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E単e Revista para leer Oto単o 2012


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Sumario Eñe. Otoño 2012

8 Diario de Blanca Berasátegui 20 Editorial 22 Autores Menores de 25 29 38 45 51 58 63 69 75 77 79 80 87

Ben Brooks Aixa de la Cruz Diego Zúñiga Gisela Leal Zacarías Fabrá Margaux Guyon Julio Fuertes Richie McCaffery David Leo García Laura Rosales Pablo Muñoz Carlota Moseguí

fe st ival e ñ e 93 Agustín Fernández Mallo p ág i nas verde s 97 Mario Vargas Llosa. Biblioteca Particular 105 Agenda Ilustraciones de Juan Gatti



Diario de Eñe Blanca Berasátegui Editores, premio, Hopper, temores y soledad al fondo

4 de junio, lunes Esta tarde, los editores toman Ivory Press, el local que hace unos años montó Elena Ochoa Foster como centro de arte. Un espacio soberbio que Elena quiere hacer multidisciplinar y concurrido. Se presenta el libro del periodista Juan Cruz Un oficio de locos, tan bellamente editado por Ivory, y ahí están, acompañándolo, los editores Jorge Herralde (Anagrama), Beatriz de Moura (Tusquets), Sigrid Kraus (Salamandra) y Riccardo Cavallero (Mondadori), más cómplices que competidores, a los que Juan ha entrevistado para el libro, junto a otros grandes de la edición europea y americana. Interesantísimo todo lo que le cuentan, y especialmente fascinante para mí Robert B. Silvers, editor del New York Review of Books, por su olfato de periodista, su exigencia de editor y su bandera de independencia, todo ello salpimentado con una profunda admiración hacia los escritores. Sin embargo, esta tarde de Yvory veo mucho miedo en el cuerpo de los editores hispanos. Sus palabras rezuman nostalgia y también desconcierto y perplejidad. Se les notó un poco incómodos con el panorama, la verdad. Tan desconcertados me parecieron ante los inevitables cambios en su negocio que ninguno de estos estupendos editores acertó a nombrar la palabra literatura. Lo más cerca que anduvimos fue por el contenido. Se habló mucho del libro como objeto y de varios lugares ya comunes pero aún ciertos: el olfato y el instinto seguirán siendo necesarios, y de una palabreja ahora muy en uso: el paradigma, el nuevo paradigma de la edición. Desde luego, tienen claro que reinventarse se hace imprescindible.

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El más pegado al terreno me pareció Cavallero, pope de Mondadori. Fue el único que habló de la rentabilidad como trampolín desde el cual el editor alcanza la libertad (los otros tres, por el contrario, nunca la tuvieron en cuentan, dijeron) y de la necesidad de ver el cambio no como una amenaza, sino como una oportunidad. «El e-book como tal no vale nada. Ya nace viejo. Lo importante es la revolución digital», dijo Cavallero. Beatriz de Moura, sincerísima a estas alturas, reconoció que como «no sé cómo enfrentarme al desafío del libro electrónico», vendió la mitad de su editorial al grupo Planeta. Es decir, que esta guerra no es la suya. Algo parecido a lo que le sucede a Jorge Herralde, que con su veteranía y su catálogo ya tiene bastante. Este homenaje de Juan Cruz a los grandes editores, que eso es sobre todo Un oficio de locos, se convirtió durante su presentación en homenaje al libro en sí mismo, al de siempre, claro, «que podrá con todos nosotros», enfatizó el autor. Pues vamos a verlo. 5 de junio, martes Viajo a Oviedo para formar parte del jurado del premio Príncipe de Asturias de las Letras. Hay menos candidatos que otros años —veinticuatro frente a los treinta o treinta y dos de convocatorias pasadas— y muy pocos, apenas cuatro, autores de lengua española. También somos menos los miembros del jurado que preside este año el director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua. Un tipo discreto, bastante sabio y amabilísimo este Blecua. Entre los veinticuatro candidatos figuran nombres absurdos, absurdos por su escasa relevancia internacional, como el guatemalteco Amable Sánchez o el macedonio Mateja Matevski, ambos poetas y, en todo caso, menores en la historia de la literatura actual. El único español que figura en la lista es Antonio Gala. ¿Por qué no hay más nombres españoles en ella? Es este el primer debate que se abre paso entre los miembros del jurado. Lo pone sobre la mesa, con vehemencia, el poeta y crítico José Luis García Martín. Es una pregunta retórica y bastante hipócrita porque otros años han figurado más nombres españoles y se han caído en las primeras votaciones. Solo Juan Goytisolo ha tenido (al menos en los

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doce o trece últimos años en los que he sido jurado) posibilidad real de obtenerlo. ¿Pero por qué, desde hace unos años, no podemos presentar los miembros del jurado candidatos al premio? ¿Por qué podemos hacerlo en otras disciplinas y no al premio de las Letras, cuando se supone que es nuestra especialidad? Reglamento en mano, García Martín zarandea al Patronato de los premios, «ese patronato que nos niega a nosotros lo que acepta de cualquiera», dadas las candidaturas tan endebles que algunas veces admite. Apenas hay debate en la mesa del hotel Reconquista de Oviedo porque todos estamos de acuerdo, y sí mucho humor ante las presencias «amables» de la lista de este año. Todo queda, al final, en una carta que dirigimos al presidente del Patronato para que conste en acta nuestro desacuerdo. De poco servirá, ya lo sabemos. Entremos en materia. Mi candidata, no tengo duda, es Alice Munro, pese a que todavía no había leído su vieja novela, ahora traducida al español, La vida de las mujeres (Lumen). La escritora canadiense lleva años figurando de finalista en las listas del Nobel, del Príncipe de Asturias… y este año se lo hubiera llevado en Oviedo. Seguro. Bien se vio desde la primera votación y en las intervenciones de casi todo el jurado. No fue premiada porque la escritora, débil de salud según pretextó, no estaba dispuesta a venir a Oviedo el próximo octubre a recogerlo. Una lástima. En su lugar, tres de los grandes, imposible negarlo, se disputan el premio: Jonathan Franzen, Haruki Murakami y Philip Roth. 6 de junio, diez de la mañana Última votación. El Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012 se decide entre Murakami y Philip Roth. Catorce votos a tres en favor del americano, que este año sí anunció su disposición a viajar a Oviedo. Fernando Sánchez Dragó capitanea a los partidarios de Murakami. Del texto del acta del jurado se encarga Fernando Rodríguez Lafuente. 8 de junio, viernes Dentro de unos días se inaugura en Madrid, en el museo Thyssen, la que será la exposición del verano: Edward Hopper. Apuesta segura de

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Guillermo Solana, que desde que llegó al Thyssen como conservador-jefe la puso en su lista. Cuatro años largos han estado Tomás Llorens y él preparando la exposición, es decir, pidiendo los setenta cuadros (muchos más, en realidad, para que se quedaran en setenta) a medio centenar de instituciones y coleccionistas de todo el mundo, y contraofertando, como suele suceder. Nada fácil cuando lo que pides es un Hopper. Los detalles, las ausencias (el Nighthawks del museo de Chicago), la pequeña y gran historia de cada cuadro las va soltando Solana mientras paseamos por las salas del museo días antes de su inauguración, con la exposición a medio montar; es decir, con los cuadros situados en la pared pero aún sin colgar (incluso alguno rezagado sin haber llegado todavía a Madrid, como ese Gasolina que viene del MoMa), y todo el mundo a su tarea, midiendo, clavando, en silencio, como en los cuadros del artista. Momentos intensos para recordar. Como juego con ventaja y tengo a mano el texto de Miguel Fernández-Cid que vamos a publicar en El Cultural, elijo uno de sus hallazgos sobre las obras de Hopper. «Aparentemente —dice FernándezCid—, Hopper pinta un escenario, pero la clave está en los intermedios, en los silencios que incluye, en la mirada distraída de un personaje, absorto en sus pensamientos, en su acción o en el vacío, y lo que esa mirada nos transmite: intensidad siempre medida, nunca gratuita». Trabajar con gente que sabe más que yo… Qué inmensa suerte. 9 de junio, sábado Último fin de semana de la Feria del Libro de Madrid. Como no pertenezco al coro, retraso los lamentos y voy al dato. Había menos gente en el Retiro que otros años, cierto. Cierto también que se ha vendido menos que en ediciones anteriores, casi un veinte por ciento menos, y que, como siempre, se ha instalado en el Retiro mucho libro-basura. Demasiado. Los jóvenes editores, que han compartido caseta con otros libreros o editores, salen más contentos de la Feria que los veteranos, y quieren cambiar cosas. Quieren más actividad cultural, horario más amplio… casi todas cosas que van a lograr para la próxima edición, seguramente. Pero lo malo, después de todo, es que no se nos cae

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de la boca la maldita palabra. El país entero está abatido, atemorizado. Los recortes se ensañan de la vida cultural y a estas alturas ya invaden todos sus rincones. Las protestas empiezan a llegar, aunque lentamente. La torpeza y el desdén de nuestros gobernantes hacia los asuntos y las gentes de la cultura la estamos viendo todos los días. Qué ceguera, además. No saben todavía que un país culto es un país rico, aunque a los políticos les resulte más incómodo. Ahora bien, tengo la teoría de que se han atrevido, me refiero al tijeretazo y a ese iva obsceno, porque encuentran el terreno abonado. La sociedad española, en general, no siente respeto por los creadores, no los admira; al contrario, tengo la impresión de que los pone casi siempre bajo sospecha. ¿Seguirá teniendo razón el Latino de Luces de Bohemia cuando sentenciaba que en España es delito el talento? En cualquier caso, qué país tan áspero el nuestro para el que destaca, en lo que sea. Me lo he preguntado muchas veces: ¿de dónde vendrá, y por qué, esta desafección? Creo que vale la pena investigarlo. 21 de junio, jueves Van pasando los editores por la redacción de El Cultural para informarnos de las novedades de otoño. A ver cómo viene el otoño, «porque estos últimos meses están siendo brutales. En ventas, en devoluciones… un poco angustiosos, sí». No pongo nombre a esta cita porque, aun siendo textual, es tan general que da la mismo. Los editores están asustados, y las perspectivas les han hecho cautos a la hora de programar la temporada. Van a publicar menos, lo cual no es una mala noticia. En España siempre hemos vendido poco y publicado mucho. Lo ha dicho estos días muy gráficamente el viejo rockero Gonzalo Pontón, ahora capitaneando la editorial Pasado y Presente, con gran éxito en los titulares de los medios: «Publicamos como Alemania y vendemos como Zambia». Pues eso. Las estadísticas, menos brillantes que la frase de Pontón, pero bastante más tozudas, dicen que en el primer semestre del año se han publicado casi 47. 000 libros, y que esta cifra supone un cuatro por ciento menos respecto al año anterior. El caso es que en nuestra conversación con los editores se cuelan entre las novedades del

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otoño, o sea, entre Houellebecq y María Dueñas, entre Luis Goytisolo y Pérez Reverte, entre Luis Landero, Andrés Trapiello, J. K. Rowling, Murakami o Bernhard, se cuelan, digo, sus zozobras, que mire usted por dónde son también las nuestras. Por ejemplo, la rapidez y profundidad de la revolución digital, la paulatina desaparición de las librerías, la tal vez excesiva influencia de las redes sociales sobre los lectores potenciales, la permanencia de la piratería… y, en fin, ese ir detrás y no delante, como había venido siendo, de los acontecimientos. 25 de junio, lunes Calor y fútbol. No hay más. Un Madrid desconocido, encima, envuelto en grises-marrones se enseñorea de calles y conversaciones. Madrid arde, y yo odio el calor. No me gustan tampoco los cuerpos callejeros sofocados, ni la lentitud, también mental, que te imponen las altas temperaturas. Me parece una fatalidad más de los tiempos que corren. Qué tiempos, Dios. Para dar esquinazo a la realidad, o al menos intentarlo, decidimos dedicar la cover de El Cultural a la poesía. La poesía como refugio. ¿Qué hay de nuevo, poetas? Y había mucho y bueno, y lo publicamos. Poemas inéditos de doce de los mejores: Gamoneda, Pombo, José Carlos Llop, Ángela Vallvey, González Iglesias, Álvaro García, Sánchez Robayna… Me quedo con el que nos manda Llop, que formará parte de su próximo libro. Ahí van los primeros versos: «Soy de letras pero amo la geometría:/ el rombo de Michaelis, los hemisferios/ de las nalgas y su elipsis sagrada,/ la abultada perfección de la vulva/ o la curva del empeine, que adoro,/ como la línea que cruza el envés/ de la rodilla, o la inclinada tangente/ de la nuca…». 27 de junio, miércoles En un par de semanas se cumplen los cincuenta años de la muerte del esquivo Faulkner, así que pergeñamos unas páginas en su memoria. Acudimos al escritor Alejandro Gándara, que tiene el sambenito de ser uno de los más genuinos faulknerianos, para que nos escriba

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el diccionario esencial del autor de El ruido y la furia (El sonido y la furia, según la traducción de Mariano Antolín Rato para Bruguera, 1981, que tengo en casa) y que para muchos (no para mí) es la mejor novela del escritor sureño. De la A (de alcohol) a la Y (de Yoknapatawpha, el «infierno de almas»), Gándara clava al personaje. Un ejemplo: la R de ruido (y furia): «La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente, que apuntala y realza su hora en el escenario, y después ya no se escucha más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada». Lo escribió Shakespeare en su Macbeth, pero era de Faulkner. Ignacio Echevarría nos va a escribir también sobre el maestro inservible, así titula su artículo. Yo le pedí a Ignacio que nos escribiera sobre «los nietos de Faulkner», casi todos ellos instalados al otro lado del Atlántico, que conoce bien. «¡Ummm! No sé, iré por ahí, pero no mucho», me anticipa. Es verdad, no fue exactamente por ahí, pero se acercó bastante. Echevarría cree que cada vez tiene Faulkner menos seguidores, considerados ya como una especie excéntrica en extinción. ¡Ay, ese miedo al lector de tantos escritores de ahora! El miedo al cliente del que hablaba Adorno y que me recuerda Echevarría con nostalgia. Sí, el crítico cree que el descrédito de esa «estética de la dificultad» han convertido a Faulkner en un maestro inservible y que «tal vez su magisterio solo pueda ser asumido por quienes están dispuestos a adentrarse en el mismo territorio selvático y ruinoso que él exploró». Y cita Echevarría a Onetti y a Juan Benet como dos de sus escasos alumnos. Pero, ¿qué ocurre, pregunto yo, cuando los lectores se quedan apresados para siempre en la facilidad del escritor? La portada, magnífica, nos la ha hecho Raúl Arias, y como libro de la semana damos las Cartas escogidas, que acaba de publicar Alfaguara y que nos muestran a un escritor engreído y frío, bastante ajeno a su entorno y constantemente preocupado por el dinero. Recomendables desde luego para forofos. Para los demás, creo que es mejor entrar en su Santuario.

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6 de julio, viernes El mejor Calderón ha abierto este año el Festival de Almagro. Un privilegio estar aquí. El estreno de La vida es sueño por la Compañía Nacional de Teatro Clásico en versión de Ernesto Caballero ha sido emocionante. No hacía excesivo calor este viernes en la insólita ciudad manchega. La plaza bulle de teatreros y turistas, igual que las posadas y los distintos garitos que acorralan los teatros. Colas en todos los centros: en la antigua Universidad anda José Sacristán a vueltas con el Quijote que le ha preparado J. R. Fernández. Cenamos varios colegas con el director del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (inaem), Miguel Ángel Recio, que venía de Mérida, donde también ayer se inauguró el Festival de allí. ¿Los dos festivales de teatro clásico más importantes, tal vez de Europa, inaugurando el mismo día? Así es, absurdo. No volverá a repetirse, dice la autoridad competente. Parece que Recio disfruta del cargo. No era este su mundo, pero lo está paladeando. Bien está que no haya entrado en el inaem como elefante en cacharrería y haya mantenido muchos de los cargos de administraciones anteriores. Gran expectación, claro, para ver a Blanca Portillo en la piel del poliédrico, y complejísimo, Segismundo. Helena Pimenta, directora de la Compañía, y Natalia Menéndez, capitana del Festival, están tranquilísimas, no así la Portillo. Han visto varios de los diez o doce ensayos generales y no tienen duda: «Ya veréis, va a ser fantástico. Blanca está maravillosa». Cierto, certísimo. Pero no solo ella. Joaquín Notario, hoy Basilio y hace diez años Segismundo, está inmenso. Ya se encargarán mañana los críticos de su trabajo, pero sospecho que no será fácil superarla. Yo esta noche me quedo con una Blanca Portillo llorando tras la actuación, desfondada y feliz, y riendo después, entre copas, con toda su compañía. Este otoño les podremos volver a ver a todos en el Pavón, de Madrid, sede habitual de la Compañía. Ojo, porque no hay que perdérselo. 9 de julio, lunes Almuerzo con Soledad Lorenzo. En diciembre cierra la galería después de tres décadas, y va despidiéndose, día a día, de amigos y colegas.

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Soledad ha hecho historia en lo suyo y quiere decidir su vida profesional hasta el final, con calma, con gozo, saboreando los buenos momentos. Y pasa de uno a otro, sonriente, porque se está yendo muy contenta y, ahora que rememora, se da cuenta de que en realidad ella nunca ha tenido un proyecto profesional. Eso es lo que dice. Dice que ha sido el azar y las circunstancias las que le han ido marcando el camino. Desde el principio. Y que, eso sí, ha ido eligiendo bien «porque yo creo que he sido bastante lista para la vida». Ni un asomo de petulancia en lo que dice. A ella lo que le ha importado de su trabajo son los artistas. Entre los artistas se ha movido siempre muy hábilmente. Y, en esa especie de celebración de los recuerdos que la galerista ha puesto en primera fila de su escenario vital, nos pasamos toda la comida hablando de ellos. De Tàpies, tan «absolutamente naíf»; de Barceló, «yo creo que se equivocó al elegir a Bruno Bischofberger, el influyente galerista suizo, como único valedor internacional de su obra»; de Jorge Galindo, que ya lo ha contratado Helga de Alvear; de Txomin Badiola, con «esa inteligencia maravillosa»… «Yo creo —me dice Soledad— que Txomin y Pablo Palazuelo son los artistas más inteligentes que he conocido». Encontrarse a pocos meses de echar el cierre al negocio le proporciona una libertad enorme. Y no esquiva la crítica. A Soledad le habría gustado que algún artista o crítico de arte inteligente le hubiera rebatido a Vargas Llosa esas opiniones tan desabridas sobre el arte contemporáneo de su ultimo libro La civilización del espectáculo, y de mucho tiempo atrás. «Y es que para hablar de arte contemporáneo también hay que saber», dice, quejosa, Soledad. «¿Te imaginas que un artista diera una conferencia sobre Vargas Llosa sin haber leído ninguno de sus libros? No entiendo cómo un hombre como él no se ha esforzado un poco en aprender, en saber mirar el arte contemporáneo». Parece claro que la clave está en que no nos han educado la mirada, que no sabemos mirar. «Saber mirar requiere cierto estudio», remata la galerista. ¿Y dónde se estudia? La conversación discurre entonces de la universidad a la crítica de arte, ida y vuelta treinta o cuarenta veces. Demasiado largo para este breve diario. Adiós.

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Festival Eñe Madrid 2012 Vuelve el Festival Eñe a Madrid. Tras el éxito de las ediciones de 2009, 2010 y 2011, el Círculo de Bellas Artes se convierte otra vez en una fiesta de Escritores, Libros y Lectores. Un fin de semana para disfrutar. Será los días 16 y 17 de noviembre. Reserva tus fechas y ven. Te esperamos.

