos qué contestar). Ocasionalmente hubo ronda de relatos en La Calabaza para salir de las ventanitas del zoom que no era Zoom y extasiarnos ante el fascinante mundo de la tercera dimensión. También hubo cambios en la dinámica del taller: empezamos abril pensando en esta antología. Cada relato fue desmenuzado, releído, expuesto a las sugerencias de lxs compañerxs. Cuando los personajes de los cuentos quedaban exhaustos los dejábamos descansar un tiempito, para volver luego sobre ellos y exigirles un poco más. Y otro poco más.

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Tercera aproximación. Con qué te vas a encontrar. En el taller respetamos ciertos rituales. Cada lunes le prendemos una vela imaginaria a nuestros patronos: San Piglia, San Saer, San Julio. Con la fe invicta evitamos las tentaciones que martirizan la vida del escritor. Somos adjetivadores compulsivos, pero recuperados. Huimos de las acechanzas del Lucifer literario que nos dicta gerundios inútiles. No importa si lo logramos, pero podemos jurar por nuestros guías espirituales que hicimos lo imposible por intentarlo.

El arte de tapa, el título del libro y los once relatos encierran cierta unidad conceptual. De ahí viene eso de la “originalidad de la repetición”. Para quien no encuentre puntos en común ensayamos un breve descargo en forma de epílogo. Nos decepciona suponer que, dicho esto, quien lee salteará hojas e irá con avidez a las páginas finales.

Ahora viene lo difícil: un remate sin caer en lugares comunes. La empatía generada en el grupo, los progresos en buscar el propio registro en los cuentos (se leyeron más de treinta, de los que quedaron estos once) y otros blablablás. El duende que anduvo yendo y viniendo de un wifi a otro y de mesa en mesa sabe que hemos dado lo mejor que teníamos para llegar a estos textos. Léanlos. Valen la pena. Cada unx de lxs compañerxs que puso su firma en cada escrito lo merece. Léanlos, no los vamos a defraudar, y esta vez es verdad. Este libro es nuestra carta de presentación, y también es nuestro humilde y secreto orgullo.

Julius Lorhwa*

* Personaje apócrifo cuyo nombre real se sospecha que es Horacio Fernández, integrante de La Calabaza y coordinador del taller de Escritura desde 2017. Asistió a talleres en el Centro Cultural Rojas con Alberto Laiseca, entre otros. También cursó con Cristina Feijoó y Ernesto Bavio. Editó “Cuentos a escala” (2014) y “Equilibrio inestable” (2017). Primer premio Concurso Federal de Relatos (Ministerio de Cultura, 2015), entre otras distinciones en cuento y novela en la Argentina y en el exterior.

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CÓDIGO LORHWA

Taller de Escritura - Antología de cuentos 2022

Emanuel Macedo Viviana Sasso Ayelén Rodríguez Claudio Szapiel Alejandra Dietz Cintia Periz Daniel Jauri Maximiliano Roberto Marina Vitagliano Ailin Russo Mariana Perata

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Mugre Milagros

La ducha

La caja Así como era ya no es Té para tres Vino de ilusión Canto rodado Luego nada Caja negra Para nosotras, flores

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17 21 33 37 45 49 59 67 73 81 87

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Quilmeño de nacimiento, pero berazateguense y peronista (de la tercera sección) por elección. Cooperativista en @elmaizalcoop. Esta es su cuarta participación y formación en la antología del taller de Escritura de La Calabaza Productora Cultural.

Mugre

De todos los finales este es el peor de todos. Es como esas pe sadillas que no te animás a poner en voz alta por miedo a que se cumplan. No recuerdo haberla soñado, y mucho menos haber hablado de ella. Pero por qué adelantarse al final, teniendo la po sibilidad de contarlo desde el principio. Como pasa con muchas personas que andamos por lo treintaypico, los trabajos estables nunca fueron una posibilidad. Fui ayudante de albañil, hice pozos ciegos, cámaras sépticas, levanté paredes, llené losas. También manejé camiones atmosféricos, fui remisero, bachero, cortapas to y podaplantas. Pero desde hace un tiempito hago de plomero, un oficio que heredé de mi viejo y de mi abuelo. Un laburo más, pero según mi viejo: está bueno dominar el agua, porque el agua es vida. A veces el agua también ayuda a lavar lo peor de las personas. Se la da de místico el viejo, pero ahora que lo pienso esas palabras pueden tener sentido.

¿Por qué digo esto? porque tengo toda la certeza de que esta historia que les cuento empezó el día que mi viejo me pasó

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Emanuel Macedo

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un laburo. Me dijo si podía ir a lo de una señora que tenía la bañadera llena de agua, aparentemente tapada. Tomé unos mates y arranqué.

Era en una zona linda, no muy cerca del centro, sobre la calle Lorhwa. Ahí no hay invasión de edificios, abundan los árboles. La casa de la señora era modesta, en un costado de la entrada tenía una estatuilla de alguna virgen, ella tenía la cara de una abuela de cuentos, con olor a heno de pravia y voz dulce, pero su casa olía poderosamente a cigarrillo y a perros. Mi viejo tenía razón, la bañera estaba llena de agua grisácea. Sopapa en mano empecé la tarea, pero el agua no cedía. Rompí el palo. Conseguí otro y le di más fuerte. Poco a poco el agua fue bajando, quedaban apenas unas líneas, así que empecé a meter los dedos en el desagüe (los guantes, me olvidé los guantes). Pude retirar algunos pelos y algo de agua. Desatornillé la rejilla y empecé a sacar bolas de pelos mezcladas con restos de jabón, uñas y mugre. Cuando terminé no quedaba nada. Me lavé las manos y me fui. Pese a mi negativa, la dulce señora me pagó el doble.

Al despertarme al otro día mis dedos estaban negros, bien ne gros, como si hubiera metido la mano en a una bolsa de carbón. Probé jabón y nada, detergente y nada. Lavé mis manos con la esponja y nada, esponja de acero, virulana, y lo negro en mis ma nos seguía ahí. Las puse en remojo con vinagre y bicarbonato, y nada. Probé con agua oxigenada, lavandina, cloro y solo náuseas y mareos por la mezcla de los químicos y nada. Solo los dedos negros y ahora lastimados. Por un momento barajé la posibilidad de meterlos en soda cáustica. Empezó la recorrida por médicos. Análisis de sangre, de orina, placas, resonancias, tomografías. Interconsultas con dermatólogos, oncólogos, descartado algún

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tipo de vitiligo o psoriasis, también todo tipo de cáncer, no había nada, solo una negrura que el primer día habían avanzado hasta las falanges y con el paso de las semanas ya llegaba al codo. Probé curanderos que hacían invocaciones y rezaban en idiomas que no conozco. Me trataron con ungüentos, azufre, bebidas purgantes que me provocaban diarrea. Después de eso, nada. La negrura llegaba a los hombros. Empecé a encender una vela a cada santo. Resignado, sin una explicación lógica, empecé a googlear, y nada.

Pero así, como un día llegó, ya no estaba más. Volví a ver mi piel tal cual era. No lo podía creer. Ya había pasado todo.

Pensé que la negrura me llevaría al otro lado, me imaginé viendo mi vida pasar como si fuera una película, la sola idea me provo caba dolor de cabeza. Si mi vida fuera una película sería cine ex perimental, de bajo presupuesto y en blanco y negro. Caminando en la ambigüedad de esos colores, el negro del duelo que lleva mi viejo por la muerte de mi vieja, el blanco del vestido que tenía mi ex el día que nos casamos, así pasando de color en el casillero en el tablero de ajedrez que fue mi vida, siempre peón, nunca alfil, peón que nunca compartió caja con el rey, que temía avanzar y hacer un jaque mate. Pero si el único mate que puedo hacer es el amargo.

Tomando unos amargos me di cuenta que el negro volvía a ceñirse sobre mi vida. Primero empecé a sentir el amargor de la bilis que subía y bajaba por mi garganta y me causaba arcadas. Corrí al baño, levanté violentamente la tapa del inodoro y em pecé a vomitar lo que era unas pequeñas bolas de pelos, mugre y uñas. Las primeras eran chicas, como una pelota de pingpong. Hasta que no pude creer lo que salió de mí. Era una bola del tama ño de una pelota de tenis. después de despedirla caí en el piso del

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baño. Antes de desmayarme pude ver que mis dedos y mis manos volvían a estar negros.

Mientras le cuento esto estoy en un quirófano, no siento nada pero veo todo, tengo la panza abierta al medio, veo mis entrañas y son negras, un doctor mete las manos, hace fuerza, tiene algo en la mano, su cara es de repulsión. Lo que sacó es indescriptible . Podría decir que era una bola llena de pelo, mugre, uñas y jabón.

Ahora solo soy una sombra de lo que alguna vez fui.

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Viviana Sasso

Quemera de nacimiento. Es en esos barrios del sur dónde crece su raíz solidaria conectada con los más vulnerables. Dibuja, pinta y es habitué del arte correo. En los últimos años fue seducida por el significado de juntar palabras. En 2021 participó de dos antologías de poemas y en la antología de La Calabaza.

Milagros

A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd. Alphonse de Lamartine

I

El doctor

El despertador suena a las cinco desde hace treinta años. Se levanta, hace media hora de flexiones, se baña, afeita y peina con gomina Brancato. Se viste con esas camisas planchadas con apresto, pantalón de casimir y unos zapatos más brillosos que el sol que repasa todos los días con un cepillo de cerda.

Baja. Se sienta a la mesa mientras le acercan el desayuno. Coloca en su cuello una gran servilleta que cuida el blanco inmaculado de su camisa.

Hojea el diario y a las siete menos diez sale rumbo al hospital. Se pone el sobretodo mientras ella le pasa las manos como para barrer el polvo invisible de sus hombros.

—Hasta luego Melinda, hoy llego tipo seis. Me toca hospital y

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CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022 luego consultorio.

—Que tenga buen día dotor, nos vemos para la cena.

—Ah, una cosa más: dígale a la señora que hoy cenamos temprano, mañana tengo una operación. Y a mi niña hermosa que le vaya muy bien en el colegio.

—Gracias dotorcito, usted es tan bueno.

Cierra la puerta con una mano mientras con la otra pulsa el control para abrir el garaje. Camina por encima de las lajas que marcan la salida cuando llega corriendo Susana. Intercambian tibios besos y organizan el día en menos de un minuto.

El doctor Heredia Solano parte rumbo al hospital.

II Melinda

El despertador suena a las cinco y media desde hace veinte años.

Se levanta, se lava lo que hay que lavar y ata su pelo largo con una gomita. Se pone el uniforme y baja en un santiamén a repasar con almidón la camisa del dotor. La cuelga en la manija de la puerta.

Parada, prepara el café, tuesta pan y se toma unos mates que intercala con galletitas de agua.

El dotor baja. Le acerca el desayuno, el diario y una impecable servilleta para cubrir la camisa.

Mientras el dotor revisa las noticias, comienza a preparar el jugo verde, las frutas para la señora Susana y la chocolatada con galletitas para la niña.

Cuando él está por irse acaricia el sobretodo para sacarle alguna pelusa invisible, como se amansa un caballo.

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—Hasta luego Melinda, hoy llego tipo seis. Me toca hospital y luego consultorio.

—Que tenga buen día dotor, nos vemos para la cena.

—Ah, una cosa más: dígale a la señora que hoy cenamos temprano, mañana tengo una operación. Y a mi niña hermosa que le vaya muy bien en el colegio.

—Gracias dotorcito, usted es tan bueno.

Se va y en menos de cinco minutos entra la señora Susana que sube directo a darse un baño mientras ella despierta a la niña, su hermosa Milagros.

III

La señora Susana

El despertador suena a las seis desde hace mucho tiempo.

Se levanta, se pone su ropa deportiva y aplaca su cabellera rubia con una vincha. Se lava los dientes y se coloca los inalámbricos para escuchar música mientras corre. Sale al pasillo y se encuentra con su marido que está agarrando la camisa que Melinda le dejó colgada en su habitación.

—Buen día querido, ¿cómo dormiste?

—Bien, con algo de frío. Quizás esta noche puedas venir a dormir conmigo.

—¡Vemos, dale! —y sale precalentando por la escalera.

Baja, abre la puerta y se pierde en la oscuridad de la mañana.

IV

Milagros

No tiene despertador. Melinda abre las ventanas y deja que

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entre la luz del día. La niña remolonea un buen rato. Sin salir de la cama, se pone el impecable uniforme escolar.

Se levanta y se lava los dientes. Su mamá la peina con una envidiable trenza.

Baja. Se sienta a la mesa y se coloca una gran servilleta que cuida el uniforme.

Entra la señora Susana.

—¿Buen día mi niña, cómo dormiste?

—Bien, pero todavía tengo mucho sueño.

—Te habrás quedado jugando con el celular hasta tarde pillina, pillina. Empezá a desayunar que está por pasar el micro. Yo voy a bañarme.

Toma su chocolatada, come algunas galletitas casi por compromiso y siente la bocina del micro.

—Vamos hermosa que se hace tarde.

Le pone la campera rosa y pasa las manos como para barrer el polvo invisible de sus hombros. La acompaña a subir al micro.

V Indicios

Esa noche, como todas las otras, cenan juntos. El olor a sopa de verdura perfuma la casa. Cerca de las ocho se sientan a la mesa y prenden el televisor gigante que habla de noticias horrorosas. La desaparición de una chica interrumpe la velada. Susana cambia de canal y la niña pide que lo dejen.

—No mi niña, eso es para mayores, —aclara el señor.

—Pero por favor Papucho, te prometo que esta noche leemos juntos, dale, porfa.

—¿Qué dice Melinda? ¿Lo ponemos o no?

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—Como quiera patroncito, el televisor es suyo.

—Pero la niña es suya aunque yo sea su papá postizo. ¿No mi amor?

El doctor agarra el control y vuelve a las noticias. La niña cambia la cara. Un halo azul le tiñe sus ojazos negros y comienza a hablar con una voz prestada, tensa, oscura.

—Está muerta. La vinieron a buscar. El martes la encuentran.

Silencio mortuorio. Cruce de miradas y algunas lágrimas en el rostro de Melinda.

—Ya te dije niña, dejá de pensar en cosas feas.

— ¡Es que los veo mami!

La señora empieza a hablar de ir al cine a ver esa de Disney nueva el próximo fin de semana y la niña cambia la mirada.

Esa noche todos se van a acostar con una mezcla de angustia e incomodidad. La pequeña Milagros tiene algo raro, quizás neurológico que habrá heredado de su padre loco, o alguna enfermedad de estos tiempos.

Los siguientes días son tensos. Mientras la nena va al colegio, doña Susana y Melinda van al hospital. El doctor les presenta a un colega neurólogo y le consultan sobre estas cosas que vienen sucediendo desde hace algún tiempo. Sugiere hacer una tomografía, algunos estudios complementarios y mientras tanto pide una interconsulta con un psiquiatra.

El viernes Milagros falta al colegio para hacerse el chequeo. Al salir del tomógrafo, Milagros se acerca al vidrio y le dice al técnico:

No te preocupes, a ella la vinieron a buscar y ahora descansa. El joven sale de la pecera, se acerca a la niña y la abraza llorando. Susana pregunta que pasó, y él le cuenta que hace una semana ha

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muerto su novia. Pasmado, atónito, toca a la niña como si fuera una Santa.

