Tiempos de Mamá Felisa –-----------------Luis Alberto Rey Lama
Diseño de Portada y Maquetación: Camilo Rey Martínez Corrector: Rubén Rey Martínez Primera Edición: Junio, 2007 Luis Alberto Rey Lama, junio 2007
MI AGRADECIMIENTO A Gonzalo, a María Rita y a Eva, que me acompañaron en los andares con Mamá Felisa. A mi profesora Ana, que me puso el punto sobre las íes... y muchas cosas más.
A MIS PADRES –--------------------A ella le hubiera gustado leerlo. Él lo escribiría mucho mejor.
INDICE ----------
I.- Mamá Felisa ………………… II.- La vida de Mamá Felisa …….. III.- Los abuelos …………………. IV.- El tío Alberto ……………….. V.- “La Tienda” ………………… VI.- Cosas del tiempo ……………. VII.- La abuela María ……………... VIII.- El tío Fernando ……………… IX.- Los Touriñan ………………… X.- Anxo y el tío Alberto ………… XI.- Los pasos del viento ………….
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I. Mamá Felisa
Rebasaba los ochenta años, pero conservaba aquel encanto seductor, la dulzura del gesto, la tierna sonrisa, y también algo de la energía, del fuerte carácter e incluso del mal genio que siempre acompañaron su modo de ser a lo largo del tiempo y del extenso camino recorrido. Ahora, de anciana, bastante menguada físicamente y muy rebajado su ímpetu autoritario, seguía llamando la atención por su personalidad y elegancia natural. Vestida pulcramente con abrigo de paño negro, pañuelo gris claro al cuello, botas tobilleras, pelo blanco recogido en un moño, andares resueltos y nerviosos apoyados en el bastón, modales de trato exquisitos... Se la veía siempre envuelta en una aureola de personaje escogido, de esos que tienen mucho que contar, que sobrepasan la vulgaridad. Era mi bisabuela, Mamá Felisa, menuda, más bien baja, con aire soñador y nostálgico. Se adivinaba en ella una mujer bella en la juventud. Mamá Felisa pasó en Vigo con su hija María los últimos meses de vida. Durante aquellos días finales, bajaba todas las mañanas por la calle del Progreso, se paraba en la panadería de
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doña Pilar a comprar un bollo, y continuaba el camino. – Después viene mi papá a pagarlo, doña Pilar –le decía, ceremoniosa, a la panadera en la despedida– Muchas gracias, hasta mañana. Proseguía el trayecto mordisqueando el crujiente bollo –como en sus años de niña al ir a la escuela–, subía por la empinada cuesta de la calle Urzáiz, por la calle Lepanto, y llegaba a la vieja estación del ferrocarril. Se acercaba a los mozos de las maletas, y día tras día, una vez tras otra, les planteaba la misma pregunta, eso sí, con máxima educación y respeto, y con aquella entrañable sonrisa. – Bos días. Por favor, ¿a qué hora sale el tren para Ourense? – El tren de la mañana a las nueve y media; y por la tarde, el Correo, a las siete en punto. – Graciñas –agradecía finamente, con leve reverencia de cabeza. Los maleteros de Renfe acabaron por tomarla como de la familia. “Ahí ven a velliña do tren de Ourense”, decían, y le atendían cariñosos con un gesto cómplice. A menudo charlaban con ella, interesados en personaje tan singular y candoroso. – Me llamo Felisa Touriñán, pero non lle soy de Ourense, sonlle de Vilar do Miño. – ¡Aaaah! Y entonces, ¿con quién vive aquí en Vigo? – Estoy con mi hija María. Vine de visita, y como se encuentran todos muy bien y no les
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hago falta para nada, ya me voy mañana a casa, que tengo que cuidar la huerta, las gallinas y los cerdos. Además, espero a mi hijo Nandiño que se fue el lunes a Buenos Aires, pero ya está a punto de volver. Los mozos, tan pronto el trabajo se lo permitía, le tiraban de la lengua. La invitaban a sentarse en un banco del vestíbulo, y ella, después de acomodarse, respondía siempre muy conversadora, contándoles un sinfín de cosas, de anécdotas, de viajes, de curiosas historias... aunque en ocasiones alterando la sucesión de los hechos. Mamá Felisa, al final de sus días, relataba acontecimientos de su larga vida sin orden ni sentido, y llegaba a convertir en realidad sueños que nunca se cumplieron. Pero aquellas vivencias que contaba, brotaban de sus labios con una expresión limpia, clara, cautivadora, parecía que estuviesen ocurriendo en aquel momento. Hoy celebraban el santo de su marido... mañana salía para Argentina... pasado se casaba a pequena... y otro día llegaba su hijo Alberto de Buenos Aires... Recuerdos imborrables acumulados a lo largo de tantos años, y sacados de la dilatada ruta del pasado. “Un mal viento nos llevó dando tumbos por el mundo”, solía decir, gesticulando con la cabeza. Los maleteros se agrupaban a su alrededor, “Siéntese doña Felisa”, y la escuchaban fascinados, con cariño, sonriendo e imaginando la fecunda historia que se escondía tras la frágil anciana.
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– Pero doña Felisa, ¿no tiene miedo de andar soliña por ahí? Se va a perder –le decía un mozo con cierta preocupación. – Mira rapaz –le contestaba sonriente–, si no me perdí por medio mundo por el que anduve, no me voy a perder desde aquí hasta la casa de mi hija. Y ¿miedo dices? Miedo a nada... bueno, sólo al viento. Por aquel entonces, década de los cuarenta, Vigo era una ciudad emergente, de rápido crecimiento, y aunque la Guerra Civil había frenado su marcha, el arrollador progreso ya se hacía notar en las calles, en el puerto, en el comercio, en los mercados, en la construcción... Se engrandecía día a día, sin pausa, llenándose de gentes nuevas llegadas del interior, y en busca de un futuro diferente y mejor. Cuando María y su familia llegaron de Argentina en el año 1916 y se asentaron definitivamente, Vigo apenas pasaba de 40.000 habitantes, y en este comienzo de década, ya rebasaba muy de largo los 130.000. Tanta población se recibió, que durante muchos años llegó a superar con creces a la nativa, y tendría que transcurrir más de medio siglo para que la situación se equilibrase con la nueva descendencia, ya viguesa de nacimiento. Pese a todo, algunos barrios como el del Progreso, donde vivía la hija de Mamá Felisa, aún conservaban la intimidad. Mantenían ese ambiente familiar, donde todos se conocen: los niños juegan en la calle, los vecinos se paran a saludar
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y a charlar un rato, frecuentan la misma iglesia, los pequeños acuden en su mayoría al mismo colegio... Las calles de la Ronda, López de Neira, Ecuador, Taboada Leal y alguna más, conformaban la barriada, y en ellas se asentaban la Plaza, los Salesianos, la tienda de Benita, la peluquería del señor Dositeo, la ferretería “El Pote de la Ronda” de don Gerardo, el “Bar Porrón”, el garaje de Chato, la zapatería de Albino, la charcutería “Casa Gato”, la consulta del doctor Casado, el practicante Paco, el taxi de Agustín, el bar de Camilo, la “Farmacia Ojea”... y la panadería de doña Pilar, naturalmente. La calle Ecuador era la preferida de la chiquillería del barrio para los juegos, y en el tramo inicial entre Taboada Leal y Loriga, llano, tranquilo, con poca edificación y muchos solares a monte, se reunían a diario todas las pandillas, tanto de chicos como de chicas. Los niños jugaban unos interminables partidos de fútbol, colocando los jerseys en el suelo como porterías en medio de la calle, y sorteando con la pelota, además de al contrario, los árboles, los transeúntes y las niñas que saltaban a la cuerda, y salvando con habilidad el desnivel de las aceras de ambos lados del campo de juego. Por si fuera poco, también vigilaban la posible aparición de los guardias municipales, ya que al estar prohibido jugar al fútbol en la vía pública, podrían sorprenderles y requisarles la pelota, de un valor casi inaccesible para ellos y muy escasas por aquellos tiempos.
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Las niñas disfrutaban saltando a la cuerda, su pasatiempo favorito, todas en grupo, dos de ellas “dando” en los extremos, otra en el salto, y el resto en fila esperando turno y acompañándose con las canciones de ritual. También se divertían jugando a la rueda, dando vueltas cogidas de la mano, y agachándose en el “leré” de la canción que alegremente coreaban: “Un cocherito ¡leré!, me dijo anoche ¡leré!, si yo quería ¡leré!, montar en coche ¡leré!, y yo le dije ¡leré!, con gran salero ¡leré!, no quiero coche ¡leré!, que me mareo ¡leré!...” La muchachada se entretenía además con el “pando”, la “pita”, las canicas, el trompo, las chapas, el “brilé”, el escondite... Estaba todo muy organizado, y al final de la tarde, las madres desde las ventanas próximas reclamaban a gritos a los hijos, “Alfonsito”... “Rita”... “Manuel”... ”Toño”... y los demás niños –por entonces no tenían reloj– ya entendían que también para ellos se terminaba la jornada, y que había llegado la hora de retirarse. En esta calle jugaron en su momento todos los nietos de Mamá Felisa que vivían en Vigo, desde Alberto, el mayor, hasta Rosendo, el más pequeño; y ahora, pasados los años, empezaban también a hacerlo los biznietos: Anxo, Eugenia, Luis... Y unos más que otros, siempre gozamos de aquellas inolvidables pandillas del barrio, que el progreso, poco a poco, con los coches como avanzadilla peligrosa, fue borrando paulatinamente hasta su completa extinción.
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Entre los lugares más carismáticos del barrio, se encontraba la peluquería del señor Dositeo, en la calle de la Ronda, donde además de cortar el pelo y afeitar a los barbudos, se reunían los amigos y vecinos que, antes de ir a comer, se paraban un rato a charlar y a debatir sobre el tema del día. El señor Dositeo tenía muy mal genio, y los berrinches que se cogía de vez en cuando en las tertulias eran muy sonados en el barrio. En aquella época, el asunto de moda era el de la II Guerra Mundial... que si los aliados, que si los alemanes, que si atacaban por aquí, que si lo debían hacer por allá... La peluquería de Dositeo parecía un despacho del Estado Mayor, más alemán que aliado, todo hay que decirlo, y en ocasiones, hasta salían chispas de la batalla dialéctica, con alguna baja de quien no podía aparecer por allí en un mes, y con un peluquero gravemente herido en su orgullo. Y durante un tiempo, al pasar por la Ronda, por encima del bullicio, del ajetreo de la calle, del griterío de los niños que salían del colegio, se imponía el melodioso canto del violín de Gustavo, el hijo de don Gerardo Gómez, que en un altillo de la ferretería practicaba sin cesar sus estudios musicales. Era una delicia escucharlo, y algunos vecinos, con discreción, disimulaban, viendo el escaparate, o esperando a nadie debajo de aquel enorme pote gallego que colgaba en lo alto de la fachada, tan sólo para gozar un rato de la música de Gustavo.
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Transcurridos un par de años, el sonido del violín cesó. Gustavo se había ido a Madrid a cursos superiores, y más tarde, al cabo de no demasiado tiempo, los vecinos supieron por su padre que estaba en una gran Orquesta de Viena. Nunca lo volvieron a ver, y las bellas notas de su violín jamás regresaron... pero todos se sintieron felices del éxito de “su eminente músico”. Algunos días al año, desde el cuartelillo de la Cruz Roja, situado en el bajo de una de las primeras casas de la calle de Eduardo Iglesias, llegaba al vecindario otra música bien distinta, el escandaloso estrépito de tambores y cornetas de la banda, ensayando con prisas para una próxima procesión o desfile. Los niños, entusiasmados, se agolpaban a la puerta para ver tocar a los soldados, aunque casi siempre acababan expulsados por el alboroto que hacían, muchas veces mayor que el de los propios músicos. Menos mal, para consuelo de los vecinos más próximos, que los ensayos se programaban para la una en punto del mediodía, y así, no interrumpían ni el sueño de la noche ni el de la siesta, y además su duración no excedía de la media hora, para pena de los pequeños, pero para satisfacción de los mayores, que durante aquel breve espacio de tiempo tenían que soportar un estruendo ensordecedor en la casa. “¡Qué se vayan al Monte del Castro!”, le decían al capitán de la Cruz Roja. “Ya lo hacemos –contestaba–. Sólo son ajustes de última hora”. Al final, la comprensión entre buenos vecinos solventaba la situación.
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De vez en cuando, el barrio asistía al paso, en marcial desfile de instrucción, de alguna Compañía del Regimiento de Infantería de Murcia, nº. 42. Subía por la calle de la Ronda, desde su cuartel en la vieja cárcel de la calle del Príncipe, cruzaba el Campo de Granada, y llegaba al Castillo de San Sebastián, en la falda del Monte del Castro, donde hacía “el alto”. Después, en una explanada delante del castillo, repasaba todos los movimientos militares a toque de cornetín. Un desfile paralelo acompañaba en todo momento al auténtico: era el que formaba toda la rapazada del barrio, siguiendo a los soldados, y en el que se incluía alguna moza incorporada a la marcha con sigilo, y familiares de los propios reclutas. En aquellos días, resultaba frecuente encontrarse a los niños imitando a los soldados con un palo al hombro, al son de los tambores y cornetas que ellos mismos interpretaban voz en grito; las mozas casaderas hablaban de sus pretendientes, que por la proximidad del cuartel, no eran precisamente pocos; y madres, padres, hermanos, tíos, y más de una abuela, presumían de lo guapo que lucía su chico y lo bien que desfilaba. Pero al margen del jolgorio de los pequeños, del nerviosismo de las mozitas en edad y de la emoción familiar, la población madura contemplaba el paso del ejército en profundo silencio y con sentida tristeza. Los uniformes milita-
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res y las armas no traían buenos recuerdos. Permanecía viva en su memoria aquella brutal Guerra Civil zanjada poco tiempo atrás, con tantos rescoldos aún efervescentes y opiniones enmudecidas por el incipiente régimen dictatorial de Franco, que duraría treinta y cinco largos años. El Regimiento de Infantería de Murcia participó del ambiente del barrio durante mucho tiempo. Los uniformes de los soldados se hacían familiares en las calles, en los bares, en las tiendas, en el mercado, en compañía de las chicas, mezclados en grupo con otros chicos... Los inocentes jóvenes que cumplían su obligatorio Servicio Militar, poco tenían de auténticos soldados, tan sólo los ropajes, por muchos sentimientos patrióticos y guerreros que les predicasen sargentos, tenientes y demás mandos. Y en esta tesitura, los reclutas gozaban de un trato hospitalario y cariñoso en la barriada, que en cambio se mantenía distante en su relación con los jefes del regimiento, sensibles las gentes a las recientes actuaciones militares en la Guerra Civil. En el comienzo de la Guerra, año 1936, el regimiento asentó provisionalmente el Centro de Reclutamiento de Vigo en la calle López de Neira, en un viejo convento que aún existe –no como tal–, donde se acuartelaba a los reclutas a la espera de destino en los distintos frentes de la contienda. El cuartel principal continuaba en la Cárcel de Vigo, en la parte posterior, la que daba a la calle del Progreso, y desde donde había Salido un fatídico lunes, 20 de julio, la compañía que
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proclamaría la Guerra Civil en Vigo, con tan trágicos inicios en la Puerta del Sol. Posteriormente, el Regimiento de Infantería de Murcia Nº 42 se trasladaría al Castillo de San Sebastián, donde permaneció durante años como un vecino más. El motivo de que aquel Regimiento fuese de Murcia, y no de Vigo... y además el número 42... nunca lo supieron en la barriada, pero tampoco importaba demasiado; “Cosas de militares”, concluían. Casi veinte años después, y del mismo modo que lo hiciera el abuelo de Mamá Felisa en el siglo XIX, los tíos Benito, Basilio y Rosendo en la Guerra Civil, y multitud de vigueses durante muchos años, yo mismo –el que ésto escribe– también llegué a formar parte de este Regimiento durante el obligatorio Servicio Militar. Se había trasladado a Barreiro, y allí permanecí durante veinte interminables meses, sirviendo a la Patria, aún no sé bien ni cómo ni en qué... Lo único que me gustó del ejercito fueron sus desfiles... y el cornetín de órdenes, “Pepe Cornetas”, al que daba gusto escuchar en el “toque de silencio”, cuando caía la noche. Por fortuna, ahora, en los primeros años del siglo XXI, ya no existe ningún cuartel en Barreiro, ni Servicio Militar obligatorio, ni soldados en Vigo, ni de Infantería, ni de Artillería, y por no haber, hasta tampoco quedan los marinos de la ETEA.
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¿Y a dónde se fue el Regimiento de Infantería de Murcia nº 42? No lo sé; tal vez haya estado recientemente en Kosovo, o en Afganistán, o en la Guerra de Irak... pero en mis recuerdos tan sólo quedaron los desfiles y el cornetín... y los veinte años que tenía entonces. Y en este barrio, un buen día de octubre del año 41, apareció Mamá Felisa, llamando la atención desde el primer momento y ocupando sitio preferente en el trajín diario de la comunidad. Su camino de ida y vuelta a la estación, siempre con gesto decidido y valiente, no pasaba desapercibido entre los vecinos, que cuando faltaba alguna mañana al acostumbrado paseo, enseguida la echaban de menos y se interesaban por ella. En algunas ocasiones, se perdía de regreso a casa, y los nietos, cuando se retrasaba demasiado, salían como un rayo a buscarla hasta dar con ella, generalmente despistada por los alalrededores, y a veces ya volviendo en compañía de conocidos. – Usted siga bien, doña Felisa –le saludaban los amigos de la familia al pasar–. Vaya con cuidado al cruzar la calle, que hay muchos coches. – Hola, buenos días –contestaba con dulzura–. ¡Uy! Ya crucé muchas calles en mi vida, y cuidado tendrán los coches de no chocar conmigo.
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Cuando se recibían en casa visitas de amistades, mantenía conversaciones vivas e intensas con ellas, y la gente de más confianza le sonsacaba relatos y anécdotas de su abundante pasado. Y unas veces con más lucidez que otras, Mamá Felisa contaba y contaba... – Berto se quedó en Buenos Aires –se refería al hijo mayor–, es muy buen chico, y ¡vale mucho!... pero a mí me da pena no volver a verlo. – A lo mejor vuelve cualquier día, doña Felisa –la animaba Matilde Carbajo, gran amiga de la familia. – Sí, podría ser. Me escribe cartas muy a menudo, y en la última me decía que iba a venir en verano. Pero si llega algún día, no sé si lo reconoceré. Cuando nos fuimos a México, él se quedó en Buenos Aires. Tenía casi veinticinco años, y ahora debe ser muy mayor; tendrá por lo menos dieciocho o diecinueve... Habrá cambiado mucho. Mamá Felisa, contaba las historias con matices un tanto erróneos, pero las directrices que marcaron su vida fluían en su cabeza con la importancia y claridad que merecían. Otra cosa es que se perdiera en la narración, o que mezclara familiares, acontecimientos, fechas, lugares... Pero a Alberto, el hijo mayor, lo echó en falta durante toda su vida.
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– Bienvenida Mamá Felisa –le saludaba Maruja Villalón en una de sus acostumbradas visitas–. ¿Qué tal está? Tiene muy buen aspecto. – Bien hallada, muchas gracias, estoy muy bien. ¿Y usted? ¿Y su familia? – Mi familia muy bien. Mi marido trabajando, los niños creciendo, y yo cuidando de todos. – Como tiene que ser, filliña –comentaba Mamá Felisa, afable–, eso nos toca a todas las madres, después ya cuidarán de nosotras. Yo tengo suerte que me voy arreglando sola, sin molestar a los hijos. – ¿Y cuando llegó? – Pues llegué ayer, pero ya me voy mañana –la respuesta que estuvo dando la bisabuela desde el primer día de su llegada a Vigo, hasta el último, justo antes de fallecer. Sentada en la camilla, al calor del brasero, atenta en sus labores, calcetaba sin descanso, como con prisas, una manga enorme y otra pequeña, largo por delante y corto por detrás, como saliese. El jersey para el biznieto se deshacía todas las noches, y vuelta a empezar a la mañana siguiente como si nada, ante la sonrisa divertida de los niños. En casa, Mamá Felisa se desorientaba a menudo, y no atinaba casi nunca con el cuarto de baño. Entonces, el biznieto Anxo, de cuatro años, la conducía a su destino. En pago a esa ayuda, Mamá Felisa le decía, “¡Muchas gracias Angeli-
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to, pito, pito!”, y le regalaba unos pellizcos que aún hoy el pobre de Anxo recuerda con dolor. En muchas ocasiones, Mamá Felisa se peleaba con Anxo por el motivo más insignificante... hasta por un simple trozo de pan que había en la mesa, y que era de ella, según decía. – Doña Felisa, ayer no subió a la estación –le comentaba don Manuel Ojea, el farmacéutico. – No, es que hacía mucho viento. Y es que a mí, el viento... ¡no me gusta nada! –confesaba con tristeza. Un 24 de diciembre, con 84 años, Mamá Felisa se fue a pasar la Nochebuena al cielo... ya no regresó más a la estación. Los mozos aún la esperan... para que les cuente lo del viento...
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II. La vida de Mamá Felisa
En aquella fría noche de enero, un implacable incendio acabó con el almacén en poco más de una hora. Cuando Álvaro Prego y su esposa, Felisa Touriñán, recibieron el aviso en su casa, situada en lo alto de Vilar do Miño, y bajaron como una exhalación hasta el lugar, apenas llegaron a tiempo para contemplar las últimas llamas del desastre. El matrimonio, con los cinco hijos abrazados, inmersos en un cruel desconsuelo, tan sólo fueron testigos de los minutos finales de su querida y valiosa propiedad, que se esfumaba en el aire en medio de un fuego intenso y devastador. No se pudo hacer nada. El viento era tan fuerte en aquel momento que cuando don Evaristo, el jefe de estación, se percató del incendio, las llamas ya subían con violencia incontenible por el tejado de aquel galpón de madera, para dejarlo todo arrasado en un instante. El viejo almacén, O Ouro do Miño, fundado por el abuelo Andrés en 1820, había sido desde entonces el productivo medio de vida de tres generaciones de la familia Prego. La pequeña caseta de cuatro tablas con la que se iniciaron, se convertiría con el tiempo en una espléndida y sobria edi-
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ficación de madera, que pese a la sencillez de su construcción, emanaba un entrañable atractivo para los numerosos clientes de la zona. No sólo formaba parte del paisaje de Vilar do Miño, sino que con el discurrir de los años, se había arraigado con profundas raíces en las costumbres de toda la comarca como eslabón importante, casi fundamental, en su estructura laboral, social y doméstica. Cualquier cosa que necesitasen los vecinos, desde la más simple hasta la más rebuscada, la encontraban en O Ouro do Miño, cerca de la carretera Ourense-Lugo, junto a la estación del tren. Y de todos era sabido, además, que aquella solicitud que no pudieran atender al momento, les sería servida en un plazo breve de un par de días, por complicada que pareciese. El almacén ocupaba una superficie de cerca de trescientos metros cuadrados, en una única planta de forma rectangular, construída casi enteramente de madera, tejado de pizarra negra, y fachada principal de cara a la cercana carretera de Ourense-Lugo y al río, que discurría caudaloso al otro lado del camino. Se ubicaba en el centro de una pequeña explanada, y delante de un frondoso pinar que ascendía suavemente por las laderas del monte hasta lo alto, desde donde se contemplaban las primeras casitas de Vilar do Miño. Dedicaba la parte delantera a zona de atención a clientes, con los correspondientes escaparates, mostradores y estanterías, en los que se exponían los artículos. La parte de atrás, mucho más amplia, contaba con anchos portalones de entrada
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para carga y descarga, y se reservaba exclusivamente para almacenamiento de existencias. Los grandes carromatos de transporte llegados de Ourense, de Vigo, de O Carballiño, de Ribadavia, de Monforte de Lemos, de Lugo... se detenían a diario en su recorrido a dejar, y a veces también a recoger, productos de toda índole y procedencia. Y desde la estación próxima de Renfe, mañana y tarde, bajo la vigilante mirada de don Evaristo, el jefe, se descargaban de los vagones de mercancías los pedidos más urgentes, enviados desde Ourense y Vigo. Encima de la puerta principal, pintado sobre un gran tablón horizontal que se destacaba de la fachada, lucía en letras negras el sugerente nombre del establecimiento, O Ouro do Miño, muy en el estilo comercial de la época. A ambos lados de la puerta, y sobresaliendo a lo largo de la pared, unos pequeños tejadillos de algo más de dos metros servían a los clientes de protección, de la lluvia y el frío en invierno, y del rigor del sol en verano. Ese espacio cubierto se empleaba también para estacionar las carretas y sus animales de tiro, bueyes, mulas y algún que otro borrico, así como las carretillas que los paisanos utilizaban para labores domésticas. En el centro de la planta, sobre un pequeño altillo al que se accedía a través de una escalera de caracol, se encontraba la entrañable oficina de la tienda, con discretos ventanales que daban por delante a la zona comercial, y por detrás al almacén. Desde ella, y a modo de puente de man-
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do, don Andrés Prego, hasta entonces siempre a pie de mostrador y con una febril actividad, afrontaba la recta final de su vida con la salud ya bastante deteriorada, dirigiendo y vigilando el ajetreo cotidiano del negocio, al mismo tiempo que completaba con sus consejos la formación de su hijo Daniel ante un inmediato relevo. A lo largo de los años, y con las nuevas generaciones que fueron llegando, O Ouro do Miño acaparó todo el esfuerzo y dedicación del clan familiar, y en su entorno, con su presencia muda, se vivieron las ilusiones, los proyectos, los sueños y la vida entera de la familia. Después de tantas y tantas horas diarias de trabajo de los abuelos desde su fundación, continuadas por los hijos, y más tarde por los nietos, e incluso por los biznietos mayores que ya empezaban a ayudar, la tienda se fue consolidando como motor estable de una saneada economía. Las constantes mejoras y ampliaciones del local, la cuidada selección de las mercancías, con una oferta más abundante cada día, el embellecimiento y acondicionamiento de los accesos para una sencilla circulación de los carruajes, y una esmerada atención a los vecinos, seria y eficaz, fueron factores que propiciaron el reconocido prestigio que el almacén había logrado adquirir. Cuando en el invierno de 1868 fallecía el abuelo Andrés a la edad de setenta años, el boyante negocio en el que se había convertido O Ouro do Miño, pasó al único hijo varón, Daniel, que
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junto a su esposa Inés, ya se encontraban perfectamente preparados para asumir tal responsabilidad, después de permanecer bajo el aprendizaje y la supervisión del padre durante más de tres décadas. El tiempo prosiguió su ineludible camino, y a principios de los ochenta, llegaba el retiro obligado de Daniel a causa de una grave enfermedad. Para cuidarlo, se produce también el natural alejamiento de la tienda de Mamá Inés. Los delicados momentos que se vivían acarrearon la lógica y urgente sucesión. Su hijo Álvaro se hace con las riendas del negocio junto a su esposa Felisa Touriñán que, desde la boda, alternaba sus labores domésticas con el trabajo en el comercio familiar. Durante diez largos años, habían ejercido y aprendido las artes comerciales al lado de Papá Daniel, artes heredadas del abuelo Andrés, y traspasadas ahora al nieto enriquecidas y actualizadas. Se alcanzaba así la tercera generación de los Prego al mando del establecimiento, y la cuarta acechaba dispuesta a una continuidad, por entonces un poco lejana, pero que con los acontecimientos futuros, jamás se alcanzaría. A la vieja usanza de aquellos tiempos, O Ouro do Miño abastecía a la zona de toda clase de productos. Desde el más variado surtido en alimentación, hasta calzado, vestimenta, muebles, alfombras, ropa de casa, pasando por herramientas del campo, abonos, barriles para la vendimia, aperos de labranza... y por encargo, también se atendía cualquier pedido especial que se le hiciese. In-
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cluso en alguna ocasión, llegaron a traer instrumentos musicales para la Banda de Beade, un pueblo cercano, además de un piano de cola, recibido desde Vigo para la hija de don Segundo Freitas, el Juez Comarcal, y cuyo traslado desde la estación del tren a la casa del cliente, en el centro de la villa, había resultado todo un acontecimiento para los vecinos. A partir de 1881, con la inauguración del ferrocarril Vigo-Ourense-Monforte, el comercio también se benefició de la cercanía de la estación, a menos de cincuenta metros. Estaba situado, por lo tanto, en un emplazamiento inmejorable para abastecer a la comarca de todo aquello que necesitase, y desde Ourense, Ribadavia, Lugo, Monforte, Tui, Vigo... desde cualquier lugar de las provincias colindantes, se recibía a diario el suministro deseado, ya fuera por carretera o por ferrocarril. Con la fama alcanzada, los propios proveedores eran los más interesados en que los Prego vendieran sus productos en la zona, confiados plenamente, además de en otras cualidades, en una absoluta honradez. ... Pero en una aciaga noche y tan sólo en un instante, un viento infernal y unas llamas devoradoras se llevaron por delante O Ouro do Miño, fruto del trabajo y la entrega de la familia durante más de medio siglo. Sin compasión alguna, sin aviso previo, sin la mínima sospecha de que algo así pudiera suceder... todo quedó arrasado,
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reducido a unas negras cenizas marcadas en la tierra. Nunca se pudo precisar con certeza el origen del incendio, pero Felisa Touriñán siempre creyó que el ventarrón de aquella noche había sido el causante de la tragedia. Estaba segura de que el maldito viento se habría colado por las rendijas de ventanas y puertas, o incluso por cualquier ventanuco mal cerrado, y con la maldad de su mano, se llevó por delante alguna colilla sin apagar de un cenicero, o restos del brasero que se encendía diariamente en la oficina, o alguna de las muchas lámparas de aceite que colgaban por el recinto, y que hubieran olvidado apagar al cierre del almacén... Algo prendió y... llegó el desastre. En un instante, el vendaval de aquella noche fatídica había irrumpido con violencia en el paso de la familia por la vida. Todo se vino abajo sin apenas dejar huellas. Lo demás se fue con el humo. Tan sólo la mancha negruzca en el suelo, cubriendo el espacio que había ocupado el almacén, quedaba como única constancia de un pasado esplendoroso, ya vivido, sin más futuro que el recuerdo. No fue así para Felisa Touriñán y los suyos, a los que aquel invisible y nefasto viento de una noche de invierno los iba a llevar de por vida dando vueltas por el mundo. Los ahorros se gastaron pronto pagando deudas a los acreedores, y muchos fueron los que, aprovechándose de la situación, dejaron de pagar las suyas a Álvaro y a Felisa, o lo hicieron por
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mucho menos, que papeles tampoco hab铆an quedado para poder comprobar. De una vida acomodada en el mejor bienestar de la 茅poca, con un alto rango social en su entorno, con una presencia decisiva en las costumbres y en las tareas cotidianas del pueblo, la familia Prego pas贸 a una ruina casi completa, y menos mal que les qued贸 el consuelo de poder conservar la casa paterna y su huerta.
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A los pocos meses del brutal incendio, en aquel triste año de 1897, Felisa Touriñán, Álvaro Prego y los cinco niños se embarcaban en Vigo con destino a las Américas. Por entonces, muchos gallegos del interior lo hacían esperanzados en encontrar mejor vida de la que les daba el trabajo de los campos, la huerta y el ganado. En su caso concreto, después de la irreparable pérdida de su medio de subsistencia. Desde Vilar do Miño, el pequeño pueblo ourensano que vio nacer a todos, al marido, a los cinco hijos y a ella misma, Felisa emprendió sin dudarlo la gran aventura de la emigración. Asumiendo el mando, rol que siempre desempeñó dentro del matrimonio, arregló para la familia el pasaje más económico en las oficinas de la Mala Real Inglesa de Vigo, donde el señor Durán les despachaba los correspondientes billetes de 3ª clase, y los embarcaba al cabo de unos días en el “Araguaya”, el más moderno buque trasatlántico del momento. Después de más de veinticinco días de tediosa travesía, con escalas en Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, con mareos a causa del oleaje y un malestar permanente por la incertidumbre, llegaron a la tierra prometida, Buenos Aires, donde esperaban encontrar, con un horizonte repleto de dudas, el futuro que habían perdido en el pueblo. Las primeras furias de aquel endiablado viento de enero las había recibido el viejo almacén para su total destrucción. Ahora, la fuerza de su soplido invisible, que continuaba ejerciendo su
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poderío, arrastraba a la familia Prego Touriñán al otro lado del océano, a América, en medio de una feroz interrogante sobre el destino que les aguardaba. Desde el primer momento de su llegada a Buenos Aires, y una vez establecido el contacto previsto con unos parientes del pueblo, fueron acogidos con cariño por la numerosa colonia gallega, que como de costumbre, se protegía y ayudaba en todo, especialmente en esos instantes tan delicados de los primeros días. Contaron con el acomodo provisional en casas de unos y otros; de inmediato recibieron amparo y múltiples consejos, y con abundantes recomendaciones, no había transcurrido ni una semana cuando el padre y los dos hijos mayores empezaron a trabajar. Dentro del amplio entorno laboral de los gallegos, se abrieron paso, de un empleo a otro, hasta encajar en el más adecuado a sus aspiraciones, y favorecidos siempre por el prestigio que, por su honradez y capacidad de trabajo, gozaban sus paisanos en la capital argentina.
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Al cabo de un par de meses, la familia Prego Touriñán quedaba instalada en una vivienda, tan modesta como digna, situada en un barrio casi al completo ocupado por gallegos. Los tres hombres de la casa trabajaban con ahínco para el sustento familiar; a pequena atendía las labores de casa, y alguna tarea que le caía de vez en cuando por encargo del vecindario; los pequeños, Manolo y Toño, iban a la escuela; y Mamá Felisa, en su puesto, imponía el orden y su jerarquía. El cambio de vida que se produjo en la familia fue sencillamente brutal, y el impacto inevitable que recibieron de repente, sin transición alguna, afectaría a todos por igual, si bien en el futuro, la emigración influiría en unos y otros de muy distinta manera. Buenos Aires aparecía como un escenario tan diferente a su pequeña aldea que ya desde el inicio supuso un violento choque de sensaciones, originándoles un efecto de impotencia y descontrol que los llenaba de inseguridades. Las miradas de padres e hijos en aquellos primeros días planteaban continuos interrogantes ante el paisaje cotidiano que les rodeaba a cada paso, observando el ambiente tan extraño para ellos en el que debían integrarse. Andaban como perdidos, flotando en un mar de dudas. No les quedaba otra alternativa que amoldarse lo más rápido posible a las costumbres y a la vida de la nueva ciudad. Y a ello se pusieron todos con urgencia, fe, decisión, valentía, y sobre todo, con una necesidad ineludible. Bajo la
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enérgica batuta de Mamá Felisa, no tardaron demasiado en acomodarse al país. Y así fue como los apacibles senderos de Vilar do Miño, dejaron paso a las interminables calles de Buenos Aires; los escasos mil habitantes del pueblo, se convirtieron en los más de tres millones de la capital argentina; el tranquilo pasear por la aldea, se sustituyó por el bullicio imparable de la gran ciudad; el medio centenar de pequeñas casas de la villa, se perderían entre los millares de edificios bonaerenses; y en el campo, las veinte vacas lecheras dispersas por el monte, se multiplicaron hasta formar manadas de cientos de cabezas de ganado, esparcidas por unas infinitas llaunras verdes, controladas a caballo por los gauchos. Da muiñeira y la gaita, al tango y al bandoneón; da saia de Galicia a la “pollera” de Buenos Aires; del entrañable Río Miño a las inmensidades del Río de la Plata; de los cuatro carros de Vilar do Miño, que circulaban muy de vez en cuando, al incesante paso de cientos de carruajes de todas las formas y tamaños; de la pequeña escuela de don Roque, con treinta niños como máximo, al enorme colegio de los padres benedictinos, con cerca de mil alumnos y más de treinta aulas y profesores... Todo se había vuelto gigantesco: el espacio, el gentío, las calles, los campos, los montes, el ruido... el sol, la luna, hasta el cielo, parecían mucho mayores que los del pueblo.
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Los dos niños pequeños, Manolo y Toño, de ocho y seis años respectivamente, anduvieron confusos durante bastantes días, sorprendidos a cada instante con las sucesivas novedades que les asaltaban en el camino. Un cambio demasiado fuerte para unos chicos de aldea. Pero pasado ese momento inicial, y superada la natural timidez, pronto se adaptaron a la nueva vida, y a pesar de que a veces echaban de menos la huerta de casa, con su columpio y los juguetes desperdigados a sus anchas por el suelo, se incorporaron rapidamente y sin problemas al ambiente del vecindario. La pandilla del barrio contaba con bastantes más niños que todos los que había en Vilar do Miño y alrededores... y no digamos la del colegio, más numerosa todavía. Sus inocentes diversiones, ajenos por completo a otros problemas, hasta resultaban bastante más intensas y entretenidas que las del pueblo. Desde su candorosa niñez, continuaron en Buenos Aires disfrutando con plenitud de sus vivencias infantiles, y aunque en país extraño, se vieron siempre arropados por compañeros gallegos, tan numerosos en ocasiones como los propios nativos. La emigración para ellos, no dejaría al fin más que agradables recuerdos de infancia, gozados en los escenarios argentinos. En cambio, a pequena María halló más dificultades para adaptarse a la nueva realidad. Le faltaban sus amigas de cuna, Laura y Maruxa, y sobre todo, su prima Consuelo Touriñán. Unidas en sus confidencias desde pequeñas, habían crecido siempre juntas por el pueblo.
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A sus quince años recién cumplidos, hasta era posible que María hubiese dejado atrás algún chico, en los primeros escarceos del amor. Aquel cambio brusco, en una etapa tan tierna, cuando su hechura maduraba, segaría su juventud sin haberla casi iniciado, y le pesaría en la memoria para el resto de su vida con cierta amargura. María llevaría resignada durante mucho tiempo la herida que supuso la pérdida de esa edad irrecuperable, y aunque con los años llegó a superarlo, siempre mantuvo vivo su pasado, intentando tal vez que no se repitiera en ninguna de las personas queridas lo que a ella le había tocado en suerte. Los chicos mayores, Alberto y Fernando, entraron rápido dentro de la vorágine de Buenos Aires. Comenzaron a trabajar nada más llegar, y de lo concentrados que estaban en los primeros empleos de sus vidas, no tuvieron ni tiempo de sopesar el tremendo cambio. La necesidad familiar resultaba tan apremiante, y la dedicación a sus labores tan absorbente, que no encontraban momentos libres como para mirar hacia atrás. Sólo al cabo de un año, cuando las ocupaciones profesionales se asentaron, y ya se movían con cierta soltura en el quehacer diario, surgieron los recuerdos de su tierra natal. Renació en ambos con firmeza el sentímiento gallego, con la inevitable morriña aflorando a menudo. Aunque el destino les marcaría rutas diferentes, la coincidencia en el sentir y el hondo amor fraternal que se profesaban, los mantendría unidos durante toda su vida. Igual que a María, la hermana intermedia entre los dos, les
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tocó sufrir la desgracia familiar cuando empezaban a ser adultos, y tal vez esta circunstancia, fortalecería en los tres una apasionada relación de hermanos, a pesar de las enormes distancias que los separaron siempre. Los padres, Felisa y Álvaro, se afanaban en cuerpo y alma en resolver el día a día de la familia, y volcados en ese cometido, tampoco tuvieron ni un minuto para recordar tiempos pasados. La necesidad les obligó a adaptarse pronto a aquel país ajeno, aunque hospitalario, y nada más pisar el muelle de Buenos Aires, dejaron de pensar en vivencias anteriores, en aquellas pertenencias perdidas, en las lamentadas ausencias de familiares y ambientes... Hasta llegaron a no echar nada de menos, de tan absortos que se encontraban buscando soluciones, realidades. Su tierra patria, en aquella época inicial, era únicamente Buenos Aires, y se abrazaron decididos a ella, primero como tabla de salvación, luego con profundo agradecimiento, y finalmente, amándola de corazón. En los últimos meses de su vida, Mamá Felisa todavía se emocionaba al pensar en Argentina.
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Aún no habían pasado ni un par de años desde la llegada a Buenos Aires, cuando por acuerdo entre ambas familias gallegas, los Touriñán y los Loira, se toma una importante decisión. Con una fuerte amistad ya en la Galicia natal, y ahora, con ambiciones y sentimientos comunes, todavía más unidos en aquella tierra extraña, se dijeron para sellar el acuerdo: “Os rapaces que casen”. Y así fue como casaron a pequena María, con algo más de dieciséis años, con Basilio Loira, que no llegaba a los veintidós, y natural de Ventosón, un pueblo vecino de Vilar do Miño, al otro lado del río. La pareja casi no se conocía. Se habían visto algo en las respectivas visitas de familia, y pocas veces entablaron conversación. Pero al estilo que imperaba en la época, donde se imponía la autoridad paterna sobre una aceptada sumisión de los hijos, y sin apenas noviazgo previo, quedaron declarados marido y mujer, pasando antes por la bendición eclesiástica, que, eso sí, eran familias muy cristianas. Alberto Prego, el mayor de los chicos, con dieciocho años cumplidos en plena travesía oceánica, comenzó a trabajar en una empresa farmacéutica, distribuidora para Argentina de productos de una conocida firma catalana, Laboratorios Andréu. El destino lo dejaría en Buenos Aires para el resto de sus días, asentando su actividad laboral en donde la empezó, y llegando, con el paso del tiempo, a alcanzar el puesto de Director Gene-
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ral de la compañía para la totalidad de la América hispana. Mamá Felisa lo echaría de menos durante toda la vida, no en vano era su primogénito e hijo favorito. Cuando la familia se trasladó a México al cabo de unos años, se separaron para siempre y ya no lo volvería a ver. En sus últimas horas aún susurraba, delirando, “Estoy muy contenta, porque Berto llega mañana”. La bisabuela, a lo largo de su existencia, nunca se mostró tan apacible como en los últimos meses que pasó en Vigo. Al quedarse sola, sin hijos a los que atender, y abandonada su implacable autoridad familiar, motivo tantas veces de enfados y gestos airados, su trato se dulcificó de inmediato. También es verdad que ese encanto que lucía en la época final, lo reservó siempre para parientes, amigos, conocidos, vecinos... pero tan sólo para los de casa cuando era imprescindible. Mujer de carácter fuerte, condición heredada de los Touriñán, se forjó con bravura en los avatares que le tocó afrontar, y que hicieron de ella una madre dura, recia, de gran energía y coraje, luchadora infatigable por su familia. Con la brega cotidiana, la disciplina rígida, su extraordinaria inteligencia natural, logró conducir con esmero la unidad familiar, y colocar puntualmente a cada uno en el sitio más apropiado. Aquella ternura en la palabra, su mirada cariñosa, su encanto seductor, el impulso de su ánimo, los mimos, su compañía... Ella nunca falló con los suyos. Rigurosa en el orden familiar, eso
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sí, pero también generosa al máximo cuando era preciso el amor de madre. Con tan sólo uno de sus gestos, alentaba los afanes de marido e hijos, llenándolos de confianza y respaldo. A los pocos años de su llegada a Buenos Aires, y con esta conducta como bandera, Mamá Felisa conseguía que la familia alcanzase una sana estabilidad y, aunque sin gozar de las anteriores riquezas del pueblo natal, un notable bienestar. Una vez alcanzada esta estimable situación, la familia empezaba a disfrutar en Buenos Aires de momentos tan felices como los que recordaban de su época en la aldea. Después de los zarandeos y avatares de los últimos tiempos, padres e hijos saboreaban ahora con deleite la holgura, la comodidad y la placidez, recuperadas por fin, tras varios años de esfuerzo y privaciones. No había resultado fácil acostumbrarse a la vida de la capital argentina. A pesar del recibimiento hospitalario que encontraron, se trataba de un mundo demasiado diferente a Vilar do Miño. Pero poco a poco lo consiguieron, y cada uno, dentro de su edad y de su entorno, se acomodó a la situación, en lo laboral, en lo social, eligiendo las aficiones que más les agradaban... Los pequeños Manolo y Toño en las pandillas de la calle y del colegio, y con un provechoso rendimiento en los estudios; Alberto, cada día más contento en el trabajo, y con una relación cordial con su jefe y compañeros; Fernando, de empleo en empleo, siempre mejorando y dejando amigos por todos los lados... y también amigas, que alguna incluso po-
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dría ser hasta su novia; y los padres, satisfechos y contentos de haber recobrado el bienestar familiar, optimistas con la evolución de los hijos... y estrenándose como abuelos, ya que María había tenido su primer hijo, de nombre Alberto, como el hermano mayor. Cuando las expectativas primordiales de su emigración comenzaban a verse cumplidas, el destino vuelve al acoso y mueve ficha para modificar de nuevo el rumbo de sus vidas. A Álvaro, el padre de familia, le ofrecen una excepcional oportunidad en la empresa donde trabaja, la Compañía Argentina de Importaciones. Ponen a su alcance el puesto de Jefe Comarcal en la nueva delegación que se va a inaugurar en Ciudad de México, y que empieza su actividad en un par de meses. De nuevo Mamá Felisa, ejerciendo su autoridad familiar, acepta el apetecible puesto antes que lo haga su propio marido. Sin dudarlo un instante, prepara las maletas, vende sus enseres, cierra el piso, negocia el pasaje en la Compañía del Pacífico, y se embarca en una segunda emigración, en esta ocasión en condiciones muy diferentes a la primera. Ya no urge la necesidad, ni van paralizados por aquella acuciante incertidumbre, ni tienen tan fresca en la memoria la pérdida irreparable del almacén familiar, ni van a soportar un cambio tan profundo como el ya sufrido. Ahora, el futuro se muestra prometedor, seguro, esplendoroso. La ocasión que le brindan a Álvaro no podía desdeñarse de ninguna manera, ni por el inte-
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rés personal, ni por el compromiso con la misma empresa, que a fin de cuentas, lo había elegido entre muchos para aquel destacado puesto de confianza. En Buenos Aires se queda Alberto, ya muy asentado con su trabajo en Laboratorios Andréu; a pequena, en Mendoza, donde se había establecido con la familia; y los otros tres chicos arrancan con los padres al nuevo destino en tierras mexicanas. Después de un interminable viaje en el moderno buque “Massilia” –que evocaba aquel en el que se embarcaron en Vigo años atrás–, bordeando la costa sudamericana y haciendo múltiples escalas en el recorrido: Montevideo, Río de Janeiro, Pernambuco, Caracas, Cartagena, La Habana... llegan a aguas del Golfo de México y desembarcan en Veracruz. Desde ahí siguen a Ciudad de México, la capital, donde ya se instalan en un excelente piso facilitado por la empresa, para dar comienzo a otra nueva vida.
