Nicolás Muller. Obras Maestras

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nicolテ《 muller Obras Maestras

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El nombre de Alfonso –detrás del que trabajan Alfonso Sánchez García y su hijo Alfonso con sus hermanos Luis y José– marca uno de los momentos cumbre de la fotografía española. Desde 1910 hasta finales de los años ochenta, el Estudio Alfonso firma una colección de las mejores imágenes de nuestra historia. Como reporteros, Alfonso padre y Alfonso hijo son testigos de un siglo marcado por la guerra de Marruecos, el reinado de Alfonso XIII, el desarrollo de la nueva burguesía y el movimiento obrero en los años treinta, el ascenso y caída de la República y los desastres de la Guerra Civil... Frustrada su carrera de reportero por la victoria del franquismo, Alfonso Sánchez Portela realiza, desde su estudio de la Gran Vía de Madrid, una asombrosa galería de retratos por la que desfilan los grandes nombres de la cultura, la sociedad y la política de la segunda mitad del siglo XX. Para realizar este libro, hemos seleccionado las imágenes después de estudiar los más de 116.000 negativos depositados en el Archivo General de la Administración. Nuestro objetivo ha sido presentar una nueva visión del trabajo del Estudio Alfonso a lo largo de ocho décadas, presentando sus obras más destacadas, entre ellas un buen número que ha permanecido desconocido hasta ahora. El libro completa su investigación con varios textos que muestran el perfil de una saga fundamental en la historia de la fotografía española.

—El Editor

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[ 12-17 ]

El viaje necesario Chema Conesa [ 18-29 ]

Recuerdos Nicolás Muller [ 30-191 ]

Fotografías. Hungría, Francia, Marruecos [193-215 ]

Cronología

Pilar Rubio Remiro [216-265 ]

Fotografías. España [ 276-277 ]

Exposiciones y libros

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El viaje necesario Chema Conesa

La provisionalidad como horizonte, el temor como perfume y la inseguridad como hábito marcaron el rumbo vital de Nicolás Muller (Orosháza, Hungría, 1913 – Andrín, España, 2000), nacido en un pequeño pueblo de la llanura húngara y fugitivo forzoso de los conflictos que asolaron Europa en la primera mitad del siglo XX. Tal vez sea esa apremiante necesidad de fijar una realidad convulsa tan evanescente y alterada por los conflictos, la que procuró un caldo de cultivo idóneo para toda una serie de fotógrafos que hicieron de la fotografía documental el vehículo para contar la realidad con todas sus aristas, y que aportaron una determinada y particular manera de mirar comprometida con su tiempo, que supondría el germen del fotoperiodismo moderno. París en la segunda década del siglo XX significaba el polo de atracción de las artes, y el balneario de la libertad, y allí recalaron escalonada y forzosamente antes que Nicolás Muller sus compatriotas húngaros André Kerstész, Brassaï y Robert Capa que, junto a sus colegas franceses Robert Doisneau y Henri Cartier-Bresson, compusieron, sin ser conscientes de ello, la sintaxis de la futura narración fotográfica. Son los años en los que la técnica de la industria fotográfica descubre la posibilidad de disparar fotos con cámaras de 35 mm, ligeras y aptas para la instantánea, los formatos grandes –aún en pleno uso–, van siendo desplazados por estos aparatos, y la iconografía fotográfica aligera sus construcciones. Pero esto es otra historia. Muller todavía no había pisado París. Estudiaba para llegar a ser abogado y continuar la saga familiar. Una familia acomodada, equidistante entre clases, e igualmente posicionada en sus fervores religiosos. Judíos de nacimiento, se alejaron intelectualmente de cualquier posición integrista y convivieron en una mezcla ecléctica de costumbres sociales y ritos de fe. Claro que no eran tiempos donde se permitiera la libertad de elección, y por el mero hecho de ser judíos de origen sufrieron inevitablemente la locura antisemita de la época. Muller recuerda en sus memorias cómo a los seis años unos mozalbetes le apalearon y le llamaron «perro judío». Son los años de la derrota del comunismo local y el enaltecimiento del nacionalismo antisemita húngaro, que iniciaría su curva imparable hasta el paroxismo colaboracionista con el nacionalsocialismo de Hitler. Por lo que respecta a la fotografía, el joven estudiante de derecho y ciencias políticas en la Universidad de Szeged participa de una afición que le lleva a interesarse por esa capacidad intrínseca de reflejar una realidad óptica que adquiere dimensiones de aseveración universales. En su mundo de inquietudes sociales, durante su primer curso de universidad, viaja unos meses a Viena donde hace sus primeras fotos para una agencia periodística austríaca y es testigo de la pequeña guerra civil que vive este país presionado por el nacionalismo y el fascismo. Tiene veinte años, le faltan cuatro para acabar la carrera y viaja por su país fotografiando las duras condiciones de vida de campesinos y trabajadores. Forma parte del grupo Los Descubridores de Aldeas, ocupado en denunciar la situación casi feudal del campesinado húngaro. El joven Nicolás ha fijado su mirada en esa dirección, y es una mirada preñada de puntería gráfica, culturalmente paralela al constructivismo soviético, influenciada por las enseñanzas de su compatriota László Moholy-Nagy en la Bauhaus y por el discurso de Bertolt Brecht y de Franz Kafka, comprometida con la realidad social y centrada en los detalles imprescindibles que hacen de la construcción fotográfica un inapelable discurso gráfico que adquiere fortaleza y veracidad cuando el contenido se centra en documentar una época. Son imágenes que sorprenden por su radicalidad temprana y él es un joven fotógrafo comprometido con el mensaje y sin miedo, un precursor del mejor fotoperiodismo futuro. Como no podía ser de otra manera, la realidad evidenciada por la fotografía duele a los políticos húngaros, embarcados en un nacionalismo antisemita creciente que produce las primeras deserciones de amigos en el entorno de Muller. Es un hecho significativo de esta presión lo que sucede al publicar la foto de un campesino con el torso desnudo tirando de una carretilla, que ocupaba la portada en un libro sobre Hungría que le encargó la editorial Athaenaeum: se desencadenó un escándalo al ser considerada una fotografía antipatriota. El revuelo llega al Parlamento y el editor del libro es condenado a un mes de prisión, y no prospera la acusación al autor de la foto al demostrarse la veracidad de esa imagen. Al comenzar la guerra ideológica, la realidad documental es su primera víctima. Ante este estado de cosas y la expansión amenazadora del nacionalsocialismo alemán que acaba de invadir Austria, Muller con su carrera de derecho terminada, decide salir de su país. Es abril de 1938, tiene 25 años y su destino es París. Tal vez por el bagaje y buen hacer de la generación de fotógrafos húngaros refugiados en París más de una década antes de su llegada, Muller logra pronto encargos remunerados de varias publicaciones entre las que se cuenta la revista Regards, que había publicado los primeros trabajos de Capa y Gerda Taro sobre la Guerra Civil española, que

