17 minute read

V. La familia de Xanín

V. La familia de Xanín

En su visita a Xanín, Camilo se encontró a los abuelos más ancianos de lo que esperaba, y lo que era peor, muy enfermos y sin apenas sentido común. Por supuesto que no lo reconocieron, y tampoco estaba seguro de que llegaran a comprender bien las explicaciones que les dio, a pesar de la insistente ayuda de las dos hijas que vivían con ellos.

Advertisement

Con sus tías, Eugenia y Amparo, solteras y toda la vida en aquella casa, Camilo mantuvo conversaciones largas y densas, ampliándoles las noticias -enviadas por carta en su día- del fallecimiento de su padre, del disgusto familiar, y de su sentida ausencia en el hogar. <<De un día para otro, tuve que suplir a mi padre en todo. Mamá quedó tan destrozada, que se olvidó de llevar la casa hasta en los detalles más insignificantes. Estaba ensimismada por completo con aquella dolorosa perdida, y no dejaba de llorar. Andaba como atontada por la casa, dando vueltas de un lado al otro sin parar. Otras veces permanecía todo el día sentada en un sillón, sin decir palabra... Parecía que el mundo se hubiera acabado para ella de repente... Sufrió un golpe tan tremendo, que yo temí durante casi un año que se volviera loca. De hecho, ya lo estaba a medias. En muchas ocasiones ni se acordaba de sus tres hijos para nada... En otras, mantenía conversaciones con mi padre, como si estuviera allí, y le daba toda

clase de recomendaciones: “Antón, antes de marchar... Antón, cuando vuelvas... cuídate mucho... echa al correo la carta de Xanín...” Poco a poco, con el cuidado y el cariño de las niñas, de la abuela, de los familiares del pueblo, de los vecinos... fue saliendo de aquella delicada situación, recuperó el tino, y volvió a sus habituales quehaceres. De todas formas, aún se le aprecia una permanente y profunda tristeza, y durante mucho tiempo, incluso dio la impresión de haberse olvidado de sonreír. Tan sólo, de vez en cuando, las dos pequeñas le hacían recuperar la risa con sus chiquillerías. ¡Con la alegría que mamá siempre llevaba con ella! De manera, que a partir de ahí, tuve que asumir la dirección de la casa, atender a mis hermanas, preocuparme de las labores del campo, del cuidado del ganado... y lo que es más importante, levantar el ánimo de mi madre, misión que resulta, aún hoy en día, bastante difícil. Y ahora, a mediados de septiembre y pasada la vendimia, siguiendo las antiguas costumbres de las gentes de mi tierra, yo salgo también a hacer la campaña de afilador por el mundo. Esta vez, elegí una ruta poco habitual, “A ruta dos avós” la llamo, con la finalidad primordial de venir a visitaros. De paso me busco trabajo por el camino, pero lo más importante del viaje, era eso, acercarme a Xanín, y estar con vosotros unos días. Después, continuaré hasta Vigo, para conocer el mar por primera vez. Aquel mar del bisabuelo Olegario, del que tanto me habló, y “la hermosa ría viguesa”, según decía él, en dónde se embarcó en el trasa-

tlántico "Araguaya" con destino a Buenos Aires. Por eso le llamo así, “A ruta dos avós”, por los de Xanín y por él de Valdovento. >> A sus preguntas, les informó que el bisabuelo de Valdovento había fallecido hacía poco tiempo, a la edad de noventa y cuatro años. Unos meses antes, aún andaba con su tarazana por los mercadillos de los pueblos cercanos. — La abuela Daría, en cambio, se conserva bien. Ya se acerca a los ochenta, y todavía sigue encargándose del “puchero” de la casa. Desde el fallecimiento del abuelo Modesto, vive con el tío Benito. Hablaron también de su hermana Xiana, que acababa de cumplir once años, de su temprana madurez, y de lo mucho que ya ayudaba en las labores de la casa. Les contaba Camilo, que era una niña responsable, cariñosa, inteligente, estudiante des tacada según decía la maestra... Xiana repetía a menudo, que de mayor quería ser enfermera, o maestra, u oficinista, de esas que escriben a máquina... Parece que hereda de padre el rechazo a las labores del campo, y está claro que no quiere seguir los mismos pasos de su madre, sus tías, sus primas, sus vecinas... — Si es lista para estudiar, capaz de conseguirlo, y eso es lo que quiere, estaría muy bien esa decisión. Yo le apoyaría -comenta Amparo. ¿Por qué todas las mujeres tenemos que seguir con la misma forma de vida que nuestros antepasados? Los chicos ya van cambiando las costumbres, pero