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Si Buenos Aires les había recibido con la mayor hospitalidad a pesar de su condición de humildes trabajadores emigrantes, en Ciudad de México la acogida resultó, por lógica, todavía mejor. Las circunstancias eran bien distintas; antes llegaban como peones, ahora lo hacían con Álvaro como jefe de una nueva empresa extranjera. El pueblo mexicano se mostró desde el primer momento afectuoso, simpático, servicial, y con aquel meloso y cautivador acento que lo hacía tan acogedor. Vivieron una época muy feliz en México, rodeados de confort, casi de lujo, y con todas las atenciones posibles en su entorno laboral, social y doméstico. “Son familia del señor Prego”, se decían respetuosos los vecinos cuando coincidían en la tienda, en el colegio, en la calle, en la iglesia... Si a ésto añadimos las artes sociales que dominaba Felisa Touriñán, se puede comprender con facilidad que en poco más de un mes, la familia estuviera perfectamente integrada en la vida de Ciudad de México. Los dos chicos se matricularon en el mejor colegio de la capital, y se incorporaron de inmediato al ambiente de sus nuevos compañeros de estudios, formando parte de pandillas, juegos y actividades. Invitados a casas de unos y otros, a cumpleaños, fiestas familiares, excursiones... su marcado acento argentino fue sustituido por el mexicano; eran ya unos “chamaquitos”. En casa, los padres y Fernando se reían al oírlos hablar así, tan de repente, y es que su adaptación había sido
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fulminante. Ya casi parecían nativos de Ciudad de México. También Fernando se acostumbró pronto a la capital, casi tan enorme como Buenos Aires, y con una población divertida, tumultuosa pero agradable, y muy sencilla en la relación humana y en las costumbres. Era un pueblo que gozaba de la vida, de la música, de los cantos, de los bailes; reinaba una bulliciosa alegría, y en este ambiente, no tardó ni un par de semanas en introducirse plenamente en la dinámica de la ciudad. Nada más llegar, por influencias de su padre, empezó a trabajar en la constructora que había edificado las instalaciones de la Compañía Argentina de Importaciones. Habituado como estaba a los cambios de empleo, se hizo rápidamente con el nuevo trabajo, y no tardaría demasiado en destacar por sus conocimientos y alto rendimiento. No halló el más mínimo problema a la hora de relacionarse con sus compañeros y entablar amistades, y lo mismo que sus hermanos pequeños, recibía invitaciones para toda clase de celebraciones, planes y fiestas, que los mexicanos organizaban con frecuencia. Con la facilidad que caracterizó a Fernando en el trato social, le llovían los amigos, y claro está, también las amigas, que muchas tuvo hasta que la guapa Carmela le caló algo más hondo. En aquellos primeros meses en Ciudad de México, Álvaro Prego hubo de hacer un gran esfuerzo para organizar y poner en marcha la com-
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pañía. Aunque con más lentitud de la que él quisiese, todo fue saliendo adelante a base de empuje, voluntad y muchas horas diarias, y eso, a pesar de que los simpáticos mexicanos se empleaban sin grandes prisas ni agobios, trabajando lo justo... o menos. Como consecuencia, trató en cuanto pudo de rodearse de colaboradores gallegos, que igual que en Argentina, se encontraban desperdigados por el país buscando futuro con su emigración. Su cargo le llevó a recibir frecuentes invitaciones a actos políticos, culturales, benéficos, de negocios... en definitiva, a cualquier actividad de rango importante que se celebrase en la capital. A menudo acudía con Felisa, de manera que fueron ampliando su círculo de amistades. Después, también ella era convocada a multitud de reuniones sociales de carácter femenino. Felisa Touriñán se encontraba a sus anchas en el trato con la alta sociedad. Y como invariablemente ocurrió a lo largo de su vida, fuera del hogar y de la disciplina familiar, exhibía todo su encanto, con aquel duende especial que poseía para conquistar amistades. Divertida en la conversación, activa para toda clase de planes, hábil jugadora de naipes, voluntariosa en el trabajo social, con un estimable carácter conciliador... cualidades todas ellas que la hacían destacar en cualquier entorno en donde se moviese.
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Pero a veces, las cosas en la vida se tuercen justo en el momento en que van mejor. Tal vez un exceso de buena suerte hubiese sido en este caso el motivo principal. Con el cambio un tanto brusco que se produjo, parece ser que Álvaro Prego, hombre guapo, simpático y de buen porte, ahora con bastantes pesos en el bolsillo, y la destacada relevancia social que le otorgaba su cargo en tan importante empresa, encontró algunas faldas en el camino que tiraron de él más que las de “su” Felisa. Y entre el cambio y la morenaza mexicana, se consumó una inevitable ruptura cuando no habían pasado ni dos años desde la llegada a Ciudad de México, y en una etapa con toda la familia atravesando tiempos felices. A la vista de los hechos, Mamá Felisa, con su contundencia acostumbrada, hizo rápidamente las maletas, cogió a los tres hijos, embarcó para España, y nunca más quiso saber de su marido. Ni pidió el divorcio, ni la separación, ni reparto de bienes, ni pensión alimenticia, ni nada parecido. Se llevó tan solo algo que no cedía, sus tres hijos.
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Y así, después de aquel largo periplo americano, Mamá Felisa regresaba a la casa paterna que todavia conservaba en Vilar do Miño, y en donde aún vivía su madre. Se había marchado a finales del siglo XIX, volvía a principios del XX, y el cambio de siglo, ya resignada, no significó demasiado para ella. Si acaso el regreso con un equipaje familiar bastante más ligero que el de la ida. Ahora, en el recuento, faltaba el de Álvaro, su querido marido, extraviado en Ciudad de México; también el de Alberto, afincado para bien en Buenos Aires con un excelente empleo; y el da pequena, que desde Mendoza, anunciaba por carta el feliz nacimiento de su tercer hijo, de nombre Basilio como el padre. No parecía excesivo bagaje para tanto camino recorrido. Mamá Felisa no se quejaba de la suerte, y como mujer positiva que era, sabía que tampoco le serviría de nada. Ella sostenía que Dios la iba repartiendo equitativamente a lo largo de la vida. Había disfrutado de una época muy dichosa hasta la pérdida del almacén, luego tocó sufrir, después un poco menos, más tarde regresaban los buenos momentos, y al final se encontró plenamente reconfortada con el esforzado y exitoso arranque de la familia en Buenos Aires. Se sentía orgullosa del resultado de su emigración, de la respuesta de los chicos, del talante luchador que inculcó en la familia partiendo desde abajo. Fue una etapa larga y laboriosa concluida con brillantez, y un tiempo durante el cual la fortuna empezó a empujar a fa-
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vor, después del daño que aquel viento fatal les había causado. Luego, en México, a donde se habían trasladado con un prometedor porvenir de la mano, el reparto de la suerte modificó su camino. Aquella treintena de años de relación con su marido, siempre en el amor del matrimonio y superando los altibajos del destino, se interrumpió de repente, como si el largo tiempo vivido en común se pudiese borrar en un instante, a modo de un encerado de escuela. Y así debió ocurrir, que con el paño caliente y seductor de Juanita, la mexicana, quedó todo borrado y bien borrado, tan limpio como si jamás hubiera sucedido nada. Pero Mamá Felisa no vertió ni una lágrima en aquel mal momento. Tan sólo ahora, en Vilar do Miño, en la casa paterna donde nació, en ocasiones regresan los recuerdos. Sentada en la camilla, en torno al brasero y en instantes de soledad, repasa la película de su vida, y entonces sí, al encontrarse con Álvaro, se le escapa un llanto sereno, dulce, resignado, aceptando como siempre la suerte que le tocó vivir. Aquel viento que arrasó con todo menos con su amor... y, ¡cómo es la vida!, lo que no pudo el gran bruto de aquella noche, lo hizo más tarde el suave viento embriagador de unas faldas ajenas... “El viento marcó mi vida –piensa–... y lo peor es que no se le ve venir”. Mamá Felisa no necesitó demasiado tiempo para recuperarse de la huida forzada de Ciudad de México. Aparcó pronto las penas, y rápidamen-
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te puso en marcha a la familia ante el nuevo panorama que debía afrontar. No le tembló el pulso, y es que pocas cosas podrían ya darle miedo en su vida, respeto sí, pero no miedo... “Tan sólo el viento”, matizaba. Como años atrás, pero en sentido inverso, el cambio brusco de las grandes capitales americanas donde habían vivido últimamente, Buenos Aires y Ciudad de México, a la placidez de Vilar do Miño, provocaría en los primeros días cierta sensación de extrañeza en la familia. Mamá Felisa se adaptó con enorme facilidad al regreso a su tierra, y se sorprendió a sí misma buscando feliz los caminos del pasado. Recibía largas visitas de la numerosa familia que le quedaba en la comarca; recuperó relaciones de antaño con viejas amistades; recorría dichosa los escenarios de su niñez, de su juventud, de los primeros tiempos de matrimonio; volvía a cuidar la huerta, las gallinas, los cerdos; paseaba por los montes cercanos, como lo hacía de joven; se desplazó en varias ocasiones con un par de amigas a un irreconocible Ourense; jugó de nuevo sus interminables partidas de cartas... y también se acercó nostálgica al lugar donde antaño se encontraba el almacén... En la primera impresión, sintió que al paisaje le faltaba algo, que se hallaba incompleto… Los chicos se sintieron desconsolados en la llegada, y aunque recordaban sus años de niños con cariño y agrado, la excesiva quietud y serenidad de Vilar do Miño les pesaba en demasía. Pero
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poco a poco, igual que años atrás en la emigración, terminaron por acostumbrarse al ritmo de la aldea. Por consejo de Mamá Felisa, empezaron a trabajar en Ourense, alternando así el ambiente de pueblo con el de la capital, a pesar de que ésta era bastante más pequeña que las últimas ciudades en las que vivieron. En muchas ocasiones, para disfrutar de los momentos de ocio, se reunían con sus amigos en Ourense, y en otras, las menos, eran los ourensanos los que se acercaban a Vilar do Miño. Para Manolo y Toño, el cambio no fue tan sólo de escenario y de ambiente. Habían dejado de ser los niños del colegio de antes, para convertirse en adultos con sus primeros trabajos. Llevaron bien la madurez, y encauzaron pronto sus inicios laborales, dirigidos, desde luego, por la mano rígida de Mamá Felisa, que no dejaba de asesorarles. Fernando, convertido en el “hombre de la casa”, se manejó con facilidad en el banco de Ourense en el que había empezado a trabajar, y con su carácter afable y simpático, hizo amigos con prontitud. Se encontraba mejor en el ambiente de la ciudad que en el de la aldea, acostumbrado como estaba al bullicio de las grandes capitales, lo cual provocó algún encontronazo con la madre, que lo quería siempre a su lado. Transcurrido un tiempo, Fernando se echó una novia en el pueblo, con la total e inquebrantable desaprobación de su madre, que seguía ejerciendo una férrea autoridad familiar, a pesar de la edad del hijo, cercana a los treinta. No se supo
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muy bien si no le gustaba la chica, si le tenía buscada otra, como era la costumbre ancestral, o si simplemente no quería que se casase, como si debiese permanecer en el puesto de “hombre de la casa” que había abandonado el padre. Pero lo cierto es que Fernando no tuvo más remedio que casarse sin el permiso materno, y su marcha, sin despedida, se convirtió en la única salida. Se vio obligado a emigrar de nuevo a Buenos Aires con su querida Manuela. Allí, su hermano Alberto le tenía un cargo reservado en los Laboratorios Andréu. Así se fraguó la desaparición de Fernando de la vida de Mamá Felisa, tan dulce y tierna por momentos, como autoritaria e intransigente en otros. Con su inamovible postura no había hecho otra cosa que echar de su lado al bendito de su hijo, que había demostrado hasta entonces una paciencia casi infinita con su madre. “O mellor de todos”, reconocía después en muchas ocasiones.
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Los años fueron pasando, e inevitablemente, Mamá Felisa acabó encontrándose sola en Vilar do Miño. Los dos hijos que quedaban con ella crearon sus propias familias, como es natural, y se instalaron, uno en O Carballiño y otro en Ourense, donde trabajaban. Lo que nunca se supo es si contaron con el consentimiento de la madre para sus matrimonios, o tuvieron que casarse ás agachadas como su hermano Fernando Y así vivió en soledad durante muchos años, con los productos de la huerta, sus gallinas, los cerdos, y la supuesta ayuda de los hijos, además de la compañía cercana de los vecinos de Vilar do Miño, parientes algunos de ellos. Nunca quiso vivir con nadie, con ninguno de sus hijos ni con ningún familiar, que aunque más de uno se lo ofreció, jamás halló respuesta afirmativa. Hasta el último momento de su vida mantuvo aquel principio de autoridad ante los hijos, e incluso ante la gente del entorno, y aunque en los tiempos finales esa actitud ya no resultase tan efectiva, delante de ella no les quedaba otra que disimular su acatamiento. Cuando su fuelle intelectual se fue debilitando, y rebasados de largo los ochenta años, su hija María la trajo a Vigo de visita por unos días. Así tuvieron que engañarla, y al cabo de algo más de un año, dejó de ir a la estación, de contestar aquello de que “Llegué ayer, pero ya me voy mañana”, de calcetar el jersey para su biznieto... y al fin se acabó marchando sin explicar lo del viento a los mozos de la estación.
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III. Los abuelos
Mamá Felisa recibió con inmensa alegría la noticia: a pequena venía de visita en el verano. Habían pasado varios años desde su regreso a Vilar do Miño, y cuando una mañana llegó Gerardo, el cartero, con una carta en la mano para ella, ya presintió que le llegaban interesantes novedades. En aquel momento de su vida, los disgustos tenían a la fuerza que haberse agotado, y siguiendo su criterio del reparto de la suerte que hacía Dios, ahora sólo le podían tocar cosas buenas. Más de un mes tardó en llegar la carta desde Mendoza, pero “nunca es tarde si la dicha es buena”, pensó como consuelo. Y desde aquel instante en que abrió el sobre nerviosamente con la esperanza confiada en que algo feliz contenían aquellas lineas, no cesó de contar los días que faltaban para la llegada de su hija María... y de sus nietos, que a los dos pequeños todavía no los conocía. Así fue como a principios del siglo pasado, en 1916, mis abuelos, María y Basilio, pisaban de nuevo suelo gallego en el puerto de Vigo, desde donde veinte años antes habían partido por separado a la aventura de la emigración. Ahora, aunque se tratase de una fugaz visita de apenas un mes de duración, regresaban juntos, casados y
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con sus cuatro hijos nacidos en Argentina, para poder tocar y sentir la tierra patria bajo los pies. Después de mucho tiempo de lucha encarnizada para abrirse paso en la vida, se regalaban al fin el alivio de volver, y de calmar en parte la enorme añoranza de Galicia, acumulada con el paso de los años. Tan pronto la economía familiar se lo permitió, no dudaron un instante en cumplir el ansiado ritual de todo emigrante: visitar su país natal. Cuando desde la proa del “Marqués de Comillas” –expectantes durante muchas horas de un amanecer extremadamente largo–, empezaron a avistar la costa, y poco a poco las Islas Cíes tomaban forma en la bocana de la Ría de Vigo, los corazones ansiosos de los abuelos estallaron. Entre incontenibles sollozos y abrazos, se quedaron extasiados, casi inmóviles, hasta el mismo momento del desembarco. Sí, estaban en Galicia, en su tierra... después de una eternidad... no podía ser cierto... era un sueño convertido en realidad... Y desde las barcazas que los trasladaban al muelle, adivinaron, más que vieron, entre la muchedumbre, a Mamá Felisa y a los hermanos, Fernando, Manolo y Toño. Se les notaba impacientes, escrutando nerviosos entre las barcas a los viajeros que llegaban, sin terminar de encontrar a los suyos.
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Los emigrantes, los de antes y los de ahora, sueñan a menudo con el regreso a sus raíces, aunque sea tan sólo de visita. Y de paso que disfrutan de unas merecidas vacaciones, calman esa nostalgia galopante que les posee, y que lejos de mitigarse con el tiempo, aumenta. Un amigo de la familia, residente en Venezuela desde muy joven, aseguraba que... “Tengo que venir de “balneario” a Galicia por lo menos un mes al año. Cojo aire de la ría, saludo a la familia y a los amigos, callejeo por Baiona, como un marisco, bebo unhas tazas de ribeiro na de Paco, canto unhas galegadas cos mariñeiros, falo un chisco... y después ya aguanto tranquilo el resto del año”. Y así se repite la liturgia. Primero, la deseada y eufórica llegada, con una mezcla de emociones que sacian por momentos esa morriña imparable que tan ansiosos los devuelve a su patria... Y al rato, después del ritual acostumbrado de múltiples visitas a la familia y a las amistades, a aquellos lugares queridos tan añorados en la distancia, después del festejo del encuentro con un buen cocido gallego regado con vino del país, de las Fiestas Patronales del pueblo, después de tantas y tantas alegrías... la rutina de la vida recupera su realidad, y el trabajo y el dinero los devuelve de nuevo muy lejos, llevándose con ellos la eterna melancolía de su mirada. Su tierra querida los recibe con los brazos abiertos, y los mima con el olor del campo, la música, as muiñeiras, los típicos manjares, el murmullo del río, el sonido del monte, el paisaje... Pero poco más les puede ofrecer. Se
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cumple el eterno destino del emigrante gallego de entonces, condenado, de por vida, a su suerte: el alma en Galicia y el pan en América. María, digna hija de Mamá Felisa, debió ser mujer de tanto carácter y empuje como su madre. E igual que ella, con los avatares sufridos desde muy joven, tampoco se iba a asustar por cualquier cosa. Pensaría, también, que Dios iba repartiendo la suerte con equilibrio, y que si le había regalado aquella visita a Galicia, tal vez sería para invitarla a quedarse. De manera que los abuelos, alterando el orden natural establecido en la clase emigrante, decidieron regresar definitivamente e instalarse en su tierra natal. Nunca más volvieron a Argentina, ni tan siquiera para recuperar las pertenencias que allí dejaron. Con los cuatro hijos pequeños a cuestas –entre ellos mi madre, la menor, con poco más de un año–, comenzaron en su propia patria una nueva “emigración”. Partiendo de cero como antaño, pero con la compañía de un aturuxo inmensamente alegre y animoso, además de una pequeña bolsa de ahorros, iniciaron de nuevo una vida diferente. Tal vez María no quiso quedarse sin alma, y el pan, aunque no fuese mucho, ya se lo buscarían, que a eso sí estaban acostumbrados. Con el paso de los años y la llegada de sus muchos nietos, la abuela María, igual que Mamá Felisa, se convirtió en una amena conversadora. En torno a la mesa camilla, nos contaba a los nietos un sinfín de historias, con tanta claridad, flui-
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dez y sobre todo sentimiento, que nos mantenía ensimismados, escuchándola, e imaginándonos las escenas como si de una película se tratase. Y ciertamente, aventura había de sobra... <<“Os rapaces que casen”, acordaron las dos familias amigas en Buenos Aires al poco tiempo de llegar –recordaba la abuela una tarde– Y, sin apenas conocernos, ¡nos casaron!. Yo con dieciséis años y vuestro abuelo con poco más. No sabíamos nada de la vida. Hasta entonces, habíamos vivido siempre en casa paterna, tanto uno como otro, no teníamos ni oficio ni trabajo, en un país extraño, y así, sin más, empezamos nuestro matrimonio, desde abajo de todo, partiendo de cero... ¡y ya véis!, parece mentira... pero salió bien. Han pasado más de cincuenta años, y aquí estamos, con los hijos criados, bien situados, con unos nietos tan guapos –decía mirándonos con amor– y muy felices... aunque con ese bendito –refiriéndose al abuelo– no fue muy difícil... bueno, y con María Auxiliadora, que también nos debió ayudar lo suyo –concluía la abuela, tan devota siempre de la Virgen. >> <<Y eso que el abuelo –continuaba con el relato– engaña con esos tremendos arranques de genio que le dan. Muchas de mis amigas hasta le tienen miedo, e incluso me miran com– pasivas, como sintiendo pena por mí, imaginando lo que tendría que soportar en una relación diaria con aquel hombre de tan mal carácter –comentaba divertida riéndose– Yo tengo que aclararles las cosas, aunque algunas ni así se convencen. “¡Na-
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da! Lo que os digo, sólo es ruido... Si es un bendito”, les repito... Véis, yo en cambio, ya no soy tan buena –y se sonreía con pillería, dirigiendo su mirada a los nietos. >> <<En la tienda –su medio de vida desde la llegada a Vigo–, los viajantes veteranos, que ya lo conocen, están deseando que al pasar sus periódicas visitas, don Basilio Loira les eche la gran bronca. Nada más entrar por la puerta, casi sin saludarse, enseguida se les queja de todo, del retraso en los envíos, de defectos de fabricación, del precio de las cosas, del mal embalaje... Después de la letanía acostumbrada y aguantado el chaparrón, los pedidos se duplican en compensación al saludo inicial. >> <<Más tarde yo me peleo siempre con él. – Si nos tratan tan mal como dices, ¿por qué le vuelves a comprar... y ¡tanto!? Él me mira sin saber por dónde salir, y se justifica. – Bueno, son pequeñas cosas sin importancia –y ya le vuelve el genio y levanta la voz–... pero los pedidos tienen que llegar como es debido, y por supuesto, con mejores precios. >>
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María y Basilio formaban una pareja singular. Se les veía juntos, y a pesar de las evidentes diferencias físicas, e incluso de carácter, irradiaban una armonía que llamaba la atención. Basilio era alto, delgado, moreno, pelo negro peinado con raya a un lado, lucía un fino bigote en su juventud, gesto serio, andares tranquilos y reposados, porte elegante, habitualmente bien vestido, con impecable sombrero... Honrado al máximo, recto en su conducta, pragmático, bondadoso, muy religioso, y con una personalidad desigual, normalmente serena, pero con unos curiosos y breves arranques de genio... Imponía algo de respeto, se hacía un poco distante... María, en cambio, era baja –como todas las Touriñán–, regordeta, pelo negro intenso, cara dulce y risueña, muy activa, carácter valiente y decidido, de movimientos nerviosos y rápidos, discreta en el vestir... Y al contrario de Basilio, era persona cercana, de trato fácil, simpática, siempre con tono conciliador –igual que sus hermanos Alberto y Fernando–. No tardaba en hacerse popular en su entorno... y como Mamá Felisa, llevaba las riendas del matrimonio con firmeza... Y también muy religiosa. La abuela era natural de Vilar do Miño, y el abuelo de Ventosón, dos pequeñas aldeas de Ourense, muy cercanas una de la otra, que vieron como la gran parte de sus vecinos emigraban a las Américas, quedando los pueblos abandonados, con la única presencia de los ancianos. Ventosón era tierra de afiladores, y así, el abuelo Basilio,
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dedicándose a ese oficio que ya tenía “medio aprendido” cuando emigró, pudo dar sus primeros pasos por Argentina. Al poco de casarse, el matrimonio se traslada de Buenos Aires a Mendoza, no se sabe por qué razón, aunque evidentemente atendiendo órdenes paternas... o más bien serían maternas, de Mamá Felisa. En aquellos tiempos, la jerarquía de los padres marcaba con plena autoridad las pautas a seguir por los hijos, y a buen seguro que algún conocido de la familia habría aconsejado ese traslado. Y resultaría acertada la sugerencia, ya que sería allí en Mendoza, en donde lograrían salir adelante y perfilar, con mucho tesón y esfuerzo, el rumbo que debían tomar. Mendoza, en aquel comienzo de siglo, era una de las ciudades más prometedoras de Argentina. Situada al pie de los Andes, se encuentra rodeada de unas hermosas montañas que la separan de Chile, al otro lado de la cordillera, con el que se comunican a través del famoso Puente del Inca, formación rocosa natural sobre el Río Cuevas. La belleza y singularidad de esta zona, así como su proximidad con el pico del Aconcagua, el más alto de América con casi 7.000 metros, y el de Tupungato, con 6.800, otorgan a la región un permanente atractivo turístico. Se trataba de una urbe incipiente, joven, con un crecimiento espectacular y un futuro esplendoroso, cimentado en sus muchas riquezas naturales. Extensas llanuras dedicadas a la agricultura, abundante ganadería, excelentes vinos, un tu-
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rismo floreciente, valiosas minas, un comercio en desarrollo... Lo tenía casi todo, tan sólo necesitaba manos para trabajar e inteligencia para dirigir. Era tal la riqueza de la región que no había mano de obra que no encontrara una buena acogida y un destino inmediato. Los gallegos, con gran prestigio en todo el país como gente honrada y trabajadora, hallaban muy pronto en Mendoza, igual que en Buenos Aires, la senda de un futuro atractivo, a poco que se entregasen a sus tareas y a un modo de vida prudente. En este contexto tan propicio, en medio de aquella capital que crecía imparable y rezumaba una economía sana, fresca, rica y más asentada cada día, los abuelos empezaron a trabajar modestamente en un portalucho, con un pequeño taller dedicado a múltiples reparaciones. Basilio Loira, ejerciendo su tradicional oficio de afilador ourensano, se inició muy rápido en sus labores, arreglando cacharros, afilando cuchillos, tijeras, navajas de afeitar, herramientas, reparando paraguas y, en definitiva, todo cuanto cayese en sus manos. En tiempos en los que la mayoría de los utensilios se tenían que aprovechar hasta el límite, y rodeados además de una población tan numerosa y activa, a Basilio nunca le iba a faltar trabajo. La abuela María, al principio, recorrió el vecindario casa por casa para ofrecer los servicios del taller, tomar sobre la marcha los encargos que surgían, y que después devolvía a domicilio puntualmente una vez reparados. Pronto, las buenas artes del gallego Basilio se hicieron populares en
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la ciudad, y al poco tiempo, ya no resultó necesaria la visita puerta a puerta que hacía María en los comienzos. Los encargos llegaban con fluidez, y la fama de Basilio trascendía de tal manera que las horas del día ya no le alcanzaban para atender tanto trabajo. A menudo su jornada rabasaba las doce horas, además de los muchos domingos que pasaba en el taller. María atendía a los clientes y fijaba la entrega, facilitando así al marido un preciso orden en su labor. La habilidad del abuelo para estos menesteres perduró en el tiempo, y la ejerció hasta sus últimos días. “Esto lo arregla don Basilio”, decían con seguridad los que lo conocían, a pesar del gesto de duda con que recibía muchas veces la tarea, y el genio que le despertaba toparse con objetos “tan estropeadas”. Y también durante toda la vida, María, para contrarestar ese genio, asumió la misión de relacionarse con los clientes del taller, valiéndose del encanto –heredado de su madre– que tenía en el trato. Al cabo de no pocos años de brega y esfuerzo, y desde luego, con enorme riesgo y la única garantía de su dedicación, abandonaron el modesto taller para instalarse en un presentable local de una céntrica zona comercial. Con el nombre de “Casa Loira” bautizaron la flamante tienda, continuaron reparandolo todo, y ya se iniciaron en las actividades propias de un comercio tradicional. Al mismo tiempo, María hurgaba en el pasado, tratando de encontrar en O Ouro do Miño, el añorado almacén familiar, el modelo a seguir en el
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naciente proyecto. Lo recordaba todo, sus pequeños escaparates, los mostradores, las estanterías, la diversidad de artículos que se vendían... hasta se acordaba del nombre de muchos clientes, y las cosas que compraban. Veía, como si lo tuviera delante, el ajetreo cotidiano de la tienda, y la lucha permanente de sus padres en la tarea diaria... Deducía que si en Vilar do Miño se podían vender tantas cosas, en Mendoza también sería posible. En una ciudad inmensamente más grande en población, en tamaño, en riqueza, en vitalidad... en todo, las posibilidades tendrían que ser por necesidad mucho mayores. Tan sólo era preciso atinar en la oferta que se le proponía a la parroquia. Basándose en la abundante clientela del taller, María comenzó por ofrecer el mismo tipo de productos que Basilio reparaba, de forma que algunos clientes preferían comprar el utensilio nuevo antes que arreglar el usado. O ambas cosas, negocio perfecto, que también se daba. Comenzaron con cuchillería de todo tipo, tijeras domésticas y de trabajo, navajas y brochas para el afeitado, máquinas de cortar el pelo, cepillos... e igual que en O Ouro do Miño, calzado y herramientas para la construcción y de uso agrícola, como palas, picos, azadas, carretillas, mazos... materiales de gran consumo y demanda en aquella región. Más tarde, a raíz de iniciarse en la reparación de escopetas, el abuelo se introduce en el mundillo de las armas. Alguien confió en su habilidad imnata, y a partir de su primer arreglo, no tardaría en alcanzar prestigio y popularidad en
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ese menester. Así se despierta en él la afición por el tiro, llegando a participar en importantes competiciones locales y conquistando varios premios. Con tal motivo, alcanza un profundo conocimiento en todo lo relacionado con las armas de este tipo, y decide, con buen criterio, dedicarle un espacio propio de la tienda. En Argentina era habitual disponer en casa de escopetas, y también de pistolas, sobre todo en aquella comarca de Mendoza, en la que abundaba la caza y existía, además, una gran pasión por el tiro. Se celebraban con frecuencia concursos locales, de dilatada tradición en la zona, y siempre con una numerosa participación. La decisión resultó todo un éxito y enseguida gozaron de una más que aceptable clientela. La tienda se consolidaba poco a poco, y la oferta se ampliaba permanentemente con nuevos productos, imnovaciones que María decidía con criterio y prudencia. “Casa Loira” había alcanzado una incuestionable posición de relevancia dentro del comercio local. Y excepto Alberto, que lo hizo en Buenos Aires, allí en Mendoza nacieron Benito, Basilio y Sara. Cuando la situación se hubo estabilizado, con la tienda funcionando cada día mejor, y después de ahorrar los pesos suficientes y algunos más, los abuelos se decidieron por fin a reencontrase con su tierra patria, como aconsejaban a un gallego las viejas costumbres. En un inolvidable mes de julio, el matrimonio y sus cuatro hijos arribaron a Vigo, tras veinte inacabables días de travesía.
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Al llegar, las sensaciones fluían como un torrente, y los sentidos no sabían a qué atender, si ver... si oír... si gustar... si oler... Los aires del pueblo, las aguas del Miño, as muiñeiras y las gaitas de las Fiestas Patronales, os chourizos de Ventosón, o viño do Ribeiro, el cocido gallego, o canto dos merlos, A Rianxeira, y aquellas otras canciones que cantaban los mozos... “Rosiña, Rosiña, Rosa, non regues máis a roseira que esta noite vai chover e rosa mollada non cheira...” ... “Moza que vendes as peras ¿cántas che mandaron dare? Para ti meu queridiño no mas mandaron contare...” ...¡y que mil veces habían cantado en Argentina!... pero que aquí, en Vilar do Miño, en Ventosón, sonaban distinto, mejor, como música celestial... Tal vez sería por el rumor del río cercano, o por el viento enroscándose en los pinos, o por el mugir sonoro de las vacas en el prado... por aquellos sonidos de fondo que acompañaban los cantos de los mozos, hasta crear una propia sinfonía de sensaciones.
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Demasiados sentimientos alimentando los sueños de todos ellos, y que abrían silenciosos interrogantes de difícil respuesta. “¿Por qué habremos ido a parar tan lejos?”... “La vida nos fue llevando –se contestaba María–, pero ya estamos aquí, para quedarnos... si podemos”. Con ese sexto sentido de las madres para conducir la familia por el sendero adecuado, ella percibe pronto dónde se encuentra su vida, su mundo, cuál ha de ser el destino futuro de todos ellos. Viendo a los niños tan felices por los campos de la aldea, a su marido Basilio recorriendo con deleite por Ventosón los caminos de la niñez, sintiendo la entrañable cercanía de Mamá Felisa y de sus hermanos, tantas veces añorados… palpando a cada instante aquella alegría de vivir... Era como una bola de ilusiones que crecía día a día, sin parar, engordada minuto a minuto por todo, por el viento, la lluvia, el color de los campos, el susurro del río, el canto del gallo, el balar de las ovejas... el acento gallego en el aire... La suerte los había traído de visita a su propio paraíso, y tal vez para incitarlos a algo. Y en esa tentadora disyuntiva, no era cosa de darle la espalda. Sus almas, extraviadas, desorientadas durante años por la inmensidad de Argentina, debían ser recuperadas en aquel mismo instante. Sólo faltaba encontrar el pan, y las experiencias pasadas les decían que aquello también estaba a su alcance... ¿Por qué no quedarse?
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Don Nicanor Touriñán, primo de la abuela y cura párroco del cementerio de Vigo, terminó por convertirse en persona crucial en el porvenir de los abuelos. De él recibieron los primeros ánimos, las sugerencias iniciales para un cambio de vida, el impulso necesario para cualquier comienzo, y más tarde, hasta la elección de la ciudad donde establecerse. El primo también portaba una historia larga a sus espaldas. Llegó a las Américas muy joven, igual que María y Basilio, aunque curiosamente, no en condición de emigrante como ellos, sino como un auténtico “huido”. Junto a algunos de sus hermanos –eran doce–, se escapó de la insufrible y rígida disciplina de su padre, don Arturo Touriñán. A la primera oportunidad se embarcaron con dirección a México, sin dudarlo un istante, tan desesperados estaban, y lo hicieron como polizones, en huida temeraria y por sorpresa, que carácter no les faltaba para ello, herencia de sangre, claro está. Lo cierto es que con su padre ya no podían convivir por más tiempo. Todos ellos soportaron merecida fama de juerguistas y falderos, y contaba su hermana Eva –también huida del padre años más tarde–, no se sabe bien si en broma o en serio, que más de uno había dejado por el mundo descendencia no reconocida. Don Nicanor debió de ser la excepción, y se ve que, para rezar por sus desenfrenados hermanos, se ordenó sacerdote en Ciudad de México. A los pocos años de su ordenación regresó a
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Galicia, y tras un largo periplo por varias parroquias de aldea, fue destinado por el Señor Obispo al cementerio vigués de Pereiró. Alto, corpulento, algo gordo, mal encarado, de mediana edad cuando llegó a Vigo, descuidado en el vestir, con la sotana raída y no siempre limpia, paseó su solemne figura y el fuerte carácter de familia entre los vigueses, y como buen Touriñán, no tardaría en alcanzar en la ciudad su posición de cacique influyente. Cuentan los rumores que era admirador de Rita del Moral, una cantante que en sus giras de verano actuaba en la mítica terraza del Hotel Universal, muy próxima a la zona del puerto, y siempre abarrotada de público en sus recitales. Todas las tardes, a la hora del comienzo, don Nicanor Touriñán ocupaba mesa principal, y así, diariamente, hasta que se iba la cantante, más o menos al cabo de un mes. Todo un escándalo para la época, principios de los cincuenta. Pero el cura – siempre vistiendo su descuidada sotana–, tan campante, como si nada. Con la jarra de cerveza delante, liando los pitillos de picadura, y con su acostumbrado gesto autoritario, no se daba por aludido ante cualquier comentario o gesto, y aplaudía como el que más al final de cada canción. Todo un personaje don Nicanor, que con sus actos no hacía más que dar fe de su procedencia, de la saga Touriñán, apellido que lucía con la misma energía y personalidad que todos los de la familia.
