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VI. Un paseo por Buenos Aires
VI. Un paseo por Buenos Aires
Nunca se pudo imaginar Camilo, que aquel soñado viaje a Buenos Aires pudiera ser tan decisivo para su futuro. La vieja ilusión de imitar al bisabuelo Olegario, e igual que en él, más asentada en la curiosidad y en la aventura que en la necesidad, propició un cambio radical en su vida. Haciendo memoria, llegaba a un antes y a un después notablemente distintos a partir de aquella estancia de poco más de un año en Argentina. Había regresado un Camilo nuevo. ¡Qué suerte había tenido! Desde el primer momento de su salida del puerto de Vigo, la fortuna le acompañó en la aventura sin abandonarlo ni un sólo instante. No hubo circunstancias que no le fueran propicias, y las casualidades tan favorables que se iban dando, se repitieron una tras otra, facilitándolo todo, e incluso, allanando una camino hacia su ansiada formación que no acababa de encontrar en su anterior etapa. ¡No se podía tener más suerte! Nada más iniciarse la travesía en el “Santa María", apenas rebasadas las Islas Cíes, le surgió de repente, sin buscarlo, la primera tarea como afilador, y desde entonces, ya no le faltaría el trabajo en ninguno de los días del trayecto. Un camarero del barco, al descubrir su tarazana en la bodega de equipajes, se interesó enseguida por su propietario. Lo que empezó con dos navajas de afeitar, no tuvo fin en todo el viaje. Al camarero,
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le siguieron sus compañeros, el capitán, el contramaestre, los oficiales, los cocineros, el médico y los enfermeros - con todo su material quirúrgico, el responsable de los comedores, los peluqueros de a bordo, los mismos viajeros... Él esperaba algún trabajito que otro, a tenor de lo que le había contado el bisabuelo, pero no podía sospechar de ninguna manera que la realidad llegase a tanto. Recordaba sus palabras: “Pude quedarme de afilador fijo en el barco...”. Era la pura verdad, él también podría. Entre tripulantes y viajeros contaría siempre con una parroquia segura y numerosa. Total, que veinte días trabajando sin parar, con los gastos incluidos en el pasaje, le dieron no solo para cubrir su costo, sino que se encontró con un inesperado e importante ahorro ya mucho antes de alcanzar su destino.
Después, al llegar a Buenos Aires, se repetiría otro imprevisto golpe de fortuna con el que no contaba. En el mismo muelle de atraque, ya lo esperaban con impaciencia sus parientes de Xanín, que a pesar de conocerse nada más que de nombre, lo tratarían desde el primer momento con un afecto desmedido, como si fuese a un hijo propio al que recibían. Lo acogieron de inmediato en su hogar, y aunque Camilo intentó al cabo de unos días buscar otro alojamiento, sobre todo para evitarles las lógicas molestias, se lo impidieron tajantemente sin darle la más mínima opción a otra alternativa. Más adelante, procuró colaborar en los gastos de la casa, aportando alimentos o cualquier otra cosa beneficiosa, y de nuevo sus parientes no lo consintieron. Viviría con ellos hasta su regreso, rodeado de atenciones y de cariño. Se trataba de un matrimonio sin hijos, que llevaban emigrados desde antes de la Guerra Civil. Benito era primo de su padre, y tanto él como su esposa Socorrito, lo recordaban de haber convivido juntos durante los años de niñez en la pandilla del pueblo. Así como el padre de Camilo buscó su futuro fuera de Xanín, Benito también lo hizo emigrando a Argentina. Al cabo de un par de años se casó con Socorrito por poder, y una vez unidos, afianzaron su vida en Buenos Aires, aunque con la tristeza permanente de no tener descendencia, y la morriña inseparable de todo gallego. Vivían con desahogo, en un confortable piso, con trabajo estable y bien pagado -por lo que decían-, bien relacionados... pero con una rutina diaria, que la presencia de Camilo rompería a lo largo de todo un año, y los