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El viaje necesario. Chema Conesa


Peones, libro publicado por Nicolás Muller, en Hungría.

habían conseguido un gran impacto. Regards era en aquel entonces una de las publicaciones que destacaba por su edición fotográfica y por hacer el fotoperiodismo más avanzado. Su estancia en Francia dura algo menos de un año, publica en varias revistas y fotografía temas que habían explorado Brassaï o Doisneau, pero con una mirada tal vez más melancólica y suave, y ciertamente menos imponente y construida que la exhibida en sus trabajos húngaros. Fotografía en Marsella los bajos barrios portuarios y sus personajes, y una vez más se acerca a los niños con delicadeza. Esta será una característica que perdurará a lo largo de todo su trabajo, la empatía, el respeto y la dignidad que logra en el acercamiento a sus modelos. El otro eje de interés que conforma sus contenidos es el paisaje concebido como escenario donde sucede la vida cotidiana, a través del que habla de las circunstancias de sus modelos. En estos paisajes construye un discurso documental sobre la condición humana, donde la figura del hombre sirve para marcar referencia, dar dimensión, señalar esfuerzos en la tarea que representan. El fotógrafo acerca o aleja a los personajes de sus fotografías marcando, de esta manera, la inmensidad de la tarea a realizar. De cerca, son personas que miran al objetivo conscientemente pero sin actuar, sin representar, parecen no entender lo que sucede, no se esconden, pero parecen afirmar con su naturalidad que esa actividad es su cotidianidad y están orgullosos de ello. En otras ocasiones, el paisaje aplasta la función, magnífica el esfuerzo. Entonces, son siluetas esforzadas en un borde de la composición, donde la línea curva escenifica y dramatiza el esfuerzo representado. En cuanto a su contribución al lenguaje fotográfico, Muller actuó como un transmisor de una mirada construida por la necesidad militante de comunicar del constructivismo, tamizada y pulida por las teorías de la Bauhaus y alimentada siempre por el contenido documental de su generación. En su etapa húngara, fotografía como un cartelista, construye imágenes sincopadas, centradas en partes de un todo que acentúan la voluntad del mensaje. Se acerca a las botas gastadas de un trabajador, a unas manos agrietadas, a un pantalón raído, a una camisa desgastada. Al concretar el enfoque, universaliza el mensaje, ya no es necesario conocer el rostro del personaje para fortalecer la imagen. La puntería de la comunicación se consigue con la selección del encuadre. El instrumento de esa representación es una cámara que produce negativos cuadrados. Primero de 4×4 y luego del 6x6 de su Rolleiflex. La mirada desde la cintura a que obligan esas cámaras, Muller la convierte en picados y contrapicados, arriba y abajo, lo necesario era crear líneas de fuga que fortalecieran el grafismo del lenguaje fotográfico. Bien es cierto que su elevada estatura física le facilitaba este cambio de horizonte. En etapas posteriores, ya en Marruecos o en España, dulcifica esa geometría que exhibe en sus primeros años. Ahora la geometría la aportan los volúmenes de las edificaciones que elige para sus composiciones, la línea de fuga parece buscar el contrapunto armónico con las líneas verticales de los edificios, y todo esto para arropar y aplomar a las figuras que obligatoriamente incluye en el encuadre. Esta construcción de imágenes, que buscan el dinamismo desde el cuadrado estático del formato de la cámara utilizada, establece un curioso paralelismo con otros autores reconocidos que emplearon ese mismo formato en una labor documental propia de esa época. Me refiero concretamente a Francesc Català-Roca, el indiscutible maestro