SEMANA MOVIDA
Taller de Escritura Nueva antología de cuentos 2022
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LA CALABAZA - NUEVA ANTOLOGÍA DIGITAL 2022
Siete días comeréis panes sin levadura; además, desde el primer día quitaréis toda levadura de vuestras casas; porque cualquiera que coma algo leudado desde el primer día hasta el séptimo, esa persona será cortada de Israel. Éxodo 12:15
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Prólogo UN DÍA, MUCHOS DÍAS
Entonces llegará la cena entre cinco y media y seis, y cuando a su vez la gente de fuera se disponga a cenar nosotros estaremos ya durmiendo, irremediablemente desplazados de lo que era nuestra lejanísima vida de una semana atrás.
Julio Cortázar, “Papeles inesperados” .
Dicen que los babilonios, que habitaban parte del territorio de lo que hoy conocemos como Irak, veían solo siete cuerpos celestes: el Sol, la Luna, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno. Dicen que la Creación le demandó a Dios siete días, incluido el merecido descanso.
Dicen que los viejos alquimistas conocían solo siete metales. Dicen que gente estudiada ha hecho encuestas. Que tomaron personas al azar y le dieron a elegir un número entre uno y mil. Y que el más elegido fue el siete.
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Dicen que, a diferencia de otras culturas, los días de la semana en hebreo no tienen nombres de dioses, ni de elementos, ni de planetas, Tienen por nombre números, a excepción del sábado, el Shabbat, el séptimo día.
Dicen que los egipcios eligieron la cabeza humana para representar el número siete, porque tiene siete orificios. Dicen que los libros sagrados del hinduísmo reconocen en el cuerpo humano siete centros de energía inconmensurable, a los que llamaron chakras.
Dicen que siete son las notas musicales. Dicen que los ciclos lunares son de siete días. La modernidad trajo consigo la semana laboral reducida.
Lunes a viernes. Años de lucha obrera acabaron por convencer al capital de que aun en el descanso es posible fomentar el consumo para seguir acumulando ganancias.
Algunos dicen que en una semana todo puede cambiar. Que las personas pueden pasar del amor al odio, de la desdicha a la alegría, de ser bendecidos por el azar a la desgracia. El desconocimiento sobre lo que vendrá los expone al vértigo. Hay quienes se estacionan en las antípodas de esa corriente. Parménides modernos, contemplan el correr de los minutos y de las horas como imágenes estancadas. Fotos inmutables que nunca viran al sepia. Un infierno de quietud en el que este lunes es igual al anterior, y al anterior del anterior.
Estos textos cuentan historias de un lado y del otro de la frontera. Es un trabajo experimental basado en una consigna más o menos amplia: veamos qué pasa en una semana.
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La materia prima con la que forjamos el destino de los personajes nace de nuestras vivencias, de las de quienes nos rodean. Nace de nuestras angustias y de los chispazos de felicidad que a veces nos rozan. Ideas, fantasías, ensoñaciones, pálpitos, ayudan a dar volumen a la argamasa. Después es cuestión de contar. Como en las viejas revistas infantiles, de marcar los puntos numerados para que la imaginación de quien une punto a punto forme la figura. Nunca mostrar la figura completa. Que la descubra el lector. Para que salgan cuentos como estos.
Horacio Fdez.1
1. Forma parte del espacio colectivo La Calabaza Productora Cultural. Asistió a talleres literarios en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la UBA con Alberto Laiseca y Darío Miranda, entre otros. También cursó con Cristina Feijoó y Ernesto Bavio. Editó “Cuentos a escala” (2014) y “Equilibrio inestable” (2017). Primer premio del Concurso Federal de Relatos (Mi nisterio de Cultura, 2015), entre otras distinciones en cuento, ensayo y novela en la Argentina y en el exterior.
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Cintia Periz Alejandra Dietz Elizabet Toledo Daniel Jauri Oriana Makara Horacio Fernández Marina Vitagliano Claudio Szapiel
15 25 31 39 55 61 71 81
Un silencio hueco se sentó entre nosotros Eclipse La fiesta de quince Mieles de luna Eterno retorno Casi como un dios Regalo de cumpleaños Luna de mielda
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Cintia Periz
Periodista y profesora de inglés. Incursionó en la actuación y la narración oral. Coautora del libro para las infancias “Acordeón Colorido”. Participó en las antologías 2021 y 2022 del Taller de Escritura de La Calabaza. Uno de sus relatos fue seleccionado en el marco de la convocatoria de Literatura Infantil “Abrir la puerta 2022”, de Ediber.
Un silencio hueco se sentó entre nosotros
Lunes. Llegamos. Abrimos puertas, ventanas y postigos. Que entre el sol. Que entre el aire. Hay que aprovechar ahora porque es verano y cuando anochece se llena de mosquitos. Que salgan los olores viejos. Que la casa se impregne con el nuestro. Dejo para el final las ventanas de mi cuarto. Le doy cuerda a la cajita. Empieza a sonar la melodía y la bailarina gira, gira y gira. Firme frente al ropero, me miro al espejo. Soy yo, estoy segura. Espero por si acaso. Confirmo que soy yo. Después abro el ropero y elijo un vestido. Hace mucho que no me pongo el blanco. No me dejan usarlo con frecuencia. Adoro los pisos de madera de la casa, suaves y lustrosos. Con el vestido blanco y descalza giro, giro y giro. Todos los lunes vuelvo a ser una bailarina. El vestido se infla como una campana de viento y las puntas de las trenzas me dan suaves golpes en el rostro por la inercia. Y giro y giro y pienso y canto qué lindos son los lunes. Empezar de cero. Una
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vida nueva. Una vida con aire y sol y pisos de madera. Y giro y giro y me detengo agitada frente al inmenso espejo de la puerta del ropero. Todavía soy yo. Con el vestido blanco y trenzas negras. Doy cuerda otra vez, hasta el final para que dure más. Mamá me advirtió que no hiciera tanta fuerza. No se tiene que romper, hay que cuidar todo. Me duele la panza por un instante. Tarareo, giro y giro y me detengo frente al espejo. Es la otra nena, me parece. Por momentos soy yo, por momentos la otra nena. Mamá también elige un vestido los lunes. De su habitación, que es la principal. Pero en ningún momento deja de usar delantal sobre el vestido. Se suelta el pelo. Se pinta un poco con un labial que lleva escondido en el corpiño. Está gastado y tiene que frotar la yema del meñique contra el fondo para rescatar un poco de rosa viejo. A veces se anima a ponerse un collar, o una pulsera. La espío cuando se mira al espejo y me pregunto si verá a la otra mujer. Baja y empieza a acomodar las cosas que papá va dejando en la cocina. Las trae en bolsas de arpillera. En una mesa auxiliar mamá apila y separa. No guarda en la alacena ni en los cajones. Eso no se puede. No podemos guardar ni sacar casi nada. Salvo los vestidos y algún accesorio. O elementos indispensables. Nunca nos pide ayuda, ni a mi hermano ni a mí. Todo el tiempo los cuatro estamos atentos al bebé. Si no es uno, es el otro, pero no lo perdemos de vista. Ya gatea y rápido. Toca y puede romper. Una vez, una sola vez, nos dimos cuenta de que no tenía el chupete justo cuando nos estábamos yendo. Tuvimos que revolver cielo y tierra. Mi hermano lo encontró debajo de la heladera. Fue un susto nada más. Recién para la nochecita podríamos decir que estamos
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acomodados. Que nos sentimos como en casa. Mi hermano insiste con poner un disco en esa máquina rara pero le dicen que no. Que son muy delicados los discos y la máquina. Papá lleva su radio. Escuchamos música o algún partido en el salón de los sillones. Hay una alfombra muy grande y oscura con dibujos de hojas secas y una mesa bajita en el centro. En ese salón los chicos no podemos comer ni bailar. Solo escuchar la radio o conversar. Adentro de la burbuja tibia de los lunes, mamá descansa un poco. Se queda descalza y apoya los pies sobre las piernas de papá. Papá le acaricia los tobillos con la mano en la que no tiene el vaso de vino. El vaso y el vino se los trajo también. No son de la casa.
Martes.
Los martes suelen caer visitas. Bueno, no es que caigan de improviso. Papá o mamá los invitan. En general los martes porque tiene que quedar tiempo para dejar todo como estaba después de que se vayan. Vienen familiares o amigos de confianza. A mi hermano no lo entusiasma la idea, así que se la pasa encerrado en su cuarto. Baja cuando lo llaman para almorzar y después desaparece entre los árboles. Supongo que va al río. Lo dejan agarrar un libro si indica con exactitud la ubicación de la que lo sacó para poder guardarlo en el mismo lugar. Su método consiste en acostar sobre el estante el libro que va antes y el libro que va después. No niego que se me haya cruzado por la cabeza poner esos libros de pie o acostar otros para confundirlo. Pero se ve que no soy mala. Él tampoco me molesta. Además, sería un desastre para todos. Le tengo que contar que la bailarina no gira.
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Lo pienso y me duele un poco la panza otra vez. A mí me gustan los martes. Me gustan casi todos los días en esta casa. Los jueves y viernes un poco menos. Me gustan las visitas, sobre todo si vienen chicos. Hay mucho espacio para correr y jugar y árboles fáciles de trepar y bichos que observar. Tenemos que jugar afuera, eso sí. Y comer afuera también, si el clima lo permite. En temporadas de viento y lluvia no viene gente. Y si la tormenta nos agarra con gente y desprevenidos, nos amontonamos en la cocina hasta que pasa. Solo la abuela conoce la casa más allá de la cocina, y entró dos veces nada más. Y el tío Rubén. Cuando viene el tío Rubén me pongo algo nerviosa. Primero se toma el vino barato de papá y después se quiere tomar el vino caro de la casa porque se le calienta el pico, dice. Se escabulle ante cualquier descuido de papá y baja a la bodega. Más de una vez lo pescamos con las manos en el cuello de una botella de vino francés estacionado. Por suerte ya tan borracho que ni siquiera era capaz de descorcharla. Después del asado y del mate y de que la gente se va en bote o en lancha, empieza la fajina, dice mamá, y se ata el pelo. Con los platos, vasos y cubiertos no hay problema porque son nuestros, y los invitados traen y se llevan los suyos. Pero la parrilla tiene que brillar, ni un poquito de ceniza. Papá mete las cenizas y las brasas apagadas en un balde de albañil y camina un buen trecho por el bosque hasta decidirse a tirarlas. Sabe que es más seguro arrojar todo al río pero le da no sé qué. Un martes de hace más o menos un año, desde la ventana del salón de los sillones, ya de noche, vimos a lo lejos unas lenguas de fuego que nos hacían burla. Papá se dio cuenta
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de que se levantaban en el lugar donde había descargado su balde de cenizas. Mamá se quedó con el bebé pero mi hermano y yo fuimos para ayudarlo. Era cerca del río, a unos metros nomás, y entre los tres apagamos bastante rápido el incendio, que no había sido para tanto. Al otro día tapamos la mancha negra con ramas de sauce y piedras.
Miércoles.
Papá se ocupa de lo que sea que le hayan encargado. Mamá le alcanza cosas, le ceba mate o le trae agua fresca. Y vigila al bebé. Papá está pintando de blanco la baranda torneada de la galería. Yo la veía igual de blanca antes de que empezara a pintarla. Me hamaco despacio en una hamaca improvisada que se cuelga los lunes y se descuelga los viernes. La soporta la rama reseca de una casuarina. No es un árbol de la zona. Reflexiono sobre la posibilidad de que la rama se quiebre, caiga sobre mí y me mate. Por las dudas apenas me muevo. Me impulso con los dedos de los pies, sin despegarlos de la tierra, adelante y atrás, adelante y atrás. Observo a papá, agazapado detrás de los barrotes de la baranda blanca, preso en la galería de una casa de ricos. Mi hermano sale por la puerta principal con un libro. Mamá se le acerca y le dice algo. Mi hermano se pone el libro entre las rodillas y se ata la remera en la cabeza a modo de turbante. A esa hora el sol es un castigo. Se va para el río, seguro. Dejo que se aleje un poco y lo sigo sin que me vea. Me voy escondiendo entre los álamos que custodian el sendero. Me imaginé que se iba a leer al sauce caído. Se cayó hace poco, después de una crecida. La tierra se ablandó demasiado y el viento terminó la tarea. Quedó
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recostado sobre la orilla del río. A la sombra. Me detuve bastante cerca como para poder ver y oír con facilidad, pero no tanto como para ser vista u oída. Supuse que mi aventura de detective se tornaría soberanamente aburrida en poco tiempo. Enseguida recordé que en realidad me había llevado hasta ahí la intención de contarle a mi hermano lo de la bailarina. Me dolió la panza. Agarré una piedra muy pequeña y la tiré al agua, cerca de los pies de mi hermano. Él miró para arriba. Habrá creído que era un fruto o una semilla. Volvió a concentrarse en el libro y arrojé otra piedra. Cerró el libro y se puso de pie sobre el tronco del sauce. ¿Quién anda ahí?, preguntó levantando una sola ceja. Se jactaba de poder levantar una sola ceja y se burlaba de mí porque no me salía. Reconozco que hacía unas muecas muy ridículas mientras lo intentaba. ¡Bi…chofeo!, chillé. La abuela nos decía, sin ningún argumento que pudiera considerarse firme, que el benteveo gritaba bi…chofeo. Mamá refutaba esa teoría. Sostenía que al pájaro lo llamaban benteveo porque era eso lo que decía: ben…teveo. Pero nos gustaba más la versión de la abuela, y nos era funcional. ¿Sos vos, nena? ¿Dónde estás? Me acerqué y nos sentamos los dos en el sauce, con los pies en el agua.