colmaría de felicidad. Su compañía, además, les abriría unas perspectivas en las que jamás se le había ocurrido pensar, y con las que ya estaban ilusionados. Algo, la ilusión, que tenían perdida desde hacía tiempo, y que la juventud entusiasta y emprendedora de Camilo hizo resurgir. El primer sueño -si se confirmaba al fin lo esperado-, sería su asistencia a la futura boda de Camilo, y por supuesto, la ansiada visita a Galicia, de la que se habían ido más de veinte años atrás. Y claro está, con vivienda y comida gratis, el rendimiento de su trabajo en Buenos Aires no podía ser mejor. Pero hubo algo para Camilo de mucho más valor que el beneficio material que venía consiguiendo, y no era otra cosa que el cariño y la hospitalidad que le brindaron sus familiares, desconocidos hasta entonces, y que contribuirían a hacer inolvidable aquella estancia en Buenos Aires. Cuando llegó el día de su marcha, y se despidieron fundidos en un fuerte abrazo, en medio de la emoción y de alguna lágrima, se prometieron verse pronto en Galicia. Al cabo de unas semanas de su llegada, Camilo percibió enseguida en el ambiente de la calle, la relación fraternal, solidaria, desinteresada... que existía entre los gallegos. Hasta resultaba llamativa para cualquier observador esa excepcional actitud. Parecía que formasen una misma familia, pendientes a cada momento de ayudarse unos a otros. Y entre estos encomiables comportamientos, destacaba sobre todos, la generosa e incondicional hospitalidad de la colonia gallega en Buenos Aires. Cono-
ciendo en carne propia las tremendas dificultades iniciales para incorporarse a una vida tan distinta, los gallegos ofrecían a sus paisanos recién llegados una acogida sin límites. Con el corazón abierto, se les brindaba cuanto tuviesen a su alcance, desde su hogar hasta su propia comida, como si fuesen uno más de la familia, y durante el tiempo necesario para encontrar el acomodo más conveniente. Algo, que también le había sucedido a Camilo, con la única diferencia de que a él no le permitieron marcharse. Luego, recordaba el casual y feliz encuentro con don Alberto Prego a la puerta del Centro Gallego. Lo que había sido un simple saludo cordial, se convirtió con el paso de los días en un auténtico padrinazgo, que sería fundamental para su futuro. En lo más profundo de su alma, llevaría siempre presente la figura menuda de don Alberto, con su amplia sonrisa, con su gesto bonachón y entusiasta, con sus generosos consejos, con su cariñoso trato paternal... un verdadero ángel protector que le había destinado la vida. Le pasaban por la memoria momentos cruciales de su estancia en Buenos Aires, y llegaba inevitablemente a su origen. Hasta escuchaba, en su cavilar, las tiernas y fantasiosas palabras del bisabuelo Olegario relatando su aventura. Ahora, transcurridos muchos años, deducía que esa era la valiosa herencia que le había dejado: la ilusión por Buenos Aires. Olegario debió entrever, ya muy cerca del cielo, que aquel era el camino conveniente
para su biznieto, o aún más, imprescindible para la buena marcha de su vida. Y sólo con recordar el primer baile... su cuerpo, aún sin moverse, danzaba por dentro al instante, con emoción intensa... Aquella tarde, ya lejana, sonó una muiñeira en una radio, en la cafetería del hospital, y hechizado por la música, con la fuerza del alma que manda, se arrancó alegre y poderoso en su danza... y una enfermera lo siguió en el embrujo, e hizo pareja... los brazos volaron al aire, las piernas saltaron arriba y abajo... y el aturuxo vibrante de un gallego afilador subió punzante hasta el cielo... entre pidiendo y dando gracias... ¡Qué momento!... Hubo aplausos... Los bailarines se abrazaron con sentimiento... A la media hora se incorporaba al Grupo de Baile del Centro Gallego. ¡Qué suerte! Fue el primer paso de los muchos que daría durante el año, y que lo llevarían a un cambio tan radical como imprevisto. La actividad cultural del Centro Gallego no cesaba ni un sólo día del año: exposiciones de pintura, conferencias de variados temas, sesiones de cine, certámenes literarios, concursos de pintura, biblioteca... Camilo anduvo asombrado durante varias semanas observándolo todo, y aunque al llegar, no entendía demasiado de lo que allí se ofrecía, comprendió pronto que aquel era el inicio de una camino que buscaba con ansias desde hacía bastante tiempo. Madrugaba más que nunca, y apuraba en su trabajo sin apenas descansar, perdiendo tan sólo unos breves minutos para comer. Intentaba jornada
tras jornada, llegar con la tarea bien hecha al final de la tarde, para disponer así de horas libres, y poder asistir al programa cultural que se presentaba cada día. De tanto andar con su rueda por los pasillos del Centro Gallego, siempre con prisas de un lado a otro, cumpliendo sus encargos con puntualidad, pronto se hizo popular. “O afiador”, le llamaban, y entre unos y otros no cesaban de gastarle bromas, a las que Camilo respondía con su habitual gracejo. No había pasado una semana, y ya tenía fama de excepcional contador de chistes. Apenas entraba en la cafetería del Centro, o en una sala de estar, o incluso en medio de algún pasillo... ya salía una voz que lo reclamaba: “¡O afiador que conte un chiste!”.