y renovador del lenguaje fotográfico español, del que Muller es predecesor en una década y con el que coincidiría a partir de finales de los años cincuenta. Català-Roca y Muller actuaron en paralelo, recorriendo España en labores de difusión. El primero como profesional para las guías de turismo de reciente creación ante el boom turístico que sucede en España durante esos años, y Muller como explorador de un país al que llega desde Marruecos, después de residir allí durante ocho años. Llega a mitad de los años cuarenta y recorre España para reconocer y reconocerse habitante de un nuevo país del que tiene que aprender hasta el idioma. La ocasión se la propicia la revista Mundo Hispánico, un producto que busca divulgar la apertura del régimen de Franco, que pretende salir del aislamiento en el que está sumido. Es curioso comprobar cómo ambos fotógrafos, trabajando sobre el mismo tema, con una herramienta de idéntico formato, producen fotografías cuadradas que habitualmente mutilan para ser publicadas en sus respectivos soportes. Ambos buscan el dinamismo que consigue el formato de 35 mm que se ha impuesto en esa época, pero si a Català-Roca se lo exigen sus editores –de hecho, trabaja con formato cuadrado para poder componer en vertical u horizontal según exigencias de la editorial–, Muller construye con cierta mayor libertad dado el tamaño de la publicación para la que trabaja y el destino expositivo que busca en su obra. En lo que ambos definitivamente coinciden –y eso es lo que pretendemos evidenciar en este libro– es en la implacable fortaleza de la composición que deciden desde el formato original, el cuadrado, y que los cortes que aplican a ese encuadre son fruto de la moda del diseño de editorial de la época por un lado, y de la industria del papel fotográfico por otro, que fabrica formatos rectangulares a los que se entregan los fotógrafos para no desperdiciar papel. Así lo expresa Ana Muller, su hija fotógrafa que trabajó codo a codo en el laboratorio con su padre.

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La otra coincidencia, en mi opinión, es que ambos trabajaron dedicados exclusivamente a la excelencia de la fo-

No parece querer entrar en otras cuestiones, pero tal vez para dejar clara su tácita postura, Muller no selecciona

tografía que pretendieron, dejando al margen las cuestiones de tipo ideológico que pretendía inculcar el régimen

ni una sola fotografía de Marruecos para su exposición en la librería de la Revista de Occidente, en 1947, que marca

político del momento, y que de alguna forma están en la esencia de los productos para los que trabajaron ambos

el comienzo de su vida en España y significa el reconocimiento a su trabajo profesional. Ahora sucede otra reen-

fotógrafos. Si Muller llega a España de la mano de prominentes hombres del régimen, que descubren y ensalzan

carnación fotográfica. El trabajo es integrador. Obtener una mirada propia sobre su nuevo país. Tiene por delante

interesadamente su labor como fotógrafo en Marruecos, dado que la belleza formal de sus imágenes era un vehículo

dos décadas iniciales en las que va a desarrollar un exhaustivo trabajo en dos direcciones. El primero y principal

idóneo para difundir la idea del Protectorado como extensión de España, es totalmente cierto que su posición ideo-

es el documental. A través de encargos para revistas y publicaciones, o por cuenta propia, viaja por toda España y

lógica fue la contraria, la que propugnaba la generación del 98, salir de todo dominio exterior, algo perfectamente

realiza un retrato sin abandonar los dos ejes sobre los que ha construido toda su obra: las personas y su entorno, el

explicable por su trayectoria de viajero despojado de patria.

paisanaje y el paisaje.