—Qué mugre tenés en los pies. Siempre descalza andás. Si llegás a pisar una rama de espinillo vas a ver.
—Me parece que rompí la bailarina.
Un silencio hueco se sentó entre nosotros, sobre el sauce. Y nos acompañó de regreso a la casa.
Papá seguía cumpliendo su condena de cárcel blanca. A mamá no la vi. Pero se sentía olor a pan. La bailarina estaba en el lugar de siempre. Apoyada sobre las puntas de sus pies, como yo en
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la hamaca. Con los brazos extendidos, uno hacia adelante, otro hacia un costado. La abuela me había mencionado el nombre de esa posición. Era algo en francés. El tutú con su vuelo impecable de porcelana. Mi hermano se acercó con la misma cautela con la que se acercaba al bebé dormido para tocarle la frente por la fiebre. Esperá. Primero lavate las manos. No dijo nada. Se fue y volvió. Tan silencioso y quieto se quedó al lado de la bailarina que me pareció que él también era de porcelana. Quiso girar la perilla para dar cuerda. Lo hizo con extrema suavidad. No se puede, murmuré. Te digo que la rompí. Me abrazó y nos pusimos a llorar en secreto.
Jueves.
Los jueves y los viernes parecen un solo día. Juernes. Se lo tengo que contar a mi hermano, se va a reír. Los jueves empiezan los preparativos y los viernes se terminan. Las mañanas de los jueves son tranquilas. Desayunamos los cinco en la galería, si está lindo. Si hace frío o llueve, en la cocina. A veces pongo al bebé en la hamaca y le enseño a agarrarse de las sogas. Él se agarra pero no mantiene el equilibrio cuando la hamaca se mueve. Mamá dice que le pesa mucho la cabeza y nos reímos. Más de una vez terminó en el piso, pero como hay pasto y a veces hojas secas ni siquiera llora. Cierto que la rama reseca puede matarnos en cualquier momento. Lo abrazo para bajarlo pero no quiere. Se agarra de las sogas con tanta fuerza que me hace pensar que por fin aprendió.
Mi hermano se fue a su cuarto después del desayuno. Anduvo silencioso y pensativo. Yo creo que ahora la panza nos duele a
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los dos. Mamá empieza a meter algunas cosas de la mesa auxiliar en las bolsas de arpillera. Todo lo que considera que ya no se va a usar. Me dice que me acuerde de darle el vestido blanco para lavar. Si no, no va a llegar a secarse para mañana. Subo para sacarme el vestido. Antes, me miro en el espejo. Está sucio. Veo a la otra nena pero no está enojada. No le importa que le ensucie los vestidos. Se me viene la melodía de la cajita a la cabeza y giro. Giramos. La otra nena y yo. El vestido sucio. El vestido limpio. Las trenzas negras. Los bucles dorados. Lalalalá lalá lalá. Lalalalá lalá lalá. Giro giro la campana de viento las trenzas en el aire giro tarareo giro en puntas de pie llenas de tierra giro miro giro busco giro no encuentro. Me detengo y me gira la cabeza. Pienso. Voy al cuarto de mi hermano. La puerta está entreabierta. La imagen se recorta en el espacio como una foto antigua. La foto de la espalda de mi hermano en la silla del escritorio. La lámpara encendida, bien cerca de su cara. La cabeza inclinada hacia abajo y a un costado. Mil veces lo observé en ese escritorio, leyendo, dibujando, escribiendo no sé qué. Jamás la cabeza tan cerca de la lámpara, en esa posición. Un científico abocado a una tarea minuciosa de la cual depende algo más que su puesto de trabajo. Doy dos pasos con mis pies de bailarina embarrada. Hay cosas pequeñitas de metal a la derecha. ¿Son pinzas? ¿Son tornillos? Apoyo mis manos sobre los hombros del científico loco. Apenas se inmuta. Ni siquiera se voltea para mirarme. Ya sabe quién soy y qué hago ahí. Todo el jueves se la pasa encerrado en su cuarto, en su laboratorio. En su taller de reparación de cajas musicales con bailarinas que no quieren dar más vueltas.
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Viernes.
Tuve un sueño horroroso y en la madrugada me pasé a la cama de mi hermano. Soñé que caminaba descalza por el sendero que va al sauce caído. Era de noche. Escuchaba el aleteo de aves o de murciélagos entre las ramas. Y un murmullo maléfico en mi oído: benteveo… bichofeo… benteveo… Un dolor punzante en la planta del pie izquierdo me hizo gritar y las aves o murciélagos volaron despavoridos. Me agaché. Un rayo de luz de luna se abrió paso cerca, muy cerca de mi cara. Bajé la cabeza y la incliné a un lado. Supuse que había pisado una rama de espinillo y me quité la espina usando el índice y el pulgar como una pinza. Sujeté la pinza con la espina ante el haz de luz. No era una espina. Era un tornillo diminuto bañado en sangre. Desperté pero no abrí los ojos.
Con los ojos aún cerrados, escucho. Mamá lava, seca, guarda, moja, escurre, dobla, cuelga, cierra, friega, lustra, saca, lleva, repasa, revisa, corrobora. No siento el cuerpo cálido de mi hermano a mi lado. Abro los ojos y la luz a través de las hendijas de los pesados postigos, que algún miércoles papá tendrá que barnizar, me recuerda la luna de mi sueño. Uso mi short y mi remera verde y negra. Me calzo unas ojotas de mi hermano que me quedan como canoas. En la cocina mamá me prepara un té y me deja cuatro vainillas. Por la ventana veo en la soga su vestido de otra mujer que flamea al sol. Mientras espero que el té se enfríe, mamá guarda los saquitos que quedan y el azúcar en una de las bolsas de arpillera. El bebé destroza una vainilla y desparrama las migas en la mesa y en el piso. ¡Qué desastre!, dice mamá. LLevátelo un rato así me da tiempo a terminar. Mirá que
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papá ya descolgó la hamaca. Lo bajo al piso y gatea. Lo persigo cuidando que no se choque, que no se golpee, que no rompa, que no toque. En el salón de los sillones, a un lado y al otro de la mesita ratona, arrodillados sobre la alfombra, veo a mi hermano y a papá. Desde donde estoy, el marco de la puerta de doble hoja, abierta de par en par, parece el marco de una fotografía antigua, en la que mi hermano y papá posan inmóviles y descoloridos. Hay cosas pequeñitas de metal sobre la mesa. ¿Son pinzas? ¿Son tornillos? Me duele la panza. Me duele mucho y esta vez no se me pasa. Aunque intento evitarlo, de mi boca se escapa un sonido gutural que les llama la atención. Cuando me miran lo hacen con cara de haberlo intentado todo. Vomito el té con vainillas sobre la alfombra grande y oscura que tiene dibujos de hojas secas. El bebé se ríe y gatea sobre el vómito. Escucho los pasos de mamá que retumban en el piso de madera. Me la imagino secándose las manos con el delantal por el camino. Su rostro, la verdad, no dice nada. Pero enseguida se lo cubre con las dos manos.
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Alejandra Dietz
Hija de profesora de lengua y literatura y padre lector. De pequeña escribía cuentos sobre vampiros y anécdotas de su viejo. De menos pequeña participó en 128 palabras trazadas, edición 2020, de la municipalidad de Berazategui. Hoy se permite reconocer y asumir que la escritura y el arte son partes inherentes a ella.
Eclipse
I - El eclipse
Y todo lo que es ahora y todo lo que se ha ido y todo lo que vendrá Y todo bajo el sol está en sintonía, pero el sol está eclipsado por la luna.
Eclipse - Pink Floyd
Lunes. Un lunes, varios lunes. Tengo hambre. ¿Cuándo voy a decidir levantarme? Espero a que sea mi cuerpo el que tome impulso para levantarse. Cuántas veces aguanté la incomodidad, bancándome desde las ganas de hacer pis hasta escenas en las que sólo podía observar, espectado ra voyerista en primera fila del lugar donde ya no me correspon día habitar.
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Martes 4 de septiembre, 2018.
No sé. ¿Y si mejor le mando un whatsapp? Total…
Miércoles 5 de septiembre, 2018.
—¿Te quedás al taller, Ale?
—No, voy a cortar con mi novio.
Claro, dicho así al aire uno puede darle muchos significados a aquello que va a ser cortado. ¿Telas para algún proyecto textil, un atacazo artístico? ¿Las venas? ¿Tiene algún fetiche raro, el cual desconocemos?
—No no, que voy a cortar con mi novio.
Solo sé que no tengo puta idea de nada y que todo termina. O bueno, sí, varias cosas sí las sé, pero por no querer asumirlas me hago la sorprendida cuando vuelven a aparecer después de ha berme hecho la sota un buen tiempo. Resurgen cada vez de forma más obvia, a ver si te das cuenta, mamita. Bueno, no, no siempre son tan obvias. Se cubren como un bicho bolita replegado sobre sí mismo. No me vio, ¿no? No se dio cuenta que sé que existe, porque si lo veo entonces se vuelve real. Si se vuelve real, de al guna forma lo tengo que tratar. No me puedo seguir haciendo la boluda. No puedo, ¿no?
Solo sé que todo lo que empieza, termina. Por decisión propia o por final del contrato celestial, o como quieras llamarle. Y uno sabe que las cosas terminan pero cómo se resiste.
Jueves 10 de enero, 2019.
¿En qué momento el diálogo se convirtió en fuego?
¿En cuánto tiempo el barro se seca y se puede empezar a
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reforestar sobre ese suelo?
En algún momento hubo una chispita de ignición. ¿Y si…?
Viernes 25 de enero, 2019.
Solo sé que algo hay pero no sé qué. No sé tampoco desde cuán do.
Hubo un beso, besado antes de tiempo.
Hubo fuego. El de diccionario cuando se busca “pasión” y hubo otro más, uno que no me pude bancar. Un fuego más simple. Una estufita de tiro balanceado prendida desde la tarde esperando acogernos cuando se vuelva de la jornada. El cariño.
Me banco la incomodidad, la tolero. Me revuelco como un chancho en la podredumbre de ese malestar. ¿Pero el agua cálida, la ternura detrás de tus ojos?
Sábado 8 de octubre, 2022.
Se siente el vaivén. Que sí, que no. ¿Será, ya pasó? ¿Realmente existe o es un holograma que viene desde la añoranza?
No lo sabremos hasta que no haya una colisión. Estirás tu mano hacia mí. Vení.
Domingo 9 de octubre, 2022. Por H, por B. Por el timing destemplado, porque es más lindo que quede en el “qué pasaría si”, o porque es más linda la ilusión que reconocer que no, que ahí no es.
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Es más hermoso el juego de la tensión que alejarme. Dos pla netas que chocan y rebotan, desorbitados.
¿Y si hacemos una reunión por zoom? Total, ya sabemos qué va a pasar.
II - Lo eclipsado
Madre, ¿crees que les gustará la canción?
Madre, ¿crees que tratarán de romperme las pelotas? Madre, ¿debería construir un muro?
Aquellos eventos, esos donde podemos apuntar el dedo y decir esto fue lo que pasó, aquí tomé una mala decisión y fue a partir de ahí que todo empezó a ir mal, siendo muy dramáticos. Eso es lo más superficial a sanar.
Madre, ¿me pondrán en la línea de fuego?
¿Qué nos llevó hasta ahí? ¿Qué fue lo que pasó para que «la cosa no funcione» y se rompan un corazón o dos? ¿Qué hay detrás del “no, acá no es», detrás de la ida y la vuelta?
¿Es sólo una pérdida de tiempo?
Las sombras. Eso es lo más profundo a tratar. Abarcan todo. Desde el autoboicot con un proyecto personal o laboral, hasta los “te quiero pero no”. Son tan macro que no se pueden ver. Pasan
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desapercibidas, camufladas en patrones laberínticos. En esque mas que pelean a capa y espada por no ser desarmados. Y podría agregar acá “por supuesto que mamá te va a ayudar a construir el muro” y decir que claramente la culpa de todo la tienen nuestros padres y “es que soy así” o pensar que tenemos mala suerte. Delegar la culpa en los astros y su influencia, en los ancestros y sus mambos heredados.
O me podría arremangar para meter mano en el asunto y tratar de correr más rápido que la rotación de la luna.
Madre, ¿tenía que estar tan arriba?
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Elizabet Toledo
Trabajadora social, docente y educadora popular. Coordina talleres de lectura y escritura para las infancias en los barrios. Vive en Quilmes, es amante de la lectura y escribe para poner en palabras todo aquello que la rodea y la atraviesa. Siempre tratando de aprender algo nuevo.
La fiesta de quince
Lunes.
Son las cinco y afuera es la oscuridad total, el pipi pipi pipi del despertador que compré en “Todo por dos pesos” me recuerda que arranca otra vez la semana.
Trato de no hacer ningún ruido, los beso despacito para que no se despierten y otra vez al ruedo.
—¡No empujen che, hay gente grande! —grita un pibe y me cede el paso; grande tu abuela, pienso yo, pero le sonrío, le agra dezco y me voy haciendo lugar a codazos limpios.
Tendría que hacerle caso a la señora Jimena, quedarme y volver a casa los fines de semana, pero no puedo hacer eso, no puedo dejarla a la Dani tanto tiempo a cargo de sus hermanos. Encima ahora se sumó el sobrino; nos trajimos al Nico a vivir con noso tros. No le puedo hacer eso a la Dani, está por cumplir quince recién y quiero que, por lo menos ella, termine los estudios.
El grito del pibe que me trató de vieja avergonzó a otro, que me
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hizo señas y me dio el asiento; me acomodo, saco el espejito de mi cartera: ¿tan hecha mierda estoy che? ¡Gente grande! ¡Andá a lavarte las patas, nene!
