TAL VEZ EL CAMINO SEA OTRO Antología 2021 - Edición digital
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Copyleft La Calabaza Productora Cultural. Queda permitida (y es bienvenida) la reproducción parcial o total de este libro citando a La Calabaza Productora Cultural y a lxs autorxs de los relatos. Fotos de tapa y contratapa: Anahí Luz Fernández @fotosalpaso Arte: LCD / La Calabaza Diseño Impreso en Cooperativa El Zócalo Imprenta Gráfica & Editorial
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TAL VEZ EL CAMINO SEA OTRO
Taller de Escritura Antología de cuentos 2021
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La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos sólo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que ésas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Abelardo Castillo
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Prólogo calabacero
LA INGENUIDAD DEL LIBRE ALBEDRÍO
El tiempo es la manera en que la naturaleza evita que todo suceda de golpe. John Wheeler1
Desde que nos parieron estamos obligados a remontar el tiempo. En apariencia, el camino parece no ofrecer dificultades. Solo en apariencia. Reparemos en estas dos historias: - Una niña y su madre cruzan de vereda. Van a mirar la vidriera de un negocio. Sobre ellas, justo en ese momento, se desprende un balcón y las aplasta. - Una serie de circunstancias aparentemente fortuitas hacen que un viajante de negocios pierda un avión. Unas horas después de despegar, el avión cae en el océano. Son dos ejemplos entre millones que se dan en la vida real, y que la sabiduría popular encuadra dentro de la justificación
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aparentemente simplista de que “estaba escrito”. La fatalidad barre con la creencia de lo políticamente correcto, pone al descubierto la inutilidad del esfuerzo y el engaño del discurso que sostiene las bondades de la meritocracia. Es un hecho empíricamente incomprobable, porque sospechar que otro camino hubiera evitado la desgracia siempre será contrafáctico. Eso es en la vida real. La ventaja de habitar los mundos de la ficción literaria es que podemos alterar tiempo y espacio a nuestro antojo. ¿Qué dice Cortázar al respecto? Leemos: “Una de las formas en que lo fantástico ha tendido siempre a manifestarse en la literatura es en la noción de fatalidad; lo que algunos llaman fatalidad y otros llamarían destino, esa noción que viene desde la memoria más ancestral de los hombres de cómo ciertos procesos se cumplen fatalmente, irrevocablemente a pesar de todos los esfuerzos que pueda hacer el que está incluido en ese ciclo.” Muchos personajes de esta antología andan por caminos poco amables. Es probable que transitarlos haya sido su elección. O que hayan hecho lo imposible por desviarse de la senda que lleva al precipicio y, creyendo que escapan de la caída al vacío, van rumbo a ella. O que sospechaban su destino, pero no tuvieron fuerza para huir de él. Desde la literatura, y puntualmente desde este taller, proponemos al lector un pacto no escrito. Persuadirlo de que observe el deambular de las criaturas que andan por estas páginas y se ponga en su piel. Que se plantee si agotaron las posibilidades de evitar el sendero que las lleva hacia un destino no deseado o si ese destino era inexorable, refractario a cualquier esfuerzo. Si el acuerdo cobra forma, si convencemos al menos a
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un lector, al menos por un minuto, nos damos por satisfechos. Durante este año ocupamos muchas horas de taller con escritos, lecturas y charlas sobre la fatalidad. Por momentos nos evadimos para alimentar la creencia de que estamos a salvo de malos presagios. Pero enseguida nos atraviesan tornados invisibles que azotan Berazategui y aledaños. Es una fuerza centrípeta impulsada por demonios que nos devuelven a nuestro eje. Desde las historias de “Las mil y una noches”, pasando por “Edipo Rey”, por “Nuestra Señora de París” y por tantos escritos contemporáneos, la fatalidad siempre ha ejercido un poder magnético sobre las personas. A pesar de que caminamos darwinianamente erectos, de que el desarrollo de la ciencia nos ha inducido a creer que alcanzamos el punto más elevado entre todas las especies; cada noche quedamos en atenta vigilia. Ojos abiertos mirando la nada, nuca contra el almohadón, desconfiamos de lo que nos deparará el nuevo día. Es posible que el mal cálculo de un arquitecto provoque la caída de un balcón sobre nuestra humanidad, o que un avión que no llegará a destino espere fatalmente por nosotros. Horacio Fdez.2
1. John Wheeler es considerado el descubridor de los agujeros negros. La frase apareció casualmente en la lectura de un texto del escritor Pedro Mairal. 2. Horacio Fdez. forma parte del espacio colectivo La Calabaza Productora Cultural. Asistió a talleres literarios en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la UBA con Alberto Laiseca y Darío Miranda, entre otros. También cursó con Cristina Feijoó y Ernesto Bavio. Editó “Cuentos a escala” (2014) y “Equilibrio inestable” (2017). Primer premio del Concurso Federal de Relatos (Ministerio de Cultura, 2015), entre otras distinciones en cuento y novela en la Argentina y en el exterior.
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TAL VEZ EL CAMINO SEA OTRO Taller de Escritura - Antología de cuentos 2021
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Ayelén Rodríguez
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Struggimento
Viviana Sasso
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El bulto
Emanuel Macedo
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Luma apiculata
Daniel Jauri
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Tutuca
Marina Vitagliano
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Antípodas
Horacio Fdez.
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Linterna Verde
Maximiliano Roberto
47
Sala de espera
Marina Vitagliano
51
La libreta de Montes
Claudio Szapiel
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Día de la Primavera
Ailin Russo
61
Plan táctico y estratégico
Cintia Periz
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A veces, FIN
Augusto Campos
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Epílogo. Esa manija de insistir
La Calabaza
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Agradecimientos
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Tal vez el camino sea otro
AYELÉN
RODRÍGUEZ
Psicóloga, de Berazategui. Coordina el espacio virtual de escritura colectiva Muchapalabreria (www.muchapalabreria.com.ar)
STRUGGIMENTO1 Cuando viniste a mi, cerré la puerta pero abrí, asesíname. Por darte lo que dí, me transformé en un souvenir, asesíname. Charly García
Hay una frase que tengo escuchada en voces de otros e incorporada como un eco en la garganta primero y en la cabeza después. Se me viene, se me presentifica, así, como lo imaginás, el Coliseo, el laurel en las cabezas de los poetas, la Fontana de Trevi… Películas, fotografías, anécdotas de viaje, recorridos apropiados desde la repetición a lo largo de toda una vida. Es una frase que funciona como un espiral en sí mismo, ensimismado, es decir, una propuesta que afirma una contradicción donde una supuesta llegada no es más que la salida. La frase es esa que dice: “Todos los caminos conducen a Roma”. Y así se anula la duda, pues uno quiere llegar a Roma y así será, los caminos no admiten otra posibilidad. Dicen que no hay preocupación posible, porque todos los caminos llevan al mismo sitio, que es ni más ni menos que el centro del mundo, o al menos en algún momento lo fue, y eso asegura tranquilidad. Si te perdés, ya sabés: la frase internalizada aparece en un primer plano obnubilante. La respuesta aparece a los gritos, la digas o la
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pienses, y Roma, la historia, la comedia, la tragedia, la repetición, en el mismo lugar, la llegada que es la salida para volver a empezar, están ahí, inamovibles. Pero, cuando Roma no es el destino al que uno quiere llegar, y todos los caminos conducen a ella, entonces… ¿entonces qué? Lo tengo enfrente hablándome sobre la madre y me aturde como parlante en el encierro. Miro el reloj de la cocina. En quince vienen los chicos, ahí me voy a ir a trabajar. Hice de todo. Treinta años al lado de un tipo al que no quiero, que ya sé que no quiero, pero sigo a su lado. Esta cocina de azulejos blancos con arabescos verdes, este ventanal, él, yo, su voz, mi mundo, Roma, inevitable destino, al que vuelvo aunque vaya por otros caminos y me pierda a propósito. Como cuando le propuse terapia de pareja, aceptó, hicimos dos años y no sirvió de nada. Le dije que así no podíamos seguir. Le dije “así no podemos seguir” tantas pero tantas veces que ya no tiene sentido. Las palabras son un vago intento de cambiar algo. Lo siento y lo sufro: fracasé. Probé alternativas. Lo engañé con otro e hice que se enterara. Me perdonó y me suplicó volver. Y ahí le dije “así no podemos seguir”. No sé para qué se lo dije. Seguimos y seguimos igual que antes. Seguimos otra vez, y otra vez, y otra vez Roma. Inicié nuevos cursos, me corté y teñí el pelo varias veces, empecé a salir con amigas. Nos fuimos de viaje. Con los chicos, con amigos, solos. Nada sirvió. Todos los caminos me traen irreductiblemente a acá, a esta polera de plush que me compré en el 2013 en Mar del
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Plata, a la heladera que tenemos desde que nos casamos, a este parlante despersonalizado que se supone que es el amor de mi vida y a un reloj circular de madera que marca menos diez. Mientras habla, cebo mate y lo miro. Cree que lo estoy escuchando con atención. No se da cuenta de lo que pienso. “Qué cobarde sos, Jorgelina”, me digo. El estómago revuelto me indica que estoy podrida, podrida por dentro, harta, débil y loca. Ridícula, doy pena. ¿Cuántos minutos, cuántas horas, cuántos meses y cuántos años tienen que pasar para que me vaya? Me vaya porque me animo, no solo porque quiero. Irme. Treinta años juntos, dando vueltas, caminando en círculo, en espiral, ensimismados. ¿Cuántos minutos, cuántas horas...? No, no hice todo. Son menos cinco y él sigue, entre mate y mate, a viva voz. En cuatro vienen los chicos, es ahora o nunca pensé. Es ahora o... Los chicos llegaron tres minutos antes. Para mí, ahora es nunca, y nunca es siempre. Todo este pueblo romano no sabe cómo es que seguimos en “la ciudad eterna” sin poder salir pero yo ya no puedo esperar más la tragedia, ahora la interpreto. Si todos los caminos conducen a Roma, tal vez deba dejar de caminar.
