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VIII. Esperando la boda
VIII. Esperando la boda
Habían pasado seis meses desde su regreso de Buenos Aires, y durante este tiempo, Camilo no había hecho otra cosa que no fuera el andar concentrado de cuerpo y alma en la planificación de su futuro, y una vez decidido, en la puesta en marcha de su taller. Absorbido como estaba por el proyecto, tenía abandonado por completo la actividad cultural, que con tanta intensidad vivió en la capital argentina a lo largo del último año. “O Taller do Afiador”, a los tres meses de su apertura, ya había superado con creces las incertidumbres y las lógicas preocupaciones de los inicios. El negocio marchaba bien, y mejoraba cada día con regularidad. Los clientes conocidos supieron enseguida en dónde tenía Camilo su taller, y muchos de ellos, como los de la Residencia Sanitaria, los del Puerto Pesquero, los de los Mercados del Progreso y del Berbés, los del Matadero de Alcabre... recibían su visita semanal para recoger los encargos, que luego devolvía con puntualidad. Sus habituales tareas de afilador se mantenían con el mismo vigor de siempre. También la actividad comercial, propiamente dicha, iba arrancando con firmeza, y aunque con más lentitud que el taller, las ventas aumentaban cada mes, se consolidaban con nuevos artículos, y tal como le auguró el matrimonio Loira, el futuro se mostraba prometedor, tanto en un campo como en el otro. De hecho, Camilo ya tuvo que buscarse un
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aprendiz para que le ayudara en los recados, en las recogidas y entregas, en la atención al público... “O Taller do Afiador” marchaba con paso seguro. A medida que se normalizaba la situación, y una vez rebasados los momentos cruciales del comienzo, Camilo empezó a echar en falta aquella intensa ocupación cultural que había tenido en Buenos Aires, y que tanto contribuyó en su formación. El baile gallego, el teatro, las exposiciones de arte, las conferencias, la biblioteca, el cine... Todos los días pasaba por delante del Teatro García Barbón, y aunque le tentaba continuamente pararse y curiosear, las prisas del trabajo podían más que su interés. Pero una tarde, al cerrar el taller, se decidió a entrar en los vestíbulos del García Barbón, e informarse un poco de la programación, el horario, el precio de las entradas... Se encontró con un conocido cliente, que alternaba en el teatro las funciones de conserje, taquillero y acomodador, y que muy amable, le explicó todo cuanto quería saber. “El próximo viernes -le recomendó- hay una obra fantástica, “Enrique VIII”, del mejor autor de teatro de todos los tiempos, el inglés William Shakespeare. Además, será interpretada por una compañía madrileña, considerada ahora mismo como la primera de España, con los mejores actores y actrices del momento.” Le entregó un folleto informativo de la obra, con una breve reseña del argumento, una biografía del autor, y la presentación y el reparto de la compañía que la ponía en escena.
Camilo ya no necesitó muchos más estímulos para tomar una decisión: asistir sin falta y sin excusas posibles a la obra teatral. Se aprendió casi de memoria el folleto entero, y aquella misma noche, sabía de la vida de Shakespeare, del drama de la obra, del nombre del director, de los actores... sólo le faltaba conocer al apuntador. Anduvo impaciente el resto de la semana, deseando con emoción que llegara la noche del estreno. Un día antes, al marchar para casa, ya de noche, pasó por delante del Teatro, que le cuadraba justo de camino a la Alameda. Había un camión enorme descargando por una puerta lateral, y al curiosear por allí, se encontró con Jacinto, el conserje, dando instrucciones a los mozos del transporte. “¡Espera, Camilo! -le gritó al verlo-. ¿Quieres ver los ensayos?“. A Camilo se le encendieron los ojos... le subió un repentino calor por el cuerpo... “¿Y puedo?”, preguntó, poco convencido de que fuera cierta la propuesta. <<Los baúles que descargan ahora –le explicaba Jacinto-, contienen el vestuario de cada uno de los personajes de la obra. Fíjate en los letreros que llevan a un lado: Ana Bolena, Arzobispo de Canterbury, Lord Chambelán, Enrique VIII, Duque de Buckingham, Reina Catalina... Ahora los dejarán en el taller para revisar: limpian los ropajes, los planchan, cepillan el calzado, retocan los sombreros, peinan las pelucas... y comprueban que no falte nada. Luego los trasladan en percheros a los camerinos, y quedan preparados para la función de mañana. Los actores escrupulosos, horas