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Los abuelos querían establecerse en A Coruña, por entonces la ciudad gallega más importante, y fue precisamente don Nicanor el que propició el cambió de destino. “Vigo es la ciudad del futuro –les auguraba-. Yo os buscaré un sitio para vuestra tienda”. Y el cura, desde su agencia de viajes a la eternidad, encontró una ocasión perfecta. “Venid mañana mismo a ver un local”. Y así fue, salieron de Vilar do Miño en el primer tren, y en aquel mismo día alcanzaron un acuerdo. El propietario del local, Pepe Lavandeira, había fallecido recientemente, y las dos hijas, apartadas del negocio y amas de casa en sus respectivos hogares, no quisieron continuar en las tareas del padre. Optaron por deshacerse de la tienda, situada en la Puerta del Sol, en pleno corazón de Vigo. Se trataba de una armería, y precisamente en aquel momento la ley acababa de prohibir el uso libre de armas, con lo que el comercio quedaba doblemente perjudicado, sin regente y sin el producto de venta fundamental. Los abuelos, además de pagar el traspaso, se ofrecieron a quedarse con todo el stock de armas, con lo que el trato se selló rápidamente. Contaba la abuela que por un montante final de mil pesetas. “Mil pesetas de ¡aquella época!”, recalcaba siempre. A los pocos días, las armas salían en barco con destino a “Casa Loira”, la tienda de Mendoza, que durante aquellas vacaciones en Galicia, había quedado al cuidado de un primo, Aurelio
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Loira. En Argentina, de momento, se mantenía el uso libre de armas. – Abuela, ¡menuda estafa le hicisteis a las señoras! Seguro que le pagasteis poquísimo por las armas –le acusábamos los nietos una tarde. – No, no las estafamos, ¿cómo las íbamos a estafar? Pero sí que hicimos una buena operación, buena para las dos partes –y sonreía con gesto travieso. De esta forma se fue fraguando la segunda “emigración” de los abuelos. Mientras buscaban un piso cercano a la Puerta del Sol, llegaron a vivir un tiempo en la trastienda del establecimiento. Como era la costumbre por entonces, el espacio de negocio se compartía con la vivienda, y aunque ésta no fuese empleada como tal desde hacía bastantes años, todavía contaba hasta con cocina. En cuanto dispuso del local, don Basilio montó su pequeño taller en la trastienda, y reinició ilusionado el trabajo de afiador, del mismo modo que antaño lo había hecho en Mendoza. El oficio mantenía plena vigencia, en una época en la que, de momento, cualquier utensilio se empleaba hasta que ya era totalmente inservible, sometiéndolo a cuantas reparaciones fuesen necesarias para prolongar su uso. No como ahora, en el siglo XXI, con tantas cosas de usar y tirar. La abuela María, igual que en Mendoza, se encargó de dar a conocer las cualidades de su marido como “afilador y paragüero”, y al mismo
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tiempo, se dispuso a conseguir mercancía para la venta en la tienda. En principio, se hizo con un amplio surtido de cuchillería; pronto tuvieron maletas, carteras y bolsas de viaje, artículos muy demandados por la proximidad del muelle trasatlántico de viajeros; más tarde paraguas, por lo mucho que llovía en Galicia; después juguetes, respondiendo a la gran expansión demográfica de Vigo; material deportivo... En definitiva, lo que se terciase. María se buscaba la vida como fuese, y la encontraba por una u otra vía. Como consecuencia de la Guerra Civil, y la correspondiente posguerra, se vivieron en España momentos de escasez de ciertos productos. Entre éstos, los paraguas, que como ya dijimos, eran de gran consumo en Galicia, y artículo estrella de “La Tienda”. Los abuelos llegaron a fabricar paraguas en el propio taller del comercio, ante la creciente demanda de la clientela. La necesidad apremiante que imponía el clima, superaba los malos tiempos que corrían, y en los que cada peseta valía su precio en oro. El tejido lo buscaban en Portugal, la montura en el País Vasco, los puños en Valencia, y el abuelo Basilio, con todo ello, se encargaba de unirlo hasta conseguir un excelente producto final. María encontraba la materia prima no se sabe dónde ni cómo, y las habilidades de Basilio hacían el resto. La visión comercial de la abuela no descansaba, y cuando el mercado exigía algo que no
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había, ella respondía a la demanda, y si en un tiempo fueron los paraguas, más adelante serían los uniformes que los futbolistas solicitaban con urgencia. Así que, durante varios años, en la propia casa de la calle del Progreso se llegó a confeccionar vestimenta de fútbol para los equipos, con aquellas camisas de cuello y botones –como la que lucía Zarra en el famoso gol a los ingleses en el estadio de Maracaná–, y con sus correspondientes pantalones a juego. Eran tiempos de la posguerra española, y Europa se encontraba sumida de lleno en la II Guerra Mundial –hasta sesenta y un países de todo el mundo participaron en ella–. Una gran cantidad de productos escaseaban, con fábricas cerradas, destruídas, o dedicadas enteramente a producir para el conflicto bélico. Eran momentos, en los que estaba en suspenso toda clase de relaciones comerciales entre las naciones, acuciadas con los graves problemas que les generaba la guerra. Doña María decidió fabricar en su casa, con la ayuda de su hija Sara y alguna costurera profesional, los equipajes de fútbol tan solicitados. Don Basilio mantenía su lideira con las reparaciones más variopintas, alternadas con otras labores menores de orden interno. Doña María, por el contrario, continuaba pendiente de la búsqueda de nuevos mercados. En tiempos de rígidas fronteras, exagerados impuestos aduaneros, y casi inexistentes importaciones, a menudo surgían en
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la tienda curiosas demandas de ártículos que, de forma inesperada, les brindaban excelentes operaciones de venta. Durante mucho tiempo, los abuelos vendieron, a través de los camareros y mozos de cocina de los grandes trasatlánticos, cantidades importantes de naipes españoles, de Heraclio Fournier de Vitoria, destinados en su mayor parte a las colonias gallegas en las Américas, en donde, naturalmente, se echaban de menos las cartas tradicionales, con los oros, copas, espadas y bastos. Los tripulantes, en su visita mensual, no olvidaban sus “pequeños pedidos” –después debían “pasar” las correspondientes aduanas –, que luego dejarían en Montevideo, Buenos Aires, La Habana... Más tarde, con la Guerra Mundial finalizada, la situación se regularizó, y Heraclio Fournier, primer fabricante mundial, llenó América de naipes. Y para un destino más concreto, pero mediante el mismo conducto, salieron cajas enteras de navajas sevillanas fabricadas en Albacete, y muy apreciadas en Argentina para utilizar en los famosos asados, y también en labores agrícolas. El enorme tránsito de viajeros que pasaban por los muelles vigueses, propició interesantes oportunidades comerciales para la tienda, y así doña María, descubría a menudo productos escasos en otros países, como los naipes y las navajas. “¡Cuántos naipes y navajas hubiéramos vendido en nuestros años de Mendoza!”, comentaba en-
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tonces, pesarosa de no haber descubierto ese trasiego comercial en “Casa Loira”. Años más tarde, las gigantescas muñecas de Onil, de más de un metro de alto y de moda por aquel entonces, viajaban a montones hacia Portugal. Las llevaban las célebres “pasadoras” de Tui, que se saltaban la frontera en un contrabando doméstico, de día a día, y de pocas cantidades. Tanto en uno como en otro sentido, se evadían permisos e impuestos, y por supuesto, con el consentimiento tácito de las autoridades de ambos paises, que veladamente les concedían ese medio de vida. También durante una larga temporada, los tripulantes indúes que llenaban los barcos ingleses, se llevaban gran cantidad de navajas de afeitar y máquinas de cortar el pelo para Pakistán y para la India, siempre tras superar un endiablado regateo de mercadillo. Los indúes, por sistema, ofrecían la mitad del precio exigido, o intentaban el canje por un reloj o por cualquier chuchería de las que traían. Don Basilio, de una rectitud y honradez exageradas, y con el genio a flor de piel, se ponía nervioso en exceso con estos personajes, a los que además no se les entendía ni palabra. Entonces, doña María lo recluía en la trastienda para que no entorpeciera el laborioso proceso negociador con clientes tan conflictivos. Al cabo de unos años, los trasatlánticos ingleses dejaron de hacer
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escala en Vigo, cesó el peculiar trasiego mercantil, y el negocio se perdió. Pero así como de la tienda, a lo largo de los años, salieron cantidad de productos con destino a los más diversos lugares del mundo, también se recibían, de vez en cuando, otros de procedencias muy lejanas, y a través de las mismas vías comerciales por las que salían aquellos. Y más que por evadir costos de permisos e impuestos de aduanas, obedecía a que, de no ser de esta manera, no había forma de conseguirlos. Los mismos tripulantes de barcos ingleses que se llevaban navajas de afeitar y máquinas de cortar el pelo, “importaban” desde Inglaterra raquetas de tenis, pelotas “Slazenger”, y cordajes de tripa, materiales que los jugadores del Club de Campo vigués y de toda la región –no demasiados, por entonces–, demandaban en la tienda. Y en un breve período que no se prolongó por más tiempo que dos o tres veranos, las “pasadoras” portuguesas trajeron enormes pilas de sombreros de paja –parece que fabricados en Macao–, de moda en aquel momento y a unos precios muy asequibles, que les permitieron a los abuelos ganar unos buenos “duros”. Ellas compraban muñecas y bolsas de piel para la plaza, fabricadas de retales en Ubrique. Y a cambio, traían los modernos sombreros –y algún kilo de café para casa–. La balanza comercial quedaba así suficientemente equilibrada. Otro comerciante portugués cambiaba pantalon de deporte de fabricación propia, por infi-
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nidad de productos deportivos que escaseaban en su país: bañadores de competición, gorros y gafas para las piscinas, rodilleras y lubas de portero, palos de hockey patines de la firma “Reno”... Con este modelo comercial característico de épocas superadas, junto a muchos otros de un orden menos original, la tienda se asentó con solidez, desenvoltura y rendimiento a lo largo de casi medio siglo de existencia. En la ciudad de Vigo, su comarca e incluso por toda la región, alcanzó un nombre y un prestigio que perdurarían hasta finales de siglo. Los abuelos habían solventado los siempre complicados inicios de un proyecto. Después vivieron el decisivo cambio político de la dictadura de Primo de Rivera a la II República; sufrieron la Guerra Civil y la posguerra; fueron testigos del exilio de cientos de gallegos a América por motivos políticos; sintieron de cerca la II Guerra Mundial y la consiguiente escasez de productos; percibieron con dolor la persecución criminal a los antifranquistas; no les afectó demasiado a ellos la dictadura de Franco, pero sí a gentes conocidas... En el ámbito familiar, sus hijos crecieron en un ambiente aceptable, pudieron estudiar con provecho, todos ellos fueron a la Guerra alistados en el bando franquista, por fortuna, sin consecuencias, y empezaron a trabajar en empleos más que dignos, se casaron, llegaron los nietos... En resu-
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men, que doña María, don Basilio, los chiquillos y “La Tienda” vencieron a todos los vaivenes de la economía, de la política, y de las cambiantes situaciones de la sociedad viguesa. Vivieron con la austeridad que ordenaban los tiempos, a veces felices, otras no tanto. De aquel medio siglo de estancia en Vigo, en plena actividad comercial, y desde su pivilegiada atalaya de la Puerta del Sol, los abuelos habrían observado el latir diario de la ciudad, su progreso, su crecimiento, sus personalidades, las modas, las costumbres, los visitantes, las industrias existentes a su llegada y su imparable expansión, la emigración a América primero y a Centroeuropa después, las hazañas deportivas de los vigueses... tantas y tantas cosas... Entre tanto, la tienda de Mendoza confiada en su momento más esplendoroso a Aurelio Loira, el primo del abuelo Basilio, comenzó a perder prestigio y clientela. Al menos, esas eran las noticias que recibían. Poco a poco, a la sombra de la distancia, se fueron quedando sin ella... o se la apropió el primo, que esto tampoco se pudo confirmar nunca. Los abuelos rehuían hablar de este asunto, decepcionados con el comportamiento de su familiar, si bien terminaron por aceptarlo con resignación, dando por buena la pérdida de Mendoza a cambio del regreso a Galicia, y a la feliz situación de la que disfrutaban en Vigo. Muchos años más tarde, a mediados de los setenta, alguno de mis tíos viajó a Argentina, se acercó a Mendoza, y encontró la “Casa Loira” en el mismo sitio
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de siempre, aunque prefirió no indagar en manos de quién. Cuando María y Basilio decidieron quedarse definitivamente en Galicia, en aquel verano de 1916, Mamá Felisa se convirtió en la mujer más feliz del mundo. Las lágrimas brotaban incontenibles de sus ojos y el abrazo emocionado con su hija delataban la inmensa alegría. A pesar de la distancia que separaba la aldea de Vigo –dos horas de autobús y más de tres en el tren OurenseVigo–, ambas se mantuvieron siempre muy unidas, compartiendo jornadas de complicidad y armonía, tantas veces añoradas por las dos. María tuvo su último hijo, Rosendo, en Vilar do Miño, y se podría asegurar que en los primeros tiempos la abuela cuidó tanto de él como la madre. María acudía puntualmente al pueblo en las Fiestas del Carmen en verano, por la vendimia en el mes de septiembre, la recogida del maíz en octubre, y la matanza en noviembre. Y Mamá Felisa, de vez en cuando, visitaba la ciudad, no muy a menudo, ya que las tareas de la huerta, las gallinas y los cerdos no se lo permitían, decía ella, siempre independiente y autoritaria. Cuando María se presentaba en Vilar do Miño –solía acompañarse de Rosendo–, regresaba con bolsas llenas de legumbres, frutas, patatas... además de los correspondientes chorizos y el reglamentario jamón. Y cuando Mamá Felisa volvía de Vigo, lo hacía con paraguas nuevo, compras para todo el año, ropa que le regalaba la hija, juguetes para algún
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vecino... y lo más celebrado a su llegada, un balón de fútbol para los chiquillos del pueblo. ”Dona Felisa, ¿non tería que ir onde súa filla?”, le decían con pillería los rapaces. “¡Ou que leria! Imos ver qué é. Ben, ¿entón qué vos pasa nenos? ” –respondía Mamá Felisa mosqueada. “É que escarallouse o balón, dona Felisa.” –contestaban apenados. Mamá Felisa encontraba la excusa perfecta, tomaba el tren y aparecía por sorpresa en Vigo. Estaba un par de días, veía a la hija, a Basilio y a los nietos, conseguía el balón para los niños del pueblo, alguna cosa más que necesitase, y regresaba para cuidar de la huerta y de los animales. En el último viaje a Vigo, cuando se quedó para morir, reclamaba con insistencia a María el balón, alegando que se iba a la mañana siguiente. Y la hija aparecía, en efecto, con el paquete del balón, el mismo cada día, cuyo papel tuvo que cambiarse más de una vez a lo largo de casi dos años, del trasiego que llevaba de una habitación a otra. Mamá Felisa no se despidió de los mozos de la estación, los niños de Vilar do Miño quedaron sin su balón nuevo, y los amigos del pueblo sin sus “chocolatadas”... y la familia, huérfana del liderazgo de su gran madre. Superada las dificultades e incertidumbres de aquella segunda “emigración”, los abuelos se asentaron en Vigo para el resto de sus días, y la familia Loira Prego abandonó su condición de
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“emigrante”, legado de incalculable valor para toda su descendencia. Yo, por ejemplo, a lo largo de mis sesenta y cinco años, por motivos de trabajo, apenas he estado más de siete días seguidos lejos de mi ciudad.
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IV. El tío Alberto
Alberto Prego apostó por Buenos Aires y allí se quedó. Lo hizo con una pena inconsolable, pero también con el pleno convencimiento de que era la decisión acertada. Cuando se despidió de Mamá Felisa, de su padre y de los hermanos, en el último abrazo antes de embarcar rumbo a México, su corazón se encogió. A pesar de la cálida acogida de don Ramón Alcántara, el jefe del laboratorio, en su propia casa; de los cariños de la esposa, doña Encarna; de aquella confortable estancia en hogar ajeno; del éxito en el trabajo; de la excelente relación con los compañeros de la empresa; de las numerosas amistades entre la colonia gallega... A pesar de todo, tardaría meses en recuperar el equilibrio en sus emociones. Intuía que no volvería a ver a su madre, ni a su padre, ni a los hermanos, y se encontró de pronto aislado, cautivo de su soledad, insignificante en una gigantesca ciudad casi desconocida, sin la familia, sin el mimo animoso que cada día le brindaba la madre, sin el acento gallego en el aire, sin nadie con quién compartir aquella devoradora “morriña”... Hasta los olores del pote diario se habían perdido.
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Más de una vez pensó en abandonar Argentina, para reunirse de nuevo con la familia en Ciudad de México, y en alguna ocasión llegaría a informarse del viaje, las fechas, la reserva, el costo... Hasta preparó una vieja maleta que le regalaron para una posible marcha, que, al final, no se produciría nunca. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero Alberto necesitó también del aliento de Ana María, una sobrina de don Ramón, para recuperar la sonrisa y apagar su melancolía. Sin su presencia, cada día más cercana y afectuosa, la vida del tío hubiese discurrido por derroteros bien diferentes; tal vez no hubiera soportado aquella separación tan dolorosa de la familia, alejado del calor del hogar, del ambiente gallego, de la tierra patria, sin ningún lazo, en definitiva, que lo atase a Buenos Aires. Ana María y Alberto se conocieron en casa del jefe durante esos meses en los que él vivió con ellos. Y aunque la nostalgia sería inseparable compañera de viaje durante toda su vida, la fuerza del querer lograría aliviar la herida. Enamorados desde el primer intercambio de miradas, se casaron después de un noviazgo de algo más de un año. Así quedaría afincado para siempre en Buenos Aires. Con todo, la lejanía de Galicia generó en él un sentimiento de pérdida irreparable; algo le faltaba, la felicidad no era plena.
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A Mamá Felisa no la vió más, como intuyó en la despedida, pero nunca olvidó escribirle, primero a México, después a Vilar do Miño. Cada quince días salían unas interminables cartas, leídas y releídas con pasión por la madre, quien contestaba detallando todas las noticias familiares, enviándole miles de besos y de ánimos, y hasta ordenando, más que aconsejando, comportamientos en el trabajo, en las relaciónes personales y en aquello en lo que fuese menester. La separación, tan sentida, de madre e hijo se vivió con intensidad en la distancia, y los innumerables escritos que los acercaban, sirvieron al menos para conservar unidas sus almas. “¡Ay meu filliño! Só o mal vento daquela noite separóunos un pouco... que polo demáis aínda ímos xuntos da man”, escribía la madre, “... e de seguro que has voltar á aldea algunha mañá destas”, concluía. Ana María, su compañera, con veinte años recién cumplidos en el momento de casarse, era una chica guapa, de tez morena, ojos azules, melena negra, gesto tierno y sereno, muy femenina, con aquella mágia cautivadora del acento bonaerense... Buen tipo, algo más alta que Alberto, inteligente y de un humor siempre alegre... Enamoraba... Y además, quería a “su gallego” con pasión a pesar de que no fuera éste precisamente un galán. La presencia comprometida de Ana Maria, el progreso en el trabajo, el primer hijo, la siempre paternal protección de don Ramón y esposa, la cálida acogida en el seno de la familia política, el
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amplio entorno de amistades gallegas... se convirtieron en ingredientes más que suficientes para que se asentase felizmente como un criollo más, mitigando sus añoranzas de Galicia. Con las cartas de Mamá Felisa y las de su hermana María renacían a menudo los recuerdos y los sentimientos de la tierra, pero la insalvable distancia los terminaba por enfriar. Lo que no sabía en aquella primera etapa de su vida en Buenos Aires, es que el futuro le depararía un encuentro con su país natal más fuerte e intenso que nunca, a pesar de la lejanía y la separación de tantos años. Durante muchos meses, y con Ana María del brazo señalando el camino, recorrieron en los ratos libres todo Buenos Aires de una punta a otra. Pasearon por la famosa Plaza de Mayo, corazón de la capital, con la Casa Rosada y la Catedral; caminaron por la Avenida 9 de Julio, la que dicen los argentinos "la más ancha del mundo"; callejearon por toda la ciudad, y ¿cómo no?, anduvieron por la emblemática avenida Belgrano y Pasco, donde se asentaría años más tarde el célebre Centro Gallego de Buenos Aires –la segunda casa de Alberto Prego–; se detuvieron más de una vez en las pequeñas plazas de los arrabales donde el tango, al ritmo del bandoneón, alcanzaba su máxima esencia; visitaron la tumba de los abuelos de Ana María en el gigantesco cementerio de Chacarita; no faltaron a los mejores espectáculos del inigualable Teatro Colón; acariciaron la belleza grandiosa de las orillas del inmenso Río de la Plata...
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... Y por deseo de Alberto, se acercaban a menudo al puerto de Buenos Aires para buscar en su memoria el trascendental momento de su llegada. Parecía que con un deseo no expresado, pero poderoso y profundo, intentase, en febril utopía, deshacer los pasos de antaño, uno a uno... y también los de sus padres y hermanos, camino de México. Era como si pretendiese recuperar algo que se le había perdido en los muelles bonaerenses, y viajar en el tiempo hasta el inicio del camino, allá en la otra orilla del océano, en Vilar do Miño. E inconscientemente retornaba a aquel punto de su vida, y detenido frente al mar que se perdía en el horizonte, soñaba con el regreso.
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Transcurridos cinco años de matrimonio, el imprevisible curso del destino pasaría factura a don Ramón Alcántara, su jefe protector, que fallecía por enfermedad con poco más de sesenta años, tras una ausencia del despacho de casi dos. Muchas horas pasaron Ana María y Alberto con doña Encarna, la viuda, tratando de darle consuelo y compañía. Hasta le brindaron su propio hogar para facilitar una recuperación que no alcanzaría. Tras esta pérdida, inevitable y esperada, la empresa catalana, Laboratorios Andréu –del ilustre investigador barcelonés Doctor Andréu–, no dudó en atender al testamento oral de don Ramón, en el que se recomendaba –casi, lo imponía– a Alberto Prego como sucesor en el cargo de Director General. Con esta mejorada situación personal, Alberto Prego Touriñán se asienta definitivamente en la ciudad. Le aguarda un prometedor futuro. El destacado rango social que le otorga el nuevo cargo, la espléndida madurez adquirida con los años de brega, una cultivada riqueza intelectual, y sobre todo, su enorme bondad, su carácter generoso y servicial, lo fueron convirtiendo en el líder más querido –en el silencio, por propio deseo– de toda la colonia gallega de Buenos Aires. Integrado en el grupo de impulsores determinantes del Centro Gallego –el gran proyecto de su vida–, como persona principal en el trabajo diario y oscuro, nunca quiso lucir en el discurso de la presidencia, ni en el boato de las celebraciones, ni en la mesa presidencial de las Asambleas, ni en la portada de la
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revista del Centro, ni en las insignias de oro... Su sitio, en la penumbra, entre bambalinas, organizando las salas de acogida y encuentro de los miles de gallegos que llegaban al país; las actividades culturales, marcadas por un vigoroso acento gallego que permitía a los emigrantes sentirse como en casa; la ayuda de la institución a los más necesitados; los cursos de formación para los jóvenes, y no tan jóvenes; la implantación de una magnífica biblioteca; los grupos de baile regional, con numerosa participación; la excelente Coral, que adquiriría pronto un enorme prestigio en el país... y su gran reto, el Centro Hospitalario para atención a la comunidad gallega en la capital, que llegó a ser el mejor de Argentina, y cuya trascendencia alcanzó todos los rincones de la nación, hasta el punto de terminar por asistir a tantos pacientes argentinos como gallegos.
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A mediados de la década de los cincuenta, Alberto Prego empieza a colaborar con algunos periódicos de Galicia, enviando semanalmente noticias de la comunidad gallega en Buenos Aires. En “La Voz de Galicia”, bajo pseudónimo, como no podría ser de otra forma, escribía en una ocasión acerca de la colonia gallega de la capital argentina, explicando el arraigo e importancia que había alcanzado en el país. “... el Centro Gallego de Buenos Aires se instalaría definitivamente en un monumental edificio de cinco plantas situado en pleno centro de la capital. En la década de los cincuenta, alcanza el enorme caudal humano de más de 100.000 asociados, que lo llevarían a convertirse en el máximo exponente de la colectividad gallega en Sudamérica...” “...el Centro Ourensano se encuentra también en el corazón de la capital, justo enfrente del Centro Gallego, y durante una década, fue el hogar espiritual del patriota, artista y mítico pensador gallego, Alfonso Rodriguez Castelao. Desde que llegó a Buenos Aires en 1940 procedente de Nueva York, hasta su muerte en el año l950, pasó casi a diario por sus salones, impartiendo su ideario gallego entre los ourensanos, trabajando en afanes políticos, culturales y artísticos, y dejando profunda huella de su paso por el Centro. A su “pasamento” le dedicaron una sala especial, auténtico Museo Castelao, donde se exhiben multitud de obras y re-
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cuerdos del intelectual gallego. Enmarcadas a lo largo de las paredes, se pueden ver todas las estampas del famoso álbum “NÓS”, editado en Madrid en l931, y las del otro álbum, “Negros”, editado lujosamente por Galaxia en Vigo. Hay una reproducción a gran tamaño, hecha por el propio Castelao, de su estampa “A derradeira lección do mestre”, y una hermosa acuarela representando a un “gaiteiro”, obsequio suyo al Centro. En vitrinas, celosamente cerradas, se exhiben la mascarilla y el vaciado de la mano derecha que, a las pocas horas de su muerte, le tomó el escultor compostelano Domingo Maza; y se pueden contemplar sus libros “Sempre en Galiza”, “As cruces de pedra na Galiza”, así como otras muchas obras. Pieza valiosa de la Sala–Museo es la magnífica talla de madera de la cabeza de Castelao, realizada por el citado Domingo Maza...” “... El Centro Gallego constituye el gran exponente cultural, asistencial y representativo de una población gallega que pasa de las 300.000 almas en Buenos Aires. Y naturalmente, con el transcurrir de los años, ha adquirido un peso relevante en la capital, tanto en el terreno social, como en el económico, el cultural y también en el político. Podría decirse, sin miedo a exage- raciones, que constituía la sede del Gobier- no de la Quinta Provincia de Galicia ubica- da en Buenos Aires...” “... en el piso primero se encuentran el Instituto Argentino de Cultura Gallega, y
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el gran Salón-Teatro, que lleva el nombre de Castelao, con 300 butacas y enorme actividad cultural.” “... El resto de las plantas se destina por completo a sanatorio, con 400 camas...” “... El vestíbulo del Centro Gallego está presidido por los bustos de Rosalía Castro y Alfonso Rodriguez Castelao. En sus dependencias se pueden admirar las valio- sas obras de arte que adornan las paredes, cuadros de grandes pintores gallegos, como Sotomayor, Laxeiro, Maside, Castelao, Díaz Pardo, Colmeiro, Seoane, Souto, Minguillón, Pesqueira... insignes artistas que, en su paso por Buenos Aires, dejaron huella para la historia en el más carismático lugar de la Galicia en Sudamérica...”
En la creación y organización del Centro Gallego de Buenos Aires, que logró superar la importante cifra de 100.000 asociados, tuvo que ver, y mucho, Alberto Prego. Gran número de directivas pasaron a lo largo de los años, con sus distintos presidentes, y él, incluído oficialmente o no en el equipo rector, mantuvo infatigable su aportación, como persona intocable por su valía, su dedicación, el respeto que todo el mundo le profesaba, y desde luego, por el inigualable tono conciliador de voluntades que exhibía en todo momento. Esta condición tan diferenciadora del carácter de Alberto, le servía para apaciguar ánimos, aunar opiniones contrapuestas, evitar conflictos, y agrupar esfuerzos hacia objetivos comunes. No pocos intelectuales galleguistas, llegados
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en la diáspora tras la Guerra Civil, encontrarían en el talante calmado y reflexivo de Alberto Prego el contraste necesario con el que sosegar sus encendidas discusiones. Sin embargo, apenas se supo de él en Galicia; no lució nombramiento alguno, ni proclamó discurso oficial, ni recibió medallas al mérito, ni alimentó la fanfarria política –que él no aceptaba– pero lo que sí hizo fue ejercer libremente durante muchos años, desde la discrección, como un auténtico “presidente efectivo y reconocido” –aunque no electo– del Gobierno de la quinta provincia de Galicia, con sus 300.000 gallegos afincados en Buenos Aires. Y no necesitó de un recuento de votos, ni de un Parlamento, ni de sede del Gobierno, ni de coches de autoridades, ni del Boletín Oficial... tan sólo de la aceptación de todos sus paisanos, a los que “gobernó” en el silencio de la voz, y con el clamor de los hechos. No existió en su tiempo persona más respetada y querida entre la colonia gallega, y si había algo que resolver, consejo que pedir, recomendación que buscar, todo gallego sabía de sobra a dónde acudir, a don Alberto Prego. Condición indispensable, eso sí, nada de flores, ni de regalos, ni de agasajos... con “muchas gracias”... y juramento de eterna fidelidad a Galicia, ya bastaba... Y a veces, ni esto hacía falta, que se daba por hecho. Mientras Mamá Felisa conservó su buen juicio, y a través de las cartas puntuales de Alberto, conoció al detalle todas las actividades del hi-
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jo, pese a la enorme distancia que los separaba. Nadie mejor que ella, con los fieles documentos de las misivas celosamente guardadas, podría contar, uno a uno, los pasos de Alberto Prego por Buenos Aires. Y quizás, de haber vivido cerca de la madre, su meritoria actividad en favor de Galicia y de sus paisanos en Argentina, habría sido debidamente reconocida en su propia tierra, algo que no ocurrió. La adoración de Mamá Felisa por el primogénito era tanta, que no podría permanecer callada sin explicar a todo el mundo las excelencias de la obra de Alberto. “Meu fillo Alberto, ¡vale o seu peso en ouro! –repetía con admiración– Hanlle facer unha estatua cando morra”.
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Cuando estalla la Guerra Civil en España, comenzaron a llegar a Buenos Aires multitud de exiliados de Galicia. Bajo la invisible batuta de Alberto Prego, el Centro Gallego los recibía con una cariñosa y entrañable acogida, procurándoles cobijo y empleo. Entre ellos se encontraba la mayoría de los políticos galleguistas del momento, que luchaban desde antes del “alzamiento”, en la última república, por la autonomía de Galicia, por el autogobierno, con los estatutos ya aprobados. Tras el estallido de la guerra y el triunfo de Franco, el movimiento nacionalista quedó en suspenso, salvajemente perseguido, y sus impulsores y afínes a la causa se vieron obligados a huir a Francia, a Portugal, a otros países europeos... pero sobre todo a Sudamérica, con Buenos Aires como la ciudad preferida por muchos de ellos. Eso, siempre que antes se hubiesen librado del terrible "paseo” y no terminara por ser su postrero destino. Entre la oleada de exiliados llegaron los intelectuales más relevantes de la época: pintores, escritores, artistas, médicos, catedráticos, juristas, profesores... Todos ellos encontraron en el tío Alberto una inestimable ayuda. Cuentan que algunos incluso vivieron en su casa durante un tiempo. En ese grupo estaba –nunca el tío Alberto confesó su nombre– el más carismático líder galleguista del momento, que, desde su llegada a Buenos Aires, impartió con pasión su ideario político a gran parte de la colonia gallega en Sudamérica. Un rumor apunta que este líder, en su lecho de muerte en el hospital del Centro Gallego
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de Buenos Aires, encontró en Alberto Prego a uno de sus últimos y fieles acompañantes, quizás nombrado albacea en su testamento. La casa del tío conservaba el valioso legado de la mayoría de su obra realizada en tierras americanas: escritos, dibujos, pinturas, cartas, publicaciones... Se dice que, pasados los años, y por orden de Alberto, fue donado este tesoro cultural a Galicia; desde entonces brilla y descansa en un museo... Pero cuentan, asimismo, que los muchos dibujos y escritos antifranquistas y críticos con la Guardia Civil que había entre ellos, se quedaron en Argentina. Tal vez el tío temiese comprometer su entrega con temas demasiado delicados para aquel momento, en el que, precisamente, la idea diferente se perseguía. Hoy en día, año 2006, y cuando ésto escribo, tropiezo a veces en fotos históricas con un anónimo tío Alberto en medio de los más célebres galleguistas de la diáspora. En ellas, el historiador de turno suele olvidar su presencia. Veo su figura menuda pero fuertota, gesto risueño y dulce, gafas de gruesa montura, pelo claro, en un discreto lado de la fotografía, orgulloso y feliz entre los Castelao, Dieste, Díaz Pardo, Seoane, Lorenzo Varela... junto al pensamiento gallego, en definitiva. Quizás nadie mejor que él podría relatar los avatares de estos personajes en el exilio de Buenos Aires, a los que dio de comer y a quienes tantas veces brindó su casa. Pero Alberto Prego nunca fue hombre de historias, y aunque las escuchaba con pasión como alimento para sus ideales y pro-
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yectos, su verdadero reto consistía en convertir las palabras en realidades. Fiel a la doctrina de los intelectuales que caminaban junto a él, exprimió todos sus esfuerzos hasta llevar a cabo lo que, antes, parecían tan sólo utopías casi inaccesibles para la “quinta provincia gallega”.
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En el verano de 1948, en pleno régimen de Franco, el tío Alberto, cumpliendo la vieja y ansiada ilusión de todo emigrante, viajó a la Galicia natal que tanto amaba desde la lejanía, y que había abandonado tan pronto, en los albores de la juventud. Llevaba su tierra en el corazón, con pasión incontenible, alimentada a diario por los recuerdos de aquella numerosa familia del Centro Gallego, por las cartas de su madre y hermana, y fortalecida en su momento por la exquisita compañía de los intelectuales gallegos en el exilio, excepcionales transmisores de ideales y utopías para una Galicia mejor. Una semana antes de la llegada a Vigo, vía Madrid en avión, la Policía Secreta visitó la casa de su hermana María para plantearle toda clase de preguntas sobre Alberto Prego, cuya vinculación con los líderes galleguistas en Buenos Aires era sobradamente conocida por los servicios de inteligencia. Desde que pisó tierra española se vio sometido a una vigilancia permanente, que no cesaría hasta su regreso a Argentina. Y eso que los abuelos, que alojaban al hermano en su propia casa de la calle del Progreso, se declaraban franquistas incondicionales –paradojas de la vida–, y no inspiraban la más mínima duda de lealtad al régimen del dictador. Recuerdo a la abuela María contando cómo debía informar puntualmente a la policía de todos los desplazamientos y cambios de domicilio que hiciera el tío Alberto durante su estancia en Galicia. Tanta vigilancia soportó alrededor en
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aquel corto espacio de tiempo, que María terminó por entablar una relativa relación de amistad con los agentes policiales, invitándolos en ocasiones a tomar algo, con la súplica implícita en la invitación de un trato amable para el hermano. “Es persona inofensiva e influenciada tan sólo por aquellos “gallegos locos” que huyeron a Buenos Aires”, según les explicaba María, restando importancia a la situación, aunque muy preocupada en realidad. Y también contaba la abuela que, desde una semana antes de la llegada de Alberto hasta el día del regreso a Buenos Aires, acudía diariamente a la iglesia María Auxiliadora para ponerle una vela a la Virgen, que desde el cielo protegería a su hermano, y evitaría que la policía se lo llevase detenido en algún día de aquellos. Durante su estancia, la abuela María, del miedo que pasaba, apenas era capaz de conciliar el sueño. Menos mal que ya no estaba Mamá Felisa entre ellos, porque si de aquella aún viviera, a buen seguro que acabaría provocando más de un altercado con la Policía Secreta. Con el genio y arranque que la adornaban, cualquiera se atrevía a incomodar con impertinencias de ese tipo a su hijo predilecto... Y que no tuviese escopeta a mano, que entonces sí que la podría armar, que hasta era muy capaz de utilizarla para “espabilar a la poli”.
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Pero al margen de todo esto, el encuentro de los hermanos en la estación del tren, al pie del vagón que trasladó a Alberto desde Madrid a Vigo, después de más de treinta años y con el único contacto de un carteo asiduo, resultó emotivo, conmovedor, impactante... Guardo la escena en mi memoria de niño: los veo en un abrazo largo e intenso, rostros pegados, sin palabras, con lágrimas sinceras y una ternura desbordante entre ellos... Demasiado tiempo separados... Después, ya contenida la emoción inicial y tras el efusivo saludo con Basilio, llegaba la presentación de su dulce esposa, Ana María, hasta ese momento desconocida físicamente, y de inmediato, acogida por la familia con toda la simpatía y cariño que correspondía... Y luego, el reencuentro con los sobrinos, a los que el tío Alberto había conocido de muy niños, y que ahora lo recibían como adultos... y también con los nuevos del clan... El primero de todos, Rosendo, el más pequeño, nacido en Vilar do Miño, y con el que sólo había tenido trato por carta, y por él que medió durante la Guerra para su liberación... Gonzalo, el marido de Sara... Elisa, la mujer de Basilio hijo... sus sobrinos-nietos Anxo, Luis, Eugenia... Momentos, al fin, que hubieron de ser acortados con prisas en la estación, en busca del reposo y la serenidad necesarios en torno a la mesa camilla de la casa de María, en la calle del Progreso.
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Tras un acomodo inicial de urgencia, llegaron las confidencias, los recuerdos, el intercambio de preguntas, los proyectos, la situación de allí, la situación de aquí, los hijos y nietos de Basilio y María... y muchos, muchos asuntos que inevitablemente surgen después de una separación tan larga. El fallecimiento de Mamá Felisa fue de los primeros acontecimientos en ser recordado; María y su sobrina Sara relataron con detalle minucioso los últimos tiempos de la madre en Vigo: sus paseos hasta la estación, los educados modales con vecinos y amistades, las peleas con Anxo, el inacabable jersey del biznieto, las historias de su vida que escuchaban todos con deleite... Tanto se emocionó el tío, con un llanto sentido y largo, que al rato casi toda la familia acabó llorando junto a él. A la mañana siguiente, temprano, Alberto acudió al cementerio de Pereiró, donde reposaba Mamá Felisa. Acompañado de sus sobrinos Rosendo y Anxo, y recibido a la entrada del recinto por el párroco, su primo don Nicanor, permaneció largo rato ante la sepultura, quieto, como soñando, paralizado por la emoción... Unas lágrimas serenas resbalaron por sus mejillas... Después, cogiendo a los sobrinos del brazo, uno a cada lado, evocó junto al cura un sinfín de vivencias compartitidas, y regresó por los senderos del camposanto, deteniéndose en su paseo de vez en cuando al descubrir nombres conocidos en algunas de las lápidas.
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Al tío Alberto se le profesaba un inmenso cariño en la familia, transmitido a través de las añoranzas de Mamá Felisa, del amor de María hacia su hermano, y confirmado por los hijos de ésta que lo conocieron en Argentina de pequeños –mi madre Sara entre ellos–, por la valiosa ayuda prestada a Rosendo durante la guerra, por sus cartas en las que se interesaba por todos... Mediante su ejemplo, formaba parte de nuestra más profunda educación, y a pesar de la distancia y el tiempo, constituía un personaje siempre presente en la conversación familiar. Desde el momento de su llegada, por encima de todo, se trató de hacerle la estancia entre nosotros lo más agradable posible. Su sobrino Basilio le facilitó coche y chófer para los viajes por Galicia, y el primer destino –imposible otro–, sería Vilar do Miño, Ventosón, y todos aquellos pueblos ourensanos testigos de su niñez. Yo les acompañé en aquel viaje, y aún siendo muy pequeño, recuerdo su mirada cariñosa enfocada a los campos, al río Miño, a las viñas, a los niños, que de ascendencia celta, le explicaba a su esposa, deberían de ser rubios... a los carros de bueyes en las labores, a las vacas pastando en el prado, a los pinares del monte, al paisaje inconfundible... escuchando feliz el balar de las ovejas, aspirando el olor de la tierra... con sus cinco sentidos atentos a los bailes, a las gaitas, a las canciones de los días de fiestas... al infinito atractivo del país gallego que lo vio nacer. Y percibí en el tío Alberto, desde mi todavía corta comprensión, una inmensa nostalgia, mezcla de alegría y tristeza.
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Aún hoy lo veo contándole a Ana María sus andares de infancia: los juegos en la huerta, los baños en el río durante el verano, las correrías por el monte, los tiempos de monaguillo con el párroco don Servando, la escuela del maestro don Roque, donde aprendió a leer, a escribir y a sumar, los paseos en barca... También le habló del viento de aquella noche... asomando con miedo al lugar del incendio. Nunca más se volvió a construir allí. Siempre albergué la duda de si el gran sueño del tío Alberto en aquella visita no sería otro que quedarse definitivamente en Galicia. Llegaba como tanteando la posibilidad, pero tal vez su esposa argentina, mujer adorable, y el recibimiento hostil, e incluso peligroso, de la España de Franco, debió disuadir de su mente el plan de un idealizado retorno. Cuando pisó Galicia, rebosante de aquel contagioso galleguismo que desprendían sus amigos intelectuales, quizás sufrió un chocante conflicto de ideas: las de los carismáticos exiliados frente a las de los queridos familiares, que como franquistas incondicionales, y gente de ambición y libertades contenidas, creían vivir en el mejor de los mundos. Analítico y moderado, encontró una Galicia ni tan estancada como contaban los exiliados galleguistas, ni tan próspera como predicaban los fieles al régimen. No obstante, poco se habló de estos asuntos durante la estancia, y cuando se hizo, con extremada prudencia, se evitaban toda clase de comentarios que pudiesen provocar situaciones delicadas.
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A mitad de la década de los cincuenta, Alberto Prego, motivado por los anhelos de sus venerados pensadores gallegos, y de manera especial por los del más querido de todos ellos, recién fallecido por aquel entonces, inicia una intensa labor de difusión de Galicia por Argentina. Dirige varias publicaciones periódicas, como Acción Gallega, El Orensano, Correo de Galicia, Opinión Gallega; ofrece conferencias sobre diversos
temas gallegos; promueve actos patrióticos en las fechas más señaladas; colabora en radio y prensa; interviene en la fundación de la Irmandade Galega; participa en la organización del Consello de Galiza; toma parte activa en Galeuzka, y en el Primeiro Congreso da Emigración... En cerca de medio siglo, no hubo en Argentina iniciativa relacionada con la exaltación y conocimiento de Galicia en la que no estuviese involucrado Alberto Prego. En sus últimos años, escribió en varios periódicos gallegos, enviando crónicas semanales, e informando con detalle de las actividades de la colonia gallega. Firmaba con pseudónimo, fiel a su hábito de permanecer en un segundo plano, Alberto dos Peares. En la familia de Vigo, extremadamente católica, se dudaba, con gran preocupación, de la religiosidad del tío Alberto. Ligado en sus ideales a los galleguistas de la diáspora, y por lo tanto del bando rojo y contrarios a Franco, se entendía como consecuencia que también él podría ser crítico con la Iglesia. En la Guerra Civil, el clero se había alineado junto al dictador, y por tanto, los republi-
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canos lucharon contra curas y monjas como un enemigo más. La barbarie de la contienda les dejó una imborrable huella de horror y odio en contra de los religiosos, que en ocasiones, serían ejecutados por ellos mismos. Pero no es menos cierto que no fueron pocas las veces que los curas protegieron a los rojos y les ayudaron en su huida. De todas formas, en lo que se refiere a la intelectuadad galleguista, no sólo eran creyentes en su mayoría, sino que señalaban a la religión cristiana como signo de identidad del pueblo gallego. Alberto Prego, como casi todos los Touriñán, fue persona muy devota a lo largo de toda su vida. En una de las “Noticias Bonaerenses” que enviaba puntual a la prensa gallega, se refería en una ocasión a la iglesia de Santiago Apóstol en Buenos Aires, con motivo de una visita de periodistas gallegos a la Argentina. “... seguidamente se trasladaron a la iglesia parroquial dedicada al Apóstol Santiago, de bella arquitectura románica. Los recibió el R.P. Luis Villamarín Saavedra, único sacerdote no argentino que dirige una parroquia en Buenos Aires. Es una excepción concedida por el Cardenal-Arzobispo de la capital argentina en consideración a las virtudes y méritos que se dan en el citado sacerdote gallego, de quien cabe destacar que fue el celebrante de la primera misa en gallego que se dio en América, poco después del transcendental acuerdo del II Concilio Vaticano sobre la liturgia en lenguas vernáculas.”
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Quince años más tarde, julio de 1963, quién sabe si como postrera voluntad a sus más de ochenta años de edad, regresaría a Galicia en segunda y más breve visita. El régimen de Franco se había suavizado –apenas soportó vigilancia policial–, y aunque la dictadura se encontraba en plena vigencia, ciertas libertades recuperaban sutilmente su espacio antes invadido. Harían falta doce años más para, a la muerte del dictador, conseguir la apertura definitiva hacia la democracia. De nuevo, repite itinerarios por la aldea, y esta vez tropieza con cambios significativos. Alguna casa abandonada en la más absoluta ruina; muchas ausencias por fallecimiento; campos dejados “a monte”, y pueblos enteros en la soledad moribunda de los ancianos... La incesante emigración hacia América de principios de siglo y, más tarde, la huida masiva de los jóvenes a las ciudades, en busca de una vida distinta, habían acabado con las villas del interior de Galicia. Aldeas que, a pesar de los años transcurridos, y salvo alguna casa y campo abandonados, permanecían intactas desde su partida, en 1897... como si los años no hubieran discurrido por ellas... atrapadas en un tiempo pasado, sin que el progreso se detuviera allí, aisladas e ignorantes de un mundo sino mejor, sí más desarrollado. Ahora, en cambio, aparecían de vez en cuando en el paisaje casitas nuevas, flamantes, relucientes, al parecer de emigrantes retornados, y también de otros, que aún sin regresar definitiva-
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mente, las construían con sus ahorros para los padres y abuelos que todavía vivían, y también planificando una futura jubilación. Pero al margen de esta triste sensación, reencuentra de nuevo sus tierras... percibiendo sus olores... escuchando sus sonidos... contemplando sus paisajes... y abandonándose en una tierna y larga mirada desde su eterna nostalgia, dejando el último adiós en el escenario donde nació. El tío Alberto visita las grandes ciudades de Galicia, y comprueba sus evidentes avances. Descubre carreteras mejores; se impresiona con la cantidad enorme de incipientes industrias –sobre todo en Vigo–; analiza con atención el crecimiento formidable de las capitales; y en el puerto vigués desde el que emigró, se asombra ante su evolución imparable. Nuevos muelles para la pesca en el Berbés, otros por el Arenal para el tránsito comercial, una cuidada zona para el propio tráfico de la ría, una espléndida estación de trasatlánticos, el atractivo Real Club Naútico para el deporte del mar y el ocio, y los importantes astilleros que se extienden desde Bouzas hasta el Monte de la Guía... Una mañana de aquellas atracaba un gigantesco trasatlántico lleno de turistas... Ya no había emigrantes a las Américas... Pero le explicaron que empezaba a haberlos para Centroeuropa... “Ya decía Castelao –comenta–, que los gallegos nos buscamos la vida en dónde sea...”
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Una tarde, paseando por los jardines de Montero Rios, delante del mar, se interesó por unas naves que allí había. Eran las instalaciones provisionales de la empresa automovilística Citroën, a la espera de la nueva factoria que construían en el barrio de Balaidos. “¡Vaya! Eso sí que será una cosa fantástica para Vigo.”, contestó con entusiasmo. Inteligente, como hombre de mundo que era, intuyó la trascendencia que tendría aquella fábrica para la ciudad. “No te vayas nunca de tu tierra”, me dijo un día al oído. Yo asentí con un gesto, y en verdad que el pacto quedó sellado: viví en mi pueblo, Vigo, para siempre. Antes de regresar a Buenos Aires, confesó a la familia el progreso que había encontrado en Galicia, y su gran satisfacción porque así fuese. Dijo que se marchaba tranquilo después del reencuentro con su amada tierra. También dijo que se despedía emocionado de todos los suyos, hermanos, primos, sobrinos, sobrinos-nietos –no se olvidaba de nadie–, y que nos esperaba en Argentina, que la invitación, una vez más, quedaba hecha. Un sobrino aceptó el ofrecimiento de viajar a Buenos Aires, y tal vez haya sido él quien trajo a Galicia el legado del líder galleguista. Y seguramente sería este mismo familiar –que contaba mi madre–, el que pasó por Mendoza y se encontró con “Casa Loira”, la vieja tienda, que seguía allí, viva, en el mismo sitio de siempre.