VI

El loco

No tiene despertador. Una enfermera lo despierta todos los días a las seis.

Se levanta, toma píldoras de varias formas y colores. Lame sus dedos y se achata algunos pelos insurrectos. Se viste con una camiseta estropeada, un viejo pantalón camuflado y pantuflas dos números más grandes.

Baja. Se sienta a la mesa mientras le acercan el desayuno. Coloca en su cuello una gran servilleta y moja el pan de lorhwa en mate cocido.

Mira un rato el noticiero y a las siete menos diez sale al patio. Se pone el chaleco que le regaló su Milagros, esa niña que tanto extraña.

—¿Cómo anda Gómez, se siente mejor? —le dijo su enfermero a la pasada.

—Como siempre querido, aunque nadie me crea.

—Yo le creo Gómez, pero usted no debería decirlo si quiere salir de acá. Nadie ve muertos, ya sé que usted es el elegido pero no lo diga, así se puede reencontrar con su hija.

—Gracias querido, muy amable como siempre. Pero dígame una cosa. ¿Qué clase de hombre cree que soy si miento? ¿Qué valores le inculcaría a mi hija?

Se va enojado. Cierra la puerta con una mano mientras con la otra arregla su peinado. Camina por encima de las lajas rotas y descoloridas. Pasa delante de la Virgen. Se detiene, le habla, la

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besa, le ruega.

El señor Gómez, el loquito del padre sigue camino a su habitación.

VII

La espera

La consulta con el psiquiatra los deja más confundidos. Les dice que excede sus facultades, que no puede volver a verla. Intentan hablar con él pero los elude.

Los estudios neurológicos no están, pero comienza la búsqueda de una buena curandera. Melinda dice que su hija está “malita”, la señora Susana que es juego y el Doctor Heredia Solano que es algo genético, como pasa con el loquito de su padre.

El lunes, después de la cena, Melinda recoge los platos. Se distrae y comenta que mañana es el día que la niña vaticinó la aparición de la joven desaparecida en Vicente López. Para qué mierda lo habrá dicho, se lamenta. Qué necesidad de incomodar a los patrones. Maldice su lengua larga y percibe cierto nerviosismo del matrimonio.

El doctor disimula y como todas las noches se sienta en el sillón en ele del comedor, le hace upa a Milagros mientras cuenta un cuento, a veces inventado, otras tantas de la clásica y eterna literatura infantil. Ese día ella interrumpe el relato:

—Papu, me voy a dormir. ¿Mañana vas a trabajar?

—Si claro, como todos los días, bebé. ¿Por qué me preguntas?

—¿Puedo no ir a la escuela? Porque mañana al mediodía va a aparecer la chica y quiero ver la tele.

—¡Ah, no sé mijita! Pregúntele a su mamá —le dice el hombre sacándose de encima no solo la responsabilidad sino también el

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susto que podría ocasionar el desenlace que vaticina la nena.

Finalmente la mandan a dormir para ir mañana al colegio. No se discute.

VIII

La curandera

Las gallinas la despiertan al alba.

Se levanta, pone la pava a calentar, se ata el pelo, limpia con un escarbadientes debajo de las uñas para sacar la tierra y pasa las yemas entre los dedos de los pies para que no se note la falta de agua. Se viste con un batón y se sienta a tomar unos mates mientras espera a las doñas.

Un aplauso le avisa la llegada de las clientas. Las hace pasar sin mucha amabilidad y les pide ropa de la nena. Estira sobre la mesa la remera rosa con brillitos y dibujos de princesa.

Prende una vela, la pasa por encima y apoya sus manos. Balbucea alguna especie de rezo inentendible y transpira, mucho. Deja caer la cabeza húmeda sobre la prenda mientras la Señora y Melinda la observan con asco.

—Yo soy magia, soy intersección. Deja a esta niña libre, cura su alma, lleva el espanto, tapa sus ojos de la muerte que la persigue. Te la entrego para que la protejas.

—Perdón señora, pero a la nena no se la vamos a dar a nadie — dice espantada Melinda.

—¡Yo soy quien la protege, soy magia, navego en sus sombras y la libero! —grita, levanta sus manos.

—Por Dios, esto es mucho. Vámonos —dice la Señora.

La hechicera abre los ojos y está sola. Cierra la puerta con una mano mientras con la otra se rasca la mugre. Camina por el piso

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Código Lorhwa de tierra en búsqueda de su pava. Se sienta sobre la cama y esboza una sonrisa complaciente pero lamenta no haber conocido a la nena, hubieran sido grandes compinches.

IX Martes

Vuelven a la casa antes de que estén todos levantados. Tratan de sortear la mañana como si nada fuera a suceder, pero es imposible.

Apenas se va Milagros las dos mujeres se abalanzan sobre la tele. Ese día ninguna de las dos sube al cuarto, ni hacen compras, nadie come en la casa.

El doctor en el hospital suspende los pacientes entre las 11 y las 13 para ver por celular a Crónica.

A las 11.43 una gran pantalla roja que abarca todo el smart exhibe un lujurioso ULTIMO MOMENTO seguida de la noticia que no quieren escuchar:

Apareció muerta la joven estudiante.

Macabro hallazgo.

Con sus ojos pintados de azul y sus cuerdas vocales arrancadas.

La señora se desmaya. Melinda no puede asistirla, apenas se sostiene en pie.

En el hospital el escenario es peor. El doctor Heredia Solano cae doblado por un infarto.

X

Vacaciones

Las vacaciones de invierno comienzan atípicas, no habrá esquí

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LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022 en Chapelco ni protector solar en República Dominicana.

El doctor reposa convaleciente en su cuarto y la señora casi no sale del suyo. Está atemorizada, mira de reojo a la niña. Está decidida a hablar con su marido cuando mejore. Las quiere a la madre e hija fuera de la casa. Mientras tanto, trata de fingir y caerle bien a la niña.

Melinda está sobrepasada de trabajo. Vienen visitas todo el día, sumado a que su hija hace de enfermera de Papucho y tiene los ojos puestos en ella para que no se mande una macana. Es pequeña y solamente con la voluntad no alcanza.

El doctor siempre agradece, no importa lo que haga la niña, su niña prestada, él dice que está bien. Ella le alcanza agua, comida, y leen cuentos tirados en la King cubiertos por esos acolchados de plumas que tanto le gustan.

Esa ceremonia sólo es interrumpida cuando suena el timbre. Milagros sale corriendo, agradece a los visitantes y los acompaña al cuarto de Papucho.

De “aquello” no se vuelve a hablar, aunque a la niña dos por tres se le tiñen los ojos y con esa voz añosa, de fumadora, se acerca a oídos de su madre y hace algún vaticinio trágico.

XI 16 de julio

El sol regala un domingo inmejorable. El doctor baja al jardín en busca de respiro después de tantos días encerrado. Por la mañana pasa Braulio, amigo y vecino. Hablan algo de fútbol y de política pero el hombre no quiere preocuparlo. Terminan contando anécdotas de cuando iban a bailar a Bamboche. Cerca de las tres llega su hermano el ingeniero con la esposa y los tres

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hijos. Se sientan en los sillones de ratán. Melinda sirve budín de manzana y peras, algunas galletas caseras de avena y tostadas de pan sin sal para el señor.

Los cuatro chicos corren por toda la casa bajo la mirada atenta pero disimulada de Susana.

—Milagritos, vení contale a los tíos uno de los cuentos que aprendiste estos días —le pide el doctor mientras la sienta a upa.

—No Papucho, ahora estoy jugando, dale, después, porfi.

—Pero un poquito, dale mi amor.

—Está bien —dice resignada—. Había una vez un chanchito llamado Orlando, que cuando era chico…

Suena el timbre. ¡Yo voy!, grita Milagros, feliz de poder salirse del apriete narrativo.

La niña abre, vuelve y se para frente al doctor. Sus ojos están azules y su voz áspera. Con lágrimas en los ojos le dice: Papucho, te buscan.

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Código Lorhwa

Ayelén Rodríguez

Coordina Muchapalabreria, un espacio de escritura colectiva: www.muchapalabreria.com.ar. Publicó varios libros como autora y coautora. Ha participado de distintos talleres y encuentros relacionados a la literatura. “Código Lorhwa” es la cuarta antología de cuentos del Taller de escritura de La Calabaza de la que participa.

La ducha

Se saca la ropa mediante una combinación de movimientos que no son del todo conscientes. Ducharse suele ser mecánico, repetitivo, bañarse para volver a ensuciarse para volver a bañarse: cosas que nadie sabe bien por qué se inventaron y por qué se sostienen sin analizar demasiado. El mal olor es natural pero se quiere evitar. Qué paradoja. El mal olor es como el dolor.

Entonces se desviste sin pensar hasta que la piel de sus piernas se rozan entre sí y sus tetas caen libres, sueltas y desparejas sobre su pecho. Algo de la desnudez siempre la incomoda. Algo de la desnudez en general, pero sobre todo de la propia.

Ahora, el registro es el de estar desnuda, el de ser un cuerpo, un cuerpo que se baña por inercia como el movimiento empuja las hojas cuando caen a la vereda y las apila en los bordes del cordón.

No es el viento. El movimiento es siempre la voluntad de los hombres. Es inercia de unos, pero también es voluntad de otros. Qué paradoja.

Cuando se mete en el rectángulo de la ducha previene que un

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primer chorro frío le pondrá piel de gallina. Pero vuelve rápidamente, con el calor del agua que ya está tibia, a los pensamientos rumiantes de hace un par de días, un par de horas, un par de mi nutos atrás mientras se sacaba la ropa sin pensar y donde siempre se trata de voluntades, no de magias, ni de inercias.

Débora deja que el agua la bañe. Agarra el jabón y empieza por las axilas. La intimidad de la ducha contiene algo de misticismo. El sonido es solo el del agua corriendo y sin embargo su voz interior aparece primero baja y luego a los gritos para hacerse escuchar. Con tinuará por el resto del cuerpo pero nada será con tanto énfasis como las axilas, la pelvis y la cola. Desde chiquita se lo enseñaron así.

Débora frota las partes y piensa en Pedro. Piensa en Pedro y en el próximo sábado. Por primera vez, el protagonista del cumplea ños no va a ser quien cumple años. Otra paradoja.

Pedro volverá a Morón después de cinco años para celebrar sus cuarenta en la casa de los abuelos. Dios los tenga en la gloria a los viejos. Solo Dios, porque los abuelos de Débora siempre hicieron diferencias de todo tipo con sus hijos y por ende con sus nietos. La gloria es para los buenos, piensa Débora y deja el jabón para agarrar el champú.

Pedro vuelve y con él los fantasmas. Débora repite en su cabeza la frase que viene preparando para el momento de la torta mien tras se forma la espuma suave de champú que le dejará el cuerpo con olor a coco.

El chorro de la ducha no logra ser amable con ella, aunque la lluvia sostiene una pareja presión tibia, en la cabeza de Débora todo pesa, molesta e incomoda.

En la silla que va en la cabecera de esa mesa en la galería te

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chada está Pedro, nieto mayor y preferido. También están tíos y primos degustando un costillar. Ella lo mira sin sacarle los ojos de encima. Se acerca un primo, Sebastián, a hacerle preguntas banales pero ella no responde, parece no escuchar.

Entonces la tía Irma junta los platos y su mamá las ensaladeras vacías. La de lechuga y tomate conserva un fondo de jugo de limón y sal pero como una malabarista su madre sabe cómo apilarla con lo demás sin que se caiga nada. Encima platos con resto de grasa y huesos. Realiza un gesto para Débora en señal de que ella debe juntar los vasos porque llega el momento del café. Débora se queda quieta en su lugar. Su mirada sigue hacia Pedro que conversa, come, toma vino y repite la secuencia sin reparar en ella o en el pasado.

La madre interpreta que la nena no tiene ganas o está cansada. La tía Judith rápidamente recoge los vasos junto con las paneras sin pedir explicaciones. Parece interesada en la conversación de su marido, aunque no entienda nada de los circuitos eléctricos en aviones de cabotaje.

Débora continúa con su mirada clavada y su boca cerrada. Pa rece una bomba a punto de estallar pero su impaciencia parece imperceptible. ¿Cómo puede ser que nadie note nada? Cree, una vez más, que es cuestión de voluntad.

Los hombres ríen, sus ojos brillan por el alcohol. Sebastián saca una maquinita y se arma un cigarro de Lorhwa. Dirá que así es más sano, los otros se le ríen en la cara.

El tío Elio consulta si el postre es budín de pan mientras se saca restos de comida con un escarbadientes. La tía Marta le confirma que esta vez tocó pastafrola comprada en panadería. Elio se lamen ta. Marta trae la pastafrola en una mano y en la otra la torta del cumpleaños que a la mañana enfundó con mazapán blanco y de

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coró con un logo de River en telgopor que compró en el cotillón.

Irma sale de la cocina con las tazas de café y el termo y Judith con un nuevo rollo de servilletas y un encendedor.

El primo Daniel deja de tocar a su novia por debajo de la mesa. Su hermana Camila que estaba con auriculares hasta ese momen to, se los saca y pega un grito para que los chiquitos de la familia dejen de jugar en el jardín y se acerquen. El momento de la torta es sagrado.

Débora apoya sus manos sobre el mantel.

Arrancan a cantar.

Pedro sonríe. Cuarenta no se cumplen todos los días y qué lindo es compartirlo en familia, piensa. Valió la pena el viaje. Sopla. Aplausos.

Un silencio corto pero suficiente se instala.

Débora se levanta, apoya el peso de su cuerpo sobre sus brazos ahora extendidos y lanza el grito más fuerte de su vida: —¡Hijo de puta!

Las paredes del baño retumban. El champú recorre su cara y el olor a coco le inunda la nariz.

Débora llora. Llora aunque no quiera, desnuda y vulnerable.

Llora por voluntad, por la voluntad de haberlo dicho. Se desata un movimiento que generará otros.

Ya no quedan restos de champú en su cabellera. Cierra la du cha, corre la cortina y agarra una toalla corta de color azul. Curio samente ahora se siente más cómoda con su desnudez. Se hace un rodete en la cabeza con la azul y se seca el cuerpo con otra.

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Claudio Szapiel

Periodista, fotógrafo y artesano en varias especialidades. Y algunas cosas más también. Es argentino y berazateguense. Hace unos años empezó a escribir cuentos. Participó en varias antologías. La editorial independiente Charco editó un libro con textos e imágenes suyas. Sigue estudiando. Siempre.

La caja

Todo sigue iguaaaal, todo sigue igual de bien; uh y ahora quien jode, espero que no sea Carlitos insistiendo con lo del viaje. Siguen los amigos que quieroo teneeer, bueno bueno, ahí va.

—Carlitos, decime.

—¿Y? ¿Vamos o no? Martín era nuestro amigo. Me quedé en silencio unos segundos. Cerré los ojos y respiré hondo, largué todo el aire y los abrí. Tiene razón, no nos podemos hacer los boludos.

—¿Y? ¿Qué pasó? ¿Estás ahí? ¿Te moriste vos también? ¡Con testá!

—Dale, dale, vamos. Sacá los pasajes.