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Editorial

Ben Brooks, a sus diecinueve años, es autor de cinco novelas, una de la cuales, Crezco, le ha valido el sobrenombre de «niño genio» de la narrativa inglesa actual. El malagueño David Leo García obtuvo con diecisiete el Hiperión de Poesía por Urbi et orbi y se convirtió en el premiado más joven de su historia. Gisela Leal acaba de publicar El Club de los Abandonados, seiscientas páginas que son «una patada al cerebro», según Santiago Roncagliolo, y es la nueva revelación literaria mexicana. Lo mismo podemos decir de la bilbaína Aixa de la Cruz, del chileno Diego Zúñiga, la francesa Margaux Guyon, el barcelonés Pablo Muñoz (aka Alvy Singer), el valenciano Julio Fuertes o la peruana Laura Rosales. Todos son precoces talentos literarios. Todos empezaron a publicar cuando rozaban los veinte años y hoy no pasan de veinticinco. La edad solo es el arbitrario criterio que elegimos para ponerle coto a esta edición. Lo que de verdad importa es el talento. Para elegirlos, contamos con muchos amigos-asesores; puedes ver la lista completa en los agradecimientos de la última página. Entre ellos, el poeta y traductor Jordi Doce, quien se encargó de la selección de poesía. Y hay más. Blanca Berasátegui, directora del afamado El Cultural que hoy se distribuye con El Mundo, nos regala unas estimulantes reflexiones sobre la literatura, la industria editorial, los premios y el arte en su Diario de Eñe. Y la Biblioteca Particular es nada menos que de nuestro Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. Su título es la mejor invitación a leerlo: «Memorias de un lector y escritor de bibliotecas»: un texto extenso, tan emotivo como brillante y editado frase por frase junto a él. Y por último, la portada y las sugerentes ilustraciones de Juan Gatti, un clásico vivo del diseño gráfico, que nos entrega una muestra de todo su talento en tres emocionantes trabajos. Pasa página y empieza a disfrutar.

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Autores

Blanca Berasátegui (Vitoria) es directora de la revista El Cultural que desde 1999 se distribuye con el diario El Mundo. Inició su carrera en el ABC, donde llegó a dirigir el ABC Cultural desde su creación hasta 1998, tiempo durante el cual fue considerada la publicación más prestigiosa en su género. También ha trabajado en espacios literarios de radio y tv, ha dirigido la revista Cuenta y Razón, y ha obtenido los premios Javier Bueno y Luca de Tena de Periodismo. Es autora del libro Gente de palabra. Ben Brooks (Gloucestershire, Inglaterra, 1992) es autor de cinco novelas: The Kasahara School of Nihilism, Upward Coast and Sadie, An Island of Fifty, Fences y Grow Up, esta última publicada en castellano por Blackie Books bajo el título de Crezco. Según Kiko Amat, es «un libro vibrante, no muy sustancioso, soez, divertido, bastante estoyloco y siempre adolescente». Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009). Fue incluida en la antología de narrativa Mi madre es un pez, y es también autora teatral. Su obra I Don’t Like Mondays, estrenada por la compañía Gorguz de México, fue reconocida en los certámenes Madrid Sur y Margarita Xirgú. Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es un hombre de ciencia públicamente renombrado por su escritura. Conocido primero como poeta (Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus), su primera novela, Nocilla Dream, dio nombre a la «Generación Nocilla» y fue el punto de partida de su famosa trilogía, integrada también por Nocilla Experience y Nocilla Lab. Su libro más reciente es el poemario Antibiótico (Visor, 2012).

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AUTORES

Julio Fuertes (Valencia, 1989) es autor de La legendaria rebelión de los fumadores, celebrada novela que puso a Papel de Fumar Ediciones en el mapa de la edición independiente española actual. Obtuvo el Premio Jóvenes Talentos Booket con el relato «Una deslumbrante muestra de esplendor heterogéneo», y ya tiene lista su segunda novela, Santísima Trinidad. David Leo García (Málaga, 1988) obtuvo a los diecisiete años el Hiperión de Poesía por Urbi et orbi y se convirtió en el premiado más joven de su historia. También es autor de Dime qué (dvd, Premio Cáceres Patrimonio de la Humanidad, 2011) y ha sido incluido en antologías como La inteligencia y el hacha, de Luis Antonio de Villena, y Tenían veinte años y estaban locos, de Luna Miguel. Juan Gatti (Buenos Aires, 1950) es un artista plástico, diseñador y fotógrafo argentino radicado en España, autor de los diseños gráficos de las películas de Pedro Almodóvar y de innumerables portadas de discos de rock argentino y español de los setenta y ochenta. En el mundo de la moda ha trabajado junto a nombres como Loewe, Lagerfeld, Benarroch, Chloé, Purificación García o Jesús del Pozo­. En 2004 recibió el Premio Nacional de Diseño en España, y recientemente La Fábrica publicó el monográfico de más de seiscientas páginas Juan Gatti. PhotoGraphics. Margaux Guyon (Aviñón, Francia, 1990) estudia Filología, Literatura y Civilizaciones Hispánicas en la Sorbona, y actualmente está preparando el examen de acceso a la École Normale Superieure de París. Latex, etc., su primera novela, narra la historia de una call-girl de altos vuelos que gasta lo que gana en ropa, joyas y accesorios caros, y fue muy bien recibida por la crítica y el público de su país. Gisela Leal (Monterrey, México, 1987) acaba de publicar su primera novela, El Club de los Abandonados (Alfaguara México, 2011), y es considerada como la nueva revelación literaria en su país. Santiago Roncagliolo ha dicho de ella que «sabe de pop como Xavier Velasco, derrama veneno como Junot Díaz y mira a los ricos como Bret Easton Ellis. Su novela es una patada al cerebro».

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Richie McCaffery (Newcastle, Inglaterra, 1986) vive en Stirling, donde realiza prácticas de orientador juvenil y trabaja en una tesis doctoral sobre poetas escoceses de la Segunda Guerra Mundial. Sus poemas han aparecido en prestigiosas revistas como Stand, Magma, Envoi, Iota, Other Poetry y Poetry Salzburg Review. Acaba de publicar su primer libro, Spinning Plates. Carlota Moseguí (Barcelona, 1991) se hizo conocida por el blog The girl you lost to cocaine, que hoy forma parte de la comunidad El Sindicato de Random House Mondadori. Allí, junto a consagrados de la casa como Rodrigo Fresán o Jordi Soler, ejerce la crítica literaria «huyendo del rígido academicismo». Pablo Muñoz (Barcelona, 1988) escribe desde 2005 el blog El rincón de Alvy Singer, donde su erudición y su capacidad para relacionar conceptos de la alta cultura con la cultura popular lo han convertido, pese a su juventud, en una referencia. Lleva también la bitácora El habla del lugar y es uno de los autores del Blog de Cine. Padres ausentes es su primera novela. Laura Rosales (Lima, 1989) obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juvenil César Vallejo del Instituto Nacional de Cultura de su país, es autora del libro de poemas Von, y ha sido incluida en antologías como Suicidas Sub21 o Río Luna. Dirige la colección Pelícano Cartonero y forma parte de la revista Ónice. Cantata Natural es su nuevo poemario, aún inédito. Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es autor de auténticos clásicos de la literatura contemporánea como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, Lituma en los Andes, La fiesta del Chivo o Travesuras de la niña mala. En 2010 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Desde entonces ha publicado la novela El sueño del celta y el ensayo La civilización del espectáculo. Diego Zúñiga (Iquique, Chile, 1987) es autor del volumen de relatos Montaña Rusa y de la novela Camanchaca, elogiada por su madurez narrativa al trazar «una imagen lúcida y totalizadora» de su país a través de una sencilla historia familiar. Obtuvo los premios Roberto Bolaño y Gabriela Mistral, es director de la web 60watts y conductor del programa de radio Snob.

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Una colección de libros concebida para conocer a través de sus obras a los nombres más importantes de la historia de la fotografía. Robert Frank, W. Eugene Smith, Man Ray, Cindy Sherman, Dorothea Lange, Paul Graham y un largo etcétera de autores esenciales para comprender la evolución del arte fotográfico. Una colección imprescindible.

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Jean-Hubert Martin • Luis GordiLLo eva Fernández deL CaMpo • Juan Cruz eduardo arroyo • Ferrán barenbLit Juan b ar J a • Man u e L b o r J a v iL L eL Fernando Castro FLórez • eva Lootz beLén GopeGui • pierre bourdieu Laur a Man z an o • G er ar d Mo r t ier Mario MuCHnik • anne-Laure bonvaLot L u i s M aG r i n yá • L o ï C Waq u a n t tHierry desrues • bernabé López kHaLiFa MessaMaH • raFaeL bustos a n a b L a n d i a n a • pa s C a L C o M e L a d e dav i d ko n s ta n • ro n G a L e L L a

EDICIONES DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES

FREDRIC JAMESON El realismo y la novela providencial JEAN BAUDRILLARD La agonía del poder FÉLIX DUQUE ¿Hacia la paz perpetua o hacia el terrorismo perpetuo? ROBERT CASTEL et al. Pensar y resistir ROGER CHARTIER [ed.] ¿Qué es un texto? JORGE ALEMÁN [ed.] Lo Real de Freud VINCENzO VITIELLO Borges. Memoria y lenguaje JULIÁN JIMÉNEz HEFFERNAN [ed.] Tentativas sobre Beckett SERGE FAUCHEREAU [ed.] En torno al Art Brut VV. AA. Arquitectura y ciudad. La tradición moderna entre la continuidad y la ruptura JORDI DOCE [ed.] Poesía en traducción PIERRE KLOSSOWSKI Cartas a Betty / Lettres à Betty FÉLIX DUQUE [ed.] Heidegger. Sendas que vienen SLAVOJ zIzEK et al. Arte, ideología y capitalismo

VV. AA. Imagen y palabra MIGUEL CASADO [ed.] Mecánica del vuelo. En torno a Aníbal Núñez JOSÉ ÁNGEL VALENTE Palabra y materia PHILIPPE JACCOTTET Cantos de abajo HENRI MICHAUX Ideogramas en China / Captar / Mediante trazos JOSÉ MANUEL CUESTA ABAD )clausuras( de Pierre Klossowski ANDRÉS SÁNCHEz ROBAYNA Una lectura ANTONIO GAMONEDA La campana de la nieve / Escritura y alquimia PATXI LANCEROS Y FCO. DÍEz DE VELASCO [eds.] Religión y violencia ALLEN GINSBERG Madrid 1993 LAS NOCHES BÁRBARAS III Tercera fiesta de músicos de la calle SANTIAGO ÁLVAREz CANTALAPIEDRA Y ÓSCAR CARPINTERO [eds.] Economía ecológica: reflexiones y perspectivas IGOR SÁDABA [ed.] Dominio abierto. Conocimiento libre y cooperación

VV. AA. Los otros entre nosotros. Alteridad e inmigración FÉLIX DUQUE [ed.] Poe. La mala conciencia de la modernidad JUAN BARJA Y JORGE PÉREz DE TUDELA [eds.] Dante. La obra total JUAN CALATRAVA [ed.] Doblando el Ángulo Recto. 7 ensayos en torno a Le Corbusier FÉLIX DUQUE [ed.] Hegel. La Odisea del Espíritu JEAN STAROBINSKI El almuerzo campestre y el pacto social JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD Prefiguraciones FRANCISCO DÍEz DE VELASCO Y PATXI LANCEROS [eds.] Religión y mito ALBERTO BERNABÉ Y JORGE PÉREz DE TUDELA [eds.] Mitos sobre el origen del hombre

TOMÁS MORO Utopía ROBERT BURTON Una república poética ANÓNIMO Sinapia CLAUDE-HENRI DE SAINT SIMON De la reorganización de la sociedad europea PIERRE DE MARIVAUX La isla de los esclavos JEREMY BENTHAM Panóptico ÁNGEL GANIVET Granada la bella Con Mecanópolis de Miguel de Unamuno JACQUES FABIEN París en sueños ALBERTO BERNABÉ Y JORGE PÉREz DE TUDELA [eds.] Seres híbridos en la mitología griega ÁNGEL CRESPO Deseo de no olvidar JAVIER ARNALDO [ed.] Goethe. Naturaleza, arte, verdad

MIGUEL CASADO [ED.] Las voces inestables Sobre la poesía de José-Miguel Ullán

JUAN MIGUEL HERNÁNDEz LEÓN [ed.] El museo: su gestión y su arquitectura

LUIS DE PABLO A contratiempo

FÉLIX DE AzúA [ed.] De las news a la eternidad


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Ben Brooks El Diminuto Cosmonauta Aixa de la Cruz Romperse Diego Zúñiga El lenguaje de los pájaros Gisela Leal Short Fiction Zacarías Fabrá Carta final Margaux Guyon Procrastinación Julio Fuertes Isidoro Richie McCaffery Tres poemas David Leo García Las cosas son así Laura Rosales Templos bajo el agua Pablo Muñoz Ningún redoble responde Carlota Moseguí The Crickets

festival eñe Agustín Fernández Mallo Inventario Ilustraciones de Juan Gatti



Ben Brooks El Diminuto Cosmonauta

Me metí en la casa por la parte de atrás. Era un piso de dos dormitorios, encima del Museo de las Bolas de Cristal con Nieve. Llevábamos allí tres años. Pagábamos poco y los techos eran altos. Solté la mochila y me dirigí a la cocina. Había vuelto a pasar. Allí estaba Hora del Té, echada sobre la mesa como un león herido por un disparo, dándose golpes con un ladrillo partido por la mitad. Islas de pánico color peonía le moteaban las mejillas como besos de payaso. Brillaban las postillas de sus muslos. —Para —le dije. —Por qué —contestó ella. —Me resulta incómodo. —Por qué. —Igual me pongo a pegarme con un ladrillo yo también. —Seguro que no. —Igual sí. —No puedes. Ya no hay más ladrillos. —De dónde lo has sacado. —Lo he arrancado de la chimenea. Se bajó de la mesa. Tenía la barriga cubierta de moratones azul petróleo del tamaño de un girasol. Sus rodillas castañeteaban como dientes en invierno. —Duele —dijo ella. —Ya lo sé —contesté yo. Me la coloqué sobre el hombro, la llevé al piso de arriba y la puse en la bañera, que se llenó lentamente. Me senté en el borde y le hablé sobre veleros, naranjas, gatos gigantescos y árboles parlantes. Estaba cansada. La sequé con la toalla más gruesa y la llevé al dormitorio. Se quedó dormida de inmediato.

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El cielo había desaparecido completamente, pero yo no estaba cansado. Salí al balcón, encendí un cigarrillo y bebí té negro. La luna silbaba y sangraba púrpura. Pensé en el Diminuto Cosmonauta que se escondía dentro de Hora del Té. Ella quería que se marchase. Todos los días intentaba abrir de un modo u otro las puertas que tenía en sí misma para que el Cosmonauta saliera. Rasguños, cortes, cardenales y rozaduras. Una vez se llenó la cara de pimienta para ver si lo estornudaba. Otra vez se cortó el pezón izquierdo. Estábamos en el Parque del Vidrio escuchando a la Orquesta tocar Nueve menos nada, cuando Hora del Té acercó mi oreja a su boca. —Tengo algo dentro —dijo ella. —El qué —contesté yo. —Tengo algo dentro. —Ya, ya te he oído. Quiero decir que qué es. —Un corazón pequeño. —Oh. —Quiero que se vaya. —No. —Sí. —Por qué. —Yo no soy una casa. —Ya lo sé. —Estropearía cosas. —Y qué es lo que podría estropear ahí dentro. Entonces se puso a llorar y me dio vergüenza. Tuvimos que irnos. Ni siquiera pude ver los fuegos artificiales (que luego Gabriel Pope describiría como «dragones pero de verdad»). Ella no me habló en seis días. Tiré el cigarrillo a la calle y volví adentro. Hora del Té se había dado la vuelta, estaba cara a la pared. Me tumbé junto a ella y enterré la cara en su pelo. La mañana siguiente, desayunando, el cielo parecía una casa incendiada sobre el lecho del mar. Todos los tonos de naranja se paseaban por la ventana abierta de nuestra cocina. Hacía calor. Hora del Té estaba sentada en el alféizar, sostenía contra su pecho una taza muy alta y repasaba con el dedo las nuevas formas de su barriga. Le serví té de la tetera y acerqué una silla. —Qué buen día hace —dije yo—. Naranja.

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—Sí —contestó ella—. Quizá vaya a los lagos. Miramos afuera. La sangre de la carnicería lamía los adoquines. El aire espeso de la panadería se abría paso hacia las nubes. El Relojero estaba sentado a la puerta de su tienda, fumando, canturreando y rascándose las manos. Hora del Té escupió a la calle. Yo terminé mi té. —Tengo que irme —dije yo. —Vale —contestó ella. —Ya está bien de ladrillos. —Vale. —Lo prometes. —Vale. Le recogí el pelo tras la oreja. Lo tenía del color del pez payaso. —Ni ladrillos ni nada de nada. —Vale. Le di un beso sobre los ojos, cogí la mochila y me fui a trabajar. Cerré la puerta con llave. Estaba trabajando en el Desván del Cosmonauta, codo con codo con Gabriel Pope. Yo era Cosmonauta. Uno de los dos que había. Nuestro trabajo consistía en construir la nave, pero no estábamos haciéndolo porque no sabíamos lo que era el espacio ni si queríamos ir. Ni siquiera sabíamos lo que era una nave espacial. Gabriel Pope decía que tenía que parecerse a un pájaro hecho de madera de roble y que tenía que volar más alto que las nubes. A mí eso me parecía una estupidez. Yo creo que una nave espacial debe ser como un beso. Cuando llegué, Gabriel Pope ya había hervido agua y había preparado té. Nuestras tazas estaban junto al diagrama que mostraba cómo podría ser el espacio o no. El diagrama recordaba a un elefante porque tenemos la sólida sospecha de que puede que el espacio sea eso. Yo nunca he visto un elefante, pero Gabriel Pope sí (lo vio en las Guerras Coloniales, en las que también vio una niña al revés y un león traslúcido). Para matar el tiempo, hacíamos tigres mecánicos y jaboneras. Algunas veces subíamos al tejado a pelear a puño limpio. Gabriel Pope solía ganar porque sus manos eran duras, pues había sido soldado. Su madre las utilizaba como alfiletero; era entonces cuando solían charlar.