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El diez de septiembre de 1972 fallecía en Buenos Aires nuestro querido tío-abuelo, Alberto Prego Touriñán, a la edad de noventa años. A su multitudinario entierro, en el cementerio de Chacarita, asistió un gran número de autoridades argentinas, la Embajada de España en pleno, directivos y exdirectivos del Centro Gallego, del Centro Lucense, del Orensano, del Pontevedrés... y desde Galicia fueron llegando un sinfín de telegramas de adhesión y de pésame. Sus restos mortales descansan en el Panteón Social del Centro Gallego, muy cerca del nicho que guarda el cadáver embalsamado de Castelao. En la capilla del Panteón –“con un magnífico retablo en granito gallego del inolvidable escultor Asorey, realizado en su taller de Santiago de Compostela”, según contaba el tío en una de sus crónicas,
se rezaron las últimas oraciones de responso por su alma, en gallego naturalmente, y oficiadas por el R.P.Villamarín, como debía ser. Las voces de la Coral del Centro Gallego acompañaron su adiós...
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Vigo, principios de siglo XX. El BerbĂŠs. (Foto Llanos)
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V. “La Tienda”
“La Tienda” de la Puerta del Sol, nombre comercial con el que se bautizó, no tardaría en convertirse en centro de operaciones de la familia Loira Prego. Al calor de sus paredes y sintiendo cercano el pálpito nervioso de la ciudad, los abuelos iniciaron una nueva etapa, con la esperanza y la ilusión enraizadas en el ánimo, y con todo el ímpetu que la situación exigía. Acostumbrados de siempre a la lucha diaria, afrontaron decididos el reto, seguros de sí mismos, aunque con la natural incertidumbre que genera cualquier proyecto que comienza. Pero pronto, muy pronto, se hicieron hueco en la comunidad viguesa, conquistando a base de eficacia y honradez a una clientela más numerosa cada día, y además favorecidos por el crecimiento imparable que experimentaba la urbe. Tal y como había vaticinado el primo Nicanor, el cura, Vigo se había convertido en aquellas primeras décadas del siglo pasado, en una de las ciudades de Europa de mayor desarrollo. Pueblo de pescadores en sus orígenes, encontró en el mar su gran recurso económico. A partir del histórico barrio marinero del Berbés, punto neurálgico
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del nacimiento de Vigo –por entonces con el mar y la arena de la playa a escasos metros de las casas–, y a la sombra de una creciente flota pesquera, cada vez con mayores capturas en sus mareas, florecieron la industria conservera –creada en gran parte por empresarios catalanes y vascos–, el salazón, los astilleros, los talleres auxiliares, el comercio del pescado, su transporte por el país... Se tejía con firmeza parte fundamental de la riqueza de una ciudad que ya no pararía de crecer a lo largo del siglo. Su privilegiada situación en el mapa la convirtió, además, en uno de los puertos comerciales más importantes del continente, y destino de carga y descarga de multitud de mercancías procedentes de todos los lugares del mundo. También fue Vigo puerto de partida por excelencia de la emigración gallega con destino a América. Durante más de veinte años, del muelle vigués partían ingentes cantidades de emigrantes, rumbo a Argentina, Venezuela, Brasil, Uruguay, Cuba, México... y que, como mi familia, buscaban al otro lado del mar lo que no les ofrecía su propia tierra. Se estima que cerca de dos millones de gallegos dejaron Galicia entre la década final de siglo XIX y la primera del XX. Como hombre de mundo que era, don Nicanor acertó a intuir la relevancia que adquiría la ciudad, creciendo esplendorosa y sin descanso. Desde la majestuosa atalaya del Monte del Castro, silencioso guardián del movimiento de la ría y del frenético desarrollo de Vigo, se observaba con
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precisión su ritmo imponente: cómo se extendía ambicioso a lo largo de la costa, hacia el Monte de la Guía por un lado y hacia Bouzas por el otro, y trepaba decidido por sus laderas, avanzando en busca de nuevos espacios. En este ambiente de extraordinario progreso, situación parecida a la vivida en Mendoza, los abuelos encontraron para “La Tienda” un marco inmejorable, y supieron aprovechar la oportunidad que se les brindaba, entregándose con generoso esfuerzo a la tarea, tal como se acostumbraba a hacer en la ciudad viguesa, eminentemente trabajadora e impulsada por la valiente iniciativa de sus gentes. El local elegido –Puerta del Sol, 10–, de algo menos de doscientos metros cuadrados y forma rectangular, se encontraba dividido a la mitad por un tabique que separaba la zona comercial del almacén. En este último, bautizado después familiarmente como la “trastienda”, montó el abuelo Basilio su pequeño taller, donde continuó, como en Mendoza, arreglándolo todo, desde una tartera agujereada, el mango de un cazo que se había soltado, las varillas de un paraguas... hasta el filo de cuchillos y tijeras que no cortaban... habilidades que le sirvieron, como antaño, para abrirse paso y alcanzar objetivos con más celeridad. La fama de don Basilio Loira para esos menesteres trascendió con rapidez, y en una época en la que todo se reparaba –no como ahora–, un artesano de su valía se convertía en persona casi venerada en el entorno social. Por eso desde que llegó, al basu-
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rero del barrio sólo se tiraba aquello que el abuelo ya no podía reparar. En la que sería inolvidable “trastienda”, se instalaron el abuelo y un par de hijos en los primeros días de estancia en Vigo, a la espera, durante casi un mes, de que la abuela María se decidiese por el piso más adecuado. Tras una concienzuda búsqueda por los barrios cercanos, dando mil vueltas y tardando un poco más de la cuenta –entre el nerviosismo y el genio de Basilio–, encontró al fin el idoneo para ellos, un amplio y soleado piso de la calle del Progreso, que se convertiría desde ese momento en el entrañable hogar paterno durante algo más de medio siglo. Al poco tiempo de ponerse en marcha el negocio, y propiciado por el eterno horario que se estilaba entonces, “La Tienda” ya gozaba de un mayor protagonismo en la vida de los Loira Prego que la propia vivienda de la calle del Progreso. Los abuelos pasaban más horas en el comercio que en casa. Así que aquel local terminaría por convertirse en lugar de culto para la familia, un auténtico templo de decisiones. No había tema para juicio que no se analizase en “La Tienda”, y hasta lo más simple, como eran las diarias tareas domésticas, se dirigía desde allí. El colegio de los niños, la compra en el mercado, las ropas, el calzado, la hora de las comidas, las inevitables visitas al médico, los estudios, las excursiones del domingo, el ocio de los chicos... todo se organizaba desde la Puerta del Sol.
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En ella se forjó, incluso con más éxito del esperado, y desde luego mucho más rápido, el firme arranque de la economía familiar al regreso de Mendoza. Encauzado tan esencial objetivo, la vida se fue organizando con cierta seguridad, y en esa situación de estabilidad, se pudo ordenar con diligencia el asentamiento de todos en una ciudad nueva. Se eligió el centro y la formación más adecuada para los chicos: ellos en el Colegio Salesiano, y la nena con las monjitas de la Enseñanza. Con aplomo, sin prisas, con la serenidad que la buena marcha del negocio aportaba, la familia alcanzó enseguida el orden necesario para que todo transcurriese con equilibrio y control. A los pocos meses de su llegada a Vigo, una buena noticia se recibía por sorpresa para llenar de ilusión y felicidad a toda la familia. María esperaba un hijo –Rosendo, el benjamín–, y que sería el único de los cinco que nacería en tierras gallegas, concretamente en Vilar do Miño. También Mamá Felisa lo celebró emocionada, y desde el feliz nacimiento en su casa del pueblo, cuidaría muchos días al bebé al pie de su cuna, dedicandole un enorme cariño y cantándole viejas canciones, como si de un hijo suyo se tratase. Cuando Rosendo fue creciendo, ella le pediría sin cesar a María que lo llevase a la aldea a pasar unos días junto a ella.
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Eran tiempos felices, si bien laboriosos y meditados con mucha prudencia, en una ciudad que tan bien los había acogido, y en la que crecieron los niños en el entrañable ambiente de un barrio cariñoso y hospitalario, presidido por los Padres Salesianos, religiosos que tanta impronta dejarían –incluso hasta hoy en día– en la familia. Superada con éxito la primera etapa de asentamiento en Vigo, Basilio y María vieron como los hijos se hacían mayores. Así, ante esta nueva situación, los planteamientos familiares de cara al futuro empezarían a ser diferentes. Llegaban momentos delicados, decisivos: no querían para los chicos las duras experiencias que a ellos les había tocado vivir. Se trataba de preparar su porvenir, y había que hacerlo con el máximo esmero. Desde “La Tienda” se planificó sin pausa, y las decisiones se tomaron con extremado cuidado y cautela, aunque también con audacia y valentía. Los abuelos, forjados por el destino de pasta bien dura, sabían, por las enseñanzas que les ofreció su experiencia por el mundo, que aquél que quiere algo ha de pelearlo... y mucho.
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Alberto, el hijo mayor, estudiante excepcional, sorprende a los padres al acabar los estudios en el Colegio Salesiano con la pretensión de cursar una ingeniería en la Universidad de Madrid. Los abuelos no sabían ni de qué se trataba aquella carrera, Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos... ni casi lo que era una universidad. Teniendo en cuenta, además, que ya habían plani- ficado para él unos intensos estudios administrativos en una academia conocida, ya apalabrada, a fin de prepararlo para trabajos de oficina, o para alguna oposición, o para un banco... la propuesta recibida, así de repente, los deja sin habla y desorientados. Pero con el arrojo y decisión acostumbrados, desde “La Tienda”, y también de entre las sábanas de tantas noches en vela, optan por atender, no sin agallas, habida cuenta de sus precarios recursos, los estudios del primogénito en Madrid. Los insistentes consejos del primo Nicanor también contribuyeron a ello, todo hay que decirlo. Después de seis años muy sacrificados para todos, de tremenda mesura económica y privándose padres y hermanos de un sinfín de cosas, a primeros de un mes de julio recibían a Alberto en la estación del tren como nuevo y flamante Ingeniero de Caminos. Se cumplía de esta forma un sueño impensable en un pasado no muy lejano, pero aspiración anhelada de los últimos tiempos, y motivo evidente de inmenso orgullo para una familia tan humilde.
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Más tarde, llegaría una nueva encrucijada, la marcha a Londres de Basilio, el tercer hijo, para completar allí sus estudios de inglés, que según el profesor salesiano, se le daba de maravilla. En la década de los veinte que corría, la elección resultaba difícil y poco común, pero reflejaba fielmente el talante de progreso y esfuerzo que desprendían los abuelos para la formación de sus hijos. Jamás pudieron imaginar en su etapa argentina que alguno de los suyos alcanzaría una Universidad, o viajaría a Inglaterra para aprender un idioma. Y sin embargo, a su tiempo, asumieron unas propuestas tan avanzadas y costosas como inesperadas. Supieron reaccionar con inteligencia a esas situaciones desconocidas y ajenas a su ambiente. Y aunque con evidente miedo, a causa de las exigencias económicas que aquellos proyectos requerían, siempre consiguieron encontrar con tesón los medios precisos para lograr lo propuesto. Su hijo Basilio era un notable futbolista, un extremo izquierda con un disparo impresionante, y precisamente por ello, por la enorme afición al fútbol de los ingleses, supo hacerse enseguida un hueco en el ambiente del colegio londinense, pasando pronto a formar parte de sus equipos representativos. Hasta tal punto se familiarizó con la cultura inglesa –incluso aprendió a jugar al tenis, y ganó una copa que lucía orgulloso en el salón de su casa–, que además de un perfecto inglés, Basilio se trajo de Londres una pasión desmedida por la puntualidad y el escrupuloso orden cotidiano, rasgo que mantiene hasta hoy –aún vive– contra
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viento y marea. Todo, o casi todo, estaba programado. El domingo, a las diez en punto, partido de tenis en la cancha familiar; a las doce, visita de padres e hijos a los abuelos María y Basilio; los miércoles salía el matrimonio a cenar, la mayoría de las veces en el mismo restaurante y con la misma compañía; comida a la una, invierno y verano; cena a las nueve; misa, el sábado a las cinco y media en la iglesia de Santiago de Vigo; partida de naipes con los cuñados en la tarde-noche del domingo; café a las dos, antes de ir al trabajo, en la Cafetería Goya... Durante toda su vida mantuvo una pelea sin tregua en favor de la rutina metódica y del respeto a los horarios preestablecidos, entre la incomodidad de algunos de los que le rodeaban y la divertida sonrisa de sus familiares. Y con los años, llegaron las bodas. Primero la de Alberto, el mayor, en A Coruña, donde trabajaba en una empresa constructora. Luego la de la nena, Sara, y poco más tarde la de Basilio, ambas en Vigo... Y pronto, los nietos. Anxo –el que se peleaba con Mamá Felisa en sus últimos tiempos–, fue el primero en nacer.
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En este contexto familiar, en 1936, estalla la Guerra Civil que tanto afectaría al país, a la inmensa mayoría de españoles y por supuesto, a los hijos de María y Basilio. En Vigo tendría un comienzo estremecedor en la Puerta del Sol, justo delante de “La Tienda”, con más de una veintena de muertos. <<... el 18 de julio empiezan a llegar noticias del golpe militar que se produce en África... >>, cuenta el historiador Abad Gallego
en su libro “Héroes o Forajidos”. <<Los líderes obreros estaban convencidos de que Vigo, que había celebrado con entusiasmo la restauración de la Segunda República en 1931, no secundaría el golpe militar, y proclaman huelga general para el lunes, día 20, tratando de manifestar así su adhesión al actual Gobierno... >> <<... Es una jornada de enorme confusión. Los obreros se enteran de la huelga al llegar a los centros de trabajo... >> <<... En A Coruña, sede de la 8ª Región Militar, los jefes del Ejército están envueltos en un conflicto de gran envergadura, y mientras unos mandos se muestran fieles a la República, otros quieren adherirse al golpe militar. >> <<... En Vigo, en el Cuartel de la Cárcel, el comandante Felipe Sánchez y los oficiales aguardan con impaciencia junto al teléfono la confirmación de la orden de proclamar el Bando de Guerra... >> <<... Entre tanto, grupos de trabajadores se van acercando a la Puerta del Sol, próxima al Ayuntamiento, a la espera de
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acontecimientos. A las once de la mañana, con la ciudad en paro por la huelga general, la plaza acaba abarrotada por un gentío que fue llegando progresivamente desde todos los puntos de Vigo y comarca... >> <<... A las once y media, el coronel Enrique Cánovas de la Cruz, que se identifica como Jefe Accidental de la 8ª Región Militar, da la orden de que las tropas salgan de inmediato a las calles de Vigo a proclamar el Bando de Guerra... >> <<... El comandante Sánchez encarga al capitán Carreró, la misión de ejecutar la orden recibida. Con varios cornetas y tambores, y cuarenta soldados armados de mosquetón, bayoneta dispuesta, peine de balas en la recámara, y abundante munición, se dispone a proclamar el Bando de Guerra en la ciudad... >> <<Desde el Cuartel de la Cárcel sale la tropa desfilando marcialmente al son de cornetas y tambores, y se dirige por la calle Urzáiz hasta el cruce con las calles República Argentina y Magallanes... Allí se hace la primera parada, y se procede a la lectura del Bando de Guerra. La gente empieza a arremolinarse alrededor, y al final de la lectura colocan el Bando de Guerra en una esquina, que no tardará mucho tiempo en ser arrancado. >> <<Desde allí, la tropa se encamina a la confluencia de la calles Colón y Uruguay, donde se lee nuevamente el Bando de Guerra en medio de una gran confusión y gritos del gentío. Repiten su colocación en una esquina estratégica, e igual que el anterior, es arrancado y pisoteado al poco rato de reti-
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rarse los soldados. La comitiva que acompaña desde el primer momento a los militares se va haciendo cada vez más numerosa... >> <<Bajan hasta la calle Policarpo Sanz, y desfilando solemnemente al compás de tambores y cornetas, enfilan hacia la Puerta del Sol, corazón de la ciudad. La masa que los sigue aumenta por momentos, y el nerviosismo que se respira en el ambiente crece a cada paso. La gente habla con los soldados, preguntándoles qué sucede, y a éstos hasta les tiembla el fusil en las manos del miedo que les provoca el abucheo y el griterío del público que les acompaña. Tan sólo el capitán Carreró permanece ajeno a lo que sucede a su alrededor, y encabezando la tropa, sable al hombro, cabeza erguida, mirando al frente, marcando el paso, y sin girar una sola vez la cabeza hacia atrás, ignora todo y a todos los que le siguen. >> <<Al llegar a la Puerta del Sol –continúa narrando Abad Gallego en su libro–, la comitiva militar se encuentra con una gran muchedumbre que abarrota la plaza... >> <<... A la voz de “¡Alto!” del capitán Carreró la tropa se detiene, y se coloca en línea de “a dos”, ocupando el frente del Hotel Moderno y la confluencia con la calle Carral. Sin pérdida de tiempo, el capitán y su segundo, el teniente Pavón, se disponen con decisión y urgencia a leer el Bando de Guerra, lo cual resultaría imposible por la enorme algarabía reinante. >> <<No está del todo claro cómo se desarrollaron los acontecimientos, pero cuentan que un líder obrero –unos dicen que Lence, otros que Verísimo–, conocido incluso en
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sus actividades sindicalistas por el capitán Carreró, trató de arrebatarle de las manos el Bando de Guerra, y en el forcejeo entre ambos y en medio del griterío ensordecedor de la gente, sonó un disparo que alcanza al obrero. No se sabe si hubo orden de fuego, o si el disparo mueve a todos a disparar, pero la realidad fue que la Puerta del Sol pronto se convertiría en una lamentable carnicería humana. Hay varias descargas de fusilería, dos o tres, y algún disparo esporádico desde la muchedumbre, pero el fuego de cuarenta fusiles hecho a quemarropa delante de aquella masa humana provoca una auténtica matanza. Aparte de los muertos y heridos de bala que quedan esparcidos por el suelo, el gentío huye despavorido por donde puede, atropellándose unos y otros, y dejando en la huida a un gran múmero de caídos y pisoteados. Algunos se refugian en los comercios y portales próximos, rompiendo incluso escaparates y tirando abajo puertas. >>
En “La Tienda”, por ejemplo, rompen la luna de la puerta principal, y se guarecen allí. Grandes manchas de sangre salpican el piso, huellas de la tragedia con las que se encuentra Basilio al día siguiente. También comprueba que no se ha robado nada en el comercio, a pesar de estar durante todo una jornada con la puerta rota. <<El escarceo apenas se había prolongado por unos pocos minutos cuando el capitán Carreró da la orden de “¡Alto el fuego!”. La plaza queda completamente de-
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sierta en un instante, y tan sólo en el suelo permanecen diseminadas varias decenas de muertos y cantidad de heridos, que se arrastran y gritan en medio de charcos de sangre pidiendo socorro, asistencia que no reciben por parte de nadie. >> <<Sin más pérdida de tiempo, y cumpliendo sin escrúpulos la misión encomendada, se coloca el Bando de Guerra en una de las fachadas de la plaza, y el capitán Carreró, ignorando a todas las victimas que han quedado sobre el pavimento, da la orden de formar y marchar de regreso al cuartel. >> <<Esta vez, el grupo militar va completamente en solitario en su recorrido hacia el Cuartel de la Cárcel. Al llegar, donde aguarda preocupado el comandante Felipe Sánchez, el capitán Carreró facilitaba un parte tan escueto como elocuente: “... hemos hecho mucha sangre, Señor”. >>
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<<La proclamación en 1931 de la Segunda República en España –se lee en “Héroes o Forajidos”– había sido acogida por el pueblo con gran alborozo, y se produjeron entusiastas manifestaciones de júbilo por todo el país, confiado en que la llegada del nuevo régimen supondría el nacimiento de una época más justa, próspera y democrática. El Gobierno de la República estaba avalado por un elenco de políticos de una extraordinaria talla personal, científicos, economistas, catedráticos y destacados juristas y doctores. Muy pronto se ganarían la confianza del pueblo con sus proyectos y reformas, y la clase obrera, sobre todo, acabaría depositando en el Gobierno todas sus renovadas ilusiones y esperanzas. >> <<La política reformista de la República se hace notar desde que toma el mando, posicionándose decididamente contra la corrupción, la falta de diálogo social y la escasa representatividad que el régimen monárquico había mostrado hasta su caída. Con la aprobación de nuevas leyes, cambios en la enseñanza, una revisión en profundidad de las normas laborales, la abolición de métodos caciquiles de administrar justicia, traslados de puestos importantes en la administración, ceses fulminantes de dirigentes corruptos... Todas estas medidas que se van tomando provocan de inmediato una fuerte reacción de los sectores más conservadores del país, expectantes en los primeros tiempos, y que ven más tarde cómo se esfuman los privilegios y poderes de los que disfrutaban desde hacía años. La reforma agraria les granjeará la oposición de los
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grandes terratenientes; los cambios en el Ejército que ordena el ministro Azaña, reduciendo los 21.000 oficiales existentes a 8.000, y las 16 divisiones a 8, los enemistará con la práctica totalidad de los mandos; el comienzo de las autonomías políticas para los territorios históricos los enfrentará de lleno con los patriotas extremistas, que ven en su planteamiento el inicio de una “España rota”; y al declarase un gobierno laico, y aplicar las políticas laicistas en contra de la acostumbrada jerarquía y poder de la Iglesia, chocará de frente con ella y con los miles de fieles del país. >> <<Llegan, pues, años de fuerte confusión, con los poderes de la nación divididos, y con alternativas de mando de unos y otros en las distintas elecciones que se celebran, y que dan lugar a una inseguridad generalizada. Se produce una intentona fallida de Golpe de Estado, liderada por el general Sanjurjo, y algunos otros amagos de menor trascendencia. >> <<En todo este tiempo, el poder e influencia de la Iglesia –acostumbrada históricamente a un protagonismo destacado durante las monarquías–, se revela contra la Segunda República desde el momento en que ésta se declara laica. Con la retirada de la religión católica de la enseñanza y de los crucifijos de todos los centros oficiales, la supresión de las fiestas religiosas, el obligado alejamiento del clero de los centros de poder, la suspensión de ayudas económicas a las instituciones católicas... la batalla se inicia y la reacción de la Iglesia española no se hace esperar ni un minuto.
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Utilizando la fuerza de los púlpitos, se arenga a los miles de fieles contra las directrices del nuevo Gobierno de la nación, exigiendo a viva voz la vuelta a comportamientos y derechos anteriores, y vaticinándoles “la condena de sus almas” a causa de sus herejías. >> <<Cuando se produce el golpe militar de Franco, el 18 de julio de 1936, la Iglesia, como consecuencia de su mala relación con la República, se adhiere a los golpistas, hace frente con el bando franquista –que aprovecha la situación erigiéndose salvaguardia de los intereses católicos–, y se lleva detrás a la mayoría de sus fieles en el país. >> << En Vigo, después de la hecatombe producida en el primer día de la Guerra Civil, los militares se hacen rápidamente con la plaza, tras sofocar pequeñas resistencias de grupos de obreros en los barrios del Calvario, de Teis y de Cabral. La ciudad quedaba sometida al “bando nacionalista” para los próximos tres años de contienda. >> <<Durante la guerra, Vigo –como casi toda Galicia– permanece en la retaguardia franquista, y por fortuna para la ciudad, no sufre batallas, ni asedios, ni bombardeos, ni hambre –como sucedía en muchas localidades de España–, ni penurias significativas. Su apertura al exterior por el mar y la proximidad de Portugal evitaron la escasez que otras regiones hubieron de padecer. La misión de Vigo en la Guerra Civil no fue otra que proveer al Frente Nacional de alimentos, sobre todo pescado y conservas, requisados generalmente por el poder
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local, y donados a veces por seguidores de los “nacionales”... >>
Pero la aportación más importante de la ciudad fue la incorporación al bando nacional de miles de vigueses, que eran reclutados de manera forzosa –con algunos voluntarios– para acudir al frente y luchar, quisiesen o no, a favor de Franco. Al margen de los muchos vigueses que murieron en el frente, la Guerra Civil dejó en la ciudad más de seiscientos muertos. Se inició la patética sangría con las dos docenas de víctimas del 20 de julio en la Puerta del Sol; continuó con una enorme cifra de ciudadanos asesinados en ajustes de cuentas políticas y personales, en los horribles “paseos” de media noche –tirados después sus cadáveres por montes, playas, cunetas...– y se completó la desgracia con numerosos desaparecidos de los que nunca más se supo. De tantos sucesos trágicos como hubo, los historiadores destacan con especial dolor el desastre del bou ”Eva”, acaecido el 23 de abril de 1937 en los muelles de El Berbés. Nueve repúblicanos, ocho hombres y una mujer –al parecer, embarazada–, que habían permanecido escondidos durante meses en Vigo y en otros lugares de la provincia, deciden fugarse por mar del acoso de los nacionales. Entre ellos, dos primos carnales de Castelao, José L. y Manuel R. Castelao, jóvenes maestros de Rianxo, que formaban parte de un estraordinario grupo pedagógico en su villa natal, empapados por el espíritu de la Institución Libre de Ense-
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ñanza. En un intento desesperado, se embarcaron de madrugada en el pesquero “Eva”, y en el fondo de sus bodegas hallaron la muerte tras una traicionera delación. Los franquistas inundaron las bodegas de agua hirviendo para provocar su salida, pero los repúblicanos optaron por quitarse la vida antes de caer en manos de sus perseguidores. Con ocho disparos en la nuca y uno en la boca –del que manejó la pistola–, se inmolaron. En la prensa franquista se silenció la noticia, y en el certificado oficial de defunción se escribía: “Manuel Rodríguez Castelao... apareció muerto en la caja de cadenas del vapor de pesca “Eva” el día veintitrés del pasado abril a la madrugada a consecuencia de herida de bala” (25-5-1937). Años después, en 1952, un disparo acabó con la vida del delator. Los restos de la proa del bou ”Eva” se conservan en el jardín de la casa de un conocido intelectual vigués, en memoria de los fallecidos. Las atrocidades cometidas por los “vencedores” de la Guerra Civil Española dejaron en Vigo un estremecedor bagaje, entre el que hay que considerar a cientos de personas huidas a Portugal, a Francia y a América, escapando de un más que probable “paseo” o de un encierro carcelario.
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Los abuelos María y Basilio, fieles católicos de misa diaria, no vieron con buenos ojos a la República desde el mismo instante de su instauración. La actitud adoptada frente a la Iglesia, y otras decisiones de corte liberal, prevalecieron en ellos ante cualquier otra acción de gobierno que pudiera ser de su agrado. Antes cristianos que españoles, atendieron las arengas diarias de los curas, y no cualquier otro pensamiento que se les plantease. A partir de ese criterio, su adhesión al franquismo llegaría rodada. No se trataba del ideario político de Franco, ya que en multitud de aspectos, en modo alguno podían sentirse partidarios. Lo que los posicionaría en esa tendencia, sería la férrea fe religiosa y la obediencia ciega a la Iglesia. María y Basilio serían franquistas de por vida, y con el respeto y fidelidad que se respiraba en su hogar de la calle del Progreso, y los consejos dados y recibidos con convicción, se hacía inevitable que todos los que vivieran cerca de ellos, hijos, el yerno –mi padre–, las nueras, amigos y vecinos, hasta los empleados de “La Tienda”, acabaran también sumados a la causa franquista... y algunos de los nietos que nacimos en los años cuarenta y cincuenta, ya finalizada la Guerra Civil, también lo fuimos por herencia de sangre y de cuna.
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Pero yo personalmente, el que ésto escribe y el cuarto de sus dieciseis nietos, jamás recibí explicación alguna acerca de lo que había significado la Guerra Civil, ni sobre Franco, ni de los asesinatos y encarcelamientos, ni de los miles de exiliados, ni de los desaparecidos, ni de la dictadura... y eso que llegaría a ser soldado de Franco en el año sesenta –en el Servicio Militar–, e incluso le rendiría honores militares como Jefe de Estado en una de sus visitas a Vigo. Conviví con su dictadura desde que nací hasta su muerte, sin ser consciente de que podía haber otra forma diferente de gobernar y de impartir justicia. Ni mis abuelos, ni mis padres, ni mis tíos, ni mis profesores en el colegio, ni los curas en la Iglesia, ni mis amigos, ni la prensa, ni la radio... ni los mismos militares durante el servicio... ¡nunca, nunca! se me explicó nada sobre aquella realidad silenciada. Y ahora, con el paso del tiempo y la llegada de la madurez, repaso mi vida y me encuentro franquista la mitad de mis años, sin saber por qué, sin haber podido elegir, sin entender nada de lo que me rodeaba, como aquel que nace alto, o pelirrojo, o gordecho. En un primer momento, resuelvo que esta época quedó en deuda conmigo por no enseñarme... pero mis allegados replican que, aunque la ignorancia es la mejor aliada de las injusticias y las tiranías, en aquellos años fue preferible el silencio a las consecuencias incalculables de otra posible guerra... Y que yo, al fin y al cabo, también pude enterarme por mi cuenta. Pero, ¿enterarme de qué? Si no sabía que debía enterarme
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de algo... Y, ¿preguntarle a quién? Si nadie parecía saber nada... Y sobre todo, en ese momento de la vida en que las enseñanzas deben llegar sin preguntas, cuando se está en una edad en la que privan más los juegos, la diversión, las mozas, las fiestas, la frivolidad de la juventud... que una necesaria formación... Cuando lo comento, mis hermanos me dicen que ellos se enteraron en la Universidad, y que en aquel momento no se podía hablar demasiado de ese tema. Y, claro, yo a la Universidad no había ido.
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Todos los hijos de María fueron a la guerra sin excepción, alistados forzosamente en el bando nacional. Unos vivieron la contienda de cerca; otros, por el contrario, alejados del peligro y en la tensa tranquilidad de la retaguardia. Alberto, el mayor, halló un destino apacible en A Coruña, tal vez valiéndose de la influencia de un obispo de la familia; Gonzalo, el marido de Sara, pasó la guerra en una oficina de la Falange Española en Vigo, seguramente para utilizar su condición de periodista en favor de los nacionales, escribiendo partes, realizando informes, relatando la guerra según convenía. Los dos hijos siguientes sí estuvieron en el frente, en primera línea de contienda, aunque sin intervenir, por fortuna, en choques importantes. Regresaron ilesos tras tres años de refriegas. Benito fue destinado a Asturias durante la batalla de Oviedo, pero estuvo alejado de los puntos más sangrientos del combate. A Basilio lo enviaron a Guadalajara, zona muy golpeada por la guerra, con continuos movimientos de tropas de uno y otro bando, y lugar estratégico como enlace entre las fuerzas nacionales del norte y el sur. Pero tampoco se vio involucrado en lances excesivamente peligrosos ni decisivos. Contaba a su regreso los partidos de fútbol que disputaban en tierra de nadie con los rojos, tan españoles como ellos, y también obligados a una guerra fratricida que no comprendía ninguno de los que allí combatían.
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También relataba con ironía la cobarde huida de los “refuerzos italianos”, enviados por Mussolini en ayuda de Franco, durante una de las muchas escaramuzas habidas en aquella región. En definitiva, tanto Benito como Basilio regresaron indemnes al concluir la Guerra, sin haber vivido de cerca ni muchas batallas, ni demasiadas atrocidades, ni excesivas penalidades... Rosendo, el benjamín, resultó en cambio el peor parado de todos, y curiosamente, también fue el único entre ellos que se incorporó al ejército casi de modo voluntario. Aún no había cumplido los dieciocho años, y ya se mostraba como un enfervorizado y alocado seguidor de Franco. Justo cuando lo llamaron a filas, planeaba enrolarse como voluntario, con el evidente nerviosismo de toda la familia. El primer destino, donde permanecería más de un mes, fue el Centro de Reclutamiento de la calle López de Neira, debajo de su casa del Progreso, en un viejo caserón habilitado como cuartel de emergencia. Era tal la proximidad entre ambos edificios que desde las ventanas de la parte de atrás de la casa se podía mantener una cómoda conversación con los reclutas del cuartel. Esta circunstancia motivó no pocas burlas de familiares y amigos, ya que no dejaba de resultar paradójico, casi cómico, que el espíritu patriótico y las ansias de lucha de Rosendo diesen con él en un destino tan cercano e intrascendente Pero esta situación cambiaría pronto para desconsuelo de los que antes reían. No sólo se le
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envió al frente, como él deseaba, sino que participó en la batalla más encarnizada y sangrienta de la Guerra Civil, la batalla del Ebro, que se prolongaría durante cuatro meses, desde mediados de Julio hasta mediados de Noviembre de 1938, con el saldo de 250.000 muertos. Rosendo pagaría con la cárcel su efervescente patriotismo, apresado por los rojos al mando del general Lister. Encerrado en el Castillo de Cardona, hubo de soportar toda clase de penalidades, comiendo hierbas e incluso alguna rata, encontrada en medio de las lentejas, y repartida como manjar entre los reclusos. El tío Alberto Prego, desde Buenos Aires, alertado por su hermana, movió sus influencias a través de los galleguistas exiliados, para conseguir la liberación de su sobrino. Con argumentos totalmente falsos –en este caso–, como que lo habían alistado en contra de su voluntad, lo que ocurría a la casi totalidad de los soldados de uno y otro bando, se lograría después de varios meses la libertad de Rosendo. Pero eso sí, hubo de alistarse con los republicanos y regresar al frente –trastadas del destino–, para luchar ahora en favor del enemigo. Mientras estuvo encerrado, muchas noches, interrumpiendo el silencio, Rosendo y alguno más daban gritos de “¡Viva Franco!”, “¡Viva Franco!”, ganándose duras represalias para él y para el resto de los reclusos. De todas maneras, la fingida defensa del propio adversario duró bien poco. A la mínima
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oportunidad que se le presentó, a las afueras de Barcelona, se pasó de nuevo a los nacionales, con la fortuna de toparse con su misma compañía, pues a veces ocurría que los que se cambiaban de bando, como él, eran tomados por espías y fusilados de inmediato. Finalmente, en abril de 1939, la Guerra Civil terminaba con el triunfo de los nacionales y el nombramiento del General Francisco Franco como Jefe del Estado. La Iglesia española recuperaba su hegemonía e influencia, y así continuaría durante toda la dictadura, más de treinta años, junto al dictador, en el “nacionalcatolicismo”, como se autodefinía el régimen. El bando nacional encontró en la Iglesia su gran aliada, y de ahí el respeto y veneración mutuos que se profesaban. Después de los tres años de guerra fraticida y con cerca de un millón de muertos, se sucedieron en el país tiempos tan difíciles como los de la contienda. Tiempos de paz contenida a punta de lanza, de voces acalladas con la amenaza, de represalias feroces, de libertades menguadas... de cientos de gallegos en el exilio, de otros muchos escondidos no se sabía dónde, de encarcelamientos, de una brutal persecución política de los opositores al régimen... momentos de reconstrucción, de escasez, de imponer un nuevo orden que no a todos convenía, de administrar una justicia partidista... se soportó el vacío de Europa a la dictadura de Franco... el desprecio por la lengua gallega... y el irrecuperable y terrible bagaje de más de 600
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vigueses asesinados y desaparecidos durante el régimen franquista. La familia Loira convivió la situación con un prudente silencio –tampoco se permitía otra cosa–, con resignación ante muchas actuaciones que no compartían, y albergando dudas acerca de los motivos del incierto destino de los represaliados. Para los abuelos, prevalecía por encima de todo el interés religioso, y al recuperar la Iglesia su anterior posición y la presencia que tenía en todos los ámbitos de la sociedad, se daban por conformes y asumían los nuevos tiempos que debían afrontar. Leales al régimen como eran, nunca se vieron perjudicados en nada –tampoco favorecidos–, y reviviendo estrecheces de épocas de emigración, supieron encarar con sacrificio la situación, alzando el vuelo una vez más.
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Siguió la vida, y tan pronto recobró el país algo de orden, era Rosendo quien se aprestaba a iniciar sus estudios universitarios, e igual que su hermano mayor, en Madrid, y para lo mismo, ingeniero. Desde “La Tienda”, se vivió también en aquellos años el arranque de la empresa de Alberto, que contó con el respaldo económico de sus padres en los primeros pasos. Paulatinamente, iría incorporando a su negocio a todos los hermanos, uno tras otro, quienes le acompañarían en el éxito hasta el final. Los años pasaron, y una vez finalizados los estudios de Rosendo, la casa del Progreso, ya “sin hijos”, empezaba a recibir nietos. Anxo, Cristina, Luis, Eugenia... y después de que su primo Nicanor casase a Rosendo en Pontevedra, la cifra alcanzaría la respetable cantidad de dieciseis. Sería María, la última hija de Rosendo, bautizada con el nombre de la abuela, la que cerrase la cuenta. Transcurridas un par de décadas desde el final de la Guerra Civil, y ya sin niños que atender, llegaba el retiro obligado de la abuela María de su querido trabajo en “La Tienda”, muy a su pesar, desde luego, y por el terco empeño de los hijos para que así fuese. No querían que la madre siguiese trabajando después de tantos años de brega; ya no lo necesitaba, y hasta resultaba mal visto en sociedad que a su edad continuase tras el mos-
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trador, sobre todo teniendo en cuenta el destacado nivel económico y social que habían alcanzado los hijos... “No sabía que trabajar pudiera ser deshonroso”, decía la abuela, contrariada. De inmediato, y como consecuencia de la jubilación de la abuela, llega a “La Tienda” su hija Sara, mi madre. La sustituye en las tareas comerciales que María había ejercido durante más de medio siglo, iniciadas fugazmente de niña en O Ouro do Miño, el viejo almacén de la aldea, y continuadas, ya casada, en el portalucho de Mendoza a partir de 1901, y en “Casa Loira” poco después. Ahora en Vigo, pasados los años cincuenta y por orden filial – ¡quién lo diría en una Touriñán!–, concluía su dilatada trayectoria laboral. Desde ese instante, su aportación a “La Tienda” se redujo a los experimentados consejos y a las sabias enseñanzas que ofrecía a Sara en todo momento... y tantas cenas de noche de Reyes que siguió preparando, con la ilusión de siempre... Unos años más tarde sería yo quien llegase a “La Tienda”, en el cincuenta y nueve, también para relevar a mi madre, aunque en este caso de forma provisional. En principio, iba a sustituirla durante su embarazo de Lucía, mi hermana pequeña, para después retomar los estudios y elegir una carrera, tal vez Arquitectura. Pero luego, ya nacida la nueva hermana, cambio de idea y decido continuar definitivamente en aquellas labores. Es entonces cuando recibo en herencia las viejas ar-
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tes de Mamá Felisa, de la abuela María, del abuelo Basilio –con el que alcanzo a compartir varios años de tienda–, de mi madre... artes pasadas de generación en generación, y que me sirvieron de apoyo durante más de cuarenta años de lucha en el comercio. Y continué también en esas tareas, ¿cómo no?, para ser testigo de tantas y tantas cosas que allí se fraguaron en la familia, a través de casi un siglo... Algunas que presencié y muchas más que me contaron... y que ahora recuerdo con nostalgia... y cuento. ¡Cuánto hubiera disfrutado yo contemplando toda esta historia desde sus inicios con mis propios ojos! La paso por mi mente a menudo, dando rienda suelta a mi imaginación, como en una película de aventuras, y sueño en lo mucho que me gustaría convertirme en ángel invisible, y vivir de cerca los pasos de Mamá Felisa, de los abuelos, de los tíos Alberto y Fernando, las andanzas de los Touriñán... conocer desde el silencio las tierras de Vilar do Miño, de Ventosón... el Buenos Aires de siglos pasados, Mendoza, Ciudad de México... los viajes transatlánticos... Sueños, sueños míos, tantas veces llevados por los senderos del pasado, y sin duda propiciados por el incendio de aquella noche embrujada, y la fuerza del maldito viento empujando con violencia el sino de toda una familia.
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Los abuelos, desde su boda en Buenos Aires en el último lustro del siglo XIX, permanecieron siempre juntos. Tan sólo se separaron esporádicamente algunos días de sus vidas, y no creo –salvo en la “operación ingreso” de Rosendo que se relata en próximas páginas–, que nunca hubiesen rebasado sin verse los treinta días de un mes. “... Y tan felices”, decía la abuela.
Vigo, años cuarenta. Plaza del Capitán Carreró.
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VI. Cosas del tiempo
El ajetreo diario de “La Tienda” dejó a su paso un sinfín de anécdotas de todo tipo. A lo largo de tantos años de actividad, se vivieron innumerables historias, eventos, peripecias, sucesos, curiosidades... Desde la Puerta del Sol, los abuelos fueron testigos de numerosos acontecimientos relevantes para la ciudad, unos más importantes que otros, pero siempre con su interés histórico, y dignos de guardar y recordar. Cuando ellos llegaron a Vigo, en 1916, la Puerta del Sol ya era el corazón de la villa, donde la sociedad viguesa acostumbraba a reunirse para casi todo: el paseo apacible, las compras en los mejores comercios, el lugar de encuentro, la parada de los coches de alquiler, el cruce obligado en el camino entre el pueblo viejo y el moderno, las manifestaciones culturales, políticas, religiosas... Aunque algunas costumbres se fueron perdiendo, durante un siglo aquella plaza permaneció como escenario ineludible de los aconteceres más destacados de la vida viguesa. Un poco más arriba de “La Tienda” se asentaba la principal parada de carruajes de caballos de alquiler de la ciudad; años más tarde se-
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rían los primeros “autocares” de viajeros los que ocuparían su lugar. Era época en que las mujeres lucían elegantes vestidos largos, sombreros con gasas y floripondios, y sofisticadas sombrillas de mano; traje, chaleco, corbata, bombín e incluso bastón, usaban los hombres. La solera de aquellos carruajes, las gentes paseando tranquilas por la mitad de la calle, ataviadas a la moda del momento, las fachadas de comercios tan carismáticos como La Villa de París, La Ocasión, Fin de Siglo, El Louvre, La Sombrerería Inglesa, El Nuevo Mundo... el espléndido Hotel Moderno... componían la escena perfecta para las excelentes fotos que los Pacheco legaron como testimonio de aquellos años. En ellas, suele asomar el negocio de la familia Loira por un lateral de las tomas. Ante “La Tienda”, se dibujaban las últimas estampas del Vigo de principios de siglo, entrañables y evocadoras de tiempos y costumbres de entonces, que dejarían paso a una ciudad más moderna, diferente. En agosto de 1914, después de una larga espera de más de diez años, se inaugura, ¡al fin!, el tranvía eléctrico en Vigo. Tras unos escarceos iniciales, con trayectos cortos y en pruebas, pronto sería la Puerta del Sol paso obligado de todas las líneas establecidas en la ciudad. El 1 iba de Pereiró a la Estación; el 6, de La Florida a Chapela; el 5, de Bouzas al Calvario... y más tarde, por delante de “La Tienda”, pasarían también los tranvías de Baiona, y en verano, los de Samil. Los vigueses y paisanos de la comarca los utili-
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zaron durante más de cincuenta años, y hasta la invasión del coche, constituyeron un elemento imprescindible del día a día. Cuando se puso en marcha, Vigo apenas contaba con cincuenta automóviles –era un privilegio de ricos, y de algún hotel de lujo para trasladar a huéspedes destacados–, y comenzaban a circular con timidez algunos pequeños “autocares” para poco más de media docena de viajeros. Pero los coches tomarían poco a poco las calles. Los tranvías pasaron a ser un estorbo para la circulación, y así, el alcalde Portanet, en dictatorial decisión, acabaría por suprimirlos. El 3l de diciembre de 1968 realizaban sus últimos viajes. El mítico transporte urbano desaparecía del paisaje vigués después de más de medio siglo, y sus emblemáticos colores blanco y rojo de Vigo, y su ruidoso circular por los raíles, dejarían de verse y oírse por las calles de la ciudad. El tranvía absorbió al coche de caballos, y ahora, el coche, a motor de gasolina, se llevaba por delante al tranvía. Desde entonces, quedaría implantado el servicio público de autobuses, y la compañía Vitrasa –la misma de ahora– presentaba sus primeras unidades a las autoridades municipales, precisamente en el alto de la plaza, delante de la Droguería Popular. En los albores del siglo XX, el pueblo vigués recibía con entusiasmo desbordante al último monarca de España previo a la Segunda República, el Rey don Alfonso XIII, junto a la Reina doña Eugenia, que en coche descubierto respon-
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dieron con simpatía a las aclamaciones de los vigueses. Entre otros asuntos, los Reyes inauguraban la nueva sede del Círculo Mercantil en la calle del Príncipe, que aún hoy funciona como tal. En 1931, la proclamación de la Segunda República provocaba en Vigo una gran euforia popular, y despertaría, sobre todo en la clase obrera, un sentimiento de esperanza... ¡Algo podía cambiar! Numerosos actos de adhesión al nuevo Gobierno se repitieron en distintos puntos de la ciudad, culminados el Primero de Mayo con una multitudinaria manifestación, en su mayoria de trabajadores, que recorrió las calles, y que tuvo en la Puerta del Sol su principal concentración. En agosto de 1932, la población viguesa expresa una espontánea respuesta de repulsa al fallido golpe militar del general Sanjurjo, congregándose la muchedumbre en manifestación por la calle del Príncipe y la Puerta del Sol. Un mes después, en septiembre, el presidente del Gobierno, Manuel Azaña, y el ministro de Gobernación, Santiago Casares Quiroga, visitaban Vigo, y eran aclamados con fervor en el Ayuntamiento por una ciudadanía que abarrotaba la Plaza de la Constitución y sus aledaños.