Una tarde, descansando en un sillón de la sala, le tocan la espalda, y al volverse le dicen sin más: “Necesito un afilador para nuestra obra de teatro”. Aquel hombre desgarbado, de mediana edad, con barba descuidada, melena canosa, gafas gruesas, chaleco de piel... no era otro que Silverio Lomba, el director. Ante el silencio de Camilo, que no entendía ni lo que le proponían, no le dio elección. Se lo llevó con rapidez, y desde ese preciso instante, quedó convertido en un actor teatral. ¡Lo nunca visto! ¡Camilo, actor teatral! Cada vez que lo recordaba, hasta le daba la risa sólo con pensar que pudiera ser cierto semejante logro. No se lo creía ni él mismo, y a veces, hasta dudaba si no habría sido un sueño. Una más de las muchas casualidades del destino que tanto le favorecieron.
Ni que decir tiene que su actuación resultó un completo éxito. Salir al escenario con su tarazana, y recibir el primer aplauso, todo fue uno. Entró tocando el chifre, entonó el “¡Aaafiladooor y paragüeeero!” con su esplendida voz, habló algo en barallete, y para rematar su aparición en escena, contó un divertido chiste de afiladores que hizo carcajear a toda la sala. Lo despidieron con una cerrada ovación. ¡Qué suerte! ¡Qué increíble suerte! Lo habían felicitado con entusiasmo, tanto el director como el resto de los actores, y por los pasillos de la sociedad no recibía más que felicitaciones. “¡Camilo, deixa a roda e faite comediante!, bromeaban con él. Fue la noticia del momento en el Centro Gallego. A partir de ahí, ya entró definitivamente a formar parte del Grupo de Teatro. Le dieron papeles cortos y algo vastos, pero Camilo respondió en escena con acierto en un par de obras más. Cada vez lo hacía mejor, y don Silverio, el director, al despedirse, se lamentó muy en serio de su marcha: “Camilo, ahora que estás hecho un actor de verdad, nos abandonas...” ¿Quién se lo iba a decir? Nunca en otra se vio, subido a un escenario, con la sala abarrotada, actuando en un papel... Él, Camilo, que ni había entrado en un teatro en su vida... ni sabía lo que era eso del teatro... Cuando lo contase en Bande o en Valdovento, no se lo iban a creer. Pensarían que se trataba de un chiste más de los de Camilo. Por eso, para demostrar lo que parecía una broma, se cuidó
de guardar los programas de las obras como un tesoro.
“AS ESTRELAS NON FALAN” de Servando Méndez por el Grupo de Teatro del Centro Gallego de Buenos Aires
Director: Silverio Lomba
REPARTO:
Manu Silveira …………………... Mestre Fito Castañal… ………………… Xuíz Comarcal Hugo Canda ……………………. Alcalde Casilda Luengo ………………… Venus. Pastora Benavides ….….…….…. Estrela Polar Marga Bouzas ………………….. Estrela Fugaz Camilo Blanco ….……................. Afiador
Buenos Aires, 18 de agosto de 1946
Una tarde asistió a la conferencia de un famoso galleguista, Alfonso Rodríguez Castelao. Decían de él, que se trataba del más importante de los políticos gallegos exiliados a causa de la Guerra Civil. Don Alberto me había dado la orden tajante: “Camilo, quiero verte en la conferencia del jueves. ¡No me faltes!”. La sala estaba abarrotada, y el político disertó sobre Galicia durante un par de horas, siendo interrumpido varias veces por los enfervorizados aplausos de los asistentes. Él no había entendido demasiado de lo que se exponía, pero a tenor de la pasión que despertaban sus palabras, dedujo que lo que decía era de trascendental importancia para nuestra tierra. El acto finalizó con el Himno Gallego, entonado por la Coral del Centro, acompañada por toda la sala puesta en píe con solemnidad. Se remató con vítores a Galicia, y el estallido unánime del aplauso patriótico y emocionado de los presentes. Días después, don Alberto Prego me había explicado con mucha paciencia por mi corta comprensión, quién era Castelao, y el amplio contenido de su doctrina política. La política fue algo nuevo en mi vida, como tantas otras cosas hasta llegar a Argentina. Camilo sólo sabía que existía Franco, O Concello, el Servicio Militar, la Falange Española, la Sección Femenina... y poco más.
Acostumbraba a pasar a menudo por la Sala de Exposiciones, y sin entender nada, se quedaba fascinado mirando las pinturas de Castelao -también artista-, de Laseiro, de Díaz Pardo, de Dieste, de Seoane... y se comentaba en su entorno, que eran los mejores pintores gallegos del momento. Más de uno, al cruzarse con él por los pasillos, le pidió que posara con su tarazana, y siempre, además de darle las gracias con simpatía, le enseñaban los bocetos que se llevaban dibujados en el lienzo. “¿Te gustan?, le preguntaban. “¿Quién sabe si su figura de afilador no se habrá inmortalizado en alguna de aquellas obras de los pintores gallegos? ”, se decía Camilo.
<< ¡Camilo, no pierdas esta rapaza! -le había dicho autoritario don Alberto Prego con una carta de Pilar en la mano. Hay demasiado amor en estas líneas como para dejarlo escapar. Se lee en ellas tanta sensibilidad y dulzura... tanta comprensión y entrega... tanta belleza de espíritu... que no me extraña tu pasión por esta chiquilla. Ahora entiendo tu esfuerzo desmedido para alcanzar algo que ella se merece, aún a sabiendas que te espera sin condiciones... Habéis sido valientes para soportar tantas pruebas, y ya es el momento de ponerle el final. Os lo merecéis, ella por su paciencia de enamorada, y tú, Camilo, por tu sacrificio para merecerla. >> Y don Alberto, levantándose de su mesa, se había acercado a Camilo, y después de abrazarlo con el afecto de un padre, sólo le diría: “Felicidades, Camilo.” — Ahora habrá que preparar el futuro con cuidado. ¿Qué planes tienes? Hablaron durante un buen rato, analizando la situación con calma. Camilo, respondiendo a las preguntas de don Alberto, expuso la situación familiar de ambos, y le informó de los estudios de Pilar, que estaban a punto de finalizar. También le dijo, que contaba con unos buenos ahorros, y que podría iniciar su nueva vida con cierta holgura. Se citaron para otro día.
Al cabo de una semana se reunirían de nuevo en su despacho, y don Alberto, después de los saludos de costumbre, de interesarse por su trabajo,
de preguntarle si necesitaba algo... le propuso a Camilo que se estableciera con un taller fijo en alguna de las capitales gallegas. — Así empezó mi cuñado Basilio en Mendoza, y poco a poco, con la ayuda de mi hermana en las tareas comerciales, salieron adelante. Más tarde, como ya te conté en alguna ocasión, tuvieron la suerte de volver a Galicia, y quedarse allí definitivamente. Se establecieron en Vigo, y hasta hoy. Por las noticias que tengo, les va muy bien, a pesar del mal momento que se está atravesando desde la Guerra Civil. — Eso mismo es lo que yo he pensado, don Alberto. Muchos afiladores lo han hecho: a unos les fue bien; a otros no tan bien; y bastantes, echaron tanto de menos su aldea y su caminar por el mundo, que acabaron dejándolo. — Y tú, Camilo, ¿qué has decidido? — Esa es precisamente mi ilusión. Poder afincarme en un lugar, y disfrutar de una vida junto a Pilar y a la familia, sin tener que ausentarme durante tantos meses como lo he venido haciendo hasta ahora, y como le ocurre a todos los de mi oficio. Pero me impone mucho respeto, don Alberto, y tengo miedo a fracasar. Soy un buen labriego, cuido bien de los animales, soy un buen afilador... pero poco más, usted ya lo sabe. — ... Y además, según cuentas tu mismo, eres un hombre con mucha suerte... que siempre te acompaña en todo... que no te falla nunca... Entonces, ¿cuáles son los miedos? — El miedo soy yo, don Alberto.
— Mira, Camilo. Como persona extremadamente afortunada, vas a tener la suerte a tu lado una vez más. Te voy a dar la solución perfecta. Cuando llegues a Galicia, te trasladas a Vigo, y te acercas a saludar a mi hermana y a mi cuñado en mi nombre. Te acogerán con los brazos abiertos, te invitarán a comer, te ofrecerán habitación... y al final, en cuanto dejen de preguntarte cosas sobre mí, de Buenos Aires, de tu trabajo, de tu viaje, del Centro Gallego... de mil cosas que querrán saber… le cuentas lo tuyo. No podrás encontrar mejores consejeros para tus pretensiones. Lo han vivido todo: la emigración desesperada a Argentina, el oficio de afilador por Castilla, también son de origen labriego, tuvieron un matrimonio muy temprano -María tenía dieciséis años, y Basilio, pocos más-, unos comienzos difíciles en su taller de Mendoza... y el regreso a su tierra. ¡Qué suerte! ¡Eso sí que es suerte! ¡Volver a Galicia!