antes, suelen revisar personalmente su atuendo... y muchas veces, se oye más de un grito, sobre todo, de actrices histéricas quejándose de algo...>> A Camilo le venía a la memoria su corta temporada de teatro aficionado en el Centro Gallego, y recordaba con exactitud la tensión enorme que se respiraba antes de cada obra. Voces alteradas, carreras de un lado a otro, pelea por los espejos para maquillarse, órdenes a destajo del director, lecturas a viva voz recordando los diálogos, recitados al mismo tiempo... Una locura, una completa locura... Parecía imposible que de aquella incontrolada situación, pudiese salir una obra de teatro... El día de su debut en “As estrelas non falan”, faltaba menos de una hora para el comienzo, y cuando se estaba preparando, don Silverio, ya alertado porque la echaba en falta, le increpa desde la puerta: “Camilo, ¿e a roda?” Pegó un salto en el sitio, y se percató entonces, de que la había olvidado. Se puso tan nervioso, tan excitado... que no acertaba a recordar dónde podría estar. Tuvo que ir a todo correr por el edificio... como un loco, preguntando a cuantos encontraba a su paso por las escaleras, por los pasillos... Al fin, dio con ella en el cuarto piso, en la cafetería del Hospital. ¡Qué tensión había pasado! Aún hoy en día le venían los colores, sólo de pensarlo. <<En estas otras cajas -continuaba Jacintoviene parte de la tramoya de la obra: las espadas, las trompetas, las lanzas, los cascos de los soldados... Y mira, ahora están descargando los mue-
bles: los tronos del Rey y de la Reina, las mesas, las sillas, la cama real...>> Finalizada la descarga, Jacinto lo llevó por unos pasillos privados hasta el mismo escenario. Pasaron por los camerinos individuales, por los vestuarios generales, el masculino y el femenino, por la sala de maquillaje, por el taller... <<Mira, Camilo, están montando los decorados... Por lo que veo, deben ser cuatro o cinco, una para cada acto. El que suben ahora parece un salón de un castillo... y el que van a preparar debe ser la habitación de la Reina... ¡Ven, ven por aquí! Empieza el ensayo con los figurantes. Aquel señor del pelo blanco y gafas gruesas que da órdenes, es el director, don Luis Tamayo. >> — ¿Y qué es un figurante? -pregunta Cami-
lo.
<<Los figurantes de esta obra son los soldados, los pajes, las damas de compañía, los criados... que ambientan la escena, e incluso hacen papeles menores, pero que no participan en el verdadero diálogo de la obra. Suelen ser gente de la localidad, que se les avisa para estas funciones. Entre los que se presentan, eligen a los que mejor se adaptan al papel. No les pagan mucho, pero les vale la pena. Algunos son actores aficionados. >> — ¿Y yo podría actuar de figurante? -consulta Camilo con interés. — Esta vez ya llegas tarde, pero para la próxima, si quieres, te avisamos.
— Sí, sí. ¡Avísame! Me encantaría, aunque no me paguen. El día señalado, Camilo estuvo inquieto toda la jornada de trabajo. No dejaba de pensar en el teatro de la noche, y por más que lo intentaba, no conseguía centrarse en las tareas. Días antes, había invitado a Marcelo, el encargado del almacén, a que lo acompañara. Mostró enseguida interés, y quedó encantado de la invitación. Nunca tuvo, hasta ahora, la oportunidad de asistir a una obra teatral de profesionales. Presenció algunos simulacros en la escuela, dirigidos por la maestra; en la parroquia, promovidos por el cura; también en algún teatrillo de feria. Era lo único que conocía de teatro. Tal vez algo más, pero ya de oídas.