Así quedó patente en su amistad con la intelectualidad española del momento, personificada en la Revista de

El segundo eje de su trabajo lo constituirá su estudio fotográfico, en el que se dará cita toda la intelectualidad de

Occidente y sus miembros, con los que participó en tertulias y actos culturales a los que se entregó decididamente

la época para ser retratada. Es un trabajo, además, necesario para el bolsillo. Muller tiene ya prole y los encargos

desde su llegada a Madrid. Por su parte, Català-Roca actuó como profesional absolutamente distante de com-

no siempre son remunerados adecuadamente. En estas primeras fotos en territorio español se puede observar un

promiso alguno. Su clientela, entre ellas el Ministerio de Información y Turismo de la época, fueron meros vehí-

ligero alejamiento de las personas fotografiadas y el paisaje parece adquirir mayor protagonismo. Tal vez se trate de

culos de su actividad profesional y en mi opinión no hay rastro alguno de condescendencia o posicionamiento

colocar el exotismo en su punto exacto, y aquella España pre-europea no le debió resultar tan excitantemente pobre

interesado en la realización de sus fotografías. Català-Roca, nueve años más joven, ensalzaba la vida de forma

o pintoresca en el reflejo de sus gentes. El caso es que su óptica resulta más integradora que afilada, más serena y

vehemente y, al igual que Muller, empatizaba con sus modelos. Para ambos, su auténtico compromiso fue con la

redondeada. Quizás sea un guiño inconsciente de agradecimiento a su nueva estabilidad personal. Lo cierto es

fotografía. Con su particular manera de mirar. El húngaro tal vez más reflexivo, profundo y discreto; el catalán,

que los paralelismos que se pueden trazar con aquellos trabajadores húngaros de sus primeras fotos, cuando ahora

explosivo y luminoso.

apunta con su cámara a un grupo de recolectores de aceituna o a unos jornaleros tras sus animales arrastrando el arado. Si se los compara, estos resultan dulcificados, integrados en la armonía del paisaje, del trabajo colectivo, con

Huyendo nuevamente de la invasión alemana, hizo un viaje en tren desde el sur de Francia que atravesó el norte

un cierto aroma de Arcadia feliz. De cualquier manera, el retrato de Muller de aquella España resulta renovador,

de la devastada España del 39 y lo dejó en Portugal, donde realizó un trabajo para France Magazine en el puerto de

fresco, y sus arquitecturas gráficas nos hacen ver otra dimensión de la representación fotográfica. Preceden al

Oporto, que guarda un gran paralelismo con el que hizo en Marsella unos meses antes. Una vez más derrocha em-

trabajo de Catalá-Roca, que exploró y profundizó con su mirada en esa misma dirección apenas diez años después.

patía con los trabajadores y los niños que malviven en la dictadura de Salazar, y es detenido por practicar ese oficio documental tan molesto para el poder. La intervención del Club Rotario, que impulsa su padre desde su Orosháza

En cuanto al trabajo en su estudio, lo centra todo en el retrato. Muller es un gran conversador, un tertuliano incan-

natal, logró que lo sacaran de la cárcel. Llega a la ciudad abierta de Tánger, uno de los pocos sitios donde se permitía

sable y no suele perderse las reuniones de la Revista de Occidente ni las míticas tertulias del café Gijón, en el paseo

la mezcla de ideologías e intereses de los países contendientes en la II Guerra Mundial en aparente, solo aparente,

de La Castellana, donde se reunía la flor y nata de la contestación filosófica, artística, política y literaria de la época.

normalidad. Allí descubre la luminosidad meridional, la plasticidad de la cal, la latitud de la película en blanco y

Utiliza también su estudio para congregar a la intelectualidad variopinta del momento, se habla de cualquier tema,

negro, y consigue una cierta luz de estabilidad en su peregrinaje.

pero nunca de fotografía, un campo que reconoce alejado del interés de toda aquella generación. Y los retrata a todos en el mismo salón que tiene como estudio y lugar de tertulia. Muller no se complica con la técnica, lo suyo es