1. Traducido al español: anhelo, anoranza, nostalgia.
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Tal vez el camino sea otro
VIVIANA SASSO
Hacedora de garabatos, dibujos y pinturas. Escritora de relatos cortos cuando brota algún resquicio de imaginación.
EL BULTO Si pudiera cambiar parte de mi historia, seguramente sería a mi papá. Dejé de verlo hace quince años, aunque mantengo algún tipo de vínculo a través de mamá. A ella suelo llamarla, una vez por semana según marca mi agenda, y charlamos de cosas banales. No pierde oportunidad de recordarme que me extraña, que me quiere y que mi papá me perdona. ¿Perdonar? Debería ser al revés, aunque yo todavía no lo hice. Clara, mi hermana, tampoco lo perdonó, pero ella suele visitarlos solamente para sacarse de encima la bronca, cantarle las cuarenta y armar bolonqui. Adolfo Junior, el mayor, es el único que no rompió el vínculo, escudándose detrás del perdón de Dios. Siempre fue culposo, por eso no me extraña que aún se acerque a Devoto a verlos. Va, cumple y se alivia. Confieso que más de una vez intenté ir para tener una charla de adultos y decir todo lo que tengo atorado. Mi esposa y mis hijos dicen que es al pedo, que mi viejo es lo que es y no le va a mover un pelo lo que le diga. La vieja funcionó como un nexo para calmar las aguas entre no-
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sotros tres y mi padre. En las cenas, nos gritaba: “de política y religión en esta mesa no se habla, porque la comida va a caerles como el culo”. Y así era, aunque siempre encontrábamos la colectora para meter algún comentario desatinado y que Adolfo padre, se pusiera todo colorado y se comiera sus propios comentarios ante la mirada insidiosa de mamá. Mi hermano mayor se fue de casa cuando se casó, pero a esa altura yo había migrado a un monoambiente en San Cristóbal llevándome a Clara para salvarla del cadalso. Durante la pandemia, en la habitual charla semanal con mi vieja, me comenta que a mi padre le salió un grano en la frente. Será una picadura, le dije sin importarme si es un cuerno puesto por ella o un escorpión. Luego de varias semanas, Junior pasa el parte de la evolución del bulto: cada vez es más grande. Me sugiere que lo vea en condición de médico. Me niego rotundamente. Esa noche hablo con Clara y nos cagamos de risa. Me dice que ojalá le hubiera salido en el culo, así sabría lo que es sufrir, y comienza un recitado de frases bizarras, de esas que solo ella sabe tener. Mi hermana vive de otra forma. No carga con odio, ni resentimiento. Ella sanó a partir de su estilo de vida que roza un hippismo de los setenta. Pasan cuatro meses. Un jueves la vieja me llama llorando. Cuenta que quieren hacerle una biopsia pero que no se deja. Le explico, como hijo, no como médico, que cada cual elige la forma de llevar una enfermedad, que la terquedad no es una virtud en su persona y va a ser difícil torcerle el brazo. Me insiste para que
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pase. Me vuelvo a negar. Al día siguiente hacemos un zoom con Clara y Junior. Esta vez tiene otro tono. Hablamos del tema y salen tantas cosas que podríamos escribir un libro. Les confieso que aún tengo las cicatrices que me dejó la hebilla del cinto, cuando le puse enfrente el Nunca más, de dónde sobresalía un señalador que decía “aquí está el nombre de quien fuera mi papá”. Se convirtió en un demonio. Su cara se desfiguró, los ojos se le llenaron de sangre pero no dijo nada, como siempre, se tragó las palabras y soltó su mano con furia sobre mi cuerpo. Mi hermana llora y nos recuerda la paliza que le dio el día que se tatuó el hombro con un ingenuo símbolo de la paz. Lo único que balbuceaba con los dientes apretados era “ustedes dos zurdos de mierda”, en referencia a Clara y a mí. Junior siempre zafó porque ocultó bajo tres llaves su militancia en la JP, si no, lo mataba. Perdemos la cuenta de las veces que se corta el zoom y volvemos a conectarnos. Decidimos ir a verlo sin nuestras familias. Ninguno de nosotros quiere someterlos al escarnio. Junior arregla el día pero, como siempre, la caga. Les dice que vamos a almorzar, por lo que la visita será más larga. Dos semanas después nos encontramos en la esquina de la casa, para entrar los tres juntos. Antes de tocar el timbre mamá abre la puerta mientras nos hace señas para que no hagamos ruido y sorprender al viejo corroído Capitán Adolfo Fernández Becerra. Entramos. Se para y con el puñito cerrado nos saluda con un cordial “hija, hijo, hijo”, y eso es todo. Quedamos impactados, no por su frialdad sino por el huevo del tamaño de una palta que brilla sobre la frente. Clara me dice al oído que con ese Alien no se puede poner
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la gorra y nos echamos a reír. Miramos la mesa, hay cinco platos. Mi vieja nunca fue brillante, pero los años se llevaron lo poco de chispa que le quedaba. ¿De qué sorpresa habla? Capaz cree que su marido no cuenta los platos que están a solo tres metros del viejo sillón de pana color camel donde está apostado. Nos sentamos. Durante treinta años el menú dominguero fue el mismo. Queso, salamín y pan cortado en rodajas para engañar el estómago. Tallarines caseros con estofado de pollo y flan con dulce de leche. Nada cambió, salvo nuestras libertades. Es la primera vez que hablamos de lo que se nos canta, de política, de religión y de tantos otros temas incómodos para Adolfo. Él, mudo. Su rostro se torna tenso y rojizo. Mamá trata desviar la conversación contando sobre la nieta de Mirta, el covid de Susana y la inseguridad del barrio. Servidos los fideos empezamos a jugar, succionándolos directamente del plato, haciendo un ruido molesto y manchando las blancas servilletas con salsa. Durante toda nuestra infancia nos había obligado a comerlos con tenedor y cuchara. El viejo Capitán carraspea un par de veces como síntoma de molestia. No le damos bola. Un extraño sonido gutural nos detiene. Su cara está morada y los ojos se congestionaron tanto que nos atemorizan. Los labios, hasta ahora sellados, se abren y con ese tono militar que no escuchaba hace años nos dice “negros de mierda”, al mismo tiempo que su cabeza cae sobre el plato. El enorme forúnculo se revienta y una sustancia pegajosa se esparce encima de nuestra comida. Nos corremos con asco. ¡César, hacé algo, estúpido de mierda! grita la Señora del Capitán. Agarro mi lapicera
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y me acerco a hurgar entre las sobras de Adolfo. Algo raro sucede. Incrédulo, boquiabierto descubro entre la mezcla de fideos, salsa y esa masa amorfa todas las palabras reprimidas por ese viejo represor. Reventó, literalmente. Mamá, con un ahogo mezcla de llanto y estupor, corre a buscar cuchillos de punta o los pinches de la picada pero vuelve con nuestros palitos chinos, arruinando lo poco que queda de nuestra infancia. Los reparte y empezamos a buscar entre las letras esparcidas. “Soretes, reorganización, Olimpo, inservibles, Orletti, montoneros, tarada” ¡Mirá boludo, dice tarada como me llamaba a mí! confiesa Clara. Sigo en la repugnante búsqueda con mi palito color verde “exterminio, zurdos, demonios, naval, locas, Esma, muerte, tortura, guerrilleros, verde, viejas, apropiados, proceso, Patria”. ¿Patria? ¿Qué sabrá este hijo de puta lo que es la Patria? Me voy. La cabeza del occiso sigue servida en el plato.
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EMANUEL MACEDO
Escribe cosas. Berazateguense, peronista, cooperativista en El Maizal.