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Ese día nos turnamos en la mecedora y fumamos y bebimos té. Jugamos ajedrez un rato, pero Gabriel Pope estuvo todo el tiempo tumbando las piezas que le resultaban amenazantes al mirarlas. Es difícil ganar solo con peones. Se asustan y se esconden como ratoncitos detrás de la taza. —¿Cómo está Nuestro Diminuto Cosmonauta? —preguntó él. Guardamos el tablero. Era casi hora de comer. —Igual —contesté yo. Gabriel Pope arrugó el ceño. —Oh —dijo él. —Mm —contesté yo. —Quizá podrías traerla aquí —dijo él—. Podríamos encadenarla al radiador. —Empezaría a aguantar la respiración. —Llévatela de vacaciones. —A dónde. —Al agua. —Tiene a una hermana allí. —¿Ves? —Sí, quizá. —Podría estar bien. —Sí, quizá. —¿Podemos comer ya? —Vale. Fuimos a la tetería de los lagos y comimos hasta que nuestros estómagos quisieron escapar. La señora de las palomas voló unas cometas y el sol se bamboleaba en el cielo; yo esperaba a que el Diminuto Cosmonauta llegase. Caminando hacia casa pasé junto a un grupo de minúsculas brujas del instituto que construían estrellas entre las manos. El aire olía a savia. El cielo era violeta. Las niñas se dividieron en dos y cada mitad se puso en la acera contraria de la calle. Una que era alta dijo Uno, Dos, Tres, y las niñas lanzaron las estrellas. Todas alcanzaron su objetivo y estallaron en jirones de amarillo. Yo sonreí. Algunas niñas saludaron. Una pidió perdón. Cuando llegué, Hora del Té se había quedado K. O. en el sofá. Tenía una vela en la mano y un cráter en la parte de atrás de la cabeza. Pasé la

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mano por encima. Forma de media luna. La sacudí ligeramente hasta que se despertó. Se rascó la cabeza y pestañeó. —Duele —dijo ella. —Lo sé —contesté yo. —Mi cabeza —dijo—. He fallado. Con las verduras del asado del día anterior preparé bubble and squeak y comimos en el balcón. Hora del Té se disculpó. Le dije que no tenía por qué. Le volví a pedir que dejase al Diminuto Cosmonauta en paz. Ella tiró el plato a la calle y salió corriendo al dormitorio. Cerró la puerta con pestillo. Yo me asomé para contemplar el mapa que los trozos habían dejado sobre el adoquinado. Fui a ver a No Hay Tal Cosa a los bosques. Al Diminuto Cosmonauta, del Útero Grávido, Llegarás hasta aquí. No pasa nada. A veces las nubes parecen bancos de percas japonesas naranja haciendo largos en una gigantesca y límpida pecera que flotase sobre nuestras cabezas. A veces la mañana huele a hierba cortada. A veces puedes beber vino y la luna se emborrona de tal manera como si un equipo de estrellas gordas se hubiera recostado sobre ella. A veces Hora del Té canta. A veces puedes quedarte dormido a la orilla de la carretera y algún desconocido color rosa te lleva consigo y te tapa con mantas y deja caer gotas de agua sobre tus mejillas hasta que estas se encienden. A veces las calles se inundan y todo el mundo lleva al resto de la gente a hombros. A veces el café sabe como tiene que saber. A veces los pájaros de la mañana se compinchan con los sicomoros y el estribillo matutino es tu canción favorita. A veces te dejan dormir por el día. Gabriel Pope ha estado preguntando por ti. Te necesitamos para la nave. Cuando llegues la construiremos y será grande. Iremos al espacio, esté donde esté, y lucharemos contra sea quien sea el jefe allí. Puedes sentarte muy recto en la silla de montar de mis hombros. Te daré un cuchillo del tamaño de mi brazo. Y no te preocupes por Hora del Té. No lo dice en serio. Acurrúcate y pégate al fondo. Recolócale los órganos para que sean como una armadura. Estate bien.

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No Hay Tal Cosa estaba recogiendo leña en el bosque. Alfombraba el suelo la pinocha. Todo era verde y estaba ahí a la mitad. Caminé hacia ella. Ella no me miró. —Puedes ayudarme —dijo. —Hola —contesté. Me agaché y reuní un montón de ramitas. Un búho cayó de una rama, me dio en el hombro y aterrizó en el suelo. Tenía los ojos cerrados. —Oh, Dios —dije. —Qué —dijo ella. —Está muerto. —No, está jugando. No Hay Tal Cosa subió al árbol que tenía más cerca. Un roble salpicado de cráteres. Trepaba como si estuvieran tirando de ella. Cuanto más subía, más se alejaba de mí y más iluminada se la veía y más guapa se ponía. No Hay Tal Cosa era liviana. Se abrió camino de puntillas hasta el extremo de una llorosa rama y saltó. Aterrizó en el búho y salió danto volteretas por el suelo. Empezó a llover. —Oh, Dios —dije yo. Pero no había sangre. El búho abrió los ojos y ululó. Remó, aire arriba, y se hizo un punto en el cielo. No Hay Tal Cosa vive en un barco de pesca. El barco de pesca está en un árbol. Cayó cuando cayeron los peces y estaba vacío, y se instaló en él. —Pon ahí la madera —dijo ella. Estábamos dentro. No hacía frío. Ardía un fuego. La lluvia pateaba contra el techo. Las sombras en su barco adoptaban la forma de pequeñas ballenas. Subían por las paredes y se deslizaban por el suelo. El cielo se oscureció fuera y las nubes se sacudían como perros. El suelo del bosque se convirtió en un caos de riachuelos marrones. No Hay Tal Cosa hirvió agua e hizo té. No me miraba. Era evidente que seguía haciéndolo, se notaba en la forma que su pelo tomaba en el límite con la nuca. Le caía en dos triángulos perfectos. Sonreí. —Déjalo ya —dijo ella—. Sí, sigo haciéndolo. ¿Sigues tú tomando azúcar? —Sí —contesté yo. Nos sentamos en la parte de atrás del barco con las tazas en la mano, contemplando el bosque. Los árboles chorreaban un agua que se llevaba por

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delante manchas de suciedad, trozos de corteza y agujas de pino. Sonaba como una rueda de molino moliendo trigo. Encendí un cigarrillo. No Hay Tal Cosa me lo quitó de la boca y se lo llevó a los labios. Encendí otro. —Hora del Té tiene dos corazones —dije yo. —¿Qué? —Un Aún No. —Vete, por favor —dijo. —¿Qué? —Que te vayas, tonto de los cojones. Dejé la taza y bajé del barco. No Hay Tal Cosa gritó como invocando la avalancha. Una vez gritó tan fuerte que me caí de espaldas y me abrí la cabeza. No Hay Tal Cosa guarda en la cabeza un atlas gordo y da buenos consejos, pero me quiere. No me siento atado a ella por ninguna cosa más gruesa que el algodón. No entiendo. Cuando volví, Hora del Té dormía. Se había enrollado un montón de cuerda alrededor de la barriga. La corté, se la quité y palmeé su piel hasta que le regresó el color huido. Ella abrió los ojos y agitó la cabeza. —¿Qué estás haciendo? —preguntó. —Nada —contesté. —Déjalo que se vaya. —No quiere irse. —No quiere nada. —Ya querrá. —No, no querrá. —Se incorporó y me propinó un gancho de derecha a la mejilla—. Vete a dormir a otro lado —dijo—. Deja las tijeras aquí. Al día siguiente encontré a Hora del Té colgando del balcón, por la borda en la mañana amarilla. Tenía las manos del color de la nieve recién nacida. Llevaba toda la noche ahí agarrada. La cogí de las muñecas y la subí. Le puse delante una taza de té y la senté en el sofá. —Me quieres a mí o quieres esto —dijo ella, boxeando contra su propia barriga. Parpadeé. —Las dos cosas —contesté yo.

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—Pero si no está siquiera. —Va a venir. —No. —Qué te pasa —pregunté yo. —Qué quieres decir con qué te pasa —contestó ella. —Estás flotando. Ella miró hacia abajo. Tenía los pies a un palmo del suelo. —Qué has hecho —pregunté. —Yo no he hecho nada —contestó—. Qué has hecho tú. Mis pies eran barcos que se hundían mientras caminaba en dirección al Desván del Cosmonauta. Gabriel Pope se había puesto la corbata porque teníamos una cita con el alcalde. Nos acicalamos el uno al otro. Él, de un golpetazo, me quitó del pelo un trocito de corteza de árbol y yo le saqué cuatro alfileres rojos de la mano izquierda. Nos reunimos con el alcalde todas las semanas. El alcalde tiene bigotes de gato y unas manos como palas de panadero. Las paredes de su despacho están forradas de trofeos, cabezas de hurones muertos. —¿Qué hay de mis Cosmonautas? —preguntó. —Lo siento —contesté yo. Empecé a vomitar violentamente una trucha arcoíris sobre la mesa—. No sé qué me pasa. Nos quedamos mirando la trucha, que coleó y murió. —Vuelve a casa —dijo el alcalde—. Descansa. Deja de vomitar peces. Al día siguiente no fui a trabajar. Ni al siguiente. Ni al otro. Hora del Té se negaba a salir del baño. Yo pasé horas tumbado en la mina de dientes de león abandonada que había ya casi a las afueras de la ciudad. A través de los túneles, flotaban formas de color y nubecillas. Desde las grietas de la pared unas inflorescencias espiaban. Hora del Té no volvió a aparecer. Me llevé a la mina de dientes de león latas de arándanos, cuatro libros y mi edredón, y dormí. La lluvia dejó los bosques y se aferró al cielo de la ciudad. Gabriel Pope trajo patatas. Yo le tiré piedras a la cabeza.

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Al Diminuto Cosmonauta, del Útero Grávido, Ella no entiende que vas a bordo. Piensa que eres una cosa pequeña y suave enterrada en algún lugar a millas de aquí. Ella cree que no eres un tú. Lo intenté. Estoy escondido. Estate bien. Al noveno día apareció No Hay Tal Cosa con una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba el vestido que se pone los días naranja. Traía un elefante enano sobre el hombro izquierdo. —Qué —pregunté yo. —Sal fuera —dijo ella. —No. —Te va a gustar. Me cogió de la mano. —Suéltame la mano —dije yo. —Vamos. —La mano. Me soltó y la seguí hasta que salimos del túnel. Caminamos por el estrecho sendero hasta alcanzar el nivel del suelo. Seguía lloviendo. El aire se sentía tenso y joven. La lluvia caía sobre la ciudad y formaba profundos ríos que bajaban por la calle principal. El Relojero estaba dentro. El Panadero estaba dentro. El desagüe de la carnicería se había inundado. —Me vuelvo. —Espera. Ella señaló hacia mi balcón: allí estaba Hora del Té, envuelta en globos de papel y velas encendidas. Parpadeé. Pequeños globos de aire caliente. Soltó la barandilla para saludar con la mano y su cuerpo se elevó. Yo grité. Grité de nuevo. No Hay Tal Cosa soltó una risita. Hora del Té ascendió.

Traducción de Miguel Marqués.

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Llevo una hora inclinado sobre la taza del váter y hay sangre por todas partes. Sangre seca en mi barbilla, gotitas de sangre en el dispensador de papel higiénico, en la pared, en las cortinillas de plástico de la ducha, muy rollo Psicosis. No obstante, la película que me viene continuamente a la cabeza es una supervieja, como del 2003, sobre un ataque alienígena. Las víctimas humanas empiezan a tener cólicos, se sientan en la taza del váter y paren/cagan (les destrozan) unos gusanos asquerosos que salen envueltos en mierda y sangre a acabar con la humanidad. Es curioso; a ratos, encuentro tranquilizador que esto que me está ocurriendo sea tan exagerado; es como si la escena dijera: no te lo tomes en serio, no te lo creas del todo. Pero yo sé que algo se ha roto por debajo de mis pulmones; cómo explicarlo; imagina que estás en el gimnasio levantando cuarenta kilos; resoplas como una parturienta; el esfuerzo lo hacen tus brazos, pero se siente en la cabeza, te laten las sienes a ritmo de dubstep, la presión sanguínea es tan alta que más tarde, no te cabe duda, tendrás las mejillas plagadas de lunares púrpura, siempre ocurre, también cuando vomitas, es por culpa del esfuerzo. Tienes ganas de llorar, pero aguantas el peso, aguantas, aguantas, la tensión es insoportable, quieres hacerlo; solo que, de pronto, algo falla; los cuarenta kilos en lingotes de cinco en cinco se derrumban sobre la base de la máquina; lo que tú quisieras, la voluntad, ya no importa, te has roto; el estruendo es enorme, pero dura un segundo, es seco, breve, no deja armónicos, o si lo hace, se los traga el reggaetón del hilo musical. Es como tensar demasiado las cuerdas de una guitarra; gimen y luego revientan, y al salir volando, si te golpean en un ojo, lo mismo quedas tuerto. Una vez, hace cuatro o cinco años, cuando comencé a entrenar, tuve una experiencia de este tipo y sufrí un desgarro en el

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bíceps derecho. Recuerdo, antes del dolor, un segundo, o igual menos, de desconcierto; yo sentía que mis músculos seguían sujetando un peso que, para mi asombro, se había desplomado en caída libre. Fue una pasada. El estómago también es un músculo, ¿no? Creo que me voy a morir y creo que no voy a pedir ayuda a nadie. Esto equivale a estar jodido. Pero la muerte es como el chorretón de sangre que he vomitado; algo que ves tanto en la tele y tan poco en la vida real que no acabas de creértelo. Yo solo he visto un cadáver; mi abuela se había pasado tres años gagá en una residencia de ancianos. Siempre que iba a visitarla estaba tumbada y dormida, así que verla dentro del ataúd me causó poca impresión, fue más de lo mismo. En cuanto a la sangre, no creo haber visto nunca tanta. No al menos de esta manera, tan espesa y oscura y saliendo a presión como si abrieras un grifo. Vomitar sangre es como vomitar chocolate caliente. Últimamente he vomitado mucho, podría decirse que soy un experto en vómitos. Por ejemplo, sé lo siguiente: que hay que masticar con cuidado los alimentos y acompañar la ingesta con pequeños sorbos de agua, pero no beber tragos largos una vez has terminado la comida; que cuando comienzan a salirte heridas en los dedos es mejor recurrir a otro tipo de procedimientos, utilizar el mango del cepillo de dientes o incluso echarte gotas de algún producto particularmente nauseabundo, como el Hercampuri, que es amarguísimo y provoca náuseas; que al terminar lo mejor es enjuagarse la boca con agua y bicarbonato de sodio, para mitigar el mal olor y estabilizar los jugos gástricos; que es indispensable llevar agua de colonia encima, siempre, por si acaso. Todos estos trucos los aprendí en Internet. Hay blogs de anoréxicas (Anas) y bulímicas (Mias) en los que intercambian consejos y se dan apoyo. Claro, todas son mujeres. Se autodenominan princesas y los posts siempre están escritos con una tipografía muy estilizada sobre un fondo rosa. Esto me desconcierta; yo no soy maricón. Lo dejo claro no porque tenga nada en contra de los maricones, sino porque esta ha sido mi cruz desde que tengo memoria. La primera vez que un niño puso en duda mi hombría aún conservaba algún diente de leche. En el instituto fui el lolailo y luego, definitivamente, el plumitas, y aquello fue crucial porque ya lo decía Aresti, creo que mi nombre es mi ser y que no soy sino mi nombre.

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Era un adolescente regordete y de piel muy blanca; en los recreos me quedaba en clase leyendo libros de fantasía épica. Una vez, en cuarto de la eso, las chicas que vestían de negro llegaron borrachas a Conocimiento del Medio y a la semana siguiente nos mandaron a la orientadora para que nos diera una charla. Solo recuerdo un detalle: que, según dijo, las mujeres tienen un porcentaje mayor de grasa en el cuerpo y por eso el alcohol les afecta más y más rápido que a los hombres. Fue entonces cuando me di cuenta de que igual era mi sobrepeso, una gordura que no era exagerada pero que me redondeaba como a una mujer menopáusica, lo que me daba un aspecto ambiguo, por así decirlo. Entonces di un cambio de rumbo. Yo no tenía amigos, ni novia; no salía de viernes a domingo, de cinco a doce, a beber litros de kalimotxo bajo el puente de San Antón, pero mi tiempo libre estaba muy bien administrado. Estudiaba inglés y francés, iba al conservatorio a clases de guitarra y ayudaba a un crío con los deberes de matemáticas para sacarme un dinerillo. Todo aquello lo cancelé y redireccioné mi tiempo libre hacia una actividad en exclusiva: el gimnasio. Al cabo de tres meses mi vida había cambiado considerablemente. Hoy no es que sea el tipo más popular del Deportivo; de hecho, han pasado los años y me he acabado encontrando en la piscina con antiguos compañeros del instituto que se empeñan en seguir gastándome las mismas bromas absurdas, como si no pudieran controlar sus tendencias regresivas. Y estas cosas se extienden como la pólvora. En vestuarios, los vigoréxicos populares se ríen, por este orden, de 1) Willy, el síndrome de Down; 2) el hombre del banco, un tipo asqueroso que nunca se ducha; después de entrenar se envuelve, todo sudado, en un impermeable verde y se sienta en recepción con su portátil a apostar en Bolsa; y 3) yo, el afeminado. Las cosas como son: hay que tener mucha paciencia para aguantar sus bromitas, pero esto no es el instituto; la jerga de vestuario es un código interno, crea pertenencia, es para iniciados y, digan lo que digan, con setenta kilos de músculo, quince por ciento de materia grasa y Bronce en el campeonato de pesos medios de Euskadi el pasado invierno, aquí la gente me respeta. El respeto es algo que se gana; ergo, el respeto es algo que se pierde. Por ejemplo: cuando tomas anabolizantes. El lema del gimnasio, inscrito en todas las paredes, es el siguiente: Conoce tu cuerpo, busca tu límite. Si

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tomas esteroides, tu límite se pulveriza e incumples el mantra del aula de yoga: fortaleza, superación, honestidad. Si vomitas cuanto comes salvo los batidos de proteínas de después de entrenar, tampoco vas por el buen camino. Es un trastorno de ansiedad, dicen. Andrés, el de Body Combat, nos contó que estaba yendo al loquero porque no podía dejar de follar. Se gastaba 300 euros a la semana en putas y luego llegaba a casa y se follaba a su mujer y en el gimnasio, entre clase y clase, como quien sale a fumarse un cigarrillo, tenía que ir al baño a hacerse una paja. Después de esta confesión dijo «es un trastorno de ansiedad» y, por arte de magia, el vestuario solemne, asintiendo en silencio; algunos lo miraban con admiración. Pero lo mío es distinto. La bulimia, de la que te informas en la red mediante blogs con dibujitos de hadas y princesas, es para la categoría «trastornos de ansiedad» lo mismo que «azafato» o «enfermero» para la categoría «oficios». Ojala fuera adicto al sexo. Me atrevería a pedir ayuda. Me contorsionan de nuevo las arcadas y vomito unas gotas de sangre mezcladas con bilis y con algo que, probablemente, sean restos de la tarta de manzana que he tomado de postre. Hay una parte de mí que piensa: bien, hidratos fuera. Mi dieta me permite tomar azúcares todas las mañanas, antes del entrenamiento, pero nunca por las tardes; y es precisamente por las tardes, llevado por mi anti-lógica, mi anti-sentido de la oportunidad y mi anti-respeto por mi integridad física, cuando más se me antoja comer dulces. Podría haberme controlado y no estaría en la que estoy. Soy un loser. Miro fijamente el ungüento rojo que he acumulado en el inodoro y siento que me sumerjo en él, que nado en él, que se me adhiere al cuerpo con brillo de carrocería de coche y parezco un superhéroe escarlata. ¿Cuánta sangre habré perdido? ¿Me estaré muriendo ya? Esta vez no han sido más que gotas y el dolor de estómago está disminuyendo; dicen que antes de morir se experimenta una mejoría, es una tregua, es como en las películas medievales, cuando van a decapitar a alguien y el verdugo empuña la espada y por un segundo el aire se congela y no hay ningún ruido; todo está en suspenso hasta que llega el corte y la cabeza rueda y entonces se reinicia el movimiento. Me gusta la épica medieval y la fantasía. Me gusta la ciencia ficción. Antes, cuando no pasaba tanto tiempo en el gimnasio, leía. Ahora cargo el iPod con power metal, canciones de temática similar, pero no es lo mismo.