Entre los idiomas que escucha en Tánger está el español, que oye de los labios de Fernando Vela, un asturiano secre-

desarrollar una conversación con el modelo y disparar cuando su intuición se lo dicta. Un par de focos, un fondo

tario de Ortega y Gasset en la Revista de Occidente, con el que congenia. Vela le descubrirá, tiempo después, el rincón

blanco que la luz convierte en gris y una entrega decidida a dignificar al modelo son sus herramientas.

de Asturias, su patria afectiva, donde se retirará en sus últimos años, y es también el artífice de su próximo destino, España, al organizarle una exposición en Madrid en el año 1944, en la que casualmente conocerá a la que será su

Esa confrontación entre modelo y fotógrafo que supone todo retrato, ese terreno de nadie entre el cómo ves y el

mujer. Ha decidido no volver a su patria después de la guerra. Su familia y la mayor parte de sus amigos han desapa-

cómo te ven, Muller lo resuelve con la misma empatía que demuestra en su acercamiento a los rostros en sus re-

recido y desconfía del nuevo gobierno. Una esposa y los proyectos de sus amigos españoles le abren otro horizonte.

portajes, pero aquí los modelos representan un estatus diferente, son alguien, gente conocida en el ámbito de la cultura, y definitivamente el retrato obtenido parece más una opinión equidistante entre fotógrafo y modelo, un

Durante los años marroquíes, fotografía festivamente, descubre una luz nueva y unas estructuras urbanas sobre las

acto de empatía sugerida por el modelo y plasmada por medio de una luz domesticada por el fotógrafo. Un empate

que impone su orden compositivo. Sus fotografías son efectistas y efectivas, inocentemente rendidas a la belleza

en sintonía de ambos oficiantes.

exótica pero sin renunciar al contenido documental. La belleza a través del orden es el medio, pero nunca el fin. Esa es la mirada de Muller retratista, una mirada expuesta en austeros tonos grises totalmente alejada de la que exEsta línea atrae a los responsables del Instituto de Propaganda franquista, que ven una renovación provechosa en

hibe por esos años su compatriota y competidor Juan Gyenes, en su estudio de la Gran Vía, donde practica el brillo

la mirada de Muller, un aporte nuevo de modernidad documental en la representación del orientalismo fascina-

espectacular de las altas luces, la lentejuela, y el desenfoque que borra toda cicatriz de la vida en busca de la belleza

dor que suponía Marruecos para el ideario anexionista de la política del régimen español, en clara carrera con su

gaseosa propia de los escenarios. Sin embargo, como dominador del reportaje, los retratos que Muller hace de Pío

competidor europeo, Francia, empeñada también en la expansión de su influencia en el norte de África. En este

Baroja, Azorín o el mismo Cela en la calle resultan memorables. Escoge el momento del disparo en una actitud

sentido, la mirada de Muller añade la técnica y la veracidad del reportaje a la representación del exotismo de moda

desprevenida de los modelos y consigue sugerencias de personalidad perfectamente reconocibles.

que se ofrecía en formatos de estampas o cartas postales realizadas artificiosamente, como puestas en escena, por los fotógrafos españoles en sus estudios asentados en el Protectorado.

Muller continúa fotografiando España durante muchos años y lega numerosas publicaciones dedicadas más a ensalzar el patrimonio arquitectónico y cultural que al puro reportaje. Consigue volver como visitante a su tierra de

Se mueve sin dificultad alguna por el territorio, fotografiando con la misma óptica de sus trabajos anteriores y abso-

origen y enseñarla a sus hijos en varias ocasiones, así como recibir el reconocimiento a su labor de una forma clara

lutamente desconocedores del posible uso de sus imágenes para fines propagandísticos. De hecho recibe el encargo

en Hungría y de una forma menos evidente en este, su país, tan necesitado de reflexiones sobre los fotógrafos que

por parte de las autoridades españolas para la publicación de sendos libros sobre Marruecos en los que se advierte la

han contribuido con su trabajo a la renovación de la fotografía. Su última y mejor obra, según él mismo proclama,

discrepancia en sus objetivos. Mientras el texto suena a discurso imperial, las imágenes son documentos reales, con

es la construcción de una casa en Andrín, al lado de Llanes, en la costa asturiana. En Andrín se retira, mirando al

el exotismo añadido del paisaje, pero totalmente alejadas de las recreaciones estéticas, tan de moda entonces por

mar y practicando una nostalgia persistente y amable como la lluvia fina.

la fotografía pictorialista de Ortiz Echagüe. Muestra de su inocencia inconsciente es la carta de queja que escribe a las autoridades por la deficiencia técnica con que se imprimen sus imágenes en aquellos libros.