nosotras permanecemos ancladas en lo de siempre. Ya es hora de que esto cambie. Y también les contó Camilo, lo guapiña que estaba Xiana, y lo buena moza que iba a ser. “Saldrá a su madre”, pensaron las tías en voz alta. — ¿Y Carmeliña, la pequeña? –pregunta-

ron.

— Ya tiene ocho años. Es muy lista y revoltosa. En la escuela participa en toda cuanta actividad organiza doña Encarna, la maestra: forma parte del grupo de baile gallego; hizo de Virgen en el último Nacimiento que representaron en Navidad; ganó el tercer premio del reciente concurso de pintura organizado por el Concello; se disfrazó de Caperucita en Carnavales... No se pierde una, es muy graciosa... y también es la que consuela más a mi madre con sus gracias y sus mimos. Les prometió que antes de finalizar el año, vendría con su madre y con las niñas a hacerles una nueva visita.

Aquellas noches, durmió en la habitación que fuera de su padre. Las tías le enseñaron fotografías de cuando era niño, y le fueron relatando muchas anécdotas de su niñez. Recorrió la aldea de un lado a otro, y aunque ya habían pasado más de veinticinco años desde la marcha de Antón a Os Peares, Xanín, según sus tías, se conservaba exactamente igual, tan sólo con las casas un poco más viejas, y con notables bajas en el número de vecinos: unos, por fallecimiento; otros, muertos en la Guerra Civil, como su pa-

dre; y sobre todo, por la permanente emigración de los jóvenes, algunos a América, otros a Centro-Europa, y la mayoría, a las grandes capitales gallegas. Al pasar por un sendero del campo, se cruzaron con una vecina, Eudosia, de mediana edad, tosca de aspecto, y mujer muy parlanchina por lo que se veía. Hablando a gritos, saludó a las tías, y nada más ver a Camilo, exclamó con asombro: — ¡É mismiño o Antón, “caghado e mexa-

do”!

Paseó por la finca de la familia, por las huertas, curioseó en las cuadras, por la bodega, y le dijeron, una vez más, que su padre no había querido ser labriego. Le contaron de Antón, que su joven carácter inquieto lo llevó muy pronto fuera de la aldea, en busca de lugares distintos y de otra forma de vida. Le gustaron siempre las novedades, los cambios de trabajo, conocer a gente diferente, recorrer mundo...y que por eso se escapó muy pronto de la rutina del campo y del pueblo. Por ese mismo afán de aventura, aceptó enseguida el duro trabajo en Os Peares que le propuso el jefe de su empresa. La construcción de aquella formidable presa suponía un reto para él muy tentador. Debía trasladarse a vivir en plena montaña, en unos barracones especialmente preparados para los trabajadores, ubicados justo a pie de obra, y a varios kilómetros del pueblecito más cercano. El radical cambio de forma de vida, y la espectacular obra de ingeniería que le aguardaba, fueron razones más que suficientes para que aceptase la propuesta sin pensárselo dos veces.

En aquel momento, por esta zona próxima a Xanín, tenía empleo de sobra en la construcción de carreteras y caminos, trabajo que ya conocía muy bien después de varios años en ello. No necesitaba para nada el cambio, pero la tentación de lo nuevo pudo otra vez con él, y acabó llevándolo lejos de la casa paterna. “Y allí conoció a tu madre, como ya sabes seguían contándole las tías-. Carmiña, fue la única persona, lo único en su vida, que lo retuvo estable en un sitio.” Después, ya finalizadas para él las obras de la presa, vino la boda, llegaron los hijos, y mientras tanto, siguiendo la tradición familiar de Valdovento, aprendió el oficio de afilador. Como era normal en él, se adaptó enseguida al nuevo oficio... y por supuesto, con el ánimo bien dispuesto para caminar por el mundo y seguir viviendo aventuras.