—Listoooo.

De los tres, Martín era el único que no se había ido de El Chaltén. El lunes pasado su mujer nos dijo que había fallecido en circunstancias extrañas y que en los últimos años le había dicho que, llegado el día, lo cremaran, pusieran sus cenizas en esa caja y que sus amigos la tiraran a la Laguna de los Tres.

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Aterrizamos en El Calafate. Aún nos quedan un par de horas por tierra. Lleno los pulmones, es una ciudad grande pero igual el aire ya es otra cosa. Los árboles están casi desnudos y los días comienzan a ser más frescos. Por suerte hay un sol radiante, eso ayuda, incluso con el ánimo. No es lo mismo si nos tocaba un fin de semana nublado. Carlitos arregló con la prima para que nos viniera a buscar, estuvo bien, sería un garrón ir a esperar el bondi. Salimos del aeropuerto, miramos para todos lados y nada. En eso escuchamos una bocina y vemos una mano por la ventanilla de un Clío verde. Cuando dejé El Chaltén, allá lejos y hace tiempo, Florcita tendría unos diez o doce años. Ahora andará por los treinta y pico y es una morocha hermosa. Me siento adelante. Carlitos prefiere ir durmiendo como un lechón en la parte de atrás.

—¿Te acordás de mí? —pregunto al toque que arranca.

—¡Obvio tarado! ¡Tenía doce años, no dos! —contesta, y se rie.

Me enamoré. Fue un flechazo. Carlitos, que estaba algo excedido de peso, empezó a roncar. ¿Música?, pregunté. Recuerdo cuando nos fuimos de acá, hace como veinte años, en un Torino todo destartalado con la guantera llena de cassettes. Ahora, blue tooth desde el celu. ¿Divididos te va? Puse Ala Delta sin esperar respuesta.

De mi familia no queda nada ni nadie en el pueblo, en cambio la de Carlitos aún está toda por la zona. Carlitos, le digo. Pienso que de pibes a un tipo de cuarentipico le decíamos señor. Carlitos, un metro ochenta y noventa kilos. Carlitos. Sonrío. Nos quedare mos en lo de sus padres, serán solo los tres días del finde largo.

El pueblo creció. Hay hoteles, asfalto, dos estaciones de ser vicio, muchos más habitantes y hasta un McDonald’s frente a la plaza. Flor nos lleva a recorrer el nuevo centro, la nueva peato

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Código Lorhwa nal, las nuevas plazas. ¿Progreso? Mmm, Carlitos y yo no estamos muy contentos con lo que vemos; más suciedad, más robos, más accidentes. Creo que me quedo con el viejo Chaltén.

Ya instalados, nos tiramos a escuchar el noticiero local. No ha brán pasado ni cinco minutos que golpearon a la puerta. Era el padre de Carlitos, se lo veía incómodo, inquieto. Todo el pueblo sabía, en mayor o menor medida, lo de la caja.

—Tu mamá está preocupada —lo miró a Carlitos—. ¿Están se guros de que quieren hacer esto?

La verdad es que no estábamos seguros ni felices de esta mo vida, pero se lo debíamos a Martín. En la escuela, en la calle, de pesca, subiendo montañas, pasábamos diez horas por día juntos, de lunes a lunes. Éramos los tres mosqueteros del Chaltén.

Sábado 9am. Bocina del Clío verde. Saldremos a algún lado con Flor y a la tardecita iremos a lo de los padres de Martín a buscar sus cenizas y la maldita caja. Que loco lo de los restos, pienso, yo creo que es un simbolismo y lo que le entregan a uno es un montoncito de cenizas de distintos muertos mezclados, incluso junto a lo que les quedó del asado del domingo. En fin, ahora a despejarnos un rato.

—¿Y si vamos a Lago del desierto? —propongo.

—¡Dale! —contestó Flor.

Voy otra vez de acompañante. ¡Uff, menos mal! Nos miramos con Carlitos al llegar. Al menos esto se mantiene bastante como lo conocimos, debe ser porque lo declararon reserva provincial. Mates con torta galesa de la madre de Flor, risas, historias, los recuerdos con Martín y el regreso.

Un par de kilómetros antes de llegar al pueblo pasamos por el viejo muelle sobre el Río de las Vueltas y pido parar un rato.

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Me estoy viendo en ese lugar, tres adolescentes intentando pescar una marrón o una arcoíris, algo que ese día no sucedió, pero en cambio encontramos esa bendita caja. Martín había enganchado. Hacía calor y el río estaba bajo, así que con Carlitos tratamos de recuperar la línea, cosa que logramos aunque tuvimos que cortar el anzuelo. Ya saliendo la vimos entre las piedras, bajo el agua, no costó nada sacarla. Empezamos a disputárnosla entre los dos.

—Acá la encontramos, ¿te acordás? —lo desperté a Carlitos. Flor, que a medias conocía la historia, preguntó:

—Sí, yo algo escuché, pero cuéntenme ustedes, ¿qué onda con esa caja?

Nos miramos los tres, en silencio, serios. Carlitos le contestó.

—Dejá, si no sabés mejor.

—No. ¡Si voy a subir con ustedes a dejarla con los restos de Martín, tengo que saber!

—¡Jaa! ¿Y quién dijo que vas a subir con nosotros?

—Miren, ustedes se fueron hace como veinticinco años, yo viví más cosas con Tincho que ustedes. Subo.

—Pero su deseo era…

—Subo.

—Bueno dale, dale. Subís.

Todo bien con Flor, pero la verdad es que teníamos miedo por ella, no queríamos involucrar más gente en esto.

La caja era de madera, de unos veinte por treinta centímetros y unos diez de alto, y quién sabe cuánto tiempo estuvo en el agua, pero estaba impecable. Oscura, sin vetas y con una inscripción en el medio de la tapa en bajo relieve. En un color negro que apenas se diferenciaba del resto, decía: Lorhwa. Estaba cerrada sin nin gún tipo de pasador o cerradura a la vista. Aquel día, aún con los

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Código Lorhwa pies en el río, intentamos abrirla sin éxito. Con las uñas, golpeándola contra las piedras, no había caso.

—Es mía, la encontraron gracias a mi enganche —gritó Martín desde el muelle.

—Si la podés abrir es tuya —le dijimos al subir, y cruzamos una mirada cómplice con Carlitos.

El tipo la agarró y la abrió como si nada. No lo podíamos creer. Estaba vacía, absolutamente vacía. Pero tenía un aura rara. Algo salió de ahí adentro, un algo que no pudimos ver, pero lo senti mos.

Intentamos descifrar el significado de esa palabra. Tratamos con el inglés, el mapuche y algún otro dialecto autóctono, hasta con el árabe probamos. Nada. Era difícil, hablamos con profeso res, buscamos en libros de la biblioteca, un re laburo sin éxito.

Pasó el tiempo y nos olvidamos del tema. Martincho la usó para guardar las cartas de sus novias. De a poco, una tras otra, fueron sufriendo algún tipo de desgracia. Accidentes, enfermedades terribles, amnesia, y hasta una muerte. Cuando relacionó todo eso que fue pasando intentó destruirla, romperla a mazazos, pero no pudo, era como si fuese de acero. La vació y la tiró en el galpón. A la semana el padre encontró al gato de la familia muerto adentro. No dijo nada. Pero luego aparecieron ratas, una comadreja y todo tipo de insectos. Intentó cerrarla y no pudo, entonces habló con su hijo. Martín la cerró sin problemas. Era como si, por algún motivo, la caja lo hubiera elegido a él. Luego la metió en una bolsa negra y ahí se quedó hasta ahora.

Está oscureciendo. El sol se empieza a esconder tras la cordille ra. El padre de Martín nos espera. Flor le mete pata y enseguida

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llegamos. El hombre estaba en la puerta con una bolsa en la mano con las dos cajas adentro, una sobre la otra. Martín y Lorhwa. Nos abrazó y antes de que lo invadieran las lágrimas dio media vuelta y caminó a la casa. Ya de espaldas dijo gracias y levantó una mano.

Un rato más tarde, ya en el cuarto, saqué a Martín de la bolsa y lo puse sobre el escritorio, metí otra vez el brazo y agarré la otra caja. Intenté abrirla, no pude, obvio. Flor me la sacó de las manos, ¡No! Gritamos al unísono con Carlitos. Por suerte tampoco pudo.

—A ver, ¡dame esa mierda! —dijo Carlitos.

Abrió. Mansita. Como aquella vez con Martín. Miedo.

—¡La puta madre!

—Tranqui, tranqui, mañana se termina todo —le dije.

Pusimos las cenizas adentro y la cerró.

—Bueno tranquilos, a descansar que mañana será un día largo. A las ocho estoy acá —dijo Flor, y nos dejó solos.

Bocinazos, Clío verde y base del cerro. A las tres horas de caminata llegamos a la laguna Capri, un buen lugar para hacer una parada. Nos quedará una hora y pico hasta Laguna de los Tres. Cuando éramos chicos les decíamos a todos que el nombre se lo habían puesto por nosotros. No es lejos, pero nos resta encarar una pedregosa y muy empinada subida de unos trescientos metros que nos llevará casi una hora. Me siento en una piedra y saco un chocolate para cada uno. Carlitos me mira y sonríe.

—¡Eso lo hacías cuando subíamos con alguna chica que te gus taba! —me manda al frente y suelta una carcajada.

Él se queda parado y apoya las manos en sus rodillas, exhala.

El sobrepeso no lo ayuda. Se prende un pucho y nos mira.

—¿Qué? ¡Es para cambiar este aire puro de montaña!

Reímos los tres. Continuamos. Un pajarito de cuerpo amarillo

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Código Lorhwa con alas y cabeza grises nos sigue por un rato. Nos canta. Nos mira y nos habla. Quisiera interpretarlo. ¿Estará enojado? ¿Con tento? ¿Nos da la bienvenida? ¿Nos echa, nos advierte, nos pu tea? No sé. Llegamos al sprint final. Miramos para arriba, parece un sendero al cielo.

Costó. Ya no tenemos veinte años, recuerdo que subíamos como quien va un rato a jugar a la plaza. Nos sentamos y espera mos que no hubiera turistas a la vista. Llegado el momento, y sin rezar ni decir nada alusivo, Carlitos —que era más alto y fuerte que yo— lanzó la caja lo más lejos que pudo, casi al medio de la laguna. Nos quedamos cual tres estatuas por un par de minutos. Si bien era de madera, era muy particular, sabíamos que se hun diría porque así la habíamos encontrado.

Desapareció de nuestra vista y nos dispusimos a juntar las co sas para el regreso. En eso sentimos algo así como un trueno. Un inmenso pedazo de hielo se desprendió del glaciar y cayó a la laguna.

Corrimos, pero una gran ola nos alcanzó y nos arrastró río aba jo a toda velocidad. Sentí un golpazo en mi espalda amortiguado por la mochila. Un tronco seco, creo, y segundos después, que me parecieron horas, caí en una playa de piedritas diminutas. Cuando pude reaccionar corrí a buscar a Carlitos y a Flor. Sentí una voz, y la vi tras unos arbustos espinosos, golpeada y llena de cortes, pero bien. Se acercaron turistas y los sumé a la búsqueda de Carlos. No estaba por ningún lado. En eso escuché unos gritos en inglés unos cien metros río abajo, fui hasta allí y lo vi, sobre una piedra. Me arrodillé junto a él y me quedé así horas, no sé cuántas, hasta que llegaron los bomberos.

Ya pasaron dos años. Me casé con Flor y volví a vivir a El Chal

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tén. Me hice guía de montaña y subí mil veces. Confieso que la busqué. También investigué la palabra, a ver si tenía algún signi ficado, ahora con Internet es mucho más fácil, pero tampoco tuve una respuesta clara. Lo más cercano que llegué es a un término tehuelche que se escribe parecido y significa espíritu malo de la montaña.

Para los más aventureros armé un tour en el que la bajada desde Laguna de los tres, la hacíamos por el Arroyo del Salto en lugar de por los senderos. Y buscaba, siempre buscaba. Se había convertido en una obsesión. Tenía bronca, no sabía que haría si la encontraba, pero la buscaba. Nada, siempre volvía con las manos vacías, había desaparecido.

Flor me criticó esa obsesión, muchas veces le dije que me ha bía dado por vencido, que ya no la buscaba más, le mentía. Me bancó, me bancó mucho, pero con el tiempo la relación se hizo insostenible y me terminó dejando. Creo que fue lo mejor para los dos, ella quedó fuera de peligro y yo seguía buscando tranquilo. Pasaron otros dos años sin noticias hasta que la semana pasada me llegó el dato de que un turista sueco la encontró y se la llevó. Y acá estoy, solo, en un pueblito de mala muerte a cuarenta ki lómetros de Gotemburgo, todo vestido de negro en el velorio de un tal Sven, a punto de intentar comunicarme en mi pobre inglés con su hermana.

—Excuse me…

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Código Lorhwa

Alejandra Dietz

Hija de profesora de Lengua y Literatura y de padre lector. De pequeña escribía cuentos sobre vampiros y anécdotas de su viejo. De menos pequeña participó en “128 palabras trazadas”, edición 2020, de la municipalidad de Berazategui. Hoy se permite reconocer y asumir que la escritura y el arte son partes de ella.

Así como era ya no es

Volvió en sí. Se había desmayado. ¿Le habían hecho algo? Veía borroso. Intentaba pararse, moverse. Su cuerpo estaba inerte. No comprendía en donde estaba. Un abismo empantanado en donde se hundía más y más.

Tomó aire. ¿Tomó aire? ¿Podía? Trataba de hacerlo, pero por más que se concentrara no sentía la brisa fría entrando por su nariz. No sentía cómo se llenaban sus pulmones de oxígeno. Y es que ya no había más aire. Un líquido viscoso se le pegoteaba a la piel. Sin embargo, no se ahogaba. Hasta le era un poco con fortable. Como si hubiera pasado horas con la sed estancada en su boca que le agrieta sus labios y le empasta la lengua, hasta que finalmente una gota de agua cae en su cueva. Quiso correr un poco el líquido con las manos para que no le fuera tan invasivo. No pudo.

Entonces se dio cuenta. No volvería a respirar, no había más nariz ni boca, ni siquiera poros que le ahuecaran la piel. Ya no sentiría cómo era eso de moverse. Sus manos no estaban ahí para

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socorrerlo. Flotaba inmóvil, anclado a la nada. Gritó, en vano. Sus cuerdas vocales colgarían ahora de otro lugar que no era en su garganta, dónde claramente deberían de estar. El frío le recorrió su ¿espalda? Mejor dicho, el posterior de su… su cuerpo. Nunca más volvería a tener a su cuerpo. ¿En dónde andaría? ¿Qué sería de él? Qué había sido, mejor dicho. Qué había pasado para que su hermoso cuerpo, suyo y de nadie más, hubiera sido desmem brado, separado y ahora se encontrase desparramado vaya uno a saber dónde y peor, a la espera de vaya uno a saber qué.

Podía ver, así que se reconoció ahora ya no como ser humano completo, hecho y derecho, sino simplemente como ojo. Sólo ojo. Delante suyo, frío. ¿Un vidrio? Atrás suyo, algo lo tocaba. Algo suave, pero macizo. De a poco, como pudo, más maña y fuerza de voluntad que habilidad, se dio vuelta. El negro profundo de una pupila recibió su mirada. En el encierro del frasco donde se en contraba se halló, desahuciado, con sus pares. Cinco, diez, varios ojos más, también escindidos de sus cuerpos. Algunos todavía aferrados a sus nervios.

¿Estaría su par, su contraparte sumergida en el mismo frasco? ¿Se reconocería si se viera? ¿Sería también un ojo consciente o uno común y corriente? Y esos otros ojos que lo rodean, ¿saben que son ojos sin cuerpo? ¿Piensan, sienten? ¿Saben que están metidos dentro de un frasco que está en un estante abarrotado que está en una oscura habitación que está en un extraño lugar que no es su vieja corporalidad? Entonces, haciendo uso de su parte racional, inherentemente presente pero radicada vaya uno a saber dónde, se escuchó a sí mismo pensar: “estoy a merced de quien me enfrascó acá, tengo que escapar”.

Forzando su cuerpo ocular, giró sobre su propio eje y rodó.

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Sentía el espeso líquido haciéndole de soporte y de lubricante. Sentía el vaivén del pequeño, ínfimo torbellino que generaba su movimiento. Los otros ojos se golpeaban entre sí, contundentes masas oculares que raspaban suavemente sus córneas, sus venas, sus pupilas. Un contacto humano inimaginable, imposible de no ser por la intervención de la carroñera mano del destino. El des tino en las manos de alguien.

Ojos rodeándolo, ojos anónimos, ojos humanos, esperemos. ¿Lo estaban mirando? ¿Era su rotación la que los hacía virar o también tenían su propia voluntad? El iris, último rasgo identitario que les quedaba a todos esos vestigios de persona era im perceptible. Las pupilas agrandadas corrían esos milímetros de color hacia el borde. Parecían ser hoyos donde si uno se asomaba dentro podía ver una miniaturita de persona gritando desespera da. Las miradas negruzcas de esos ojos apuntaban directamente hacía él, intensas. Compenetradas en comunicar una señal que, de tener cejas, sería muy obvia, pero en la ausencia de ellas era tarea relegada más a la esperanza desesperada que a las habilida des de comprensión. Esas pupilas que se ensanchaban agitadas se sumaban ahora al empuje colectivo, retorciéndose. El frío del vidrio las recibía cuando se estampaban contra él, duro, resba ladizo. El frasco, visto desde adentro, parecía inmenso, o eso era lo que podía apreciarse entre la oscuridad y el movimiento. Sin embargo, empezó a ceder.

Golpe tras golpe el frasco se corría un poco, un poquito más. Empujón tras empujón, la estampida de ojos confabulados entre sí consiguió que el vidrio se corriera de la madera del estante. En la caída libre, Ojito pudo sentir la adrenalina de la escapatoria. La sangre ardiendo. Una sensación de sonrisa fantasma apretándole

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CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022 con fuerza mejillas inexistentes.

La mezcolanza de los colores de la habitación acompañó su caída. Blanco. Marrón. Rojo, negro y un verde mohoso se entre mezclaron como acuarelas. Un golpe seco contra el piso. Ahora sí sentía el aire. El cambio de ambiente puso en evidencia su mala decisión. La humedad de su córnea empezó a secarse. El polvo y la tierra le dificultaban la vista. No llegó a identificar la puerta hasta que no vio el hilo de luz al ras del suelo. Sintió dolor. Sintió frío. Quiso rodar para separar un poco su pupila de la roña que se le pegaba por la suciedad del piso. Ya no pudo rotar, no pudo girar. El filo de un trozo de vidrio grande, mucho más grande que él, se había clavado en su costado y ahora lo anclaba al suelo. Se zarandeó como pudo, aunque sólo conseguía trabar más el vidrio en sus carnes. ¿Estarían los otros ojos así, se habrían aplastado con la fuerza de la caída? ¿Habría algún sobreviviente?

La luz se intensificó. Cuando pudo ajustarse a la nueva iluminación, vio entre el haz de luz blanca dos manchas oscuras, para lelas. Hizo foco. Un trozo grande de vidrio había quedado unido por una etiqueta escrita a mano. El papel arrugado, amarillento. La letra temblorosa que escribía “Para el Lorhwa”. Uñas, tierra. Pies. Una mano que se acerca. Después de eso, ya no pudo ver.

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Cintia Periz

Periodista y profesora de inglés. Incursionó en la actuación y la narración oral. Coautora del libro de poemas para las infancias “Acordeón Colorido”. Participó en la edición 2021 de la antología del Taller de Escritura de La Calabaza. Uno de sus relatos fue seleccionado en el marco de la convocatoria de Literatura Infantil “Abrir la puerta 2022”, de Ediber.

Té para tres

IMaría Ester llega al estudio del doctor Álvarez Blanco hijo en vuelta en una nube de violetas de Fulton. Es lunes y se regodea con su peinado de peluquería. Carré al hombro, rubio ceniza cla ro. Cuelga su abrigo de paño en el perchero antiguo, también la carterita imitación Chanel, y se ubica detrás de su escritorio de secretaria. Abre la Citanova de cuero negro. Uno de los clientes del doctor se la envía como obsequio cada fin de año. Echa un vistazo rápido. La cierra. Vuelve al perchero y saca de su cartera el espejo de mano. Se retoca con el labial rojo carmesí de Avon. Esos surcos cada vez más pronunciados en las comisuras le molestan. Ponen entre paréntesis las ilusiones de su juventud. Es temprano. Hugo está al caer. A veces llega incluso antes que el doctor. María Ester le ofrece un té para hacer tiempo.

—Manzanilla, canela, menta, boldo, jengibre, jazmín o común.

—Cualquiera, menos el de boldo, Estercita. Ese es para la re saca, decía mi vieja. Menos mal que estás vos que me atendés

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LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022

como a un rey porque este Alvarito siempre llega a la hora que se le canta. Te digo, lo mejor que hizo cuando se murió el viejo fue quedarse con la secretaria.

María Ester sonríe y se sonroja. Le pone dos de azúcar y le al canza la taza sobre un plato que hace juego.

Mientras toma el té de menta, Hugo piensa en Alvarito. Ter minó la carrera en tiempo récord y con honores. Es un bocho el tipo. Además elegante, generoso. A pesar de que Hugo abandonó después de haber fracasado en unos cuantos finales, la amistad entre ellos no solo se mantuvo sino que se fue fortaleciendo. Con los pocos conocimientos que adquirió, Hugo se las rebusca para ayudarlo en el estudio. Alvarito no lo hace sentir menos. Lo tra ta como a un colega y le paga bien. Siempre insiste con que termine la carrera, que él lo banca, que le arregla los horarios, que lo ayuda a estudiar. Hugo rememora esas noches en el cuarto de Alvarito, grande y lujoso. Alvarito en el escritorio leyendo para los dos, su rostro iluminado por la luz difusa de una Tiffany, la cadencia inconfundible de su voz contra el silencio encerrado en la garganta de Hugo. Para los parciales de mitad de año se metían bajo la manta y Alvarito leía mientras Hugo cebaba mate. En vera no salían al balcón, en calzoncillos. Alvarito leía. Hugo lo miraba embelesado, perdido en el canto de los grillos y las chicharras.

II

—¡Pero por fin, hermano! Ya le tomé todos los tés de yuyos a Estercita, pobre. Si viviera tu viejo se moriría otra vez para no pa decer al hijo irresponsable que le tocó. ¡Perdoneló, Don Álvarez!

—¡Dejate de hinchar, flaco! ¡Son y cuarto! ¡Vos llegás muy temprano! Ya te dije, Estercita, este me parece que te viene a ver a vos,

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Código Lorhwa eh. Trae papeles para disimular nomás. Pasá, huevón. Hugo y Alvarito entran a la oficina. Alvarito vuelve a salir. Pasa hacia el otro lado del escritorio. Se acerca a Estercita. Mucho. Lo máximo posible como para poder impregnar su memoria del aroma a violetas en el que piensa cuando se revuelca entre las sába nas, sudoroso, hasta quedar exhausto.

—¿En serio se tomó todo el té el inadaptado este? Mañana te compro más, Estercita. Vos anotame en la lista como siempre. Si veo alguno diferente te traigo así probás, ¿querés?

—Gracias, doctor. No se tomó todos pero igual ya habría que ir comprando. ¿Quiere que le prepare uno?

Alvarito ve que la taza de Ester permanece, ya vacía, sobre el escritorio.

—Bueno, preparame uno de jengibre, pero hacelo ahí en esa taza nomás, así no tenés que irte hasta la cocina. Y ya te dije que vos no necesitás decirme doctor che, dejate de joder. Me conocés desde que nací.

Alvarito vuelve a la oficina. Hugo está sentado en su lugar.

—Cuando tengas el título te sentás de ese lado. Por ahora los plebeyos de espaldas a la puerta, gil.

—Sacame, si podés, doctorcito de cuarta. Te recibiste porque tu viejo hizo palanca, si no me estarías preparando un tecito de poronga en la cocina, huevón.

Forcejean en broma hasta que Alvarito termina sentado en las piernas de Hugo. Hugo se paraliza. Cree escuchar grillos y chi charras.

¿Por qué no es posible quedarse a vivir en un instante?

Alvarito no se inmuta. Continúa sentado sobre las piernas de Hugo y se estira para tomar un sobre de la pila de papeles que está

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LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022 en el extremo opuesto.

—Tomá, cadetucho con delirios de grandeza. Podés ir con al guien, si querés.

Hugo le da un empujón en la espalda y se lo quita de encima. Se sienta del otro lado y agarra el sobre. Estercita golpea a la puer ta y le da la taza al doctor.

—Estercita también está invitada. Mirá, Estercita, que te puse en la mesa al lado de la principal. Este energúmeno también está en tu mesa pero bueno, los del salón no me permitían ponerle una mesita para él solo en un rincón, al lado del baño, como yo quería.

Estercita sonríe y se sonroja. Mira a Hugo de soslayo y se va. Hugo abre el sobre y saca la invitación. Alvarito toma la taza. Bebe despacio. Apoya con precisión sus labios contra la aureola de labial rojo. Cierra los ojos, ensimismado.

—¿Te casás con la fifí, nomás? ¿Sos boludo? Se quiere quedar con todo la piba.

—Callate, gil. Está loca por mí.

—¿Vos te viste la cara de boludito que tenés? Bueno, la mina sí que te la vio.

—No jodás, imbécil. Ya está, me caso. Después tengo un hijo, planto un árbol, escribo un libro y listo, misión cumplida, me puedo morir en paz.

—Sí, el libro se va a llamar: Cómo convertirse en un cornudo en bancarrota, guía práctica.

—Terminala, pelotudo. Mirá, si querés ir con alguien, ya sabés. No sé quién carajo va a tener ganas de pasar vergüenza al lado tuyo pero bueno, siempre hay un roto para un descosido.

—Roto te va a dejar el upite la mina esta a vos, huevón.

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Código Lorhwa

—Andá a cagar, infeliz. ¿Tenés pilcha o te presto?

En casa, Hugo abre la bolsa con la ropa de Alvarito y huele con fruición. No es el perfume Lorhwa de Alvarito, ni el aroma del suavizante. Huele momentos que hubo, que no hubo, que no habrá. Toma unas cuantas prendas. Las abraza contra su pecho a riesgo de arrugarlas. Se acurruca en la cama y se queda dormido.

III

Estercita adelanta el turno en la peluquería. Voy el sábado, Claudio, porque me invitaron a una fiesta. Me voy a hacer las ma nos también. Fijate algún peinado lindo.

El vestido de raso lavanda no le va a entrar, cree. Se lo prueba. De frente no se nota, le queda divino, pero el cierre abierto en la espalda dibuja la V de vieja. Busca alternativas. Uno negro, clásico. Para la edad es lo más adecuado, no quiere desentonar. Se mira las manos. Las uñas gris perlado. De la alianza ya no quedan rastros. Durante mucho tiempo el anillo de piel blanquecina le recordó una vida de no ver el sol.

En la misma fiesta, era un sueño. En la misma mesa, se desdibujaban un poco los paréntesis. Ay, si la invitara a bailar. Ay, si ella se atreviera a probar el vino tinto que él a cada rato le ofrecía. El traje le quedaba mucho mejor que al doctor Alvarito. Y esa corba ta. Era una señal. Tenía puesta la corbata que ella le había regala do al doctor para su último cumpleaños. Mal colocada.

—¿Me permite que le acomode?

—Me hacés un favorazo, Estercita. Nunca supe atarla bien.

Destellos de gris perlado en una danza sensual de hacer y des hacer nudos sospechosamente complicados.

¿Por qué no es posible quedarse a vivir en un instante?

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—Dale, Estercita, probá el vino. Mirá que me lo voy a tomar todo, eh. Después me vas a tener que preparar un té de boldo. ¿Después? ¿Después, cuándo? ¿Después en la casa de ella o en la de él? ¿Después era una invitación, una sugerencia? ¿Después de que el vestido negro, clásico, quedara hecho un bollo en el piso? ¿Después de que el labial rojo dejara huellas en la camisa blanca prestada? ¿Después por la mañana? ¿Una mañana o más? ¿Cuántas? ¿Todas? ¿Después, cuándo?

IV

El novio ya puede besar a la novia. Pero no quiere. La novia es joven, hermosa, de apellido ilustre. La besa como se besa un mate que salió para el lado equivocado. Como a los dedos cruzados de una vendetta. Como a una novia sin labial carmesí, sin violetas de Fulton, sin sábanas empapadas.

Suena el vals y el novio saca a bailar a la novia. Tiene que. Los invitados de alcurnia así lo exigen. Comida para las fauces de los leones con hambre de que se reproduzca la especie y de que haya otros predadores que se hagan cargo de las presas fáciles. Baila con la novia como con un fantasma, como con un témpano de hielo a la deriva. Baila con la madre, Ballesteros Olivares, viuda de Álvarez Blanco. Baila con muchos apellidos. Baila viendo pero sin ver, escuchando sin escuchar, tocando sin tocar. Huele. Huele la nube de tormenta de violetas que se avecina. Disfruta los últimos compases de tensa calma. Hace girar por la pista a una señora que desconoce. La suelta con elegancia.

Estercita se acerca a la pista mientras se pregunta por qué Hugo no la invitó a bailar. Hugo está borracho. No podría mantenerse en pie. Le va a venir muy bien que le prepare un té de boldo. Des -

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pués. El doctor Alvarito la espera con los brazos abiertos, con una mirada de ternura incontenible, piensan los leones en derredor. Los leones conocen a Estercita. Alvarito la heredó de su padre. Pero no es ternura, claro que no. Es lujuria, excitación, deseo por lo políticamente incorrecto. Por lo prohibido, por lo abyecto. Por lo inaceptable. Alvarito tiene ganas de azuzar a los leones con las sábanas de seda de mil hilos, mil veces manchadas, pegajosas. Un torero esquizofrénico contra una manada de toros imaginarios. Toma a Estercita por la cintura. Apoya sobre su espalda la mano izquierda, con suavidad. Puede palpar el cierre que quisiera abrir en V de viril, de voluptuoso. Enlaza la otra mano con dedos casi tímidos que se interpelan unos a otros.