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No quiero que encuentren mi cadáver sobre la taza del váter. Reúno fuerzas para trasladarme a mi habitación. Camino encorvado, como si tuviera una enorme chepa. En el Deportivo, una vez, tuvimos a un jorobado. No duró mucho. Pero casi nadie lo hace. Me cuenta el encargado de recepción que el sesenta por ciento de los matriculados se borran al cabo de cuatro meses. Otro mantra: El dolor es inevitable, el sufrimiento no. Pero en el Deportivo vemos sufrir a gente a diario. Personas tan gordas que no parecen personas se suben a una bicicleta de spinning y cada revolución, cada pedalada, es una batalla imposible, el gordo contra sus genes, el guloso contra la gravedad, el individuo contra el universo. A veces espío las clases monitoreadas. Me siento en una máquina de abdominales junto a la puerta, que es de cristal, y finjo entrenar mientras los observo: tres o cuatro monstruos que desbordan sus bicicletas como una bola de masa para pizza que alguien hubiera dejado clavada en el rodillo; y a su alrededor, veinteañeras atléticas y saltarinas, con el culo en pompa, los muslos contorneados, ligerísimas. Su esfuerzo, el de los gordos, me conmueve. Me dejan hipnotizado y me hacen pensar en escarabajos, en cómo de niños les poníamos boca arriba para verles bailar, agitando sus patas, luchando por darse la vuelta a sí mismos. La gente piensa que los gordos no tienen fuerza de voluntad, pero hay que verlos en el gimnasio, con todo en contra, con su grasa en contra. Me provocan vértigo. Tumbado en la cama, en postura fetal, el dolor es más llevadero. Las sábanas huelen a suavizante; las cambié ayer; me envuelvo en ellas, aspiro; por un instante, imagino que soy un guerrero y que he vuelto a casa, victorioso, tras la batalla; que estoy a salvo y se van a curar mis heridas. Pesan los párpados y quisiera dormir, pero estoy demasiado asustado. En el colegio, un compañero de clase cayó desde el barandal del paseo marítimo de cabeza contra las piedras del rompeolas. Fue un milagro, decían: apenas tenía un chinchón, regresó por su propio pie a donde sus padres; no estaba mareado. Pero al llegar a casa, después de cenar, lo acostaron y jamás despertó. Esa historia se me quedó grabada. De niño, tuve insomnio por su culpa muchas veces y ahora, aunque soy consciente de que no me he dado ningún golpe en la cabeza, temo inundarme por dentro mientras duermo. Necesito distraerme con algo.

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Alcanzo el iPhone de la mesilla. No tengo ninguna alarma, ni llamadas, ni whatsapps, ni mails; agonizo solo. Abro el explorador y tecleo en Google: vomitar sangre. Al parecer, es un tema popular en los foros de medio mundo. «Ayer salí de fiesta y esta mañana he vomitado lo último que comí con algo de sangre. ¿Qué me pasa?». «¿Puedo estar embarazada si vomito sangre?». «Chicas, cuando vomitáis, ¿soléis echar algo de sangre?». Pero este no es mi caso; yo no me he arañado la campanilla al meterme los dedos, no me ha provocado una úlcera el whisky de garrafa, ni soy una adolescente subnormal; lo mío es peor. He dejado el cuarto de baño como el set de una película gore. «¿Vomitar sangre es normal?». Me entra la risa y toso. Al contraerse el esternón, vuelve el dolor de estómago, tan agudo esta vez que me deja sin respiración. «Sí, tío, es mazo de normal, como echar fuego por la boca.» Los retortijones duran poco más de un minuto, pero al terminar estoy empapado en sudor, como si hubiera corrido un maratón; seco mis mejillas con el dorso de la mano; la humedad es excesiva; llego a la conclusión de que también he llorado. En cuanto vuelvo a respirar tranquilo, un calambrazo me contorsiona como a una lombriz y, sin ningún esfuerzo, como si mi cuerpo ya hubiera asumido que esto es a lo que nos dedicamos ahora, echo una bocanada de sangre espesa sobre la alfombra. Me quedo viendo a las fibras absorber la parte más líquida del escupitajo; los restos densos se coagulan poco a poco, delante de mis ojos, hasta que parece que un musgo rojo ha invadido esa esquina de mi alfombra. Tecleo en Google: vomitar+sangre+morir+mortal? Me tiembla muchísimo el pulso y tardo una barbaridad en escribir esas palabras; voy a un ritmo de letra por minuto; bueno, probablemente exagero, pero pienso: es como recorrer el teclado táctil de puntillas. Luego me doy cuenta de que esto es una gilipollez, de que ya no pienso bien, estoy perdiendo la cabeza. Leo: Las hemorragias de tubo digestivo alto pueden ser desde muy leves, apenas perceptibles por el paciente y debidas a la inflamación y ruptura de alguna vena del esófago, hasta severas y potencialmente mortales, caracterizadas por vómitos cuantiosos de sangre oscura que se prolongan durante días.

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Y leo: El síndrome de Mallory-Weiss se refiere a laceraciones en la membrana mucosa del esófago, normalmente causados por hacer fuertes y prolongados esfuerzos para vomitar o toser. En la mayoría de los casos, la hemorragia se detiene espontáneamente después de 24-48 horas y se espera una cicatrización en aproximadamente 10 días. Y pienso: Hay dos pronósticos posibles y uno de ellos es desconcertantemente bueno. Desconcertante, digo, porque al final, por mucho que me esfuerce, me voy a quedar dormido; esto es un hecho. Y si despierto (dentro de doce horas, mejorado, la boca seca, apenas unos retortijones), lo primero que haré será limpiar el baño y todo esto que ha ocurrido no habrá ocurrido, en realidad. Porque no hay testigos. Tantos años sintiéndome un auténtico freak, un desquiciado, carne de loquero, y ahora entiendo que no soy tan distinto a los demás; que la gente normal se vuelve así de loca todo el rato, pero se cuidan bien de hacerlo cuando nadie está mirando. Es lo que he aprendido hoy. Si sobrevivo, lo escribiré en las paredes internas de mi cráneo como si fuera un mantra deportivo. Dejo el iPhone en la mesilla, apago la luz y me santiguo. Comienzo a soñar con muffins gigantes recubiertas de glaseado de fresa.

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Diego Zúñiga El lenguaje de los pájaros

Escucharon el sonido de los perdigones una mañana en la que estaban discutiendo sobre el futuro. Fue un sonido rápido; el aire rompiéndose en miles de pedazos, en cosa de segundos, rápido hasta desaparecer. Se callaron de golpe, el futuro se fue a cualquier lado, no supieron qué más decir. El humo de la tetera los distrajo. Lucía se sirvió un té y se fue a encerrar a la pieza chica. Pablo se quedó en la cocina, mirando a través de la ventana los árboles, el cielo, las nubes. Llegaron a Chile una noche de invierno. Se enamoraron años antes, cuando se conocieron en la universidad. Vivieron juntos en un departamento de treinta y cinco metros cuadrados; una cocina americana, un baño en el que solo cabía una persona —dos si es que una estaba en la ducha—, y una habitación que servía como living y comedor y sala de estar. Ahí, en ese lugar, Pablo y Lucía decidieron que lo mejor para ambos era estar juntos hasta que la muerte los separara. Ahí, en ese lugar, Pablo y Lucía fueron inmensamente felices. Pasaron esa primera noche chilena en el aeropuerto, esperando que sus maletas aparecieran. Vieron cómo era la imagen de un avión aterrizando un poco antes del amanecer. Pensaron que había algo ahí, en ese cielo que abandonaba la oscuridad y en las luces de un avión que dejaba de volar. Ninguno de los dos dijo nada. No se hablaban desde hacía unos días más que para saber lo justo y necesario. No recordaban el origen del silencio, pero cumplían, a la perfección, con el papel de una pareja enojada. Finalmente

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salieron del aeropuerto cuando se enteraron de que sus maletas estaban en Buenos Aires y que recién llegarían en la tarde. Tomaron un taxi que los dejó en casa de los padres de Lucía. El taxista les intentó cobrar el doble cuando escuchó el acento de Pablo. ¿Me está hueviando, cierto?, le preguntó Lucía, y el taxista no supo qué decir. La segunda vez, el sonido de los perdigones los despertó. Dormían una siesta, acurrucados, cuando escucharon el golpe seco una, dos, tres veces. Luego, los pájaros volando entre medio de los árboles. El aleteo rápido, las hojas moviéndose, el cielo cubierto de pájaros volando en distintas direcciones. O eso es lo que alcanzaban a ver a través de la ventana. Pablo se levantó y salió al patio. Lucía se quedó recostada, mirando a través de esa ventana sin cortinas. Se acordó de ese poema que un profesor leyó en clases acerca del lenguaje de los pájaros. Después encontró horrible haber pensado en eso. Debió haber recordado esa mañana en que su padre le enseñó los nombres de las aves chilenas. Tenía siete años y un libro de tapa dura con los dibujos de aquellos pájaros que más vería, probablemente, a lo largo de su vida. Su padre le dijo eso y ella le preguntó si alguna vez podría ver una cigüeña, como la que protagonizaba sus monitos preferidos. Él no supo qué decir. O eso piensa ella, ahora, mientras las nubes se mueven, rápidamente, por el cielo. Visitaron casas y departamentos hasta el punto donde todas sus exigencias terminaron reducidas a la posibilidad de un lugar tranquilo, simplemente. A esa altura, cuando ya habían recorrido más de nueve casas y doce departamentos —de dos y tres dormitorios—, decidieron que en el centro no querían vivir y tampoco cerca de los padres de Lucía, así que la opción fue esa: una casa en La Reina, rodeada de árboles, con la montaña —como la llamó Pablo— ahí, muy cerca. No estaba nada de mal. Él podría irse caminando al colegio donde haría clases, ella tendría que tomar solo una micro para llegar a la universidad donde le guardaron un puesto durante todos estos años que estuvo fuera.

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Diego Zúñiga

La primera noche que pasaron ahí solo tenían un colchón, sus siete maletas, algunos libros y una pequeña estufa que, en realidad, no terminaba por calentar esa casa que les pareció, en ese momento, enorme. Semanas después, la mamá de Lucía les compraría una mesa de comedor, un sillón, una cocina, un refrigerador, otra cama, muebles, platos, lavadora, plancha. Incluso, dos repisas para ordenar los libros que lograron traer a Chile, casi todos de Lucía, referidos a temas económicos, y un par de novelas, quizá sus preferidas. Esa primera noche en su nueva casa hicieron el amor dos veces, rápido. Se pasó el frío. Durmieron abrazados. A fin de año, compraron un pino de verdad, no muy grande. Le pusieron algunas luces, una estrella, adornos que la madre de Lucía les regaló. Pasaron esa noche de Navidad solos, en su casa. Ella le regaló a él una bicicleta. Él le entregó a ella el libro donde aparecía el poema sobre el lenguaje de los pájaros. Esa noche, él imaginó cómo sería que sus alumnos del colegio lo vieran llegar en bicicleta. Si ya les llamaba la atención su acento, esa imagen del hombre con casco, pedaleando, lo haría ver más cercano y así no reclamarían más por sus silencios. Esa noche, ella se dedicó a mirar el libro. Mirar y no leer, porque un libro así, tan extraño, pensó ella, no se lee, sino que se mira. Antes de cerrarlo, eso sí, se quedó pegada un buen rato en el poema que conocía. Lo repasó como si buscara las huellas de una historia que se estaba borrando con demasiada facilidad. Cerró el libro, entonces, y se durmió. Recolectaron los nueves perdigones que encontraron en el patio y salieron a la calle. Los disparos, al parecer, venían de la casa de al lado, donde vivía una mujer sola de la que no sabían casi nada. La habían visto un par de veces, cuando salía en su camioneta, temprano, y cuando volvía en la noche. En realidad, ahí no la veían, sino que simplemente escuchaban el ruido del motor de la camioneta por unos segundos hasta que desaparecía. Tocaron el timbre dos veces. Esperaron. Dos veces más. Esperaron. La camioneta estaba adentro de la casa. Siguieron tocando, pero la mujer nunca salió.

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He vuelto a ver a David, dijo Lucía. No dijo: vi a David el otro día. O: me encontré con David el otro día. No. Dijo: he vuelto a ver a David, y luego se quedó callada un buen rato hasta que Pablo le preguntó qué significaba eso, esa frase donde el pasado más bien parece presente o, al menos, algo que está ahí, que pasó, que pasa y que seguirá pasando. Alguna vez ya pasó, hace muchos años atrás. Nos encontramos por casualidad, dijo Lucía, fui a su departamento. Entiendo, dijo Pablo, y luego no dijo nada más. Se habían desviado de la carretera, en dirección a Tongoy. A lo lejos se veía el pueblo. La casa donde pasarían el verano quedaba en la parte más alta del cerro. Desde ahí se podía ver el mar rodeando todo el lugar. Era como una isla. O eso le pareció a él cuando ya iban llegando y escuchó las palabras de Lucía. En un universo paralelo, Pablo detuvo el auto, le dijo que se bajara y, una vez solo, volvió a Santiago y luego a su país, a su ciudad, a su vida antes de Lucía. En ese universo paralelo, Pablo llegó a su departamento, entró a su pieza, se recostó sobre la cama deshecha y durmió muchos días seguidos hasta que salió, una noche, y conoció a una mujer que se parecía demasiado a Lucía. Pensó: los mismos vestidos, el mismo pelo largo y negro y ondulado, la misma risa contenida, las mismas palabras. Entonces, Pablo se derrumbó. Y volvió acá, al auto, a la playa, a las palabras de Lucía, al camino de tierra que se dirigía hacia el mar. Esa noche hicieron el amor tres veces. Estaban enfermos, rabiosos, tristes. Aguantaron dos semanas en Tongoy. Una mañana, Pablo se despertó y dijo que lo mejor era regresar. No fueron malos días los que pasaron en aquella casa desde donde se podía ver la playa. Pablo iba a bañarse en las tardes, Lucía lo miraba desde la arena capear olas, sumergirse, nadar muy lejos. A veces pensaba que él no volvería. Que en algún momento lo perdería de vista y que él allá, muy adentro, decidiría no volver. Pero cuando comenzaba a atardecer él regresaba a su lado, se acostaba sobre una toalla y le preguntaba si se sentía bien. La última tarde que estuvieron en Tongoy entraron juntos al mar. El agua estaba fría, pero nadaron con fuerza hasta dejar atrás el lugar donde revientan las olas. Y se quedaron ahí, flotando, sin despegar la mirada del cielo grande, celeste, abierto. Las nubes y el sol.

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Diego Zúñiga

Fue un golpe seco y luego un sonido indescriptible. Si consultáramos una enciclopedia, seguramente la palabra sugerida sería trino o quizás gorjeo, pero ni Lucía ni Pablo pensaron en ellas cuando los despertó el golpe seco y luego aquel sonido indescriptible que los hizo levantarse de la cama y salir al patio, rápidamente. Mierda, dijo Pablo y se quedó quieto, frente al animal. Lucía no dijo nada. Lo miró ahí, en el piso, al lado de una mesa. El animal le devolvió la mirada. Era negro, brillante, gorjeaba, pero el sonido no lograba completarse. Parecía un jadeo. Pablo se agachó y el animal intentó picotearlo. Tenía, en el pecho, dos perdigones. No podía levantarse, pero mantenía la cabeza erguida. Vieja de mierda, dijo Pablo. ¿Qué vamos a hacer?, preguntó Lucía. Hay que hablar con esta vieja. ¿Pero qué va a hacer ella? Que se haga cargo de esto. No lo va a hacer, Pablo. Claro que lo hará, dijo él y entró a la casa. Se puso una chaqueta y salió. Ella se quedó al lado del pájaro, que la seguía mirando fijo, sus alas negras, brillantes, su pico amarillo, largo. No había dudas, para ella, de que era un mirlo. Cuando era niña, en la casa de sus padres, todas las mañanas un pájaro negro la visitaba. Se quedaba en el marco de la ventana, mirando hacia el sol. A Lucía le gustaba pensar en la vida de ese mirlo. En sus viajes. En la posibilidad de volar, claro. Ahora pensaba si quizás este mirlo no fuera el mismo que se posaba en su ventana. No abre, dijo, de pronto, Pablo. Tenemos que llamar a un veterinario. Yo no voy a pagar un veterinario, dijo él. Se va a morir. No. Hay que sacarle esos perdigones. Vieja de mierda, dijo Pablo y se agachó. Esta vez el mirlo intentó retroceder, pero no podía levantarse. De todas formas se mantuvo en guardia, con el pico apuntando hacia Pablo, quien se acercaba lentamente. Entonces, rápido, lo tomó entre sus manos. Intentó calmarlo, pero el mirlo empezó

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a aletear. Pablo le apretó con fuerza el pico, pero no pudo contenerlo. El mirlo lo picoteó una, dos, tres veces, hasta que Pablo lo dejó caer. Sus manos empezaron a sangrar. Y también el mirlo, que esta vez cerró los ojos y se quedó ahí, en el piso, jadeando. Lucía se agachó y vio que la sangre provenía de los dos orificios que le produjeron los perdigones en el pecho. La sangre era roja, densa. Por un momento, creyó ver que era negra. Pablo entró a la casa y abrió la llave del lavaplatos. Dejó que el agua corriera. Se mojó las manos. El agua estaba fría. Le colgaba un pedazo del dedo índice. La marca exacta del pico de ese mirlo que seguía afuera, con los ojos cerrados, sangrando, pero esta vez emitía un quejido que parecía llanto y parecía gorjeo, pero muy leve, agudo, roto. Volvió al patio y se quedó mirando a Lucía, que estaba agachada, al lado del mirlo, acariciándole un ala. El mirlo tiritaba con fuerza, llegaba a rebotar, por momentos, en el piso. Lucía, entonces, para que dejara de tiritar, intentó tomarlo en sus manos, pero el mirlo abrió los ojos y ella se quedó inmóvil. Empezó a aletear. No alcanzaba a estar de pie, pero se arrastraba por el cemento, y sus quejidos se transformaron en pequeños gritos agudos, intensos, que hicieron ponerse de pie a Lucía. Hay que llamar a esta vieja de mierda, dijo, una vez más, Pablo, y Lucía le dijo que se callara. Que por una puta vez en la vida se callara y viera qué iban a hacer con ese pájaro que estaba ahí, muriéndose, mientras él seguía pensando en esa vieja que no iba a aparecer. Él la miró por unos segundos y, sin decir nada, entró a la casa. Lucía se quedó en cuclillas. Pensó en llamar a su padre, pero no sabía, realmente, para qué. Al rato, volvió Pablo. En la mano traía un fierro. Lucía cerró los ojos.