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Pasados unos años, y en el mismo lugar, el 20 de julio de 1936, el capitán Carreró proclamaría el comienzo de la Guerra Civil. Tres años más tarde, abril de 1939, se celebraría el final de la contienda con gran alborozo, pero también con la profunda y silenciosa tristeza de muchas familias con represaliados y “fuxidos” en su seno, y para los que la guerra jamás terminaría. Durante la etapa franquista la Puerta del Sol pasó a llamarse Plaza del Capitán Carreró, en homenaje al citado militar. Es evidente la fuerte represión de la dictadura del General, ya que de otra manera no se puede entender que el pueblo de Vigo aceptase tamaña afrenta. La posguerra también modificó el nombre de otras calles: la calle Areal se convirtió en Felipe Sánchez, Urzáiz en José Antonio, Pi y Margal en General Aranda, a la Gran Vía le añadieron “del Generalísimo”, Elduayen en Calvo Sotelo, el Progreso en Queipo de Llano... Hechos que testimonian el tipo de dictadura de los vencedores, que no dudan, en un alarde de poder, en ignorar y obviar sentimientos y costumbres de largo y profundo arraigo en la ciudadanía. Nombres de militares de Franco y de líderes de la Falange Española, que nada significaban para los vigueses, sustituyeron en las calles viguesas a los tradicionales.Y las tiendas, bares, hoteles... negocios en general, que usaban el idioma extranjero –estaba de moda– para sus nombres comerciales, tuvieron que reconvertirlos al castellano. En la Puerta del Sol, “El Louvre” pasó a ser “Lubre” a secas, “El
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Sport” cambió a “El Deporte”, y “La Maison” se transformó en “La Casa”. El nuevo orden político colocó a la lengua gallega en trance de desaparecer; su uso estaba repudiado incluso en las aldeas, y el que lo hablase era tildado de patán e ignorante. Los escritores e intelectuales gallegos, en su mayoría del grupo galleguista partidario de la autonomía de Galicia, debieron cambiar de lengua y silenciar la propia. Muchos de ellos tuvieron que exiliarse, mientras que otros acabaron encarcelados, cuando no “paseados” y abandonados muertos en las cunetas. Únicamente a los adeptos al régimen se les permitía publicar en lengua gallega, pero más que para fomentar su cultura, para transmitir la idea de que el Gobierno de Franco no guardaba animadversión alguna hacia el idioma de Galicia. Explica un historiador que el régimen disfrazaba “la caza de brujas”, asegurando que sólo se perseguía a los “separatistas” y “anticlericales”, condiciones atribuidas falaz e interesadamente a los galleguistas, gente que en general abogaba por la autonomía –no por la separación de España–, y eran católicos, unos más que otros, pero que desde luego contaban en sus proyectos políticos con la presencia inexcusable de la Iglesia. Con estas premisas, ninguno de los seis hermanos que somos, ni tampoco mis diecisiete primos, ni mis amigos, ni los compañeros de colegio, ni los vecinos... sabíamos –tampoco podíamos– hablar gallego. Nadie lo utilizaba en los
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ambientes por donde nos movíamos, y a varias generaciones nacidas en la dictadura nos condenaron, sin consulta, a la pérdida de nuestra lengua materna. A principios del siglo XXI, puedo decir dichoso que ya uno de mis hijos habla el idioma gallego perfectamente, y también mi pareja, algún hermano, algunos primos, y más de un sobrino –una con tres años–... y mucha más gente... y de nuevo se escribe y se lee, y no poco. Pero Franco dejó un vacío de más de treinta años difícil de recuperar, y no parece que los sistemas educativos posteriores hayan acertado con la obligatoriedad de la lengua gallega para el alumno, tratándola como una asignatura más a aprobar, en lugar de presentarla como una riqueza cultural propia que debemos amar y cultivar para alimentarla y devolverle la vida. Por el convéncimiento, nunca por la imposición.
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A finales de la década de los cuarenta, se tributaría en aquella Plaza del Capitán Carreró un multitudinario y grandioso recibimiento a Evita Perón, que llegaba a España por primera vez, invitada por Franco, como muestra de agradecimiento al pueblo argentino por el suministro de trigo y otros alimentos tras la guerra, frente al boicot de muchos países. Y también en la Puerta del Sol, aunque, evidentemente, con división de voluntades, y en actos impuestos por las autoridades civiles y militares, la ciudad rindió honores en más de una ocasión al Jefe del Estado, Francisco Franco. En el año sesenta y uno, el Regimiento de Infantería de Murcia nº 42 recibía, esta vez en la calle Felipe Sánchez, al Generalísimo, delante del Gobierno Militar –actual Rectorado de la Universidad de Vigo–. El que esto escribe, en el servicio militar obligatorio y formando parte del citado regimiento, lo hacía, a los toques del cornetín de órdenes, con el mosquetón en “presenten armas”. En l963, una comitiva de escritores y periodistas pasaba por delante de “La Tienda” en dirección al Ayuntamiento, para entregarle al alcalde Varela Grandal un ejemplar de ”Cantares Galegos”, con motivo de la celebración del primer “Dia das Letras Galegas”. Entre la representación, figuraban Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo, Emilio Álvarez Blázquez, Gonzalo Rey Alar, y algunos más. Con la presión de la
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dictadura algo aligerada, se empezaban a recorrer los primeros pasos para la recuperación del gallego: los escritores y poetas retornaban a su idioma, y en los periódicos, de vez en cuando, se retomaba la publicación de textos en lengua materna. Unos años antes, en el mismo escenario de la Puerta del Sol, y en medio de una euforia que abarcaba toda la comarca, Vigo recibía con rebosante alegría al Real Club Celta, que regresaba victorioso de una trascendental cita futbolística. Jugadores y entrenador, objetos de tan multitudinario homenaje, ofrecían el triunfo al pueblo vigués. Se había conquistado el codiciado ascenso a Primera División, ante el Granada F.C., tras un memorable partido de promoción, y en el que el inolvidable delantero centro Pahiño –uno de los mejores goleadores de la historia céltica– jugó la segunda parte con la pierna rota y entablillada. Y cada año, en el primer domingo del mes de agosto, la populosa procesión del Cristo de la Victoria –rito tradicional de los vigueses desde 1680–, sale de la Colegiata ante un devoto gentío que lo espera a la puerta y en las callejas próximas, baja la calle Real en compañía de la muchedumbre, sigue por el barrio del Berbés, pasa por la Alameda, sube por la calle Colón, y finaliza el recorrido en una abarrotada Puerta del Sol, donde es despedido con el fervor multitudinario de los rezos postreros. Hoy en día, primeros años del siglo XXI, más de 200.000 fieles asisten a la celebración.
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Si María y Basilio vivieran, tal vez podrían contar cientos de cosas que no sabemos y que allí ocurrieron. Al margen de las manifestaciones de todo tipo, nos hablarían del paso autoritario de alcaldes, militares y políticos por delante de la puerta de “La Tienda”; del atareado caminar cotidiano del ciudadano de a pie; de turistas recién llegados en los barcos mezclados con paisanos de la comarca; de marinos de la escuadra inglesa entre soldados españoles; de cientos de escolares ingleses en medio de colegiales de los Salesianos y las Carmelitas... Y nos hablarían sobre todo de una ciudad que casi vieron nacer, impulsada por el espiritu emprendedor de un pueblo, que nunca cesó en su empeño. Nos hablarían de su progreso espectacucular: su crecimiento demográfico, su expansión industrial, su liderazgo económico en la Galicia Sur, su pujante comercio, su prometedor turismo...y de su mar, el mar de Vigo, punto de partida.
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Pero los recuerdos más entrañables, los de carácter íntimo y familiar, surgen, por supuesto, de puertas adentro: innumerables curiosidades y anécdotas que reflejan el peculiar carácter de los abuelos, y que definen con fidelidad el carismático escenario por el que se movieron durante medio siglo. “La Tienda” era mucho más que un lugar donde se vendían cosas. Entre sus paredes se respiraba un ambiente acogedor, repleto de cariño y hospitalidad. Antes que un comercio, parecía más bien una sala de estar abierta a todo el mundo. La honradez, la modestia, la amistad, la bondad que María y Basilio brindaban, hacían de “La Tienda” un rincón que invitaba a la reunión. A la abundante clientela del negocio se añadían las continuas visitas de familiares y amigos que pasaban a saludar y a charlar un rato. A lo largo de más de cincuenta años, “La Tienda” representó el punto de encuentro de multitud de gentes que se citaban en ella para comprar los Reyes de los niños, o el equipaje del club de fútbol de su barrio, o las maletas para un próximo viaje, una navaja, unos naipes, o un balón para el nieto... o tan sólo para empaparse del calor humano de la buena compañía. La rectitud y honestidad de don Basilio, rasgos inseparables de su personalidad, provocaban, a menudo, curiosas escenas que han pervivido en la memoria familiar de generación en generación, como señas de identidad de su carácter irrepetible.
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Durante mi convivencia de varios años en “La Tienda” con el abuelo Basilio, recuerdo, entre tantos casos dignos de enumerar, su permanente pelea con los clientes de navajas. En aquellos tiempos, y no sé bien el por qué, todo el mundo portaba una navaja en el bolsillo. El acero utilizado por entonces en su fabricación, se oxidaba con extrema facilidad; y para evitarlo, después de que los clientes manoseasen varios modelos en la elección, era necesaria una limpieza cuidadosa de su hoja, antes de la posterior colocación en la vitrina. La venta de una simple navaja, que costaría de aquella un par de pesetas, podía ocasionar la limpieza de más de veinte, además de la evidente tardanza del comprador en la decisión final. A esas alturas de su vida, con más de sesenta años, el abuelo ya no conservaba demasiada paciencia, y ante estas situaciones tan particulares, su arranque de genio no se hacía esperar. “Si tarda tanto en elegir una navaja, el día que tenga que elegir novia... no se casa usted en toda su vida”, llegó a espetarle a algún joven cliente. En los sesenta, en Vigo sólo existían pistas de tenis en Club de Campo, y sus tenistas acababan con el aguante del abuelo. Las pelotas, de aquella, venían en cajas de cartón de seis unidades, y no en latas herméticas, como ahora. Cuando iban a comprarlas, don Basilio les mostraba una caja en el mostrador, y ellos, después de abrirla, hundían los dedos en cada una de las bolas para comprobar su presión, las sacaban de
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la caja, y las botaban en el suelo, ante la mirada agresiva del abuelo. Tras la primera prueba, sin éxito, le pedían la segunda: “Déjeme ver otra caja, que estas bolas están un poco flojas”. Siguiendo el ritual conocido, pasaban la prueba dos... tres... cuatro cajas más... y todas eran rechazadas. “Don Basilio, ¿no tendrá más cajas en el almacén?”. El abuelo entraba en la trastienda con una de las cajas ya probadas escondida bajo la chaqueta, y volvía al cabo de un instante, fingiendo la búsqueda, y con gesto triunfante, “¡A ver esta caja si está bien!”. De nuevo hundían el dedo en las bolas, las botaban en el suelo, y entonces, con ademán aprobatorio, daban el visto bueno. “Éstas, éstas están muy bien, don Basilio”, decían satisfechos. “¡Pues ve! Ustedes los tenistas son todos unos maniáticos, porque esta caja fue la primera que le enseñé, y usted enseguida la rechazó”, respondía contundente el abuelo, sintiéndose victorioso en tan importante duelo. Con este estilo en el trato a los clientes, parecería más bien que don Basilio los estuviese espantando a todos, pero con la abuela “templando gaitas” por la espalda, y la evidente honradez del abuelo, siempre por delante, la clientela se mantenía fiel, a pesar de su genio y de sus verdades a gritos. “Cosas de don Basilio”, pensaban. “No tenga usted tanto genio”, le recriminaba una señora de Cangas, cliente habitual y siempre tenaz en el regateo del precio final.
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Pero el abuelo, además de genio, también poseía un extraordinario sentido del humor. Más de una vez, alguna aldeana de la comarca entró despistada por la puerta de “La Tienda”, confundiéndola con otro comercio, Almacenes El Pîlar, un par de casas más arriba. Una mañana le toca el turno a una paisana mayor, vestida enteramente de negro, con su pañuelo en la cabeza, enorme cesta de la compra al brazo y ruidosos zuecos. Pregunta con timidez: “Buenos días, ¿teñen medias nejras?”. El abuelo responde ceremonioso: “Un momento señora que voy a ver”. Se asoma muy serio a la puerta de la trastienda, y grita: “Miguel, ¿quedan medias negras?”. Miguel ya se lo huele: alguna despistada que pide medias en un bazar, y como consecuencia del error, la inmisericorde guasa de don Basilio... El abuelo vuelve al rato al mostrador y contesta a la paisana con gesto contrariado, “Señora, lo siento mucho, pero medias negras no nos quedan. ¿Si las quiere de color?”... Nunca nadie aceptó la sugerencia... ¿Qué habría sucedido entonces?... Otras veces atendía amablemente a las señoras confundidas, y saliendo a la acera, les indicaba con la mano dónde estaba El Pilar... y a más de una hasta les daba recomendaciones: “... y pregunte por don Federico para que le haga alguna rebaja. Dígale que va de mi parte”. Ni que decir tiene que El Pilar hacía constar con profusión de letreros de “PRECIOS FIJOS”, que de rebajas, nada de nada... y la orden venía precisamente del propietario... que además tenia cierta
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fama de “agarrado”. Las negociaciónes de venta con las clientas ya empezaban envenenadas... y más tarde, don Federico, al pasar por delante de “La Tienda”, dedicaba miradas iracundas a don Basilio, que le saludaba sonriente desde el interior con una leve inclinación de cabeza. Cada verano, eran muchos los argentinos que, después de escuchar a los gallegos describiendo con tanta pasión las excelencias de Galicia, se animaban al fin a visitarla. Algunos venían por su cuenta, pero la gran mayoría llegaban invitados por los amigos gallegos, para pasar las vacaciones en sus casas del pueblo. Y cuando el acento argentino, ¡de repente!, flotaba por “La Tienda” con su inconfundible són, a los abuelos se les encendía el corazón como en una inesperada explosión, y ¡de inmediato!, dejándolo todo, sin más, se acercaban para entablar conversación, primero con timidez y prudencia, y después en largas y animadas reuniones. Salían a relucir multitud de recuerdos, desde su llegada a Buenos Aires hasta el regreso, las preguntas mutuas de unos y otros, el intercambio de impresiones, la vida de acá y de allá, la duración del viaje de ahora comparada con la de antes... y un sinfín de comentarios de toda índole. <<Pues mi abuela Ernestita aún le ganó a usted, doña María. Ya ve, a ella la casaron antes, con tan sólo quince añitos –le contaba una mañana Marcela, una argentina de aquellas, con su delicioso acento criollo- y también en Buenos
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Aires… y con un medio desconocido. Se repitió igualito la misma historia, a ustedes en el siglo pasado y a mis abuelitos en el año 1908. Así que esas costumbres de entonces no sólo eran de los gallegos, en Argentina también se estilaban. >> <<Mi bisabuela Miranda era analfabeta, no sabía ni leer ni escribir. Y por lo tanto, le ordenaba a su hija escribir una carta de conformidad al proyectado matrimonio que habían acordado ambas familias, y para ello le dictaba lo que debía manifestar su hija Ernestita en el escrito de compromiso. >> <<Respetado Umberto: Le escribo estas líneas para confesarle la ilusión bárbara que tengo en desposarme con usted el próximo mes, según acordaron nuestros papás. He de decirle que ya me había agradado mucho cuando nos vimos recién en las últimas visitas familiares, aunque no tuviéramos la oportunidad de conversar personalmente. Creo que podemos ser muy felices, haremos una buena pareja, y nos vamos a entender “lo más bien”... etc., etc., etc. >>
<<Y Ernestita, al dictado de su mamá, escribía: <<Odiado Umberto: Por mucho que se empeñen los papás, no pienso casarme con usted, porque no me gusta nada y es un completo mamarracho, además de un soso y engreido que no se ha dignado ni a hablarme, y
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no estoy dispuesta a aguantarle toda mi vida... etc., etc., etc. >>
<<Pero mi bisabuela Miranda, aunque analfabeta, no era tonta, y viendo demasiada conformidad y obediencia en Ernestita con el contenido de la carta que le dictaba, no se fió de ella, y… algo sospechó. De forma, que se acercó a una amiga que vivía una “cuadra” más abajo, y le pidió, sin más explicaciones, que le leyera aquella carta. Descubierto el engaño y evitado el desastre, al cabo de un mes mi abuela Ernestita acabó casándose con Umberto. >> << ¿Y sabe lo qué le digo, doña María? Que se enamoró de él perdidamente. Mi abuelo Umberto era un tipo guapo, alto, moreno, con su bigotazo negro, pelo liso con raya a un lado, un poco mayor que ella, le llevaba diez años... pero sobre todo, una persona buenísima. Ya ve lo que son las cosas doña María, al cabo de unos años, Ernestita y Umberto formaron una pareja famosa del tango argentino, ganaron varios premios, y vivieron muy felices toda su vida. >>
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Entre las visitas a “La Tienda” de familiares y amigos, no podía faltar cada mañana la de don Nicanor Touriñán, el primo cura, que a eso de las doce, una vez cumplidas sus obligaciones en el cementerio, pasaba a conversar un rato. Vivía en la Pensión La Palma, frente a la Colegiata, y antes de comer, mientras liaba con el abuelo su pitillo de picadura, repasaban la actualidad política, económica, familiar... la marcha de sus acciones –el cura invertía en Bolsa–... hablaban de lo que cuadrase. En ocasiones, las discusiones ideológicas derivaban en enfado. Don Nicanor desaparecía por unos días, pero pronto regresaba preparado para nuevos debates. Pero la situación no dejaba de ser chocante y, sobre todo, graciosa: los abuelos se proclamaban abiertamente franquistas, siguiendo sin dudar los consejos de la Iglesia; y en cambio el cura, ajeno al voto de obediencia, era todo lo contrario, “antifranquista” declarado y activo. En situaciones extremas había enterrado “en sagrado” a muchos vigueses asesinados –actitud tremendamente peligrosa en la posguerra–, y escondido a otros para que no lo fueran.
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Cuando estas reuniones con familiares y amigos tendían a alargarse, se trasladaban a la trastienda, para disponer de una mayor intimidad, y también para no interferir en la atención a los clientes. Recuerdo a un íntimo amigo de la familia que pasaba a menudo por “La Tienda”, gran contador de cuentos, verídicos, decía él. Cuando el trabajo lo permitía, y con la discreción de la trastienda como aliada, Julio Bacelar comenzaba el relato de nuevas historias, que “le habían ocurrido hace unos días”, y que relataba no sin antes hacerse de rogar, para generar un clima de máxima expectación entre los asistentes. << ¡Mira que é bruto o Manolo Brañas, o da tasca do meu pobo! O domingo pasado, que fun a aldea, estaba eu a tomar unha taza de tintorro, co teñen moi bo, cando entran no bar catro rapaces novos. Séntanse nunha mesa, acomódanse, o Manolo achégase, e lle din en castelán, “Tráiganos unos naipes, por favor”. O Manolo queda a pensar... mira para o ceo... “¿Naipessss? Naipess non quedan, temos vieiras e ostras”. >> Durante muchos años, cada cinco de enero, víspera de Reyes y cierre de campaña, en la trastienda, y a la hora de la tradicional cena que la abuela preparaba para la ocasión, los cuentos de Julio Bacelar se esperaban devotamente, como si de un rito sagrado se tratase, con toda la peña familiar y empleados expectantes. Eran pura leyenda.
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“Ali a baja yun”, nos saludaba Julio solemnemente en algunas ocasiones, con voz grave y acompañada de sutil reverencia. “Pero, ¿qué dices?”. “Son buenos días en árabe”. Siempre creímos que era una broma más de Julio, pero con el paso del tiempo, descubrimos que, en este caso, el saludo era “casi” real. Un familiar, periodista de rango en la ciudad, titulaba así su página municipal de los lunes: “Desde la Plaza”, sugiriendo que en la tienda estaba su atalaya profesional, desde la que observaba el pálpito del Vigo de entonces. En aquella estratégica y privilegiada posición, se podían seguir todos los acontecimientos relevantes que, de uno u otro modo, afectaban a la población. A pocos metros, el Ayuntamiento, por entonces ubicado en la Plaza de la Constitución; un poco más abajo, el Hotel Moderno, del cineasta Cesáreo González, habitual alojamiento de los más insignes visitantes de Vigo; a un lado, el Banco Hispano Americano, para los negocios y trasiegos mercantiles; el conjunto de la plaza como escenario de cuanta manifestación se produjera en la ciudad... Por ella circulaba todo el tráfico rodado: autobuses, tranvías, taxis, coches, motos... y también el caudal humano que subía y bajaba desde la estación de la ría y el muelle pesquero, incluidos turistas y tripulantes de los grandes trasatlánticos... Allí se localizaba, el centro neurálgico del comercio vigués... y el mítico kiosko de Adela... y la inolvidable Peluqería Minguela... y muy cer-
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ca, el diario El Pueblo Gallego, para contarlo. Y claro está, siempre ocurrían cosas, muchas cosas, que el periodista comentaba. Contaba un día este periodista, Armando Camba, que el alcalde Portanet –finales de los sesenta– había invitado a la prensa a conocer el Pazo de Castrelos, una vez concluída su restauración. En la cita también iba a anunciar la próxima inauguración del viejo pazo, reconvertido en museo y parque público. El periodista, a su vez, invitó a mi madre, Sara –que se había mostrado muy interesada en conocer el Pazo–, a acompañarle a la recepción. El alcalde fue enseñando personalmente las distintas estancias del restaurado y bellísimo Pazo, y al llegar al dormitorio principal, de un glamour de ensueño, explicó que en aquella señorial cama habían dormido Franco y Eva Perón. Al momento, una voz femenina preguntó inocente: “¿Juntos?”. La carcajada de los presentes resultó monumental, y la mirada fulminante de Portanet hacia Sara, indescriptible. Ella confesó después que no se explicaba cómo pudo tener semejante ocurrencia. Y el mismo periodista publicaba en la Hoja del Lunes, año 1969, un artículo de urgencia reclamando para la ciudad un Palacio de Congresos, a fin de poder desarrollar las diversas actividades culturales, comerciales, industriales, políticas... y demandado con perentoria necesidad por la totalidad de las fuerzas vivas de Vigo.
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En el momento en que esto escribo, año 2006, en el que oigo a la alcadesa de Vigo decir que el trabajo periodístico se muestra efímero en el tiempo, frente a lo imperecedero de la obra literaria, podría enseñarle como prueba de su juicio erróneo, el artículo de Armando Camba. Y sería para vergüenza –si la tiene– de la clase política viguesa, y para demostrar su ineptitud indiscutible ante la realidad palpable de que, a día de hoy, continúa Vigo sin Palacio de Congresos, después de treinta y siete años.
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En Vigo, eran famosas las dotes de don Basilio para repararlo todo. Un buen día, alguien de Club de Campo, al tanto de tal virtud, se personó en la tienda con una raqueta de tenis para proponerle que se la encordara. El abuelo apenas conocía aquel deporte, y mucho menos, cómo resolver semejante encomienda. – Don Basilio, esto para usted es pan comido. Yo le dejo la raqueta, el cordaje que hay que colocar, y usted, sin prisas, a su aire... Eso sí, póngalo muy tenso. – ¿Y si estropeo la raqueta? – contesta el abuelo, retado en su orgullo. – Don Basilio, yo asumo el riesgo con toda tranquilidad. <<Empezé encordando la raqueta con un cordel vulgar, para coger el sentido de la tarea y comprobar simuladamente las dificultades que podía encontrar. Y desde ese momento –me contaba el abuelo, orgulloso– me convertí en el primer encordador de toda Galicia, y el único por muchos años. Me enviaban raquetas desde todos los puntos de la región, y en los torneos internacionales de verano celebrados en Club de Campo, le encordé sus raquetas a los mejores jugadores del mundo: a los australianos, ingleses, franceses, italianos... Yo ya había inventado un sistema para encordar, y Paco, el encargado de las pistas de Club de Campo, andaba como loco intentando descubrir cómo lo hacía. >> El abuelo enseñó la tarea a Ricardo, el dependiente más veterano, y después a los apren-
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dices, Rafael, Miguel, César, y por último, a Juan Antonio, que aun hoy, principios del XXI, continúa encordando. Claro, que ya no manualmente como entonces, sino con unas súper-máquinas electrónicas y unos súper-cordajes, y en unas raquetas poco menos que galácticas. ¡Uy, si don Basilio levantase la cabeza! Por “La Tienda”, pasarían infinidad de personajes de toda clase y condición de la sociedad viguesa, desde intelectuales a deportistas, de políticos a empresarios, militares, artistas, catedráticos, médicos, religiosos... y sería extraño encontrar alguna personalidad de la ciudad que no hubiese visitado el comercio de don Basilio Loira, o al menos circulase por delante de su puerta, en alguna ocasión. Y también los muchos ilustres visitantes que durante medio siglo llegaron a Vigo por diferentes motivos, y que a su paso o en su estancia de días, se dejaban ver por las aceras de la Puerta del Sol. Muchos de ellos entraron en “La Tienda”, a comprar algo. Escritores de renombre en la cultura gallega, como Castroviejo, Cunqueiro, Díaz Jácome, Leal Insua... Los alcaldes Pérez Lorente, Portanet, José Ramón Fontán, García Picher... Legendarios futbolistas del Celta: Hermidita, Nolete, Deva, el portero Alberti, Roig... Impulsores del deporte, como Leri, Octavio, García Hermida, Nistal, Jaime Gómez... Los periodistas Rey Alar, Pepe Vázquez, Varela, Bene, Sevillano...
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El párroco de la Colegiata, don Alfonso Casas, el salesiano don Felix, el Padre Areán, don Librado... Se podrían llenar páginas y páginas con nombres relevantes de la ciudad, de distintas épocas, y que visitaron “La Tienda” en algun momento. A cualquier pregunta que se quisiera plantear a modo de curiosidad, “La Tienda” respondería de manera inmediata. ¿Y un baloncescestista? Díaz Miguel. ¿Un médico? Troncoso. ¿Un periodista? Los Matías Prats, padre e hijo. ¿Un actor? Arturo Fernández. ¿Un pintor? Laxeiro. ¿Un fotógrafo? Pacheco, Llanos, Magar. ¿Un marista? El hermano Miguel. ¿Un olímpico? Varios: Franco Cobas, Álvarez Salgado, Carlos Pérez, Joé Luis Méndez.... ¿Un guardia municipal?, Aquel altísimo, Rogelio, protestante de religión –llamativo en la época–, y destacado árbitro de fútbol… ¡Pregunta! ¡Pregunta!... así hasta el infinito. Don Segundo Troncoso, eminente cirujano, nos contaba chistes en “La Tienda”, al igual que Alvaro Dotras, muchas veces campeón gallego de tenis; José Ramón Fontán invitaba a Sara, mi madre, a unas lonchas de jamón; José María Castroviejo nos volvía locos con las navajas; el doctor Botana, neurólogo, protestaba porque su raqueta de tenis no estaba encordada; uno de los Massó probaba un saco momia de dormir en mitad de la tienda, metiéndose de pie dentro de él, como un embalsamado de las pirámides egipcias; el político Camilo Nogueira, en sus años de jugador de baloncesto del Club Estudiantes, venía a
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probarse las botas; el alcalde García Picher y su esposa Araceli compraban las muñecas y cocinitas para los Reyes de sus hijas; Galeiro, encargado de material del Celta, se peleaba con don Basilio para que le diera a crédito rollos de cinta y tacos para las botas de fútbol, que posiblemente no se cobrarían hasta transcurridos un par de años –con el importe del recibo anual de socio–; Franquito, aparejador municipal, nos mostraba su depurada técnica en el tenis, ejecutándonos un saque imaginario, con la máxima concentración, allí mismo, delante de un mostrador; durante las Fiestas de Vigo, Antonio y Rosario, la famosa pareja de bailarines flamencos, pasaban por la acera con prisas... Y Blanca Touriñán, sobrinanieta de Mamá Felisa, compraba los Reyes para sus hijos... Cosas que ocurrían en “La Tienda”.
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Después de tantos años en primera linea, a finales de los sesenta, el natural progreso de la ciudad comienza a atacar al viejo comercio. El protagonismo de la Puerta del Sol se diluye poco a poco, su entorno languidece, y sin que el cambio apenas pueda percibirse, pasa a ser una calle más de las muchas de Vigo. El Ayuntamiento se traslada a la Plaza del Rey; los tranvías desaparecen, y los nuevos autobuses crean líneas que ya no circulan por la Puerta del Sol; la zona del comercio principal avanza ahora por la Calle del Príncipe hacia Urzáiz y la Gran Vía; el arrollador crecimiento de Vigo origina muchos y alejados barrios; la implantación definitiva del coche modifica las costumbres... Aquel espacio preferente, se va perdiendo sin remedio, y aunque las manifestaciones sociales, religiosas, políticas... continúan con la Puerta del Sol como lugar de referencia, los comportamientos de los vigueses se van modificando, adaptados a los nuevos tiempos. Si a todo esto añadimos que desde el estricto análisis comercial, “La Tienda” se quedaba obsoleta, es fácil adivinar que la existencia del viejo comercio entraba en serio peligro de extinción. El local ya no reúne las condiciones adecuadas que demanda un negocio próspero de la época, su tamaño resulta pequeño para tanta oferta, y la instalación se observa anticuada; el emplazamiento ya no resulta tan privilegiado como antaño; y ahora, los planteamientos comerciales son otros...
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En definitiva, “La Tienda” se traslada a otra calle. El viejo local sigue funcionando unos pocos años más, pero inevitablemente, aunque con mucha pena de la totalidad de la familia, se termina por vender a unos vecinos interesados. Así se pone fin a la larga historia de tan entrañable lugar, que desde 1916 hasta 1975 había sido eje de la vida familiar de varias generaciones. Los abuelos Basilio y María en la etapa más larga, Sara en el relevo, y Luis en el final, tuvimos presencia activa en “La Tienda” durante muchos años. Pero el resto de la familia, desde Mamá Felisa, pasando por los hermanos y primos de los abuelos, hasta sus mismos biznietos, siempre guardó el viejo negocio de Puerta del Sol en el corazón, y se conservó ese sentimiento casi con veneración, como si se tratase de un lugar poco menos que sagrado, que para los Loira así lo era. Ahora, con la perspectiva de la edad madura, el camino recorrido, la serenidad que da el retiro, y la nostalgia de los años mozos, reflexiono a menudo sobre el pasado. Lo comparo con el presente y me asaltan dudas. Tanto progreso, ¿será para mejor? Antes, la vida discurría a buen ritmo, pero no tan acelerada como hoy; y había diversidad de ideas, de razas, de creencias, de intereses... pero no tantas, ni tan cercanas, ni tan mezcladas... que generan una enorme confusión. El móvil, la información inmediata de cuanto ocurre, una mejor calidad de vida, el desarrollo del conocimiento,
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más libertades, un mundo muy próximo... Por un lado parecen buenos todos estos adelantos, pero por otro, el mismo saber nos amarga con guerras en directo, con pobrezas, con injusticias de los poderosos, con enfermedades... Son mis dudas... En cambio, y aquí no hay la mínima duda, los que sí resultan para mí infinitamente mejores en el pasado, e imposibles de recuperar, son los maravillosos veinte años de entonces... ... Pero sin nevera, sin televisión, sin lavadora, sin agua caliente, sin calefacción... sin un millón de cosas. En la balanza, las cuentas me dan muy claras. “¿El progreso? Siempre será para mejor... mais as veces non tanto”, añado como posdata, dejando un resquicio abierto para alguna excepción. Y recordando “La Tienda”, el estilo comercial tan entrañable del siglo anterior, con la amistad, el respeto, la confianza plena, “lléveselo a casa a probar”, el trato cordial, “si no gusta se le cambia”, casi familiar, “¡qué lo vea su mujer!”, “ya lo pagará”... Y veo el actual, que se impone cada vez más, frío e impersonal, lleno de ordenadores y máquinas, con calles y centros comerciales repetidos por todo el mundo, en manos del imparable poder de las multinacionales, borrando por completo la personalidad de los pueblos y causando la ruina total de las tiendas tradicionales de los paisanos, que una a una, y en cada ciudad del planeta, mueren sin solución.
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Las personas mayores, seguramente, nos habremos quedado algo anticuadas, desfasadas, algunas más que otras... Pero yo aún prefiero que la bebida me la sirva el camarero amigo, y no la máquina expendedora... y que el dinero me lo entregue el empleado del banco, y no el cajero... y que al teléfono me conteste una voz amable y viva, y no un disco programado... y comprar las cosas en el mostrador para poder tocarlas, y no por Internet o por TV... Por eso que el progreso siempre será para mejor... pero dejando víctimas en el camino.
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VII. La abuela María
Sara, la única hija de María, comentaba en ocasiones, que su madre seguía dando muy bien las “notas altas”, y que, en cambio, ahora, ya de anciana, en las “bajas”... dejaba mucho que desear. Con este comentario se refería a que la abuela María –que pasaba de los setenta por entonces y viuda hacía varios años–, siempre se mostró incondicionalmente dispuesta a colaborar en todo aquello que fuese importante y serio. Si un nieto estaba mal, contabas con ella para sus cuidados; si había un trabajo extra en el comercio, se ofrecía para echar una mano; si se necesitaba ayuda económica para los estudios de algún niño, aparecía la abuela; un familiar enfermo en la aldea, cogía la maleta y se iba a atenderlo; en la fiesta de María Auxiliadora, se prestaba para arreglar el altar, colocar las flores y lo que hiciese falta... Pero en esta etapa final de su vida, y a medida que pasaban los años, se mostraba extremadamente crítica e intransigente ante los asuntos superfluos. A Sara le venían a la memoria los últimos comportamientos de Mamá Felisa, con sus caprichos, impertinencias, manías... Igual que ella, su madre lucía, por el contrario, un seductor en-
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canto con todos los de afuera. Y sin embargo, el trato con los de casa se hacía cada vez más difícil. En lo transcendental, la abuela María atendíó a lo largo de su vida cualquier solicitud que estuviese a su alcance. Y lo hizo con un amor desinteresado y caritativo. Pero también había disfrutado con deleite de las pequeñas cosas susuperficiales... ricas comidas, paseos con los niños, excursiones a la playa, visitas a la aldea, celebraciones familiares, regalos de Reyes... Ahora, de mayor, no sólo había agotado estas costumbres entrañables, sino que censuraba a su hija con dureza por la más mínima ligereza que se tomase... Las “notas bajas”, que decía Sara.
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Unos años antes de la Guerra Civil, a principios de la década de los treinta, llegó a Vigo un portero de fútbol extranjero para jugar en el equipo del Real Club Celta. De origen rumano, o al menos centroeuropeo –la abuela cuando lo contaba no lo recordaba bien–, se fue a vivir con su esposa y su hijita de pocos meses al segundo piso de la misma casa de los abuelos, en la calle del Progreso. Como buena ourensana, la abuela no tardó en acogerlos con la acostumbrada hospitalidad de los de esa tierra, brindándose para lo que necesitasen. Ella intuyó, desde su experiencia, el difícil trance que debía estar pasando aquella familia al llegar a un país ajeno, sin familiares, sin conocidos, con distintas costumbres, comidas diferentes, y sin entender, aún encima, ni una sola palabra del idioma. <<Y yo vi a aquella chica tan jovencita, rubia, espigada y muy dulce, con su niñita en los brazos, y ¡tan perdida!, que no sabía ni qué hacer con las maletas, ni con los bultos que traían, el gesto tenso, angustiado... y me asaltó el recuerdo... Me veía en ella como en un espejo... así anduve yo también por el mundo... pero al menos nosotros entendíamos lo que se nos decía. >> <<Al cabo de un mes –seguía contando la abuela- se pusieron enfermos los tres: primero ella, que creo que ya venía mal, después la niñita, y finalmente él. El portero enfermó más de desesperación que del propio virus con que posiblemente le habría contagiado su esposa. Tenía que entrenar diariamente y no sabía cómo resolver la
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situación. Una mañana, temprano, llama aquel hombretón a la puerta, y saltándole las lágrimas, me suplica por favor que le cuidara a la niña –la traía en el colo– mientras iba a entrenar a Balaídos con el Celta, pues su mujer se encontraba indispuesta. >> Desde aquel momento, la abuela pasó a cuidar de la niña, de la madre, y al cabo de una semana, también del futbolista, que cayó finalmente contagiado. <<Y así fue como durante casi dos meses tuvimos piso nuevo, el de arriba, y tres más de familia a quiénes atender. El portero se recuperó en una semana, la niña en un poco más, pero la madre, aquejada de neumonía, estuvo todo ese tiempo postrada en la cama, con fiebres altas y constantes altibajos en su salud. Quedó muy debilitada después de la enfermedad, y los seguimos cuidando hasta el final de la temporada futbolística, allá por mayo. >> <<La experiencia en Vigo de esta familia no había resultado en absoluto dichosa. Tan sólo positiva en el ámbito deportivo; el futbolista resultó un gran portero para el Celta y muy querido por la afición. Cuando al final de temporada se despidieron, de regreso a su país –desoyendo la nueva oferta del equipo vigués para su renovación–, sus abrazos, sus besos, sus lágrimas, la expresión de gratitud en aquel hombretón tan grande, la tierna y débil dulzura de la esposa, la niña, una hija más entre los míos... el agradecimiento tan enorme que se reflejaba en sus ges-
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tos... ¡Pobres chicos! Nunca más supimos de ellos, pero la escena me quedó grabada en el alma para siempre. ¡Ojalá les haya ido bien en la vida! Me acuerdo de aquella familia a menudo; ahora mismo, los estoy viendo ahí delante, en la puerta, en el momento de su adiós. >> <<Le habíamos cogido mucho cariño a aquella gente, sobre todo los niños de casa... bueno, nosotros los mayores también... pero ellos... Sara, siempre que podía, andaba de niñera con la Nátali, que así se llamaba la niña, cuidándola, jugando con ella, la llevaba de paseo... Y los rapaces, Benito, Basilio, y sobre todo Rosendo, locos por el fútbol, andaban detrás del portero todo el santo día, y el portero, tan grande como bonachón, un niño más entre la pandilla del barrio... >> Cuando la abuela nos contaba estas historias, los nietos presentes ni pestañeábamos, quietos, silenciosos como estatuas, hasta olvidábamos comer las exquisitas meriendas que nos preparaba. Era tanto su encanto en el relato, nos embelesaba de tal manera, que a nuestros padres les parecía imposible que pudiera mantenernos tan pacíficos toda una tarde. Sus hijos y nueras le decían a meundo: – Mamá, se los vamos a dejar para siempre. No sabemos qué les hace para que se porten tan bien con usted –la trataban de usted, según las costumbres de entonces. – Es bien fácil –contestaba–, chocolate,
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bizcochos y galletas... y atenderlos, charlar con ellos. <<Recuerdo también que al cabo de unos años, y para el mismo piso, llegó un matrimonio recién casado que venía de Madrid, y yo no sé de dónde pudo haber salido aquella chica tan guapa, tal vez de un palacio de princesas, que por no saber no sabía ni freír un huevo. Aquella casa andaba “patas para arriba”, en medio de un desorden general, y las broncas con su marido, que oíamos desde abajo, se repetían una y otra vez. Nos tenían preocupados, y la joven nos daba mucha pena. Yo le preguntaba si necesitaba algo, le brindaba mi ayuda... pero decía que no... >> << Hasta que una mañana, al poco tiempo, llamó a la puerta desesperada, rompió a llorar desconsolada, y se abrazó a mí tan necesitada que aún hoy siento sus lágrimas y sus lamentos en mi hombro... >> La abuela María nos contaba sus viejas vivencias en torno a la entrañable camilla de casa, escenario fiel de los grandes acontecimientos y reuniones familiares. Los nietos la escuchábamos con deleite, paladeando aquellos antiguos cuentos que relataba con tanto sentimiento, y que algunas veces, nos parecían irreales, fruto de su fantasía, o incluso de los estragos de la edad. Al calor de aquel brasero, siempre a punto en los húmedos días del largo invierno, las historias de la abuela cobraban vida con tanta frescura que parecían estar sucediendo allí mismo.