Aún faltaba más de media hora para el comienzo, y Camilo y Marcelo, ya ocupaban sus butacas en el García Barbón. Fila seis, en el centro. Su amigo Jacinto se había esmerado. La sala y los palcos de aquel impresionante teatro, se fueron llenando poco a poco, y a la hora del inicio, estaban a rebosar. A las ocho en punto, empezaron a apagarse las luces, se hizo silencio, y suben el telón. A partir de este momento, Camilo ya no salió de su asombro hasta el final de la obra. <<Un imponente decorado simulaba un salón de un castillo medieval; mesas y sillones de la época se repartían estratégicamente por el escenario; antorchas y candelabros iluminaban la sala –Camilo ni respiraba, maravillado con lo que veía-; un sonido de trompetas se oyó lejano entre bastido-
res... Y al instante, el acto comienza con la entrada arrolladora del Duque de Norfolk por una puerta del fondo; al mismo tiempo, por un pasillo lateral, comparecen el Duque de Buckingham, acompañado de un lord. Se saludan, y se inicia un intenso diálogo entre ambos... >> ¡Qué bien ambientada la escena!... ¡Qué vestuario!... ¡Qué lujo! -pensaba Camilo-... ¡Y qué arrogancia en los actores al moverse y al hablar!... ¡Qué voces espléndidas!... Al principio de la representación, estuvo más pendiente de todos estos detalles, que de los diálogos y el desarrollo de la primera escena. Menos mal que Camilo, se había leído antes el argumento -lo sabía de memoria-, y pudo así, seguir sin grandes dificultades la marcha de la obra. Acabada la escena primera, bajan el telón, el público aplaude, y lo suben de nuevo en un par de minutos. — ¡Increíble cambio de decorado! ¡En tan poco tiempo! -le comenta Camilo a Marcelo con admiración. <<Se veía la Cámara Real: los tronos de los Reyes elevados sobre una tarima; a ambos lados, en un nivel más bajo, los sillones ocupados por los Lores; delante del trono, a la derecha, el sillón del Cardenal. En las paredes, los estandartes reales; en la puerta, dos guardias con sus lanzas... Al sonido de las trompetas, hace entrada en la cámara el Rey Enrique VIII. Llega acompañado del Cardenal. Los Lores lo reciben puestos en píe, y con una respetuosa reverencia; los guardias,
firmes, con sus lanzas inclinadas. El Rey toma asiento en el trono, después lo hacen el Cardenal y los Lores... ... Se oye ruido afuera, y una voz autoritaria exclama: “¡Sitio a la Reina!”. Entra la Reina Catalina, precedida de dos Duques; se arrodilla ante el Rey, que levantándose de su trono, la alza del suelo, la besa, y la hace sentar a su lado...>> Camilo se encontraba deslumbrado, sin saber a qué atender; si al formidable diálogo, si a los espectaculares trajes y vestidos de los actores, si a la belleza y elegante porte de la Reina, si a la exquisita ambientación... Sigue la obra... Empieza otro acto... <<...En los aposentos reales, las damas de honor rodean a la Reina Catalina. Todas en sus labores, y una de ellas, toca el laúd y canta. En medio, la bella Ana Bolena... ... La Reina es repudiada por el Rey Enrique... Ana Bolena, será la nueva Reina...>> Camilo, más que dormir aquella noche, estuvo de representación, actuando en sueños sin perder minuto. A veces hacía de Enrique VIII, otras era el Cardenal, estuvo de figurante como guardia real, de Cromwell... hasta se vio maquillado, actuando como Ana Bolena...
Un lunes, de mañana, cuando Camilo se disponía a marchar, llegó Marcelo al almacén exultante de alegría. — ¡Te fijaste qué victoria! -exclama entusiasmado, sin decir ni “Buenos días”- ¡1-3 le metimos al Recreativo! ¡Ya estamos de sextos! Marcelo era un apasionado hincha del Celta, y aquella temporada, parece que las cosas le iban bien al equipo. — ¿No te gusta el fútbol, Camilo? — Pues la verdad, es que vi muy pocos partidos en mi vida. Cuando salía a la campaña de afilador por Castilla, por el País Vasco, por Cataluña... tuve la oportunidad en varios sitios de presenciar algunos encuentros, siempre entre equipos modestos, de los pueblos cercanos. ¡Y había mucho ambiente!... Aunque te confieso que no entiendo nada...