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4.40 am. Abre los ojos. Acostado sobre su cama, sin cobijas ni sábanas ni almohadas ni cojines ni nada que lo cubra, abre los ojos; no despierta: es imposible despertar cuando no se duerme. Abre los ojos. Observa el techo que lo cubre, cuida, protege, y piensa en si este está haciendo bien su trabajo, en si —efectivamente— ese techo blanco que está a tres metros de altura lo está cubriendo, cuidando, protegiendo del mundo exterior y no solo limitándolo, reprimiéndolo, privándolo de todo lo que allá afuera lo puede hacer sentir como alguien real. Observa el techo. 5.00 am. Levanta su torso, su espalda, sus hombros, su cara. Sienta su cuerpo sobre el borde de la cama. Ve la pared que se le presenta enfrente. Se pregunta qué está haciendo aquí, siendo el personaje principal de una historia de ficción corta. Imagina que es porque algo de interesante debe de haber en su persona, historia, vida, aunque él piense lo contrario. Observa la pared. Se percata de que es color melón: un año y medio; dieciocho meses; quinientos cuarenta y tres días viviendo en esta suite y hasta ahora percatarse de que duerme entre paredes color melón. Observa la pared como si esta fuera una persona más que vive en la habitación; alguien con quien conversar; a quien cuestionarle dónde está ella y por qué no está aquí, en esta cama, a su lado. Observa la pared con tal seriedad, compromiso, exigencia, esperando escuchar esa respuesta que lleva un año y medio; dieciocho meses; quinientos cuarenta y tres días buscando, y no logra encontrar. Pero no escucha eso; como respuesta solo escucha Evelyn de Goldmund y piensa en que fue una excelente decisión de parte del escritor ambientar la escena con dicha melodía. Piensa en que leer el presente relato sin escuchar Evelyn de Goldmund en el proceso es una pérdida de tiempo, porque sería imposible leer cómo cada palabra llora por cada tecla que suena

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en cada una de las letras escritas en este papel que se toca, se siente, se inhala, se escucha. Escucha la pared; la espera; le tiene paciencia para ver si se atreve a contestarle lo que durante tantas noches le ha preguntado; no lo hace. Son las cinco con siete del 20 de diciembre del presente año —cualquiera que sea el año en curso al momento en que esto tome vida al ser leído—, un año que es muy lejano al último que registra su memoria, al último que vivió, cuando no le era necesario recordarse que tiene que respirar —in, ha, lar-pausa-ex, ha, lar— para seguir funcionando. Son las cinco con diez, y como en todas las cinco con diez anteriores lo ha hecho desde que su vida salió caminando por esa puerta de madera, toma la navaja Leatherman que ella misma le regaló la noche de su huida —la edición especial No Me Olvides™, sería importante mencionar para hacer énfasis en el nivel de crueldad, egoísmo, sarcasmo (vaya que cuenta con un exquisito —casi tan exquisito como ella— sentido del humor) e hijaputez que su objeto de delirio, obsesión y deseo posee—, esa navaja que siempre reposará en el buró izquierdo de la cama de toda suite en la que su cuerpo se hospede. Pasa la yema de su dedo índice sobre la flor grabada en plata. Maldita sinvergüenza; como si repetírmelo fuera necesario, piensa, mientras recuerda el momento en que leyó No Me Olvides™ en la caja que llevaba la carta que hasta ahora ha sido incapaz de leer. Como en cada cinco con diez, con la punta de su navaja se pincha el dedo pulgar de la mano derecha. Sangra. Se percata de que sigue con vida. Maldice al escritor —maldito puto de mierda, dice textualmente— por aferrarse a mantenerlo vivo aún sabiendo que su personaje ya no tiene nada que ofrecer, que vive porque así lo marca el guión, que existe solo porque está escrito en el contrato. Se levanta de la cama, que insiste en echarle en cara que es demasiado grande para él; que está vacía; que hay un espacio eterno que ni cinco cuerpos mezclados, que ni todas las orgías que ha mantenido en ella podrán ocupar. Cargando consigo el insoportable peso de su desnudez camina hacia la ventana; abre la cortina; observa el vidrio manchado por las gotas que afuera caen. Se acerca para hacer una segunda prueba de vida; exhala sobre él; ve que su respiración todavía es lo suficientemente cálida y humana como para empañarlo; se empeñan en mantenerlo con vida; maldice; piensa en lo injusto que es el mundo al pensar que quienes forman parte de una historia son personajes que

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dependen del escritor; que es una completa ofensa hacia su persona el que se crea que toda su vida, su dolor, su existencia radica única y exclusivamente en que a un imbécil con pluma y papel, dedos y teclado, Olivetti y tinta se le ocurrió que así fuera; piensa en que acaba de procesar una serie de analogías aparentemente erróneas o imperfectas, pero que a las cinco y cuarto del 20 de diciembre del presente año eso es lo que menos le importa; piensa en lo estúpida que es la gente que lee ficción o ve películas y cree que quienes aparecen en ellas no son más que personajes creados para su mero entretenimiento. ¿Qué no leen, que su dolor es real y existe? ¿Qué no sienten, su sufrir? ¿De verdad son tan ingenuos como para pensar que toda esa nostalgia emana de alguien imaginario? En Paseo de la Reforma llueve; hace frío; es invierno. in•vier•no Por supuesto: invierno tenía que ser, ¿no, querido? Tienes que hacer uso de la estación más sensible y melancólica del año para dar ese toque trágico y brindarle un poco de credibilidad a tu escena, le dice en voz alta —casi tan alta como para confundirse con grito— al escritor. Paseo de la Reforma visto desde la suite presidencial del Four Seasons siempre parecerá una avenida correcta para llorar. Observa el vidrio manchado por las gotas que afuera caen; se pierde en ellas; nada en ellas; se ahoga en ellas; muere en ellas; siente plenitud en el instante que dura esa súbita muerte. Resucita. Toma aire. Se percata de que Goldmund ha terminado su pieza y que de nuevo está en silencio, solo, sin nada ni nadie de fondo que maquille su nostalgia y la haga ver como algo bello y romántico y digno de ser plasmado en una ficción corta o una película que haga llorar a alguien que tenga la capacidad de proyectarse en ella. Nada; aquí no hay nada ni nadie más que yo: yo plasmado en letras dentro de esta habitación. ¿De verdad piensas que puedes mantener a alguien interesado leyendo cómo mi dolor se impregna por toda la habitación?, le cuestiona. En mi dolor no hay belleza ni romanticismo ni heroísmo; en mi dolor no hay un final feliz ni el cambio inesperado y sorpresivo que en toda ficción debe haber para justificar su existencia; en mi dolor hay única y exclusivamente dolor. Dolor puro. Dolor y ya, porque es tanto —es tan dolor mi dolor— que no deja espacio para ser nada más. Toma la cajetilla que tiene en el

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escritorio, saca un cigarro, lo enciende. Four Seasons México, D. F. Paseo de la Reforma Nº 500, Colonia Juárez. México, D. F. C. P. 06600 México Tel. 52 (55) 5230-1818 Fax. 52 (55) 5230-1808, lee en la caja de cerillos. Un año y medio; dieciocho meses; quinientos cuarenta y tres días siendo esta su casa y nunca ver cuál era su dirección. Piensa en la ceguera que causa la costumbre; en lo ridículo que es siquiera mencionar la palabra fax; en que nadie se ha percatado de lo ridículo que es mencionar la palabra fax; en que la miopía humana es fascinante; en que él es igual que todos ellos: no sabe qué extraña ni para qué le sirve extrañar, pero, aun así, sigue ahí, extrañando cada que hay —o no— oportunidad, aunque no le sirva de nada; en que al escritor le afectó de manera considerable haber leído Mrs. Dalloway recientemente, ya que usa una cantidad de puntoycomas como nunca antes lo había hecho. Usa puntoycomas que inclusive son innecesarios o fuera de lugar en la presente ficción. Ficción. Pero, si es solo una ficción, ¿por qué putas le duele tanto? Se descubre observando Paseo de la Reforma con un segundo cigarro en la mano, ya encendido, ya a la mitad, ya mojado por la lluvia de afuera. Ve el cenicero: son tres las boquillas que guarda. Te equivocaste, le dice al escritor. Ni contar cuántos cigarros llevo puedes hacer bien. Como si fuera tan difícil escribir; son solo letras tejidas en palabras estructuradas de la manera correcta: no fucking brainer, piensa. Camina hacia el baño, abre la llave del agua caliente, observa la tina. Recuerda champagne, burbujas, Angus & Julia Stone a todo volumen por toda la suite. Recuerda que ese recuerdo es de la última vez que estuvieron en París; misma lluvia, mismo hotel —siempre mismo hotel—, misma suite, mismos doscientos metros cuadrados que solo su presencia pueden ocupar. París. ¿Era París? ¿O Génova? ¿Importaba? Mientras ella estuviera en esa habitación, dentro de esa cama, acostada entre esas sábanas; mientras estuviera caminando por la sala, la recámara, el baño, enfundada en cualquier best seller de La Perla y acompañada por su inseparable copa de Moët a punto de acabarse —siempre a punto de acabarse—; mientras estuviera tirada en el sofá, con la camisa del smoking que usó la noche anterior de pijama y leyendo a Osho o Siddhatha Gautama o al maestro Saint Germain o cualquier líder espiritual y metafísico que a él, por ser él, siempre le provocaron pereza entender; mientras estuviera tocando el chelo con la ventana abierta y la lluvia empapando sin reparo los papeles

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que él tuviera sobre el escritorio; mientras ella fuera Ella —y es que cuando era Ella su perfección era ofensiva, criminal, déspota— daba lo mismo si allá afuera era Estambul o Budapest o Bali o Buenos Aires, porque adentro siempre era París. Regresa su mente al 20 de diciembre del presente año. Regresa su mirada al cenicero, encuentra siete colillas. Se siente profundamente confundido por el manejo del tiempo y el espacio; la última vez que se mencionó ese cenicero estaba en su escritorio y ahora está en el baño. ¿A qué hora mencionó esto? Piensa en criticarle al escritor —también— el que elija una ciudad tan desgastada como París y la declare como la sede utópica de la historia de amor u obsesión o lo que sea que mantengan estos dos personajes. ¿En verdad su capacidad creativa no llega más lejos que a un escenario que, desde Casablanca, ya está sobreexplotado? Sin embargo, una vez que lo piensa bien, decide abstenerse de todo comentario al saber que, trillado o no, París —efectivamente— era su París. Piensa en que la suite de D. F. es un buen sitio para llorar pero que prefiere la de París para morir: morir de causas naturales; morir haciéndole el amor; en la petite mort; no por pastillas o revólveres o sangre derramada por venas mutiladas, no; morir así es vulgar, predecible, pretencioso, aburrido. Y él, hasta para morir —sobre todo para morir, más bien—, necesita ser exquisito, delicado, elegante. Vuelve al recuerdo de la última vez que estuvieron en París. Piensa en su agenda del día: Daily Schedule, December 20 06 am – 07 am Yoga. 07 am – 08 am Jogging. 09 am – 10 am Entrevista con El País. 10 am – 12 am Inauguración Galería Julianne Knòt. 01 pm – 04 pm Reunión con Santiago del Pozo. 04 pm – 05 pm Entrevista Life & Style. 05 pm – 07 pm Première A Quiet Man. 07 pm – 11 pm Concierto Alondra de la Parra. 11 pm – 01 am Aniversario Fondation Cartier pour l’art contemporain. 01 am – 06 am Respirar.

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Y, ¿de qué se supone que hablo en esas entrevistas? ¿Quién demonios es Santiago del Pozo? ¿Qué hace mi personaje aparte de asistir a eventos sociales? ¿A qué hora como y respiro y vivo mi vida, esta que no tengo? ¿No puedes ser ni para construir mejor mi personaje y darme una idea más clara de por qué es esta mi agenda? Al menos dime quién putas soy, grita —ahora sí— al techo, como si sobre este se encontrara el agredido escritor tecleando en su Olivetti la próxima palabra a leer. Chingas a toda tu puta madre, piensa, mientras observa el vapor subir al techo, el oxígeno hacerse más denso, el agua a cuarenta y ocho punto cinco grados centígrados caer en la tina que está a dos punto tres litros de desbordarse. Voltea su mirada, se encuentra frente al espejo y sonríe; piensa en que el escritor no puede ser tan predecible como para usar un elemento tan clásico y cliché —siendo la mención del término cliché ya un cliché per se— y se pregunta qué hará con él. ¿Qué harás? ¿Me obligarás a estrellar mi puño en el espejo y así romper con este ritmo narrativo tan sedante y lento y desquiciante para que por fin llegue la violencia que tu audiencia espera después de tan notoria y frágil represión de odio, desesperación y coraje? ¿Eso es lo que harás? In, ha, la-pausa-ex, ha, la para controlar su ritmo cardiaco y no caer en las provocaciones. Pero su puño nunca se mueve. Sus ojos se pierden en los del espejo. ¿Serías tan amable de decirme quién soy?, le dice con una auténtica paciencia y credulidad al que se le presenta enfrente. Eres Zacarías Belmonte y sobrevivirás este día como has sobrevivido el último año y medio; dieciocho meses; quinientos cuarenta y tres días, también. Pero no quiero, le dice. Pero de todas formas lo vas a hacer, querido, le contesta. Lleva la mano derecha a su boca para dar un toque más a su cigarro, pero se da cuenta de que ya no lleva ninguno. Voltea a buscarlo, solo para contestar a su duda de dónde lo dejó. No lo encuentra. De nuevo piensa en el escritor y en todas las lagunas que se presentan en el relato. Le causa pereza volver a echárselo en cara y prefiere quedarse callado, escuchando en silencio la lluvia que afuera —en Bali, Londres, Tokio, da lo mismo qué ciudad exista allá afuera si aquí dentro sigue siendo la misma habitación con vista a Paseo de la Reforma en la que lo dejó— cae. Regresa su mirada a la tina de donde ahora el agua se desborda justo como lo hace en la calle, inundando el baño, impregnándose en la alfombra de la recámara, llegando más allá de lo que le es permitido; igual que su nostalgia; igual que toda

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esa melancolía que se sale de él y pasa límites restringidos, invade territorios ajenos. Introduce su pie derecho, su pie izquierdo, su cuerpo entero en esa inundada tina hasta sumergirse completamente en ella mientras el agua sigue corriendo, escapando, inundando. Desde el fondo, observa el agua que lo limpia, sana, purifica, y piensa en si esta está haciendo bien su trabajo, en si —efectivamente— esa agua ardiendo lo está limpiando, sanando, purificando de él mismo y todos sus pecados y no solo cubriéndolo, cuidándolo, protegiéndolo de quien es y no puede dejar de ser. Observa el agua. 5.30 am. Piensa en su agenda: en una clase de yoga en la que no podrá concentrarse, menos meditar y mucho menos encontrar su paz interior elevándose al siguiente plano con sus siete chakras perfectamente armonizados, como ella solía lograrlo; en un 15K en el que no será capaz de pensar en otra cosa que no sea el 23 de junio del año pasado, ese puto día que nunca debió haber existido en el calendario del año que haya sido el pasado; en una entrevista en la que no sabe de qué hablará y en la que va a necesitar 30 mg de Adderall para poder sobrellevar; en una exhibición en la que tendrá que pretender que le importa el arte conceptual contemporáneo, el cual le vale madre y por el que no tiene el más mínimo respeto; en una reunión con un Santiago del Pozo que ignora de dónde proviene o por qué se atraviesa en su vida y que exigirá 30 mg más de Ritalin para lograr mantener ojos, oídos, olfato y demás sentidos en las palabras que emanen de su boca, unas que olvidará una a una inmediatamente después de que este las pronuncie; una entrevista que le provoca terror —siempre le ha aterrado su desnudez frente a las masas— y en la cual dirá todo lo que tenga que decir con tal de no ser él; una première que, por más psicoestimulantes comprimidos que su sangre contenga, no logrará calificar porque durante los ciento veinticinco minutos que esta dure —así como los previos y los posteriores—, su mente se encontrará en París; un concierto que, a diferencia de todo su día, sí logrará escuchar e incluso sentir porque es el único que no interrumpe, irrumpe, corrompe su silencio; una fiesta que logrará sobrevivir si y solo si en su mano derecha hay siempre y en todo momento un Hendrick’s & Tonic a punto de acabarse —siempre a punto de acabarse— y en su izquierda el cigarro que le haga pareja. Piensa en esta rutina y prefiere respirar; sumergido en esa tina, profundamente respirar.

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Zacarías Fabrá Carta final

Junio 23 Adiós, amor: Me voy. Te abandono. Me largo. Te dejo. Me marcho, como lo prefieras llamar. Me voy porque el sonido de mi chelo ya suena a vacío entre estas paredes. Te abandono porque mi cuerpo ya no se ajusta en esta cama que nos resulta demasiado chica o demasiado grande, demasiado suave o demasiado frágil, demasiado fiel, demasiado nuestra, demasiado sana o demasiado humana, demasiado algo para los dos. Me largo porque nunca me ha gustado el folk. Te dejo porque estoy harta del champagne, porque me cansa el aire que respiro, las ciudades que vivimos, esas ciudades que son todas la misma —la misma maldita ciudad repetida en diferentes ubicaciones geográficas, con la misma gente, con el mismo cielo, suelo, aire, luz—. Me marcho porque la vista desde esta ventana me parece abrumadoramente monótona, con toda esa gente transitando en el mismo uniforme pintado de los mismos colores, las mismas caras entrando y saliendo del mismo edificio, de la misma puerta, al mismo tiempo, los mismos días, a las mismas horas, siempre corriendo, siempre huyendo de algo que no saben qué es —huyendo de ellos, de nosotros, de ustedes, de la vida, de la muerte, huyendo del tiempo, huyendo de ser, huyendo de mí, de mí, que no les he hecho nada, siempre huyendo—. Me voy porque me estoy asfixiando dentro de esta vida sin lagunas ni huecos ni errores ni vida que me has construido. Te abandono —¿te abandono? ¿te estaré realmente abandonando? No sé, no creo. O tal vez sí. Yo qué sé—, el caso es que, si lo estoy haciendo, lo hago porque detesto las cenas, las fiestas, la pretensión, la

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burocracia, el capitalismo, la barroquez y toda esa vulgaridad que hay en la vida a la que has entregado tu vida. Me largo porque soy humana: no soy la divinidad, ni el Verbo en carne viva, ni la eternidad, ni el alpha ni el omega, ni la primera ni la última, ni el principio ni el fin. Te dejo porque nunca te pedí que me convirtieras en Dios; si quisiera ser Dios, sería Dios, querido, eso es lo de menos —puedo ser Dios en cualquier lugar, a cualquier hora del día, con quien se me antoje serlo, es solo que no quiero—. Me marcho porque tu amor no me funciona. Me voy. Te abandono. Me largo. Te dejo. Me marcho. Me voy porque así es la vida, ¿recuerdas? Así es la vida y así siempre será y unos ganan y otros pierden, y yo no sé quién gane y quién pierda en este caso, pero lo que sí sé es que, juntos, ninguno de los dos sale ganando —juntos, ambos perdemos y tú mejor que nadie sabe que odio (detesto) perder—. Te abandono porque mi cuerpo ya no se ajusta a tus camisas —le quedan muy ajustadas o muy holgadas, muy aburridas o muy ordinarias, muy vacías o muy ausentes, muy tediosas o muy distantes, muy no sé, pero no le quedan bien—. Me largo, te dejo, me marcho por tantas cosas, querido mío, que ya no sé si dejarte o mejor quedarme a observar que, como siempre, tenía razón. Me voy, caminando y sin voltear, porque sabes bien que los protocolos, los dramas y toda esa serie de puestas teatrales no van conmigo; si quisiera ser actriz —al igual que Dios— lo sería, pero, de nuevo, no me interesa, o al menos no por ahora. Te abandono porque he llegado a la conclusión de que no se me da amarte; no es que amar —aunque nunca me ha quedado claro a lo que la gente realmente se refiere cuando menciona este término— no sea lo mío, no; seguramente no será mi actividad favorita un día que la conozca, pero dudo que no pueda ponerla en práctica si el resto del mundo lo puede hacer de manera tan natural, si es como cualquier otro verbo —comer, correr, cocinar, contraer, coger y demás verbos que empiecen o no con co—; si tuviera alguna discapacidad física que me impidiera ejecutar un verbo tan común y elemental, aceptaría que soy incapaz de ponerlo en práctica, pero no: tú me has visto, no me falta ninguna parte del cuerpo, ningún órgano, ningún sentido, todo está en orden conmigo; te dejo porque concluí que el problema es contigo. Me largo porque el smog que hay dentro de esta habitación es mucho más asfixiante que el de la caótica ciudad que existe allá afuera. Te dejo porque no me bastan los orgasmos