LUMA APICULATA1 1. BOSQUE La aguja golpea la piel con la misma fuerza que un baterista con parkinson golpearía sus platillos. Fueron largas horas de trabajo, pero puedo ver en su cara un dejo de satisfacción. Se levanta, estira los pies, prende un pucho. Me dice no te muevas, que te tengo que limpiar. Vuelve, se lava las manos, yo estoy casi dormido. Pero el refregar de la servilleta de papel me despierta. El manchón negro va tomando forma de árbol, hasta se puede ver un cervatillo. Se para, toma distancia, es para tener un mejor ángulo. Vuelve y moviendo la cabeza de arriba a abajo, dice sí, sí, ahora sí va apareciendo el bosque. La próxima lo terminamos. El cura pregunta el nombre casi susurrando, Julio le responde al oído. El cura pone cara como si hubiera comido una cuchara entera de sal. Julio le vuelve a hablar al oído, y el cura mueve la cabeza de arriba abajo, pero su expresión sigue siendo de duda, le habrá explicado que es un nombre árabe y toda la runfla. Estoy lejos pero leo sus labios. Envidio la entereza de Julio, está ahí con su cara de póker, indestructible, ideal para estos momentos. Menos mal que está él.
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El cura se pone en papel, deja sus caras atrás y empieza su sermón. ¿Será sermón o misa? La última vez que estuve en una iglesia fue para mi comunión y con la plata que junté me compré un family, igual no sé si es una iglesia o una capilla, nunca entendí las diferencias, tampoco sé cuando es parroquia. Quisiera despejar mis dudas sacrílegas con la señora que está al lado, pero tiene los ojos cerrados y aprieta un rosario, como si temiera perderlo, sería bastante inoportuno interrumpir. El cura sigue. ¿Todos los discursos serán los mismos y solo cambiará el nombre o los tendrá catalogados, buena madre, gran padre o mejor abuela? Julio sigue ahí como un granadero esperando un relevo, asiste y aprueba el discurso del cura. Hace dos días que no duermo. Se supone que debería estar llorando, que es lo que se espera de uno en estos momentos, pero no, no me sale. El olor de las flores y el calor del encierro me marean, dejo el bullicio de los llantos y rezos atrás, camino. Si no fuera por la circunstancia, diría que no está mal el lugar, mucho verde, silencio. Un jardín de paz, el eslogan es bueno, no voy a negarlo. Parece el bosque de Arrayanes en primavera, no a decir verdad se parece al que tengo tatuado en mi brazo y quedó sin terminar.
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2. MARTÍN Cuando lo conocí pensé que sería una noche de amor y listo, pero fue un amor de verano, otoño e invierno. Fue Mar del Plata, Córdoba, El Bolsón, Tilcara, El Bosque de Arrayanes. Fue ver a Racing campeón después de treinta y cinco años, fueron los años más intensos y más románticos de mi vida. Pienso que los de él no. El era todo el rocanrol que a mi vida de Manzanero le faltaba. Pero no pude mantener ni seguir su ritmo, me baje cuando él no supo manejar la ambivalencia de rivo y whisky barato. Por más que quise no supe ayudarlo y tal vez mi compañía se volvia nociva, nunca más lo volví a ver, me aguante las ganas de mandarle una solicitud de amistad. Me enteré de que ganó varios concursos literarios y adquirió cierto prestigio. Pase muchas veces por la pensión donde vivimos. Ya no está, la derrumbaron, hicieron un shopping. Hoy ya no pienso en él, pero salió en todas las noticias su trágica muerte. Algunos dicen crimen pasional. Lo único pasional fue su vida. La enfermera me apaga la tele y me avisa que llegó mi hija y su madre, me trae unas medialunas, las del abuelo, mis favoritas, las que comíamos con Martín en la pensión.
1. Especie arbórea de la familia de las mirtáceas. Los colonizadores españoles lo llamaron “arrayán” por la semejanza de sus flores con las del arrayán europeo.
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DANIEL
JAURI
Escribe relatos, retomando un gusto hasta hace poco tiempo postergado.
TUTUCA Sandra despierta antes de que suene el despertador y se sienta en la cama, se abraza a sus piernas recogidas y tapadas por la sábana blanca. Darío duerme pesadamente destapado dándole la espalda. Ella lo mira con su cabeza apoyada sobre las rodillas y lo vuelve a elegir. Es el último viaje que hago. Él se lo había asegurado como otras veces, pero ahora ella intuye que es cierto. La mirada de Darío se lo transmitió, mezcla de enamorado y de quien descubre que debe dedicarse a lo que importa. Y también lo cree. Después de una crisis, resultado del cada vez más escaso diálogo y suposiciones sin fundamentos de infidelidades de los dos, parece que la relación está volviendo a tener esa frescura de hace años, como cuando se enamoraron en la secundaria. En un rato, él va a despertar y preparará el bolso para el viaje a Comodoro, donde estará cuatro días supervisando los avances de las perforaciones. Nunca quiso que ella preparara su equipaje, tal vez para ahorrarle la molestia, o por costumbre. Suena el despertador. Darío da media vuelta en la cama y sonríe a la mujer con los ojos apenas abiertos tratando de acostumbrarse a esa mínima claridad del cuarto.
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“El último viaje…”, piensa Darío y aparece la idea de no ir, de avisar que lo pospone de nuevo una semana. En el trabajo le da el cuero para argumentar otra excusa. Son años haciendo buena letra. Comenzó como un joven profesional y ahora está a cargo de una de las zonas de exploración que tiene en el país esa multinacional petrolera. Pero rápidamente descarta la idea de posponerlo porque ya pidió el traslado de área, entonces mejor hacer de una vez este último viaje. Mira a Sandra y la acaricia suave en la cadera. Ella le devuelve la mirada y le dedica una sonrisa, con su cara apoyada todavía en sus dos torres amarradas con los brazos. Son esos segundos eternos de miradas intensas. Sandra acerca su cuerpo hacía Darío mientras se va recostando. Estira sus brazos y sus manos buscan el cuerpo del hombre. Él la recibe y la atrae pasando su brazo entre la cama y la cintura. Los preparativos del viaje pueden esperar. —Todavía te falta terminar de hacer el bolso y en un rato hay que salir para Aeroparque. ¿Te ayudo? —Sandra habla desde el baño. —No, no. Ya casi termino. Son dos minutos y listo. ¿Dónde se metió Tutuca? ¿Lo viste? —Darío mira por el ventanal hacia el fondo de la casa. —No, hoy no escorchó para nada. Estará en el patio o en el fondo. Dale, Darío, terminá con el bolso que se hace tarde y dejá al perro que haga su vida. —Me extraña no verlo —Darío sigue sin divisar al animal. Después de unos segundos deja de mirar y camina hacia el cuarto. —Voy a terminar con el bolso.
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En el cuarto empieza a elegir alguna ropa más, el neceser con las cosas del aseo, calzado. De pronto escucha un ruido de debajo de la cama. Se agacha y ve a Tutuca que le mueve la cola lejos del alcance de la mano. —Ey, Tutuca. ¿Qué hacés ahí?. Vení, pttss! El perro se acurruca y mueve la cola mientras emite un quejido. —Dale, che… Tomá, vení. El perro lo mira con ojos tristones y sigue moviendo la cola a intervalos. El lloriqueo se escucha casi imperceptible. Insiste un poco más para que Tutuca salga, pero no lo logra. Darío desiste porque se hace tarde, cierra el bolso y sale de la pieza para la cocina. A la pasada hace un comentario sobre el perro a Sandra. Ella lo va a ver debajo de la cama. Darío, parado en la cocina, toma un café que preparó la mujer. —No tiene nada. Ya salió y se fue al patio. Estará mimoso y capaz tampoco quiere que te vayas. —Qué raro. Nunca hizo eso. —acota Darío. Termina el café, lava la taza, la deja en el escurridor y apura el paso hasta la puerta donde ya está Sandra con las llaves del auto en la mano. Salen los dos charlando planes y cierran con llave la puerta de calle. Después de unos segundos se escuchan las llaves en la cerradura, se abre la puerta y entra a los trancazos Darío. Va hasta el sofá del living y agarra el bolso de viaje que había dejado ahí. Los días de distancia fueron más llevaderos con las videollamadas en las que planes, risas y muestras de sentimiento hacían más deseado el regreso. Es la madrugada del quinto día, el del regreso de Darío. Sandra
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despierta antes de que suene el despertador, estira la mano para acariciar a Tutuca que duerme al lado de la cama tristón desde la partida de Darío. La mujer se sienta relajada en la cama. Recoge las piernas y las rodea con sus brazos. En un rato debe salir para Aeroparque donde esperará a su compañero. Apoya la cabeza en sus rodillas mirando para el lado vacío de la cama. Razona que todos sus fantasmas salieron de su imaginación, que casi todo habla de un futuro que todavía se puede escribir. Suena el despertador y el sonido la hace ponerse en actividad. Se sienta al borde de la cama y con el píe acaricia a Tutuca que la mira con las orejas caídas. Se incorpora y camina hacia el baño. El piloto conoce los cuidados que debe tener con ese tipo de tormenta de altura que se interpone en el trayecto. Es muy grande para rodearla así que decide afrontarla por debajo haciendo descender la nave en un ángulo ligero a cierta velocidad y una vez que llegue al punto justo volver a buscar altura a toda potencia. Sandra sale del baño y en lugar de ir a hacia la cocina a preparar café instintivamente vuelve al cuarto donde está todavía echado el perro. La mujer se sienta en el borde de la cama y mira el lugar de Darío, vacío, con las sábanas sin arrugas. Tutuca se levanta y coloca su cabeza en el regazo de Sandra. Definitivamente, ella lo percibe extraño. Distinto. Agarra el control remoto que está en la mesa de luz, acaricia la cabeza del perro y pone un rato el noticiero hasta que se haga la hora.