Para no dormirme y no pasarme de la estación donde tengo que hacer el trasbordo, como me pasó hace unos días, me entretengo mirando las caras de la gente. Los que se pudieron sentar duer men, algunos con la boca abierta sueltan ronquidos, pufff tantos años de viaje y todavía no me acostumbro a los de mal aliento. ¡Lávense los dientes, sucios de mierda!
Las que tienen doble trabajo son las chicas jovencitas, por un lado tienen que cuidar sus pertenencias de los pungas y por otro lado tienen que cuidarse ellas de los degenerados que nunca fal tan.
Las de mi rubro nos reconocemos entre nosotras. Siempre cara de cansada, ropa donada por las patronas y las manos ajadas de tanta lavandina. Se nos cierran los ojos, pero tratamos de no dor mirnos y ver caras de otras personas, porque después, todo el día encerradas viendo siempre a la misma gente.
Cuando voy a guardar mi espejito veo que me olvidé de darle al Nico el libro que le mandó la señora Jimena, así que, bueno, me va a servir para mantenerme despierta.
“Cuentos clásicos de ayer y de hoy” dice una tapa dura y colorida; La Cenicienta, Blancanieves y los siete enanitos, La bella durmiente, Los tres chanchitos. Todos cuentos que jamás nadie me leyó, pero los conozco y puedo decir que tienen mucho que ver conmigo.
Cenicienta soy desde chica, limpiando mi casa y lavando los culos de mis hermanos menores mientras mamá trabajaba. No
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tenía hermanastras malvadas y envidiosas, mis enemigas eran la pobreza y la soledad.
Pronto llegó el Roque, que al principio era un príncipe azul, pero enseguida perdió el encanto. De vez en cuando me desper taba, pero no con un beso, sino con un sopapo. Por suerte algún hada madrina me lo sacó de encima y un día se fue de la casa; yo le rogaba todos los días al Gauchito que no volviera y así fue. Éramos felices, yo y mis siete enanitos, el rancho se nos caía a pedazos como en el cuento de los tres cerditos, pero estábamos en paz.
Después de viajar más de dos horas llego al castillo de la prince sa Jimena. Cualquiera moriría por vivir acá, pero yo me doy cuenta de que ella muere por salir corriendo; los lunes va a Pilates, así que cuando llego no está.
El Señor Eduardo me pide que le lleve el desayuno a su despa cho, subo las escaleras y ya me empiezan a temblar las piernas, porque para nosotras, las Cenicientas de verdad, no hay príncipes azules, ni castillos, ni carruajes, pero sí hay lobos feroces.
Cierro la puerta y cierro la boca; el viernes son los quince de la Dani, no puedo perder el trabajo, la semana recién empieza.
Martes.
Hoy, como todos los martes, vienen las chicas que le hacen la peluquería y las manos a la señora Jimena, pero para mi sorpresa me piden que me siente y me dicen que la señora ordenó que hoy la sesión de belleza fuera para mí, para que esté linda en la fiesta de mi hija.
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Mientras la peluquera intenta ver qué hace conmigo y con mis puntas resecas, entra la señora con una bandeja en las manos; la deja al lado mío y se retira sin mirarme. En la bandeja hay un té, de esos en hebras que toman los ricachones y unas masitas secas muy parecidas a las que le dejé ayer al señor Eduardo en su desa yuno.
Hoy la señora no se pintó ni una uña, todo fue para mí; ella solo miraba desde lejos, y cada tanto les hacía un gesto a las chicas. La manicura tomó mis manos y las miró como si fuera un caso perdi do y yo me dejé llevar; en mi vida iba a poder tener un día de spa.
Así pasó la tarde entre cremas y esmaltes de uñas. La señora y yo nos miramos y sonreímos, como sintiendo lástima una de la otra.
Cuando empezaba a caer el sol nuestra felicidad también se iba cayendo; yo tenía que volver a viajar como sardina y ella se tenía que quedar en su castillo de princesa.
Miércoles.
Faltan pocos días y la ansiedad que tiene la Dani por sus quince es insufrible, no para de hablar del tema y parece que quiere in vitar a un noviecito. ¿Qué le puedo decir yo? Si a esa edad ya me había ido de casa con el Roque.
Le aviso a la señora que estoy demorada porque cancelaron un tren, al parecer está todo cortado por manifestaciones; está dura la cosa y la gente sale a reclamar.
—No sé si estoy más caliente con los negros de mierda que cortan las calles, o con la inútil de mi mujer que no sabe planchar una camisa.
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LA CALABAZA - NUEVA ANTOLOGÍA DIGITAL 2022
Llego bastante tarde y el señor Eduardo está furioso, tenía una junta importante y su traje no estaba listo porque yo no estaba.
—Ni te gastes en ir a consolarla, se piensa que llorando arregla todo, vení, acomodame la corbata —(ya me tiemblan las manos).
La señora no se levantó de la cama en todo el día y cuando le toqué la puerta para llevarle algo de comer, ni siquiera me respon dió. ¡Pobre piba! Tranquilamente podría ser mi hija.
Jueves.
Hoy el señor Eduardo no fue a trabajar; llego y lo encuentro en la sala buscando algo en una agenda. En una mano tiene su celular y en la otra el teléfono inalámbrico; tiene cara de haber pasado una mala noche, así que entro y no digo ni mu.
Ya es la hora del almuerzo y Jimena todavía está en la cama; me acerco al señor que está en el balcón y sigue prendido al teléfono. Se lo ve cada vez más histérico.
—Jimena no se siente bien, no va a comer. ¡Dejala dormir! — me gritó desde el balcón.
Le recuerdo que ella me había dado permiso para salir tem prano, porque tengo que ir a Once a buscar los souvenirs para la fiesta y me hace un gesto de ok con la mano, pero ni siquiera escuchó lo que dije.
—¡Que linda estás Adelita! Me parece que andas noviando vos —me dice la Marta.
—¿Qué noviando zonza? La señora Jimena me quiso arreglar un poco para la fiesta.
La Marta es mi amiga de toda la vida y es la madrina de la Dani,
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ella le va a regalar los souvenirs y, como es vendedora ambulante, se conoce Once de pe a pa, así que sabe dónde están los mejores precios.
—¡Que macanuda tu patrona Ade! Te regala la peluquería, te deja salir temprano.
—Si, igual no anda bien la pobre, para mi algo pasa con el so rete del marido.
Viernes
.
Hoy es el gran día. Me despierto y la Dani ya está levantada.
—Andá tranquila ma, con las hijas de la Marta vamos a limpiar todo y a decorar el patio —dice mi niña mientras le tiro las orejas.
El viaje como ganado es igual todos los días, pero los viernes la gente está más nerviosa, así que trato de respirar hondo y que hoy nada me afecte.
Cuando llego me encuentro al señor caminando de una punta a la otra y hablando por teléfono. ¡Otra vez no fuiste a trabajar, forro!
—Me mandé una cagada —escucho que le dice a alguien.
Llama, corta, vuelve a llamar. Tiene un café en la mano y se lo ve ojeroso. Me pongo a acomodar el living; el cenicero rebalsa de colillas y hay un desorden de papeles en el sillón.
La crisis causó dos nuevas muertes, dice el diario que levanto del piso, mientras intento poner un poco de orden.
—El desayuno de Jimena me lo das a mí, yo se lo llevo al cuarto —me dice mientras prende un cigarrillo.
Es muy extraño verlo en la casa tanto tiempo, debe andar con
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problemas en el trabajo. Espero que no se chifle y me haga quedar más tiempo. ¡Justo hoy, no!
—Otra cosa Adela, si suena el teléfono dejame atender a mí, estoy esperando una llamada importante.
El viaje de vuelta a casa se hizo eterno, pero ya estoy entrando al barrio. De lejos se escucha la música y se ve el movimiento. Todos los vecinos ayudaron en algo, cortaron la calle y sacaron las mesas afuera; la Marta puso flores en los alambrados y un cartel gigante dice “Felices 15 años Daniela”.
Van apareciendo las vecinas con sus fuentes de empanadas y los pibes con gaseosas bajo el brazo.
El noviecito de la Dani trata de hacer buena letra, colabora con los tíos de la quinceañera. Ms nietos corren de acá para allá. Hu biera querido algo más para mi Dani, pero bueno, estamos todos los que tenemos que estar.
Ya se fueron todos los invitados y se está haciendo de día, me preparo unos mates, me corto una porción de torta que quedó y prendo la tele. Necesito descansar las piernas. En eso escucho su voz medio dormida todavía.
—Estuvo hermosa la fiesta, gracias por todo, Adela.
La señora Jimena abraza al Nico y se vuelven a dormir, está tranquila, venció al dragón y se escapó del castillo.
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Vive en Berazategui desde siempre. Hizo teatro vocacional. Colabora en un club de barrio donde el arte y el deporte son medios para fomentar la participación y la solidaridad entre vecinos. Toca el saxo en una orquesta de jazz. Desde hace poco escribe cuentos. Participó en las ediciones 2021 y 2022 de antologías de La Calabaza.
Mieles de luna
Lunes.
El chofer de relevo se acercó a los asientos donde la pareja joven dormía.
—Chicos, llegamos a Villa General Belgrano. Alejandra y Rubén necesitaron algunos segundos para dejar el allá del sueño y caer en la realidad.
El micro iba lento para estacionar en la terminal y los dos se desperezaron antes de dejar los asientos. No fue fácil. La fiesta de casamiento había durado toda la noche del sábado y casi no de jaron de bailar. Para el civil eligieron plaza Dorrego y estuvieron rodeados de vecinos porque los dos son conocidos y muy queri dos en San Telmo. En cuanto terminó la ceremonia y caía el sol, el grupo de candombe del que Rubén es repicador comenzó a tocar y se armó la caravana. Los novios iban al frente, detrás los músicos y luego los amigos, todos bailaban al compás. La fiesta calle jera hizo asomar a algunos a sus balcones y acompañaron con pal
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Daniel Jauri
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mas. Hasta se escucharon bocinazos en casi todos los cruces de calles por donde pasaban. Así llegaron al salón donde hicieron la fiesta. Alejandra, a falta de su papá que nunca estuvo de acuerdo con ella y de su mamá siempre comprensiva pero fallecida hacía años, invitó a algunos familiares jóvenes, amigas y clientas de su peluquería con las que tenía buena onda. Rubén no tenía familia res, pero invitó al grupo de candombe, algunos de su comunidad afrodescendiente y a sus ayudantes de la herrería. Cerraban cua tro años de noviazgo y, aunque convivían desde hacía casi dos, la formalización les parecía importante.
Apenas se acomodaron un poco la ropa y comenzaron a caminar las dos cuadras hasta la hostería donde pasarían su luna de miel.
—Entrá para registrarnos. Yo espero afuera. No estoy arreglada. Cuando entró Rubén la recepción estaba vacía. Usó el llamador y se quedó mirando una foto grande enmarcada del Graff Spee que estaba en la pared detrás del mostrador.
—Buen día.
Un señor amable entró por una puerta lateral que daba a lo que parecía un jardín.
—Hola. Tenemos una reservación para dos a nombre de Rubén Tavares.
—Si, sí. Los estábamos esperando. Mi nombre es Alger y soy el dueño de la hostería. ¿Me permite los documentos por favor?
Buscó el libro del registro de pasajeros y mientras daba vueltas las hojas continuó con amabilidad.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien. Dormimos todo el tiempo. Después de la fiesta de ca
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samiento apenas tuvimos tiempo de cambiarnos para viajar.
—¡Ah, recién casados! ¡Felicitaciones! Ya le digo a Emma que retoque su cabaña. Ella es mi esposa y tiene buen gusto para los detalles especiales. Complete aquí, ya vuelvo.
A Rubén le faltaba firmar cuando volvió Alger.
—Listo. —Rubén devolvió el libro firmado. Alger comparó los datos con los DNI.
—Falta la firma de Alejandra.
—¿Con la mía no alcanza? Yo reservé.
—No —Alger sonrió amable—. Tienen que firmar todos los pasajeros. Es norma.
Rubén salió hasta el frente y le explicó a Alejandra. Después de un diálogo corto entraron. Alejandra saludó desde la puerta y caminó con paso seguro hasta el mostrador sin sacarse los anteojos de sol. Mientras ella firmaba, el dueño de la hostería notó una sombra sutil en sus mejillas y tuvo un gesto fugaz de sorpresa y desaprobación que Rubén percibió.
—Muchas gracias —Alger cerró el libro y continuó casi con la misma amabilidad anterior. —Esperen un rato que voy a pregun tarle a Emma si terminó. Siéntense, por favor.
Se acomodaron en uno de los sillones acolchados del salón y se miraron sin decir palabra. Rubén se inclinó hacia Alejandra, le dió un abrazo y un beso corto en la comisura de los labios. La miró, le sonrió y frotó levemente su mano por la espalda. Ella sonrió segura. Estaban adormilados cuando volvió Alger.
—Disculpen la tardanza —hablaba desde el mostrador. —Te níamos una cabaña para ustedes cerca de la salida, pero la cam
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biamos por la última para que estén más tranquilos. Vengan con migo.
El dueño les entregó las llaves, les explicó lo necesario y se re tiró.
No encontraron ningún detalle especial.
Después de la ducha y una siesta con preludio amoroso, se vis tieron cómodos y caminaron por el parque de la hostería hasta la pileta. Tomaron mate mientras conocían el lugar. Encontraron un ficus enorme que daba una sombra fresca con un banco que parecía esperarlos y se sentaron hasta terminar el agua del termo.
Esa noche salieron a las diez para cenar y casi no había gente en las calles. Era temporada baja. Un abril tranquilo que no tenía nada que ver con las fiestas anuales.