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físicos. Me marcho porque ni los mantras de Shivá, los versos del Dalai y las reflexiones de Buda juntos logran poner en orden mis chakras. Me voy porque detesto el color melón, los lavabos hechos de granito, las esculturas de Pedro Leites, los escritorios de madera, los pisos de mármol, la Torre Mayor, el humo del cigarro, los baños en tinas automáticas, la fidelidad incuestionable, el amor incondicional, la felicidad eterna, el compromiso al compromiso, la corrupción de la libertad, el adorable olor a vainilla fresca —sí: mi cualidad de detestar cosas adorables—, las suites presidenciales, las cadenas hoteleras, los hoteles como hogares, la diversión pagada, el término nosotros, tu obsesión al nosotros, la complacencia del vacío con experiencias planeadas y debidamente administradas, tu afición por Hackett y Brioni, la crónica falta de huevos que te hace incapaz de someterme y forzarme a quedarme, esa puta falta de cojones que te impide cerrar con llave la puerta por la que tranquilamente saldré de tu vida para siempre, tu terrible aliento a perfección, la manía de cubrirme, protegerme, cuidarme del mundo exterior cuando lo único que quiero es libertad, autonomía, emoción, tu gusto por disfrazarme de La Perla cuando soy mucho mejor al natural. ¿Ves? Es eso, querido: no hablamos el mismo idioma, no estamos conectados, no somos compatibles, no sé. Y no espero que un día lo hablemos, estemos, seamos, sepamos. Te abandono porque me es urgente encontrar a quien me provoque lo que yo te provoco. Me largo porque antes de morir necesito vivir esa fascinación, esa demencia, ese dominio de todos y cada uno de los sentidos y músculos y tejidos y venas y células y neuronas y milímetros del cuerpo que tú y toda tu serie de antecesores experimentaron conmigo: tú tienes —tuviste, ahora— tu Loreto; ahora a mí me urge encontrar a la mía. Te dejo porque hasta este momento entiendo que semejante infatuación solo puede ser provocada por otra más; es tan obvio que somos nosotras las únicas con la capacidad de causar este efecto que ahora que lo veo todo tan claro me siento igual de torpe e inocente y predecible y simple y aburrida y cotidiana que cualquiera de ustedes. Me marcho porque te envidio tanto que incluso te podría odiar; envidio que yo exista en tu vida y que en la mía no exista nadie como yo. ¿Te das cuenta? ¿Eres capaz de ver mi tormento, mi sufrir, mi dolor? ¿No? Ahí está, querido, por supuesto que eres incapaz de verlo: no lo ves porque no existe: yo no siento, yo no sufro,

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yo no vivo ni muero. Y no sentir, no sufrir, no vivir ni morir es mucho peor que vivir sabiendo que la muerte no existe. Me voy porque sabes que tenerme a tu lado es egoísta y cobarde. ¿Y crees que eso sería amor, amor mío? No, por supuesto que no. Tú aquí eres el bendito, el afortunado, el ganador; yo, sin embargo, yo que soy el objeto de delirio, obsesión y deseo, ese al que solo le toca ser, el que carga con la maldición, con la desgracia, con la indiferencia, yo, la que sufre de insensibilidad, yo, la que sufre por ser incapaz de sufrir, soy la que pierde. Y ya estoy hasta la madre de perder, de ser: ser adorada, ser llorada, ser el motivo de alguien más; a mí me urge dejar de ser —me urge que alguien más sea para mí—. Te abandono, no regreso, nunca más. Me largo, ¿a dónde? No sé, no sé, no sé: no me lo preguntes —solo te digo que no es a París ni a Londres ni a Tokio ni a ninguno de los lugares en los que fuiste feliz conmigo y yo no—, no. Te dejo porque tu amor no me sirve de nada. Me marcho porque hay alguien más —no sé quién sea, pero sé que hay alguien más por quien estoy segura te cambiaré tarde o temprano—. Me voy porque me es inevitable serte infiel —porque me descubro diseñando mentalmente historias de personajes que aparecerán repentinamente en mi camino para por fin activar todas esas emociones que tan repetidamente se mencionan en la ficción—, porque a las 3.33 pm de cualquier día de la semana, mientras tomo champagne entre paredes color melón, me encuentro imaginando que estoy en la sección de Food & Wine de Harrod’s en busca del vino para una cena a la cual no me interesa asistir pero que de todas formas tendré que estar por el simple hecho de ser en el comedor del piso en donde duermo —una más de esas interminables cenas en las que, desde el instante en que las anuncias, estoy esperando el momento en que el último invitado saldrá y cerrará la puerta que hay detrás de él para por fin permitirme respirar en paz—, me encuentro imaginando que mientras escojo el vino para esa maldita cena mi Loreto y yo chocamos en el pasillo de vinos argentinos, dejando caer en ese choque mis botellas y sus botellas y las botellas que están en el estante más cercano y mi futuro y su futuro y tu futuro —por supuesto que tu futuro va de por medio, solo que en la forma más triste y fatalista, porque es el único que realmente termina siendo destruido—, construyendo con ese choque —con esa mezcla entre su vino y mi vino— nuestro destino, uno en el que tú no estás incluido,

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creando esta encantadora escena que yo y mi Loreto y las personas que están alrededor y los encargados de la sección de Food & Wine de Harrod’s y el sommelier en turno e inclusive tú desde el lugar en donde te encuentres en ese momento sabemos había sido dibujado previamente en un boceto, en un storyboard, desde un cosmos lejano, desde un infinito inalcanzable, desde el escritorio de Dios Padre para que así sucediera y nuestras vidas fueran mutuamente incluyentes a partir de entonces. Te abandono tranquila porque, en el fondo, siempre te advertí, siempre supiste que me iría. Y no sabes lo que diera por sentir tu dolor o un breve remordimiento o una simple emoción o una ligera pena al salir caminando por esa puerta que tú serás incapaz de cruzar. Por siempre tuya, Loreto. P.D. Estoy imaginando —puedo ver—, soy capaz de anticipar el momento en que terminas de leer esta carta —la cual estoy segura de que no abrirás en mucho tiempo, años, tal vez— y me pregunto qué melodía sería la idónea para amenizar el acto —porque yo no seré actriz, pero vaya que a ti te fascinan los melodramas—, ya sabes, para consolidar el cuadro, intensificar la tragedia, potenciar el dramatismo, para que puedas por fin asumir el papel de protagonista mártir que con gran esfuerzo te has ganado y, en sí, para otorgar toda la infraestructura que el episodio dignamente merece; se tiene el escenario, los personajes, la utilería, la trama, no se cuenta con los efectos especiales, pero de todas formas se prescinde de ellos dado el estilo realista de la historia, lo único que falta definir es el ingrediente que catalizará todos estos elementos tan finamente seleccionados. En fin, lo medité bien y estoy segura que solo Hey Jude logrará amenizar dignamente el episodio una vez que termines de leerme en esta carta, meses, años, no-sé-cuánto después de que salí por esa puerta que estoy segura observas obsesivamente en este momento.

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Margaux Guyon Procrastinación

«Tengo que decírselo a mamá», piensa de repente. «Definitivamente». Son las diez y once. La resolución se le hizo patente al amanecer, tras una pesadilla horrible. Desde entonces no puede dejar de darle vueltas. Fantasea sobre ello desde —exactamente— las nueve y treinta y ocho; ha tenido tiempo de descartar la idea, hacerse a ella, reformularla y descartarla de nuevo. En total, una decena de veces. A las diez y once estaba de nuevo en el mismo punto. Otra vez en ese mismo punto. Tiene que tomar café con Gabrielle, su mejor amiga, y ya va con retraso. Por reflexionar tanto se le ha hecho tarde. Gabrielle debe de estar acostumbrada, porque le sonríe paciente cuando entra por la puerta del Petites Indécises, café parisino de colorida decoración, de un kitsch encantador. Él luce sombrío con su trenca negra entre el frenesí de sillas azules, violetas y amarillas, de mesas verdes y rosas y, sobre todo, al sentarse frente a Gabrielle, cuyo rostro se ve iluminado por las mejillas redondas y escarlata (el frío de enero). —Gracias por venir tan rápido, ¡eres un sol! —exclama la joven. —Gabrielle, ¿te estás riendo de mí? Él echa un vistazo a su reloj —las diez y cuarenta y tres— pero no se atreve a hacerle ver a Gabrielle cuánto tiempo lo lleva esperando. Sin dejarse impresionar por su aire un poco ausente —los rizos del pelo le comen parte del rostro y le dan un aspecto ligeramente démodé, de querubín perdido en el siglo veintiuno—, Gabrielle masculla algo. Esta interrumpe por un momento su peregrinación lingüística: —Deberías acompañarme a yoga, te vendría de lujo, ¿sabes? —Por qué no…

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«Por qué no» se ha convertido ya en un reflejo. —Siempre dices lo mismo… ¿Había reproche en su voz? Ella insiste: —Tengo tantísimo trabajo últimamente. Llevo varios proyectos a la vez. Ayer estuve a punto de entrar en pánico, tuve que pedirle a Sarah que hiciera unas fotos, me faltaba una chica con mezcla de razas sentada en los escalones de Montmartre, con un jersey rojo. El arte tiene sus razones. ¡Tuve suerte de que pudiera encargarse! Por cierto, ¿te gustaría en algún momento hacer de modelo para mí? —¡Claro! Él intenta poner un poco de brío a lo que dice. Es difícil. Le obsesiona la decisión que ha tomado. Diez horas y cincuenta y uno. Parpadea y se pasa la mano por el pelo. —Tienes un pelo precioso —dice Gabrielle. Tiene un pelo precioso que perfuma con Eau de Guerlain. Es alto, de bonita silueta. Sí, tiene buenas hechuras. Es guapo como… Cuando se despide de su amiga, los ojos yéndose por las ramas, ella le recuerda que habían quedado en ir juntos a una inauguración, dos días después. Él se pregunta si se atreverá, tras llevar a la práctica su decisión. Contar a su madre que… Mientras contempla a Gabrielle alejarse a paso rápido, imagina a su madre… ante el tocador, cepillándose los largos cabellos siempre lisos y brillantes pese a los años. Como si él estuviese ahí. A sus veinte años, ella debía de parecérsele. Y ella se le parece, eso precisamente fue lo que le gustó cuando conoció a esa joven. Gabrielle y Olga, Olga y Gabrielle. Vuelve a contemplar esa foto de Olga con su primer vestido de fiesta. Una trenza de pelo forma una corona sobre la cabeza; estaba deslumbrante; refulge la sonrisa de nácar. El vestido rojo contrasta con su tez tan pálida y el pelo rubio la convierte en un ser cautivador, extrañamente distante. Él encontró un vestido casi idéntico en una tienda de segunda mano hace unos meses. Le es imposible dejar de pensar en ello. Cuando regresó a la tienda, el domingo siguiente, el vestido había desaparecido. ¿Dónde podrá estar?

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Olga, pintados los labios y depiladas las cejas. Los zapatos también son rojos, rojo profundo. Son unos tacones de esos que ya no se hacen, salvo en una pequeña boutique muy chic del sexto arrondissement, donde un día él encontró un par. Pero al día siguiente habían desaparecido. Él no puede más que imaginarla, claro está; es una foto en blanco y negro, decentemente enmarcada y colocada sobre la cómoda de su buhardilla. Imagina a su madre saliendo de un baño larguísimo, la piel aún perlada de gotas, poniéndose un albornoz de seda, el pelo recogido en un moño, su pelo, que tiene un ligero aroma a azahar… Sus manitas, que se afanan en sacar del cajón del tocador sus alhajas y su maquillaje… Ella se sonríe en el espejo y sin apartar la mirada un segundo, dibuja un trazo perfecto por encima del párpado derecho. Después, otro trazo sobre el izquierdo. El kohl ensalza su mirada oscura. Esos ojos avellana que ambos comparten. Ahora ella se viste despaciosamente tras un biombo. Él apenas los vislumbra, protegida como está por el biombo, pero son perfectos todos y cada uno de sus gestos. Deben de serlo. Ella sale del dormitorio ataviada con el vestido rojo y el collar de nácar que a él más le gusta. Él tiene ganas de tocarlo como se toca un objeto sagrado, quiere desgranarlo, sentir el contacto de cada perla contra la palma de la mano. ¿Tendrá fuerzas para decírselo…? Ya casi llega el momento. Está convencido, se siente seguro de sí y de las palabras que repitió cien veces antes de quedarse dormido. Las repite de nuevo, subiendo las escaleras que llevan a su dormitorio, bajo los tejados. Espera. Si fuera católico, rogaría a Dios que le diera la fuerza necesaria para afrontar la confesión. Algunos escalones más y gira la llave en la cerradura. Querría que ella, la madre, lo tomase entre los brazos. Debería haberle preguntado a Gabrielle, se reprocha a sí mismo; ella lo habría abrazado para transmitirle su calor. O, más bien, querría abrazarla, porque la madre es frágil y endeble. Al lado de ella, él lo es un poco menos. Gabrielle es demasiado alta. Delgada y flexible, pero alta, fuerte, decidida. Su madre…, habría tomado a su madre entre los brazos…

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Él se parece tanto a su madre; se confunden en un solo ser, él es ella y ella es él. Ella y él forman solo uno. El vestido rojo. Los tacones. De repente, suena el teléfono. Él alarga un brazo para cogerlo, está sobre el escritorio. La habitación es diminuta y llega al auricular sin levantarse de la cama. Deja a un lado el libro y, al tercer timbrazo, responde indolente. Es Nathanaël. Que si quedan esa noche. Larga vacilación. Él piensa en su madre y en lo que tiene que decirle. Vuelve a vacilar. No, tiene que cenar con su madre. Así responde a Nathanaël, que parece desolado al otro lado del hilo. No se enreda en largas explicaciones que nadie sabe adónde habrían llevado. Va a cenar con su madre y ya está. Nathanaël le propone quedar el día siguiente por la noche. Él vacila de nuevo. Va a cenar con… …su madre, rubia y guapa, de esa belleza pura que poseen las rubias de pelo desenredado, ahora por los hombros, desde la primavera hasta el otoño. De niño, él se le parecía. Aún hoy, al inclinar la cabeza frente al espejo, dibuja a veces cierta expresión, una sonrisa: ella es el reflejo de él; él, su imagen. Se lo dirá esta noche… Y verá a Nathanaël al día siguiente. Al final se lo promete por teléfono, sintiéndose levemente culpable, con esa entonación huidiza que le traiciona cuando ha de enfrentarse a una decisión, por nimia que sea. Y cuelga. Olga salta a la comba, tiene ocho años. Sus pies caen a intervalos regulares sobre la tierra roja y polvorienta, moteada de hierbajos que crecen de cualquier manera. Su vestido es blanco, lleva una diadema y el pelo le cae por la mitad de la espalda. La fotografía, enmarcada en hierro, cuelga de la pared sobre el cabecero de la cama. También en blanco y negro. Él retoma la lectura y se tapa con la funda nórdica hasta el pecho, tan enjuto que se le diría enfermo. El invierno parisino es helador, el ventanuco

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que se abre sobre su cama filtra una luz pálida, sin sol, que amenaza lluvia o nieve. ¿Supondrá eso una traba para su plan? No, cenará con su madre, aunque llegue empapado, tiritando, feo de tan empapado y tan tiritando. Ella cocinará para él. Se quitará la alianza en oro blanco y su relojito con correa de cuero rojo para no ensuciarlos, y el apartamento de su infancia se llenará de efluvios que él distinguirá desde el pie de la escalera. No echar a perder la sorpresa. No tratar de adivinar lo que ella cocina para él antes de entrar por la puerta. Encontrará sobre la mesa de madera el anillo y el reloj; ante los platos y cubiertos se sentará, feliz. En la tercera foto, Olga tiene treinta años y acaba de traerlo al mundo, aunque quizá el cochecito de bebé que empuja sea el de su hermano mayor, Über. Ella se ha cortado el hermoso pelo rubio y unos caprichosos mechones enmarcan su rostro sonriente. Es una polaroid sin enmarcar. La fotografía hace ahora las veces de marcapáginas. Se lo dirá. Ella quizá quede decepcionada, sorprendida, no dirá una palabra durante unos minutos, pero se hará a la idea como él mismo se ha hecho a la idea de… de decírselo. Eso no cambia nada, le contestará ella, ella lo quiere como a un hijo e incluso más, simplemente lo quiere; y, aunque ya sea un hombre, sigue siendo su muchachito, al que pasea en el coche, al que quiere. Él decide perderse por las calles de París y esperar que pase el tiempo. Camina rítmicamente sin pensar en nada: a veces lo consigue, sobre todo cuando sabe que pensar significaría retroceder, volver sobre esa decisión que ha tomado y que no puede aguardar. Y no evocar la imagen de su madre, en esas mismas calles, en los brazos de hombres que él se negaba a ver. Todos vestían traje. Se diferenciaban solo en el sentido de la raya, en su presencia o ausencia, o en el modo siempre horrendo en que la tomaban del brazo o de la cintura, o le echaban el brazo sobre los hombros. El hombre del traje color crema la tomaba de la mano un día veraniego mientras subían de vuelta la rue de Vaugirard.

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Sacude la cabeza. Son imaginaciones suyas. Ella va de la mano de su hijo y no hay ningún hombre que estreche su cintura. Cuando sube de nuevo a su habitación, vencido por el cansancio, se queda dormido sobre la cama sin desvestir, olvida ir a cenar con su madre, olvida cenar sin más, y sueña con lo que debería haberle dicho y lo que debería haberle contestado, y ese sueño se convierte en pesadilla que dura toda la noche y lo acompaña hasta el amanecer. Frente a la cama sobre la que se ha desplomado, un tocador blanco de madera, una cómoda, un escritorio. Un biombo que separa el escritorio y el armario del tocador. La habitación, atestada de muebles y objetos, parece encoger. Sobre el armarito y el escritorio, una veintena de portarretratos plateados o dorados, de un kitsch ucraniano, con fotografías de un niño rubio y una joven, de largos cabellos también rubios, que sonríen, ríen, juegan, bailan. Se parecen como dos gotas de agua. Sobre el tocador, un cepillo para el pelo, un frasco de Eau de Guerlain de azahar y una caja forrada de ajado terciopelo rosa, entreabierta, en el interior de la cual reposa un reloj cuya correa un día fue roja o naranja. En el cajón del tocador, un collar de nácar abraza una trenza larga y polvorienta, como una diadema de pacotilla. Dentro del armario, vestidos tan arrugados que sus colores se mezclan. El único que se distingue con claridad es el rojo. Los tacones, tirados por el suelo, medio ocultos entre el revoltijo de telas. Si levantáramos un poco más la tapa de la caja forrada de terciopelo rosa encontraríamos una alianza de oro blanco. O quizá la lleve engarzada en su esclava bautismal el muchacho que duerme.

Traducción de Miguel Marqués.