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El viaje necesario. Chema Conesa


Recuerdos Nicolás Muller

La fotografía es la única expresión que es obra de una fracción de segundo. El pintor, el escultor o el arquitecto pasa largo tiempo dando a luz a su creación, mientras que el fotógrafo tiene que captar en el justo momento lo que después se desvanece para siempre, fijar el instante y expresar su pensamiento en la imagen captada. Por lo menos es esa mi idea de fotografía. Hay otra cosa también: la fotografía ha enseñado a la gente a ver en blanco y negro (...) El artista que tiene en su mano una cámara fotográfica posee un instrumento único para poder expresar con ella su pensamiento, sus ideas. Creo que esto significa una cierta obligación. Todo artista tiene un compromiso. Valga como ejemplo estelar el Guernica de Picasso. Pero el fotógrafo además tiene una ventaja sobre los demás artistas: la credibilidad de su obra. El pintor al fin y al cabo pinta lo que quiere, el fotógrafo está «solamente» reproduciendo la realidad. Hoy esta credibilidad está menguando. Lo que llamamos «fotografía creativa», que es la manipulación de una foto dentro o fuera del laboratorio, ha creado una imagen que poco tiene que ver con la realidad y tampoco necesita ser creíble. Esto, naturalmente, es perfectamente lícito. Lo que pasa es que el fotógrafo, que previamente podía ser considerado como cronista de su tiempo, ha ido por otro camino acercándose a la creación de una imagen soñada, imaginada. En los años treinta, en mi juventud yo vivía en Hungría, mi patria de origen. Antes de la II Guerra Mundial, Hungría era un país casi feudal. La tierra pertenecía a unas pocas familias con título nobiliario o a la iglesia. El más grande terrateniente era el obispo de Vezsprem. En un país de ocho millones de habitantes tres millones eran como siervos descalzos y en la miseria. En la universidad se formó un grupo de jóvenes, al que luego nos llamaron Los Descubridores de Aldeas, que con la ayuda de una importante editorial empezó publicar una serie de libros, titulada Descubrimiento de Hungría. Entre 1937 y 1938 aparecieron los primeros tres tomos ilustrados con fotografías mías. Los autores fueron perseguidos y, a pesar de comprobar la veracidad de lo publicado, alguno fue encarcelado. Yo emigré del país: salí de Hungría en 1938, tras la ocupación de Austria por Hitler y regresé por primera vez en 1966. Hoy los autores de aquellos libros están muertos y yo soy el último que aún está aquí. En la Hungría democrática se están reeditando aquellos libros malditos de entonces y a mí, como último testigo, me invitan todos los años y me agasajan por las fotos que entonces, a lo mejor, me habrían llevado a la cárcel. Esto quiere decir que he sido un fotógrafo comprometido. Pero para sobrevivir tuve que hacer toda clase de fotografías, desde antes de la II Guerra Mundial en Francia, en los cuarenta en Marruecos y desde 1947 en España. Tuve mucha suerte de poder vivir durante los años de la contienda en Tánger y tener como amigo al gran periodista y escritor asturiano Fernando Vela, que me invitó a pasar un verano en Llanes y después a una exposición en la librería que tuvo la Revista de Occidente en Madrid, en la calle Serrano. Desde entonces vivo en España y tres de mis hijos nacieron en Madrid. Digo que tuve mucha suerte, ya que primero por la Revista de Occidente y luego por mi colaboración con otra revista, Mundo Hispánico, he conocido en los años cincuenta y sesenta a la mayoría de artistas intelectuales del país, los he retratado y con muchos de ellos, hoy desgraciadamente desaparecidos, tuve una entrañable amistad. En 1966 aparecía mi primer libro España clara, con textos de Azorín, y en 1968 seis libros más: Cataluña, con textos de Dionisio Ridruejo; Andalucía, con textos de Fernando Quiñones; Baleares, con Lorenzo Villalonga; Canarias, con Federico Carlos Sainz de Robles; País Vasco, con Julio Caro Baroja, y Cantabria, con Manolo Arce. Cada uno de estos libros contiene unas 200 fotografías, parte de ellas en color. Después de estos libros la Dirección General de Relaciones Culturales me encargó seis exposiciones de fotos murales, con unas 30 fotos de un metro cuadrado, o mayores, cada una. Abarcaban temas variados: El paisaje español, Arquitectura árabe en España y La huella judía en España. Los hermosos catálogos de cada una de estas exposiciones iban acompañados por textos de Luis Rosales, Caro Baroja, Gerardo Diego, Carlos Flores y Montserrat Blanch. Como ustedes comprenderán estos trabajos significaron un gran esfuerzo, pero me permitieron recorrer el país y conocerlo bastante a fondo. Estas grandes fotografías se montaron en tableros de madera y recorrieron toda Europa, los Estados Unidos, México y América del Sur. Yo asistí a la celebración del Instituto de Bellas Artes de España en Roma, en donde juntaron varias de estas series. En el Gianicolo de Roma había 120 metros cuadrados de fotos. Luego también asistí a una exposición en Tel Aviv y Jerusalén y otra en Buenos Aires. En 1972, antes de haber relaciones diplomáticas entre España y Hungría, tuve mi primera exposición sobre España en Budapest, en la sala de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Extranjeros. Luego el Museo de Artes Aplicadas de Budapest celebró una gran retrospectiva de mis trabajos hechos durante medio siglo.