Cuando se acostaron, apagaron la luz y vieron por la ventana la luna brillante y grande que iluminaba el interior de la pieza. Abrazados comenzaron a recordar algunos momentos de la fiesta que los hicieron reír. Y llegaron las caricias. Martes.
Los golpes suaves en la puerta despertaron a Alejandra. Desde la cama contestó al llamado y codeó a Rubén. —Ya va.
—Buen día, soy Emma. Les traigo el desayuno. Rubén se levantó adormilado, se puso una bermuda y una re mera. Llegó hasta la puerta.
—Buen día, soy Rubén. Mucho gusto —el muchacho todavía aturdido esbozó una sonrisa.
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Emma estiró sus brazos y le alcanzó una bandeja. Rubén perci bió el trato lejano de la mujer.
—Ya son las diez y hasta esta hora lo traemos a la cabaña. Des pués quedan las cosas en el salón comedor. A lo mejor Alger se olvidó de decirles.
—Gracias, Emma.
Rubén recibió la bandeja tratando de espabilarse.
—Que lo disfruten. Si necesitan algo nos mandan un what sapp. Les recuerdo que todos los días hasta las doce hacemos la limpieza de la cabaña, después no hacemos ese servicio.
—Si, ya nos dijo Alger.
—Hasta luego.
Rubén dejó todo en la mesada y fue al baño. Cuando salió Alejandra ya había calentado agua.
—¿Tomamos mate o querés algo de los saquitos?
—Un café, aunque sea en saquito y con leche, aunque sea en polvo.
Alejandra sonrió y preparó las dos tazas.
Mientras desayunaban, Alejandra le preguntó cómo durmió.
—Bien, el colchón es cómodo. ¿Y vos?
—Bien también.
Se quedaron en silencio. Habían aprendido, si dependía de ellos, que los momentos incómodos fueran breves.
—Escuché a Emma. ¿Qué onda?
—Parece alemana y de pocas palabras.
—¿Y de poca comprensión como Alger?
—Tal cual.
—En la Villa no son como en San Telmo.
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—No. Al menos los dueños de las hosterías.
Rieron mirándose a los ojos.
Terminaron el desayuno y se prepararon para dar una vuelta. Conocerían la Villa de día y buscarían un lugar donde comprar las cosas para la comida de los días siguientes.
Volvieron a la una de la tarde con calor y comieron algo liviano que prepararon rápido.
Más tarde fueron a pasar el tiempo a la pileta. No pasearian porque al día siguiente tenían que salir temprano a una excursión a La Cumbrecita y alrededores.
Tomaban mate bajo el ficus entre un chapuzón y otro cuando por el césped se acercó un chico con acento porteño.
—Hola, me llamo Matías y ayer cumplí cinco.
Rubio, menudito, blanco como una vela blanca, vestido solo con un short ancho que le hacía las piernitas como las de Pinocho, el chico se plantó frente a la pareja mientras desenvolvía un alfajor.
—¡Hola, Matías! Yo soy Alejandra y él se llama Rubén. Y los dos hace muuucho que cumplimos cinco.
—Y, si. Ya sé, porque son grandes. ¿Les gusta la pileta? A mí me da frío.
—Nos gusta de a ratitos —Rubén le sonrió sorprendido por las ganas de hablar del chico. —¿Está rico?
—Mhhmm —el chico no hablaba con la boca llena.
La pareja ya había notado que además de la suya una sola caba ña estaba ocupada. Vieron un auto estacionado, pero no quienes se hospedaban.
Matías tragó y señaló la cabaña.
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—Yo estoy allá con mi mamá, mi papá y mi hermanita que es chiquita y tiene dos.
—¿Y te gusta acá?
—Más o menos, porque no tengo juegos. Mi papá dijo que des pués vamos a ir a una plaza. Voy a buscar a mi hermanita para que la conozcan. Se llama Sofía.
Al rato ya estaban los dos hermanitos frente al banco con la pareja que tomaba mate.
—Hola, Sofía. Que linda sos —Alejandra le sonrió.
La nena de cachetes gorditos los miraba callada porque no en tendía mucho lo que hablaban, pero les sonreía cada tanto con los labios y la pera brillantes de baba por el caramelo que comía.
De la cabaña de Matías salió una mujer delgada y blanca como los chicos que se acercaba al ficus. Sonreía desde unos metros an tes y parecía con ganas de socializar.
—Matías, ¿qué están haciendo?
El chico miró a su mamá cuando estaba a unos metros. Alejan dra se puso los lentes de sol antes de que llegara la mujer.
—Estamos hablando como te dije. Ella se llama Alejandra y él Rubén. Me parece que son novios.
—Hola —a la mamá de Matías se le congeló la sonrisa apenas saludó.
—Hola —fue casi un unísono de la pareja.
—Disculpen a los chicos. Son muy sociables y están aburridos.
—Son amorosos —Alejandra los miró y les sonrió. Rubén esta ba en cómo expectante.
—Si, pero nos tenemos que ir. Vamos Sofi, Mati.
—Pero, ma. Vos dijiste que vengamos y que ibas a quedarte acá
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con nosotros.
La mujer se incomodó y antes que pudiera decir algo, Rubén le habló a Matías.
—Vayan Matías. Hay que hacerle caso a mamá y capaz después nos vemos.
—Chau.
—Hasta luego —la mujer se fue y Sofía iba de su mano—. ¡Ma tías, no corras cerca de la pileta! —pero el chico no le dio bolilla.
La gran picada que preparó Rubén tenía de todo y las cervezas estaban heladas.
—Está bueno todo. Las marcas no las conoce ni Dios, pero está bueno —a Alejandra la pileta siempre le dio hambre.
—Al queso le falta un poco, pero zafa.
—Ojo con el queso que después llorás —Alejandra sonrió y ter minaron riendo.
—Me tomo unos mates digestivos y chau.
Lavaron todo y se acostaron temprano como lo habían deci dido. Aunque era un par de horas antes que la noche anterior, igualmente veían la luna, que estaba un poco más baja, a través de la ventana.
Abrazados recordaron lo desenvueltos y amigables que eran los chicos. Lo bien que se sintieron con ellos y los deseos que mantengan la actitud abierta y sin prejuicios cuando sean grandes.
Estuvieron callados un rato.
—No. No son como la mayoría de San Telmo —dijo Alejandra, como reflexionando.
Rubén no dijo nada.
Otros minutos en silencio y de repente habló Alejandra.
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—Ni se te ocurra, Rubén.
—¿Por qué no? No lo demos por cerrado. No te digo ahora, pero con el tiempo.
—Con el tiempo. Veremos.
—Pero no tires la pelota para adelante eternamente, amor.
—No. Ya lo volveremos a pensar.
Alejandra se acurrucó y puso la cabeza sobre el pecho de Ru bén. Siguieron con la vista en la luna, aunque solo por unos mi nutos más.
Miércoles.
Casi se quedaron dormidos, pero se levantaron rápido y tuvie ron tiempo de llegar a la recepción y pedirle la vianda del desayuno al sereno de la hostería antes de que llegara la combi. Pasados unos minutos de las seis la combi estacionó y les hizo juego de luces. Salieron al frente, donde los esperaba un hombre delgado y jovial que había bajado del vehículo.
—Hola, chicos —el chofer con acento cordobés bien cerrado parecía tener mucha pila—. ¿Rubén?
—Si, acá está el voucher.
—¿Me permitís tu documento, por favor?
Después de revisarlo los invitó a subir. Se acomodaron en los asientos del medio. En el fondo ya había una pareja y todos sa ludaron con un hola. Hicieron un par de paradas más y la combi quedó casi llena. El chofer no paraba de hablar, sería para no dormirse o para tratar de que no se duerman los pasajeros. Entre chistes y anécdotas llegaron a La Cumbrecita.
—Bueno, acá estamos —el chofer estacionó. Apagó el motor
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y mientras ponía el freno de mano siguió con los avisos. —Acá los espero. La idea es salir a las cinco de la tarde. Vayan por este camino del frente que van a entrar al pueblo y los va a llevar por todo La Cumbrecita.
Alejandra y Rubén caminaron unos doscientos metros y encon traron una piedra grande bajo la sombra a un costado del camino. Sentados, rápidamente prepararon el mate y abrieron el paquete del desayuno. Las seis medialunas fueron historia en unos minu tos y les calmaron el hambre por un rato. Dejaron los libritos para una eventualidad, guardaron todo y siguieron para el pueblo.
Fueron directo a la cascada y Rubén se animó al chapuzón y, aunque insistió en que se metiera Alejandra, estuvo un rato solo. Cuando salió se puso al lado de Alejandra que esperaba sentada en una piedra.
—No está muy fría. Se banca.
—Ni ahí me meto. Qué sé yo que hay abajo.
—Nada ¿Qué va a haber? Bueno, ¿me seco y vamos a comer?
—Si, pero compramos algo y comemos por ahí. Vi los restau rantes y no me parecen algo fuera de lo común. Gastar un dineral para comer en un lugar como en San Telmo.
—Como quieras —Rubén comprendió.
Después de un rato volvieron al pueblo y compraron unas hamburguesas. La encargada parecía que los estudiaba con la mirada. Rubén le dio la tarjeta de débito.
—Con el documento, por favor,
—Qué raro, en otros lados ya no lo piden. Pero aquí tiene.
—Acá lo pedimos.
La mujer comparó los datos, pasó la tarjeta y devolvió a Rubén
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ambas cosas con un ticket. Después de unos minutos le entregó el pedido.
Buscaron sombra y mientras comían charlaron de los lugares que vieron y la Villa les pareció más ciudad. Pasearon un rato y compraron algún recuerdo para su casa, para el taller de Rubén y para la peluquería. Y otra vez le pidieron el documento a Rubén.
Miraron algunas vidrieras y fachadas de casas y edificios para hacer tiempo.
Quince minutos antes estuvieron cerca del lugar. Solo faltaba una pareja, y en cuanto llegó el chofer puso la combi en marcha y salieron.
Cuando llegaron decidieron que irían a comer afuera porque estaban cansados. Habían pensado en hacer asado, pero lo dejarían para la noche siguiente. Descansaron un rato y tomaron mate. Después de la ducha se tiraron un rato en la cama y a las nueve se prepararon para salir.
Fueron a un restaurante cercano que estaba vacío. Los aten dió un mozo muy joven y Alejandra notó que la miraba de forma extraña. Comieron muy bien y al poco tiempo el cansancio y el madrugón se hicieron sentir. Alejandra fue al baño. De pasada, en un rincón del salón, se cruzó con el mozo que los atendía y los había mirado todo el tiempo.
—¿Cómo hago?
El joven le habló bajo a Alejandra cuando ella ya había pasado por al lado suyo. Alejandra paró, giró y le preguntó sorprendida mirándolo a los ojos.
—¿Cómo hacés qué?
El mozo le devolvió una mirada de angustia y mantuvo el si
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lencio.
Alejandra entendió todo y contuvo las ganas de poner la palma de una mano en la mejilla del chico para hablarle.
—¿Cómo te llamás?
—Julián.
—Soy Alejandra. No sé cómo, Julián, no te conozco. Te puedo decir que a mí me costó mucho y tuve mucho miedo, por eso creo entenderte. Solo te digo que nada fue fácil ni antes ni después, pero lo mejor que hice fue decidirme. Y pese a las dificultades estoy bien. Además encontré a muchos que comprenden —y le sonrió.
Parecía que el muchacho contenía alguna lágrima. Alejandra siguió para el baño mientras pensaba en el muchacho y en el camino que ella recorrió.
Cuando volvió a la mesa Rubén pagó con débito y le volvieron a pedir el documento para constatar. Dejaron una buena propina y Alejandra saludó de lejos a Julián, que le devolvió el saludo con una sonrisa.
Estaban por entrar al salón de la hostería cuando escucharon una voz conocida.
—¡Rubén, Alejandra!
Era Matías que desde el auto del papá con la ventanilla baja los saludaba a los gritos. Alcanzaron a ver a Sofía que desde su asien to imitaba a su hermano moviendo la mano.
—¡Chau!
La pareja saludó antes que el auto entrara a la hostería.
La luna brillaba fuerte como las noches anteriores y los cobijó mientras hablaban de ellos, de Alejandra y su historia y de Julián.
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Después de un rato, Rubén la contuvo también con caricias. Jueves.
Se despertaron a las nueve y avisaron para que les trajeran el desayuno.
Esa vez fue Alger quien lo llevó. Hizo un esfuerzo por ser cor dial, pero la actuación no era lo suyo.
Devoraron todo lo que les trajo y después se prepararon para salir de caminata y visitar algunos lugares cercanos que según les dijeron eran lindos y tranquilos. De camino compraron algo para el mediodía y empezaron la marcha. Eligieron subir al mirador desde el que la vista domina la Villa y parte del valle. En la subida por el sendero Rubén sitio como un piedrazo en el hombro, miró y pegó un grito de espanto. Alejandra, que estaba más adelan te, se dio vuelta asustada. Resultó ser una cigarra de unos cinco centímetros que había caído de un árbol y quedó lo más cómoda al lado del cuello mientras cantaba a más no poder. Alejandra se tentó de risa y de un manotazo se la sacó de encima.
—¡Miralo al morocho cagón, ja ja!
—¿Qué querés? ¿Sabés cómo me miraba? —Rubén recupera ba el color y el ánimo, mientras trataba de hacer algún chiste. — Temí por mí. Todo lo que viví pasó en un segundo por mí mente como en una película.
Siguieron la marcha cuesta arriba.
—Dale, película, seguime. Me parece que resultaste blandito para la naturaleza.
—Llevame a upa que tengo miedo.
—Bue, mucho asfalto vos.
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—Vos sos corajuda porque allá en ese rincón perdido de Entre Ríos andabas en pata. ¡Si habrás destripado alacranes con el dedo gordo del pie!