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– Ya os seguiré contando otro día, que hoy se ha hecho muy tarde –concluía, cuando el reloj imponía su implacable ley. – Abuela, y ¿qué pasó con los recién casados? – le preguntábamos al cabo de unos días. – ¡Ah! Es verdad, que no había acabado de contaros… Pero bueno, ¿y a vosotros qué os interesan estos cuentos de viejos? – ¡Sí, abuela! Que nos gustan mucho tus historias. – Está bien. Escuchad: << Aquel día en que lloró en mi hombro, y se confesó conmigo como si fuera su madre, me explicó todos sus problemas, empezando por que no sabía cocinar, ni cómo mantener su casa limpia y ordenada, planchar poco, la colada menos... y que de ahí partían las continuas riñas con su marido. Así que empecé a enseñarle todo, absolutamente todo. Yo me preguntaba para mis adentros, ¿pero de dónde habrá salido esta mujer? >> – ¿Y de dónde abuela? – Eso no os importa. Fue un secreto entre las dos –nos contestaba contundente y enigmática. <<...Las broncas comenzaron a remitir, y la serenidad del hogar a asentarse. El matrimonio llegó a ser feliz, y Rosa se convirtió, poco a poco, en buena ama de casa... y ¡gran cocinera! “Le traigo un poco de tarta, doña María, que me salió muy rica –me decía al cabo de un tiempo, con la fuente en la mano y cara de satisfacción– ...para
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que la prueben”. Ante su gesto agradecido de complicidad, yo sonreía. >> << Tuvieron tres chicos en Vigo, dos varones y una niña, y vivieron muy unidos a nuestra familia durante muchos años. Un buen día, al marido, funcionario del Estado, lo volvieron a destinar a Madrid, y aunque se mantuvo la relación por carta durante largo tiempo, la distancia terminó por separar a las familias. >> <<Al cabo de unos años, nos enteramos por uno de sus hijos de que Rosa había fallecido tras una maligna y rápida enfermedad... y que Roberto, su marido, sin poder aguantar la ausencia de su esposa, se murió dos semanas después... de amor, según el hijo. >> La abuela María, en aquellas reuniones de camilla, se quejaba a menudo de que sus hijos la hubiesen retirado de “La Tienda”. <<Dicen que no está bien visto que continúe trabajando tan mayor... Que si los amigos le echan en cara el que todavía tengan a su madre en el comercio, como si el trabajar fuese una deshonra... Si aún estuviese mal de salud, podría ser, pero ya véis que no. >> La abuela, al verse obligada al retiro, sintió un gran vacío después de tanto tiempo en la brega diaria del mostrador. Con apenas doce años ya ayudaba en el viejo almacén de Vilar do Miño; después, quince laboriosos años en Mendoza, en “Casa Loira”; y desde que llegaron a Vigo en 1916, salvo días contados y a lo largo de treinta
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años, había asistido puntual a la cita cotidiana de “La Tienda”. María no se adaptaba a la nueva situación. Sin hijos que atender y sin comercio, y acostumbrada desde niña a una actividad vertigiginosa, no se resignaba a aquella vida reposada. Pero el destino, y en gran medida su carácter activo y generoso, hicieron que al poco tiempo tomara a su cargo a mi hermano Pablo, que con apenas dos años, arrastraba una salud delicada: algo debilucho, no comía, enfermo a menudo...Así que la abuela se ofreció a cuidarlo. “Nena, déjame unos días a Pabliño hasta que se cure bien”, le dijo a la hija, que la había relevado en “La Tienda” y que, por tanto, ya tenía suficiente trabajo. Pablo se convierte así, en el nieto preferido de los abuelos. Una vez recuperado, trataron de retrasar con mil y una disculpas el regreso del pequeño a la casa paterna. Tanta fue la insistencia, que terminó por quedarse a vivir con ellos como si fuese un hijo propio... y tardío, que les devolvía la juventud y la ilusión. La abuela se reencuentra con viejas labores, el abuelo Basilio es feliz con el nieto, y la enorme pasión que dedicaron a sus hijos, no fue ni un ápice mayor que la que regalaron al pequeño Pablo. De nuevo reaparecen por la casa los juguetes: el camión de madera, la carretilla, el rompecabezas, los bolos, la escopeta... y el tambor, el tambor de Pablo, que aún hoy recuerdan los vecinos del segundo con verdadero espanto.
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<<Los desfiles militares de tu hermano – me decía hace poco José María, el menor de los hijos de la familia de arriba– eran una auténtica pesadilla, atronaban toda la casa. Con un gorro de papel que le había hecho don Basilio, tambor colgado al cuello, y desfilando eternamente en procesión por el pasillo, para un lado, para el otro, aporreando infatigable el temible instrumento... Nos mareaba a todos sin piedad... ¡Y cuando no se acompañaba también del estridente sonido de la corneta que imitaba voz en grito! >> El tiempo pasó rápido, y sin que apenas nadie se diera cuenta, también a Pablo le llegó el momento de decidir su futuro. Y elige, ¿cómo no?, la carrera de Ingeniería de Minas en Madrid, dando continuidad a la tradición de la familia. Se repite, ahora con el querido nieto, las mismas vivencias ya experimentadas con sus hijos, Alberto primero, y Rosendo más tarde. << ¿Y quién nos lo iba a decir? –se preguntaba la abuela– ¡Qué de nuevo a nuestros años pudiéramos volver a las andadas! Nosotros, que tanto habíamos sufrido con nuestros hijos, nos encontrábamos ahora con un nieto en idéntica coyuntura... Y otra vez a rezar a María Auxiliadora por igual motivo que entonces –decía riéndose–. Por cierto, Pablo llevó muy bien la carrera. ¡Cuánto sentí siempre que el abuelo se muriese antes de verlo ingeniero! Se profesaban verdadera adoración. >>
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<<Las carreras de los niños constituyeron un enorme quebradero de cabeza para nosotros – contaba otro día la abuela– ¡Mucho costó sacar la de vuestro tío Rosendo! Así como con Alberto no nos preocupamos de nada –bueno, de pagarle los estudios, que para aquellos tiempos no era poco–, con Rosendo, el más pequeño de vuestros tíos, resultó todo un sufrimiento durante casi diez años. Llevaba cuatro suspendiendo el Ingreso en la Escuela de Ingenieros de Caminos, una carrera complicada y de muchisimo estudio, y no había manera de que aprobase. Ya conocéis a vuestro tío, un “cabeza loca”, siempre de fiestas y de aventuras, de fútbol, de chistes, apuntándose a todos los planes, acompañando a mil chicas... Se veía que no era capaz de concentrarse para estudiar, porque inteligencia no le faltaba. Se decidió que probase en Ingeniería de Minas, que parecía algo más sencilla, a ver si por ahí se avanzaba algo. La prueba de ingreso consistía en un único examen en el mes de junio, y si no se superaba, hasta el próximo año. >> <<Y ahí me tenéis a mí, en pleno Madrid, durante todo el mes de junio y algunos días de julio, con un calor asfixiante que aún hoy recuerdo, cuidando y vigilando a Rosendo, para que comiese bien, arreglándole la ropa, velando para que estudiase, que no saliera de fiestas, que llevara una vida ordenada... y en los ratos libres que me quedaban en la tarea, rezando a María Auxiliadora para que aprobase el dichoso ingreso... que yo creo que fue lo que resultó más útil –y se
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reía al decirlo, dando por conocida su devoción-. Total, que entre todos lo conseguimos, y ya después del Ingreso, la carrera la sacó adelante. Con menos prisas de las debidas, pero la sacó.>> Lo que nunca supo la abuela María es que a lo largo de la carrera, Rosendo se personó en Vigo de incognito en más de una ocasión para ver a una novia que tenía aquí. Familiares y amigos lo ocultaron discretamente... Ahora, fallecidos madre e hijo hace años, una prima lo confesó. << Hoy estoy muy contenta –nos decía la abuela una tarde, toda entusiasmada– He recibido carta de Argentina y mi hermano Alberto me anuncia que vendrá a España en el verano próximo. No nos vemos desde hace más de treinta años. La última vez fue en Buenos Aires, cuando vinimos de vacaciones a Galicia y pasamos por su casa a despedirnos antes de embarcar. Después, ya sabéis que decidimos quedarnos aquí, y que nunca más regresamos a Mendoza. ¡Qué emocionante va a ser encontrarnos de nuevo! Os confieso que ya estoy ahora nerviosa, y aún faltan tres meses para su llegada. >> Y a raíz de esta noticia, recordaba su niñez, vivida con la permanente referencia de Alberto, su hermano mayor. Ella era la segunda. Nos contaba, entonces, sus años de niña en Vilar do Miño, la escuela de don Roque, los baños en el río, sus juegos en el pinar cercano, las vendimias, las fiestas del pueblo, los celebrados viajes en tren a Ourense... Y ¿cómo no?, el incendio que provo-
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có la emigración de la familia, el largo viaje en barco hasta América, la llegada a Buenos Aires, su peculiar boda, la tienda de Mendoza, la vida de Alberto, el regreso... todo. – Abuela, nos vamos a la playa. ¿Vienes con nosotros? –le decíamos de broma una mañana de verano. – ¿Y a qué playa? –nos contesta, entre carcajadas. – A Samil, abuela, que es la mejor. – ¡Uy! Me lo váis a decir a mí, que ya iba a Samil cuando vosotros aún no habíais nacido. Fuimos de las primeras familias de Vigo en ir a Samil. Cogíamos el tranvía hasta Bouzas, y desde allí, con los cinco niños y las bolsas a cuestas, nos íbamos caminando hasta la playa a través de los campos y arenales. Y eso ocurría años antes de la Guerra, cuando todavía no existía ninguna clase de transporte directo hasta allí. Era nuestra excursión preferida en los domingos del verano. Nos pasábamos todo el día en la playa, comíamos en los pinares, y no regresábamos hasta la puesta del sol. Y no necesitábamos más para ser felices. No sé si vosotros lo seréis tanto con la cantidad de cosas que tenéis ahora... >> Cuando Sara, mi madre, mencionaba lo de las “notas bajas” de la abuela, se refería precisamente a estos casos. A ella le reñía, ahora de anciana y a su cuidado, por todo lo superficial. Y en cambio, bien que disfrutó la abuela a lo largo de su vida de aquellas excursiones a Samil, a las Islas
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Cíes, a Cangas, a la aldea... como tantas veces nos contaba. La abuela María le amargó un poco la vida a su única hija durante los últimos años, como emulando a Mamá Felisa con su hijo Fernando. Podría tratarse de una reminiscencia heredada, como para que supliera la falta del abuelo Basilio, y desease siempre tener cerca a su hija. Y el caso es que nunca se había comportado de esa manera con los que la rodeaban; más bien lo contrario, tratando de complacer y agradar a todo el mundo. << ¿Y a las Islas Cíes?... –proseguía la abuela– Fuimos un montón de veces. Una vez se nos perdió Benito. ¡Vaya susto! A la hora del regreso del barco, al atardecer, vuestro tío, que debía tener unos doce años y era bastante travieso, no aparecía por ningún lado por más que lo buscamos y llamamos a gritos. El abuelo y yo ya estábamos dispuestos a quedarnos en la isla para tratar de encontrarlo, porque el barco no podía esperar más. Le encargamos a los dos hermanos mayores el cuidado de los pequeños durante nuestra ausencia... y cuando les hacíamos las últimas recomendaciones, allí aparece a lo lejos por la playa un puntito que se mueve, que se va hacercando poco a poco... >>
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De vez en cuando nos invitaba a comer. Era una cocinera excepcional, y restándose méritos, apuntaba que para cocinar bien lo único necesario es elegir correctamente la materia prima: buenas patatas, pescado fresco, verduras, fruta, carne... y conocer en el mercado quién lo vende... e ¡ir muy temprano!, fundamental para la óptima selección. A las ocho de la mañana de cada día la abuela llegaba a la plaza; sus dotes para mercar las mantuvo hasta muy mayor. Me recuerda una amiga, que la había acompañado en una ocasión, que resultaba sorprendente que con los años que tenía, más de ochenta, pudiera conservar tanta habilidad y conocimiento para la compra. – Tenía verdadero arte para manejarse allí. Era una delicia verla cómo se las arreglaba... y con qué gracia regateaba con las pescantinas –nos contaba nuestra amiga María Rosa. Cuando más lucían sus virtudes de cocinera era en las comidas sencillas, algo de lo que ella se jactaba. Los nietos, en menú a la carta, pedíamos tortilla de patatas, y de postre, arroz con leche con caramelo tostado. En la cena de Nochebuena, la coliflor con bacalao de la abuela no podía faltar como primer plato. <<Sabeis que vuestro tío Alberto –comentaba la abuela, jocosamente- tiene coci- cinera en su casa de Madrid, e incluso mayordomo para servir a la mesa… y que come en los mejores restaurantes de España... y del mundo, en sus viajes. Pues bien, cuando viene a Vigo, me suplica que le prepare unos pimientos verdes de Ourense
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con patatas cocidas... “Se chupa los dedos” –relataba orgullosa–. O unos chorizos con “cachelos”. “... Como en casa, mamá, en ningún lado”, me dice siempre. >> Mi hermano Anxo recuerda la tortilla francesa con patatas cocidas y ajada que le daba de cena... y yo, el chocolate con galletas que nos ponía de merienda.
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<< ¡Ay, qué disgusto se llevó una vez vuestro abuelo! –nos contaba un día, recién pasada la Semana Santa– Todos los años estrenaba traje para portear el palio en la procesión de Jueves Santo que salía de María Auxiliadora. Era el más alto y elegante de todos los porteadores – presumía la abuela–. Aquel año estaba preparado como tantas veces en esa fecha, y resulta que el director nuevo de los Salesianos no avisó al abuelo para la procesión... ¡Por poco da de baja de la parroquia a toda la familia! Menos mal que el director, advertido del olvido por otros fieles, acudió raudo a expresarle sus disculpas y a emplazarlo para próximas manifestaciones religiosas. No durmió en un par de días, de lo ofendido que se encontraba. >> – ¡Y con el genio que tenía...! –exclamamos los nietos, haciéndonos cargo del conflicto– Era capaz de tener al director “a pan y agua durante un mes”. El abuelo Basilio mantenía unas estrictas convicciones morales, y cuando algo no le gustaba, no tardaba en emitir juicio sumarísimo e inapelable: “Si yo fuera el Jefe del Gobierno, a éste lo tenía a pan y agua durante un mes". Ni que decir tiene que si se encontrase con “éste” por la calle, hasta le podría invitar a una merienda en el Hotel Moderno con toda la tranquilidad del mundo, aunque eso sí, con el dedo acusador por delante, que el abuelo iba siempre de frente.
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La abuela María amó la vida con pasión, y de la misma forma en que relataba sus recuerdos con aquel hondo sentimiento, afrontó cada instante de su existencia con una entrega entusiasta, tanto en las cosas cotidianas más simples, como en los compromisos más importantes y trascendentales. En cualquier asunto se empleaba a fondo, sin reservas, con una ilusión desmedida, disfrutando de cada momento, y mirando al frente con una fe y unas ansias inmensas. “Se hace lo que se puede... y si no puede ser más, que le vamos a hacer –solía decir ante trabajos dificultosos–. Sólo queda rezar a María Auxiliadora para que nos ayude”. El estilo de vida de la abuela, también la del abuelo Basilio, dejó profunda huella en la familia y en las amistades, legando ambos con su ejemplo una herencia de incalculable valor. Y aquellas experiencias de la abuela, interminables, mágicas, tiernas... también duras, certificaban una andadura modélica a través del tiempo y de los lugares recorridos, para constituirse en espejo de conducta y carácter. A su alrededor, hijos, nietos y también algunos biznietos, escuchamos sus relatos con placer y contemplamos en nuestra imaginación la película de una vida larga de aventuras, plena de contenidos, llena de personajes, repleta de los escenarios más diversos... Conocer sus vidas, la de los bisabuelos, abuelos, tíos, familares... representaba ejemplo suficiente para los que venimos detrás, y tan sólo con escuchar sus palabras, surgía con claridad un
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modelo a admirar, a seguir, a imitar... Pero para los que no tuvieron la oportunidad de conocerlos, alguien debía contarlo, y ahora yo lo hago, como puedo, con mi recuerdo y el de mis hermanos... y también el de algún pariente, para que sepan algo de la abuela María, de Mamá Felisa, de los tíos Alberto y Fernando, del abuelo Basilio, y de tantos que nos precedieron... y para que puedan enterarse de dónde vienen y de quién pudieron heredar virtudes, talentos, genios, formas de vida... y hasta alguna manía que otra... que también las hubo en los antepasados. – Abuela, y ¿por qué a la bisabuela le llamabais Mamá Felisa? –le preguntaba un día su biznieta Cristina. – Era la costumbre en aquellos pueblos de Ourense. Mis abuelos, por ejemplo, eran Papá Daniel y Mamá Inés. Los abuelos de mis padres eran Papá Andrés y Mamá Digna. Y la madre de tu abuela, era Mamá Felisa –contestaba sonriente la abuela ante el gesto asombrado de su biznieta, confuso con aquel lío de familia.
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VIII. El tío Fernando
“El viento de aquella noche nos llevó a todos dando tumbos por el mundo”, le repetía Mamá Felisa a los hijos con tanta tristeza como frecuencia. A medida que fueron llegando los nietos, también a ellos les explicó con minucioso detalle el significado de su legendaria frase. Constituía aquel recuerdo una obsesión que azotaba su memoria sin saber como combatirla, convencida de que el fatídico suceso afectó de tal modo a los componentes de la familia Prego Touriñán que el destino de todos ellos hubiese sido otro sin “el viento de aquella noche”. Ninguno de nosotros se libraría de su fuerza invisible e imperecedera. Nos guió a su antojo por donde quiso, a unos más que a otros, pero de forma decisiva. Y sin embargo, con el bueno del tío Fernando se ensañó de manera excesiva, más iracundo que con el resto de la familia... Fernando Prego, el tercero de los hijos de Mamá Felisa, era una persona sencillamente encantadora. De fácil sonrisa, educado en las finas costumbres de las altas capas sociales de Vilar do Miño, gozaba de un carácter complaciente y ordenado. En los ambientes por donde se movía, se le
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consideraba un chico modelo, de esos que las madres acostumbran a poner a sus hijos como ejemplo a imitar. Las correctas formas las heredaba de Mamá Felisa, igual que la decisión y la valentía para dar respuesta a la vida según le iba saliendo al paso, pero otras de sus condiciones, como la sencillez, la simpatía, el ánimo, el trato afable... procederían de los genes de su padre Álvaro. Con su figura menuda, más bien bajo de estatura, fuerte, pelo algo rubio, ojos azules, y porte sereno, solía conquistar a las gentes con las que se relacionaba, que fueron muchas y de muy dispares clases e intereses. Hasta seis emigraciones hubo de superar el tío Fernando. Hablando con su tono de voz bajo y conciliador, era una de esas personas especiales que parece que te acarician con la palabra, que te tienden los brazos para ayudarte, para quererte, para acompañar tus penas y festejar tus alegrías... para hacerte feliz... Sus hermanos, ya desde niños en Vilar do Miño, bromeaban con él por su carismática forma de ser, “el embajador”, le llamaban, y cuando había algo delicado que negociar con los padres, con don Roque en la escuela, con el cura de la parroquia, con los vecinos, con los amigos... era Fernando el elegido como interlocutor. Más tarde, en Buenos Aires, continuó en sus funciones, y si había que poner papeles de emigrantes en regla, allí iba Fernando al Ayuntamiento, o al Juzgado, o a donde hiciese falta; si se necesitaba alguna gestión con el Alcalde de Barrio, se enviaba a Fernando
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como emisario; y cuando su hermana María preparaba su boda, la mayoría del papeleo preciso lo resolvió Fernando, incluso el eclesiástico con el cura correspondiente. Le sugerían, jocosamente, que de mayor debía dedicarse a la política, que tan sólo necesitaba practicar una cuantas cositas: hablar un poco más alto, gesticular con vehemencia, dejarse bigote para imponer respeto, actuar con pedantería, y sobre todo, contar muchas mentiras. Y que una vez logrado esto, estaría preparado para triunfar, para ser un gran líder, un conquistador de gentes, de los que escriben la historia. Y sin embargo, Fernando Prego ejercería de todo en la vida, pero jamás de político al uso. A lo largo de su movido camino de migraciones, y después de su estancia en cuatro países distintos, el tío podría presumir de haber trabajado en un sinfín de oficios. Al llegar con la familia a Buenos Aires en 1897, y al cabo de poco más de una semana en aquella ciudad tan distinta a Vilar do Miño, ya comienza a trabajar, aún sin haber cumplido los quince años. Estuvo como “niño de los recados” en una tienda de alimentación durante ocho meses, y la dueña, doña Amparo Fragüela, hasta derramó algunas lágrimas cuando él le anunció que se iba: había conquistado a medio barrio, y ganaba más con las propinas de las clientas que con lo que le pagaba la jefa. Cuando al final de su etapa
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en la tienda se despedía de la clientela, no hubo ni una sóla vecina que no lamentase su marcha. – Pero Nando, ¿a dónde te vas? ¿Cómo dejas a doña Amparo, con lo que te quiere? –le decían muchas señoras, pesarosas, a las que atendía, siempre servicial... y puntual. – ¡Ay, doña Amparo, cuánto lo vamos a sentir! –se consolaban apenadas con la tendera. Un avispado vecino de la zona adivinó en Fernando un interesante refuerzo para su negocio, y sin dudarlo un instante, “se lo birló” a doña Amparo, para llevárselo con él a su bar. Se mantuvo más de cuatro años como camarero en el Bar Galicia, y Tonecho, el propietario, hubo de cruzar de acera en su camino durante bastante tiempo para no encontrarse con la tendera, que se la tenía guardada, según se rumoreaba en el barrio... En estos primeros tiempos en Buenos Aires, Fernando, dirigido por la férrea batuta de Mamá Felisa, continuó estudiando. En una academia próxima a casa, robándole horas al ocio y al descanso, fue completando su formación. Con su acostumbrado tesón e inteligencia, progresaba día a día con notable facilidad. Bajo la mirada atenta de don Matías, el director, y amigo de confianza de la familia, perseveró en su esfuerzo, perfeccionando lo básico, y avanzando poco a poco hacia estudios superiores. Después de siete laboriosos cursos –empezaba con catorce años y abandonaría la academia con veintiuno–, Fernando encontraba el premio a su dedicación y constancia,
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abriéndose ante él un panorama profesional atractivo, repleto de sugerentes oportunidades. Trás una temporada larga como camarero, un cliente también gallego que lo había conocido en el bar, dedicado al transporte de mercancías en toda la capital, se interesó por Fernando para que le ayudase en momentos puntuales de mucho reparto, y en las horas libres que le dejase el trabajo. Y así fue como, unas veces solo, y otras acompañando a don Camilo Villalón, que así se llamaba, repartió por Buenos Aires toda clase de cargas, desde bebidas y alimentos, hasta material de construcción y maquinaria diversa, pasando por muebles, paquetería... e incluso haciendo mudanzas de viviendas y oficinas. La media docena de carruajes de Transportes El Gallego, tirados generalmente por mulas, estaban siempre dispuestos para realizar cualquier tipo de encomienda, y Fernando, en cuanto podía, acudía como refuerzo para la tarea. Con esta nueva ocupación se le brindaba la oportunidad perfecta de conocer Buenos Aires al dedillo, desde un extremo al otro. Así, atravesaría miles de veces en todos los sentidos la que sería famosa Avenida 9 de Julio, la más ancha del mundo; y pasó otras tantas por la Plaza de Mayo, por delante de la Catedral y la Casa Rosada; recorrió las calles más importantes de la capital, así como los barrios más modestos y alejados; bajó a los muelles en infinidad de servicios a recoger toda clase de mercancías de los barcos que llegaban a descargar; y por la orilla del Río de la Plata cir-
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culó a menudo con sus carretas, río arriba y río abajo... y en más de una ocasión, se paró entusiasmado en aquellas entrañables plazitas de barrio, a contemplar cómo se bailaba el tango al ritmo del bandoneón. – Vengo del Teatro –comentaba alborozado un día, al llegar de la calle. – ¿Cómo dices, Fernando? ¿Y con qué permiso? –saltaba como un resorte su madre, con tono de censura y en alerta roja, aguardando una inmediata explicación. – Con permiso de don Camilo, mamá, que es el que manda. Acabo de entregar varias partidas de ladrillos en el Teatro en construcción. Hice hasta siete viajes... y los que me quedan para mañana –le aclaraba el hijo con urgencia, para evitar males mayores... Se trataba del grandioso Teatro Colón, inaugurado en 1908, y que sería considerado como la mejor sala lírica del mundo. Fernando siempre presumiría de haber participado de su construcción, imposible de llevar a cabo, desde luego, sin sus entregas, no sólo de ladrillos, sino también de tejas, piedra, cables, sillones, lámparas, botes de pintura, sacos de cemento... y cientos de cosas más. Transportes El Gallego trabajó para el Teatro más de cuatro años, y al tío Fernando le quedó clavada la espinita de no haber podido acudir a los festejos de su inauguración. Una de sus migraciones se lo había impedido.
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Fernando se convirtió en un valioso colaborador para don Camilo Villalón, que no tardó demasiado en tentarlo para un cambio definitivo de trabajo. Se mantuvo casi un año compaginando las labores de camarero con aquellas horas de mozo de transporte, pero muy pronto, Mamá Felisa le advirtió, con su estilo contundente: los estudios empezaban a abandonarse a causa del pluriempleo. Fernando decidía, al fin, con la madre dando la orden por detrás, dejar el Bar Galicia a pesar de las suplicantes lamentaciones de Tonecho –que incluso le mejoraba generosamente las condiciones económicas–, y se inclinaba por el puesto de transportista en exclusiva, que le permitiría, por el horario, una dedicación académica más intensa a últimas horas de la tarde. Mamá Felisa sabía bien lo que le convenía al hijo, y aunque ahora perdiese unos pesos dejando un trabajo interesante, a la larga los multiplicaría con la vasta formación que Fernando se estaba forjando. Y acontecieron los hechos tal y como esperaba Mamá Felisa. Al cabo de un par de largos años, con su preparación administrativa ya bastante avanzada, se produciría el cambio deseado. Una gestoría de prestigio solicitó de la academia un alumno recomendado para un puesto de ayudante, y don Matías, el director, sin pensarlo demasiado, señaló a Fernando Prego. Pasó de Transportes El Gallego a Gestoría Compostela, en principio con una leve mejora económica, pero con un futuro
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prometedor, y un quehacer más acorde con sus estudios. Aún así, don Camilo Villalón lo seguía llamando, casi a diario, para que le hiciese algún reparto especial durante sus ratos libres. Fernando, encariñado con el ex-jefe y con su anterior trabajo, atendía encantado las llamadas en cuanto podía, y su relación con Transportes El Gallego duraría hasta su definitiva marcha de Buenos Aires. En el extenso recorrido laboral, fuese el que fuese su empleo, Fernando se despedía espléndidamente valorado, por la eficacia, la honradez, el orden disciplinado, la entrega a la tarea sin horario... pero sobre todo, por el afecto que generaba su trato cariñoso, afable, servicial, optimista. En el momento del adiós, los jefes y compañeros lamentaban su abandono sin excepción, y le mantenían las puertas abiertas para un posible regreso. Fernando, reconocían, estaba llamado a triunfar allí donde fuese, subiendo permanentemente escalones en su quehacer profesional. En la Gestoría Compostela, de propietario gallego como en sus anteriores empleos, adquirió con relativa prontitud la madurez que le faltaba, gracias a la intensa actividad que desarrolló desde el primer día. Al principio hacía recados y cubría algún que otro impreso. Más tarde ya llevaba documentos a los organismos, y gestionaba trámites de todo tipo: pasaportes, impuestos y un sinfín de papeleo que regía la gestoría. Al cabo de tan sólo
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un año, comenzaba a encargarse de la contabilidad de pequeños negocios, la mayoría de propietarios gallegos, y entre ellos, ¿cómo no?, los de doña Amparo Fragüela, Tonecho y don Camilo Villalón, que le entregaban sus interioridades financieras con toda la confianza y amistad que infundía el entrañable trato que conservaban. Pero al margen de sus avatares profesionales, Fernando Prego también contaba con una activa vida social, y en lo que se refiere al campo sentimental, todo parecía indicar que se manejaba con cierta soltura y no poco éxito. A pesar de su pequeña estatura –no llegaba al metro setenta– y de un porte físico que no llamaba demasiado la atención, supo conquistar a las chicas que se encontró en el camino con bastante facilidad. Su poder de seducción se mantenía en este escenario con el mismo vigor que en otros. Alicia, la única novia seria que tuvo durante su estancia en Buenos Aires, lo amaba con pasión, sentimiento al que no correspondía Fernando en tan elevada medida. Le asustaba, en parte, el alcance que estaba tomando la relación, y aunque se sentía feliz a su lado y colmaba todas sus ilusiones, se veía joven en exceso para un compromiso que fuese más allá de un simple escarceo amoroso de juventud. Y para aumentar las dudas, tampoco su situación laboral era lo bastante sólida como para pensar en una atadura de pareja más avanzada. La muchacha era guapísima, con larga melena rubia, ojos castaños, fresca sonrisa, bonita fi-
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gura, pero sobre todo femenina, y con un encanto seductor imparable para Fernando. Acababa de cumplir los veinte años, y una vez finalizados sus estudios primarios, hacía dos que trabajaba con el padre en su tienda de ropa. Cuando le hablaba a Fernando con ese acento acariciador de las argentinas, éste no podía menos que derretirse. La había conocido en el reparto de Transportes El Gallego, a la entrega de varias expediciones, y desde el primer momento, el mero intercambio de miradas resultó suficiente para el inicio de la relación. Por aquel entonces, ya había empezado a trabajar en la Gestoría, pero atendiendo las llamadas urgentes de don Camilo, continuaba ayudándole en algunos repartos. Formaron una “linda” pareja, estable y sólida, y se quisieron con un amor sano y noble durante cerca de los dos años de noviazgo que llevaron. Si las circunstancias no hubiesen sido las que fueron, seguramente Alicia y Fernando acabarían consolidando sus relaciones con el matrimonio. Mamá Felisa, al enterarse más adelante de las andanzas vividas del hijo, le echaría la culpa al famoso viento, que según ella, los seguía moviendo a todos a su antojo, sin respeto alguno. Cuando los padres anunciaron su traslado a México, le asaltaron enormes dudas acerca de qué rumbo tomar. Después de analizarlo con minucioso cuidado, se inclinó por acompañarles en la nueva aventura, acuciado además por Mamá Felisa, que no le ofrecía otra alternativa. Fue la relación con Alicia lo que influyó decisivamente
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en la elección –sus padres no sabían nada–; digamos que quería probarse, y verificar en la distancia la solidez de los sentimientos, y su grado de madurez para una unión definitiva. La libertad de ambos en la separación acabaría definiendo la realidad de los afectos mutuos. No quería perjudicar a Alicia en nada, y si sus amores persistían, al fin y al cabo, siempre estaba a tiempo de regresar junto a ella a Buenos Aires. Mientras que su hermano Alberto decidía quedarse en Argentina, asentado en un buen trabajo y con un excelente futuro, él tomaba la resolución opuesta en busca de respuestas. No le iba mal en la Gestoría, había aprendido mucho – ¡y lo que aún le quedaba!–, y asomaba a su alcance una atractiva oportunidad para completar al máximo su formación administrativa. Don Enrique Valbuena lo trataba con un especial afecto personal, y el futuro se presentaba prometedor para un chico tan joven, con poco más de veintitrés años. Ya más de un cliente importante se le había insinuado, con interés encubierto, para llevárselo a su empresa, confirmando una vez más su estimable facilidad para conquistar a la gente. Pero la suerte estaba echada; tiempo tendría para volver si así lo quería.
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En Ciudad de México la familia empezaría una segunda emigración, aunque ahora algo disminuida en número por las ausencias de Alberto y María. Pero esta vez, por fortuna, en unas condiciones muy distintas a la primera. Fernando llegaba al novedoso destino en plena madurez, con experiencia en el trabajo y con una excelente preparación. Y en cuanto a su futuro laboral, la capital mexicana no le asustaba lo más mínimo, más bien todo lo contrario. Confiaba plenamente en abrirse paso enseguida en aquella ciudad enorme y de espectacular crecimiento, que a la fuerza ofrecería jugosas oportunidades a quienes buscasen trabajo con decisión. En aquel momento, además, no había urgencias como en anteriores ocasiones, ya que contaba con el respaldo seguro de la familia. En la actual situación disfrutaban de unas condiciones de vida cercanas al lujo, en virtud del destacado puesto de su padre, Jefe Comarcal de la empresa en México. Todo fue muy diferente en tierras mexicanas: ya no viajaban con la incertidumbre de Buenos Aires, ni urgían las necesidades elementales de entonces. Tampoco sufrirían aquel brutal cambio de ambiente, ni llegaban con el interrogante del trabajo, ni con el asentamiento familiar en juego... En definitiva, no se trataba de aquella situación angustiosa, interminable, dura, difícil de olvidar, que “... ¡ojalá!, no se vuelva a repetir para ninguno de los nuestros”, clamaba Mamá Felisa cuando echaba la vista atrás. La nueva emigración de la familia se presentaba ahora sugerente, segu-
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ra, prometedora... Nunca habían soñado desde los tiempos de Vilar do Miño en alcanzar una situación tan privilegiada. Al cabo de poco más de una semana, Fernando comenzaba a trabajar como administrativo en una empresa constructora, “Mexconsa”, que había edificado las instalaciones de la Compañía Argentina de Importaciones –la de su padre– en las afueras de la capital. Después de una rápida entrevista con el director, conseguida a través de las influencias de Álvaro, iniciaba la andadura en un nuevo trabajo, uno más que añadir a su larga lista... Igual que otras veces, pronto se identificaría con la tarea, y sus jefes inmediatos, después de atenderlo recelosos en los inicios, habida cuenta de su condición de recomendado desde la alta dirección, acabarían por aceptarlo por su indudable valía, buscándole de inmediato una dedicación más adecuada y relevante. Un año más tarde, y justamente valorado por los méritos demostrados, la dirección ya había decidido destinarlo a un puesto de enorme responsabilidad y confianza, delicado en extremo para los intereses de la constructora. Acordaron enviarlo a la Delegación de Veracruz, y hacerle responsable del control administrativo de unas grandes obras que iban a arrancar en el plazo de un par de meses. Las condiciones económicas resultaban espléndidas –incluso con vivienda pagada–, y el cargo, inmejorable: Jefe de Administración. Este traslado, oportunidad excepcional, suponía para
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Fernando la opción de labrarse un futuro de ensueño si era capaz, como él creía, de triunfar en el puesto. Durante los primeros momentos en México, la relación con Alicia se mantuvo viva a través de un continuo intercambio de cartas, que, día sí día no, llegaban y salían con puntualidad, cruzándose muchas veces en el largo camino que los separaba, y contándose en ellas sus sentimientos amorosos, las andanzas de uno y otro, la marcha de sus trabajos, los planes y proyectos futuros... conservando el calor del idilio. Pero al cabo del primer mes, la asiduidad del carteo diario se convirtió en semanal... y pasados un par de meses más, en quincenal... y al final, lo que tenía que suceder, sucedió. La distancia enfrió los sentimientos, y así como Fernando no tardó en encontrar compañía, casi sin buscarla, es de suponer que a la belleza, al encanto y a la juventud de Alicia tampoco le habrían faltado pretendientes. Por entonces, ya adornaba su paso por las calles de la capital con una hermosa falda del país. Resultaba increíble que tan poca cosa como era Fernando tuviese tal poder para enamorar. Carmela, que así se llamaba la bella muchacha, gozaba de una fresca juventud, alegre, simpática, con buena formación, y a punto de empezar los estudios de Maestra. Hija del señor Carvajal, un importante ingeniero de la empresa, Fernando se veía poco merecedor de las gracias de la chica, y siempre anduvo temeroso del rechazo paternal. Lo que nunca llegó a saber fue la aceptación entusias-
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ta, si bien discreta, de sus posibles suegros hacia su persona, después, eso sí, de informarse concienzudamente y de conocerlo poco a poco. ¿Qué tendría este muchacho? Sorprendía su facilidad para conquistar a las gentes, fuesen hombres o mujeres, en el trabajo o en el ocio, lo mismo niños, que jóvenes, que mayores... y como se veía, también exitoso en los senderos del amor. Todo parecía ir bien: su trabajo, su familia, el ambiente acogedor del pueblo mexicano y su alegría desbordante para vivir, la consideración social que había alcanzado, el amor con Carmela... ¡y de pronto!, como luego explicaría Mamá Felisa, “...el suave y cautivador viento de unas faldas mexicanas” –las de Juanita–, cambiaría de nuevo el rumbo familiar. Su madre ni tuvo tiempo de asimilarlo: en un par de días salieron hacia España con tal urgencia que casi no hubo momento para despedidas. En un principio, Fernando le aseguró a Carmela que volvería en cuanto se arreglasen las cosas, que tan sólo sería una ausencia pasajera. Lo que él no llegó a sospechar en aquel instante, es que Mamá Felisa ya había dictado sentencia definitiva, sin marcha atrás ni alegaciones posibles. De forma que así, de repente, y de nuevo sin su consentimiento, el bueno de Fernando se vio convertido en el hombre de la casa en sustitución de Papá Álvaro. Por tercera vez, se encontraba como protagonista de una emigración más, aunque fuese en este caso a tierra propia, a la querida Galicia. Pero a fin de cuentas, para volver a empezar...
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Resignado y obediente a las órdenes tajantes de la madre, Fernando se fue haciendo a la idea, y llegó incluso ilusionado a Vilar do Miño. Recordaba su infancia por los caminos del pueblo, por el monte, por el río, por los viñedos, por los campos de maíz... Pisar de nuevo la casa donde nació, la habitación que compartió con su hermano Alberto, la pequeña huerta donde tanto jugaron, la bodega, en la que aún permanecían restos de los juguetes, un camión de madera, un caballo balancín, las muñecas de María... Encontrar la escuela de don Roque, tal como quedara a su marcha... pero ¡qué pena!, ahora con puertas y ventanas completamente cerradas, sin profesor ni alumnos, y abandonada a causa de la emigración. De los amigos de infancia tan sólo quedó Pepiño –el hijo de don Evaristo, el jefe de la estación–, y que ya entonces trabajaba de ayudante de su padre. Los demás chicos de aquella época pasada se habían marchado también, la mayoría buscando en las Américas lo que no les daba el pueblo, y otros, trasladándose a A Coruña, a Vigo, a las ciudades más próximas, tentando alternativas diferentes. Y en la vieja tasca do Fulgencio, ya muy mayor, jugó Fernando a las cartas y al dominó en alguna tarde, cuando la lluvia arreciaba.
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Mamá Felisa, a lo largo de los años y en los diferentes lugares donde vivieron, se comportó con Fernando con extrema dureza y rectitud. Reservó los mimos para Alberto, el primogénito, y para María, a pequena da casa, y ni aún cuando faltaron sus favoritos, guardó algunos para el tercer hijo. “Nando, vete a la tienda...”,”Nando, haz ésto...”,”Nando, baja a por lo otro...”, “Nando, no salgas por la tarde que...” El hijo aguantaba con paciencia, de buen grado, complaciente y satisfecho, tal era su bondad, y siempre conforme con satisfacer a su madre. Sólo cuando un día, sin avisar, terminó por huir, Mamá Felisa cambió el discurso y le llamó Nandiño. “O meu Nandiño... marchou sen se despedir –decía pesarosa–, có boiño que era...” Con su fortuna habitual en el campo laboral, no habían pasado quince días desde su llegada a Vilar do Miño, y Fernando ya inicia un nuevo trabajo, a añadir a la lista, en esta ocasión en el Banco Pastor de Ourense, sustituyendo a un cajero que había caído en larga enfermedad. Todos los días, a hora temprana, le tocaba coger el autobús de línea para llegar a las ocho a la oficina. Y en aquel viaje diario, precisamente, conoció a Manuela, también vecina de Vilar do Miño, y que iba a la capital para aprender Corte y Confección. El amor llegó pronto, como solía acontecer con Fernando, aunque esta vez la galeguiña pudo más que la argentina, la mexicana y algunas otras que quedaron en el camino. Su relación se consolidó paso a paso, sin locuras pero con firme-
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za, en un enamoramiento serio y bien elaborado. Sin embargo, sus tres años de noviazgo transcurrieron con el permanente obstáculo de Mamá Felisa, que no veía a Manuela, de la familia Vilariño, con buenos ojos, todo parece que motivado por su procedencia del barrio “de la estación”, de inferior rango social en el pueblo. Tampoco se aclaró nunca si Mamá Felisa le tendría preparada a Fernando alguna otra moza casadera, al estilo ya trasnochado de épocas anteriores –como también había hecho con su hermana María–, y que fuese de ahí de donde procediese su permanente rechazo. Y pudo ser que ocupando Fernando el puesto de “hombre de la casa”, y haciéndose ella mayor, no quisiese perderlo como tal, en ese egoísmo que dicen se gana con la vejez. El caso, en definitiva, es que por más que lo intentaron no lograron convencerla, y no hubo forma de que les diera la bendición materna para casarse. Los rapaces, ya hartos de esperar, se vieron obligados a tomar una decisión drástica, porque las “trifulcas” que se organizaban cuando salía el tema no podían continuar por más tiempo. Con estos argumentos, hablaron con don Eulogio, el cura párroco del pueblo. Le informaron de la situación, que ya conocía, y señalaron el venticuatro del mes de mayo como fecha adecuada para la boda. Fernando escapó de casa por la ventana, igual que Celia, una prima que hacía de madrina, y sus sobrinos-nietos Alberto, Benito y Basilio, que acudían como testigos. Y así fue como ás agachadas, a las doce de la noche, y con la
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única presencia de los novios, padrinos y testigos, hubieron de casarse a la sombra de la nocturnidad y con el amparo del silencio... y con Mamá Felisa durmiendo en casa Días después, y otra vez desde Vigo, embarcaba junto a Manuela en el “Alcántara”, rumbo a Buenos Aires, y soportando por tercera vez aquella larga travesía que los separaba de las Américas. Su hermano Alberto, en uso de su privilegiada posición como director, le tenía reservado un puesto de trabajo en los Laboratorios Andréu. Y allí, de nuevo en la capital argentina, iniciaría una cuarta emigración, mejor que la primera, peor que la segunda, distinta a la tercera, pero ya gozando de la especial compañía de su querida Manuela, que transformaría las sensaciones del pasado. Con ella, y nada más llegar, recorrió con precisión matemática todos los escenarios por los que se había movido en sus años mozos. Manuela ya sabía de ellos con exactitud, de tantas historias que le había contado Fernando, y ahora, le tocaba conocerlos en vivo. Así fue como, poco a poco, pasearon por la Avenida 9 de Julio, por la Plaza de Mayo, por las orillas del Río de la Plata... y ¡cuántas veces! se pararon en aquellas plazas donde se bailaba el tango, repletas de gentes alrededor... y pasaron por delante de su primera casa en Buenos Aires... y por la tienda de doña Amparo, y el Bar Galicia, y la Gestoría Compostela... y en todos ellos fue recibido con gran cariño... y visitó,
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naturalmente, a don Camilo Villalón, que con amplia sonrisa, le decía al despedirse, “... Fernando, el reparto, a las ocho, como siempre”. Y en una de las primeras tardes de su regreso a Buenos Aires, le dio a Manuela la gran sorpresa de asistir en el Teatro Colón a una representación teatral. Antes del comienzo, recorrió pasillos y escaleras, paseó su mirada por butacas, palcos, escenario, su gran telón, y la maravillosa cúpula pintada por Raúl Soldi, al que tantas veces vio trabajar...“Yo también participé en su construcción...”, le explicaba, una vez más, a Manuela.
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Con el permanente apoyo de Alberto, y su sabio asesoramiento ante las dificultades, Fernando se labró una preparación cada vez más sólida y experimentada, y apenas necesitó un año para una total consolidación en Laboratorios Andréu. Al cabo de cuatro años de su regreso a Buenos Aires, surge la gran oportunidad esperada por Alberto para su hermano. Conocedor de la estrategia de la empresa, no duda en proponerlo a sus jefes para una importante misión. Aceptada la propuesta, Fernando acabaría en Chile, como Gerente General de la nueva delegación, que la compañía farmacéutica catalana inauguraba en aquel país. En Santiago de Chile viviría Fernando la mejor de sus migraciones. Al excelente puesto de trabajo que le aguardaba en el nuevo destino, al que accedía además como jefe, había que añadir la estimulante compañía de Manuela. Con un amor reafirmado día a día, y una serena armonía en su relación, gozarían de una feliz estancia en la capital chilena, que se prolongaría en el tiempo como en ninguna de las anteriores ocasiones. Allí tuvieron al primer y único hijo, Gonzalo, chileno de nacimiento, gallego de sangre. Más de veinte años vivieron en aquel amable país, donde se quería a los españoles, y donde desempeñó con tanto éxito el trabajo encomendado. Fue el lugar en el que permaneció por más tiempo de forma continuada. Precisamente en el sitio más insospechado, del que hasta entonces apenas conocía su ubicación en el mapa, y en el que jamás hubiera pen-
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sado en vivir algún día. Más allá del Atlántico, pasando las inmensidades de Argentina, al otro lado de la gigantesca cordillera de los Andes, de cara al Océano Pacífico... en el fin del mundo. Pero a pesar del perfecto asentamiento familiar en Chile, de la inmejorable situación en el trabajo, de la enorme felicidad de esta etapa, la inseparable nostalgia seguía presente en su alma, no desaparecía nunca, y ahora, además, con la compañía de Manuela, se habían duplicado las sensaciones. Ni la distancia, ni los años, ni el bienestar actual, ni la paternidad... nada borraba de su memoria la Galicia natal. Gonzalo, su único hijo, creció con salud, y heredó del padre el buen talante, la honradez, el carácter animoso, la amabilidad y la simpatía; hasta fue chico modelo, como su padre en la juventud. Aprovechaba bien sus estudios de bachillerato, tenía cantidad de amigos, y gozaba de buena consideración entre los profesores. En un par de años iría a la Universidad. Era la ilusión de los padres. Soñaban para su hijo lo que la vida les había negado a ellos.