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recuerdos. Nicolás Muller


Páginas del primer pasaporte emitido por autoridades españolas donde aparece como apátrida.

Hace diez años vivo interrumpidamente en Andrín, en mi casa a cinco kilómetros de Llanes, pero mis fotos an-

fuera de serie fue Eugenio d’Ors. Era adicto del anterior régimen y tenía una gran cultura. Recibía gente en su casa

dan aún por el mundo. Y yo salgo de vez en cuando, solo para tener la alegría de poder volver. Soy un andrinero

donde estuve yo un par de veces. El «maestro», como le gustaba que le llamaran, y Ortega no se podían ver. De ahí

convencido y confío que nuestro «paraíso natural» podrá seguir siéndolo durante mucho tiempo. Para la casa de

la frase lapidaría de Ortega, referente a d’Ors: «habla catalán y se oye en griego».

Cultura de Llanes he donado una serie de cerca de 50 retratos de personalidades de la literatura y del arte de los años cincuenta, sesenta y setenta. Otra colección de mis fotografías sobre los países en los que he vivido la tiene la

En los años cincuenta, cuando comer pollo aún era un lujo, nos reuníamos una vez al mes en una tasca del viejo

ciudad de Hungría que me vio nacer. Pero mi proyecto de libro, con unas 120 fotografías, las que creo mejores de

Madrid, como miembros de lo que llamamos Legión de Humor, entre los que estaban Mingote, Chumy Chúmez,

toda la cosecha, aún sigue en una carpeta esperando editor. A lo mejor será un libro póstumo.

Lorenzo Goñi, Federico Muelas y otros, cada uno de nosotros comiéndose un pollito asado entero con los dedos. Sin cuchillo ni tenedor. Y como postre un flan, sorbido. Para el final mutuas condecoraciones con grandes cruces,

Como les he dicho anteriormente, me considero persona privilegiada, no solamente por haber sobrevivido tiem-

medallas y cintas de papel higiénico con discursos imitando las frases grandilocuentes, entonces de moda, como

pos más difíciles sino por haber conocido a gente extraordinaria, con las que muchas veces he gozado de su amis-

«unidad del destino en lo universal» y «reserva espiritual de Europa». El vino Valdepeñas ayudaba bastante a levan-

tad. He asistido a varias conferencias de Ortega y Gasset en el cine Barceló y después he sido invitado a la tertulia

tar nuestros ánimos.

que tuvo la Revista de Occidente en la calle Bárbara de Braganza de Madrid. Escuchar a Ortega hablando durante hora y media, sin un fallo, sin repetirse, diciendo cosas con su voz grave en medio del silencio de un público casi

En los años sesenta, nos reuníamos a la hora del café en el Gijón Pancho Cossío, Pedro Mozos, Arias, Cristino Ma-

hipnotizado, es una de las grandes vivencias de mi vida. Luego, en las tertulias, su agudeza y su ingenio, su enorme

llo, Carlos Pascual de Lara, Pedro Bueno, Valdivieso, Mampaso. En la mesa de al lado estaban Enrique Azcoaga,

cultura e interés por todo el entorno, eran lecciones que no se pueden olvidar.