—¿Y vos? Te hacés el herrero machazo y te cagas por un bicho que no hace nada.
—Ni ahí me meto. Qué sé yo que hay abajo. —Rubén la imitó con un tono ridículo.
—Por si había vidrios.
—¿Sabés que había debajo del agua?
—Una mojarrita ¿Qué iba a haber?
El cerro no es muy alto y llegaron a la cima con casi nada de esfuerzo pero con calor. Se pusieron a la sombra y después de un rato prepararon mate mientras miraban el paisaje del lugar de donde habían salido. El viento fresco fue reparador.
Al rato caminaron por la cima para ver el paisaje del otro lado, que también les gustó. Después bajaron con la idea de almorzar, aunque sea tarde, en la hostería.
Llegaron, se refrescaron con una ducha, comieron liviano y fueron a la pileta a seguir con la digestión y el descanso.
Tuvieron una tarde tranquila de mate y chapuzones hasta que empezó a bajar el sol y decidieron comenzar con el asado previsto. No podían dejar la cabaña sin usar la parrilla. Antes de prender el fuego comieron las sobras de la picada.
El asado estaba listo y esa vez abrieron un vino. En el porche había sillas y una mesa de plástico a la que le pusieron el mantel y prepararon todo para comer ahí, cerca de la parrilla.
Cuando terminaron el helado arrimaron las sillas para ver la
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luna y charlar un rato abrazados.
—Hoy casi no tuvimos relación con nadie.
—Es verdad. ¿La pasaste bien, morocho?
—Bárbaro. Estuvo muy bien. ¿Vos?
—Genial. Lástima que te tuve que contener por la fobia al bi cherío, ja.
—Conteneme toda la vida, Ale.
Le dio un beso en la mejilla y volvió a mirar la luna mientras ella ponía la cabeza en su hombro.
Viernes.
—Ale.
—Mmm.
—Despertate que son las ocho. Les voy a mandar un mensaje para que traigan el desayuno. A las diez tenemos que dejar la cabaña.
—Msí.
—Te relajó el aire de las sierras, parece. Alejandra suspiró mientras se sentaba en la cama.
—Más bien el vinito. Voy al baño y arranco.
Al rato tomaban café con leche y comían algo tranquilos. Las valijas estaban casi listas así que nada los corría.
Esperaron hasta las diez para entregar las llaves en el mostra dor. Los volvió a atender Alger.
—¿Se van conformes?
—Si, el servicio estuvo muy bien. La cabaña es muy linda y tiene todo —contestó Rubén mientras extendía la tarjeta de débito.
—Me alegra que hayan disfrutado —cobró y abrió el libro de
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pasajeros. —Firmen, por favor. Cuando salieron de la hostería, la pareja caminó tranquila las dos cuadras hasta la terminal. En el camino compraron alfajores y Rubén tuvo que mostrar el documento de nuevo. Todavía falta ban dos horas para la salida del micro y el tiempo era corto como para hacer algo más que esperar.
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Oriana Makara
Curiosa por la escritura. Con gusto por la poesía pero abierta a sumergirse en la marea cuentística. Aprovecha distintas situaciones para volcar en palabras escritas lo que quiere expresar. Licenciada y profesora en Psicología, lo que la hace narrar desde lo escuchado y vivido. Le gusta estar, encontrarse y aprender con otres en espacios colectivos.
Eterno retorno
Lunes.
El sábado había pasado volando. Lucía lo tenía libre cada quin ce días. Su mamá en una oleada de compasión, y hasta de lástima, cuidaba a Milo y a Serena. Esa noche se convertía en el respiro que le devolvía un poco de vida, la bocanada de aire que le per mitía aguantar dos semanas más. Era la zanahoria que persigue el conejo.
Alexis aparecía cada una de esas noches. Compartían el mismo gusto por la música, el baile y el pasar las horas en el mismo an tro de siempre. Lucía podía divisar su cuerpo desde kilómetros. Recordaba cada una de sus partes como un mapa. Tenía algo es pecial, único, que la llevaba cada sábado a meterse otra vez en la boca del lobo. Lucía lo sabía, lo entendía, pero no alcanzaba. Una fuerza dentro de sí la movía hacia el abismo para caer en picada libre.
Milo y Serena tenían papá, pero aparecía solo cuando ya no
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2022 tenía más plata, aprovechando la excusa de visitarlos para mendi gar algo. No estaba. Lucía, la mamá, trabajaba todo el día. Cuando llegaba, apenas podía articular unas pocas palabras. Tampoco estaba.
Lunes y los tímidos rayos de sol que quieren hacerse lugar por el pequeño hueco que deja la cortina abierta. Su cabeza, desplo mada en un profundo sueño, es interrumpida por unos pitidos puntiagudos. Son las cinco de la mañana. El tren salía 5:30, y en ese lapso Lucía tenía que lavarse los dientes, la cara, ponerse el uniforme y caminar hasta la estación. Lo hacía. No iba a sacrificar ni un minuto de esas cinco horas que dormía. La M amarilla colgaba del techo. Llegó corriendo. Se había atrasado dos minutos, el tren llegó tarde. Planta baja, explotada. La cola continuaba por fuera del local. En el primer piso, gritos de niños que festejan un cumpleaños.
Martes.
Lucía comienza la vuelta a casa después de doce horas de ver una cara tras otra, brazos que se apoyan sobre el mostrador, gri tando el pedido, como si tuviera algún problema de audición. Las ganas de demostrar quien es el que manda porque paga.
El tren la esperaba otra vez. Corre entre los zombies apretujados, apurados corriendo pero adormecidos, cada uno inmerso en su mundo, auriculares y anteojos que los aíslan. ¿De qué? Empuja a unos cuantos y consigue un asiento. Es el trofeo del día, casi como matar o morir. Las ruedas comienzan a girar en un chillido constante. El tren frena en la estación y sus ojos son encandilados por unas luces fuertes de la calle Azcuénaga. Un cartel bien gran
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de decía “Sara-Escuela de Danza”. ¿Sara? Ese nombre me suena… Miércoles.
Lucía, con su cuerpo como llevado por un titiritero, va a cenar a lo de sus papás. Como buenos cristianos, ejemplo de una familia tradicional, sepultaban los problemas debajo de la alfombra. No la invitaban seguido, y cuando lo hacían ella sentía la obligación de aceptar. Y menos mal que fue. La mesa se enfrentaba a un hogar grande, con fotos que pesaban sobre su espalda. Allí se vio. Lucía de niña. Disfrazada de bailarina. Ya había visto esa foto miles de veces, pero ese día fué distinto. Los recuerdos comenzaron a caer como una catarata. Un calor la invadió, las escenas comenzaron a desenterrarse. El nombre de Sara tomó cara, cuerpo y odio.
Lucía quería bailar, lo amaba, y, como sus papás no podían pa garle una academia, los eventos del colegio eran la oportunidad para mostrarse. Pero Sara hizo lo suyo, no quería compartir el lugar principal de la coreo, y menos que Lucía lo hiciera. Sus pala bras sentenciaban: Pero si Lucía no engancha dos pasos. Aparte, ¿con que va a pagar los trajes? La mísera economía familiar, el trabajo en el almacén de su papá y lo que ganaba la madre ven diendo productos de cosmética no alcanzaban para trajes. No te nían abuelos que los ayudaran, no había nadie. Sara había tenido suerte.
Jueves.
Lucía entra a su casa después de dos horas del viaje de vuelta y se sienta en el sillón que le regaló la abuela. Lo quería tirar, pero a ella le servía aunque fuera para sentarse un rato, hasta que la
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cadera empezara a quejarse del agujero profundo adonde había caído. Los recuerdos del día anterior la marearon como un tsuna mi y el sueño de ser bailarina retomó la función.
¿Qué fue lo que pasó? ¿Cuándo pasó a ser natural que me explotaran doce horas por día? ¿Por qué la danza quedó solo en esa Lucía niña? ¿Qué hice de mí vida? ¿35 años invertidos en qué? ¿O malgastados?
Pensó que tendría que haberle contestado a Sara, que tendría que haber sido más fuerte, más mala. La culpa, para algunos, es siempre la primera opción. Le era difícil pensar que podría haber hecho otra cosa, cuando no había decidido en qué familia nacer, ni sobre el dinero del que iba a disponer y menos tener de compa ñera a Sara. Recordaba cada comentario de ella, como los manda mientos que había aprendido en catequesis. ¿Por qué conmigo? Carla también era pobre y a ella no le decía nada. ¿Qué hice? La culpa, finalmente, venía a ocupar el primer lugar.
De repente, la imagen de Alexis apareció. Sus palabras, comentarios y susurros ante cualquier cosa que ella hiciera. Lucía nunca era suficiente, no podía hacer nada, siempre le faltaba algo. La culpa se reservó el papel principal. ¿Otra vez lo mismo? ¿Sara y Alexis haciéndome lo mismo? ¿Yo otra vez volviendo a eso?
Viernes.
El tan ansiado último día laboral. Cinco días de un calvario peor que el del vía crucis. Lucía, por primera vez en los últimos diez años, pide el día en el trabajo. Le rogó a su mamá que cui dara a los chicos. Entre gritos y cerrándole la puerta en la cara, le dispara ¿Para que tenes hijos si no los podes cuidar? El ruido del
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portazo puso el punto final.
Las punzadas comienzan a aparecer una tras otra. La alarma del celular marca la toma de la siguiente pastilla. No es la primera vez que lo hace. La doctora ya le había advertido sobre los riesgos de realizar la práctica tan seguido. ¿Qué otra opción me queda? El riesgo tiene más esperanzas que no hacerlo.
Los sábados cada quince días de descontrol, de olvidar toda ley y prohibición, tenían su costo. Los encuentros con Alexis se repe tían cada una de esas noches. Eran como una calesita que no para de girar. En ese estado de fusión entre los cuerpos, de búsqueda de un instante de placer en un océano de insatisfacción, ¿que cui dado se podía tener? Lucía no podía ni quería sumar uno más a Milo y a Serena. Apenas podía con ellos dos, si es que se puede decir que podía.
Recostada en la cama, las contracciones comienzan a ser más fuertes. Pero ya no duelen tanto, las había sentido tantas veces que ya las conocía. Aún así, las flores quemadas entrando en sus pulmones la aliviaban, la llevaban a pensar en todo y a su vez en nada. Nublar la cabeza y olvidar por un rato.
Sábado.
Entran gritando Milo y Serena. Lucía se levanta, prepara el de sayuno con un poco de pan hongueado de hace unos días y toma un Ibuprofeno para amortiguar el dolor abdominal.
Queda pasar el domingo y arranco otra vez la vuelta. Llegará el día en que los retornos dejarán de ser eternos.
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Horacio Fernández
Escribe con regularidad desde 2010. En 2014 publicó su primer libro de relatos, “Cuentos a escala”. En 2017 la editorial Modesto Rimba publicó su segundo compilado de cuentos, “Equilibrio Inestable”. Coordina el taller de Escritura de La Calabaza Productora Cultural desde hace seis años.
Casi como un dios
Lunes. Necesito una semana, dice el Profesor Sulaimán. La luz roja rebota en el vidrio del escritorio y le ilumina la cara, que toma el aspecto de un fantasma de cotillón.
Una semana. A veces, una semana es un suspiro, otras es una eternidad. Igual, llame el jueves antes del mediodía y le digo cómo va la cosa. Dejo la bolsa con todo lo que me pidió sobre el escrito rio. Le pregunto si es como me dijo X, cincuenta por ciento ahora y el resto cuando el trabajo esté listo. Esto es distinto. Cien por ciento ya, dice el Profesor. Es un número importante. Se me va la vida, quiero decir, los ahorros de una vida. Una indemnización entera. X me había dicho de Sulaimán: es tan infalible como avaro. Pague ahora, reclame después, dice, para contemporizar. Se ríe y cuenta el dinero. Cada tanto se llena el dedo de saliva y babea los billetes para que no se peguen entre sí. Los pliega, los guarda en el bolsillo, se acerca, me da dos palmadas en el hombro, como
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2022 quien insinúa que todo va a salir bien. Al estilo de esos eslóganes procaces de los estudios jurídicos. Veinte años de trayectoria nos avalan. Al Profesor Sulaimán lo avala un prontuario de veinte fo lios.
Necesito una semana. La semana que recién empieza es la primera de las cincuenta y dos partecitas en las que se divide un año. Ahora, en la puerta del consultorio del Profesor, el horizonte enceguece con la silueta de las casas bajas que se recortan en un fondo que parece de otro tiempo. Pueblos de mierda como este no merecen la belleza del crepúsculo. Allá atrás, la bola de fuego amenaza con clavarse en el cielo para siempre. En siete días la an siedad me va a comer de a pedazos. Es como internarse río aden tro, servido en bandeja a un cardumen de pirañas. La semana que me pide el profesor se va transformando en 608.400 segmentos interminables en los que se divide la espera. Entre clac, un segun do y clac, el segundo segundo, se abre un abismo. La sucesión de clacs es tortuosa. Miro sin pestañear y la bola de fuego sigue sin moverse. Alguien congeló el crepúsculo. Sulaimán sale a la puerta. En siete días, cuando el sol esté ahí en donde está ahora, todo va a pasar. Eso dice. Me dan ganas de contestarle que el sol nunca está en el mismo lugar. Pero dejo las precisiones astronómicas para otro momento. Por suerte, cuando llego no hay nadie. Cuando sean las seis y veinticinco en punto y W abra la puerta yo voy a estar en mi cue va. El único lugar de la casa en el que tengo privacidad.
Martes.