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Julio Fuertes Isidoro

—¡El orden del día es España! —aúlla Isidoro. —¡Cállate, no vamos a hacerte caso! ¡Monstruo! —grita Wynston con las manos atadas a la espalda, sintiendo a ambos lados de su cuerpecito de niño el apoyo tácito de los otros dos retenidos, que niegan con la cabeza y murmuran plegarias ininteligibles. Isidoro tuerce el morro, decepcionado. —No estamos en una serie de dibujos animados. En este contexto de colonización militar hemos de acudir a la Ley de Indias número siete: que Usen y se guarden las Leyes justas que los Indios tenían, y las que para ellos se han hecho y se hizieren. Yo soy Quetzalcóatl, reydios de los indios y de todos vosotros —asegura Isidoro—. Por lo que debéis obedecerme so pena de experimentar la peor y más desagradable de las muertes. Emplearía para esto último la gasolina de los coches, un lápiz de punta fina y un puñado de pétalos de la Dalieda de San Francisco, ¡lo he hecho con anterioridad! —asegura con una sonrisa mientras acerca su rostro al de Wynston, nuestro pobre niño sudamericano, que se revuelve en el bordillo intentando liberar las manos del agarre caliente del plástico—. Así que sigamos con el orden del día. ¿Qué opináis sobre España en la actualidad? Sabed que exijo seriedad y rigor máximos. Es Licinia Orgosa la primera en pronunciarse mientras Wynston comienza a llorar. La única persona que no necesita estar maniatada es, claro, Licinia Orgosa, la dulce amante que contesta a la difícil pregunta apoyando el culo fértil en un automóvil salpicado de agujeros de bala: —Se me han muerto las plantas que tengo en un balcón desde el que derramo cerveza al fondo del patio interior. La de cerveza da contra el suelo y crea distintos ritmos en el futuro. Las plantas las he regado según aconsejaba la gente en Internet. Creo que las he matado yo. No quiero ese

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sentimiento, tíos. Luego he recordado que ayer encontré un papel de un señor que vende sus oficinas, ahora seguramente no se preocupa por la venta y quizá esté llorando en su casa; era un señor obligado a malvender sus oficinas en cuyo anuncio viene subrayada una frase sin sentido gramatical pero que está llena de pureza, todo el cartel es muy puro, casi puede uno conocer a su mujer y a él mismo. Gracias —termina con la voz temblorosa. Isidoro, que había permanecido callado y mirando al suelo, levanta la vista y reúne su mirada con la de la amante, y aplaude lentamente. «Muy bien», dice. «Qué pureza, es verdad, la que ha llegado desde ese cartel hasta tu parlamento». Los retenidos se resisten ridículamente a contestar la pregunta de Isidoro, están todos sentados y en silencio, Isidoro se acerca a ellos, se acuclilla y los abofetea duramente cuando aparece al otro lado de la calle, como salido de la nada, un joven poeta. Isidoro se incorpora rápidamente al sentir su presencia y lo mira de arriba abajo. Tiene sobre la cabeza una maraña de pelo grasiento en cuyo desorden se puede intuir, con algo de esfuerzo, cierta deliberación. Lleva una lata de cerveza en la mano derecha y la aparta de sus labios con la mirada fija en Isidoro y los demás. Viste un chaleco del color del vino, camisa blanca y pantalones de pana, bajo los cuales brillan unos mocasines de los que Isidoro no puede dejar de decir en voz exageradamente alta: —Pues son hermosos. El joven poeta, zarandeado por la situación excepcional que vive España, experimenta primero consuelo y esperanza al descubrir a unos civiles sentados en la acera de una calle estrecha. El joven poeta se acerca a las personas como si fueran en verdad estatuas, gritando «¿Hola?» sin obtener respuesta alguna. «No sois militares, ¿no?», dice, repasándolos pacientemente con los ojos; una vez más se lleva la lata de cerveza a los labios. Al poco de decir esto, viendo el miedo en las pupilas de los que acompañan a Isidoro, queda congelado y discurre, no sin acierto, que quizá esas personas que guardan las manos detrás de la espalda no son viejos conocidos que, entre explosiones y disparos, han decidido encarar la situación jugando a las cartas con alegría. Imagina bridas de plástico en las muñecas de los retenidos, pasamontañas en los rostros de los torturadores y un nuevo y enloquecido orden mundial bajo el yugo de una facción terrorista,

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alienígena y judeomasónica, imaginación que se nutre principalmente del alcohol en exceso y las débiles reverberaciones de la Salvia divinorum consumida hace apenas unas horas. Un brillante mocasín, forrado en una imitación muy conseguida de piel de serpiente, retrocede silbando al rozar el suelo. Entonces Isidoro fatiga como un tigre el empedrado de la calle para dar caza al joven poeta de pelo grasiento; no tarda mucho en abalanzarse sobre él y agarrándolo de las piernas lo hace caer al suelo y gritar de dolor. El joven poeta de pelo grasiento se ha roto la mano derecha en la caída, la lata de cerveza rueda vaciando su contenido hasta quedar oculta bajo un coche. Isidoro se arrastra por el suelo para poner el rostro junto al de su presa, abrazarla fuertemente y susurrarle al oído, entre jadeos: «¿Qué es esto que noto en tu entrepierna?, ¿es quizá un tomo de poesías completas o, por azar, se te ha puesto contento el pantalón al saberte primero perseguido y más tarde derrotado por tan bello efebo?, ¿es acaso un tomo de poesías completas de bolsillo con un minucioso estudio introductorio que prolonga su vida a lo largo del texto mediante notas aclaratorias al pie? ¿o para mayor oprobio y vergüenza tuya se trata de un libro de tapa igualmente blanda pero con voluntad didáctica y escolar que reúne al final del libro una serie de ejercicios para los jóvenes alumnos de un instituto cualquiera?, ¡calla!, ¡calla!, ¡no respondas y respira conmigo los gases purpúreos de la elucubración!»; el joven poeta de pelo grasiento se revuelve ya con mansedumbre y se agarra la mano rota con la otra sana: «¡Hijo de puta!», masculla el poeta. Isidoro se pone en pie de un salto, arrastra al poeta hacia los demás tirándole de los grasientos cabellos y obligándole a que se arrastre por el suelo. capítulo xvi de las costumbres y aptitudes de isidoro Según recoge la tradición oral, Isidoro fue alumbrado entre dos bestias y en el país de Sodomistán, cumpliendo, gracias a la circunstancia zoológica, con la profecía de Habacuc del Evangelio de Pseudo Mateo —es decir, «Te manifestarás entre dos animales»—, que es en realidad una mala traducción al griego del hebreo «Tu obra se manifestará entre dos tiempos». Isidoro nació entre un hámster ruso y una cacatúa debido a que su padre regentaba una tienda de mascotas para turistas, pero sobre todo debido

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a que su madre, una excepcional lingüista con preocupaciones por el esperanto, fue posponiendo la visita al hospital hasta que se vio obligada a deyectar el humano producto en la trastienda de Pueno, Ponito y Parato Pets, muy cerca de la puerta de Bab Boujloud. La vecindad, de dentadura estrábica y mirada torcida, había bautizado cariñosamente al establecimiento como «Las cuatro pes». Su madre decidió llamar al niño Ahmed Estas Bela Tago ibn Arabi, y todos sus amiguitos lo llamaron Belatago. A la edad de tres años, Isidoro era un fumador devastado por la adicción y exigía un paquete de Marquese diario a sus atribulados padres. Cuando no le era concedido, gritaba con un volumen impensable para su edad y se autolesionaba concienzuda y dramáticamente lanzándose contra las paredes, ejercicio del que aún conserva algunas cicatrices. El jovencísimo Isidoro, pese a su corta edad y su cuadro de adicción severa, mantenía unas excelentes cualidades psicomotrices y cierta habilidad para el dibujo de parábolas en el espacio, que ejercitaba constantemente con objetos livianos. Es probable que el Mal entrara definitivamente en su cuerpo en la plaza de Bab Boujloud cuando, sentado en el regazo de su madre, sujetó la colilla de un Marquese valiéndose del dedo corazón y el pulgar, apuntó a un pequeño pájaro y lanzó el proyectil acertándole en plena cabeza. Sintió un escalofrío incómodo y desconcertante, pero al final del mismo supo encontrar una nueva y poderosa satisfacción. A la edad de cinco años, Isidoro dominaba el castellano, como todo nativo de Sodomistán, pero también las lenguas clásicas y el esperanto, idiomas útiles para avasallar y epatar al turista y que resultan imprescindibles —sobre todo el latín— para aprender las técnicas del verdadero profeta de los piratas informáticos: el muy anticipado a su tiempo Pentium Quintus. Este profeta escribió su obra en torno al sesenta y tres antes de Cristo, Cicerone consule, es decir siendo cónsul Cicerón, y toda su bibliografía la manejaba perfectamente Isidoro, incluyendo De negatio distributa sistemorum y Troianus portellaque occulta; gracias a esto, Isidoro alcanzó un gran conocimiento sobre las redes virtuales y sus entresijos mucho antes de poder acceder a un ordenador personal. El niño también sabía cambiarle las ruedas a los coches sirviéndose de varias piedras, o hacer algunos trucos muy vistosos de prestidigitador principiante.

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A la edad de siete años, Isidoro se emancipó involuntariamente al quedársele atascada la capucha de la chilaba en el tren de aterrizaje de un avión. Esto sucedió en el muy transitado aeropuerto de Sodomistán, donde el pequeño intentaba robar un barril de queroseno para malvenderlo como aliño de carne de camello. Isidoro, al intentar agacharse, se dio cuenta de que estaba atrapado por la capucha y luchó para desembarazarse de la chilaba, pero el avión despegó llevándoselo por los aires. Así comenzó su viaje: junto con decenas de jóvenes estudiantes a quienes mucho complace exprimir las posibilidades que ofrecen las aerolíneas de bajo coste. Isidoro pudo oír la vocecita, a modo de despedida, de uno de sus amigos: «¡Belatago!». El avión ya no paró hasta aterrizar en España, donde Isidoro fue cristianado poco después con el nombre de Jesús María Expósito Sais. A la edad de doce años, Isidoro era un pillastre de reducido tamaño y solamente por molestar al prójimo se expresaba habitualmente en cheli, jerga del todo caída en desuso. No era infrecuente oírle decir a algún portero de discoteca: «¿Qué pasa contigo, pollo?, déjame entrar, que hoy pincha un maca máximo en el garito, mola un taco, ¿lo conoces, al pavo?»; la respuesta era siempre la misma: «Carné de identidad, por favor»; Isidoro hacía gestos rápidos con las manos y corría gritando «Echo llama por el culo, que viene la pestañí». A la edad de dieciocho años, Isidoro conoció a Licinia Orgosa, la tía más puta que ha conocido el hombre muy por encima de Safo, que era guarra académica, o de Justine, que era un poco cerda por sus hechos y no estrictamente por su voluntad. Licinia Orgosa enarbolaba la bandera del cachondeo con sus manos de agarre tenaz y con sus muñecas tan frágiles y azuladas. Isidoro, poco después de conocer a Licinia Orgosa, le hizo un hijo por puro desinterés y aburrimiento. Licinia parió un bebé de tres kilogramos de peso que Isidoro devoró poco después para parecerse todavía más a un cuadro. Fue esa tarde cuando Licinia Orgosa bautizó al joven como Isidoro de Casso. Isidoro, que se sentía pletórico gracias a su nuevo nombre, escupía constantemente al suelo, cerca de los turistas, para matizar el mensaje de las guías de viajes que definían la ciudad como effervescente e cosmopolita, completamente spagnola. A la edad de veinticinco años, el ya propiamente llamado Isidoro arrastra a un joven poeta de pelo grasiento por el empedrado de una calle

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de España, país que, como bien sabe el amable lector, se encuentra en este momento en estado de excepción. Isidoro lleva al joven poeta junto a los demás, lo sienta en un bordillo y le pregunta: —Joven poeta de pelo grasiento, es hora de que pongamos toda la carne en el asador: ¿cuál es tu opinión acerca de la actualidad? España hoy. Sé serio, todos han participado —miente—. Y rápido, que no tenemos toda la noche. Isidoro dedica al joven poeta un gesto amenazador, y este comienza a hablar atropelladamente. —Creo que los banqueros se han portado muy mal con todos, nos han engañado a todos, y los tanques por la calle, todo esto es culpa de los de siempre y… —¡Muchas gracias y un fuerte aplauso! —interrumpe Isidoro abriendo los brazos y dibujando una gran sonrisa, animando a los retenidos a contestar. Los demás mugen desordenadamente y con algo de miedo—. Veo que todas las opiniones convergen felizmente. Habría preferido que me dijeras «me duele la mano», que no deja de ser un asunto de estupenda actualidad. El poeta lanza miradas interrogantes al resto del grupo porque desconoce que ni uno solo de ellos alberga respuesta alguna acerca de Isidoro, que ya vuelve a canturrear sus canciones sefardíes y espera de nuevo, con la mano en forma de visera, la llegada de los cañones y las tanquetas atravesando una calle lentamente, como señores mayores que no tienen prisa.

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Richie McCaffery Tres poemas

músico callejero port street, stirling Por cada cuerda que ha chasqueado por el camino en su baqueteada Eko acústica canta con voz más grave. El frío de los pasadizos es marmóreo, el aliento ladrado de su canción. Cada palabra transmitida por sus maestros, adoptada, hecha suya merced a sus errores, es un fantasma que surge de repente ante sus ojos.

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por el buen camino Va por el buen camino, le dice. Es pronto por la noche y todas las pintas van por libre, aún no hay accidentes. De verdad que ha cambiado, le insiste. Viene de partir piedras bajo el sol y encontrar un amonites tras otro, todos envueltos en su propia importancia. Va a enderezarlos, quiere desenredar sus chicanes minerales, sus maneras torcidas. Solo necesita otra oportunidad para demostrar lo que vale. El perdón es casi una droga por el modo en que pide otra dosis. bombilla de 40 watios Estaba solo a un filamento de tungsteno de la oscuridad homérica. Se ejercitó durante muchas lunas en enhebrar con su pelo otoñal la luz en el ojo de una aguja para coser de nuevo el sol allí donde cayó aquel día, igual que una manzana lapsa yace en la hierba, su carne asidrada anhelando la rama solo a medias.

Traducción de Jordi Doce.

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David Leo García Las cosas son así

dígame un color. El verde. Otro. El verde. Una parte de la casa. El aire. Una pregunta. La pregunta. Un escritor. El misterio. ¿Qué asocia con un pájaro? El misterio. ¿Y con un pájaro? La infancia. ¿Y con el césped? La infancia. Dígame un color. No lo sé. Un país. Casi todos. Una enfermedad. Todas salvo la mía. A qué ha venido aquí. Las… ya sabe, las… qué le voy a decir, ya sabe, lo de siempre. Un instrumento de cuerda. El pentagrama. Una parte del cuerpo. Los pulmones. Una parte de la casa. El deterioro. ¿Un motivo para vivir? Alguno, el deseo. ¿Una enfermedad? La enfermedad. ¿Una cita célebre? «Claro que sí». ¿Un motivo? Para morir. ¿Un motivo para morir? Ninguno, tal vez. El deseo.

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disculpe me permite. Circule por allí. Vigila al niño. Aún no es temporada de cerezas. Te crees que todos somos como tú. No me apetece nada pero tampoco quiero quedarme aquí. No es posible no estaba preparado todavía. Me escuece un poco pero se me olvida. Tendría que venir tu amigo ese o aquella chica cómo se llamaba. Me gustaría probar no te lo recomiendo. Llamar a esto intimidad es muy exagerado. Cierra la puerta baja la música piensa en otra cosa. No existe todavía ningún remedio para la parálisis. Eres muy inocente si no fueras tan joven es demasiado tarde. Las cosas son así. No sé hablar de otro tema. El alma es inmortal. Toma una de estas cada seis horas. Yo en tu lugar no le diría nada. Doradas ninfas de cabello graso. Su lento jugo el lúpulo destila. Aleluya. Ni de coña. John Keats murió a la edad de veinticinco años. Giacomo Leopardi moría entonces en Nápoles sin haber encontrado verdadera plenitud. Este es un buen momento para comprar dólares. Confórmate con eso porque el mundo es muy grande. Ninguna novedad quizá mañana salga el sol. Prometo serte fiel. No tengas miedo.

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Laura Rosales Templos bajo el agua

corro detrás de pájaros mendigos y canto como el animal que soy. Sombra de árbol uterino, cascarón de arcilla, batuta de golondrina en partitura de la locura. Corazón de pájaro en medio de los senos, vuelo interrumpido por impostores músicos. Árbol de cristal, escalera hacia la amapola reina del cielo. Subo por ella y encuentro mi lengua devorada por el mágico pez de mi infancia. Hueco el lenguaje, la música desborda. Cojo el hilo de la noche para correr. en la cueva del cuervo nace un sol empapado. Su brillo rompe las cuerdas del violín nocturno que grita para adentro. Alas quebradas por la ausencia, ubres llenas de sangre. Música en el ave negra engendra un huevo de oro. Tesoro dorado como un enorme ojo en busca de perfume. El sol discurre la morada del sueño y seduce al vuelo frenético del ave en reposo. Acertijo roto en la cueva celeste, fluyente la luz. algo nace de mi blusa como música tallando un obituario. Aquí nace la leche del pájaro rey.

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Pablo Muñoz Ningún redoble responde

Ulysses: No trumpet answers. Achilles: Tis’ but early day. william shakespeare, troilus and cressida.

¿Recordáis el final de Johnny Guitar? Johnny Logan y Vienna atraviesan una cascada rodeados por hombres de negro. ¿Van a morir? Al pasar por la cascada que conduce a la cabaña donde han estado ocultándose, se besan. Pero antes, cuando bajan para acompañar al marshal y al sheriff, a las fuerzas de la ley que les persiguen hasta terminar con la posibilidad de la independencia de Vienna, suena una melancólica canción de Peggy Lee. ¿Que cuál es el argumento de Johnny Guitar? No lo sé todavía, pienso en la televisión cuando les veo rodeados del comando funeral, me gustaría pensar en la televisión, porque se parece a esas fuerzas de la ley que vienen de negro y nos acompañan a cualquier parte, desde el primer amanecer africano (qué milagro más sensual) hasta los últimos descubrimientos de la teletienda. En la televisión se llora tanto últimamente, se llora con tanta avaricia ya que nos dejan postreros, no hay tiempo para morirse en la televisión, se viene llorando todo el tiempo, a veces con el realizador emponzoñado en esos primeros planos, la lágrima que va cayendo morosa en la indefensa mejilla. Julio Cortázar escribió una vez que «el llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente». Cada vez que pongo la televisión, cada vez que la he visto con detenimiento, ha sido para ver llorar a alguien, y es que nos hemos acostumbrado a las lágrimas

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sin épica, o tal vez una épica domesticada, de noventa y pico minutos, que es la épica cómoda de las calles que pueden gritar enérgicamente una noche, hartos de cerveza y sobrados de vida, pero faltos, quizás, de esa otra épica de todo dolor privado, o que al menos queda atestiguado. ¿Qué le pasa al lloro, últimamente? No lo sé, pero los únicos que se han ganado el derecho a llorar tranquilamente son los futbolistas, cuyo relato sencillo, la permanencia en la Liga o alguna copa nacional o europea, nos permite comprender, atisbar incluso, a esos hombres jóvenes ya vencidos, sin otro destino que el de las lágrimas de una impotencia o frustración que se acentúan en caso de que sean modestos; en tal caso se nos explicará antes con ese detenimiento tan goloso de los locutores deportivos que eran hombres de orígenes humildes y que sintieron el club con mayor inspiración que como alguno de los poetas pudo notar la primavera o el desamor o hasta las olas que llegaron en las costas griegas. Pero esas lágrimas son las de un deporte que se queda en las postrimerías de la épica, y no son las únicas, si no, no me quejaría yo de su exceso o de su abuso, soy poco dado a la protesta televisiva, no puede uno esperar flores ni tan siquiera peras ni un huerto entero de algo que han hecho para que no cambiemos de canal o para que cambies al adecuado, no puede uno esperar nada de un medio que no deja de congratular que estamos al mando, qué expresión tan acertada y a la vez tan irónica y por eso mismo tan televisiva, sin que quepa otra cosa que un pequeño control remoto y esa tristeza de estar sentado, sin otra cosa que hacer que el asentimiento. Así, hay ahora dos tipos de lágrimas para explicar la desgracia en las pantallas, y estas lágrimas son las de la desgracia que amplificar y las de los personajes públicos que humanizar. Las lágrimas de la desgracia no quieren contar ningún dolor ajeno, sino dejar mella en él; no buscan la hondura, sino esa compasión tan sencilla que es ver llorar y no mantenerse indiferente y perder el brío ante ese espectáculo, ante la desesperación ajena, que a veces se amontona, en las imágenes de un desahucio o de una catástrofe natural, y eso nos gusta, claro, sentirnos apenados por una acumulación de desgracia, exclamar pobre gente sin que veamos nada más de sus vidas, para dar paso, ay, a los deportes y continuar el informativo; y la otra, la otra es peor, estimo, la otra es la desgracia de quien no sabe ya qué hacer con las personas corrientes y han decidido colocarlas en primer plano a que den