Gerardo Diego, Paco Pavón y otros. Bien pocos quedan de aquellos tiempos. Las reuniones en casa de Juana Mordó con artistas, poetas e intelectuales como Pedro Laín Entralgo, Rosales, López Panero, Luis Felipe Vivanco, Rodrigo

Con mi amigo Fernando Baeza fuimos varias veces a casa de don Pío Baroja y paseamos con él en el cercano

Uría, Benjamín Palencia, y las cenas semanales en el restaurante Rumbambaya en la calle Libertad han sido los fo-

Retiro. Mucha gente cree que él era personaje arisco, misógino. Nada más lejos de la verdad. En su trato afa-

cos de respiro en el desierto intelectual del franquismo. Entre todos, un recuerdo triste es el de Luis Felipe Vivanco

ble y espontáneo nadie le superaba. Estuve en la casa de Itzea, donde tenía la mayor parte de su biblioteca.

muriendo en la que hoy es la clínica Jiménez Díaz. Estuve ahí cuando trajeron a su hijo esposado desde la cárcel por

Después de morir, su sobrino Julio me contó que su tío tenía por costumbre meter el dinero de sus honorarios

su afiliación a un partido de izquierdas, para que le diera el último adiós a su padre.

entre las páginas de los libros, que después olvidaba. Así, viendo algún que otro volumen, aparecían pesetas y billetes a menudo fuera de circulación. Con mi amigo Federico Muelas recorrimos toda la provincia de Cuenca

Para terminar, una anécdota personal y verídica. Después de residir diez años en Madrid, a finales de los años

y también La Mancha de Ciudad Real. En Soria, en el claustro de San Juan del Duero, Federico me recitaba

cincuenta, un amigo mío, abogado del Estado, se ofreció a conseguirme la ciudadanía española. Un día me llamó

poesías de Machado.

un pasante diciendo: —Don Nicolás, mañana firmará el ministro del Interior su concesión de la nacionalidad. Pero para que en el último

Pero entre todos quizás el más entrañable ha sido Dionisio Ridruejo. Poco antes de morir pasó unos días en Celorio

momento no haya obstáculo por favor tráigame un certificado de su parroquia, que me diga que usted va a misa

y en Andrín, en la casa de Rodrigo Uria y en la nuestra. Tengo una foto de él durmiendo al sol en mi terraza. Otro

todos los domingos. Me quedé perplejo y dije: —¿Cómo puedo llevar yo un certificado así si yo no voy a misa? Me respondió: —Usted arréglese y por favor tráigame el certificado. Acto seguido me fui a la parroquia y pedí al sacristán el dichoso certificado. «Cincuenta pesetas», fue la contestación inmediata. Unos días después recibimos una citación del juzgado. Mi mujer y yo comparecimos a la hora indicada. En una sala cochambrosa, entre dos pleitos de menor cuantía, nos llamó el secretario del juzgado y el juez preguntó: —¿Es usted doña Angelina Lasa Maffei? —No —le dije yo—. Esa es mi mujer. —Ah, sí, entonces será usted Nicolás Muller y Gross… —Sí, ese soy yo –le contesté. —Pues ya es usted español. ¿Y qué voy a decirles a ustedes? No esperaba yo ninguna solemnidad fuera de lo normal, quizás solo un apretón de manos, ya que uno no cambia de nacionalidad como cambia de calcetines. Salí del tribunal con las orejas gachas y con el rabo entre las piernas y como era la una de la tarde me fui derecho a la tertulia de la Revista de Occidente. Cuando conté lo sucedido, Pedro Laín me dijo con algo de consideración: «Nicolás, no sabes dónde te has metido». Ahora ya lo sé y lo digo con toda sinceridad y de todo corazón: no lo cambiaría por nada de este mundo. Muchas gracias. [Texto inédito mecanografiado y corregido a mano por Nicolás Muller, encontrado en su estudio]

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recuerdos. Nicolás Muller


El artista que tiene en su mano una cámara fotográfica tiene un instrumento único para poder expresar con ella su pensamiento, sus ideas. Creo que esto significa una cierta obligación. Nicolás Muller

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Gitana. HungrĂ­a, 1937.


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Trabajadores en el drenaje del rĂ­o Tiszla.

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Trabajadores en el drenaje del rĂ­o Tiszla.


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Hombres con carretillas. HungrĂ­a, 1937.

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Peones camineros. HungrĂ­a, 1935.


28

Campesino. Hungría, 1937.

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Siesta. Hungría, 1937.


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Descanso II. Hungría, 1936.

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Campesino II. Hungría, 1936.


32

Manos de campesino. Hungría, 1937.

33

Afilando la guadaña. Hungría, 1935.


34

Niño. Hungría, 1936.

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Almuerzo III. Hungría, 1936.


36

Almuerzo I. Hungría, 1937.

37

Almuerzo II. Hungría, 1937.


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Campesino con sombrero. HungrĂ­a, 1935.

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Las uvas. HungrĂ­a, 1935.


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