El Anticristo no se agració conmigo. El don de la naturalidad
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le fue otorgado a los amanuenses, a los genuflexos, a los dueños de la estrella de fuego bendecidos por el azar. Promedia la maña na. Por primera vez desde que fui a ver al Profesor me cruzo con W. No hablamos. Hasta hace un mes cambiábamos una que otra palabra para lo imprescindible. Ahora ni eso.
Durante todo este tiempo viví el desprecio de W como una liberación antes que como una condena. El problema es que justo en este momento W intenta establecer comunicación. No como frases que van y vienen, ni como un ida y vuelta áspero, como en los últimos tiempos en los que la relación se hundía en la bosta (aunque cada tanto buscaba un poco de oxígeno en la superficie). Ni siquiera como una pregunta aséptica que amerite un monosí labo por respuesta. W entendió todo. Se dio cuenta. Actúa como un hacker. Encuentra un intersticio en mi cabeza. Una falla en la seguridad. Entonces hurga. Busca información en mis silencios y en mis miradas al suelo.
Hoy hace un año del primer intercambio de puteadas. Incluso a partir de ahí siempre me manejé con naturalidad. O al menos eso creí.
Hoy hace un mes de la puteada final y del revoleo mutuo de objetos voladores identificados. Desde ese momento sentencia mos al otro a ser planta. El reconocimiento de una existencia vital pero imposibilitada para la comunicación. Dos potus que sobre viven envueltos en hojas amarillas, con el agua mínima para no despertar del todo y con la luz suficiente para no morir del todo. Y seguía habiendo naturalidad. Hoy, en este instante, hace veinticuatro horas que salí del con sultorio del Profesor Sulaimán. La naturalidad se fue al carajo. W
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sabe que hay algo. Aunque no me cruce con W, aunque W sea el potus que se encierra en otra habitación o en otra ciudad o en otro país, no vivo mi vida sino la impostación de mi vida. Un tic, un gesto, el más leve movimiento me puede vender. El ojo de Orwell mira todo el tiempo.
Miércoles.
Tres y cuarto de la mañana. W entra con todo el sigilo que le es posible pero la retracción del pestillo de la cerradura retumba en la oscuridad. Un cataclismo de varillas metálicas que se rea comodan con el giro de la llave. El cuidado que simula W parece el summum de la discreción, pero en la hondura de la noche es como si un tren descarrilara aquí nomás, pegado a mi almohada. Un año atrás, o seis meses atrás, no se las iba a llevar de arriba. Me iba a escuchar. Ahora tiene aprender a escuchar desde mi si lencio. Dejar que le germine adentro la idea de que la traición se paga. La convivencia es obligada: ninguno de los dos tiene en donde caerse muerto. Gracias al Dios en llamas tenemos un dormitorio número uno que siempre fue dormitorio y un living que transformamos en dormitorio número dos para que ninguno sienta repulsión por el otro cuerpo ahí al lado. El dormitorio dos es mi cueva.
W anda por la casa con deslizamiento felino. Tengo un presen timiento: sabe lo que le llevé a Sulaimán. Con los pelos no hubo historia, me bastó con rascar un poco el desagote de la bañera. Y alguna prenda íntima, había dicho el Profesor. Usada. Cuando me explicó que era por los fluidos, le dije directamente que no.
—¿Ni siquiera..? —dijo el profesor.
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—Ni siquiera.
—Entonces no hay forma. Búsquele la vuelta.
Le busqué la vuelta. No fue fácil. Algo pude rescatar de entre la ropa sucia. Se lo llevé.
El sigilo se transforma en impostura. W simula no tener intención de despertarme, pero lo único que quiere es que me dé cuenta de que vuelve de madrugada. Darle vuelo a la maraña que me carcome el marote. Celos infundados, porque nadie puede te ner celos de un potus. Aun en el caso de que los tuviera, ya no hay relación. Si no hay relación, no hay infidelidad. Fue la infidelidad la que mató la relación. Sin embargo, el mazacote crece aden tro. Ahora W inaugura mi noche en vela y a los cinco minutos se encierra y se duerme con la placidez de los que han saldado las deudas con el mundo.
Jueves.
Anoche tampoco pude dormir. Se me fue el clac clac segundo a segundo por la ansiedad. En un rato tengo que llamar al Profesor, para que me diga cómo anda todo. Apoyo la oreja en la puer ta. W anda por la cocina. Va a tomarse todo el tiempo del mundo para provocarme fastidio. Parsimonia al límite para su patético desayuno de yogur de frutos del bosque con cereales. Espero que W se vaya, así puedo llamar a Sulaimán con tran quilidad. Es capaz de andar parando la oreja, como hacía en esas semanas híbridas de puteadas y reconciliaciones. Una vez que cierra la puerta me queda una única certeza. Seis y veinticinco en punto va a volver del trabajo. Hasta ese momento, la casa es mía. No brindamos ese tipo de información por teléfono. Con esa
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afectación pedorra lo dice: No brindamos ese tipo de información. La humanidad está despojando de contenido a las palabras. Brin dar quiere decir otra cosa. No es Sulaimán, es la secretaria. No se apiada por mi insistencia. Dice que es un tema confidencial. Que solo se habla personalmente. Que pase a la tarde. No, que mejor mañana a la mañana. Que no es seguro que me atienda. Que está muy ocupado. Que va a tratar de hacerme un lugarcito. Que no promete nada.
Viernes. No salgo de la cueva hasta que W da dos vueltas a la cerradura. El colectivo explota de gente. Nadie sabe hacia dónde mirar, con tal de no mirarme. En estos tiempos muertos las miradas interro gan, acusan. El Profesor Sulaimán me clava en la sala de espera. Venga, me dice, dos horas después. La única luz que hay en el consultorio viene de la lámpara de haces rojos. La puerta del aparador cru je como en una película clase B. El entorno nos vuelve burdos. La luz colorada, el aparador desvencijado, las bisagras ruidosas, todo lo que nos rodea surte un efecto contrario al esperado. Es una puesta en escena bizarra que desdibuja el momento único que estamos viviendo. Sulaimán saca una caja con forma de pen tágono invertido, desengancha la tapa por el vértice inferior y la abre. El muñeco vudú tiene dos cruces por ojos, resaltadas grose ramente con fibrón negro. La ropita del muñeco tiene un nom bre: W. Parece un monigote asexuado. ¿Es muñeco o es muñeca?, le pregunto al Profesor. Para el caso es lo mismo, dice. Está lleno de alfileres en el torso, más densamente a la altura del corazón,
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más espaciados hacia los extremos. Ciento sesenta y nueve alfile res. Trece veces trece. Cierra la caja y la vuelve a poner en el apa rador. El Profesor está seguro de que el lunes a la tarde va a haber novedades. Prende una lámpara que cuelga del techo y la falsa energía malamente recreada en la habitación se disipa. Si había un leve vahído a misterio, esa levedad se pierde del todo. Parece el lugar de trabajo de un viejo maniático. Cinco y media llego a casa. Me doy una ducha. A las seis pongo la pava al fuego. Seis y cinco lleno el mate con yerba. Seis y diez vacío la pava en el termo. Seis y cuarto abro la lata y manoteo unas galletas. Seis y veinte me encierro en el dormitorio número dos. Seis y veintitrés doy el primer sorbo al mate. Estoy seguro en mi búnker antinuclear. Seis y veinticinco se abre la puerta de entrada. Dos vueltas a la llave. Y los pasos de W. Sábado.
Voy hasta la casa de X. Es la persona que me recomendó al Pro fesor Sulaimán. No sé a qué voy. Tengo una sospecha: a apuntalar inseguridades. Es un dios, me había dicho de Sulaimán. Macanas. Los dioses no tienen tarifario para los milagros. Sulaimán dice que necesita una semana, y el dios más dios que conozco en una semana armó este desastre sin principio ni final. El primer y el segundo día creó los cielos y la tierra. El tercero los continentes y la vida vegetal. El cuarto, el sol y las estrellas. El quinto creó a todas las criaturas. El sexto, al hombre y a la mujer. Y el séptimo descansó. Sulaimán no es Dios. No creó nada. Necesita siete días para sacar del medio a W. Se lo digo a X, que se rectifica a medias. —Bueno, no será un dios. Es casi como un dios.
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Domingo.
Los fines de semana son difíciles. Desde el despido no tengo obligaciones, y W trabaja de lunes a viernes. Vivimos deshacien do posibles encuentros, estableciendo cálculos probabilísticos sobre la chance de cruzarnos en algún momento del día en al guno de los ochenta metros cuadrados de la casa, auscultando escatologías para no toparnos en la puerta del baño, midiendo el daño de los jugos gástricos sobre las paredes del estómago para evitar encuentros fortuitos en la cocina. Sulaimán la tiene peor. Tuvo que esperar el ciclo de la luna, ir al cementerio y enterrar al vudú clavado con tantos alfileres como el producto de trece multiplicado por sí mismo. El monigote en el primer pozo. El manojo de pelos en el segundo pozo. Las prendas íntimas con sospecha de fluidos en el tercer pozo. El casi Dios Sulaimán procede al re vés de su mentor. No puede permitirse el descanso dominical. Hace horas extras que ocupa en tareas impronunciables. Con los honorarios satisface sus vicios terrenales.
Lunes.
Me levanto antes de que W despierte y salgo a la calle a dar vueltas. Hoy no quiero imprevistos. No quiero que el remanso de un recuerdo me enternezca. No quiero mirarle la cara, ni sospechar una mueca, ni sospechar que sospecha, ni sospechar que se dio cuenta de que yo sospecho que sospecha. No quiero volverme frágil por un pasado tan pasado que suena como un coro que can ta loas a momentos felices de otras vidas.
No se puede confiar en nadie. Cada mortal de este pueblo es pera que llegue la hora. Cada miserable que anda por ahí vive con
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la esperanza de que a las seis y veinticinco de la tarde algo va a cambiar. El pueblo es un laberinto de mentira. Todos conocemos la salida, pero fingimos dar vueltas a tientas hasta el crepúsculo. A la hora señalada, todos nos detenemos. Miramos el horizonte, vamos hacia la salida, esperamos el milagro justo cuando el sol se congela ahí, en un fondo de nubes tornasol. Es la hora en que todo puede suceder, como dijo el Profesor.
Seis y veinte. Abro la puerta. La casa huele a soledad, aunque nunca se sabe.
A las seis y veinticinco alguien gira la llave y un complejo me canismo de varillas se va desplazando dentro de la cerradura. Se parece a la rutina de siempre, pero la tarde tiene un algo indes cifrable que la hace distinta. Por el ojo de la cerradura se filtra un hedor a flores podridas. O por ahí el hedor estuvo siempre y nunca me di cuenta. Clac, un primer segundo y un abismo. El otro clac, el del segundo definitivo, se hace desear. Barrerá con la pausa del crepúsculo justo en el momento en que la bola de fuego se descongele.
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Profesora de Música, maestra, avistadora de aves. Hace canciones y escribe cuentos y poemas. Editó “Ornitocuentos”, “Insectocuentos”, “Luna en casa I” y “Acordeón Colorido”, este último como coautora junto a “A cuatro manos”. Por tercera vez consecutiva participa de la antología del taller de Escritura de La Calabaza.
Regalo de cumpleaños
“Los lunes se sienten”, dijo alguien. Y sí, se despertó esa mañana agotado y con los brazos doloridos. Todavía quedaba todo el día por transitar, igual que un planeta obligado a seguir su órbita. El trabajo para él sí era un trabajo, después de casi treinta años le faltaba motivación. La monotonía lo llevó al hartazgo. Viajar por la autopista, aunque fueran solo treinta minutos, lo angustiaba. “Lo malo de la hora pico, miles de personas confluyendo hacia el mismo punto, igual que los ríos yendo al océano, menos mal que bajo en Berazategui”, piensa Gonzalo, “el colapso viene después, a la altura de Sarandí”.
Josefina está de guardia, vuelve al mediodía. Toma unos mates, prepara los documentos, se asegura de tener plata en la billetera, busca las llaves y sale. Camina mirando lo bien que quedó el pasto que cortó el día anterior y ve que hay cuatro pozos. Se detiene a mirarlos. Sale robóticamente por la 619 hasta la colectora. “Buen lunes, por lo menos el tránsito fluye como el tiempo”. Estaciona
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Marina Vitagliano
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el auto en 148 y 10 para no pagar. Camina hasta la 14, cruza la vía y llega al laboratorio. Gonzalo pensará qué hacer ni bien se jubile, establecerá un orden de prioridades de todo lo quiso y postergó por culpa del trabajo, escuchará su voz interna después del al muerzo, en el momento máximo de somnolencia. “Llegar óptimo a las tres de la tarde es una quimera”. Se pone el guardapolvo y el dolor en los brazos le resulta extraño “es verdad que los años pa san”. Josefina llega a la casa. “Lo bueno es que mañana no trabajo”. Ve los pozos pero el sueño es tan fuerte que prefiere ir a la cama. Cuando despierte sabrá de la necesidad de usar la placa miorrela jante para el bruxismo; les dará de comer a las perras; preparará el mate para encontrarse con Gonzalo en alguna discusión.
—¿Cómo te fue?
—Normal, igual que los días anteriores. ¿A vos?
—Bien, muchos heridos y accidentados del fin de semana, lo de siempre.
—Yo ceno y me voy a dormir.
—¿Hace dos días que no me ves y te vas a dormir?
—No voy a discutir eso.
—Está bien, hablemos de otra cosa ¿Viste los pozos que hay en el parque?
—Sí, no sé qué pasó.
—¿Cómo que no sabés qué pasó?