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A Fernando Prego, la vida siempre le marcó el camino a seguir. Nunca tuvo una elección libre e inteligente, sino que pareció ir “dando tumbos por el mundo”, como decía su madre. Primero a Buenos Aires, por culpa de ”el viento” contaba Mamá Felisa; luego a Ciudad de México, siguiendo el trabajo de su padre e intentando aclarar sus dudas sentimentales; después, Juanita, la bella mexicana de su padre, lo devuelve a la aldea donde nació; regresa a Buenos Aires huyendo de Mamá Felisa, ¡quién lo diría!; y ahora, en una quinta emigración, la empresa lo envía a la nueva Delegación de Santiago de Chile. Y cuando ya parecía asentado para el resto de sus días, le ocurre lo último que podría pasarle, tan impensable e inesperado como lo acaecido en veces anteriores. Sin aviso previo y por sorpresa, Laboratorios Andréu se ve obligado a abandonar el país y cerrar la Delegación de Santiago de Chile por motivos estrictamente políticos. Si aún viviese Mamá Felisa, le hubiera echado la culpa al ”maldito viento”, que los seguía moviendo a todos a su antojo.
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Pero en esta ocasión, y en la que sería la única vez en toda su vida, el próximo destino lo iba a elegir él. Aún tardaron un par de meses en liquidar la Delegación, recogiendo documentos y archivos, tramitando el envío de existencias a Buenos Aires, concluyendo una serie de requisitos oficiales, y también cerrando su propia casa y deshaciéndose de los enseres. Finalizado el cierre y preparado el traslado, abandonan Santiago de Chile después de una dichosa estancia, y lo hacen llenos de esperanzas renovadas, con la mirada fija en un futuro largamente soñado y ahora decidido, el regreso a Galicia. Pero no por esto dejan de sentir una momentánea melancolía al separarse de una tierra que tan bien los había acogido y tratado, y en donde nació su hijo. Pasan por Buenos Aires para hacer entrega de sus poderes a la empresa, informan a Alberto de la decisión tomada, se despiden de la familia y de algunas amistades con amargura... Y finalmente, esta vez con una incuestionable voluntad propia, regresan a la casa paterna, mejor dicho, a las casas, que también aguardaba la de Manuela en Vilar do Miño. Y en esta ocasión, en la sexta y última migración, ya no soportarían el pesado viaje del trasatlántico, sino que sería el avión el que los traería de vuelta a Madrid, para después continuar en tren hasta el pueblo.
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Con la que sería su primera decisión libre en cincuenta años de continuos movimientos, de idas y venidas entre Galicia y América, Fernando Prego ponía fin a un camino tan largo en las distancias como en el tiempo, desde 1897 hasta 1946. Entre la morriña acumulada de tantos años, duplicada en los últimos veinticinco con Manuela, y el esperanzador futuro que anhelaban para su hijo Gonzalo, hubo motivos sobrados para un regreso que siempre fue profundamente deseado, y que no necesitaba de demasiados argumentos para justificarse. El tío Fernando, ya un poco mayor, se encontró cansado para más cambios de rumbo, y aunque pudo haberse quedado con Alverto en los Laboratorios Andréu de Buenos Aires, sin nadie ahora a quién rendir cuentas, ni a quién complacer con una decisión distinta, optaría al fin por la vuelta al hogar gallego, para un retiro tranquilo y cercano. Su hijo Gonzalo, finalizado el bachillerato, tenía enfocadas todas sus ilusiones en la Medicina, y qué mejor que Santiago de Compostela para cumplir los anhelos. Después de unos exámenes previos, compensatorios con el bachillerato de Chile, iniciaba los estudios universitarios en la facultad compostelana. Fernando Prego, con más de sesenta años y la jubilación muy próxima, haciendo gala, una vez más, de la extraordinaria facilidad que lució durante toda su vida para encontrar trabajo, todavía se haría cargo de la Delegación en Ourense de
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la constructora de un sobrino, y en donde estuvo trabajando mientras duraron las obras. Así finalizaba una larga trayectoria laboral, iniciada en la tienda de doña Amparo en Buenos Aires, y concluída en tierra propia y en una empresa familiar. Después llegaría la jubilación definitiva, y con ella la paz de Vilar do Miño unas veces, y la de San Lorenzo otras, donde Manuela había heredado la casa de sus abuelos durante la estancia en Chile; una preciosa casa de piedra, con deliciosas vistas al valle y unas hermosas puestas de sol, que tantas veces disfrutaron en su época de novios cuando Manuela acudía a visitar a la familia. Delante de la casa, en el campo donde se celebraban las Fiestas Patronales en honor a San Lorenzo, bailó la pareja en multitud de ocasiones al són de la gaita o de la Banda de Música de turno. A menudo, en sus andares por el mundo, recordaban aquel lugar con inmensa nostalgia, as muiñeiras, los pasodobles, los vals... las alegres y entrañables noches de fiesta, donde tradicionalmente se reunían todos los familiares y amigos de la comarca. A su regreso de América se acercaron a la casa de San Lorenzo, y antes de entrar en ella, Fernando se quedaría emocionado y lleno de orgullo al contemplar cómo uno de los dos eucaliptos que dejó plantados antes de marcharse a Argentina con Manuela, había prendido y se mostraba lozano y esplendoroso. Un eucalipto gigantesco, que después comprobarían cómo se veía desde
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los puntos más lejanos, incluso desde la carretera de Santiago a Ourense, en la bajada por Cudeiro. – Una obra de arte, ¡que vive y crece – presumía exultante– “HOMENAXE Ó EMIGRANTE”, hei chamalo, que vive, crece,... e agarda sempre a volta do que se vai. Durante todos aquellos años en que Manuela estuvo ausente, y después del fallecimiento de sus abuelos, María se hizo cargo del cuidado de la casa de San Lorenzo, con la huerta, los campos y las cuadras, atendiendo la petición de su hermano Fernando, al que profesaba un enorme cariño. Viajaba hasta San Lorenzo en visita obligada por lo menos dos veces al año: una semana en la vendimia de septiembre, y otra, en la matanza de noviembre. Por supuesto, en ambas ocasiones, y en algunas otras a lo largo de tanto tiempo, tuvo necesariamente que pelearse con los caseros de turno, como suele ser costumbre en el campo cuando las propiedades se encuentran alejadas de la vigilancia del dueño. “El campo para quien lo trabaja”, sería el razonamiento esgrimido universalmente por los campesinos. Al rendir cuentas de la temporada, nunca aparecían demasiado claras. Pero al menos se conservó la propiedad, y a la llegada de Manuela y Fernando, la casa se encontraba en perfectas condiciones, y la huerta, los campos y las cuadras, bien cuidadas.
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Entre tanto, su hijo Gonzalo estaba a punto de acabar los estudios en Santiago de Compostela. Tendrían pronto en casa un auténtico médico gallego, forjado en tierra propia, y que, junto a ellos, retomaba ahora en Galicia un pasado interrumpido, primero por la desgracia, y después por las circunstancias, pero deseado intensamente a través de tantos años en la lejanía. Por fin, en la tranquilidad de un merecido retiro, Fernando echa a rodar su memoria hacia atrás, y se encuentra a sí mismo recorriendo los pasos que el destino le dictó. Uno a uno... por los senderos del pueblo… por las cubiertas de los barcos que lo llevaron de un lado a otro... los distintos trabajos... ¡los más de mil cafés que habría servido en el bar!... la lucha con los carros y las mulas por las calles de Buenos Aires... sus amores perdidos por tierras lejanas, Alicia, Carmela, ¿qué habrá sido de ellas?... las notas arrastradas de los tangos argentinos… el entonado acento mexicano y la alegría de vivir de su pueblo... la triste separación de Papá Álvaro... la cariñosa y tranquila acogida en Chile, la mejor estancia en la lejanía con Manuela y con Gonzalo... ... Y también recuerda, en su despedida en Buenos Aires, a su querido hermano Alberto, que le había dicho al oído, y ahora por carta se lo repetía cada vez: “¡Qué envidia te tengo Nandiño! ¡Quién pudiera volver!”.
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IX. Los Touriñán
Anxo, el biznieto de Mamá Felisa, con la que a menudo se peleaba, fue testigo privilegiado de los últimos meses de vida de la bisabuela. Con cuatro años recién cumplidos, asistió de cerca a todas sus peripecias por Vigo. El chiquillo vivía provisionalmente en casa de la abuela María, y coincidió con la estancia de Mamá Felisa en el piso de la calle del Progreso hasta su fallecimiento, al cabo de casi dos años. Como es natural, en todo ese tiempo escuchó desde su inocencia de niño numerosas conversaciones de mayores, alrededor de la mítica camilla de la abuela María, y muchas veces con Mamá Felisa como protagonista de la palabra. Bastante de lo que se contaba en aquellas reuniones le quedó grabado en su memoria infantil; en otras ocasiones, en cambio, no entendió nada de lo que allí se hablaba. Sus dudas las aclararía con detalle, al paso de los años, el tío Rosendo, cuando regresaba de Madrid en vacaciones. Cuando Mamá Felisa estaba lúcida, no muy a menudo ni por mucho tiempo, siempre había alguien en la casa para tirarle de la lengua. Haciendo honor a su apellido, resultaba una extraordi-
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naria conversadora, fantasiosa y brillante en los relatos. Sentada en la camilla con su toquilla de lana negra, el pelo blanco bien recogido en un moño, y aquella viveza inteligente, no tardaba en comenzar a contar... y contaba, contaba sin parar... hasta que a veces, y ¡de repente!, interrumpía violentamente el relato, cambiaba el gesto, y levantaba la voz con tono autoritario: “Pequena, ¿ónde andas? Teño fame.” <<Era yo una niñita de pocos años, como Anxo más o menos –contaba una mañana Mamá Felisa, con sonrisa traviesa–, y ya recuerdo a los Touriñán como “los señoritos” de Vilar do Miño. Primero fue mi padre, Papá Manuel, y al morir, le sucedió mi hermano Arturo, y ellos fueron los que siempre mandaron en el pueblo. Allí no se movía nada sin su visto bueno, y aún después de regresar mis sobrinos de América al cabo de cerca de quince años, tras escaparse todos ellos a México, la autoridad de la familia Touriñán en Vilar do Miño seguía manteniéndose más vigente que nunca. >> <<Hasta para lanzar las primeras bombas de las Fiestas del Carmen era preciso el permiso de los Touriñán; el cura no empezaba la misa solemne mientras no llegásemos todos los de la familia, y aún así, nunca antes de un gesto de asentimiento de mi hermano Arturo; y por supuesto, la Banda de Ribadavia, que solía acudir todos los años a las Fiestas, no iniciaba la actuación sin recibir su director el consentimiento de don
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Manuel Touriñán... y a su fallecimiento, el de su hijo, don Arturo Touriñán. >> <<Y desde luego, el cura párroco, antes de anunciarlo en la puerta, les pasaba el horario de misas y del rosario para que le dieran el visto bueno, e incluso, llegada la fecha, les consultaba el horario de la novena del Carmen y la hora de la misa solemne. >> <<En el mismo Concello no salía un Bando del Alcalde de turno mientras no pasase la censura de los Touriñán y dieran el conforme al “Hago Saber...” correspondiente. >> <<Cuando mis primas y yo íbamos de compras a Ourense –relataba otro día–, mandábamos aviso urgente –por el primer paisano que pasase por delante de casa–, al Jefe de la Estación, don Evaristo, advirtiéndole de que no diese la salida al tren de las cuatro hasta que llegásemos nosotras para cogerlo. Desde ese momento, don Evaristo ya andaba nervioso todo el santo día, pensando en el retraso con el que seguramente nos presentaríamos en la estación, y maquinando en su cabeza lo que se podría inventar para retener el tren el tiempo necesario a su paso por Vilar do Miño. >> <<Como véis, los Touriñán éramos personas de gran importancia en el pueblo, y sobre todo, gente con mucho mando... >> Y Mamá Felisa, dando la conversación como finalizada, se erguía orgullosa en la silla, riéndose de sí misma al recordarlo.
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Las anécdotas de Mamá Felisa resultaban divertidas en extremo. Las relataba con tanta gracia y expresividad, con un adorno de gestos y entonaciones de voz, que parecían escucharse de boca de un excelso narrador de cuentos. El escenario, un país lejano e inexistente. Sólo porque ella las contaba y su hija María daba fe, podían creerse. Por eso no es de extrañar que todo el mundo le insistiera cuando la veían en condiciones normales para que relatase algo. Y muchas veces, le incitaban con toda la intención, en especial las personas amigas que conocían un poco de su vida, buscando orientar los relatos por temas concretos de su pasado y del entorno que la rodeó, tan cómicos algunos como únicos otros, y de los que ya sabían bastante, pero que querían volver a escuchar de la delicia de su voz. – Doña Felisa, y su hermano Arturo... –le insistían– ¿Por dónde anda? <<Mi hermano Arturo, ¡dónde va que se murió, Dios mío! Ya hace bastantes años –contestaba de inmediato a la interlocutora, que de hecho ya lo sabía, pero que le interesaba que doña Felisa se adentrase en el personaje–. ¡Ese sí que mandaba, arredemos! Tenía doce hijos, seis hombres y seis mujeres, y los traía a todos más derechos que un bastón. Solía andar a caballo, en un hermoso ejemplar completamente negro: “Rocinante” le llamaba, como el de Don Quijote de la Mancha – y se carcajeaba con estrépito de la ocurrencia de su hermano–. Iba cabalgando hasta Ourense, hasta Ribadavia, hasta O Carballiño, hasta Cenlle,
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hasta Ventosón... No sé qué negocios tenía entre manos, que andaba por todos los pueblos de la comarca. Cuando él volvía de estos viajes, y se oía el trote de “Rocinante” en la lejanía, sus doce hijos formaban delante de la puerta de la casa en perfecto orden de edad para recibir al padre. >> <<Don Arturo Touriñán, como así se le llamaba con mucho respeto en el pueblo, era muy “señorito”, y para que los numerosos hijos no se mezclasen en demasía con los criados y establecer las diferencias, según él, aconsejables, les construyó a éstos una casa aparte, exclusivamente para ellos, justo a un lado de la tienda que tenía por detrás de la estación. >> En una ocasión, en un día de mucha tertulia, alguien le preguntó a Mamá Felisa por las hijas de don Arturo. Sabían de sus hijos, pero no de las niñas. <<Las hijas eran todas muy guapas, y aunque más bien bajas y redonditas –como todas las Touriñán–, lucían con mucha gracia en sus andares, con una cara dulce, fresca y risueña, siempre arregladitas como si fueran de baile... Y eso sí, ¡muy remilgadas!... >> <<Un escritor ourensano, seguramente enamorado de alguna de ellas... o de todas –y se burlaba Mamá Felisa–, les escribió un libro titulado “Las flores del Miño”, y mis sobrinas lo conservaban como “oro en paño”, muy orgullosas de aquella ofrenda literaria. Lo colocaban en casa en sitio muy visible, para presumir ante las visitas. >>
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<< Eran tan “señoritas”, tan remilgadas, que si alguien llamaba a la puerta de casa y no estaban perfectamente vestidas, peinadas y pintadas, no abrían. Es decir, que lo dejaban con la puerta en las narices –y Mamá Felisa reía de nuevo con estrépito, contagiando a todos sus interlocutores. El tío Rosendo, durante su niñez y más tarde de mozo, pasó largas temporadas con Mamá Felisa en su casa de Vilar do Miño, en la que había nacido. A partir de su nacimiento, nieto y abuela se profesaron un intenso cariño, y contaba Sara, mi madre, que Mamá Felisa había cuidado con especial mimo a Rosendo, y que de bebé, al dormirlo y dejarlo en la cuna, le cantaba amorosamente, entre otras, aquella canción tan dulce: “Río Miño, río Miño,/ baixa caladiño, / non me despertes ó meu neniño...”, canción que años más tarde, Sara nos cantó también a todos los hijos. De ahí que el tío Rosendo –al igual que mi hermano Anxo en Vigo– interviniese en la última fase de la vida de Mamá Felisa. Sobre todo, en sus andares por la aldea en aquella época postrera en la que ya no tenía hijos en casa, y en la que reclamaba continuamente a “su” María que le enviase al nieto pequeño –el preferido de todos ellos– a pasar unos días junto a ella. Durante más de veinte años, Rosendo estuvo viajando desde Vigo a Vilar do Miño para acompañar a su abuela, primero en edad infantil, después como adolescente, y pasada la Guerra Civil, ya de mozo bien curtido,
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cuando estudiaba en Madrid y llegaba de vacaciones. << ¡Mucho anduve con Mamá Felisa por la aldea! –nos contaba el tío Rosendo a Anxo y a mí–. Con ella recorrí todos los pueblos de los alrededores: Coles, Pereiro de Aguiar, Velle, San Lorenzo, Belesar, Bamio de Fondo… No paraba quieta ni un instante, y por cuantos caminos pasábamos, no había ni un solo vecino al que no saludase afectuosamente, siempre muy efusiva y cariñosa con todos ellos, que respondían con respeto y serviciales: “A mandar doña Felisa.” >> <<Un día visitaba a sus sobrinas del Cruceiro, las hijas de su hermano Arturo, dos kilómetros monte arriba; otro, a su amiga María de Lagariños, siguiendo por el monte todavía otros dos kilómetros más. Se movía con una soltura y facilidad pasmosa por todos aquellos senderos que atravesaban montes y campos... Y para ella, nada, un paseito ligero. A veces, en el regreso, se hacía de noche, y yo hasta pasaba miedo. “Abuela, nos vamos a perder”, le decía. ”Cala neno, coma ímos perdernos na nosa casa”, me contestaba con genio, al ver mi cara angustiada. >> <<Y en estas visitas, Mamá Felisa acostumbraba a llevar unas onzas de chocolate en la faltriquera, para que sus sobrinas y la amiga no gastasen en la merienda, y eso que la familia de Arturo tenía una fábrica de chocolate, allí muy cerca de la casa. Pero era muy “mirada” para estas cosas y no quería abusar. >>
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<<Muchas veces, cruzábamos el río con David, el barquero, para visitar a los Feijóo, que tenían su casa en la otra orilla, en Casdemiro. Eran familias muy amigas y relacionadas, y cuando recibían alguna visita esperada de familiares o amistades importantes, anunciaban su llegada colocando una sábana en el balcón para que los Touriñán... o los Feijóo... se enterasen al otro lado del Miño. >> <<Alguna mañana de aquellas, a Mamá Felisa se le antojaba de repente asistir a la misa de la iglesia de San Miguel de Melias, también en la orilla de enfrente, y entonces, desde la ventana le gritaba a David, el barquero, para que diese el recado al párroco de no empezar la celebración hasta que ella hubiera llegado. Don Eleuterio la esperaba en el altar con toda la paciencia, igual que el resto de feligreses, y hasta que no se acomodaba en el primer banco, el monaguillo no hacía sonar las campanas que anunciaban el comienzo de la misa. >> <<Mamá Felisa, a pesar de los arrebatos de genio y de su dominante autoridad, era en cambio persona muy generosa, e irradiaba simpatía a raudales cuando estaba de humor. Y entre otras cosas, preparaba un chocolate que hacía enloquecer a todos los familiares y vecinos del pueblo, a los que invitaba sin reparos ni distinciones de ningún tipo. Así como los cogía al vuelo para las encomiendas más disparatadas, también les ordenaba tajante entrar en casa para disfrutar de sus chocolatadas, preparadas con esmero so-
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bre la lareira de piedra. Mamá Felisa revolvía sin parar la deliciosa mezcla para que no se quemase, y lo servía finalmente en una de aquellas típicas chocolateras de madera, acompañado, por supuesto, de roscón, galletas, bica o rosquillas... algo siempre había. >> <<De manera que llegabas una tarde cualquiera a casa de la abuela, a eso de las seis, y podías encontrarte tranquilamente con media docena de rapaces merendando, todos del vecindario; y otro día, en cambio, a las fuerzas vivas del pueblo: al señor cura, al alcalde, al juez comarcal…; y cuando coincidían o Talladas, el carnicero –que iba a entregar encargos a menudo–, Modesto, el carpintero, y o Bugarín, el oficial del Concello, las carcajadas que salían de aquella casa se podían escuchar al otro lado del río. Y es que a éstos, además del chocolate, Mamá Felisa les ponía de postre unas copitas de licor café –ya lo hacía a propósito, para inspirarlos–, y los chistes y las barbaridades acerca de los convecinos que salían de aquellas bocas no se acababan nunca. A veces, hasta terminaban cenando en casa, invitados por la abuela en vista del alargue de la velada. “Xa non falades vós, fala o licor café”, les decía Mamá Felisa, viendo la botella casi vacía... Pocos vecinos de Vilar do Miño habrán dejado de probar su delicioso chocolate, célebre en toda la aldea. >>
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Cuando Rosendo regresaba de vacaciones, no tardaba demasiado en verse rodeado de un montón de niños: los de la familia –yo entre ellos – y sus amigos. Nos narraba con detalle todas las novedades de la capital, los últimos chistes, nos llevaba a la playa en verano, jugaba con nosotros al fútbol en el colegio de los Salesianos, íbamos al cine con él, nos hablaba del Real Madrid... Cuando la pandilla fue creciendo y Mamá Felisa salía a colación –ya había fallecido–, Rosendo nos contaba deliciosas aventuras de nuestra carismatica bisabuela, con el esplendor y grandiosidad que la sangre Touriñán imprimía siempre a sus relatos, tanto que a veces hasta se dudaba de que no fueran pura invención, igual que los de Mamá Felisa... <<Un día de verano del mes de agosto, estando yo en Vilar do Miño pasando una temporada –nos contaba el tío Rosendo una mañana en la Playa de Samil–, a la hora de la siesta y en medio de un calor asfixiante, Mamá Felisa se asoma a la ventana de su casa, y al primer paisano que pasó por debajo –le daba igual que fuese hombre, mujer o niño, y sin consulta previa–, le ordena tan tranquila, con voz fuerte y autoritaria para que la oyera con claridad: “Oes ti, Modesto, vai onda Rodolfo Montes e dille que quero velo mañá ás doce”. Y o Modesto, sin dudar un momento, contesta presuroso: “Sí, dona Felisa, o que vostede mande”. Y de inmediato, abandonando por completo lo que estaba haciendo, se dispuso rápidamente a cumplir el
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recado encomendado, lo cual no tendría excesiva importancia si no fuese porque el tal Rodolfo Montes vivía en A Peroxa, a 10 kilómetros de Vilar do Miño, en pleno monte y cuesta arriba. Mamá Felisa ni le daría las gracias al paisano de turno, pero por supuesto, al día siguiente y a las doce en punto, el tal Rodolfo Montes se personaba en su casa sin rechistar. >> Mi hermano Anxo recordaba haber conocido al tal Rodolfo Montes en Vigo, durante una noche en la que durmió en casa de la abuela María. Por cierto, que a la mañana siguiente le tenía preparadas para el desayuno unas sopas de ajo tan espesas, que hasta la misma cuchara se sostenía de pie pinchada en medio del plato. <<Al lado de la casa de Mamá Felisa –recordaba otro día Rosendo–, vivía el carnicero del pueblo, un hombre feucho, grande y medio calvo, y con la nariz escandalosamente torcida, o Talladas le llamaban. Había sido portero de fútbol en Brasil, muy bueno al parecer, y explicaba Mamá Felisa que en un partido importantísimo, y a punto de finalizar, un delantero contrario le mandó tal “chupinazo” desde tan sólo tres metros, que el pobre Talladas tuvo que elegir, sin apenas poderlo pensar, entre agacharse y encajar el correspondiente gol, o parar el balón con la mismísima nariz, que tiempo no tenía ni para levantar las manos y detenerlo. Lo paró con la nariz, fue el héroe del encuentro, ganaron el partido, la inchada del equipo lo sacó en hombros del campo... y
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le quedó la nariz tremendamente torcida para toda su vida. >> Mamá Felisa conocía a la perfección aquellas preciosas y altas laderas que rodeaban Vilar do Miño. Las subía y bajaba como si fuese un joven montañero, y cuentan que cuando nació su primer hijo, Alberto, en Os Peares, tan pronto como se repuso del parto, cogió al bebé en sus brazos, y se lanzó monte arriba para bautizarlo en la iglesia parroquial de Temes. Total nada, cuatro kilómetros de empinadas corredoiras, llenas de piedras y pronunciadas curvas, y con el niño a cuestas. Llegó sin avisar, pero, con su acostumbrada autoridad, ordenó al cura párroco, don Fulgencio, la celebración inmediata del bautismo de Alberto; después de una generosa limosna, otra vez, ahora cuesta abajo, regresó a su casa. En una fría y lluviosa tarde de aquel primer diciembre que pasó Mamá Felisa en la casa de la calle del Progreso, coincidieron merendando alrededor de la acogedora camilla, además de la bisabuela, la abuela María, el tío Rosendo, mi madre Sara, mi hermano Anxo y algunas amigas de la familia. La tertulia se fue animando al calor del brasero y del suculento chocolate de la merienda, y Mamá Felisa, que se encontraba inspirada y simpática en ese momento, empezó a recordar... y a recordar... <<Un buen día y sin avisar, mis seis sobrinos se marcharon a México escapando de la insoportable disciplina y el tremendo orden que
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imponía su padre, Arturo Touriñán, hermano mío, como sabéis. Así que Camilo, Álvaro, Nicanor, Alfredo, Rogelio y Graciano, sin encomendarse ni a Dios ni a nadie, se embarcaron de polizones no se sabe cómo, ni en qué barco, y así aparecieron todos en América. No le quedó a mi hermano ni un único varón en casa –ya os conté que tuvo doce hijos, seis hombres y seis mujeres–, y al poco tiempo también se acabó escapando su hija Celia. Y no es de extrañar, porque a los chiquillos los mantenía a raya, horarios inamovibles, duros trabajos en el campo con los jornaleros, órdenes tajantes, sin admitir más opinión que la suya... Mientras fueron pequeños aguantaron la situación, pero a medida que cumplían años, las relaciones con el padre se estaban haciendo insoportables día a día. Teniendo en cuenta, aún encima, que los Touriñán eran de sangre caliente, las liortas terribles que se sucedían en aquella casa no podían continuar. Baste como muestra anecdótica el que mi hermano Arturo los hiciese levantar a las seis de la mañana para asistir a la Novena de Ánimas, nada menos que en el mes de noviembre, en pleno invierno... Y por supuesto, el Santo Rosario no podía faltar puntualmente cada día a las ocho de la noche... y ¡cuidado!, que a veces había que repetirlo por no poner los chicos la debida atención. >> Mamá Felisa se reía mientras lo contaba. El recuerdo de aquellas aventuras solían provocarle sonoras carcajadas. Desde la madurez y la serenidad de sus años, estas narraciones eran como
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una confesión a viva voz de las locuras y ocurrencias que se gastaban los Touriñán, como una especie de reconocimiento de culpa de aquella forma de vida tan peculiar. Y sin querer por ello arrepentirse de nada en nombre propio ni en el de la familia, parecía al menos que con sus repetidas sonrisas y risotadas quisiera lanzar al aire un amago de disculpa ante las extravagancias del clan. << ¡Demasiados Touriñán juntos! –continuaba–. Después, en México, Nicanor acabó ordenándose cura, en una solemne ceremonia oficiada en la famosa Basílica de Guadalupe; Camilo se dedicó al comercio de la madera, que ya conocía de Galicia; Álvaro montó una tienda de sombreros, se casó con una clienta, y al cabo de unos años regresó a Galicia; Celia también se casó allí, en Puebla, con un yucateco –de Yucatán–, dicen que descendiente de los indios mayas, de la realeza, con un nombre muy raro, “Pico de Águila” parece que significaba; y los otros hermanos se fueron apañando como pudieron... >> <<Y lo que sí hicieron mis sobrinos en México fue mucho ruido, como de costumbre. No había fiesta en toda la capital y alrededores en la que no se notase su presencia. Los líos de faldas eran contínuos, y más de un conflicto grave llegaron a tener con los hermanos y padres de las víctimas. Me contaba en una ocasión mi sobrina Celia que había un pueblo cerca de la capital que le apodaban Touriñán, por estar habitado por varios hijos naturales de sus hermanos –y Mamá Felisa volvía a reírse con estrépito–. No se supo
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nunca si era cierto. Tal vez se tratase de una broma más de mi sobrina, a lo Touriñán, que además de un genio endemoniado, también siempre gozamos de un sentido del humor extraordinario... pero seguramente algo de verdad albergaría aquella historia. Mis sobrinos, desde luego, fueron toda su vida tan divertidos como escandalosos... hasta el mismísimo cura era un ejemplar único. >> <<El “Padresito Nicanor”, que así le llamaban los feligreses mexicanos con mucho respeto y aquella dulce entonación del acento, tuvo que regresar a España escapando de una de tantas revoluciones que allí estallaron. Seguro que desde el púlpito, con la autoridad típica que otorgaba su apellido, bendecida ahora por la religiosidad de la sotana, habría dicho cualquier impertinencia en contra de los revolucionarios de turno, y como consecuencia, éstos le andaban detrás con no muy sanas intenciones. Parece ser que en una de éstas, llegaron a su casa varios tipos de grandes bigotes y caras de malas pulgas, preguntando por el cura. Mi sobrino Graciano, que haciendo honor a su nombre resultaba muy gracioso –le llamaban o Chilindrín, por ser bajito, rechoncho y muy movido–, tuvo que recibir a los rebeldes, sortearlos y entretenerlos como pudo, para evitar el peligroso encuentro con su hermano Nicanor, que estaba a punto de regresar a casa. Total, que sacó unas botellitas de licor café de las de Vilar do Miño –muy fuerte como sabéis; dicen que explota con una cerilla...–, y copa va co-
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pa viene, chiste de Graciano por aquí, chiste por allí... acabaron borrachos perdidos, amigos para siempre... y con la situación solventada. >> <<Pero pese a todo, Nicanor Touriñán salió escapado para Galicia en cuanto pudo. >> Las historietas de Mamá Felisa parecían interminables, y aquel día tuvieron que interrumpir su narración porque se había hecho demasiado tarde para ella. Una vez acostada, la abuela María – digna heredera como narradora–, tomó el relevo y siguió con el hilo de la conversación. <<Cuando estalló nuestra Guerra Civil, mi primo Graciano ya había regresado de México. Cuentan que tuvo que marcharse escapando de las gentes de Pancho Villa, que lo querían linchar por ciertas bromas que les había gastado. Muy propio de Graciano, sobre todo cuando llevaba unos tequilas de más. >> <<Vivía por entonces en Ourense, y era medio rojo en sus ideas políticas. En una noche de aquellas de los primeros tiempos de la guerra, se salvó del “paseo” por los pelos. Los falangistas lo vinieron a buscar a casa con muy malos propósitos. Lo conocían de Vilar do Miño como uno de los hijos del “gran cacique” del pueblo, y parece que trataban de saldar viejas rencillas pendientes. Pero al ver que el salón estaba lleno de imágenes de santos y de estampas de la Virgen –seguramente serían de Nicanor–, no se atrevieron con la idea inicial, tal vez por superstición, y simplemente se lo llevaron detenido. Permaneció
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encarcelado en el Monasterio de Oseira durante un par de meses. Para sacarlo, las buenas mañas del cura resultaron fundamentales, y eso que don Nicanor no era medio rojillo como su hermano... era rojo total, y siempre dedujimos en la familia que sólo la sotana le había salvado de un desenlace incierto, porque además, haciendo honor a su apellido Touriñán, no se retraía demasiado en sus comentarios. Baste el ejemplo de su salida de México. >> La abuela María tampoco se quedaba atrás recordando vivencias: propias, de su familia, de sus amigos, de sus vecinos... <<El fuerte carácter de los Touriñán era sobradamente conocido en toda la comarca. Y menos mal que la gente que les rodeaba ya estaba al tanto, y no tenía muy en cuenta aquel genio airado y violento con que arrancaban a menudo. Cuando asomaba la “borrasca Touriñán”, el que más y el que menos trataba de desaparecer discretamente, y sin darle mayor importancia, algunos hasta se marchaban riendo. Una vez superado el berrinche, que solía ser enseguida, tras aquella vehemencia de gestos y voces, se descubrían personas agradables, de enorme simpatía, carismáticos. Y sobre todo generosos en extremo con los allegados... y con la juerga a flor de piel... Mamá Felisa explicaba que ese carácter venía heredado desde generaciones muy antiguas. >>
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<<Su abuelo Ernesto Touriñán era músico, y en una época de su vida desempeñó el cargo de director de la Orquesta Municipal de Ourense, hasta que fue destituido por su carácter irritable y exaltado. >> <<En aquella época –mediados del XIX–, en las mañanas de domingo, la Orquesta Municipal de Ourense acostumbraba a dar unos espléndidos conciertos en la Alameda. En torno al Palco de la Música, y siguiendo las costumbres del momento, se formaban tres paseos: el del centro, en donde se reunían las autoridades y personas importantes de la ciudad; y los dos laterales por donde circulaban los soldados y el pueblo. Las clases sociales nunca se mezclaban, y si había algún osado que transgredía el orden establecido, un municipal lo agarraba por el pescuezo y lo devolvía al sitio que le correspondía. >> <<Por aquel entonces, algunos directores de orquesta no utilizaban la batuta para dirigir, sino que lo hacían con un pequeño cornetín. El bisabuelo Ernesto, profesional muy competente y exigente con sus músicos, no consentía demasíados errores, y en uno de aquellos memorables conciertos, uno de los músicos desafinó repetidas veces. Y claro está, el genio Touriñán resurgió, y su cornetín de director acabó estrellándose contra la cabeza del desacertado componente de la orquesta. Fue destituido al día siguiente. >> <<Pero la valía profesional del bisabuelo Ernesto era tanta, que al cabo de no mucho tiempo fue repuesto de nuevo en el cargo, para
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terminar muriendo, seguramente como él hubiese querido, dirigiendo un domingo a la banda en uno de sus conciertos. De sus manos yertas le sacaron el cornetín de director. >> << Así que –continuaba la abuela Maríael genio endemoniado de los Touriñán nos viene ya de largo... y de lejos, porque el bisabuelo Ernesto, aunque descendiente de gallego, era castellano, de Valladolid, concretamente de Simancas, y llegó a Galicia como músico militar del Regimiento de Infantería de Murcia, afincado provisionalmente en Ourense. Cuando el Regimiento se trasladó a otro lugar, me parece que a Vigo, el abuelo dejó el ejército para quedarse cerca de Mamá Digna, de la que se había enamorado en Vilar do Miño, y con la que se casó al poco tiempo. >> <<Y hablando de genios, me vienen a la memoria las cosas de mi prima Consuelo Touriñán, siempre tan alegre, simpática y divertida, pero también víctima habitual de los arranques de furia de los de nuestra saga. Vivía en Ourense, en el Puente, pero tenía casa en Vigo, en la calle del Príncipe, encima de La Camisería Inglesa. Hacíamos unas memorables tertulias en su casa, hablando en gallego –como tenía que ser con ella–, y a las que acudía raudo el primo Álvaro y su mujer Conchita. Allí pasábamos toda la tarde, echando la partida de cartas. Entre brisca y escoba, recordábamos las miles de situaciones que nos habían pasado en la vida. Tratándose de
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nuestra familia, claro está, las historias resultaban inacabables. >> <<Consuelo Touriñán, por aquel entonces, ya vivía sola, que tampoco era cosa de extrañar, porque un buen día, entre otra serie de barbaridades, hasta le arreó a su marido tal puñetazo en un ojo, que se lo dejo a la virulé para una temporada. Desde aquella, repuesto del combate, él la llamaba tiernamente “la cariñosa agresiva”. El caso es que Gerardo, su marido –hombre extremadamente guapo y elegante, un auténtico “dandy” de la época–, no tardó demasiado tiempo en encontrar compañía más dulce, y un buen día, finalmente, terminaría por marcharse con la nueva moza. Lo cierto es que Consuelo lo lamentó toda su vida, y aún al final de sus días continuaba muy enamorada de Gerardo. >>
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<<Una noche de verano, ya bastante tarde, pasadas las doce –nos contaba otro tarde la abuela María mientras merendábamos–, llaman a la puerta de la casa del Cruceiro, allí en Vilar do Miño. Mis primas estaban solas en aquel momento, y en principio no se atrevían a abrir a horas tan avanzadas. Pero ante la insistencia de las llamadas, se acercaron a la puerta con precaución, ojearon por la ventana, y acabaron por levantar la tranca y abrir el portón. – Buenas noches, doña Isabel. Usted no me conoce, pero yo sí les conozco a ustedes. Gracias a su padre don Arturo, que en paz descanse, en mi casa se pudo comer muchas veces. Soy el hijo de David, el barquero, y perdonen que venga tan tarde, pero es que mañana regreso a México. No quería irme sin venir a saludarlas y entregarles un pequeño regalo, en recuerdo de los muchos favores que sus padres nos prestaron. >> <<El chico les entregó el presente, una polvera de oro macizo, y luego se despidió muy educado, deseándoles toda clase de venturas. Las primas se quedaron tan sorprendidas con aquella visita fugaz, y a evidente deshora, y aquel inesperado obsequio, que no se dieron cuenta hasta pasado un buen rato de que al muchacho ni siquiera lo habían invitado a pasar. >> <<A la mañana siguiente, al indagar por el pueblo, confirmaron que se trataba efectivamente de Pedriño, el hijo de David, el barquero. Su padre se dedicó durante muchos años a trasladar a la gente de un lado al otro del río, y entre
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viaje y viaje, aprovechaba para pescar anguilas. A veces, el negocio no resultaba muy boyante, y era entonces cuando el tío Arturo le vendía a crédito en su tienda los alimentos básicos que precisaba. Ya pagaría cuando pudiese, y si ese momento no llegaba, tampoco pasaba nada. >> <<Pedriño emigró a México, y contaban en Vilar do Miño, que se había hecho millonario. Al cabo de un tiempo de llegar a la capital mexicana, puso una panadería, y circulaba el rumor por la aldea, que al acondicionarla y tirar unos tabiques, encontró guardado entre los muros una enorme cantidad de monedas de oro macizo, y que ahí se inició la gran riqueza del hijo del barquero. Por entonces, ya contaba con varias panaderías en Ciudad de México, aunque se supone que en éstas no habría encontrado también el tesoro de la primera. >> <<Andando los años, la valiosa polvera desapareció misteriosamente de la casa del Cruceiro, y dicen las malas lenguas, que algún hombre de la familia se la había regalado a una novia... >>
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Cuando Rosendo llegaba a Vigo de vacaciones, lo primero que hacía, acompañado de Anxo, era coger el tranvía y visitar la tumba de Mamá Felisa en el cementerio de Pereiró. Y de paso, naturalmente, tenía que realizar la visita obligada a su párroco don Nicanor, si no quería recibir en “La Tienda” al día siguiente –cuando el tío llegara a enterarse–, todas las maldiciones posibles del cura, que se las enviaba muy quejoso y ofendido a través de sus padres, a los que también dedicaba lo suyo por la mala educación del hijo. <<Camilo Touriñán –nos contaba el tío Rosendo entre risas–, uno de los sobrinos de Mamá Felisa que se escapó a México, era otro de los muchos personajes destacados de la familia. Alto, bien plantado, un poco bruto pero guapo –decían las mujeres–, moreno, con fino bigote, pelo negro, siempre muy repeinado con raya a un lado, y variable en el vestir, dependiendo de cómo le fuera la vida. Se dedicó en México a múltiples negocios, en general relacionados todos ellos con la madera, ocupación en la que ya se iniciaba con éxito cuando abandonó la aldea. >> <<El caso es que Camilo Touriñán tan pronto se hacía rico, como aparecía poco tiempo después pidiendo casi limosna. Llegó a tener avioneta propia, y según la residencia que ocupase en su momento, se sabía si las cosas en el país iban bien o mal. Si Camilo vivía en el mejor hotel de la ciudad, es que México funcionaba de maravilla; y si ocupaba cualquier pensión de mala muerte, es que la nación se encontraba en una de
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sus habituales revoluciones. De forma que su fortuna dependía en gran medida de quién fuera en cada momento el presidente de la República. Que había un mandatario favorable, lucía entonces espléndidos trajes, siempre de color claro, fumaba gigantescos habanos, se paseaba en unos cochazos imponentes, y se le veía acompañado a meundo por espectaculares bellezas mexicanas. >> <<Vino a España dos veces, las dos conduciendo coches despampanantes. Uno de sus pasatiempos favoritos en su estancia en Galicia era atracarse con unas mariscadas impresionantes, a las que invitaba a todos los familiares y amigos que estuviesen a mano, y de las que acostumbraba a salir con bastantes copas de más. >> <<Solterón empedernido toda su vida y sin compañía estable en ningún momento, llegó en su segundo viaje a Galicia para morir en su tierra natal, al calor de los familiares. Vivió hasta el final en Santiago de Compostela, cerca del Hospital y de los médicos que lo atendían. A mis hijos les regalaba los juguetes más grandes que hubiera en la tienda. Un Touriñán más. “No hay uno bueno”, decía con mucha guasa el abuelo Basilio. >> Al abuelo Basilio, como persona religiosa, formal y de exagerada rectitud, no le gustaba hablar de sus parientes. Parecía que incluso le diese algo de vergüenza tener familiares tan escandalosos y poco serios, y en consecuencia, no le agradaba demasiado difundir sus comportamientos y
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sus historias. Pero en alguna ocasión, algo se le escapaba... << Graciano Touriñán, el primo de vuestra abuela –nos contaba una tarde a Anxo, a Pablo y a mí–, también regresó a España como nosotros. Al llegar de México estuvo viviendo en Ourense una temporada larga, pero al cabo de un tiempo se fue definitivamente a vivir a la casa paterna de Vilar do Miño. Es bruto como él sólo, mal vestido, casi siempre sin afeitar, despeinado, con una presentación fatal, bajo y gordo, todo el día diciendo palabrotas... ¡Pero es un pavero!, siempre contando chistes, y sacándole punta a todo... y además un consagrado solterón, lo cual no quiere decir que en México no tuviese mujeres en su vida, aunque ninguna formal. >> <<Al fallecer los padres, el mando familiar en la casa de los Touriñán en Vilar do Miño, lo había cogido la mayor de las tres hermanas, que al quedarse solteras, seguían viviendo en la casa paterna. Isabel, que así se llama, todo un sargento con faldas –comentaba el abuelo, riéndose y gesticulando con las manos–, siempre le encarga a Graciano a la hora de comer que suba una jarra de vino de la bodega. Graciano sube dos, una bastante bautizada para las hermanas, y otra para él. “¡Graciano, súbela sin bautizar!”, le chillan todos los días las hermanas desde la cocina. “No, que luego os hace daño”, les contesta, mofándose de sus histéricas protestas... Y eso que Graciano sentencia muy a menudo: “... si a auga
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faille tanto mal os camiños, ¿qué non fará no estómago?” >> <<Y lo que nunca supimos en nuestra familia es cómo demonios hizo el bueno de Graciano para ser nombrado Juez de Paz de la comarca de Coles. Pero lo cierto es que lleva en esa función desde hace muchos años. >> <<También es corresponsal de Banesto para la zona de Coles, Pereiro de Aguiar, Velle, Cudeiro, a veces hasta llega a Ventosón... ante la sorpresa general de toda los familiares. Se mueve en una motocicleta medio destartalada, haciendo gestiones por todas las aldeas próximas, y administrando los muchos dineros que los emigrantes en América envían a sus familiares. Como conduce como un loco y casi siempre con unos vasos de más, los parientes no sabemos, por un lado, cómo no se mata con la moto por aquellos tortuosos caminos de los montes y de los campos; y por el otro, cómo no pierde o le roban esas cantidades de dinero tan importantes que acostumbra a llevar consigo. >> <<Total, que el menos estudiado de los hermanos, con escasa preparación y conocimientos, acabó impartiendo justicia en la comarca, y administrando suculentas cantidades de dinero de sus vecinos. Cómo consigue hacerlo nunca lo supimos, pero debe hacerlo bien porque conserva esos trabajos desde después de la guerra. >> Al cabo de unos años se recibió la noticia de que había muerto Graciano, y mi madre Sara, al recordarlo una tarde, transcurrido ya bastante
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tiempo desde su fallecimiento, nos comentaba con tristeza que lo había conocido bien, y que era el último tío que le quedaba en Vilar do Miño, el más simpático y divertido de todos ellos. <<En los últimos tiempos lo atendía en su casa una criada de mediana edad, Perpetua se llamaba, con la que acabó liándose. Al final, después de muchos años, su hermana Celia, gracias a su esfuerzo sin descanso, consiguió que se casaran –él con ochenta años– y “... se pusieran a bien con Dios”. Fue el último de los doce hermanos en morir, y su herencia se la dejó por entero a Perpetua, incluída, como es lógico, la hermosa casa paterna del Cruceiro, auténtica y venerada reliquia familiar, llena de muebles, cuadros y objetos de gran valor, que los anticuarios de Ourense se apresuraron a comprarle a la excriada antes de que vendiese la casa, como así hizo cuando aún no había pasado un año de la muerte del marido. >> <<El tío Graciano está enterrado en uno de los nichos nuevos del cementerio de la iglesia de Vilar do Miño. Pero sus padres, Arturo y Calixta, así como alguno de sus hermanos, yacen en una sepultura en tierra, pegada a las mismas paredes de la iglesia, que se conserva intacta en su sitio, aunque con el mármol envejecido, sin que apenas puedan leerse las letras impresas en la lápida. >>
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La saga de los Touriñán, pese a ser muy numerosa en el pasado, fue menguando con los años por la soltería de muchos de ellos y de ellas, y también porque la descendencia femenina acabó perdiendo el apellido con la llegada de generaciones nuevas. De los tiempos de Mamá Felisa pocos quedan ya, pero sí algunos. Los que todavía se mantienen lúcidos me han contado mucho de lo que relato ahora, por descontado que con el talento orador de sus antepasados. Y aunque la sangre sigue corriendo por las venas de todos nosotros, el ilustre apellido se difumina, parece que sin remedio. También podría haber sucedido que algunos Touriñán se hayan perdido por las inmensidades de México, descendientes de los tíos que allí se quedaron, y ocurra que en este momento no sepamos nada de ellos… pero, ¿quién sabe si algun día apareceran por aquí? Lo cierto es que las tradiciones familiares de principio del siglo pasado se fueron desvaneciendo, pero no los entrañables escenarios de Vilar do Miño, de Ventosón, de San Lorenzo... que aún se conservan casi intactos a pesar del tiempo. Pero la famosa sangre caliente de los Touriñán parece haberse enfriado un poco con los actuales descendientes. O tal vez acontezca que en estos comienzos de siglo haya perdido el cauce de épocas pasadas, y necesite encontrar otras ubicaciones más adecuados. Aunque quién sabe si no se trata simplemente de un breve descanso, un periodo de transi-
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ción, y que surja en cualquier instante alguno de los de antes, un auténtico Touriñán, armando guerra y luciendo apellido: un famoso músico, como el abuelo de Mamá Felisa; o un cura eminente, rememorando a don Nicanor; o un hombre de letras y galleguista, al estilo del tío Alberto; o un político destacado que hubiera heredado las cualidades del tío Fernando; o un jinete de fama como el tío abuelo Arturo; o bellas damas de este siglo emulando la belleza de “Las Flores del Miño”; o un banquero de renombre como Graciano... Tratándose de un Touriñán, cualquier cosa, por inesperada y sorprendente que parezca, es posible.