— Pero, ¿nunca estuviste en un estadio? -le interrumpe Marcelo. — Ya te lo iba a comentar. En Buenos Aires, estuve en la Bombonera presenciando un Boca-Ríver, partido de máxima rivalidad... ¡Fue algo imponente! Yo no entiendo si jugaban bien o no... pero nunca pensé que el fútbol pudiese provocar la pasión que se vivía en las gradas. Es un campo enorme, y estaba a rebosar, habría más de 40.000 espectadores: la mitad, hinchas del Boca, y la otra mitad, del Ríver. No acabó todo el estadio a piñas de puro milagro. Mi tío Benito, que me había llevado al partido, me explicó que el resultado de em-
pate, 2-2, había salvado la situación entre las dos hinchadas. — ¡Qué suerte! ¡Estuviste en la Bombo-
nera!
Al domingo siguiente, cinco de la tarde, Marcelo se llevó a Camilo al Estadio de Balaídos, a presenciar un Celta-Atlético Aviación. También hubo pasión a raudales, pero al menos en esta ocasión, los hinchas eran todos del mismo equipo, del Real Club Celta. Sus iras, insultos y amenazas iban contra los contrarios, y sobre todo, contra el árbitro, Azón de nombre, que poco antes de acabar el encuentro, hasta le pitó un penalti injusto a favor del Atlético. Resultado final, 1-2, victoria de los madrileños. La Policía Armada tuvo que proteger a los jugadores y al trío arbitral. Contaron al día siguiente, que habían tardado más de una hora en salir del Estadio de Balaídos, mientras no se enfriaron los ánimos de los hinchas, y la Policía consiguió dispersarlos. Había ido a esperar al Atlético y a los árbitros a la salida de vestuarios...
Una mañana de junio, cuando se aprestaba a abrir el taller, Camilo leyó en la prensa una noticia que le impactó, y le hizo sentir una fuerte nostalgia de su reciente pasado. Tanto en “Faro de Vigo” como en “El Pueblo Gallego” -9 de junio de 1947-, se anunciaba en portada la llegada a España de Eva Perón. En una esplendida foto que ocupaba media página, aparecía radiante en un primer plano junto al General Franco, en el momento de ser recibida en el Aeropuerto de Barajas. Había sido invitada por el Gobierno a visitar España, en agradecimiento al país argentino por su importante colaboración con el suministro de trigo, carne y otros alimentos, frente al aislamiento internacional que nos asolaba desde el fin de la Guerra Civil, a causa del régimen franquista. Un bando del alcalde de Vigo, a toda plana, comunicaba a los ciudadanos la próxima visita de Eva Perón a la ciudad -el jueves siguiente-, e instaba a todos los vigueses a recibir a la primera dama, y tributar en su persona, el homenaje grandioso que se merecía la nación hermana por su valiosa ayuda a España. Llegaría a Vigo en ferrocarril acompañada del Jefe del Estado, Francisco Franco. Desde la estación, se trasladarían a la Plaza del Capitán Carreró para ser recibidos oficialmente por las autoridades viguesas, y donde se citaba a la ciudadanía para impartirles un homenaje multitudinario. Se detallaba con precisión el recorrido de la comitiva, y se pedía a los vecinos que engalanasen sus balcones con banderas de España y Argentina, que se facilitaban en el Ayuntamiento. Ese día,