— Y el resto, Camilo, ya lo conoces tú bien. Nunca quiso volver a Xanín, ni venir a vivir por aquí cerca. Los abuelos, aunque aceptaron resignados su decisión, siempre lamentaron verlo tan poco durante todos estos años, tanto a él como a tu madre, y como a vosotros, los nietos. — Sin embargo -interrumpe Camilo con prontitud, podéis estar seguras de que papá jamás se olvidó de sus padres, ni de vosotras, ni de esta casa. Siempre nos habló de Xanín con pasión, y ahora, aquí presente, me parece conocerlo todo de antes, de mucho antes. Y no es por otra causa, que por los largos relatos que él me hacía de su aldea, de sus padres, de sus hermanas, de la casa... Las

andanzas por el prado con O Troulo, el perro mastín que le ayudaba a cuidar las ovejas; los baños en el río durante el verano; su etapa de monaguillo con don Anselmo; las dos vacas, a Pinta e a Moucha, que las llevaba a pastar; las fiestas del pueblo, con las bandas de música y los gaiteros; la vendimia... Y por cierto, ¿qué pasó con O Troulo? Algo me contó papá... Pero no me acuerdo bien. — Sí, es verdad. O Troulo tuvo una curiosa historia de amor, y tan humana, que podría sucederle a cualquier persona. <<Pues ocurrió, que después de toda su vida en nuestra casa, O Troulo, un buen día, nos abandonó. En sus últimos tiempos con nosotros, observábamos que todas las tardes desaparecía, y siempre creímos que estaría por la huerta, o por el monte... con alguno de los de casa. Hasta que nos dimos cuenta de que nadie sabía de su paradero. Al atardecer, regresaba siempre mojado, con su piel negra brillante por la humedad, y con evidentes síntomas de cansancio. Se recostaba al pie de la lareira, y al poco rato, se dormía.

Intrigados con el comportamiento del perro, una tarde, el abuelo lo siguió. O Troulo atravesó el pueblo con paso apurado, cruzó a nado el río por su parte más estrecha, y se perdió por la otra orilla corriendo monte arriba. El abuelo lo buscó con la vista entre los árboles, y enseguida oyó unos ladridos desconocidos en la lejanía, contestados de inmediato por los de O Troulo... ¡Por fin se descubrió lo que pasaba! O Troulo se había echado novia. Una perra blanca

preciosa, de raza “collie”, con pelo largo y sedoso, de andares majestuosos, parecía una perra princesa salida de algún cuento. Todos los días, a media tarde, se citaban delante de la casa de ella, la de los Moreira, y luego, desaparecían por la arboleda cercana. Un lluvioso día de otoño no regresó de su visita amorosa. Estuvimos varias noches esperando su vuelta, y llenos de tristeza por no saber nada de O Troulo. Indagamos por la aldea, y Merceditas Moreira pronto nos aclaró la ausencia: se había quedado en su finca con Linda, su hermosa perra, y por más que lo había intentado, no consiguió que volviera a nuestra casa. Al fin, una tarde, aparece nervioso por la huerta, moviendo el rabo sin parar. Subió rápido las escaleras, lo recibimos jubilosos prodigándole toda clase de caricias, busca inquieto al abuelo, le suplica sus caricias con el morro, y ya tranquilo, como perdonado, se acostó a sus pies. Al cabo de una hora, más o menos, se levanta, se acerca a cada uno de nosotros en busca del mimo de despedida... y ya entonces, se va lentamente por la escaleras.

Su novia, Linda, lo esperaba acostada en la puerta de casa. Durante cerca de un año, acudió diariamente y puntual a su visita, repitiendo con exactitud, una vez tras otra, la misma ceremonia del primer día. Subía nervioso por las escaleras, se acercaba a todos ordenadamente, restregaba su hocico en nuestras piernas, y acababa tumbado a los pies del

abuelo, o lo seguía a dónde fuera... Y siempre Linda lo esperaba en la puerta pacientemente. Un buen día dejó de venir... y al siguiente... y al otro... O Troulo se había muerto. Nos contó Merceditas, que Linda quedó sumida en una honda tristeza, y que diariamente, se pasaba horas y horas recostada al pie del lugar dónde estaba enterrado. >>

Al despedirse con emoción de la familia de Xanín, en una mezcla de pena y alegría, las tías le recordaron su promesa de volver pronto, y de llegar acompañado de su madre y de sus hermanas en esa próxima visita. Le dieron de plazo hasta las Navidades, y Camilo aceptó. Y manteniendo las arraigadas costumbres de las gentes del campo, en el momento de la partida, le aguardaba una bolsa repleta de comida: chorizos, jamón, tocino, empanada, pan, bica, manzanas, peras... Pesaban los alimentos más que su tarazana. “Para el viaje, Camilo”, le dijeron las tías con cariño.