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X. Anxo y el tío Alberto
En aquellos tiempos de Mamá Felisa, no hubo ningún Touriñán que hubiese amado a Galicia tanto como lo hizo Alberto Prego. Y sin embargo, curiosamente, tampoco hubo nadie entre todos ellos que hubiera vivido tan escaso tiempo en su tierra natal como él vivió. Diecisiete años pasó en Vilar do Miño antes de emigrar a Buenos Aires, años de niñez y de inicios de juventud, que no llevaron en su ánimo para el viaje más contenido que recuerdos de infancia: la escuela de don Roque, los juegos de chiquillo en la huerta de casa, los fríos baños del río, la estación del tren, el barquero que los trasladaba de una ribera a otra del Miño, la música de las fiestas patronales, las misas de monaguillo, el paisaje del pueblo... y no mucho más. Pero todo ello sirvió de base para que, con el paso de los años y rebasada aquella primera juventud, los sentimientos madurasen poco a poco, con el rumor y el acento de Galicia en el Centro Gallego de Buenos Aires, hasta alcanzar su plenitud más adelante, con la llegada en aluvión de los grandes pensadores gallegos exiliados de su patria a causa de la Guerra Civil.
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Y nadie como Alberto Prego, tal vez ni tan siquiera los más venerados intelectuales, luchó tanto y tanto tiempo por Galicia como él. Y además, con la circunstancia añadida de haberlo hecho siempre desde el exterior –se quedó a vivir en Buenos Aires de por vida–, pero sin rebajar por ello lo más mínimo su entrega total de cuerpo y alma a los ideales galleguistas. Lejos de intereses propios, ni políticos, ni económicos, ni sociales, ni en busca de relevancia alguna... sólo prevalecía en Alberto Prego un amor desmedido por Galicia, y unas inmensas ansias de luchar sin tregua en defensa de su pueblo. Con Anxo, mi hermano mayor, entabló el tío Alberto una especial conexión, forjada desde su primer viaje a Galicia, a finales de la década de los cuarenta, siendo mi hermano entonces un niño de poco más de diez años. Durante su estancia, –él vino con su esposa Ana María– les había servido de acompañante en sus andanzas gallegas, y aún hoy recuerda Anxo un buen número de anéc- dotas que vivió con ellos por Vilar do Miño, por Ventosón, por Os Peares, por San Lorenzo... todas llenas de sentimientos emocionados y, a menudo, de sollozos incontenibles del tío. <<En una ocasión –me contaba Anxo–, recién llegados a Vilar do Miño, y en la primera noche que pasaban en el hogar paterno, el tío Alberto se asomó a la solaina de la casa que miraba al río, se quedó en silencio, y exclamó: “¡Melias con luz!”. Por primera vez veía a San Miguel de Melias, la parroquia del otro lado del río, con luz
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eléctrica. Habían pasado cincuenta años, y la oscuridad de antaño era salpicada ahora por numerosos puntos luminosos. >> <<Estas sensaciones tan puras y tan hondas –me seguía contando Anxo– las iba dejando a lo largo de todo el viaje con una emoción y un recogimiento que, en muchos momentos, aunque yo era un niño, se me contagiaban hasta sentirlas también. >> <<Los viajes del tío Alberto por Galicia en el “autoplano” que le cedía nuestro tío Basilio se convertían en una auténtica vorágine, un alocado ir y venir de un lugar a otro, y sin descanso. Eran tantos los deseos de recorrer todos los lugares –a pesar de sus sesenta años largos–, que no paraba quieto un instante en ningún sitio. Estaba plácidamente en la aldea junto a los parientes, disfrutando feliz de su compañía... y de repente se iba a Santiago a visitar la catedral y oír misa delante del santo, o aparecía al día siguiente en Monforte atendiendo la llamada de un personaje político... Y es que su estancia en Galicia abarcaba para él un triple contenido de interés: la querida familia, la cultura gallega, y, naturalmente, la política. Todo, en apenas un mes. >> <<Las reuniones familiares a su llegada a la aldea –relataba Anxo otro día– resultaban una auténtica delicia, y un festejo continuo de casa en casa de todos los parientes. En uno de ellos, en Vilar do Miño, con la presencia de la mayoría de los primos, la juerga y el humor de los Touriñán salieron a relucir en todo su esplendor. Después
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de una abundante y suculenta cena, bien regada con los vinos del país, llegaron las copas de licor café, de aguardiente de hierbas, de orujo... y con los ánimos convenientemente predispuestos, los chistes y las anécdotas de aquellos personajes cobraron un punto sublime, como correspondía a la gente allí reunida. >> <<En la casa del Cruceiro, como en tantas otras grandes casas de entonces, el enorme salón contaba en un fondo con dos señoriales habitaciones, separadas entre sí por el pasillo que conducía hasta la cocina. El cura don Nicanor, presente en la cena, ¿cómo no?, debía celebrar misa temprana al día siguiente, de forma que ya a hora avanzada decidió retirarse a su alcoba, una de aquellas que daban al salón. Entonces, su hermana Consuelo, mujer de una simpatía arrolladora, no tuvo otra ocurrencia que, pegando el ojo a la cerradura de la habitación, radiar, más con gestos que con palabras, el laborioso proceso mediante el cual el sacerdote se quitaba la sotana y se ponía el pijama correspondiente, con la variedad de escenas que se ofrecieron entre una y otra vestimenta. La fiesta encontró así un cierre inolvidable, porque además, los radio-escuchas se veían obligados a contener las carcajadas, tratando de evitar a toda costa que don Nicanor se percatase de aquella narración en directo. Al final tuvieron que salir del salón, ya sin poder contenerse ni un minuto más, y acabaron en la solaina de la casa tirados por el suelo y muertos de la risa. >>
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Un día de verano, después de visitar la imponente Catedral de Tui, entramos Anxo y yo en un viejo bar de la Alameda a beber un refresco, y de inmediato le asaltaron a mi hermano los recuerdos de las aventuras del tío Alberto por los pueblos de Galicia. <<Justo en esta mesa –me contaba Anxo dirigiendo la mirada hacia ella– estuve sentado con el tío mientras esperaba por un portugués... Y es que la vertiente política del primer viaje de Alverto Prego –en estas ocasiones no llevaba a su esposa Ana María–, le obligaba a ir de gira por toda Galicia de forma repentina y desordenada, y todo para conectar veladamente con la red clandestina de antifranquistas. En una de ellas se reunía con Manuel María en Monforte, en otra con el portugués Hugo Rocha en Tui –el que te mencionaba antes–, con varios personajes en Rianxo, con un poeta galleguista en Celanova... y luego se lamentaba, medio en broma, medio en serio, de que no estuviese en alguno de aquellos encuentros Domingo García Sabell, y poder entonces “formar Gobierno”... de Galicia, naturalmente. >> Alberto Prego poseía un humor excelente, persona pacífica, tranquila, dulce, con voz conciliadora... ir en su compañía tenía un efecto casi sedante. De los Touriñán heredó la inteligencia, la viveza de ánimo, la decisión... y aquel punto de seducción del que siempre gozaron los de esa saga.
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<<Tan sólo en dos ocasiones –recordaba Anxo– vi realmente incomodado al tío Alberto, y fueron las dos en su último viaje a Galicia, en 1960. >> <<Una de ellas fue el 25 de julio, cuando asistió a la Misa de Rosalía Castro, en Santo Domingo de Bonaval, celebración a la que no podía faltar, y en la que se encontraba con multitud de amigos de ideología afín. Cuando llegó de regreso a mi casa de Santiago, nos contó exaltado y con mucho dolor que la Policía Nacional se había llevado a su amigo Jaime Isla a comisaría, sin que explicasen exactamente los motivos de su detención. Estaba realmente indignado, en un estado nervioso que tardó varias horas en apaciguar. >> <<La otra vez que se incomodó seriamente, hasta con algún insulto, fue en Os Peares, visitando la iglesia de Temes, en donde había sido bautizado. De paso quiso entrar en la casa del Padre Feijóo, en Casdemiro –las familias Feijóo y Touriñán tenían una gran amistad de antiguo–, y cuando íbamos en el coche de regreso, comentaba indignado: “Este Blanco Amor... será bárbaro, firmou no libro de honra da casa en castelán...” >> <<En aquellos días tuvo especial empeño en visitar la Casa de Rosalía Castro en Padrón, que por entonces estaba hecha una verdadera ruina –aún no se había restaurado–. Al llegar a los pies de la cama donde supuestamente había muer-
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to Rosalía, permaneció estático y comenzó a llorar en silencio. En mis 34 años de trabajo en la Casa de Rosalía –Anxo era directivo del Patronato cuando me relataba esto– no he vivido ningún momento más emocionante que aquel. Se me encoge el corazón sólo con recordarlo; veo como si fuera hoy al tío Alberto, inmóvil, con profundo respeto, con su acostumbrada serenidad, pero irradiando sentimientos, emoción, las lágrimas cayéndole por las mejillas... Parecía que quisiese abrazar el alma de Rosalía, que por allí flotaba en el ambiente. >> Mi hermano Anxo, a raiz de acompañarlo en sus dos viajes por Galicia –en el segundo ya de adulto y con su ingeniería recién terminada–, entabló con el tío Alberto una relación muy afectuosa, y nació entre ambos un cariño singular. El tío, en la distancia, siempre guardaba un enorme interés por toda su familia, la de su época y la nueva, y en su carteo con Mamá Felisa y con su hermana María, reclamaba con insistencia una información completa, detallada y al día de las diversas andanzas familiares.Tenía verdadera adoración por la familia, y la echó en falta a lo largo de toda su vida. << Mira la carta que me escribió el tío Alberto cuando acabé la carrera, en el año 1964 –me dice una tarde Anxo, entregándome el escrito, largo y mecanografiado en apretadas líneas y letra menuda. >>
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Bos Aires, 15 de Outubro de 1964 Señor D. Anxo Alar Loira Mazaricos, 33 –Baixo Sant Yago de Compostela –––––––––––––––––––––––––– Benquerido e lembrado Anxo: Galego tí e galego eu, lóxico é que che escriba en galego. A santo de que temos de botar man de idioma alleo, posto que o temos propio; e ben ricaz i espresivo e de longo e brilante historial. Por elo, e tamén por aquelo que dixo Lamas Carvajal: “Fálame na nosa lingua/ si é que me queres ben...” E eu quéroche sinxelamente ben. A máis, o que me move a che dirixir istas liñas é cousa leda e con reigame no corazón. Logo, ¡qué mellor, para espresalo, ca duzura e garimosidade da nosa fala!. E vaiamos a elo. Pola tua aboa María e polo teu tío Alberto, tiven a grandísima notiza de que remataches brilantemente a tan rexa carreira de Inxeniero de Camiños. Chegue a tí, por elo, miña mais enfervoada noraboa e meu quente anceio de que Deus che depare abondosos éisitos no desenrolo da mesma, para satisfación e proveito teu e para lexítima orgulleza de teus queridos pais e para todol–os que estamos xunguidos a tí pol–o sange e pol–o agarimo. Asimesmo, fólgome como patriota galego, porque as tuas aitividás profesionaes terán de seren proveitosas para Galicia, pois, pol–o caraute das
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mesmas, sempre se desenrolarán a prol do progreso da nosa sagra Terra. Para d–algún xeito testimuñarche a ledicia que sinto –que sentimos, pois Ana María me fai prena compaña n–elo–, pol–o teu trunfo, dispuxen que a Editorial Galaxia che faga chegar uns libros que che prego recibas como recordo noso. En longa e garimosa carta, teu tío Alberto, amáis de me dar a boa nova da culmiñación da tua carreira, fíxome chegar o informe teu encol dos concursos do S.E.U. e as follas de convocatoria dos mesmos para o ano 1964, nos que, ¡o fin!, se incruie o idioma galego. Todo ello intresóume moi- tisimo e prodúxome viva satisfación ollar a lóxica nova modadilade, a cal, sen dúvida, á sere proveitosa para unha mellor armonización da heteroxeneidade peninsular, heteroxeneidade que non é unha invención dos homes, senón un feito irreversibel de Natureza, val decir de Deus: xeografías, psicoloxías, culturas, linguas, etc., diferenciadas palmariamentes. Dos homes ten sido, –e en moitos aspeutos inda sigue sendo de xeito irritante–, a cegueira e a torpedade de pretender enmendarlle a Deus o seu feitío. Daí a lumiosa aititude de IIº Concilio Vaticán en defendemento das linguas vernáculas, pois todas elas son de orixe diviño, dispondo que n–elas se digan as misas e se imarta o enseño evanxélico e doutriñal. Miñas felicitaciós pol-o devandito informe, no cal atopo agudas ouservaciós. Dende logo que o teatro galego non ten ainda a categoría e desenrolo do catalán. Claro que Galiza non ten unha cidade da grandía i empuxe de Barcelona,
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nin ten ainda a sorte de que suas crases cultas (aristócratas, capitalistas) teñen lealtade patriótica ao seu país como a tiveron ea teñen, a pesares de tudo, as catalás. En Cataluña, probes e ricos, patróns e obreiros, bailan xuntos a sardana collidos das mans, e falan a cotío na sua lingua. Elo esprica o auxe da literatura e do teatro catalás. Dos galegos depende –dos de enriba e dos de embaixo–, que en Galiza ocurra o mesmo. E Deus mediante ocurrirá. Xa se ollan craros síntomas a prol d–elo, asegun as informaciós que leo nos xornais dai. A elo axudará moito o acrecemento do potencial económico e industrial que se ven dando en Galiza. A crásica probeza do noso pobo, depauperaba o seu espritu ea sua persoalidade. O arrequecer que se ven operando en xeral na Galiza, á de ir ergendo e fortalecendo o espritu ea personalidade de seu pobo. O demáis virá, –como na frase bíblica–, por añadidura... Eu xa non terei a dita de o ver en prenitude, mais ti sí que chegarás a gozar d–elo. E velaí que me deixei levar pola miña teima patriótica galega, quizares máis da conta. Na tua inxénita bondade e na tua condición de galego me amparo para que me atures con xenerosidade. E ren máis pol-o de hoxe. Fólgome de che reiterar as miñas felicitaciós e bos agoiros. Garimosos saudos e fortes apertas do teu tío–abó Firmado: ALBERTO Y ANA MARÍA
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Rosendo también sentía una especial devoción por el tío Alberto, y siempre que su trabajo se lo permitía, lo acompañaba en sus peripecias por Galicia. Una noche, cenando en Ventosón con la familia del abuelo Basilio –“yo estaba presente aquel día”, cuenta Anxo–, el tío Rosendo, sacando a relucir su fantasía y facilidad para adornar cualquier tipo de relato, comenzó a contarle al tío Alberto algunas experiencias de sus viajes a Vilar do Miño. <<Como yo era el benjamín de la familia, iba siempre con mis padres a Vilar do Miño y a Ventosón cuando acudían de visita. Por lo menos dos veces al año con papá, y otras dos con mamá, de manera que yo anduve por estos lares como si estuviera en mi propia casa. Y en muchas ocasiones, cuando Mamá Felisa reclamaba a los nietos para que le hiciesen compañía, venía también con alguno de mis hermanos mayores. El viaje en sí mismo constituía el primer aliciente que tenía la aldea para nosotros. Llegábamos en tren hasta Ourense, y luego cogíamos la mítica “lechera” para continuar recorrido hasta Vilar do Miño. >> <<El trayecto en la “lechera”, unos diez kilómetros más o menos, era una auténtica aventura, con un buen número de peligros incluidos, y por lo tanto, nuestro medio favorito para viajar a la aldea. El viejo autobús anunciaba en la carrocería su oferta, “Ferias y Fiestas”, en grandes letras, para que se vieran con claridad, aunque a este fin sólo dedicaba la mañana del miércoles,
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día de Feria en Coles, y los sábados y domingos para las fiestas de la comarca. En él viajaban diariamente a Ourense todas las lecheras de la zona, de ahí su nombre, además de paisanos que iban al médico o al abogado, soldados sin graduación, señoras de compras a la capital... y gallinas, cerdos, y alguna oveja de vez en cuando... un Arca de Noé de secano. >> <<Cómo aquel trasto seguía andando sin destartalarse era un gran misterio, de esos que hay en la vida, como el de la Santísima Trinidad o de seres vivos en otros planetas... Pero la “lechera” te garantizaba dos cosas: llegar a destino, y un paseo delicioso a orillas del río Miño. >> <<Y ya el placer máximo para nosotros, que corríamos como locos desde el tren para coger el mejor sitio, era poder hacer aquel viaje en la vaca del autobús, arriba del todo, disfrutando del sol y de la brisa. A mitad de los diez kilómetros de recorrido que había entre Ourense y Vilar do Miño, se bajaba una pendiente muy pronunciada de unos trescientos metros de largo, al final de la cual se veía el río. Los viajeros veteranos sabíamos por experiencia que aquel descenso no acababa en el Miño, aunque todo indicaba que así iba a suceder, y observábamos con emoción contenida el desenlace de la bajada a tumba abierta de la “lechera”, puesto que, además, al término de la pendiente seguía una curva muy pronunciada de noventa grados que torcía a la derecha, y que atravesaba un paso a nivel. >>
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<<Desde allí, el paisaje era impresionante: la carretera mirando al río, las acacias y las mimosas abrigándonos, la vía del tren perfectamente dibujada, la curva esperándonos... y una emoción agónica en el aire. ¿Sería el chófer capaz de frenar y girar antes de precipitarnos en el Miño?... ¿Y si en ese momento aparece el tren?... Se rumoreaba además que la “lechera” no tenía frenos, ¿y entonces ?... Estas preguntas nunca hallaron respuesta, pero en aquella bajada, con curva y paso a nivel incluidos, jamás sucedió absolutamente nada. >> Estas anécdotas, ambientadas en su pueblo, las escuchaba sonriendo el tío Alberto con gran atención, disfrutando de ellas como si los recuerdos y andanzas de los familiares y amigos hubiesen sido propios... como pensando en que, de no haberse quedado en Buenos Aires para siempre, podría él haber sido el protagonista destacado de aquellas aventuras. Con las fantasías de Rosendo engrandeciéndolo todo, el deleite del tío alcanzaba su punto máximo. <<Al cabo de muchos años volví en mi coche a Vilar do Miño –me comenta Anxo, ampliando el relato a la actualidad–; ya no existía la “lechera”, ni la bajada era tan larga, ni la curva tan pronunciada, ni permanecía el paso a nivel. En su lugar habían construido un paso elevado sobre la vía, y se había esfumado todo el encanto de antaño. Lo sentí como si hubiesen destruido un patrimonio de la humanidad, como si se hubiese destrozado un ecosistema, como si una especie
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protegida de la naturaleza se hubiese extinguido. Comprendí que algunas escenas, algunos paisajes, nunca volverían a ser tan hermosos como en la adolescencia, y tan sólo me sirvieron de consuelo las mimosas, que continuaban mirando hacia el río. >> También le contaba Rosendo al tío Alberto los avatares de la Guerra Civil. Narraba con todo detalle los divertidos partidos de fútbol que disputaban contra los soldados rojos, en tierra de nadie y en momentos transitorios de paz; recordaba cómo en la cárcel llegaron a repartirse una rata encontrada entre las lentejas, y cómo incluso llegaron a comer hierbas; y la huida de los italianos a las primeras de cambio, aterrorizados en una pequeña refriega con los republicanos... y eso que habían sido enviados por su Gobierno como refuerzo de los nacionales; y cómo llegó a Vigo al acabar la guerra, enfermo de sarna, sin poder dar un beso a nadie para evitar contagios... Y relataba, además, que al visitar la tumba de Mamá Felisa en el cementerio de Pereiró, acostumbraba a pararse con emoción ante las sepulturas de muchos de aquellos soldados que conoció personalmente en Vigo, y de otros que habían sido compañeros en el frente. “... Caido por Dios y por España”, rezaban sus lápidas. Durante estas narraciones de la guerra, el tío Alberto se mantenía serio y silencioso, y su gesto se llenaba de tristeza: “Nunca debió ocurrir, hermanos luchando contra hermanos. ¿Cómo ha-
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brá sido posible?...” Se quedaba pensativo, movía la cabeza de un lado a otro, sin encontrar ninguna explicación... él, que había sido siempre un hombre conciliador y de paz... Al final se encogía de hombros, levantaba las cejas... <<Unos días antes de regresar a Buenos Aires –me contaba Anxo en otra ocasión–, el tío Alberto me entregó un maletín, más bien pequeño, en mi casa de Santiago. Al cogerlo y comprobar su peso exagerado, debí hacer algún gesto interrogante. – ¿Pesa? –me dice–. Es natural que pese, mi querido Anxo. Ahí dentro va mucha historia reciente “da nosa Terra”. Tú, que eres persona estudiosa y amante “da Galiza”, ordena este maletín con cariño y dispón de su contenido como juzgues mejor. Son cartas que me escribieron gallegos ilustres, y copias de otras que yo les escribí a ellos. También hay bastantes recortes de prensa. Una vez clasificado todo, me gustaría que lo guardases en la Casa de Rosalía como documento histórico, e hicieses copias de lo más relevante para enviar a Museos e Instituciones Gallegas que consideres merecedores de este preciado tesoro. >> << Después de su marcha, al cabo de una semana, me dispuse a abrir con calma y, desde luego con mucha curiosidad, el maletín del tío. Contenía cientos y cientos de cartas, llegadas “da Terra” –así solía llamar a Galicia–, de España, de Francia, de Nueva York, de Portugal, de Mon-
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tevideo, de Kiel, de Puerto Rico, La Habana, Brasil, México, Colombia, Perú, Chile... Quedé asombrado. Conservaba los sobres unidos a los folios escritos, y por el matasellos y la posdata se comprobaba su procedencia y los nombres de las ilustres personalidades que se carteaban con el tío Alberto: Castelao, Otero Pedrayo, Xesús Carro, Ben-Cho-Shey, Valentín Paz Andrade, Fernández del Riego... También guardaba cantidad de copias de cartas que él había escrito y dirigido a estos insignes galleguistas... Y multitud de recortes de prensa y de revistas literarias... Era un valioso tesoro, como ya me había anunciado en el momento de su entrega. >> <<Me llevó varios meses leer todo aquello, y ordenarlo. En el montón de horas que gasté en esa labor, viví momentos de una emoción intensa, que me hicieron comprender plenamente las vivencias del tío, reconstruir hechos ignorados para mí, y adentrarme en una época crucial en la historia reciente de Galicia. >> <<Deseché documentos poco relevantes – casi nada- y escogí lo más importante. Hice las correspondientes copias para enviar a Museos e Instituciones –cumpliendo sus deseos–, y todo ello lo tengo preparado para depositar en alguna Casa–Museo de Galicia. >> <<Para que veas que tampoco me olvidé de tí, te entrego estos sobres con copias de muchos escritos y recortes de prensa que te gustará leer, que te emocionarán como a mí, y que yo seleccioné. >>
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Muchas de las cartas del tío Alberto, entre 1936 y 1950 más o menos, estaban mecanografiadas en letra menuda y con líneas muy juntas. Parecían escritos comerciales. Al leer el contenido de algunas y conociendo bastante de su vida, se adivina una clara intención de disimular ante la censura franquista lo que en ellas se contaba. Tanto en la presentación como en el texto, se utilizaban formas y palabras en clave, que escondían la auténtica comunicación entre aquellos destacados galleguistas. “...Mucho estimaré me vaya teniendo al tanto del asunto jurídico relacionado con mis intereses... Precisamente hoy tuve carta de él –se refiere a Daniel– en la cual se muestra optimista, pese a los contratiempos de su enfermedad y la incomprensión de sus socios, que discrepan de sus puntos de vista en la gerencia de los negocios... Es así que el capital del negocio se va acrecentando... Ningún otro gerente podría hacerlo mejor...”
Es una muestra del estilo que usaban para salvar a la policía española y evitar la violación de la correspondencia. Esta carta se la escribía el tío a Fernandez del Riego en 1947, que a su vez le contestaba con las mismas claves. El protagonista era Daniel, el venerado lider galleguista. Sobre el año 48, empiezan a sucederse cartas a don Ramón Otero Pedrayo, donde le da cuenta del estado de salud de Daniel, y cómo iba evolucionando su enfermedad. El 7 de enero de 1950, desde Buenos Aires, le envía un breve telegrama: “Nuestro Daniel, gravísimo.”
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El 20 de febrero de 1950, el tío Alberto escribía a Otero Pedrayo una extensísima carta de seis folios, con motivo del fallecimiento de Daniel (8.1.1950), en el Hospital del Centro Gallego de Buenos Aires. Le informa sobre los momentos finales de su enfermedad, sus últimas horas, su muerte, el dolor de la colonia gallega, y las primeras honras fúnebres. “...Minutos denantes das once da noite cravouse fondamente nos presentes seu derradeiro salaio... ¡Daniel se nos fora para entrar na inmortalidade! ¿Cómo podería eu relatarlle a door e o desespero que se apoderou de tudos? Imposibre... imposibre... A clarividencia de vosté o ten xa prenamente ollado, asegún se reflexa nas súas cartas...”
Además de los cientos de cartas y telegramas guardados celosamente por el tío con motivo del fallecimiento de Daniel, había otra cantidad enorme de recortes de prensa y de revistas culturales. En ellos se rendía homenaje póstumo al líder más importante del galleguismo de la época. “Catro días denantes do pasamento de Daniel, chegou da Galiza un irmán benquerido, Perfecto López, traguendo sagro tesouro: unha caixa con terra da Patria galega, terriña recollida nas veiras do Miño, do pai Miño que é unha liña diagonal ó traveso do chan de Galiza. ¡Semella na xeografía da Terra a franxa azur da nosa bandeira! Terriña da Terra, ofrendada polos irmáns galegos, de alá, para ser espallada no cadaleito de Daniel, cando fose chegado
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o tristeiro intre que xa se sabía irremediabelmente preto... ¡Súa vitalidade sostívose anguriosamente até que chegase terra da súa Terra que había de agarimalo no sono de para sempre...!
(Nota firmada por A.P. en A Nosa Terra, 25 de julio de 1950) Entre los recortes de prensa, encuentro otro de A Nosa Terra (Buenos Aires, abril, 1952), en el que en “Carta Aberta”, Alberto sale en enfervorizada defensa de Daniel ante las duras críticas del pontevedrés Sanchez Cantón –catedrático de Historia del Arte, y que fuera subdirector del Museo del Prado–. Estas líneas que transcribo definen la categoría personal del tío, considerado como “irmán querido” por los más importantes galleguistas de la historia. “... é ben de laiar que teña de sere a miña cativeza de emigrante galego calisquera –saído, fai moitísimo tempo, a edade de dezoito anos do colo da nosa sagra Terra–, a que, pola forza das circunstancias deba defrontar tan grave misión diante a grandía de unha personalidade catriacadémica. Mais, a verdade do meu decer terá de suprir a falla de categoría inteleitual que fora mester para alternare con vosté. ¡Por Daniel morto falaremos os discípulos vivos!, mais, ¡ai!, que o non podemos facelo ca súa maestría...”
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Anxo siguió en contacto con el tío Alberto mediante un periódico carteo. En todas ellas comenzaba rememorando los versos de Lamas Carvajal: “Fálame na nosa lingua,/ si é que me queres ben...”. Ésta se la escribió en Julio de 1972. Benquerido sobriño: Van alá casi tres meses de ter recibido a tua garimosa carta datada o 15 do derradeiro abril, e ainda latexa forte no meu espirito a fonda emozón que me produxo, xa por estar escrita no noso idioma galego e tamén polo que isto siñifica como boa proba do xinselo afecto que me tés. ... ... ... ... ... ... Aledóunos moito a notiza de que a tua cativadora Maruxa aitúa agora en Padrón, tan perto do voso fogar en Sant Yago. Por outra banda, aituar en Padrón é un privilexio: o de vivir inmerso no ambente xacobeo e rosalián. ¡Qué é tanto como vivir a cotío en latexante patriótica galeguidade! E para finar, vaia o noso máis forte aturuxo de rebuldeira ledicia pola fermosa novedade que nos comunicou tua abóa María: a bendizón do ceo que chegou o voso fogar en forma de feiticeira neniña. ¡Verdadeira peregriña do Apostolo, coma ti dís! ¡Qué Deus lle depare as maores venturanzas!, son os desexos de Ana María e meus. E ogalla que creza con ben e prenamente saturada dos arrecendos de galeguidade disas terras do “noso” Sant Yago e de Rosalía.
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Garimosos saudos de Ana María, fortes apertas pra tí, quentes felicitaciós pra os dous pola rayoliña que vos alumea e moitos soaves biquiños para ela, diste teu tíoabó, Firmado:
ALBERTO
Al poco tiempo de escribir esta carta, el tío Alberto fallecía en Buenos Aires a los 90 años. Su hijo Ramón nos lo comunicó en un corto pero emotivo escrito, y al cabo de unos meses trajo al Museo de Pontevedra un original del libro de Castelao “Os vellos no deben namorarse”, y otros documentos importantes de los intelectuales gallegos en el exilio, atendiendo a los deseos de su padre. Como hijo de Alberto Prego, disfrutó de un recibimiento espectacular en Galicia. En un emotivo acto celebrado en el Pazo de Otero Pedrayo, le entregaron a título póstumo varios nombramientos honoríficos de su padre, don Alberto Prego Touriñán.
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XI. Los pasos del viento
A veces, en momentos de extrema soledad, la memoria devuelve a Mamá Felisa el recuerdo de aquel odiado viento de antaño, y reaparece de nuevo su soplo salvaje para remover su alma cansada. Es el fantasma del pasado que la destroza por dentro cuando surge de repente en sus pensamientos. Hasta oye su silbido airado entre el crujir de las maderas ardientes y el olor a quemado que todo lo invadía. Otra vez el rostro se le humedece con las mismas espesas lágrimas de entonces, y aún nota el abrazo intenso de Álvaro y de los niños en su propio cuerpo... Y como si de una fotografía se tratase, ve con claridad el triste final de aquella noche... Apenas quedaba un poco de humo y negras cenizas marcando en el suelo los límites de lo que se había ido... Y se contempla a sí misma, quieta, incrédula, con la mirada fija en la nada, y escuchando el viento que sin cesar seguiría soplando por largo tiempo, por el más largo... el de toda sus vidas, la de ella y la de los suyos. Ahora, hace ya bastantes años de su regreso a Vilar do Miño, en la quietud de un tiempo con poca vida, con escasos pasos que dar en el
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futuro, y en esas contadas veces de sentida nostalgia, el maldito viento se le aparece de nuevo. Lo reencuentra en el camino, andando con ella del brazo recorriendo medio mundo. Son los pasos del viento que la han llevado por los senderos de la vida hasta los más recónditos escenarios, marcando la pauta, dejando su huella en todos, padres, hijos, nietos... “¡Qué lejos nos ha llevado! –piensa, asomándose a la ventana de la vieja casa–. ¡A dónde fuimos a parar, Dios mío!”. Arrancados con violencia de aquellos apacibles campos de la aldea, con sus olores, la brisa del río en el aire, el dibujo de los pinos en el cielo, con las gotas suaves de la lluvia, el rumor del Miño, el calor del verano, el canto de los mirlos... arrebatados con crueldad de su querido almacén donde habían pasado tantas horas felices de trabajo... expulsados del hogar familiar en el que vivieron días de bienestar y prosperidad... condenados al exilio de una insegura emigración...“¿Cómo fue posible?... –sigue cismando Mamá Felisa–. ¿Cómo algo que ni siquiera se ve, pudo tener tanta fuerza?” Por los caminos del mundo, atravesando los mares, nos llevó a todos de un lado a otro. A alguno, como a mi Álvaro –que ¡tanto!, ¡tanto!, ¡tanto quise!–, para perderlo para siempre en las cunetas del destino, sin posible regreso... Después de muchos años de amor, de nuestros cinco hijos, de aquella emigración forzada, de la triunfante lucha para arrancar en Buenos Aires... Después de haber alcanzado un éxito pleno en el trabajo... y
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¡qué mala suerte!, que justo la inesperada separación se hubiese producido cuando parecía que mejor nos iba... Aquel mal viento fue el que desvió nuestros pasos de los senderos del pueblo, y nos guió a otras tierras tan distantes... y distintas... “¡Qué pena! ¡Qué pena tan enorme!”... Allí, en la lejanía, superado lo peor y siempre unidos hasta entonces en un cálido amor familiar, lo que no pudo ocasionar el gran bruto de aquella noche, lo hizo la suave brisa seductora de unas faldas mexicanas... También Alberto, el primogénito y el más querido de sus hijos, se había quedado en el camino, muy lejos –continúa cavilando Mamá Felisa–, pero no perdido como Álvaro de por vida, sino asentado para siempre en Argentina, un país extraño, aunque finalmente querido por la hospitalidad y las oportunidades que nos brindó a todos. Era el reparto de la suerte que, según ella, iba haciendo Dios con entera justicia a lo largo de la vida, con el hijo para bien, todo lo contrario que con su amado Álvaro. Cuando decidieron marcharse a México –algo que a la postre tan negativo resultaría para el matrimonio–, Alberto había elegido quedarse en Buenos Aires, y el futuro le depararía una casi completa felicidad, con el éxito definitivo en su trabajo, con una esposa que admiraba y amaba con pasión, con un entorno familiar que lo quería, con muchos paisanos amigos... y con Monchiño, su hijo... Tan sólo su eterna morriña dejaba huella de tiempos pasados, y empañaba de dudas una si-
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tuación feliz... “O meu fillo Alberto, aínda que lonxe, moi lonxe, sigue a estar connosco, lévanos con él cada día da sua vida, da man...” ... Y se acerca, soñadora, a un cajón para buscar sus cartas, el montón de cartas que dejaron los años. Y coge algunas, hojea los sobres, y abre uno al azar. Sonríe con ternura, acaricia el papel con mimo, lo besa repetidas veces, empieza a leer... y ahora el viento le pasa de largo, y ya no lo siente... Buenos Aires, 14 de mayo de 1929 Sra. Doña FelisaTouriñán Arias Vilar do Miño OURENSE ––––––––––––––––––– Querida madre: Anteayer, día doce de mayo, cumplí cincuenta años, como usted sabe mejor que nadie. Tuvimos una pequeña celebración, y he de confesarle que, de la emoción, me costó bastante apagar las velas de la tarta... ... ¡Me hubiera gustado tanto tenerla entre nosotros en ese día tan especial! Pero la vida es así, y el destino es lo que nos ha reservado... ... ¡Medio siglo de vida, “miña nai”! ¡Ya es mucho tiempo!... Y pensando en ello, me vienen a la memoria tantos recuerdos de nuestras vidas. Me pasan por delante cientos de escenas, muchas con usted, otras con mis hermanos...
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... haciendo recuento, me encuentro con el azar y la fatalidad de aquella noche, y parece imposible que en un momento tan corto se pueda cambiar la vida de una familia de forma tan radical, y modificar su destino... ... y no se puede creer que desde una aldea tan pequeña como la nuestra, perdida en el interior de Galicia, hayamos ido a parar a un país tan lejano y desconocido. Nosotros, que apenas sabíamos donde estaba Ourense, Monforte, A Coruña... que sólo habíamos visto el mar en un par de ocasiones, que nunca habíamos subido a un barco... que la mayoría, ni conocíamos lo que era América... ... ¡Qué valientes fueron, mamá!, para atreverse a semejante aventura, y aún encima con la tremenda carga de cinco hijos... y tan sólo con unas pocas pesetas que no llegarían ni para comer una semana... ... Veo ahora, con el paso de los años, y me lo comenta mucha gente, que los gallegos no nos amedrentamos con nada en busca del pan para los nuestros. Nos es igual que esté cerca, lejos o en el mismo fin del mundo... ... algunos consiguieron volver a la Tierra, como usted, como María y su familia, como mis hermanos pequeños...y ¿quién sabe?, si alguna mañana soy yo él que llame a la puerta de casa al llegar de vuelta...
Mamá Felisa lee la carta con deleite, se para, vuelve a leer, y a releer... Ya se olvidó del viento. Busca sus fotos por la sala, y encuentra muchas otras, y las ve con veneración, se sonríe
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tiernamente con sus hijos, con sus nietos... y con sus tres biznietos... y los besa a todos, uno por uno. Después repasa la lista familiar, y va dejando a cada uno en su lugar. Alberto en Buenos Aires con Monchiño, el nieto argentino; Fernando en Santiago de Chile, con su nieto chileno, Gonzalo; a pequena muy cerca, en Vigo, con sus cinco hijos, cuatro de ellos nacidos en Mendoza, y el último en Vilar do Miño; mis biznietos, Anxo y Luis, los niños de Sara; mi biznieta Cristina, de mi nieto Alberto; Manolo en O Carballiño, con dos gemelas, Ana y Paula; Toño en Ourense, éste aún no sé si quedará solterón... “¿Y Nandiño? ¡Qué pena me dio que se fuera! No me porté muy bien con él, pero ahora lo quiero más que nunca. Es el más bueno de los hermanos –confiesa arrepentida–. ¡Ay, si pudiera juntarlos a todos! ¡Aunque fuera por un día!... Luego ya podía volver a emigrar, pero esta vez al Cielo... si me quieren, claro”. La verdad es que no todos los pasos forzados por la desgracia de aquella noche habían resultado tan malos... También los hubo muy buenos, y aquí están los frutos, piensa Mamá Felisa, levantando el puñado de fotos. Aún en sus momentos de debilidad no se deja derrotar, y con su eterno carácter de luchadora, se revela contundente. “Pero a pequena, bien que le fue –recapacita–... aunque mucho tuvo que sufrir y luchar para poder volver a su tierra”. El paso del viento no dejó en su hija María tantas
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huellas, porque ya se encargó ella misma con valor de borrarlas todas, sin dejar rastros. “Ésta heredó de mí, que arranque no le faltó nunca”, analiza, todavía buena observadora del pasado. Y Manolo y Toño tampoco se pueden quejar de su suerte, que han vuelto a Galicia, y no les va mal. Dios, siempre vigilante, va repartiendo la suerte con equilibrio, y lo que nos quitó en un tiempo, seguro que nos lo devuelve ahora... y que sea por muchos años. “Y, ¿qué hubiera pasado en mi vida sin el terrible viento de aquella noche?” –se pregunta Mamá Felisa–... Álvaro seguiría con ella, tan enamorados... Bertiño se habría casado con alguna vecina... a pequena tendría otro esposo... Nando andaría cerca...”. “Pero Felisa –se volvía a preguntar–, ¿y qué sería entonces de los nueve nietos?... ¿y de los tres biznietos?”... –medita un instante- O no los habría, o no serían tantos... o en todo caso serían otros distintos” –se contesta a sí misma–. “¡Oh! ¡No! ¡Qué va! Yo a éstos no los cambio por nada del mundo. ¡Con lo mucho que los quiero a todos!”...
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“Nós sabemos andar polo mundo na procura do benestar ó contrario de moitos españois que prefiren morrer de fame con tal de non ter que enfiar camiños descoñecidos. Os galegos sabemos arranxar papeis e pedir unha pasaxe de terceira; sabemos agacharnos na bodega dun trasatlántico; sabemos abrir fronteiras pechadas; sabemos pedir traballo en tódalas linguas; sabemos canto se debe saber aínda que sexa a primeira vez que saímos fora da terra” (Castelao, en su libro “Sempre en Galiza”)