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MARIANA PERATA
Ama las plantas, los libros con muchos dibujitos y los proyectos colectivos.
ANTÍPODAS 1. NESQUIK A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Haruki Murakami “No te alejes del sitio donde ardías” María Negroni
El sol del otoño entra por la ventanita de la cocina. Vivir en un décimo piso te regala esas cosas, correr el vidrio y dejar que el sol te dé en plena cara. La brisa pasea y vos te cebas unos mates mientras miras a Martín que juega en el living-dormitorio. Al final lo hacés bastante bien, criar sola a un nene no es cosa fácil, pero lo haces bien de verdad. Vos podés. Vos podés todo. Te gustan estos domingos en los que no tenés que salir del departamento para nada. Levantarte tarde y encontrar al nene jugando, darte
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una ducha, ponerte la bata para no sacártela hasta la hora de dormir. Tus almuerzos son livianos, la música zen llena los espacios y vos vibrás, transmitís paz, sos una con el cosmos. A Martín le encanta la leche chocolatada, a veces hay que transar con el sistema. Sacás la leche de la heladera, el chocolate, la cucharita y acomodás todo en la mesita ratona al lado del buda. Suena el celular, vas a buscarlo a la cocina, qué luz, qué tarde. Al nene le pica el bagre, la verdura se digiere rapidito, y como vos no volvés suelta el juguete Montessori y agarra una cucharita bien cargada de Nesquik. La primera la deglute bien. Mezclada con la saliva que tiene en la boca se hace una pasta dulce, una especie de bola de azúcar que se va achicando con el contacto de la lengua. La segunda cucharada se complica. La cavidad seca no puede humedecer el elemento y una bocanada de aire lleva al polvo directo a la garganta. La respiración se corta. La ventana del departamento de enfrente también está abierta. Se escucha a Nina Simone al taco, qué mina, qué voz, qué bueno tener vecines así. Ves el cuerpo de Sasha bailando. Libres, nacimos libres, bailar, sacarse la bata y bailar desnudas en un rayo de luz que nos alcanza. El tema de Nina se corta de golpe y un sonido extraño llega desde el living. Un sonido que asusta. Lenta, pero segura, la tensión llega. Te asalta el cuello, después los hombros los brazos y en solo unos segundos llega hasta las piernas. Temblás bañada en sudor. Sobre tu cabeza ves el techo dando vueltas. A tientas, con las manos apoyadas en unos azulejitos vintage, apenas en pie, dejas la luz, te chupa, el infierno.
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2. INVISIBLE
A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. La tormenta jamás te atrapará. Como una danza que fluye, antes del amanecer, estarás siempre donde ella no pueda alcanzarte. (Reescritura del texto de Murakami) Auguri e figli maschi Dicho popular italiano
—Hembra —dijeron y lloraron. Despertaron al dolor tantos años guardado. Invocaron al primogénito que no fue. Sentenciaron: —Lo pagarás. Y tú, con tu inocencia, deseaste esos senos cálidos en vano. No entendiste, al comienzo, la tragedia. Fue como si ese día dos caminos se separaran, el de la profecía familiar y el tuyo. Pequeñita, a pesar del espanto, dirigiste tus ojos hacia el sol e inhalaste el vuelo de los pájaros. El macho no se hizo esperar, urgía solucionar el incordio. Ese día sí que hubo fiesta. ¿Quién recuerda a esta otra criatura? No desesperes, la historia se construye, el árbol se desea. Desde entonces ocupaste el lugar de la profecía en el imaginario de lxs otrxs. Tú, la que habías llegado a destiempo, la carga, la incompleta, aprendiste a ocultarte de los ojos de las bestias para vivir
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sin límites en esa casa estrecha hasta el agobio. Quizás tu fortuna radicó en que esxs otrxs no eran capaces, ni inteligentes, ni aptxs para el amor o la misericordia y al comprender que el enemigo no estaba a la altura de la contienda solo te restó esperar para ganar la guerra. Lo cierto es que un día hubo un accidente, o un incendio, o una garrafa que explotó de noche en la casa de campo. Depende de quién relate la historia. Parece que solo sobrevivió la niña, la tonta, la fantasma; esa que para lxs demás sigue siendo, aún hoy y para tu fortuna, invisible.
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HORACIO
FDEZ.
Escribe cuentos y novelas. Desde el año 2017, coordinador del taller de Escritura de La Calabaza Productora Cultural.
LINTERNA VERDE Es triste cuando uno siente el deseo de pertenecer a, y, una vez que está adentro de, se ve a sí mismo como un idiota deslumbrado por espejitos de colores. Me endeudé para comprar una moto digna y sumarme a la Cofradía de Motoqueros Audaces. Las expectativas de los primeros encuentros en el parque devinieron en desilusión. Afloraron egos, miserias humanas, escalas de valores no compartidas. Ahí se habla todo el tiempo en clave de M: motos, metal, morfi, minas. Acquaman da detalles de su último levante. Cyborg se jacta de los sesentipico caballos de fuerza de la Harley. Flash describe los secretos del buen asador y apenas lo escucho, porque Iorio hace estallar su almadébil desde un parlante. No estoy a gusto; sin embargo, estoy, como el peregrino que sigue en la procesión después de que la fe lo ha abandonado. El primer palo me lo dí yendo a uno de esos encuentros. El lomo de burro me catapultó al cielo, como al hombre bala del circo. Nada grave, algún moretón, un jean destripado, una llanta destruida. Esta juntada en el parque va a ser la última. Acabo de decidirlo diez minutos después de llegar. Busco mi Kawa y entre los ruidos de la acelerada alguien lanza una pregunta
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que no tendrá respuesta. ¿Te vas, Linterna Verde? A poco de arrancar cruzo a un cofrade que llega tarde. Sospecho un saludo, pero la polvareda de las callecitas del parque hace imposible adivinar quién anda detrás del bramido del escape, de las nubes de polvo, de las armaduras de cascos y guantes y camperas negras. En el último tramo del camino me doy el segundo palo. Patino en un charco y choco de refilón contra un sauce. Otra desgracia con suerte: cinco puntos en el antebrazo. La Kawa, intacta. Ahora, Madre mete presión para que vaya a ver al viejo Vilches. El viejo vive a dos cuadras y apenas puede mantenerse parado. Habla del futuro y de la suerte, sin discriminar entre buena y mala. Sobre el labio superior tiene un lunar con pelos que parecen vello púbico. Mi mano queda atrapada entre las suyas. Son manos que delatan un pasado más arduo y más honesto que la quiromancia. Mi mano es una papa caliente. Vilches la suelta y esquiva mi mirada. —Nada. Es como un libro en blanco. Saco un billete y lo rechaza. Mi primera lectura es que se trata de una demostración de decencia. Como el técnico de computadoras que perdió horas desmontando disco duro y placa madre, descubre que no es capaz de repararla y en un rapto de honestidad decide no cobrar. La actitud esquiva del viejo fue tan fugaz que ya la olvidé. Algo hay en la simultaneidad de dos actos aparentemente inconexos: rechazar el billete y evitar mi mirada. Algo que no llego a comprender. Tengo una teoría al respecto. Dicen que cuando uno anda en dos ruedas, con el viento en contra, la mente se despeja. Pero
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el casco pudre las ideas. Como una manzana que se honguea en soledad dentro de una bolsa de nailon. Una semana después iba a comprender todo. Convaleciente en una cama de hospital, dos neuronas harán conexión dentro del marote. Madre va y viene con la mano sobre el yeso con una ternura que le desconozco. Debe ser como acariciar un cielorraso. Dice obviedades queribles, como que en la moto la carrocería es uno. Dice que con los años vamos perdiendo la sensación de que somos inmortales. Dice que de la existencia de la inmortalidad nos convencen el fuego avasallante de la juventud y los cuentos fantásticos; y que la artrosis, los pólipos y la demencia senil van develando de a poco la mentira. Madre ya no es Madre. Mi tercer accidente al hilo, las operaciones de intestino y el ano contra natura terminaron por ablandarla del todo. Tuviste suerte, dice el médico. Llama suerte a que solo tenga que lamentar la fractura expuesta de tibia y peroné, rotura de clavícula y algunos moretones. Después de salir volando por el aire con moto y todo podrías haberte convertido en vegetal, dice, y yo no ando con ganas de rebatir pelotudeces. El tedio de los días de internación me hace pensar demasiado. Entre otras cosas, pienso que no es posible que mi mano sea un libro en blanco. Vilches algo sabe. Vilches va a hablar, por las buenas o por las malas. Ahora es sábado por la tarde. Me acaban de dar el alta. Vilches no atiende los fines de semana. Estoy dispuesto a tirar la puerta abajo si fuese necesario. No es necesario. Se oye una voz débil: pegue la vuelta por el