jueves, día 15 de junio de 1947, se declaraba jornada de fiesta. Camilo recordaba su llegada a Buenos Aires, y la coincidencia, en su primer mes de estancia, con la campaña electoral a la presidencia de la República Argentina. Aquella efervescencia política, con manifestaciones, pancartas, mítines, proclamas... de unos y otros, le había causado una fuerte impresión. Anduvo por las avenidas y plazas del centro con un asombro permanente, observando atento el apasionado ambiente político de la calle. No salía de su sorpresa, y esta se acentuaba aún más, porque poco entendía de lo que estaba ocurriendo. Se encontraba inmerso en una confusión total, e impotente para aclarar las ideas. En su pequeño pueblo, mientras fue niño, no supo nada de política. Después, acabada la Guerra Civil, empezó a salir con su tarazana por España, y nunca se pudo imaginar, ni tampoco se lo planteó, que un país se pudiera gobernar de distinta forma a como lo hacia el Generalísimo Francisco Franco. Camilo venía acostumbrado de su tierra a un autoritario mando político, que no permitía a nadie opinar de manera pública y diferente. Por eso, al llegar a Buenos Aires, no comprendía nada de lo que allí estaba pasando, y por más vueltas que le daba, seguía sin aclarar sus múltiples dudas. Una tarde se acercó al despacho de don Alberto Prego, y su protector le explicó, con enorme paciencia ante su torpe comprensión, las distintas formas políticas existentes de gobernar un país. Era la primera gran lección que recibía en Buenos Ai-
res, luego vendrían muchas más. Al despedirse, le advirtió con seriedad: “Cuidado con los militares....”. Camilo percibió de inmediato por sus palabras, que el General Franco no tenía precisamente su simpatía, más bien todo lo contrario. Las elecciones acabaron con el triunfo del coronel Juan Domingo Perón. El 4 de junio de 1946 se proclamaba presidente de la República Argentina. Su joven esposa Eva Duarte, siempre a su lado en la campaña, había intervenido con enardecidos discursos en la victoria final, y ya empezaba en ese momento a ganarse el corazón de los argentinos. Evita, como la llamaba con cariño el pueblo, era el símbolo del triunfo político del gobierno peronista. De familia modesta -vivió en su niñez en el barrio más pobre de Buenos Aires-, se había labrado su futuro paso a paso desde muy joven. Actriz de cine y teatro, popular locutora de radio, llegaba al poder del brazo de su esposo, el coronel Perón -que le doblaba en edad-, con el que se había casado en 1945. Mujer bella, rubia, de hermosa sonrisa, porte elegante, carismática... se había ganado el fervor de los argentinos por las continuas mejoras sociales que se produjeron con su mediación, y por su cercanía con las clases más desfavorecidas. Argentina la adoraba. Durante el año que estuvo en la capital argentina, Camilo había sido testigo en repetidas ocasiones del amor popular que profesaban a Evita, constantemente aclamada por el pueblo en sus apariciones públicas. Unos meses antes de su regreso a España, Camilo la había visto por última vez en el balcón de
la Casa Rosada, sede del Gobierno. Con motivo del 1º de Mayo, fiesta del peronismo, Eva Perón se dirigía a los bonaerenses que llenaban a rebosar la inmensa Plaza de Mayo, en un discurso apasionado de exaltación política. Como en tantas ocasiones, el pueblo la aclamó con entusiasmo y fervor. El día de la llegada de Eva Perón a Vigo, Camilo estaba en primera fila para recibirla, y tributarle en su persona el homenaje que se merecía Argentina. En su caso, también él se había contagiado de aquella pasión de los argentinos por su primera dama, y además, su estancia en Buenos Aires había resultado tan decisiva en su vida, que por ello, no podía sentir por aquel país otra cosa que no fuese devoción y agradecimiento. Y allí permaneció desde muy temprano, para corresponder de alguna forma, a lo que Argentina le había dado.