Entre la bolsa de comida de Xanín, y la de Valdovento que le había enviado su madre a través de don Felipe, podía tener alimento para un mes. Lo de comer, en las aldeas, es asunto de la mayor importancia, aunque después no se tenga un real para comprar un par de botas... ¡Y Dios mío, lo que pesaba la rueda!...

Después de aquella entrañable estancia en la aldea paterna, y tras la emotiva despedida, se trasladó a O Carballiño para acudir a la feria del jueves. Al llegar al frondoso parque donde se celebraba la feria, quedó asombrado del formidable ambiente que allí se vivía. Llevaba pocas campañas como afilador, y en busca de trabajo, había asistido a todo cuanto mercadillo encontraba en su camino. Por Galicia, por Asturias, por Castilla, por La Rioja... y en ninguna parte vio tanta animación, tanta gente, tanto bullicio, tanto mercadeo... Se podría encontrar en el parque todo cuanto uno fuese capaz de imaginar. Campesinos, ganaderos, capadores, barquilleiros, bodegueros, pescantinas, comerciantes, quincalleiros... hasta había gitanos, con una cabra amaestrada subida a una escalera, y con gitanillas bailando al son de una trompeta y un acordeón... Pero lo que es afiladores, ni uno más, tan sólo él. Se compraba y vendía de todo: vacas, ovejas, cabras, cerdos, caballos... legumbres, hortalizas, fruta... ropa, calzado... bebidas milagrosas que curaban cualquier mal, ungüentos para la piel... mantequillas, quesos, castañas, nueces... estampas de santos, escapularios, crucifijos, rosarios, figuras de la Virgen... pendientes, collares, sortijas... pipas y boquillas para los fumadores... rosquillas, bicas, roscones... Una gitana echaba las cartas sobre una banqueta, y leía el porvenir... Un hombre, con mal aspecto, hacía un juego de naipes sobre la mesa, dejándose perder al principio, hasta que subía la

apuesta... Un ciego, con un perro gigante a sus pies, cantaba una siniestra canción al compás de un violín, y la gente hacía coro a su alrededor... — ¡Eh, guapo! ¡Morenazo! ¡Ven “paca”! Hacemos un trato: tú me afilas los cuchillos, y mientras... yo te echo las cartas y te leo el porvenir. Camilo no se pudo negar a la propuesta a gritos de la gitana.

<< Veo una muchacha en tu vida... guapa moza…

-y se paraba a cada carta, en éxtasis, con las manos en alto, los ojos entornados- buenas car-

nes... salerosa y alegre como las castañuelas de mi niña... La conociste hace poco... ya os queréis... ¡Uy moreno, veo un peligro! Hay un muro alto entre los dos... una escalera apoyada con peldaños rotos... Largas ausencias... ¡Veo viajes! ¡Muchos viajes!... ¡Y por mi madre que en paz descanse! -

exclama la gitana, santiguándose tres veces-. ¿Qué

es el agua que veo en la puta de copas?... ¡Que Dios me maldiga si me equivoco! ¡Lo juro por mis hijos que parece el mar! ¡Un mar inmenso!... Estos oros son dinero, harás fortuna... Pasó el tiempo, eres hombre maduro... Veo el amor por el aire... llega volando... sobre un pájaro grande... Hay mucha fiesta, veo unos novios... >>

— ¿Acabaste, moreno? -pregunta la gitana de repente, interrumpiendo la lectura- ¡Pues ala, qué tengas muchos churumbeles! -y recogiendo los cuchillos que le entregaba el afilador, lo despidió sin más. Camilo se marchó riendo... pero...