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costado. El viejo está sentado bajo el parral. No sé quién lo puso ahí ni cómo hará para levantarse. Tiene el mismo lunar pero más grande y más peludo, las mismas manos pero más ajadas. Insiste en que solo ve una hoja en blanco, un guante de látex en el que cada pliegue se desdibuja hasta desaparecer. Lo agarro del cogote y le digo que si no habla va a ser peor. Tiembla. Dice que algo hay, aunque no es capaz de descifrarlo. Me pregunta si tengo para anotar. Me dicta un nombre: profesor Sulaimán. Y una dirección en una ciudad que lleva el nombre de un héroe de la campaña al desierto. El revisionismo histórico dice que los indios hicieron justicia por mano propia y se lo morfaron. La historiografía liberal lo convirtió en mártir, en estatua, en pueblo. Teniente Basalduaga, supongamos. Dos horas de viaje. No es que me sienta inmortal, pero un vuelo sin red sobre el asfalto no me amedrenta. Cuando el seguro del patrullero que me llevó puesto se digne a pagar los daños voy a comprar una moto usada y barata. Una de esas que serían un obstáculo para presentarme en la Cofradía ante tipos como Cyborg. En un mes todo vuelve a ser como antes. Corrijo: casi como antes. La moto más modesta, la renguera menos evidente. En Teniente Basalduaga se vive con la flaccidez de tiempos idos. El pueblo es una postal sepia que aparece en algún pliegue de nuestros recuerdos. Aseguro la moto con la linga a un poste de luz. El mozo que espera en la puerta del restaurante del Palace Hotel dice que es cosa de porteños, que ahí nadie anda pensando en robos. Le pregunto por las rejas de la casa de enfrente. La excepción que confirma la regla, se justifica el mozo. Le pido un sánguche de lomo
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y una copa de tinto de la casa. Raro, dice. Ahora todos quieren un paty y una birra. Todavía es temprano para que llegue la turba hambrienta, por eso al hombre de moño y camisa blanca le sobra tiempo. Llevo “casualmente” la conversación hacia el profesor Sulaimán. El hombre apoya la bandeja en la mesa, hace una reverencia y cuenta. El Palace Hotel se estaba por fundir. Ahora que la fama del profesor atraviesa fronteras tiene todas sus habitaciones reservadas. Las combis hacen fortunas con el Tour de la Sanación. El mozo cree que si no tengo turno no me va a atender. Termino la comida a las apuradas, dejo una propina generosa que hubiera ameritado un gesto de gratitud y parto hacia la dirección que me hizo anotar Vilches. Es a unas cuadras, sobre la ruta. El profesor Sulaimán tiene una chapa de bronce en la puerta: Quiromante y sanador. Tiene secretaria y sala de espera. La secretaria se llama Cari. Es antipática y hermosa. La envuelve un aire de belleza distante. Cari tiene una pollera corta, y como está sentada parece más corta todavía. Después de deshacerme en ruegos consigo que hable con el profesor, que está en un buen día y se resigna a darme el último sobreturno. Le pregunto a Cari si tiene algún compromiso. Tal vez podamos compartir una cena, esta misma noche. Ella habla del novio, un muchacho que lleva el nombre que cualquier astro de fútbol podría ponerle a sus hijos. Thiago, o algo así. Doy unas vueltas para matar el tiempo. La tarde de pueblo fláccido no tiene mucho más que ofrecer que lugares comunes. La plaza con la estatua de Basalduaga rodeada por el Banco Nación, la iglesia, la municipalidad, el Club del Progreso. Ahí nomás, la oficina de Correo. Casas cuidadas de estilo colonial y de opulencia venida a menos. Una
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cuadra más allá, el Palace Hotel anuncia su razón social en destellos de neón que mueren devorados por el sol de la tarde. Otras tres cuadras, aparecen dos aros de básquet y una alisada de concreto; unas casitas bajas, de humildad inversamente proporcional a la cercanía a la plaza. Después, potreros con arcos de fútbol desvencijados, campo, ruta, soja. Ahí nace la verdadera opulencia, la de los cascos de estancia, las cuatro por cuatro y los agrotóxicos. Apenas promedia la tarde y he visto todo lo que Teniente Basalduaga tiene para ofrecer a sus visitantes. Llego al consultorio una hora antes de lo pactado. Así lo llama la secretaria, consultorio, una palabra que hace ruido. La sala de espera explota de gente. Espero esa hora y otras dos más, hasta que Cari dice que el profesor Sulaimán me espera. Le cuento quién me mandó hasta ahí, pero no recuerda a ningún Vilches. Mira cada línea de mi mano con minuciosidad. —El problema es la línea de la vida. Es ésta, la que sale desde el índice y rodea al pulgar hasta la muñeca. Sulaimán ve dos cosas. Ve moto y ve muerte. No puede precisar mucho más que eso. Muerte, moto. No digo nada del accidente con el patrullero ni de los anteriores. Moto. Muerte. Sí le explico que tengo por delante dos horas de viaje. En moto. Se agarra la cabeza. Dice que ni se me ocurra volver de noche. Que me fije si en el Palace aunque sea pueden tirar un catre en el pasillo hasta que amanezca. Después dobla la apuesta. Que me olvide de la moto, dice. Para siempre. Que la permute por un 147 modelo 85. Que la entre al patio del consultorio y que vuelva en tren, y que al día siguiente la lleve con un flete. Sulaimán se transforma. Es un desquiciado que imagina centauros modernos paridos por Lucifer. Diablos en lugar de torsos
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humanos. Gileras en lugar de caballos. Dice que mi vida depende de lo que decida esta noche. Me saluda con lástima y le da instrucciones a Cari. La sala de espera está vacía. El bien más preciado que tengo en este mundo queda bajo la galería estilo colonial de una casa de un pueblo perdido del interior. Desencadeno la moto, Cari abre una puerta lateral. Thiago la espera en la vereda, tal vez para una cena de a dos. Parece un pibe atento. —Tenés que cruzar la ruta, agarrás la calle principal hasta el correo. Cinco cuadras a la derecha está la estación de tren. El último del día sale en dos horas. Al lado del consultorio hay un Panchos 10 pero con otro nombre. Entro para engañar al estómago hasta la vuelta a casa. Con la panza llena, empiezo el camino que me indicó el novio de Cari. Mañana será otro... En qué andaría pensando Linterna Verde, o como se haya llamado. En pasarse de dos ruedas a cuatro, en cuanto pueda juntar unos mangos. En el costo del flete, en los pólipos de la vieja y en la bolsita de la colostomía y en la demencia senil y en la incidencia de los genes. En poner la moto en mercadolibre, en la cena con Cari que no fue, en las piernas de Cari, en el novio de Cari, en la Harley Davidson que nunca tuvo y que justo ahí, mientras cruza la ruta, comprende en un nanosegundo que nunca va a tener. Una Harley como la del hijo del intendente, que anda tirando Willys con la vista clavada en las tres mil revoluciones por minuto que marca el tacómetro digital. Total, quién va a andar cruzando la ruta a pie a esas horas.
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MAXI
ROBERTO
Estudiante de Comunicacion en UNQ. Radialista, productor y columnista. Escribe crónicas culturales. Conurbanero, berazateguense y peronista.
SALA DE ESPERA Atravieso una de esas puertas dobles, tipo vaivén con ventanas redondas, bien típicas de hospital, y por el pasillo veo puertas blancas. No recordaba que el pasillo tenía forma de ele y que luego de la esquina en que gira hacia la derecha están la sala de espera y la recepción. Son horrorosas las salas de espera. En cualquier ámbito, eh, pero en el ámbito de la salud más aún. Apenas estas en una entendés por qué “la gente” en ciertas ocasiones recurre a las manos de hechiceros y curanderas. Nadie quiere lidiar con esto. Cabe resaltar que los sitios donde “atienden” estos matasanos tampoco son un palacete victoriano ni mucho menos, gallinas, pisos de tierra, olor a algo que hierve constantemente, imágenes de santos, figuras, mugre. Gente que parece salida de un cuento de terror. Viejas arrugadas, encorvadas, sin dientes, que hablan en un lenguaje siniestro, como para adentro, como escondiendo algo. En el barrio dicen que los Umbanda son peligrosos. Hacen rituales, bailan, cantan, incorporan deidades de habla portuguesa. Posta dan un poco de miedo. De todos modos, apuesto a que si a esa piba de ahí le dan a elegir entre esto y aquello seguro optaría por esta sala blanca y silenciosa.