Mientras tanto en Luintra, los meses discurrían para Pilar en medio de un completo revoltijo de sensaciones. Unas veces, sobre todo cuando Camilo faltaba a la cita del fin de semana, le parecía que el tiempo caminaba con una desesperante lentitud, y que no iba a llegar nunca el momento tan ansiado de poder estar juntos. En otras ocasiones, en cambio, percibía con pena que los días en su escuela de Luintra se estaban acabando. Ya no volvería a tener en los pupitres delanteros a sus alumnas preferidas, Xiana y Carmeliña… Ni reñiría más a los gemelos, Xoan y Moncho, tan revoltosos como simpáticos… No habría más consejos para los chicos mayores: Anselmo quería ser constructor de casas… Andrés, músico… “Yo maestra como tú”, le decía Pacita con mirada soñadora. Después del rechazo inicial generalizado, y de que algunas de las madres la hubieran tachado de loca inconsciente, ahora, pasados unos meses de reflexión, ya fueron admitiendo poco a poco las posibilidades de cambio que en su día les propuso Pilar. Consiguió que naciera en ellas una nueva ilusión, y a menudo pasaban a consultarle y a interesarse por la marcha de sus hijos. “¿Podrá estudiar algo?... ¿Aunque sea una carrera fácil y corta?”, le preguntaban, inquietas ante la respuesta. Pilar las animaba con firmeza y abría fundadas esperanzas… y los alumnos mayores, los que terminaban en el actual curso, pasaban trabajando con ella muchas más horas de las escolares. Les explicaba con su pasión docente las posibles opciones, y les orientaba con mimo hacia el futuro más
adecuado… “Eso no, María, no es para ti.”, le tuvo que decir a alguna. “¿Y enfermera?, le preguntaba entonces con ansias. “Serás la mejor, María.” Pilar ya sabía de sus mañas para cuidar a su abuela enferma y a su tía, pero también conocía las limitaciones de la chiquilla para estudios más elevados. — Mauro, ¿tú qué vas a hacer? — Yo voy a ser afilador, como mi padre. — ¿Y ya estás aprendiendo? — Me está enseñando. En el fondo, a Pilar, aunque no hilaba mucho con sus recomendaciones, le satisfacía enormemente que algunos chicos -al menos serían dos en el grupo- mantuvieran el oficio de su amado. Previo examen en el Instituto de Ourense, quince alumnos acabarían el bachillerato, y la diversidad de sus aspiraciones no dejaba de ser curiosa. Si alcanzaban el final, saldrían de aquella generación dos futuras maestras, un médico, un músico, dos afiladores, un camionero, un sacerdote… Perico quería ser payaso…para hacer reír a la gente… Loliña, modista… Antonio pretendía estudiar para alcalde, como su tío, y poder mandar en el pueblo. — ¿Y tú, Lucía? — Yo quiero ser bailarina. ¿Dónde se estudia eso? ¿En Ourense? — ¡Uy! No creo, pero me voy a enterar. Es una profesión muy difícil. — También me gustaría ser cantante… o artista de cine. “¡Cuántos sueños en el aire! -pensaba Pilar... Y tan lejanos. ¿Quién sabe si se cumplirán?
Sería fantástico poder adivinar el futuro, y acertar plenamente en los consejos. Con varios alumnos tenía serias dudas de su capacidad, y en el fondo pensaba, que su destino iba a terminar como de costumbre: trabajando las tierras, cuidando el ganado… y seguramente, en uno de los múltiples trabajos ambulantes que se estilaban por aquellas comarcas. A veces, la situación económica familiar de algunos de sus alumnos, no le permitía alimentar falsas expectativas que no se podrían cumplir. Era el caso de Jesús, excepcional estudiante, matrícula en todas las materias, capaz de los estudios más complicados… ¡pero de una familia tan pobre!… Por más que le daba vueltas, no encontraba otra solución que no fuera una beca importante, ya que de no ser así, sería misión imposible pensar en algo distinto de lo habitual. En su casa, con que hubiera algo de comer para los seis hermanos, ya constituía el mayor de los éxitos diarios de su madre, viuda desde la Guerra Civil. Pero aún mantenía ciertas esperanzas de resolverlo, el chico se lo merecía. Ya había hablado con el Alcalde, con la Deputación de Ourense, con el Gobernador… Envió un largo escrito al Ministerio de Educación… Otro, a la VIII Región Militar… Imploró en la Caja de Ahorros de Ourense, en el Banco Pastor, en el Banco de Galicia… Recibió promesas de todos ellos… Estudiarían el caso… Había becas disponibles, pero tenían tantas solicitudes… Un buen día, aprovechando las vacaciones de Semana Santa, se le ocurrió acercarse directa-