Luego pasó por los puestos de pulpo, cubiertos por toldos blancos, y con sus mesas y bancos de tablones completamente abarrotados de comensales. No paraban de servir raciones en unos platos de madera, siempre acompañadas de sus correspondientes jarras y cuncas de loza blanca, con vino del ribeiro a rebosar, blanco o tinto... Camilo andaba medio alelado por la feria, de un lado al otro, contemplándolo todo con curiosidad... y olvidándose de la tarea. Si ¡al fin!, empezó a trabajar, fue por las pulpeiras que lo requirieron con urgencia para afilar sus tijeras de cortar el pulpo... Y a partir de ahí, no paró en el resto del día. Doña Silda, que vendía chorizos y jamones en la feria, le alquiló una habitación durante aquellos días. Su casa estaba situada en el centro del pueblo, en la pequeña plaza de delante del Mercado, y allí se instaló con su rueda a la mañana siguiente, a un lado de la fuente. Se mantuvo recibiendo encargos hasta el domingo, y por la tarde, a última hora, una vez finalizada la tarea, decidió marcharse y bajar en el coche de línea a Ribadavia. Al asistir al mercado del lunes, pudo comprobar que la animación no era inferior a la que había vivido en O Carballiño. También aquí encontró trabajo abundante y productivo, pero eso sí, tuvo que seguir soportando el acostumbrado regateo de las gentes de estas tierras, aunque en previsión, ya se cuidó de subir un poco la tarifa para equilibrar la situación. Por Castilla, por La Rioja, por el País Vasco... la gente no regateaba. Era el afilador, el

que tenía que afinar el precio al máximo, para que los paisanos no lo rechazasen de primeras. Lo que observó Camilo en esta feria, que la hacía bastante diferente a la de O Carballiño, fue la abundancia de artesanos de los más dispares oficios: carpinteros, ofreciendo toda clase de pequeños muebles, y brindándose para hacerlos por encargo a la medida; hojalateros, con variados utensilios de cocina a la venta; joyeros, con un extenso surtido de collares, pulseras, anillos, relojes...; cesteiros, que vendían cestas de todos los tamaños y formas, y las hacían en el acto al gusto del cliente; libreros, vendiendo Biblias, Catecismos y demás libros religiosos; artesanos de la piel, exponiendo cinturones, carteras de varios tamaños, zurrones, maletines...; zapateros, que tanto presentaban zapatos para bodas, como botas para el campo; pintores, con sus obras colgadas en las paredes del puesto, y que también dibujaban retratos al momento... Además del trasiego normal de todos estos productos, a Camilo le sorprendió la enorme cantidad de acuerdos que se realizaban en la feria. Presenció cómo los paisanos se citaban en sus casas con carpinteros, para encargarle diversidad de muebles a la medida; como los zapateros tomaban las medidas del pie “in situ”, y previo un adelanto, fijaban el plazo de entrega; como los marroquineros recibían encargos especiales de correajes para las mulas y los bueyes... e incluso, el de un ganadero, que solicitaba una silla de montar a caballo; como el único sastre que había en la feria, tomaba medidas para varios trajes de novios... y a un cura para una

sotana; hasta uno de los pintores quedaba con un matrimonio mayor en pasar por su casa con urgencia -“Antes de que me muera”, le dijo el hombre, para realizar un retrato de familia, al parecer de más de treinta componentes... Más tarde, le contaron a Camilo que una colonia judía asentada en Ribadavia hacía varios siglos, había dejado aquel sedimento en el pueblo y en toda la comarca. Con el paso de los años, los judíos se fueron mezclando con los nativos, y la colonia cómo tal, se acabó diluyendo paulatinamente hasta desaparecer. Pero la mayoría de los oficios que trajeron en su día, se fueron conservando, generación tras generación, y todavía hoy, permanecían muy vivos en la actividad de la zona.

A la mañana siguiente, Camilo, desdeñando posibles trabajos que a buen seguro le iban a surgir, pero ya impaciente por llegar a su destino final, cogió un tren directo a Vigo. Dejaba a un lado la idea de apearse en aquellos pueblos intermedios que le habían recomendado en Bande. Al dirigirse a la estación, pasó delante de un taller de ataúdes. Los judíos, al parecer, también se morían... “¡Aquí, sí que se hacen buenos trajes!”, y se sonrió de su propio chiste.

This article is from: