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IV. La mano de Dios

IV. La mano de Dios

La mirada protectora de don Felipe no dejaba un instante de vigilar los pasos de su querida hija Pilar. De siempre, había tenido una especial predilección por aquella niña, y cuando, desde muy pequeña, decía que de mayor sería profesora, tanto su esposa Consuelo como él se llenaban de orgullo sólo con pensar que podría ser cierto. Soñaban en ello con ilusión, y si por fin, llegado el día, las ambiciones de la chiquilla no cambiaban, estaban dispuestos a brindarle la oportunidad para conseguirlo. Su hija Pilar iba a ser la primera muchacha de toda la comarca que saldría del pueblo para estudiar... y desde luego, la primera maestra del lugar. La pena es que Consuelo no viviría para verlo. Pasados los años precisos, y en el momento justo de ser nombrada para recoger su título de Maestra Nacional -en el solemne acto final de la Escuela de Magisterio-, el padre no pudo aguantar un minuto más, y ocultando la cara con ambas manos, estalló en sollozos, y sus lágrimas fluyeron incontenibles durante un buen rato. Por su mente pasaron en un instante, el recuerdo de su querida esposa Consuelo... de su hija Elvira y de Pepiño... de los abuelos fallecidos hacía poco... ¡Cuánto hubiesen disfrutado todos ellos de estar presentes! Y cogiendo por los hombros a Digna y a Maruxa, que lo acompañaban, se mantuvo emocionado abrazado a ellas, con el sentimiento triste y nostálgico de aquellas ausencias inevitables...

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Como una constante firme durante los últimos años de su vida, las alegrías y las desgracias se alternaban para él con una precisión matemática. No había una que no llevase emparejada a la otra. En escasos minutos, del explosivo júbilo experimentado por el nacimiento de la hija, se pasó a la tremenda tristeza por el posterior fallecimiento de la madre... Y desde entonces, todo se fue sucediendo con alternancias similares. La mano de Dios parecía reservarle ese signo para el resto de su existencia, y aunque le concedía intervalos tranquilos, los hechos no tardaban en volver con la cadencia acostumbrada: a la buena noticia le seguía la mala... o al revés, que también se daba. Y don Felipe, como buen creyente, lo aceptaba con resignación. Echaba la vista atrás, y se encontraba con la insistente repetición de lo mismo. A la suerte de no ser alistado en la terrible Guerra Civil, siguieron pronto las trágicas pérdidas de familiares y amigos, muertos en el frente, y el regreso de otros, ya inválidos de por vida. Después, a la desbordante euforia del fin de la guerra, continuó el brutal ensañamiento de los vencedores con los vencidos. Los espeluznantes asesinatos, encarcelamientos y ajustes de cuentas, no pararon en varios lastimosos años. En casa, el destino se comportaba de manera parecida. A poco de la festejada boda de su hija Digna con Arturo, un incendio, iniciado en un bosque cercano, arrasaba con las cosechas de todo un año en la Tenencia.

A la muerte de sus padres, con apenas un mes de diferencia, sucedía el nacimiento de Antón, su primer nieto, y la alegría de la familia. La vida lo iba zarandeando sin descanso. Ahora con risas, ahora con lloros... Murió el viejo alazán, nació un ternero... Buena cosecha, peste porcina... Montes en llamas, buen precio de la madera... Y lo más reciente y doloroso: Elvira y Pepiño.

Tras su boda, tan divertida como popular, incluso celebrada con bombas de palenque para anuncio a la comarca del acontecimiento, siguió una larga temporada de bonanzas, rematada con la nueva del embarazo de su hija. Pero no había pasado ni un mes desde la feliz noticia, cuando don Felipe no tuvo otra solución que embarcar clandestinamente al matrimonio con destino a Venezuela, para evitar la detención de Pepiño, buscado por la Guardia Civil por una falsa acusación de asesinato. Inmerso en una tristeza permanente, lloriqueando por las esquinas sin cesar, con ciertas dudas sobre lo sucedido... no se empezó a recuperar hasta que al fin, pasado un año, dieron con el verdadero culpable. Sin embargo, el mal ya estaba hecho sin reparación posible. Comprendía, por las buenas noticias recibidas y las razones esgrimidas por Pepiño, que sus hijos no volverían de América. La mala fortuna los había exiliado de Bande, y a cambio, les concedió un hijo hermoso -de nombre Felipe como el abuelo-, y un magnífico porvenir que no pensaban desdeñar.

Sus ansias más íntimas no eran otras que verlos con urgencia, y conocer a su nuevo nieto. Quería tenderles la mano, apartar dudas injustas, abrazarlos con fuerza, comprobar por sí mismo su boyante situación... y ya después, suponía que con la tranquilidad recuperada, darles su bendición de padre, sin la que se habían ido en aquella huida apresurada. La mano de Dios movía los hilos de su vida a su antojo, para lo bueno y para lo malo... Don Felipe acataba lo que le tocara en turno sin una sola queja, y sus plegarias implorantes o agradecidas, según el caso, se rezaban cada día en la misa o el rosario. Mientras tanto, desde hacía algún tiempo, afrontaba otra situación complicada, llena de interrogantes, que duraría no se sabía hasta cuando, ni tampoco, a ciencia cierta, en dónde acabaría. Pilar y Camilo, Camilo y Pilar... ¡Qué larga incertidumbre padecían estos chicos que tanto quería! En medio de ese continuo vaivén de subidas y bajadas, su preocupación actual se centraba, sobre todo, en su querida Pilar, la hija predilecta... Perfecta en sus estudios de maestra, compañera ejemplar en la Residencia, amiga querida entre la numerosa pandilla, cariñosa como nunca con su padre... Se mantenía en Ourense con la alegría y el afecto intactos para los familiares y amigos del pueblo. En cada una de las muchas visitas de su padre, no dejaba jamás de preguntar por todos, y aunque se encontraba enormemente dichosa en la ciudad, con sus estudios, sus amigas y las monjitas, no por eso se olvidaba ni un solo día de su hogar, de Maruxa,

de Herminda, de Digna, de Arturo, de su sobrinito Antón... de los hermanos “emigrados”, del nuevo sobrino... Ni tampoco, y ahí surgía el problema, se olvidaba nunca de Camilo, el afilador... Persistía en sus sentimientos con más ardor cada día que pasaba...

A partir de la recordada mañana de septiembre, el afilador... y también Carmiña, su madre, habían irrumpido en la vida de don Felipe de forma tan rotunda como inesperada. Y con el mismo sino que Dios le otorgaba en el resto de sus vivencias, los vaivenes con ellos no hacían tampoco otra cosa, más que subir y bajar constantemente. Camilo se había convertido para don Felipe en poco menos que un hijo adoptivo. Sin demanda declarada por ninguno de los dos, y de una manera sorprendentemente natural, el trato entre ambos no era en nada distinto al de un padre y un hijo. Una relación que, por supuesto, carecía de los papeles que abalasen su validez legal, pero que no por ello dejaba de contener un leal compromiso. Entre el afecto adquirido con el muchacho desde el primer día, la nostalgia del hijo varón que no tenía, el respeto y adoración que le mostraba el chico, el afortunado conocimiento de su madre... y lo realmente decisivo, la desbordada pasión de Camilo por Pilar, correspondida por su hija... entre este amasijo de sentimientos encontrados, se veía inmerso don Felipe en su afán protector. Sentimientos, mezclados de tal forma y tan enrevesados de juzgar, que ahora aparecía ejerciendo de Ferreiro, y al rato, lo hacía de Loira... y, en definitiva, para

protegerlos lo mejor posible a todos. El singular idilio de los jóvenes, tan irreal como apasionado, planteaba sin cesar dudas difíciles de resolver, y por supuesto, de aconsejar. Sin saberlo Pilar, su padre dirigió y aconsejó a Camilo desde su primera aparición por Bande. Al principio, el papel protector se lo tomó don Felipe por el simple afecto que le había cogido al chico nada más llegar. Luego, al día siguiente, al conocer a su madre, Carmiña, aumentó su interés, y ya se inició un cierto compromiso con Camilo. No pasó demasiado tiempo, cuando definitivamente asumió, sin previa declaración, ni excesivas reflexiones, las funciones del padre que le faltaba al muchacho. Desde su primer encuentro en Valdovento, Carmiña fue calando hondo en los sentimientos de Felipe, que hasta bien andado el tiempo, no se percató de ello con claridad. Fiel al recuerdo de Consuelo, su habitual desinterés de muchos años por una nueva compañera -a pesar de las continuas insinuaciones de vecinas y conocidas-, se había ido trastocando poco a poco con la amistad de Carmiña. Sin darse ni cuenta, intentaba verla cada vez más a menudo. En su compañía se encontraba cómodo, y hallaba el ansiado consuelo a las recientes tristezas que le venían embargando. La soledad de ambos durante varios lustros en su inesperada viudez, aquella nostalgia siempre presente del compañero en falta, los momentos cotidianos compartidos con la pareja, y que ya no se repetirían... Hacía algún tiempo que, a raíz de sus encuentros cada día más frecuentes y duraderos, esos recuerdos persistentes

-sin borrarlos del todo-, se iban esfumando levemente, sin aparente percepción... como una espesa niebla que desaparece con lentitud, sin prisas... Felipe, al compartir obligaciones con Carmiña en el cuidado de Camilo, se buscaba, en el inicio de esta responsabilidad, sucesivos pretextos para visitar la zona. Las decisiones del afilador fueron consensuadas con todo detalle por los tres, a lo largo de más de cuatro años que ya llevaban en la tarea. Tratando de comprobar con exactitud lo cierto de aquellos sentimientos apasionados, decidieron para ello –con la aceptación resignada de los jóvenes-, hacer discurrir sus vidas de forma independiente y separada, sin verse durante largos periodos de tiempo. Los ponían a prueba. Ella, con sus estudios en la Escuela de Magisterio, y sin ataduras de ningún tipo que le obligasen a nada, en la más completa libertad para relacionarse con compañeros y amigos. Camilo, cuidando de su trabajo, de las obligaciones familiares, y con la permanente recomendación de don Felipe, de poner un especial énfasis en sus estudios y en su formación. “Es muy importante en vuestra relación.”, le decía, y Camilo asentía, más convencido que su tutor. Era una tarea delicada, meditada con calma y precisión desde ambos lados. Madre y padre respectivos intentaban asegurarse de que los sentimientos de los chicos, y aquel amor apasionado, no fuese tan solo fruto de un simple impulso juvenil. Carmiña y Felipe, en una curiosa dualidad de posiciones, no querían otra cosa que no fuese la plena felicidad para sus hijos. De la misma forma que Fe-

lipe con su hijo, Carmiña sentía verdadera adoración por Pilar.

— Ya conoces Castilla, La Rioja, el País Vasco -le aconsejaba Felipe... Ahora te vas a Cataluña, y ¡fíjate bien en los catalanes!, que tienen fama de ser grandes negociantes, y muy avanzados en ideas y formas de vida. Luego, debes ir a conocer Portugal, aunque no sea muy rentable el viaje, es un país más pobre que el nuestro... Y si sigues manteniendo el deseo de viajar a Argentina, como tu bisabuelo, ya lo harás a continuación. Y te repito una vez más, Camilo, ¡estudia cuánto puedas!, lee los periódicos por donde vayas, y abre los ojos cuando andas por el mundo, que la vida enseña tanto como el colegio... Y relaciónate con las chicas que encuentres a tu paso, no huyas de ellas... Si sigues pensando en Pilar de la misma forma, ya llegará el momento.

— Camiliño, meu fillo, cúidate mucho -lo despedía su madre en una de las tantas veces en que se iba. Come bien, y aunque no ahorres tanto, elige pensiones decentes. Ten cuidado con las malas compañías, e sentidiño, meu fillo, que no mundo haiche moitas lagartonas –y Camilo, una vez más, coreaba riéndose lo de moitas lagartonas... Ríe, ríe... que ya sabemos de más de uno al que embaucaron por el camino hasta dejarlo sin un real...