¿Por qué no es posible quedarse a vivir en un instante?

V

Hugo está borracho y mira, por sobre el hombro de Ester que le arregla el nudo de la corbata, cómo el novio baila el vals con la Barbie abogadita. Hugo agarra con fuerza los hombros trabajados de Alvarito cuando lo revolean por el aire cuatro o cinco veces, inmersos en ese ritual ridículo de machos alfa que ofrecen en sacrificio al festejado, y siente que evitarle la caída o cualquier golpe es su misión, su destino de fracasado.

Hugo está borracho. Espera en la parada de colectivos de cualquier esquina del microcentro, a esa hora más bien desierto. Ya es domingo. Empieza a adivinarse un calor húmedo, abrasador. Se desprende del asfalto como una caterva de almas en pena que asciende del infierno. Viste traje de fiesta, gris oscuro, zapatos negros de punta, la camisa blanca desabrochada hasta el tercer botón. De la corbata, anudada con esmero por Estercita, se

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desconoce el paradero. Lleva una botella de vino tinto. Alvarito tomó un trago del pico antes de dársela junto con un abrazo lamentablemente fraternal. Camina de un lado a otro. Baja a la calle. Vuelve a subir a la vereda. Mira hacia algún punto de fuga indefinido. Baja la mirada. Patea una lata. Masculla. Resopla. Se frota las sienes. Se refriega los ojos. Por momentos llora.

Se acerca un muchacho con mochila y el uniforme de la em presa de peaje. Camina mirando el celular. Llega a la parada y se apoya en uno de los postes. No levanta la vista hasta que los movimientos desasosegados de Hugo le llaman la atención. Aparece una señora mayor con un chango de mandados. Lleva lentes y un pulóver grueso que posiblemente, en una o dos horas, se arre pienta de haber elegido. Observa al muchacho de arriba abajo con esa falta de escrúpulos que suelen tener las personas mayores para observar. Observa a Hugo. Hugo se sienta en el cordón y apoya los codos en sus rodillas separadas. Bebe del pico del que bebió Alvarito. Se aclara la garganta con vehemencia y larga un escupitajo que aterriza justo en la tapa del desagüe. Una pareja de adolescentes camina de la mano. Puede que hayan pasado la noche en algún bar. Se detienen en la parada. Se hacen arrumacos y se hablan al oído. Se dan un beso de despedida. Él se va. Ella se queda. Se sienta en el cordón, cerca de Hugo. Hugo piensa que le vendría muy bien un té de boldo.

VI

La microbikini permite un bronceado casi perfecto. Apenas dejará alguna línea de piel blanca como la que deja una alian za que se ha llevado por demasiado tiempo. En la copa del sexto Martini que bebe Alvarito hay una sombrilla en miniatura y una

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aceituna. Pero ninguna aureola roja. Qué bien le vendría que al guien le preparara un té de boldo. Después.

VII

El cierre se abre en V de vieja, de vetusta, de vencida. El vestido negro, clásico, queda hecho un bollo en el piso. Estercita llora un poco y se quita con agua micelar de Pond’s el labial rojo para no manchar las sábanas de algodón de doscientos hilos. Se le ocurre la inoportuna idea de prepararse un té. No necesita boldo, pero le gusta. En su departamento también quedan pocos. Pero el doctor Alvarito le dijo que le iba a comprar. Aunque va a tener que es perar unos días, hasta que vuelva de la luna de miel. Ella va a ir a trabajar de todos modos. Hay que recibir y entregar papeles. Hay que ordenar el archivo.

María Ester llega al estudio del doctor Álvarez Blanco hijo en vuelta en una nube de violetas de Fulton. Es lunes. El peinado de peluquería perdió la forma bajo el agua que escupe la flor oxidada de la ducha. Carré al hombro, rubio ceniza claro. Hoy no tan prolijo. Cuelga su abrigo de paño en el perchero antiguo, también la carterita imitación Chanel, y se ubica detrás de su escritorio de secretaria. No necesita abrir la Citanova de cuero negro para saber que Hugo está al caer.

—Buen día, Estercita. ¿Dormiste hasta tarde ayer? Vos sos ma drugadora, no como el vago del doctor Alvarito, che. Lo vamos a extrañar estos días.

Estercita no pregunta y le prepara un té de boldo. Por las dudas trajo de su casa. Le va a venir bien en este después, aunque no sea el después que ella esperaba. Tampoco es el después que esperaba Hugo. Ni el después con que soñaba Alvarito incluía una Barbie

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de dos apellidos. En un después flotaba una corbata afortunadamente mal anudada, en otro un rostro iluminado por la luz difusa de una Tiffany, en otro una nube de violetas de Fulton.

En todos una pregunta desesperada.

Y sin respuesta.

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Daniel Jauri

Vive en Berazategui desde siempre. Participó un movimiento educativo juvenil. Hizo teatro. Colabora en un club de barrio donde el arte y el deporte son medios para fomentar la participación y solidaridad entre los vecinos. Toca el saxo en orquestas de jazz y de tango. Desde hace poco escribe cuentos, asignatura pendiente por años.

Vino de ilusión

¡Llegó la hora, al fin! Pasa del otro lado del mostrador, gira el cartel de la puerta por si llega alguien a último momento y baja la cortina. Deja cambio en la caja, guarda un poco de plata en la carterita sobaquera y la mayor cantidad la esconde entre la ropa. Revisa las llaves de gas, apaga las luces, deja el local por la puerta de atrás y la cierra con llave. Sale a la calle por la puerta del pasi llo y la asegura cerrando las tres cerraduras. La tarde del sábado es soleada y calurosa. La temperatura va a bajar un poco y va a ser otra noche fenomenal. Camina las tres cuadras hasta su casa mientras piensa qué le falta. Nada, todo está listo. Solo se tiene que preparar cuando llegue la hora.

Toma mate en la cocina mientras escucha bajito a D’Arienzo, a Pugliese, que salen por la compu del comedor. Está solo. Qué horarios estos de la facultad, ni los sábados los dejan tranquilos.

Termina un sánguche de mortadela, limpia el mate, fuma un ci garrillo, revisa la ropa que va a usar en un rato. Una afeitada al detalle y la ducha.

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Antes de abotonarse la camisa se pone perfume en el cuello. Cuando está listo, revisa la casa y sale. Parado en el jardín del frente prende un cigarrillo. Es temprano, pero de noche. En la vereda está el cero kilómetro comprado hace quince años, impe cable, reluciente. Tira el pucho por la mitad y sube.

Como cada semana, deja el Siena azul estacionado a unas cua dras en una calle bien iluminada. Va para la milonga con una es pecie de bolso que se bambolea suavemente a cada paso como si los Vega Santoro que están adentro provocaran el ritmo, ansiosos por firuletear en la pista.

Camina por la vereda iluminada por manchones de luz que de jan pasar los árboles. Unos metros antes de llegar da una profun da pitada al cigarrillo, exhala el humo mientras tira hacia adelante el pucho con dos dedos como si fuera la puntera. Sin dejar de caminar pisa la brasa y con un movimiento del pie envía el pucho ya apagado al hilo de agua que corre contra el cordón.

Llega al frente de la casona donde está la milonga. La puerta abierta deja ver la luz del zaguán. Da un paso y sube al escalón de mármol de la entrada y ahora, con la luminosidad del ambiente, se le puede ver el cabello con un buen corte y prolijamente peina do. Tiene la camisa azul Francia y los pantalones negros plancha dos como de tintorería. Solo desentonan las zapatillas negras de cuero, bien lustradas.

Tiene la expresión de un chico que entra a una juguetería con la esperanza de salir con lo que más quiere.

Buenas, Ricardo. ¿Cómo va? saluda al hombre que está sentado sobre un taburete detrás de la media hoja cerrada de la puerta de calle.

Hola, Braulio. Bien, che bien. Y vos, ¿Qué tal la semana?

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Como siempre, aguantando a los clientes del coso y a los del cosito. ¡Mamita, cada vez son más! Voy a anotar cuántos de cada uno vienen por día, je. Decí que tenemos esto, que si no —mira a Ricardo, cabecea para el lado del final de zaguán y guiña un ojo—. Nos vemos adentro.

A lo largo del zaguán hay fotos de tangueros y letras de tango enmarcadas en las paredes que con la luz fuerte resaltan sobre la pared beige. A medida que se acerca a la entrada interior distingue Naranjo en flor que suena en la previa. Entra al salón iluminado para bailar. Los ventiladores de techo giran lentamente. Atraviesa el salón, encara hacia su mesa y en el camino saluda sin palabras al encargado del bar. Se cruza con Paulita, la moza, intercambian unas palabras y ríen juntos. Sentado a su mesa preparada con dos sillas, mira la mesa más distante, la que tiene seis sillas. Paulita le deja una botella de Lorhwa tinto y una copa. Braulio le devuelve la sonrisa y se levanta para ir al baño.

Ahora en el sanitario se sienta sobre la tapa del inodoro, abre el bolso, extrae los zapatos acharolados flamantes y una gamuza con la que los lustra, aunque no haga falta. Más que un lustre parecen caricias. Se saca las zapatillas y con lentos movimientos, y algo de veneración, se calza los zapatos de baile. Guarda las zapatillas en el bolso y se mira en el espejo. Amaga a sacar el peine del bolsillo trasero del pantalón, pero la repasada le parece innecesaria y desiste del arreglo. Le quedan bien las pocas canas que asoman, piensa.

De vuelta en el salón va a su mesa y saluda a los que llegaron cuando estaba en el baño. Se sienta, deja el bolso en la otra silla, se sirve un poco de vino y relojea aquella mesa todavía vacía.

Llegan habitués que ocupan los lugares de siempre, y también

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algunas caras nuevas que Paulita o Aníbal, el otro mozo, ubican en mesas libres.

En aquella mesa se sientan cuatro personas que conversan animadamente, una mujer del grupo que ajusta las tiritas de sus zapatos parece también atenta a lo que conversan. Sube el volu men de la música y suena La vieja serenata, canción que anuncia que con el siguiente tango empieza la primera tanda de la noche. Braulio mira con detenimiento a las personas que vienen por pri mera vez y descubre a unas extranjeras. Listo, piensa, hoy bailo hasta tener calambres, y sonríe para adentro.

Ahora la mesa de seis se completa con dos mujeres. Una es ella y tiene puesto un vestido nuevo a las rodillas, de breteles, entallado y espalda descubierta que le queda encantador, bien a su estilo.

Con La Cumparsita arranca la primera tanda y algunas parejas, las que son pareja, salen a bailar. Otros esperan para elegir posi bles partenaires. Braulio observa. En el segundo tango se acerca a una bailarina asidua del lugar y comparten las fintas del resto de la tanda.

Suena la cortina y Braulio vuelve a su lugar pasando cerca de las extranjeras. Les sonríe y ellas, que todavía no han bailado, le sonríen animadas. Cuando llega a su mesa levanta la copa y hace el ademán de brindar con las mujeres que, divertidas, también levantan sus copas. En la siguiente tanda Braulio baila con una alemana que le lleva media cabeza. Las compañeras de su ocasio nal pareja ya danzan con empeño por la pista con otros Braulios.

Por el rabillo del ojo ve que ella baila con alguno de su mesa. Braulio sabe que lo hace muy bien y disfruta mucho, por eso no baila con novatos sean extranjeros o de aquí. A ella le gusta cuan

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Código Lorhwa do le marcan los movimientos.

En una vuelta, cada uno con su pareja, bailan cerca, cruzan las miradas, se saludan con un fugaz movimiento de cabezas y se ale jan. Después de bailar toda la tanda descansan entonces de lejos ella lo mira y, sin apartar la vista, lentamente lleva su copa con vino a los labios. Braulio, le sostiene la mirada y también bebe.

Hacen otra vez el íntimo y tácito brindis.

El tiempo vuela cuando se hay disfrute y ya es el momento de la última tanda, así lo anuncia con su código musical el DJ al hacer sonar El último café. Braulio deja su mesa y atraviesa el salón hacia ella que, sin esperar gesto alguno, se incorpora para salir al encuentro. Bailan los temas de la tanda que el DJ hizo más larga como un guiño de despedida a los milongueros.

Termina el último tango y quedan en un costado del salón, abrazados, estáticos. Pasan unos segundos de silencio y suena la cortina final. Entonces, como volviendo de algún lugar, separan sus cuerpos. Otro saludo lento con leve movimiento de cabezas y miradas firmes, de esas que hablan, de esas que uno dice y que quiere que la otra persona lo entienda.

Cada uno vuelve a su mesa.

Los concurrentes se despiden, se acercan a la salida y Braulio espera sentado a su mesa a que se despeje el salón. De pronto se acerca sonriente la alemana y le extiende la mano.

—Jrazias, fue placer bailar tango con ústet! —se esfuerza en un meritorio castellano.

Braulio se para y le estrecha la mano.

—Las esperamos pronto para que practiquen. Que disfruten Buenos Aires.

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CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022

Entonces la alemana lo invita a su hotel. Braulio sonríe y agra dece la invitación.

Vuelve al baño y cambia los zapatos por las zapatillas, pasa la gamuza por los zapatos y los guarda en el pequeño bolso. Está por salir del baño y para frente al espejo, se mira pensativo y ya no le da importancia al peinado. Sale al salón y cuando llega a la mesa apura el último trago de vino. Alrededor de aquella mesa solo quedan desparramadas las seis sillas vacías. Va hacia la salida y en el camino saluda de lejos a Anibal el encargado del bar y a los últimos bailarines remolones.

En la puerta de calle está Ricardo, que en un momento de la noche pidió relevo para bailar un rato.

Bueno, nos estamos viendo la semana que viene. Chau, Braulio. Que sea una buena semana. Nos vemos.

Se encamina al coche mientras prende un cigarrillo. Camina lento y le viene a la cabeza Metido, que silba entre pitada y pitada. Llega al lado del Siena, termina de fumar antes de entrar al auto, porque a Carla no le gusta el olor a cigarrillo que queda en el tapi zado, y tira el pucho a la calle. Entra al coche, coloca el bolso en el asiento del acompañante y maneja veinte minutos hasta su casa. Después de cerrar el auto lo revisa de una ojeada.

Desde el comedor ve que la luz de la cocina está prendida y va con cuidado de no hacer mucho ruido. En la mesa hay algunos apuntes desparramados, una birome, el mate y la notebook. Hola, pa. —escucha la voz somnolienta de su hija, que viene detrás de él por el pasillo, desde su cuarto.

¿Cómo te fue?

¡Hola! Bien. ¿Te desperté?

No, no. Recién dejé de estudiar.

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¿Pudiste estudiar, avanzaste?

Si. Aunque esta materia es un plomo. Es muy larga. Quedó una milanesa si tenés hambre.

Gracias, pero no voy a comer.

Me voy a dormir. Pa —hace breve silencio—. ¿Bailaste?

Y, sí. ¿Para qué voy a ir? —abre la heladera, se agacha y mira sin buscar.

Digo si bailaste.

—Sí.

—¿Y?

—Y, ¿qué?

—Nada, pa —suspira, se acerca y lo abraza con ternura—. Que descanses. Me voy a dormir. Estoy que no doy más.

Braulio también la abraza y recibe con gusto el beso cariñoso.

—Que descanses, Carlita.

Ahora, solo, prende un cigarrillo y piensa con alivio que no tie ne que madrugar para abrir la ferretería. Escucha el canto de un zorzal, mueve apenas las cortinas de tela de la ventana y mira si ya amanece. Todavía está oscuro. Se sirve un vaso de agua y lo toma mientras se pierde en sus pensamientos. Apaga el pucho y va al baño a darse una ducha rápida.

En su cuarto pone la ropa sobre una silla. Antes de dejar la ca misa huele el lado derecho del cuello y canturrea en su interior.

Y nada más, a mi lado, perdurable, está tu inolvidable perfume de mujer.

Se sienta en la cama, saca los zapatos del bolso, los acomoda en

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el hueco debajo de la mesa de luz y se acuesta con sus recuerdos, sus silencios y sus cobardías.

Lejos, acostada y en la oscuridad, ella huele su brazo izquierdo y distingue la fragancia.

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Maximiliano Roberto

Estudiante de Comunicación en la Universidad Nacional de Quilmes. Radialista, productor y columnista. Escribe crónicas culturales. Conurbanero, berazateguense y peronista. Suele decir que le gusta hablar, leer y escribir porque “no tolera el silencio”.

Canto rodado

El sonido estridente de los fierros, los gritos, las voces… el arma, el camino. El miedo, el agudo grito de los pájaros, las ramas, el verde. Se rompe el estruendo con la ensordecedora bocina del tren que de coro tiene sus ocho mil ruedas que friccionan contra el hierro de los rieles, saliendo de la curva entrando a la estación. La prisa, el ahora, ya. Ayer. Mañana. El futuro, las ansias, el dolor que come, invisible y voraz. Los pibes de la escuela, agachados, con cara de terror, las viejas del barrio a los gritos y rezándole a dios. El vuelo, ser libre otra vez. Mis ojos, los suyos, el ruido, el aire, el calor, el fuego. El canto rodado.

Aun con los ojos abiertos lo vi. Trepé de prisa a la cama para llegar a la ventana que daba a la calle. Vi la hilera de pendejos salien do de la escuela a tomar el tren. Habrá un muerto en la estación. Tenía que impedirlo. Nadie me creería, pero lo vi. La ventana tenía unos barrotes imposibles. Intenté abrir la puerta y estaba cerrada desde afuera. Empecé a golpearla salvajemente.

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Va a matar a uno. ¿Me escuchan? Abran, lo tengo que impedir. La cama estaba atornillada al piso, no me servía de nada; el bal de de plástico, menos.

Mamá, por favor, va a haber un muerto en la estación, abrime.

Buscaba desesperadamente la forma de salir. Mi mente iba y venía de la visión a la realidad. Estaba por morir alguien en la esta ción, vi el arma, vi las caras de miedo, esas caras ya las vi.

Volví a trepar la cama y otra vez asomado vi el arma del policía de la estación. Sabía que la había visto antes, en otro lado, me pareció familiar. Estaba cada vez más claro, las señales eran evidentes.

Mamá, por favor, abrime, algo va a pasar en la estación y papá está metido.

Se oyen pasos subiendo las escaleras. Mis gritos no logran ca llarlos, retumban en mí.

Yo estoy tranquilo, solo quiero que me dejen ir a la estación a ver que pasa, yo lo vi. No me calmo una mierda, entonces, abrime la puerta hija de mil putas, vos y el forro ese me tienen acá y ahí afuera alguien se está por morir.

Mi familia estaba hasta las bolas, lo saben. Debía hacer algo. El dolor era insoportable, tenía que parar.

El fuego me quemaba por dentro, lo sentí como la verdad ar diendo en mí, revelaciones, fugaces revelaciones. Click. Vacié el

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balde y lo arrojé a la ventana, gritando desde las entrañas, gutu ral. Junté fuerzas y despegué una pata de la cama del piso. Le hice palanca y la rompí. Saqué el colchón sucio y lo apuñalé con un trozo de madera astillado. El calor era insoportable. La desnudez no bastaba, necesitaba sacarme la piel, los músculos, las entrañas… los huesos. El hedor era espeso, palpable. El oxígeno luchaba por sobrevivir en esa atmósfera asfixiante. Respirar por la nariz era inviable. Hacerlo por la boca era como tragarse el infierno. La des esperación cambiaba de enfoque. Ya no era solo la vida de otre la que estaba en riesgo, ahora mi propia existencia corría peligro por el calor calcinante de la verdad. No había suficiente lugar en esa habitación para ambos. Yo corría en círculos escapando, saltando los restos de lo que fue mi vida en los últimos meses, atormentado por voces subterráneas que no paraban de llamar. Su clamor se ha bía vuelto indisimulable, ya no podía ocultarlas. Todo estaba mal: lo efímero era eterno; lo sólido se chorreaba entre mis dedos y esas voces eran cada vez más claras, más verdaderas. Más lacerantes.

Déjenme salir, abran, no voy a decir nada pero abran. Ya está, no puedo más con esto.

Me estaba quedando sin fuerzas, no podía claudicar. Me detuve, respire hondo unas veces y el sonido aplacó las voces, con cada movimiento algo crecía en mi interior, era una fuerza que se agi gantaba a medida que aumentaba el ritmo respiratorio. Lograba ver con claridad el vapor saliendo por mi nariz, y como ocupaba un lugar en el aire enrarecido. Con las voces en silencio y la respira ción controlada, lleno de energía, comencé a correr a la inversa, de cara a la verdad, a los gritos. Ya no saltaba los restos del naufragio,

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ahora los destruía, con rabia. No sin antes gritarles mis verdades: Vos, balde hijo de puta, también sos cómplice de los boludos estos.

Le grité al tacho rojo antes de patearlo contra la pared. Los restos de la cama volaron y recibieron su verdad:

Noches y noches agonizantes sobre tus maderas, mientras quien debía cuidarnos envenena a los pibes del barrio. A su propio hijo.

Uno por uno los reduje a cenizas con el fuego de la palabra. Y llegó el final, la puerta. El principal obstáculo en esta guerra. El objeto que impide que la verdad escape. Fui contra ella, con las fuerzas que quedaban y le grité la más incinerante de las verdades, mientras tomaba impulso para embestirla con intención de derribarla.

Abrí la puerta vieja pelotuda, deja de justificarlo. Nadie lo obliga.

Bullicio afuera, lo escucho porque estoy acostado con la oreja pegada al piso de madera, la casa me hace de caja de resonancia, el audio es grave y lejano, pero lo suficientemente potente como para darme cuenta de que no se trata del sonido de todos los días, los de la “familia” cenando, charlando o mirando TV. No, se trata de algo más grande. Me levanto y escucho que el bullicio es general. Observo el destrozo alrededor. Trepo a lo que queda de la cama y veo una ambulancia. Tenía razón. ¿Será tarde o temprano? ¿Me

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habrán hecho caso? Pasos en la escalera.

Mamá, viste que vino una ambulancia, tenía razón. ¿Papá está con vos?

El cuerpo molido apenas responde. El aire está más viciado que nunca, cualquier evento puede desencadenar una catástrofe. Me tranquiliza saber que para que exista el fuego se tienen que com binar tres elementos, un combustible, un disparador y oxígeno. La habitación es un polvorín químico, mi gotas de sudor arden al contacto con el piso. El oxígeno no abunda, parece que estoy a sal vo. El entorno de madera evita las chispas. Voces, reales, externas a mi, discuten tras la puerta oscura.

¿Ma?

El sonido de las llaves entrando en los candados, agudo, metáli co, áspero, despertó una sinfonía frenética, como en una ópera de Lorhwa. El chillar de las bisagras sonó al unísono con el rechinar de mis dientes apretados. La saliva sabía a aluminio, caliente. El aire fresco me quemó el rostro, vi ante mis ojos como el azul cielo del oxígeno se transformaba, danzante, en rojo fuego a medida que se acercaba a mis pupilas. Combustioné, las llamas no para ban de crecer. Me envolvían, me desgarraban la piel. Nadie podía creer lo que veía. Azorados, solo atinaban a abalanzarse sobre mí en busca de apagar las llamas. Yo hacía todo lo posible por evi tarlo, por su propio bien. Rodé por las escaleras como una bola de fuego desparramando brasas a mi alrededor, destruyendo todo, haciéndolo cenizas. Destruyendo el pasado feliz encuadrado en el

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living, los libros repletos de historias junto al hogar, el viejo sillón, la manta. La taza celeste del té. Mis ojos ardían, me hervían las lágrimas, quemaban. Lágrimas de magma. Logré ganar la puerta de entrada y detrás del fuego vi el camino que da a la estación. Los guardapolvos blancos trepando la senda ondulante de tierra, las viejas volviendo de la feria, los techos de chapa de los carros feriantes, las medias sombras.

Di un último giro antes de seguir, quise ver el tendal de olvido ardiendo detrás. No habría de volver jamás, ni a ese pasado ni a ese lugar. El fuego llegaba a los huesos. Corrí como un diablo, a los gritos, ardiendo, y me abalance con fiereza contra el oficial. Fundidos y en vuelo me vi en sus ojos, se vio en los mios.

Alguien va a morir.

El sonido estridente de los fierros, los gritos, las voces, el arma, el camino. El miedo. El agudo grito de los pájaros, las ramas, el verde. Se rompe el estruendo con la ensordecedora bocina del tren con sus ocho mil ruedas que friccionan a coro contra el hierro de los rieles, saliendo de la curva entrando a la estación. La prisa, el ahora, ya. Ayer. Mañana. El futuro, las ansias, el dolor que come, invisible y voraz. Los pibes de la escuela, agachados, con cara de terror, las viejas del barrio a los gritos y rezándole a dios. El vuelo, ser libre otra vez. Mis ojos, los suyos, el ruido, el aire, el calor, el fuego. El canto rodado.

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Marina Vitagliano

Profesora de Música, maestra, avistadora de aves. Hace canciones y escribe cuentos y poemas. Editó “Ornitocuentos”, “Insectocuentos”, “Luna en casa I” y “Acordeón Colorido”, este último como coautora junto a “A cuatro manos”. Por tercera vez consecutiva participa de la antología del taller de Escritura de La Calabaza.

Luego nada

—¿Cuánto va a durar toda esta historia? —pensaba en la cama por la mañana cuando se quedaba sola, cuando las horas pasaban sin que Paula pudiera levantarse. Se acordaba de cuando todo era un proyecto que esperaba se dilatase un poco. Necesitaba poner la cabeza en otra cosa o en nada. Prendió el televisor: los progra mas la entristecían; las películas, sea el género que sea, la hacían llorar; los noticieros le aportaban un cierto consuelo, ahí todos sufrían. Cosas horribles le pasan a gente buena.

La casa era vieja. La construyeron en la época en que no había calefacción en las habitaciones y las frazadas se pasaban de generación en generación; en que los ambientes conservaban un cuadrado exacto, amplio, de cinco por cinco metros. En la pared que daba a la calle, una ventana de tres paños de esas que se abren generosas para que entre todo el aire y de cuando las aberturas corredizas no existían. Habían pintado las paredes de color violeta apenas se casaron. El televisor lo pusieron sobre el ropero.

—Vamos a hacer esto, también esto otro; esto lo tenés que pe

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dir acá y esto allá, cuando hayas terminado volvé a verme.

Paula hizo todo con voluntad algunos días, con valentía otros. Lo hizo sin esperar nada y nada pasó.

—Primero hay que descartar esto, después esto otro, y si todo está bien recién ahí podemos seguir —dijo otro a quien escucha ba con menos ánimo que al anterior.

—¿Nunca te pidieron esto y esto? Vamos a empezar por ahí —dijo otra que parecía una adolescente recién egresada del se cundario. A pesar de todo Paula empezó por ahí sin terminar en ningún lado.

Por la ventana de tres paños —y sin cortina— veía lo que pasa ba afuera. Personas que trabajaban, estudiaban, salían, compra ban, se reunían… vivían. Las aves iban y venían cantando según el horario y hasta una ratonera caminaba por el borde de la ventana, hacía una pausa chiquita como si se hubiera congelado y seguía con su vida: pasará la mañana buscando alimento para sus pi chones, tan pequeños como imperceptibles en los sonidos, tan abrigados en el nido como acunados por su mamá. Nada va a de tener a esa ratonera, tiene la fuerza para seguir el ciclo de la vida. La gata del vecino saltaba al mediodía desde el fresno al alféizar. Miraba a Paula fijamente, como si tuviera algo que decirle y lo quisiera introducir en su mente como una inyección de saberes, de verdades que Paula no sabe y que son un secreto para ella pero no para la gata.

La mujer de rulos tan chiquitos como los maníes caminaba por su vereda varias veces al día. Paula la miraba a través del vidrio al principio, luego se miraban ambas.

—No tiene sentido que salga de la cama —pensó— ni siquiera tengo hambre.

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La rutina de los últimos tres meses la hacía sentir cómoda, se gura, impalpable. El descanso era bueno, dormía de diez a doce horas, ideal, el sueño de cualquier trabajadora, como Paula.

La mujer de los rulos pequeños como aceitunas negras le habló fuerte a través del vidrio. Paula se vistió, le abrió la puerta, luego salieron juntas de la casa.

Caminaron diez minutos y llegaron. Los testimonios eran im presionantes, fabulosos, increíbles. La gente escuchaba, se emo cionaba y respondía con un Aleluya. Mujeres que testificaban haberse extirpado los ovarios por enfermedades incurables, otras que aseguraban ser víctimas de brujerías y hasta una que juraba no tener útero. Todas pudieron parir gracias a Jesús.

Paula lo intentó mil veces durante cinco años. Al principio se animó a la búsqueda sin estar convencida.

El primer año no se preocupó. Debe ser normal, pensó.

El segundo año se lo contó a algunas mujeres de la familia.

—Es por la ansiedad —dijeron, y le contaron acerca de varios casos como el de ella.

El tercer año lo conversó con las mujeres del trabajo.

—Es porque estás estresada, estás trabajando mucho este año —aseguraron, y recomendaron trucos y recetas para que el plan de Paula resultara exitoso.

Para el cuarto año decidió que lo mejor era hablar con quién correspondía y no seguir tratando el tema vanamente.

La psicóloga le había dejado entrever que quizás el problema era que, inconscientemente, Paula no quería ser madre.

—Paula, ¿vos por qué pensás que querés tener un hijo? Tal vez creés que es tu deseo, pero podría ser que quieras cumplir con un mandato.

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La terapeuta de ayurveda le insistió a Paula con la alimentación.

—Tu problema, Paula, es la mala alimentación. Las harinas nos hacen mal a todos, en verdad toda la población es celíaca en di ferentes grados, y la celiaquía causa infertilidad. Tenés que dejar de comer harinas y azúcar refinado, vas a ver que en seis meses o menos quedás embarazada.

La biodescodificadora le dijo que su problema era que en una vida anterior fue una niña abandonada.

—Tu problema Paula es que sos doble de los niños abandona dos en tu árbol. Acá este tío vivió en un orfanato hasta los dieciocho años, pero por el lado materno tenés a esta tía abuela que quedó huérfana a los tres años y fue criada por tus bisabuelos. Tenés que destrabar el árbol genealógico.

El Padre I. dijo que el problema era que no había reposo luego de la relación sexual.

—No vayas al baño por cuatro horas, rezá, pedí y volvé a verme.

La astróloga le dijo a Paula que el problema era Saturno en la casa V.

—Tu problema, Paula, es que la energía de Saturno está blo queando todo lo creativo, y un hijo es una creación.

La mujer de los rulos diminutos como arandelas negras le dijo que el problema era que no tenía fe.

—El problema, Paula, es que vos no tenés fe. Las mujeres na cimos para gestar y dar a luz, esa es nuestra misión, cualquier mujer puede si tiene fe. Mujeres sin útero tuvieron hijos, hasta con menopausia, y también en la tercera edad. Esto es bíblico, Paula. Sara, la mujer de Abraham, era estéril hasta que recibió un milagro. Tuvo a su hijo Isaac a los noventa años, cuando Jesús le

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Código Lorhwa restauró su fertilidad. Lo tuvo en el nombre de Jesús. Es bíblico, no lo estoy inventando yo. Lo podés encontrar en el Génesis. Este viernes hacen el encuentro de los milagros, vení, vas a empezar a creer, vas a tener fe y Jesús va a hacer su milagro —dijo casi sin respirar—, pero tenés que venir y tener fe.

El ginecólogo de Paula le dijo que ella no tenía ningún problema.

—Vos Paula no tenés ningún problema, todos los estudios sa lieron bien. Solo falta uno. Es un procedimiento sencillo.

La sala de espera de la clínica estaba iluminada con dos tubos, como si fuera de otra época.

Entró sola. Había poca gente. Eligió la última silla del pasillo.

Esperó un rato. Recuerdos lejanos como la Luna paseaban por su cabeza.

Paula es una nena ahora. Tiene seis años. Tiene dos hermanas más grandes que son mellizas. Paula no tiene bebotes. No les canta canciones de cuna ni los mueve de un lado al otro. No los acuesta en el moisés ni los tapa con una sabanita, eso lo hacen sus hermanas, sus primas, las nenas de la escuela que llevan los bebotes para jugar en los recreos.

La mamá de Paula se enferma seguido. Paula cree que es por que ella le da mucho trabajo. Además hace unos meses tuvo otro bebé, el hermanito de Paula, y es mucho trabajo para una sola mujer —aunque las mellizas ayudan mucho—. No saben qué es lo que tiene, le están haciendo estudios. El médico le dijo a Paula que no tiene que hacer renegar a su mamá, pero a veces se olvida, y se acuerda cuando su mamá ya está enojada, que es el momento en el que Paula piensa que se va a enfermar peor por su culpa.

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Paula escribe. Aprendió a leer jugando a la maestra, a la alum na mejor dicho, aprendió a los cuatro años. Paula juega a ser periodista de un noticiero. Se sienta en la mesa y mira al frente, en donde está la cámara imaginaria que la graba. Tiene unas hojas escritas por ella con historias que pasaron en el día. Paula no tie ne la cocina de juguete para prepararle la mamadera al bebote, tiene un vaso de agua en la mesa de su noticiero.

“En la tarde de hoy, justo en el momento de la siesta, cuan do todas las abuelas duermen después de almorzar, una ca mioneta blanca estacionó en la vereda de enfrente. La ma yoría de los hombres del barrio también dormían porque trabajan turno noche en fábricas, creo que son fábricas de vidrio. Roberto, un vecino, cuenta que el Sindicato del Vidrio le cubre todas las emergencias médicas, y que además a sus hijos les dan guardapolvos blancos, así él no tiene que gas tar del sueldo, una caja familiar de quinientas hojas rayadas Rivadavia, lápices, lapiceras, cartuchera. La cuestión es que uno que estaba adentro de la camioneta, eran dos, llamaba a los chicos que pasaban y les ofrecía caramelos. Las nenas de enfrente aceptaron y subieron a buscar las golosinas por la parte de atrás, y ahí fue que el hombre quiso cerrar la puerta. Por suerte las nenas pudieron correr rápido y despertar a sus abuelas que dormían la siesta para avisarles de la camioneta. No hubo que lamentar víctimas fatales.”

“La señora del almacén de la esquina se quejó otra vez con los vecinos porque dice que van y le compran una cerveza, otra cerveza, y otra más, y que ella no tiene un bar, y que como no hay baño van y hacen pis en la cortina de su negocio

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y que así no se puede vivir, porque es verano y el olor es repugnante. Los amenazó con hacerles baldear la vereda a ellos, dice que no se va a quedar callada solo porque le compran tres cervezas por día.”

“Mañana, durante el día, va a estar más caluroso que hoy, se esperan treinta y seis grados de temperatura. Va a estar ideal para meterse a la pileta y quedarse ahí jugando. Para la noche se esperan tormentas y caída de granizo. Cuiden a sus mascotas y tapen los autos. Es todo por hoy, me despido has ta mañana. Soy Paula Nicrosini transmitiendo desde canal Siete, Buenos Aires, Argentina.”

Paula es ahora una adolescente. Se ríe. Sigue riéndose. Es un viernes de verano. Sale y tarda en volver a su casa. Escucha que su mamá le dice: quien ríe viernes llora sábado y domingo. Paula jamás olvidará esa frase. Paula tiembla cuando el sol brilla por demás, cuando el perfume del jazmín inunda el aire, cuando algún comentario chiquito la hace reír, cuando camina por la calle y un niño la mira y le sonríe, cuando canta y su voz se transforma en belleza. Paula cree que si en su vida pasan cosas lindas es porque una tragedia le estaría rozando el brazo. Paula le tiene miedo a la felicidad.

Ahora es una mujer de treinta y cuatro años sentada en la sala de espera de una clínica.

El Doctor Lorhwa se acercó a hablarle. Quería estar seguro de que se había preparado de forma correcta.

—Hola Paula, quiero estar seguro de que te preparaste de ma nera correcta. ¿Hiciste esto? ¿Hiciste aquello? ¿Te pusiste tal cosa? ¿Tomaste esto? ¿Y esto otro? ¿Tenés la autorización de la

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obra social? Entonces podemos empezar.

Algunas mujeres sienten molestias.

No. Este estudio es el único que diagnostica esa patología.

Sí. Esa no duele, no es invasiva.

—Recostate en la camilla boca arriba —le dijo de mala manera. Le insertó el espéculo, le limpió el cuello del útero y a Paula se le cayeron las primeras lágrimas.

Se miró los pies pálidos en los estribos. Relajate, así no puedo hacer el estudio —dijo mientras in sertaba el catéter con material de contraste.

Lo último que Paula sintió fue el líquido frío, un ardor insoportable y luego nada.

“En la tarde de ayer Paula Nicrosini, de treinta y cuatro años de edad, falleció en la Clínica Santa María al realizarse un estudio de rutina para diagnóstico de la infertilidad. En el comunicado, la clínica indicó que se trató de un paro car diorrespiratorio. La familia pide explicaciones, aseguran que Paula no padecía ningún problema de salud y sostienen que hubo negligencia médica.”

“Para este martes se esperan veinticinco grados de temperatura y sol por la mañana. A la tarde tiempo inestable con probabilidad de algunos chaparrones. Nos despedimos hasta mañana, nos encontramos en la primera edición del noticie ro, que tengan buenas noches.”

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Ailín Russo

Comunicadora social. Trabajadora de medios. Exploradora de lenguajes. Publicó en “Terralitin: lecturas en el espacio” (2018) y “Tal vez el camino sea otro” (2021). Coordinó “Habitar. Relatos entre cuatro paredes” (2020). Su cuento “Horóscopo” obtuvo una mención en el VII Concurso de relato breve “Osvaldo Soriano”.

Caja negra

Los íconos sobre su cabeza se iluminaron y, al dirigir la mirada al centro de su cuerpo, comprobó que el lazo estaba abrochado, tanto que desajustó un poco la presión sobre el pantalón de vestir color beige que combinaba a la perfección con esa camisa blanca con volados, su preferida. El dibujo contiguo al del cinturón de seguridad poco le importaba, y agradeció que el brillo encendido le evitaría, por horas, lidiar con el desagradable hedor a nicoti na y otros químicos que acostumbraba consumir a diario como fumadora pasiva. Nunca se había animado a pedirle a nadie que apagara un cigarrillo, aunque ganas no le faltaban.

Se estaba acomodando en su sitio cuando notó que había olvi dado la pastilla. Supo entonces que el terror era inminente. San dra se empeñaba en mostrar compostura en toda ocasión social, y esta no sería la excepción. A la quinta vez, abandonó la búsqueda en su cartera, vencida: que plata sí, que pasaporte sí, que cepillo de dientes por las dudas, que tarjeta de embarque en el bolsillo interno, pero pastilla no. Se odió a sí misma por dejarla en la valija

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LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022 que despachó, o por abandonarla en el mostrador en el que se ruborizó cuando halagaron su prolijidad para organizar los docu mentos y memorizar un código de reserva tan indescifrable como “LORHWA”, o por posarla descuidadamente en la mesa donde tomó el café más caro y aguado del mundo.

En la desesperación amagó con levantarse, pero el cinturón la tiró para atrás. Se dio cuenta de que no podría revertir la situación cuando la pista empezó a moverse en la ventanita ovalada y un crujido de micrófono mal calibrado dio lugar al anuncio. Bienve nidos a bordo, soy el piloto, asegúrense de permanecer sentados, de que las puertas de seguridad no estén bloqueadas, comenzaremos un viaje a unos cuantos miles de pies y esperamos disfruten de un gran pastilla.

Las palabras apenas distinguibles con fritura acompasaban el baile coordinado de los brazos de las azafatas. Mientras enumera ba mentalmente el protocolo a cumplir en caso de que algo se saliera de control, Sandra se distrajo con los rostros jóvenes impeca blemente delineados en aquella secuencia coreografiada y admiró la capacidad inhumana de sonreír en todo momento, reduciendo la emoción a un estado de hospitalidad permanente. También envidió a la pasajera de al lado, que se desparramó sin cuidado alguno del espacio personal ajeno. Es posible acaso lograr esa aper tura de piernas, no lo creo, qué vergüenza. Su asiento, pequeño y encorsetado, era realmente incómodo, aunque algo en él le recor daba al sillón del living de Adrián. La diferencia radicaba en que la tela áspera de este no se sentía bien en su piel como aquel otro, y la posibilidad de humedecerlo indecorosamente junto al dueño de casa estaba anulada porque despegada del suelo firme y con la presión en el pecho y con el aire acondicionado en la cara siempre

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hace frío y la pastilla. Pidió una manta, quizás alzando la voz, y se avergonzó sin comprobar la pertinencia de sus tonos.

El miedo a volar era una novedad que no era tal, una primicia que ya se había instalado hacía meses, más bien años, será de Dios, y el próximo me encargo, será el que viene, o no es tan gra ve, o tampoco viajo tanto. Estoy bien así, se convenció, más tarde que pronto, como todo en cada situación que debía afrontar. Sin embargo, es cierto, el temor no la había atormentado desde siem pre. De hecho, recordaba bien la génesis: fue el día en que Adrián detonó sin tapujos la bomba, arruinando toda esperanza de vida bocetada por la imaginación de Sandra. Resulta que había conseguido un trabajo en el exterior, le contó, una oportunidad única, un salto en su profesión, un elegido entre miles o más frases exa geradas, un algo más importante que ella. Quiero que vayamos juntos, le dijo; lo voy a pensar, es muy reciente, mi mamá está enferma y lo sabés, retrucó ella; no puedo desperdiciar la oportunidad, lloriqueó Adrián; no puedo volar, sentenció Sandra, do lida por la reorganización de prioridades en la vida de su amado. Supo, también tarde y pánicos mediante, que solo podría volver a subirse a un avión tomando una pastilla.

En un vuelo de medianoche, Adrián encerró una vida en dos valijas y se fue a otra. Las promesas de aquella navidad sonaron especiales: voy a mandarte un mail, un qué, una carta por inter net. Yo prefiero escribirte de puño y letra, o mandarte una foto, o una postal del Obelisco, se quejó Sandra. Los balances introspec tivos de los veintipico de diciembre eran esperanzadores, pero la rebeldía de fantasear con patear un tablero se desvanecía con los primeros calores del año recién nacido y se reducían, en los me jores casos, a un atrevido cambio de tono en la tintura de su pelo

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corto. El nuevo milenio empezó sin pasas de uva, ni almanaques quemados, ni Adrián.

Lloró por los rincones más de una vez a escondidas de su madre, que no perdía ocasión de perpetuar el dolor como quien arranca una cascarita de sangre crujiente, todavía fresca y tentadora, de la que brotan gotas rojas. Ay, Adriancito, el ingeniero, qué bien le estará yendo… ¿dónde era que se fue? ¿y ya te escribió? Tenías que retenerlo. Basta mamá, yo me quiero quedar trabajando en el estudio, ¿no ves que esa oficina me necesita?, le dijo, pero en realidad bien podría haber sido que ¡pastilla! Metió la mano en el bolsillo del pantalón beige porque tal vez, en una de esas, sin darse cuenta, la guardó y no había calculado que… nada.

¿Y cómo es eso de la carta por internet?, preguntó su madre frente al flamante monitor cuadrado que exhibía un Windows 98 en franca decadencia. Le repitió lo mismo veinte años después, ante una notebook, el único artefacto renovado en décadas en la cocina compartida con estantes llenos de retratos polvorientos de sus sobrinos y caballitos de mar que adivinaban el clima con inscripciones de localidades del Partido de la Costa que no había pisado jamás. Si hubieras tenido hijos te podrían haber enseñado, le sumó esta vez; no me diste nietos, Sandri. La cascarita y las gotas rojas otra vez. Basta mamá, te dije, como volví temprano hoy hice una tarta de espinaca y queso como te gusta a vos, está en el horno, ¿no sentís el olorcito a pastilla? La azafata, sonriendo y levantando las cejas, esperaba la respuesta. Sandra se enfocó en los pliegues de su frente: uno, dos, dos y medio, debe tener… treinta años, se nota. Después, le contestó: no quiero co mer, gracias. El asiento seguía incómodo, sin muslos desnudos sobre la tela áspera, sin camisas con volados hechas un bollo en su

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Código Lorhwa respaldo, sin ningún botón perdido en arrebato pasional debajo de sus patas. Era incómodo, pequeño y con la pierna de la pasa jera de al lado burlando cada vez más la seguridad de su burbuja imaginaria.

Sandra adoraba compartir tiempo con su madre, tanto que no podía imaginar la vida sin ella. Disfrutaba la cotidianidad compinche y las meriendas especiales de los domingos de lluvia. Elegía su compañía incluso cargando sobre sus espaldas años de cuidado intensivo. La sorpresa de una salud quebradiza pero re sistente ya no admiraba a los médicos. Es que soy la única, porque acá si no lo hago yo no lo hace nadie y plata para las vacaciones o para cambiar el auto siempre hay. Su hermana menor ha bía abandonado la tarea mucho antes de lo previsto, para casarse muy joven con Carlos, esa noche en la que, entre la desazón y los invitados, Sandra descubrió cuán sugerente puede tornarse una canción de Luis Miguel si el que danzaba era un tal Adrián, compañero de trabajo de su cuñado. No olvidaría jamás las estrofas de aquel bolero, la invitación de un trago en un evento todo pago, la simpatía de un hombre que la atrajo a su baile posando su mano grande en su pastilla.