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Mirala. Pobre. Me parte, me parte. Mira esa carita, por dios. Los labios secos, los ojos desorbitados. La piel no puede más de pálida, y eso que es bastante morocha, con rasgos bien norteños, hermosa. No sabe qué hacer. Nadie sabría. Aparte, las salas de espera no están preparadas para que la gente espere. Es más, hasta deberían cambiarle el nombre o la forma de llamarla. Sala de espera. ¿espera de qué? ¿De lo inevitable? ¿De la muerte? O sea que ahora para esperar la muerte hay que entrar en una sala fría, aburrida, olorosa. En este estado hasta yo puedo llegar a sentir su pesadez, su aire asfixiante. Deberíamos ponernos serios y cambiarle el nombre. Repito, mirala a esa pobre piba ahí abandonada a sus demonios, sola. Imaginate si fuese tu hija, tu hermana, tu amiga. ¿Sabés las cosas que le deben estar pasando por la cabeza a esta mina? ¿La culpa que debe tener? Volviendo, ¿nadie piensa en la angustia que sufren los que esperan? Seguro todos van a decir que sí, que se piensa y que por eso pintan todo de blanco, ponen flores de plástico, limpian de vez en cuando y recargan la máquina de café de calidad dudosa. Me gustaría poder reír irónicamente, pero no puedo, no me sale. Perdí la empatía. ¿Esta sala me hizo perder la empatía? No puede ser, si cuando miro a esta mujer derrumbada, hecha escombros me recorre por, por acá, no sé, un escalofrío o algo. Lo digo porque hace horas que debe estar así, en la misma posición, inerte, rígida. Casi espectral. Yo llegué a escuchar, mientras iba pasillo arriba y justo antes de doblar a la izquierda, que la vieja mala onda que nos recibió le dijo que en media hora iba a poder pasar. En este estado
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nebuloso en que me encuentro es medio difícil calcular la hora, pero ya pasó más del tiempo que le dijo la recepcionista. Calculo que alguien ya habrá venido a hablar con ella y a explicarle. Por eso debe estar así. No solo estará shoqueada, tampoco debe saber dónde ir. Con quién ir. ¿Con quién iría yo? ¿Con mi viejo? Si apenas nos conocemos. Nunca se habrán visto. ¿Con mi vieja? No creo que sirva de mucho. Si entrara mi viejo por esa puerta no sabría quién es, y si entrase mi vieja me vería solo a mí, creo. ¿Creo? Ni siquiera sé por qué le conté lo del atraso. Ni porque me deje llevar a esa curandera de su barrio. Pero ahí estás. Esperando. Que ganas de darte un abrazo.
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MARINA
VITAGLIANO
Profesora de Música, nacida el día de la Autonomía berazateguense.
LA LIBRETA DE MONTES Montes mira el reloj, cuando dan las dieciséis se cumplen los ocho meses de lectura. La avidez por comprender los pensamientos complejos de ciertos autores lo había llevado por la ruta de la investigación. Consultó con Horacio Oddone —tampoco era este hombre un sabio, aunque sí un experimentado científico— varias ideas que encontró en esos libros. El último mes se habían reunido ocho veces, y por fin supo que había comprendido La Verdad. No era sencillo para él, nunca se había involucrado en conceptos filosóficos tan profundos, no había tenido la posibilidad de acercarse a la materia durante su paso por la escuela secundaria y menos aún durante la adultez, cuando su único logro fue transformarse en un rutinario empleado administrativo que trabajaba, durante largas horas, en uno de los más altos edificios de la ciudad. Semana a semana se convencía de que el conocimiento no provoca incertidumbre, sino, más bien, va arrancándole el sentido a la vida, como decía Giddens. Montes se había propuesto descubrir el mundo en su punto más ínfimo, develar el principio de todas las cosas, llegar a lo profundo del ser y cuando esto ocurra, si es que lo logra, contará con la
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manzana adulterada en el laboratorio de Oddone. Cronometraba con el reloj de su oficina cuatro horas exactas de lectura intensa, convencido de que llegaría a saberlo todo. Cada tarde al salir por la calle Viamonte ve a los niños pidiendo “algo para dar”, a la anciana durmiendo en la entrada del edificio con peligro de derrumbe, a la familia instalada en la galería de esos edificios iguales entre sí que desde otros tiempos se erigían en la calle Alem —Paseo Colón para Montes—. Observa cómo cientos de personas caminan a velocidad guiados por un hilo en la cabeza, igual al que une el recorrido de un tren, una detrás de otra, viendo solo el punto al cual se dirigen como el que aparece en el mapa de Google. Confía en que Oddone haya utilizado la cantidad suficiente de cianuro. En el reloj del bar de la esquina dan las diecinueve y treinta. Se detiene el colectivo frente a él. Cuenta con una hora y media más para transferir su teoría de La Verdad a la libreta azul antes de volver a conversar, y sobre todo a discutir, con Horacio Oddone. Sube al colectivo y se sienta en la escalera del fondo. Anota en la libreta pero el sueño lo vence. Se esfuerza para no cerrar los ojos. El sonido constante del motor y la atmósfera viciada son un desafío. Está cansado. Agotado mentalmente. No es a causa de su trabajo porque, desde que vislumbró La Verdad, dedicó la mitad de sus horas de oficina a leer a los grandes filósofos, que al igual que Montes, iban detrás de La verdad, siguiéndola de cerca. Horacio Oddone lo sorprende esa noche. Lo espera pasivo en su laboratorio, cosa que no era habitual. Lo escucha seriamente y casi no objeta ninguna de sus palabras. El silencio de Oddone significa mucho para él: Alan Montes entiende que no está equivocado. El recorrido de sus pensamientos fue certero. Su compromiso con La
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Verdad llegó al punto final de su historia. Sale de la casa de Oddone sabiendo que está en el camino correcto, que el agua decanta por las leyes de la física, que el mundo va en sentido único hacia el desastre, que no existe alternativa. En su casa lo espera la manzana intervenida por Oddone. Apenas traga la primera mordida siente volverse caliente cada inspiración. En el espejo del baño, mientras intenta desesperadamente beber agua para refrescar la tráquea, se ve la piel en tonos azulados. El agua cae desde la canilla —no tiene fuerzas para cerrarla—. La libreta se escapa de su mano, la nuca golpea contra el inodoro. Libreta y Montes se llevan La Verdad a otro infierno.
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CLAUDIO
SZAPIEL
Periodista, fotógrafo y artesano. Argentino y berazateguense. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.
DÍA DE LA PRIMAVERA El tipo apretaba los puños con una fuerza inconmensurable, se notaba la tensión en sus brazos, sus venas parecían explotar. No lloraba, no parecía triste. Estaba enojado, indignado, impaciente, esperando que todo esto termine para comenzar a actuar. Con India habían sido pareja por casi veinte años, se habían conocido en el primer día de facultad y ya nunca se separaron. Hasta hoy. Ella deberá quedarse allí, un par de metros bajo tierra, sola. Y él tendrá que volver a casa. Solo. Pancho se sentía a punto de estallar, con una fuerza incontenible, sin saber cómo canalizarla, pero a la vez estaba derrotado, sin poder levantar los brazos. Durmió. Casi una semana durmió. El timbre, llamadas telefónicas, golpes en la puerta, como si no los escuchara, solo durmió. Hasta que un sábado subió a la terraza a ver la luz del sol, regó las plantas que India tanto amaba, y se sentó en el piso. Y entonces llegó él, un colibrí verde oscuro con dos rayitas rojas en las alas, y se paró frente a sus ojos, a unos cincuenta centímetros, así, suspendido en el aire, como un helicóptero, mirándolo. Recién entonces reaccionó. Armó un bolso con dos o tres cosas, lo tiró adentro del auto y arrancó rumbo a La Cumbrecita. Allí fue que, en el verano pasa-
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do, una bruja loca dictaminó el destino de su querida India. Se le habían acercado casi de casualidad, como suelen pasar las cosas cuando uno está de vacaciones, y ella se ofreció a leerles el futuro. Francisco no quiso, India sonrió y accedió. No pasa nada, dijo, y se sentó. Pancho de bronca la llamaba bruja, pero la verdad es que era una mujer común con una pollera multicolor larga y aspecto de gitana, pero nada del todo raro. Lo cierto es que aquella tarde de verano, en una vereda de la peatonal, cambió sus vidas para siempre. Luego de leerle la mano y el iris del ojo, la señora se recostó en el respaldo de su silla y le preguntó: —¿Estás segura que querés saber lo que veo? Voy a ser muy precisa, y no siempre es lindo lo que tengo para contar. India abrió los ojos todo lo que podrían abrirse y lo miró a él, y ante la ausencia de consejo respondió un sí, dale. No fue lindo, son esas cosas que nadie quiere escuchar. —En poco menos de un año, más precisamente a fines de octubre, un auto va a terminar con tu vida. Silencio. —No tengo nada más que decir, lo lamento —dijo la mujer. No le dieron mucha importancia al tema, y a los pocos meses ya se habían olvidado de ello. Pero la fecha llegó y un Clío rojo levantó a India por el aire. Al piso ya cayó su cuerpo inerte. Se pasó el viaje pensando en cómo matar a la bruja. Si cortarle el cuello, un disparo al corazón, o quemarla como en la época de la inquisición. Al pueblo no se puede entrar en vehículo, no la podré atropellar, pensó.
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Estacionó en la entrada y caminó. Era domingo por la tarde, debería estar trabajando. Y ahí la vio, tendría que esperar hasta la noche, quizá mientras regresaba a su casa, pero no se aguantó. Se paró a un par de metros esperando a que terminara de atender a un muchacho y luego se acercó. —Hola, ¿se acuerda de mí? —No joven, hablo con muchísima gente, discúlpeme. —Bueno, no importa, quisiera que me lea el destino, ¿puede ser? Me han llegado buenas referencias de usted. Pancho se sentó y estiró la mano izquierda, al mismo tiempo que apretaba el puño derecho tratando de contenerse. Y si la muelo a piñas, pensó. Se contuvo. La mujer hizo su trabajo, y llegó la pregunta. —¿Está seguro de que desea saber lo que tengo para decirle? —Sí, claro, por favor. La dama, hoy vestida toda de negro, respiró hondo y le dijo: —En siete u ocho meses, promediando el invierno, morirás acuchillado en una pelea callejera. Francisco se quedó duro, pensando, con la mano extendida. Se le cruzaron mil pensamientos por la cabeza, todos al mismo tiempo. El auto, India, el arma que llevaba en el bolsillo. Su propia muerte. Cerró con todas sus fuerzas la mano que seguía sobre la mesa y sus ojos casi largaron una lágrima. Se levantó intempestivamente, y corrió hacia el auto. Ya en Buenos Aires pasó un tiempo sin salir de su casa, pero esta vez no durmió. Caminó, pensó, analizó, escribió, dibujó. Regó las plantas. Buscó al colibrí, le pegó a las paredes y siguió caminando, por todos los cuartos. Hasta que tomó una decisión. Yo no voy a
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morir así, voy a morir como y cuando yo quiera, se dijo a sí mismo. Vendió o regaló todas sus pertenencias, casa, muebles, auto, y se fue a vivir a una pensión en Constitución, con lo puesto. Ya en los primeros días de junio salía a la calle buscando situaciones en las que tuviera que dar su vida por el prójimo, como sacar a alguien de un incendio a costa de su vida. Al menos así quedaría como un héroe. Pero eso no sucedió. Y pasaba el tiempo. Se negaba a terminar su vida en esa predeterminada pelea callejera. Tuvo que tomar una decisión. Sacó una tapa de luz, la desarmó, miró al cielo y agarró con todas sus fuerzas los dos cables juntos. Acabó en el hospital con tres dedos menos. ¿Y si me tiro de la ventanita del obelisco con un aerosol en la mano y le hago una raya todo a lo largo? Quedaría en la historia. No, no va a salir, solo marcaré veinte centímetros y seré el hazmerreír de todo el mundo. Aunque ese sentimiento de volar debe estar bueno, pero no, no. Algo tengo que hacer, ya es diez de agosto, casi que vivo de regalo. Cambio de planes, ¿y si no salgo a la calle hasta la primavera? Esa es buena, pensó. Luego de una semana de vivir gracias al delivery, conoció a Cathy, una venezolana que vivía en el departamento de enfrente con su hijita de cinco años. Todo comenzó como una relación comercial, él le pagaba para que le trajera los productos del súper, el diario y alguna que otra cosa más. Estaba decidido a no salir hasta que terminara este maldito invierno. Una noche escuchó gritos y se asomó a la ventana, le pareció reconocer la voz de Cathy. Estaba discutiendo con unos muchachos. El corazón le empezó a palpitar, no sabía qué hacer, fue y vino de la puerta a la ventana varias veces. Se puso a gritar que llamaría a la policía. El lío seguía. Bajó. Corrió los dos pisos de escaleras y salió a
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la calle. Cathy lloraba sentada en la vereda apoyada en un Renault 12 todo destartalado. Vio a los tipos doblar la esquina corriendo. La ayudó a levantarse y se apuraron a entrar. La relación fue mutando y empezaron a salir. Bah, salir salir, es una forma de decir, a estar en pareja digamos porque a la calle no salían nunca. Obvio le tuvo que contar su historia, Cathy entendió. Aunque bastaba con que no entres en ninguna pelea y esquives cualquier situación que la pudiera generar, le dijo de todos modos. Francisco le prometió que el 21 de septiembre festejarían los tres en algún parque de la ciudad. Y llegó el día. Había vencido el pronóstico de la bruja loca de La Cumbrecita. Tal vez nunca adivinó nada y lo de su mujer fue casualidad. En fin, pensó. Ahora debería retomar su vida y tratar de ser feliz de nuevo. Palermo, mediodía, mantita y sanguchitos, como si fueran adolescentes. Pibes por todos lados. Disfrutaba del sol, mucho tiempo sin que sus rayos toquen su piel, sin sentirlo en el cuerpo. Le estaba enseñando a Cathy cómo se prepara el fernet perfecto cuando escuchó el griterío. Dos grupitos de chicos se peleaban, se tiraban latas, botellas, era una marea humana que se movía y se acercaba. En un par de minutos se vieron rodeados. Él levantó a la niña y abrazó a la mujer, intentó protegerlas, las llevó a un costado junto a un árbol. Enseguida apareció una patrulla y en un parpadeo la gresca se disolvió. Aquí no ha pasado nada. Estaban yendo a ver si recuperaban alguna de sus cosas cuando la nena comenzó a tironearlo del brazo. —Pancho Pancho, tenés sangre.
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AILÍN RUSSO
Comunicadora reincidente agravada por el título. Exploradora de la cultura y la docencia. Escribe, hace contenido audiovisual y dice cosas en radio.
PLAN TÁCTICO Y ESTRATÉGICO Un estruendo volvió a apurarlos en el túnel, y el halo de luz cálida se desarmó hasta reagruparse en un soplido de aire sucio de tierra levantada. El primero en la fila se había detenido de golpe, y, detrás de él, los tres que lo seguían. El segundo arrastró las botas y chocó con el hombro del primero, que sostenía el farol. El tercero lo advirtió casi a tiempo y frenó con los pies contra el suelo desnudo. El cuarto, que venía de lejos, frenó en seco y miró la secuencia con amplitud. —¡Sigamos! — apuró este último. El primero reacomodó la marcha con el brazo de la luz delante de su cara, y el destello le iluminó las ojeras que evidenciaban noches de pésimo sueño. Decidió liderar la hazaña porque solía recordar a la perfección las indicaciones. Dijo, para convencerlos de que lo acompañaran, que la buena memoria era una de sus mayores virtudes. Cuando tomó la decisión de huir, el segundo, impulsivo, se acopló a sus planes; el tercero, desconfiado, calculó silenciosamente que era su mejor opción y aceptó; el cuarto, compañero, eligió ir último como guía, “como ojos en la espalda”, le confirmó al primero. El sobresalto había dejado un eco en aquel espacio reducido. La
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secuencia fue así: golpe, vibración, sonido, claridad y calma, como un diapasón. El director de esta orquesta, el que gozaba de buen oído, era sin duda el primero. El segundo estaría allí para envalentonarse ante una falla, el tercero se ocuparía de que su desempeño fuese preciso y que no alterase el de los demás y el cuarto observaría el espectáculo con prudencia. Después de varios compases, la marcha se detuvo nuevamente. Esta vez, en absoluto silencio. Pero no silencio de calma, sino silencio de terror. Ahí, como les había advertido su autoridad mayor, una que decidió quedarse en la superficie, llegaron a la bifurcación. Y aquí es donde las cosas se volvieron confusas. Frente a los cuatro, dos nuevos túneles. Que allá que acá acá acá allá absolutamente seguro uro uro estoy, ¿me oís?, ¿oís, oís? Falta para las puertas, no hay puertas puertas puertas, no hay, no hay. El primero, aturdido por el barullo, lanzó un grito que interrumpió el eco y el halo de luz volvió a temblar, pero menos que antes. En silencio, dio la vuelta sobre sí mismo para mirar a los otros tres y con la mano derecha cruzó por delante de su cuerpo para alumbrar la senda izquierda. Así siguieron otro poco, confiando en el primero. Es difícil calcular el tiempo bajo tierra, pero para los cuatro habían sido instantes más que considerables. Finalmente, llegaron a una gran puerta de hierro. El primero, apoyó el farol en el suelo para abrirla, y su sombra se proyectó enorme por los bordes de piedra irregular. Atrás, los tres a oscuras, esperaban el veredicto de aquel superhombre. La voz quebrada del primero confirmó la tragedia: —Era la otra.