En medio de las consideraciones habituales, los múltiples consejos, los repetidos análisis de los hechos... las idas y venidas continuadas de Camilo,

sus andanzas por el mundo, las anécdotas de los viajes... los estudios de Pilar, su vida social por Ourense, las actividades culturales... los planes de uno y otro... los escarceos diarios que daban sus relaciones... en medio de todo esto, había algo entre Carmiña y Felipe que estaba creciendo sin pausa desde la misma mañana de conocerse. En contraste con el futuro de los jóvenes, tan incierto como imprevisible, el camino de los mayores parecía orientarse con claridad. Ya habían pasado un tiempo prudencial, cuatro años en el próximo septiembre, y en el fondo, sin declararlo explícitamente, sabían ambos que el desenlace estaba cercano.

Don Felipe le había gestionado el pasaje en el “Santa María”, un espléndido trasatlántico portugués, que hacía la ruta Lisboa-Buenos Aires, pasando antes por Vigo, y con escala al otro lado del océano, entre otros puertos, en Río de Janeiro, destino habitual de la emigración de Portugal. El 10 de Junio de 1945, en una mañana radiante de sol, Camilo se embarcaba en el puerto de Vigo con destino a Buenos Aires. El barco que lo iba a llevar, ya no esperaba en la mitad de la ría, como le había contado su bisabuelo Olegario. Ahora, atracaba en un enorme muelle, especialmente construido para aquellos colosos que viajaban a América.

Aunque la emigración gallega había descendido notablemente con respecto a principios de siglo, el tráfico de viajeros no había variado lo más mínimo. Los más de dos millones de emigrantes al

otro lado del Atlántico, la mayoría de ellos con nuevas familias formadas en América, generaban idas y venidas continuadas. Unos, de visita a su tierra en las vacaciones; otros, a conocer a la familia gallega; algunos, a recoger a los mayores para llevárselos; muy pocos para emigrar... Y no faltaban tampoco, los que, jubilados, regresaban a casa... En la despedida de Camilo, en pleno muelle, al pie de la escalerilla que ascendía al barco, su madre le daba los últimos alientos y consejos; su hermanas Xiana y Carmeliña le pedían una “pollerita” de recuerdo a su regreso de Buenos Aires; don Felipe, con un fuerte y largo abrazo, como no queriendo dejarlo partir, le deseaba suerte... Momentos antes, en un pequeño apartado, se había despedido de Pilar. “¡Vuelve pronto, Camilo!”, le suplicó ella. “Volveré a por ti, Pilar, cuando sea un hombre de provecho y pueda ofrecerte el futuro que te mereces. Y estudiaré con todas mis fuerzas para que consigas hablar conmigo de algo más que de afilar tijeras y arreglar paraguas. ¡Espérame!... y si no lo haces, también lo comprenderé.” Su vieja tarazana, que repetía viaje a las Américas, ya estaba facturada y acomodada en las bodegas... Y cuando rebasaron las Islas Cíes, asomado en cubierta, Camilo contempló por primera vez aquel mar sin fin del que tanto le hablara el bisabuelo Olegario.

Al cabo de poco más de un año, Carmiña y Felipe acudían a recibir a Camilo de su regreso de Buenos Aires. Y no lo hacían en los muelles de Vigo, como era la costumbre de toda la vida. La impaciencia por volver, aquella morriña rabiosa que le invadía, las ansias incontenibles de ver a Pilar... no le permitieron a Camilo permanecer más tiempo en la capital argentina. Al aeropuerto de Barajas, en un vuelo de Iberia, procedente de Argentina, llegaría de regreso en esta ocasión. Los inacabables veinte días de trayecto por mar, se convertirían en veinte horas por aire. Ni el elevado costo del viaje, logró frenar su urgencia de regresar. Antes de embarcarse en el “Rio de la Plata” -así bautizado el avión en su ruta recién estrenada, hubo de consultarlo... En las bodegas de carga le reservaban su espacio. Su viajada y vieja tarazana sería la primera vez que cruzaba el charco por aire. El prudente juicio de Carmiña y Felipe, a la espera de acontecimientos próximos, aconsejó mantener en secreto el regreso de Camilo. A Pilar no se le informó de nada.

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