El que se movía por la ventana ovalada era ahora un cielo. El jet lag confundió las horas, las décadas en su cabeza alterada por las turbulencias. Sandra decidió medir la gravedad de aquellos pozos de aire según la cantidad de líneas en la frente de la azafata trein tañera. Eran pocas, según su criterio, pero una conclusión ende ble debido a su astigmatismo. Afuera, pudo notar, era de noche, como aquel diciembre de lágrimas en Ezeiza. Nunca averiguaría el código postal de Murcia, ni recibiría el mail prometido y no aprendería a enviar uno hasta años después, cuando su jefe des

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lizó la idea de que, si no se actualizaba, era momento de renovar secretaria.

Con una luz incipiente filtrándose en la ventana, oyó el crujido del micrófono y, con él, la promesa del fin de su agonía. En minu tos más comenzaremos el descenso, les agradecemos por haber elegido Pastilla Airlines, la temperatura sin Adrián es realmente fría, les deseamos una buena estadía lejos de su madre, por favor no olvide sus afectos personales arriba del avión.

Otro pozo de aire interrumpió la voz omnipresente. El sobre salto, la distancia y la vista nublada le impidieron a Sandra contar las líneas de expresión en la frente de la azafata. El ícono del cinturón de seguridad brillaba cuando la trompa del avión perfiló al suelo.

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Mariana Perata

Nació en Quilmes. Egresó de la EMBA Carlos Morel como Profesora Superior en Artes Visuales. Ejerce la docencia en escuelas primarias y secundarias. Explora el universo de la poesía, el cuento, la ilustración y el mosaico. Sus obras forman parte de numerosas antologías. Ha publicado “Kisetsu”, “Acordeón Colorido” y “Púlsares”.

Para nosotras, flores

No entiendo el problema de vivir entre las muertas. ¿Cuál es el problema de habitar entre fantasmas?

El día en que llegué a Lorhwa no pude más que sorprenderme. Me recibió el valle fértil salpicado por pequeñas casas. Las casas estaban levantadas con las piedras de los cerros que rodeaban el valle. El valle parecía darme la bienvenida. Las calles de tierra, abiertas a paso de mujer o de carro, eran apenas senderos mar cados entre plantas silvestres. Aquí y allá florecían tréboles con hojitas acorazonadas, manzanillas blancas y amarillas con olor a invierno, urticantes ortigas con pelitos pinchos. Siempre me emocionaron las plantas silvestres, tan gratuitas, tan hermosas. Me agaché para mirarlas de cerca. Sin pensarlo tomé una hoja de ortiga entre el dedo pulgar y el índice cuidándome de tocar solo el envés para no pincharme. Primero me la acerqué a la nariz, res piré hondo, profundo; y después a la boca. Mastiqué despacio ese sabor fresco, salvaje. Llené mi cuerpo de hierro, azufre, potasio.

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¿Para qué?, pensé, si ya no los necesito.

Caminando por los senderos empecé a mirar las casas. Al prin cipio todas me parecieron iguales pero después de deambular un rato, entre animales sueltos y dóciles, entendí que cada una tenía su particularidad, su sello propio.

Todas eran bajas, eso es cierto. Todas eran pequeñas y con una única puerta de entrada. A ambos lados de la puerta unas ven tanas medianas. En las otras tres paredes de piedra apenas unos ventiluces diminutos. Los techos eran de ramas, pasto y adobe. Al principio no veía más que lo igual, lo parecido. De a poco fui en tendiendo que cada casa era habitada por alguna y que esa alguna no era igual a ninguna otra.

La primera casa que vi me pareció una copia de cualquiera. Las mismas piedras grises encastradas con una perfección que asom braría hasta al mismísimo dios, si existiera. El mismo camino de tierra apisonada que invitaba a salir del sendero para cruzar el jardín y dejarte en las orillas de una puerta de madera. Ahora que he recuperado la capacidad de ver soy capaz de distinguirla entre cientos de casas por su olor inconfundible a sopa de calabaza y crema, o calabaza y ajo o simplemente calabaza. Si hasta un halo casi imperceptible la envuelve en un vapor naranja y todas somos capaces de llegar a ella con los ojos cerrados y el deseo en la nariz desde cualquier lugar de esta tierra sin límites ni tiempo.

La segunda casa que vi fue la de Alba. Como con las otras no noté nada en particular al principio. Una casa modesta, bien pe gada a la callecita bordeada de borrajas. Una gata echada al pie de la puerta, durmiendo al sol, alzó los ojos cuando escuchó mis pasos. Creo que me vio cara de nueva. Se desperezó y saltó al alféi zar de una de las ventanas del frente. Levantó la cabeza y se puso

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a jugar con una ramita que hasta entonces había pasado desaper cibida. Era una rosa trepadora que venía del fondo pero desde el frente se veía una única rama, larga, flexible, cargada de flores amarillas. La gata se quedó un rato jugando con la rama y lamiéndose las patitas negras hasta que saltó y desapareció. Me quedé sola, mirando las rositas que todavía se movían un poco, paraban y se volvían a mover. ¿Estaría la gata jugando con la rama del otro lado de la pared? Miré hacia todas partes a ver si veía a alguien, golpeé las manos, ¿se puede? y sin pensarlo dos veces entré.

Fiesta de colores. Mi yo niña entre los rosales de mi abuela ma terna. Albertinas rosadas de flores dobles trepadas a una estruc tura de madera con forma de cono desparramaban un aroma a infancia y buñuelitos de manzana. El piso cubierto por el follaje verde y brillante de las wichurainas y sus florcitas de cinco pétalos en racimos blancos como copitos de algodón. Mi abuela podando todos los otoños para que el jardín resplandeciera en primavera.

—Podar para reverdecer —su voz resonaba entre flores y espi nas.

El jardín de Alba pareció querer decirme algo en secreto. Algo que sonaba a la vez misterioso y claro, no recuerdo qué. Lo que sí recuerdo es lo que pensé: no me importa si esto es un sueño, yo acá me quedo.

Quizás estuve días o semanas deambulando por Lorhwa, quién puede saberlo, el tiempo en este valle es difícil de medir. Para ese entonces ya entendía que el lugar no estaba deshabitado pero, por alguna extraña razón, las que vivían en él se reían de mí, o se escondían segundos antes de que llegara a cada casa. Todo era tan placentero que poco me importaba. La gata que me recibió en esos días primeros empezó a aparecerse cada vez más seguido y a

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señalar los senderos a recorrer con su trotecito lento. Una tarde me llevó a un lugar nuevo, algo alejado de las otras casas y se echó a dormir en un montón de piedras. Acá nos quedamos un rato, pensé. Cerré los ojos y me dormí. En el sueño me sentí observada y me sobresaltó un ruido, como si alguien se acomodara en las piedras, desperté.

A mi lado una mujer sonreía. La gata ya no estaba, después supe que en Lorhwa podemos ser nosotras o nuestros deseos y así al amanecer habitar una gota de rocío, al mediodía una lengua del fuego, a la noche una caracola vacía.

La mujer que sonreía me tomó de la mano. Hay que empezar a construir tu casa —me dijo— y terminarla antes de que empie ce el invierno. Después tomó una piedra chata, se agachó y em pezó a golpear la tierra con fuerza. Repetía el movimiento como se repite un paso de baile. Levantaba el torso oscuro apoyando firmemente las rodillas en el piso, sostenía la piedra con ambas manos sobre su cabeza e inclinaba bruscamente cuerpo y piedra asestando el canto chato a modo de filo en la tierra mansa que se desprendía hacia atrás pasando por entre medio de sus piernas abiertas. Sus pechitos subían y bajaban, quedaban estiraditos cuando sus brazos se alzaban y se transformaban en dos cirue las secas, colgantes, cuando en cuatro patas juntaba fuerzas para seguir agujereando la tierra. Entonces las vi, dos bolitas peludas que asomaban debajo de la pollera junto a un manojo de piel arrugada. Quedé perpleja, nunca había estado en una situación así, no sabía qué hacer y decidí preguntarle el nombre. Amparo, dijo y me alcanzó una piedra tan chata como la suya.

Bajo el amparo de Amparo construí mi casa.

Hoy que ella está muy transparente, soy yo la que recibe a las

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nuevas y las acompaño durante semanas, sin que ellas lo sepan, travestida en abeja, o en libre, o en brisa nomás, depende de la necesidad de cada una, las llevo como tomadas de la mano aun que sin tocarlas hasta que estén preparadas para el adobe.

Recuerdo el día en que llegó la Juana cargando un feto entre los brazos. Estaba seria la pobre, dolida. Traía en los ojos el recuerdo de la mesa sucia, de las tijeras ensangrentadas. Resonaba en su cabeza la risa despiadada de la vieja y la soledad, sobre todo la soledad que se clavaba en el fondo de sus ojos oscuros. Se venía con la criaturita encima, con la cabeza de lado colgada del cuerpo lacerado. Ni siquiera llegó a ser bautizada, pensaba la pobre, y la acompañé en silencio, como semilla de panadero, colgada de su pelo.

Fueron muchos días de andar por Lorhwa, sosteniendo su do lor primero, desarmándolo después hasta que estuvo lista para el encuentro.

Las mujeres se acercaron despacio a la casa de adobe procuran do no asustarla y cuando ella se dejó, cuando se entregó al amor de las que habían corrido su misma suerte, permitió que sus con géneras lavaran su carne, su podredumbre; de a poco fue soltando el embrión y lo entregó a otras manos que lo llenaron de besos y de baba y le cantaron canciones de cuna nunca antes cantadas sin importarles que ese cuerpecito, por no haber llegado a nacer en el mundo de las vivas, hasta el derecho de vivir entre nosotras le iba a ser negado.

Semanas antes había aparecido la René con una bala en la ca beza y una sonrisa en la boca. Que no ha de ser siempre triste la muerte dijo cuando pudo verme, y ahí nomás puso la pava. Yo caché un poco de harina y de grasa y me puse a amasar sobre una

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piedra lisa. Las más viejas dicen que esa piedra perteneció a la mismísima Malinche. Acá se aprende a no odiar a nadie, o a que rer a todas si te gusta más, pero las que llegaron hace tanto, como ella, ya no se dejan ver, de transparentes que se van quedando, por la sucesión de los días y de las noches, que para nosotras, las aparecidas, son eternas. De a poco, como nos pasó a todas, el agu jero de la René se fue desdibujando mientras su piel recuperaba su aspecto joven y lozano. Porque la René solo había soportado la existencia en ese otro lugar tan aburrido, donde nuestros cuerpos no pueden ni siquiera atravesar paredes y están a la merced de unos bárbaros, unos veintitantos años. El olor a torta frita hizo que muchas se acercaran a darle la bienvenida a la santiagueña y se multiplicaron los mates como se habían multiplicado los peces en ese cuento que nos contaron a todas antes de matarnos o de vendernos, pero a los peces los multiplicaron para someternos y a los mates los multiplicamos para que no le falte ni a una lo que le da placer compartir. Hicimos la ronda del amargo y del dulce, del mate con cedrón y con menta, con café y hasta una vieja bajó de un árbol un pomelo, lo agujereó con el dedo y le tiró ahí nomás la yerba y chupó haciendo un buen ruido para que escuchen las que están al llegar, que aunque ahora transiten el espanto, han de saber, y aunque más no sea en sueños, que el paraíso existe, que lo hemos tejido nosotras con las mismas agujas con que unos salvajes nos quitaron la vida.

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Código Lorhwa

Por carecer de recursos pecuniarios / la deuda externa en el Uruguay se pagará, porque no habrá más remedio / con el patrimonio cultural (...)

El Uruguay pagará la deuda externa / que contrajeron un día dos o tres y cuatro o cinco renuevan diariamente / con documentos escritos en inglés.

Desde el primer taller de Escritura de La Calabaza hemos leído a unos cien autores. Este año serán casi treinta. A cada uno de ellos hemos podido sacarle algo.

Nuestra picardía radica en cobrarnos el latrocinio de siglos con ideas. De los escritores españoles nos cobramos la plata del cerro Potosí; de los ingleses, el bochorno del préstamo de la Baring Brothers y del pacto Roca-Runciman. Qué decir del realismo sucio yanki: con el robo a los Carver que andan por ahí amortizamos la mano de obra de la CIA en los golpes de estado desde 1930 en adelante. Todavía nos deben las trapisondas de Spruille Braden y el último préstamo del Fondo, que quedarán

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Explicación (tal vez innecesaria)
Código Lorhwa: la ausencia de consigna como consigna

LA CALABAZA - ANTOLOGÍA 2022

para futuras ideas a aplicar en futuros talleres. De los hermanos latinoamericanos y de los compatriotas tomamos recursos literarios en forma de préstamo. Ellos todavía no saben de nuestra condición de morosos incobrables. Este año hemos renunciado a la jactancia de la originalidad, misión imposible en un género en el que casi todo está inventado. No se trata de recurrir de forma más o menos descarada a variantes de piratería intelectual. No se trata de confesar plagios, robos, copias, imitaciones, falsificaciones levemente retorcidas. Se trata de darle un marco legal a la utilización de recursos que ya usaron otros. El Faro Eterno del establishment cultural nos ampara. Hace ochenta años, cuando su vista todavía no flaqueaba, escribió:

El número de todos los átomos es, aunque desmesurado, finito, solo capaz de un número finito de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse.

Por eso nos anticipamos y provocamos repeticiones sin agotar las posibilidades. Nuestra módica transgresión, lejos de ocultarla, la viralizamos entre el módico número de sacrificados que se interesan por nuestros escritos.

Un detalle más. Fuentes bien informadas sostienen que Stanislav Lorhwa, a quien se le atribuye el acápite que abre los cuentos, en realidad no existe ni tiene nada que ver con otros Lorhwas que aparecen por ahí. La cita es de Arthur Danto. Admitimos que hasta aquí estas últimas frases del libro carecen de seriedad.

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Código Lorhwa

Vamos al grano. El salto de calidad que todo epílogo debe tener. Alejandro Morellón, en su libro El estado natural de las cosas, toma una palabra (Ehio) que es utilizada en cada uno de los cuentos. En uno de ellos es una galería de arte. En otro es una mascota. Es el nombre de un pueblo, una página de citas, el apellido de un médico. Y así. A falta de consigna, decidimos que el hilo conductor de los once cuentos que componen esta antología sea la palabra Lorhwa, anagrama de Warhol, por aquello de la repetición. Esa es la causa por la que, para el diseño de tapa, elegimos transformarnos en un simulcop de marilynes warholianas.

La lectura atenta de cuentos inolvidables permitió que nos apropiáramos de una humilde caja de herramientas. Tiene la forma de un cofre que encontramos vacío allá por abril y que durante el año fuimos llenando de recursos que ahora nos permiten escribir un poquito mejor.

Nos debíamos y les debíamos a los lectores este breve epílogo explicativo.

El que avisa no traiciona. A confesión de partes, relevo de pruebas.

Frases hechas que evitamos todo el tiempo en los cuentos y que ahora blandimos como escudos. Es que somos amigos de lo ajeno y somos, ante todo, conscientes de nuestra condición.

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La Calabaza Productora Cultural

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