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CINTIA
PERIZ
Periodista y profesora de inglés. Incursionó en la narración oral y la actuación. Escribe cuando necesita un texto que no existe.
A VECES, FIN Ayer llovieron amuletos de la mala suerte. Tan biónica
En general nos reuníamos en la casa de Leti. Todos vivíamos en La Favorita pero los viejos de Leti no estaban nunca, así que teníamos la casa para nosotros solos. Casi siempre viernes o sábado por la noche. La casa había sido flor de casa, ya en franca decadencia (a propósito, ¿por qué será costumbre anteponer el adjetivo franca al sustantivo decadencia?). Desde afuera tenía el aspecto de una torta de casamiento semicircular. Persianas siempre bajas. Dos pisos de ambientes muy grandes, bastante lúgubres, y un altillo espeluznante que era, por supuesto, el lugar elegido para las reuniones. Abajo una cocina con pilas y pilas de revistas que el padre de Leti juntaba no se sabe con qué fin y una jaula con un loro que despedía un olor bastante desagradable. Un living con muebles llenos de polvo e imitaciones más o menos buenas de cuadros renacentistas. Por una escalera de mármol se accedía al siguiente nivel en el que varias puertas, siempre cerradas, conducían a los dormitorios. Un tramo más de escalera, esta vez de madera reseca que rechinaba, y ahora sí, el altillo. A mí siempre me convocaban a última hora, cuando estaba — 63 —
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todo listo, todo preparado. No me molestaba. De hecho me gustaba hacerme rogar. Me tenían que insistir bastante para que apareciera. Cuando yo llegaba ya estaban sentados alrededor de la mesa ovalada. Adrián, entonado, quería poner música, contaba chistes verdes. Marga, tímida y apocada. Venía sin haber avisado nada en la casa. Se escapaba por la ventana de su cuarto con las zapatillas en la mano para no hacer ruido al pisar. Minutos antes de que cayera Javier los presentes adivinaban que estaba en camino. La moto lo anunciaba como las trompetas con las que los heraldos anuncian la inminente llegada del rey. De lo más trabajoso siempre se encargaba Leti. Tenía el sí fácil. Acomodaba las letras, de la A a la Z, formando una ronda. Además un cartelito con la palabra SÍ y otro con la palabra NO que simplificaban bastante las cosas. Y, lo primordial, el cartelito de salida. A veces escribía ADIÓS, a veces FIN. Daba lo mismo, cumplían la misma función. Era condición sine qua non pasar por la salida al terminar. Usábamos copas bastante comunes, de las de vino, de vidrio grueso, pesaditas. Había muchas en el altillo, en cajas. El padre de Leti era sereno en una fábrica y se las daban, decía. O se las traía. Después de conversar un rato, no muy largo porque las reuniones eran semanales, así que no había demasiado sobre lo que ponerse al día, comenzaba la sesión. Se encendían unas velas, se apagaba la luz, que de cualquier modo no alumbraba mucho más que las velas, se colocaba la copa boca abajo y cada uno apoyaba sobre la base de la copa el dedo índice que le resultara más cómodo según su ubicación. ¿Cuándo habíamos empezado a jugar ese juego? ¿Cuánto hacía que lo jugábamos? ¿Por qué lo jugábamos? ¿A quién se le había ocurrido la idea? ¿Por qué, desde un principio, cada vez que en — 64 —
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ese altillo se declamaba la invocación, aparecía yo? ¿Ellos sabían que siempre era yo el que se manifestaba? Me divertía el juego. Inventaba, mentía, me burlaba. Después de un tiempo supe de cada uno un poco más. Manipulaba sus interpretaciones. Me hacía pasar por gente que conocían. En algunas sesiones lograba que se descostillaran de risa, en otras que se pusieran nerviosos, que se asustaran, que se pelearan, que dudaran de sí mismos, que sospecharan de los demás. A esa altura me sentía parte del grupo. Era parte. Reconozco que pude haber tenido algo que ver. Esa noche estaba en canchero, en gracioso. Les llevaba las manos de acá para allá indicando letras ordenadas sin sentido. La estábamos pasando bien. No siempre era solemne. No siempre se trataba de develar grandes misterios. No siempre había ánimos de indagar en el pasado o en el futuro. Apenas pasó lo que pasó, tuve la certeza de que en realidad no tenía por qué cambiar nada. Pero en sus rostros adiviné el terror, el pánico, el desconcierto. Sus ojos desorbitados vislumbraban lo irreversible, lo inevitable. Se creían condenados a una pesadilla sin esperanza de despertar. Entiéndase bien: cuando digo que reconozco que pude haber tenido algo que ver me refiero a que esa noche por torpeza, por distracción, seguí de largo, salí de la ronda de letras, me caí de la mesa, la copa se rompió. Sin embargo, sabíamos que Adrián se la tomaba toda. Sabíamos que el padre de Marga la molía a palos. Sabíamos que tarde o temprano Javier se la iba a poner con la zanelita. Sabíamos que Leti era demasiado sensible para este mundo. ADIÓS. A veces, FIN.
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Epílogo calabacero
ESA MANÍA DE INSISTIR
Lo que se llama mundo es en realidad el lugar de diversos intermundos, de una maraña de planos. David Lapoujade
Otra vez la escritura y esas ganas de querer encontrarnos, de agitar movidas colectivas, de romper la quintita del YO, abrirse al afuera y salir al encuentro con lo otro, con lo extraño, con lo desconocido. Otras vez la escritura y esa manía de andar en la búsqueda de otras almas vagamundas, de crear puntos de conjunción, de contacto, de segundeo. Otra vez la escritura y esa pulsión vital de buscarnos en medio de la noche, esa necesidad de armar alianzas y amistades con las cuales producir otros modos del deseo. Otra vez la escritura y esa insistencia que nos pone en movimiento, que nos junta, que nos convoca a fugar de nosotres
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y a volver a nosotres. Doble movimiento: huida y reencuentro. Reconocerse une hecho de otres. Una necesidad, es decir una multiplicidad singular de líneas moleculares humanas y no humanas. Escribir y escribirnos. Hacer máquina y armar un plano de consistencia donde puedan desplegarse las múltiples formas que nos habitan; dibujar un territorio de afectos comunes, armar otro mapa de sensibilidades. Escribir y convocar espíritus (del pasado y del futuro) a un gran banquete de imágenes y palabras. Entrar en diálogo con otras fuerzas, con otros rostros, otras corporalidades. Escribir. Intensificar las fantasías. Hacer nacer el mundo, otra vez, en cada trazo, en cada cuento que inventamos. Nacer de nuevo con ese mundo naciente. Escribir y tejer un espacio común. Ser planeta de otras vidas. Armar un ecosistema para las criaturas de nuestra imaginación. Escribir, escribir, escribir. Otra vez la escritura como resistencia, como forma de nombrar nuestras insistencias y como ese pequeño lugar donde reinventar, una y otra vez, nuestros modos de existencia. Augusto Campos La Calabaza
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AGRADECIMIENTOS
A lxs integrantes del taller. Aunque hacer nombres no suene aconsejable, demos por lícita una excepción. Claudio, Emanuel y Ayelén participan desde antes del alcohol en gel y de los barbijos, y en épocas de pandemia siguen a nuestro lado. En 2020 y 2021 se sumaron compañeras y compañeros valiosísimos que han enriquecido las charlas de cada lunes con cuentos, análisis, deducciones sobre ese texto que parece inexpugnable y que finalmente cobra sentido. A lxs que fueron consecuentes con los años y la imposición de la virtualidad los alejó por un tiempo, y a quienes empezaron el taller y no pudieron seguir. A lxs que formaron parte de antologías anteriores. Cada año, nuestro libro fue el piso que nos fijamos para parir al año siguiente una edición un poquito mejor. — 69 —
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A quienes pasaron por algunos de los talleres de La Calabaza, a quienes han participado en eventos, charlas, encuentros, como espectadores, como expositores, como artistas. A los que un día subieron las escaleras de 148 y 10, a ver qué onda arriba, y volvieron. La subsistencia del espacio en estos tiempos únicos también es gracias a ellos. A quien tiene este libro en sus manos. Nuestro deseo es que lo lea con detenimiento. Y después que lo preste, lo regale, lo recomiende, lo pase a otras manos que a su vez lo pondrán en otras manos. Lo hicimos con todo el cuidado y la dedicación que nos fue posible, desde lo literario y desde lo estético. Detrás de cada relato asoman las ganas de contar, el deseo de que la literatura fluya y la apuesta por darle alas a la creación colectiva.
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