Gonzalo se acuesta. Sueña. Está en un bosque de araucarias. Camina subiendo y bajando. Busca una parte plana del terreno, un descanso, para mirar el cielo y respirar. Se acuesta y, al hacerlo, siente miles de pinchazos en el cuerpo. Las hojas secas de los árboles son alfileres que le atraviesan la piel. Quiere levantarse
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pero está como anestesiado, no se puede mover. Grita, pero nadie lo escucha. Josefina prepara un té de manzanilla, se ducha y se va a dormir. La siesta no fue suficiente después de treinta horas de guardia. Tiene un sueño profundo, tanto que no escucha a Gon zalo salir de la casa, ni tampoco abrir el portón o el sonido del auto en marcha: nada la despierta. Es mediodía. Se levanta y sale al patio. Pone la pava y prepara el mate con jengibre. Deja salir a las perras. Las mira mientras corren por el pasto. Ve que una se cae en uno de los pozos. Los cuenta: son ocho. Corre para ayu darla a salir. El agua hierve, no sirve para el mate, la tira y pone otra vez la pava. “Ayer no había ocho pozos”.
Por la 148 no hay lugar para estacionar. Gonzalo prueba esta vez dejarlo sobre la 16. Gira el volante para un lado y para el otro, siente los brazos cansados, le cuesta maniobrar. Camina hasta la 14, cruza la vía y llega al trabajo. Cuando era estudiante del Politécnico no pensaba en lo rutinario de ser bioquímico. “Iróni co, porque la ciencia es de lo más creativa”. “Hubiese elegido otra orientación y no Química”. Tampoco él era muy creativo, ni de los mejores alumnos. “Los martes viene poca gente, quizás pueda dormir un rato”. Gonzalo almuerza. Aprovecha que los técnicos festejan el cumpleaños de Matías en “Un tano y dos gallegos” y se tira en el sillón de su oficina, cierra los ojos, se duerme. Abre los ojos. Mira el reloj: “al menos pude dormir media hora”. Alguien guardó el instrumental de trabajo: en una caja los microscopios con los porta y los cubreobjetos; en otra caja las pipetas Pasteur y las de vidrio guardadas con prolijidad; los Eppendorf con muestras de sangre, de orina, y líquidos de punción para derivar y en otra caja los reactivos, colorantes y desechos de los equipos. Tarda
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cerca de una hora pero consigue dejar el laboratorio en condicio nes para seguir trabajando.
—Hola, ¿cómo te fue?
—No tan normal como ayer. Alguien guardó los materiales del laboratorio como si fuéramos a mudarnos.
—¿Cómo alguien?
—Sí, alguien, no sé quién.
—¿Cómo puede ser que no sepas lo que pasa en tu laborato rio?, ¡nunca sabés nada! Lo mismo que acá en casa.
—No voy a discutir, Josefina.
—¿Viste el parque?
—No.
—Ayer había cuatro pozos, esta mañana, el doble. ¿Tampoco sabés qué pasó?
—No. Me voy a dormir, estoy muy cansado.
Josefina toma un calmante para aplacar el dolor de la mandí bula. Se mira los dientes: cada vez más gastados. ¿Y esto de los pozos?. Camina hasta el galpón, abre la puerta: la pala no está. Vuelve a la casa. Hoy no tiene sueño. Las guardias la hacen na vegar entre lapsos de insomnio y somnolencias. Será una noche para pintar sobre cerámica. Acomoda en la mesa uno a uno los materiales, los pinceles están deshilachados pero sirven. Prende la radio a.m., en el dial busca el 750. Escucha al “Trío sin nom bre” y luego una anécdota sobre Ana Bolena. “Cuando me pesen los párpados, corto”. Sigue pintando. Gonzalo se levanta y la mira fijamente. Pareciera que quiere hablar pero olvidó las palabras. Camina hasta la puerta balcón y mira a través del vidrio.
—¿Está muy fuerte la radio? ¿Querés que la apague?
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—No hace falta.
—¿No podés dormir? ¿Querés un té?
Josefina aprovecha el corte de inspiración para ir al baño. Vuel ve a la pintura. Gonzalo no está. “Qué rápido soluciona el tema del insomnio, ni el té necesita”. Ya pasaron las historias, el “Trío sin nombre”, y ahora Josefina escucha las publicidades, difusas, como desde dentro del agua, su cabeza cae hacia adelante. “Es ahora”. Deja las cosas en la mesa y se acuesta en el sillón. Sueña que maneja el auto con las dos perras atrás, en un momento In dia se escapa del auto por la ventanilla, cae en el asfalto y corre por una de las calles perpendiculares a la subida de la autopista. Se desespera. No puede frenar en ese lugar. Sube a la autopista pensando en cómo hará para encontrarla, impacta con el auto de adelante.
Gonzalo cierra la puerta con un golpe que la saca del sueño.
—¿No podés dormir? —pregunta Josefina.
—Sí, puedo —le dice mecánicamente. —Tuve una pesadilla.
Gonzalo no dice nada, tiene la mirada fija, como en un trance.
“Los miércoles son intrascendentes” piensa Gonzalo mientras prepara el mate. “Esta noche Josefina está de guardia”. Llena los platos de las perras, unos gramos de alimento balanceado en cada uno, a Gonzalo le pesan como si fueran paquetes de harina. Sale al patio a darles de comer. Se estira, bosteza y ve que esta mañana hay más pozos. ”Tengo que solucionar este tema, ya no queda lugar por donde caminar”. Faltan unos días para el cumpleaños de Josefina. No sabe qué comprarle. Siempre fue difícil elegir un regalo que la conforme. “Si lo compro hoy lo puedo esconder sin
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que ella esté en casa”. Saca el auto, otra vez al laboratorio, el sol se ve nítido en la autopista con los bordes bien marcados. Es un anaranjado intenso. “Un día berazateguense”. El peaje está compli cado, hay una protesta. De las nueve cabinas solo están abiertas dos. “Un adelanto de lo que será mi día. Tantos autos como uvas de un racimo”. Gonzalo llega tarde. Baja en Berazategui y deja el auto en 14 y 149. “Hoy pago estacionamiento”. Llama al laborato rio y avisa que llegará un par de horas más tarde. Camina por 14 buscando no el regalo perfecto sino uno digno. Josefina es hábil para la crítica y eso lo incomoda. Siente rara la sensación de cami nar, es como si su cuerpo perdiera peso y las piernas se movieran de manera automática. Se mira los pies prestando atención a cada paso, a cada movimiento, su vista concentrada en el piso. Lo detiene uno de los árboles de la joyería. Gonzalo odia esos árboles llenos de palomas que enchastran la vereda. El golpe le deja una marca en la frente y un hilo de sangre. “El mal día se ve desde la mañana”. Antes de ir a la Sábato pasa por Misky. “Seguro tengo para rato en la sala de espera. Tiempo para pensar en el regalo y comer una hamburguesa”. ¿Gonzalo Fernández?, se escucha una voz en el pasillo. Entra al consultorio, la enfermera le dice que es un corte mínimo, que con pegamento se cierra y listo. Sale de la Sábato y maneja hasta el laboratorio. De a poco, como las nubes ocupando el cielo, va creciendo el dolor de cabeza. Está más can sado que los días anteriores. “Por hoy ya fue bastante, paso por el laboratorio y me voy a casa, el regalo lo compro mañana”. Cuenta los pozos: son doce, parecidos entre sí, prolijos, de unos cuarenta centímetros de profundidad y cuarenta de diámetro. “Esto es un peligro, metés un piecito y te vas directo al piso”. Entra a la casa,
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prepara la cena, algo rápido para no restar horas de sueño. “Hasta el viernes después del mediodía Josefina no vuelve, puedo escon der el regalo mañana”, es lo último que piensa antes de quedarse dormido.
Es un jueves nublado, parece de esos días en los que el cielo se cae, gris como en el tango, ideal para dormir y no trabajar. Gonza lo durmió bien pero está cansado. Prepara el mate, les da comida a las perras, sale al patio para chequear la temperatura y elegir qué ropa ponerse. Le duelen los músculos de las piernas. Mira el parque. El tema de los pozos lo tiene cansado, los montículos de tierra al lado de cada uno de ellos le da al parque el aspecto de tar ta de dulce de leche. Camina hasta el galpón decidido a taparlos, pero no encuentra la pala. Ayer no fue al trabajo, hoy no puede faltar. Saca el auto y sube a la autopista, el parabrisas se vuelve literal: gotitas ínfimas caminan por él. “Y sí, con este cielo mejor que descargue todo de una vez”. Llega al laboratorio.
—¿Se siente bien? —pregunta uno de los técnicos—, tiene cara de cansado.
—Sí, sí, tengo un poco de sueño, pero es que los días así son para estar en casa comiendo torta fritas, ¿no?
Entra a su oficina con la intención de trabajar, se saca el abrigo para ponerse el guardapolvo. Se sienta en el sillón. “Solo cinco mi nutos para pensar en el regalo de Josefina”. En el minuto tres cie rra los ojos y se duerme. Hay montones de informes para firmar, sin embargo ninguno de los técnicos se anima a despertarlo. Es la hora del cierre. No queda otra, alguien lo tiene que despertar, dice uno. hacemos sorteo y vemos, contesta otro. Gonzalo abre los ojos pero tarda en moverse, siente el cuerpo paralizado. “El
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regalo tendrá que esperar”. Sale del laboratorio. La lluvia es abun dante, no se ve nada, el limpiaparabrisas parece un metrónomo con la negra a ciento veinte. En el peaje sigue el reclamo. Gonzalo maneja con cuidado a pesar del cansancio y de las ganas de llegar a su casa. Lo logra. Mira los pozos llenos de agua, los montículos de tierra esparcidos en el pasto, las perras embarradas. Está can sado. Se ducha y se duerme.
“Por fin viernes”. Los viernes se sienten —dijo alguien. Es una mañana hermosa, el cielo diáfano ”Josefina llega a eso de las dos de la tarde y no le compré nada”. Prepara el mate. El parque es un barrial, las calles están tapadas de agua negra. Escucha el ruido de un motor grande. “Un camión, así queda la calle después, lle na de surcos”. Toma un mate y por la ventana ve que es el camión del Vivero Municipal, parece que no puede avanzar. El conductor insiste. Esfuerza el motor. Las perras corren a ladrar. “No lo saca más de ahí”.
—Hola vecino. No puedo salir, se encajó el camión.
—¿Y cómo salgo? Tengo que ir a trabajar.
—Sí, le pido disculpas. Llamé a la grúa pero me dijeron que tienen demora. Cuando venga no voy a poder subirlo con la carga. ¿Le puedo dejar estos árboles?
Gonzalo mira los pozos, la tierra absorbió el agua, los montículos se habían unido al pasto. Tiene todo el día para plantarlos. Abre el portón y entre los dos bajan los veinte árboles.
—Los pozos ya están hechos —dice Gonzalo.
—Te ayudo a plantarlos. La grúa no viene hasta el mediodía —dice el del vivero.
“Josefina no llega hasta las dos de la tarde”, piensa, mientras
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ubica el primer árbol en el último pozo del parque. “Creo que llegamos bien con los tiempos”.
—¡Feliz cumpleaños! —le dice apenas la ve llegar.
—Gracias. Qué regalo original.
—¿Cuál regalo?
—Estos árboles, me encantan. Siempre te dije que quería una arboleda.
—Me alegra que te gusten.
Josefina entra a la casa. Está todo sucio, especialmente el piso, hay huellas de barro de todos los tamaños. Sigue las pisadas como detective. La llevan a su habitación. Va por el camino marcado hasta la cama. Le llama la atención un mango de madera que sobresale por debajo. Mira y la encuentra. Sale al patio, Gonzalo está sentado tomando unos mates, le hizo bien no trabajar ese viernes.
—La pala debajo de la cama ¿también es regalo de cumplea ños?
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Periodista, fotógrafo y artesano en varias especialidades. Y algunas cosas más también. Es argentino y berazateguense. Hace unos años empezó a escribir cuentos. Participó en varias antologías. La editorial independiente Charco editó un libro con textos e imágenes suyas. Sigue estudiando. Siempre.
Luna de mielda
Lunes 12am. La llegada.
Luego de veintiocho horas de vuelo, Eric y Lucía aterrizaron en Phuket. Valijas y burocracia de por medio, en una hora estaban en el mejor hotel de la ciudad. El padre de Lu era un conocido em presario de la carne y les había pagado la luna de miel. El edificio estaba casi sobre la playa y cada departamento constaba de dos pisos, siempre el de arriba un poco más chico, como una pirámide escalonada maya. Uno con las habitaciones, baño y comedor, y el superior todo vidriado con vista a los cuatro puntos cardinales.
—Vení y parate acá, amor.
—Esperá que cuelgo mi ropa, hace un día que está doblada.
—No no, vení ya, esto es re sarpado.
Estaban en el piso 11, el último. No había terraza. Apenas Eric subió no lo podía creer. Una barra, varios sillones, un par de hamacas paraguayas y una pequeña biblioteca eran los únicos mue bles. Un gran sol pintado en el piso dominaba el lugar. Eric se
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Claudio Szapiel
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paró en el medio y empezó a girar sobre sí mismo, con los brazos abiertos, sonriendo. Ya con todas sus cositas ordenadas, la chica subió y también quedó maravillada. Era estar en el cielo. El mar al oeste, las montañas detrás y toda la costa de norte a sur. Desde ahí se veía el infinito. Y más allá.
Se cambiaron y fueron a la playa. Algunos arbolitos, arena blanquísima y aguas cristalinas. Solo una contra tenía el lugar, había muchísima gente. Mejor dicho, turistas, muchísimos turis tas. Detrás de la línea de edificios, un pueblo. El pueblo. Humilde, de casas bajas, al parecer bastante populoso. Pero no se veía a esa gente en la playa. Claro, tampoco uno encuentra marplatenses en el mar en verano, es lógico que le escapen a la temporada alta, pero acá era distinto, ni siquiera había trabajadores del pueblo. Los empleados, barrenderos, vendedores ambulantes eran todos extranjeros.
Ocho horas en la playa. Eric no estaba muy contento con eso, hubiera preferido ir a otro lado, Barcelona tal vez. Estaba claro que él no eligió el destino. Ni lo pagó.
De vuelta al hotel, un duchazo y a cenar a la planta baja. Eric no sabía nada de inglés, así que ella hacía los pedidos por ambos.
—No había Coca –dijo la chica y sonrió.
El mozo puso una Sprite en el centro de la mesa. Ya de subida en el ascensor, a él se le ocurrió una idea.
—Amor amor amor, amor.
—¡Pará un poco, loco! ¿Qué querés?
—¡Tengo una idea buenísima! ¿Y si subimos el colchón y lo ponemos sobre el sol?
Y allí durmieron, casi en el cielo, como en una nube.
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Martes 10am. La revuelta.
El sol entrando por el lado del pueblo y las montañas lo des pertó. Ella ya había bajado. Había olor a café. Eric se acercó a una ventana y miró para abajo. Era un hormiguero de gente caminan do entre esas casas que se veían minúsculas desde ahí. Más allá las montañas. Imponentes, hermosas, inquietantes. Eric recordó que para el jueves tenían una excursión a una gruta detrás de unas cascadas, en la que los lugareños llamaban la montaña sagrada.
Ya estaban bajo una especie de sombrilla fija hecha con un poste de palmera y un entrecruzado de juncos cuando Lu se llevó la mano a la cabeza.
—Mor, me olvidé el Rayito de Sol en el hotel. Voy y vengo.
—Ojalá fuera Rayito de Sol, ¡ese protector no habla español!
—Dale, ¡vos me entendés!
—Jaa, si si, andá tranquila, acá te espero, dónde voy a ir. ¡Trae me la gorra negra si la encontrás! —le gritó mientras se alejaba.
Lucía le tiró un beso y asintió con la cabeza.
Disfrutaba de un trago raro, de una fruta aún más rara, servido por un marroquí en un puestito sobre la playa cuando escuchó los primeros gritos. Cada vez más fuerte, cada vez más cerca. Eric se acordó del tsunami de 2004. Miró al mar, nada, estaba re tranqui. Giró la cabeza y vio una marea humana. Con palos machetes y piedras arrasaban con todo a su paso. Como langostas.
Soltó el vaso y se puso la mochi. Pensó en meterse al mar, pero no era delfín, allí sería presa fácil. Se quedó un segundo parado, miró a su alrededor. Tenía que salir de la playa, hacia la izquierda parecía más seguro. Corrió. Buscó algo para defenderse, no había nada. Vio una cámara réflex abandonada sobre una mantita, la
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levantó de la correa y siguió. Gritos, llanto, sangre. Todo era un caos. Se encontró frente a alguien que lo amenazaba con un palo. Revoleando su arma, lo bajó de un camarazo en la cara. Conti nuó corriendo. Correr en la arena seca no es fácil. De repente dos agresores más, esta vez se quedó parado sin saber qué hacer. Lo ignoraron y atacaron a una pareja que venía atrás de él. Pensó en Lucía. Siguió corriendo y llegó a la calle. Por ahí ya había pasado la marea, ahora lo peor estaba en la playa. Hizo unos metros y se metió en un hotel pequeño en el que alguien dejaba entrar a otra persona. Cerraron la puerta apenas entró y ya no pasó nadie más. Había un montón de gente llorando, lastimada, perdida en el hall de entrada. Se apartó un poco del tumulto y llamó.
—Lu, ¿dónde estás? ¿Estás bien?
—Sí en el hotel. ¿Vos dónde estás? Esto es un quilombo. Vení por favor, tengo miedo.
—¿Pero ahí entraron? ¿Cómo está la cosa?
—No por suerte no, dicen que nos quedemos tranquilos, que a este hotel no van a poder entrar. ¿Vos dónde estás?
—En una especie de hostel a un par de cuadras, vos quédate ahí, ya veré cómo llegar. Si podés averiguá qué mierda está pasan do.
Eric trató de hablar con la gente que lo rodeaba pero nadie lo entendía.
—¡La puta madreeee! ¿Por qué todos hablan en chiiiino? — gritó mirando al cielo.
—Tailandés, francés, coreano, ruso…
Eric bajó la vista y se encontró con los ojos negrísimos de una flaca que lo miraba con total tranquilidad.
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—Hay gente de todo el mundo, pero si hablás en inglés casi todos te van a entender.
Eric la observó por un instante. La chica era un ángel. De tez morena, pelo negro largo, shortcito y remera de Jim Morrison.
—¿Qué es todo esto? ¿Vos sabés?
—No, pará que voy a averiguar.
Al rato la chica volvió. No podemos hacer nada, le dijo. Es una revuelta popular. Parece que la gente del lugar se cansó de los hoteles de lujo y sus turistas. Luego indago bien, ahora tenemos que descansar. Traía unas frazadas en la mano para que el piso no fuera tan frío ni incómodo.
Miércoles 6am. La espera.
El teléfono me despertó. La tranquilizo a Lu, tres por ciento de batería. La gente del hotel reparte café y pancitos entre los no huéspedes. No veo a la flaca. Me acerco a una ventana y miro hacia la calle, parece desierta. Un piedrazo en el vidrio a la altura de mi cara me asusta. Alguien me grita y me corre de allí. Me reta, creo que me putea, no sé. En chino, obvio. Asiento con la cabeza como un nene que sabe que se mandó una cagada. Me hago entender con un mozo y me lleva a cargar el celular. Aparece la chica.
—Buen día.
—Mmm, ponele, ¿dónde estabas?
—Averiguando. Como dije antes, la gente del pueblo se cansó. Los edificios le taparon el mar y todo el sol de la tarde, profanan sus tumbas y hacen dijes con huesos de sus antepasados, llevan turistas de paseo a su montaña sagrada, y para rematar, ni un cen tavo de lo que se mueve aquí, se reinvierte en su pueblo. Ni hos
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pital tienen, hay uno que es solo para turistas. La verdad que un poco los entiendo.
—Y vos qué onda, ¿trabajás? ¿Estudiás? ¿De vacaciones?
—Ah, ¿sos de migraciones? ¿Querés saber cuántos dólares tra je también? —la chica sonrió—. Junto a un grupo de personas es tudiamos el comportamiento de un murciélago que vive en estas montañas.
Me di vuelta y la dejé hablando sola. Era mi celular, corrí a la barra y lo atendí. Amor, ¿qué pasa? ¿Todo bien? A la tarde inten taré llegar hasta ahí. Sí. Sí. Yo también. Dale, dale. Más tarde nos vemos. Un beso. Miro el celular, 15 por ciento.
—¿Tu novia?
—Mi mujer. Está en el Amari 32.
—¡Ah! Una moneda.
—Ni cerca, mis suegros pagaron este viaje. Tengo que llegar al Amari 32.
—¡Estás loco! No es una buena idea. Ella va a estar bien ahí, lo mejor es esperar.
—No, apenas pueda salgo.
Al mediodía, la gente del hotel sirvió una sopa, rara pero rica. De día será difícil, tendré que esperar a que oscurezca. En la calle no se ve gente, pero cada tanto pasan grupitos como si fueran patrullas. Apenas oscureció fui a buscar el celu, la réflex de defensa personal y pedí que me abrieran la puerta.
—No te van a dejar entrar.
—Mi mujer está sola, tengo que ir.
—Te van a matar.
No contesté, me abrieron miré para todos lados y salí, pega
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dito a la pared. Eran solo dos cuadras. No habré hecho ni diez metros que escuché un ruido atrás mío. Un tipo en el piso y la morocha parada al lado.
—¡Jim! ¿Qué haces acá?
—Seis metros hiciste, si te dejo solo no llegás a la esquina, dale, metele.
Hora y pico después, de a poco y ocultándonos de esos grupos armados, llegamos a la puerta de mi hotel. Golpeamos, rogamos, les mostré mi tarjeta de huésped y nada. La llamé a Lucía que bajó, habló con todos, lloró, intentó abrir ella la puerta. Nada. Se acerca una patrulla, tenemos que salir corriendo.
Jueves 2am. Hotel Paraíso.
Hace cuatro horas que nos ocultamos en la cabina de un ca mión de reparto. Capaz dormí un rato, no sé. Tenemos que movernos, no podemos amanecer acá.
—Vamos a mi hotel, hace seis meses que paro ahí, me van a abrir seguro.
Tengo el celu en silencio. Diez llamadas perdidas de Lu. Ocho por ciento de batería. Le mando un mensajito. Tranquila, busco un lugar seguro y te llamo. Te amo. Veo una inmediata respuesta que ni abro: ¿y esa chica? Parece que no viene nadie. Vamos, le dije, y salimos del camión.
—No va a ser fácil, es a seis cuadras, casi donde termina la línea de edificios.
—Te sigo.
Sigilosamente, haciendo tramos cortos y procurando tener siempre alguna entradita donde poder ocultarnos, fuimos avan
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zando. Había gente muerta por todos lados, con sus bolsos de marca, sus celulares, sus relojes. Cualquier ruido nos alertaba, un perro, una lata arrastrada por el viento, las olas rompiendo contra el muelle, algún grito. A veces desde los hoteles nos pe dían que viéramos o atendiéramos a alguien tirado en la calle. No podíamos arriesgarnos a eso. Pensamos en caminar por la costa, no se veía a nadie, pero desistimos, ante cualquier problema, no tendríamos donde ocultarnos. En la ciudad había más opciones. A un par de cuadras delante nuestro vimos una fogata con gente alrededor. Vamos a tener que rodear. Llegar a las esquinas era la peor parte, no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Aquel es El Paraíso. Me señaló un edificio rosa a unos cien me tros. Medio que nos relajamos un poco y no miramos atrás. Ella iba unos pasos delante de mí cuando los vi. Un grupito venía en silencio y acelerando el paso hacia nosotros.
—¡Jim! ¡Jim! Le grité, primero en voz baja y luego fuerte a la oreja al pasar corriendo junto a ella.
Corrimos hasta el hotel y golpeamos con todas nuestras fuer zas. Por suerte había alguien despierto cerca y nos abrió con lo justo. Escuchamos golpes y patadas a la puerta. Gracias, le dijo la chica a un muchacho y lo abrazó. Sabíamos que ibas a estar bien, le dijo el flaco. Yo también agradecí.
El hotel era mucho más modesto que el mío, pero tenía todo lo necesario. Ella saludó unos amigos, preguntó por otros y al rato subimos a su cuarto. Una pieza modesta en el quinto piso con una sola ventana con vista a esas casitas cuyos dueños nos perseguían, sería nuestro nuevo refugio.
—Ponete cómodo. Llamá a tu chica, debe estar preocupada.
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Martina. —dijo mientras se lavaba la cara. La miré como no entendiendo.
—Martina, no Jim —sonrió. Devolví la sonrisa. Hablé con Lu y la tranquilicé, con respecto a mi seguridad y con respecto a la chica. Ya solo debíamos es perar, en los hoteles estábamos seguros, en algún momento, la capital enviaría al ejército o algo así. Estábamos en una isla, no era tan fácil.
Me di un duchazo y dormí casi todo el día, me despertó el aro ma a comida. Menos mal que tenía provisiones en la heladera, una semanita tiramos, me dijo Martina mientras traía una jarra a la mesa. Parece que Lu también está más tranquila, me manda fo tos en el jacuzzi. No sé qué responder. Carita feliz. Estaba muerto de hambre, fueron las albóndigas más ricas de mi vida. Me trajo una frazada para que me tirara en el sillón.
Viernes 8am. La despedida. Ella cocina unos panqueques descalza y con una remera larga de Los Ramones.
—¿Y Jim?
—En el lavarropas. ¿Desayunamos frente al mar?
No contesté, no podíamos salir y su ventana daba a las montañas. Agarrá eso y seguime, me dijo. Fuimos a la terraza. Había varias personas allí. Se saludó con casi todos. Miramos para abajo y las calles parecían desiertas, pero ayer también, eso no era nin guna garantía. Martina se puso a hablar con un amigo, caminé hacia el otro lado del edificio y me quedé mirando. Y sí, esa gente tiene razón, los edificios, los turistas y el supuesto progreso les
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cagó la vida, pienso en qué haría yo si estuviera en su lugar. No sé.
Veo que todos van para el otro lado y se asoman, algunos aplauden. Una especie de fuerza policial entraba a la ciudad y la estaba cercando. A las seis horas pudimos salir de los edificios. Risas, abrazos. Llanto. Ya no había cuerpos en las calles. Lu me espera en la puerta del Amari 32.
—Ella es Martina —le dije después de abrazarla—. Me salvó la vida un par de veces.
Martina sonrió y Lucía le dio un abrazo.
Nos quedaban seis días. Yo me hubiera quedado, y a Lu la po dría haber convencido, pero nos dijeron que iban a desalojar todos los edificios hasta decidir qué hacer con el lugar. Teníamos que irnos.
Nos despedimos de Martina, que se mudaría a un poblado cercano para seguir con sus investigaciones, y partimos en un camión militar hasta el aeropuerto. Nos tocó un vuelo que hacía escala en Ciudad del Cabo y luego nos dejaría en Río de Janeiro. Ahí ya veríamos cómo volver a Buenos Aires.
Pero nada es tan fácil en la vida. Irán tres o cuatro horas de vuelo, es de madrugada y estoy en el quinto sueño. Atravesamos una tormenta. De repente se siente un cimbronazo. Los relám pagos iluminan el cielo y las mascarillas caen sobre nuestras cabezas. Lucía me despierta, me abraza. ¡Jim! Le digo aún medio dormido.
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