mente a la Universidad de Santiago, y una vez allí, se dirigió a la Facultad de Medicina. Después de explicar la situación, las excelencias del muchacho para los estudios, y su decidida vocación de médico, el Rector sólo le respondió: “Déjame la documentación del chico. Si él es capaz de estudiar, nosotros le enseñaremos… Ya habrá hueco en alguna residencia… Jesús será médico.” Regresó tan contenta a Luintra, que parecía que se tratase de un hijo propio. No hubo persona allegada a la que no se lo contase, y hasta se personó en el Concello para comunicárselo al Alcalde y a sus concejales. “Pilar, lo llevo al Pleno mañana. Luintra también ayudará a Jesús…”, le dijo don Anselmo con decisión. Ahora sólo le quedaba esperar… y en su espera, rezaba a todos los santos… y también imponía a Jesús duras tareas, que para su sorpresa, sacaba adelante con brillantez. “¿Dónde estaría el límite de aquel rapaz?”, se preguntaba.”¡Este va para sabio!” Una tarde, en uno de los muchos momentos de rezo en Santo Estevo, escuchó de fondo las voces firmes y entonadas de los frailes del convento. Procedían del claustro, y en su musical plegaria, subían y bajaban armoniosas en el aire, y el eco de sus cánticos al chocar en los viejos muros, elevaba al mismo cielo la oración de gracias, de súplica, de perdón… “Están ensayando para tu boda. Será nuestra modesta ofrenda a la maestra que da lecciones de vida en el pueblo.” Hasta se puso colorada con
las palabras de Fray Abundio… que reposando la mano sobre su brazo apoyado en el reclinatorio, añadió de despedida. “¡Qué Dios te bendiga, Pilar! Pilar pasaba muchas horas en el pequeño jardín de “Casa Maruxa”. Cuidaba con especial cariño las flores, las plantas, y ordenaba las ramas rebeldes que subían en libertad por la pequeña verja que coronaba el muro. Cortaba el mirto para darle forma, y aquella mañana, preparaba los ramos de rosas que adornarían el altar de Santa Eulalia durante la semana. Don Segundo, el cura de Valdovento, no le perdonaba la ofrenda, y desde que le llevó las primeras flores a los pocos días de su llegada a Luintra, ya se quedó para ella la obligación. “Pilar, por los poderes que me da la Santa Iglesia, cada flor que le ofrezcas a la Virgen será como si le rezases un Rosario entero.” Y Pilar, con la poca paciencia que tenía para los rezos largos, aceptó el intercambio de buen gusto: flores por rosarios. Don Segundo, negociando con las plegarias, estuvo bien servido durante todo el año… y Santa Eulalia, le daba su bendición con la mirada cada vez que llegaba con las flores. “Cuida de todos, Santa Eulalia.”, le pedía. Y la Virgen también cumplía el trato: cuidados a cambio de flores. Una noche de aquellas, soñando, en medio de un manto suave de nubes muy blancas, Camilo la llevaba con dulzura hacia el Cielo mecida en sus brazos. Ella vestía una túnica larga de color celeste; un cordón oscuro la ceñía a su cintura, y una cinta plateada sujetaba su melena rubia. Sus pies des-
calzos surcaban las nubes en el aire, mientras Camilo le susurraba al oído palabras de amor. De fondo, sonaba un chifre de afilador, que en sus agudos melódicos se mezclaba entre las nubes, jugueteando con ellas, ahora arriba… ahora abajo… se escondía… dejaba el eco… Una armoniosa voz surgió al viento cantando la poesía, llena de dicha, de alegría, de alborozo, de amor de madre… suspirando feliz, con caricias, con abrazos, con mil besos… bendiciendo… Antón xingraba seu chifre*, Consuelo le daba voz… entonaban su canción, la vieja canción de amor… En el cielo, la música de padre y madre para sus hijos… plena de sentimiento, de emoción, con bendiciones eternas…bendiciendo su unión. Ahora, otro chifre les responde, también con voz… y se unen en el aire con un abrazo de amor…
*Del barallete. Tocaba su chifre (de afilador).