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un relato tremendo, pero tremendo de verdad, y lloren y pataleen, y para nuestra propia empatía, que ahora la regalan en el cambio de canal, escucharemos a gente sencilla llorar; no es bonito el progreso, saber que puedes oír a una madre de hijos asesinados solamente cambiando de canal, qué más va a darnos este siglo veintiuno, nos preguntamos, con lo rápido que pasa el mundo y ahora tenemos hasta un pequeño drama humano de una mujer que perdió a su marido en un incendio o en un tsunami, fijaos, qué injusto el gobierno y qué mala actuación y nosotros permanecemos sentados, esa es la idea, supongo yo, que todas estas lágrimas no se acumulen, sino que se dispersen, por eso no hay drama verdadero, porque cuando uno termina viendo algo realmente dramático es porque ya no puede atesorar más el dolor, incluso en una obra de teatro, está la necesidad de detenerse y aprender a digerir lo que se ha visto o lo que se ha venido sabiendo, pero la televisión nos da otras ventajas desde el asiento, nos permite escuchar esta desgracia ante la mirada atenta del presentador y sus sagaces preguntas y sus contraplanos de pestañas en el aire y, ay, esta pobre gente, estas pérdidas y esta miseria, sin que pase nada, mañana habrá otro programa, no hace falta, claro, esperar a las reposiciones sino a la próxima emisión. Desde luego, mejor fortuna les ha quedado a los personajes públicos a los que les hemos dado ese lujo magnífico de que tengan nuestras canciones y que lloren, claro, con Sinead O’Connor o con Band Of Horses, y de que suene Every breath you take y que toda nuestra memoria, o la de nuestros hijos o hermanos menores o incluso mayores, tiña sus desgracias personales, y las lágrimas de aquella vicepresidenta súbitamente golpeada por la tragedia, y qué me decís, ah, oh, uh, de la condesa a la que la desaparición la ha dejado trastocada como vemos ahora en aquellas imágenes, que no son otra cosa que espejismos de una pintura que a la televisión le gusta mucho y no necesita apenas maña, menores pinceles acaso, que no es otra que la de dibujar un cuadro perfecto, las lágrimas de un hombre noble, marcado por sus buenas acciones, en un gran momento profesional o precisamente por eso en las horas del declive, y esos son los dos únicos retratos que hay en la televisión del dolor, el de las lágrimas que dispersar o el de las que pueden contenerse para nada, para todos, en fin, ese es el servicio que presta la fama, al fin y al cabo se trata de que seamos

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ultracuerpos, como tantas veces aquella película, felices de llorar ahora en los ojitos pardos de nuestro torero favorito o aquella diva a la que vemos caer en desgracia, y lo vimos venir, porque con los personajes públicos y con sus lágrimas se nos da otra potestad, la de ver una historia predecible, la de perseguir en ellos grandes arquetipos, incluso el de la villana con corazón, nunca llega nuestro turno. No se deja de llorar en televisión, cada vez puedo verla menos sin que imagine otra vez esas lágrimas cubiertas por gafas de sol o esos rostros impenetrables o esos gritos de alboroto, no se deja de llorar porque ya se disuelve el sufrimiento en tantas lágrimas, emociones fuertes, ya llegan las mejores noticias, las de una celebración o las de una conmovedora historia que incluya, claro, a animalitos, pueden llevar incluso algún sombrero o incluso proceder de países y pagar su declaración de la renta, los animalitos son también un sitio en la casa, un lugar desde donde mirar y acariciarlos y darles de comer y no perder de vista que los dueños somos nosotros. Indudablemente, las películas son como terminales de aeropuertos. Espacios intrascendentes de dos horas marcados por la gente que entra y sale. También son lugares perfectos, o no-lugares, como las llamó algún francés. ¡Ah, Francia! El único lugar donde todo su pensamiento es un tránsito desde aquellos Valéry y Mallarmé. No hay películas que perduren, hay espectadores que las extienden; nos convencemos de que recordar imágenes y algún diálogo es toda la aspiración del cine. El cine ya no tiene arterias, aunque de esto hablaré en algún otro momento. Un pensamiento. Quiero evitar la primera persona, quiero evitar el sermón, aunque se hace inevitable. El primer inconveniente que debes conocer es que vives en una sociedad llena de fascinaciones genitales. Y pequeños, inconfesables deseos eróticos. Al extraño placer que se siente en el estreñimiento, en la capacidad de retener sus grandes visitas al lavabo, le sucede una colectiva fascinación por la moderación. Este es el tiempo de los hombres moderados. Lo único que hemos autorizado es la moderación. Genera una desconfianza el radicalismo; el moderado va a encontrar siempre, se suele decir, el puente del entendimiento según el cual todos podremos convivir y habrá armonía. Nos han enseñado, pues, a admirar el erotismo de quien no toma partido ni tiene intención de hacerlo durante mucho tiempo.

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Por supuesto, hay un destino: lo razonable, el hombre moderado. ¿Pero no cambia lo razonable a lo largo del globo? Ah, ya ves, una obviedad, está claro que así lo hace, que un moderado norteamericano no se parece en nada a un inglés ni a un español, pero el secreto del moderado es que permanece indiferente a la pasión. El moderado tiene lo mismo que pedía Groucho Marx en su chiste: estos son mis principios, si no le gusta, tengo otros. Bueno, de hecho, los tiene todos. Al radicalismo, en cambio, se le ha dado el mismo destino que el de la adolescencia, el de las pasiones desbocadas, irredentas, que suceden muy lejos de estar domesticadas. De hecho, un radical existe siempre a ojos de un moderado; un moderado es una manera de mirar hasta el punto agotador de que cuando identifico al radical, lo hago siempre desde un sistema de pensamiento, desde una manera de marcar lo justo y lo injusto, lo extremo y lo moderado, y el moderado, claro, es una figura divina; cómo va el moderado, con este tiempo de tinieblas tan aterrador, a ser excesivo si ha venido a este mundo a desvelar nuestras conciencias demostrando que es imparcial y que mantiene posturas bastante objetivas. El radicalismo ya en el mismo y funesto destino que los polvos de un sábado por la noche, el radicalismo que transcurre sin otra admiración que no sea la genital, el radicalismo en la penitencia de todas las palabras y creencias que se desechan por nuestros ojos moderados, pero no se trata de que la mayor parte del tiempo seamos inmoderados en nuestros propósitos y en nuestros tropiezos y frustraciones, y hasta en el convenido relato de nuestros dramas, no, no se trata de eso, de que fuera a llover con virulencia y lo decidiéramos llamar tempestad; se trata de algo todavía ignorado, se trata de que no hemos aprendido a tratar con el debido respeto las euforias que no domesticamos pero que sí nos esforzamos en dirigir hacia lugares concretos: la concreción transforma la euforia. Los radicales permanecen en los márgenes. De nuestros ojos, siempre a una izquierda o a una derecha o a un lado (que es, quizás, peor que estar en un lugar concreto), siempre guiados por un sentimiento que nuestra admiración sensual por el moderado, hombre sobrio que no grita ni jode ni perfora, nos mantiene alertas. El radicalismo no está en crisis; existen, claro, miles de radicales, más incluso que barbas diría yo, y a quién vamos a responsabilizar de eso, no lo sé todavía.

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Un hombre se decide por el radicalismo. Crece, bien henchido por lo inflamable de su pensamiento, llega un momento vital en el que pone en práctica el destino de sus retóricas, encuentra una salida y después las cosas se complican. ¿No era su doctrina interpretable? ¿No era el relativismo su daga suave que usará un previsible traidor? Espera, comprobarás con gesto previsible, ceño fruncido o mueca o incluso esa tos silente que se oye ahora en tus adentros como identificable manera de protesta, estoy simplificando la vida de un hombre, o peor, la vida de un hombre con sus ideas. Es cierto. Puede que las concesiones lleguen más tarde que temprano, o puede que sea al revés, puede que llegue la esposa y con ella los suegros, puede que llegue la propiedad o puede que llegue lo que tanto teníamos en común, mi amor, puede que lleguen los suspiros, la vieja y fantasmal imagen de una mujer que pasea agarrada a sus pequeños botellines de cerveza mientras baila desinhibida en un bar, puede que llegue el olvido, después de todo. Es bien posible que al hombre no le deje de suceder el radicalismo, sino que el radicalismo sea sucedido por unos cuantos presentimientos, el de una soledad infame, el de un aburrimiento sin salida, el de una linda excursión a la montaña que termina con unos cuantos gritos de fiesta y permanece bastante inalterada al amanecer. Pero la pregunta es, la pregunta nunca ha dejado de ser, si se trata siempre de cambiar el monte, o andarlo, o estar algo más cerca de una imagen distinta del cielo; esa pregunta puede definir, puede pesar, pero y qué, si ahora las promesas no pueden siquiera existir en un silencio irrectificable. No hay excepciones, tampoco hay excesivos actos de fe. Ser moderados nos permite desatender la sorpresa, el vértigo de vernos cuestionados, porque estamos en un lugar, desde el que hablamos, pensamos y hasta juzgamos razonablemente, en el que no caben el estrépito ni el tropiezo, y en el que, de haberlos, se miran como esos altercados o alteraciones que llegan con el tiempo más tumultuoso, sin que sea necesario pensar que tal vez se haya estado montando una ola. Para qué resolver si todo ha venido ya con una solución todavía más sencilla que esos sistemas operativos de los que haces tímida apología en todo crepúsculo generoso en compañía. La sospecha nunca es radical, la sospecha es necesaria, la sospecha es moderada. Hay por supuesto suspicacias radicales, el fino convencimiento

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de que las organizaciones llevan el peso de la Historia, y eso sería tranquilizador, ¿verdad? Imaginar otra organización superior, similar a la de los Dioses en eficiencia y bastante menos chillona que la de ciertos imperios y ciertos desvaríos del siglo veinte. El problema no es la organización, tampoco el exceso de mitología griega: el problema, estimo, serían esos trajes tan pulidos y esa manera tan identificable de llevarlo a cabo. Esas organizaciones no están llenas de moderados, ni de radicales, ni de errores, ni de amores, ni cargadas de aire, ni de malas o buenas decisiones, de luchas internas, de hombres y mujeres que terminan hechos marasmo; esas organizaciones nos tienen que llevar de la manita al colegio de nuestras sospechas, tienen que saber algo que nosotros no sepamos, y ahora sí, ahora decimos que es el relato de dos o tres balas, la existencia de aquel agente maldito, los secretos de unos archivos en los que muchas cosas quedan resueltas y la posibilidad de un final lleno de muerte y radiación. Merece la pena pensar que las organizaciones son, también en su propósito de explicarnos el mundo en una sospecha extrema, moderadas y no conciben la sorpresa, la jodida algarabía, la improvisación, los errores de cálculo, el surgimiento de una lealtad inédita. Todo ese dramatismo lo hemos dejado a los autores de ficción, a las novelas adecuadas para los aeropuertos, para esas terminales en las que ya no podemos ver películas. Hemos pensado, también, que el matrimonio tiene que parecerse a la organización, sin reparar en que se parece a sus ficciones. El matrimonio no es un gran plan, el matrimonio es tan inestable y tan insólito que tras los planes puede haber lealtades perdidas o, sencillamente, demasiada improvisación para el tiempo, o demasiada poca; el tiempo parece descansar a nuestros hombros, pero esto está ya llegando a un lugar demasiado marchito como para lograr discernir el porqué de ese último vestido de verano, que ya no anunciaba los mismos hombros generosos, el porqué de esa copa rota y esa misma canción. Y todo esto para contar que la mayor parte de las discusiones, la mayor parte de los matrimonios, son la aceptación de unos ojos moderados tras una temporada inverosímil de lenguaje radical, y todo esto sin que desfallezca ya en el relato, para decir que la lectura no es un refugio. La lectura es la intemperie.

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Carlota Moseguí The Crickets

Tras incrustar, desdeñosa, el tercer Marlboro en un cenicero con motivos libaneses y piedras lapislázuli, Mía Colaianni inclinó la cabeza hacia la voz estridente del Turco. Mía permanecía de pie, un tanto preocupada, fingiendo no perseguir auditivamente al anfitrión, el cual mantenía una turbia conversación con su iPhone 4S en un idioma desconocido para la mujer. Mía instó por contemplar el paisaje urbano, familiar aunque poco hospitalario, considerando las diversas circunstancias en que sus tacones de aguja habían desfilado por esos metros cuadrados. La misma panorámica que Mía aborrecía era meritoria de elogios, aplausos y felaciones profesadas por el amor de los múltiples huéspedes del vigésimo sexto cumpleaños acontecido en ese inmenso ático entre Arco de Triunfo y Tetuán. Lo que parcialmente se valoraba como un impagable skyline barcelonés, era distinto a los ojos de la siciliana, los cuales, agotados tras una dura sesión fotográfica de más de siete horas —eso es toneladas y toneladas de pegajoso rimmel—, sumado a las combinaciones infinitas de sombras verdiblancas, se enfrentaban en el presente a una monótona hilera de edificios, jardines y parques aislados junto a un enorme consolador pomposamente iluminado. Sin embargo, a pesar de que Mía Colaianni aborreciera los exteriores, prefería permanecer hipnotizada frente a la Torre Agbar antes que girar su cuerpo ante la muchedumbre estrepitosa. Su cuarto cigarrillo estaba cerca. Buscando ansiosa un artefacto que desprendiese fuego en aquel diminuto Loewe vintage regalado por el bueno de André, su ex pareja más reciente, algunas caras siliconadas reconocieron a Mía e hicieron muecas desaprobatorias. Al parecer, el Turco había olvidado apuntar su nombre en la lista de asistentes, motivo de peso para que Mía Colaianni no recibiera una invitación con nombre y apellidos una

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semana antes, hecho que explicaría las malas lenguas o lo que en estos ambientes modernos suele llamarse gossip, aquí traducido en dos chicas teñidas de rubio platino comiendo espaguetis del mismo plato y riéndose del descaro de Mía. No obstante, Mía conocía las reglas; es más, las había aprendido en el parvulario. Así que a pesar del rechazo mímico del público, la mujer solventó que restaría un cuarto de hora más; no en vano, Mía Colaianni había acudido a tal evento por negocios. El Turco, que de ahora en adelante llamaremos su camello de cocaína, había dado instrucciones muy claras desde su iPhone 4S para tramar un intercambio de diez gramos en la fiesta a la que no había sido invitada. Mía aceptó a regañadientes el trato, puesto que sería demasiado egoísta exigir la fuga del propietario de una azotea palaciega en medio de la Ciudad Condal con más de cincuenta huéspedes, para urdir su transacción en un punto muerto de Barcelona. Mía reseguía el recorrido serpenteante del Turco, el cual se camuflaba en zigzag entre los presentes hasta al fin detenerse frente a Pablo y Jeremy; ambos, sabía Mía, DJs de moderado prestigio; The Crickets, se hacían llamar, proveedores de auténticas maravillas sonoras con los platos; además, socios de la empresa familiar de su escurridizo contacto, por lo que supuestamente iban a establecer una larga discusión laboral. Sin duda, The Crickets no pasaban desapercibidos; en cada reunión sorprendían a los asistentes con vestiduras a cual más excéntrica. Esta vez se enroscaron luces navideñas por todo el cuerpo; Pablo, naranja, Jeremy, en malva. Visto que el dealer de Mía no le hacía el menor caso, probó de encender un Marlboro en un segundo intento. De pronto, una bandeja repleta de copas de vino blanco pasó por delante de ella. La mujer persiguió a la camarera hasta que la encargada del alcohol se detuvo cerca de una tipa con un gigantesco ratón de peluche por cabeza. La estética de semejante individua era algo desbordante; aun así, no estaba en desacorde con el marco de la velada. Mía asistía a este tipo de fiestas cuya celebración solía hacerse mensualmente, y aunque la presente era simbólica, dado que se trataba del cumpleaños de uno de los grandes, ese solía ser el estilo de vida nocturno de aquellos seres infames. A diferencia de la chica-ratón o los djs, Mía Colaianni no iba especialmente disfrazada. Su atuendo para aquella noche consistía en un triquini rojo de tamaño considerablemente diminuto adherido a una capa con

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capucha que su prima Michelle había diseñado con total exclusividad para la veinteañera. Además, levitaba sobre unos Louboutin color lima con un par de lazos de siete centímetros encajados en la parte delantera; atavío seleccionado para el after que deseaba visitar más tarde con Jota, Michelle y tres colegas más, motivo por el que le urgía la coca con sustancial necesidad. Otra divergencia respecto al híbrido femenino anteriormente citado era la ausencia de tatuajes en la amarfilada piel de Mía. La siciliana adoraba los moretones producidos por el impulso desenfrenado de sus amantes, imposibles de visualizar en el caso de que cediera a la tinta sobre su epidermis. Por el contrario, la semidesnuda pin-up con cabeza de roedor presentaba estampas originales por doquier, hecho que parecía lubricar a Mía en modo intermitente. Tuvieron que transcurrir varios segundos para que Mía Colaianni recobrara el aliento ante tal poema visual; ciertamente, en remotas ocasiones se había sentido atraída por esa clase de belleza, pero ahora no había tiempo para analizar tal cuestión. Una vez restablecidas sus funciones vitales, quebrantó la distancia que minutos antes había considerado significativa respecto a ambas damas y se dirigió hacia ellas. Ahora, a escasos centímetros de la azafata, supuso haber alcanzado el ángulo perfecto, por lo que alargó el antebrazo y cogió tres recipientes, alegando con orgullo y acento italiano indisimulable a pesar de sus siete años residiendo en Barcelona, que las copas pertenecerían a sus amigas en un futuro inmediato. Al menos no es ginebra, pensó Mía Colaianni mientras echaba a correr con disimulo y percibía ambas miradas; sí, también notaba los verdaderos ojos de aquella rata en su nuca. Se detuvo nada más llegar a la piscina. Muerta de sed, y de un sorbo, se bebió una de las copas de ese líquido demasiado amargo para ser vino. A punto estuvo de abandonar esa siniestra fiesta pero se contuvo, cerró los ojos y se centró en la repulsiva bebida. Mandó un último whatsapp al Turco: «En la piscina. 5 min». No obtuvo respuesta. Cabreada, pensó en quedarse todo el efectivo que llevaba encima; es decir, los billetes morados que Jota le había proporcionado escasos minutos antes de aparecer por Tetuán, mientras felizmente se hacían unas rayas en el apartamento de Mía. Con eso, y lo que sustraería de la cuenta de Max, y, por supuesto, lo que

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había ingresado en la suya, le sería posible escapar una buena temporada a Saint-Tropez hasta que su hermano la encontrara como la última vez. Dicho esto, cabe señalar que la relación profesada entre Mía y el dinero suele ser complicada; peor en cuanto a los asuntos familiares se refiere. Huérfana a los diecisiete, Mía Colaianni emigró a Barcelona, lugar donde le esperaba una boda concertada por sus tíos. La adolescente se separó al cabo de once meses, relación a la cual sobrevinieron un par de matrimonios tiempo después. Los pensamientos prófugos de la siciliana aislaron su mente en una hipnosis, alentada en parte por un extraño remix de «Crystalised» y una iluminación casi inexistente, cambiante a tonos azules reflejados en su vestido, que desde hacía escasos segundos estaba siendo abrazado por un cuerpo no identificado. Mía abrió los ojos de inmediato e hizo un ademán de apartarse. Que no cunda el pánico. Se trataba de Román. —Me habías asustado, imbécil —amonestó Mía Colaianni a su interlocutor, pensando que pegándole con el bolso daría mayor efecto. Su actitud de niña malcriada no era algo insólito entre sus amigos; todo lo contrario, estaban tan acostumbrados que le seguían la corriente. —¿Dónde está Poppy? —preguntó Mía, indiferente en cuanto se cansó de atizar la piel de Román con ese cuero estimado en más dos mil quinientos euros. —¿No te has enterado? Poppy y yo nos separamos en mayo. La muy zorra quiere sacarme toda la pasta. Está en Madrid, con Lía —soltó con frialdad más que evidente—. En fin, ¿quieres una copa? Mía asintió, un poco ebria, tratando de retener en el cerebro toda la información que sus tímpanos acababan de registrar. Luego siguió a Román, quien se desplazó hasta otra camarera y le proporcionó a la mujer el brebaje solicitado. Mía mojó los labios carmín en su vaso y tiró de la corbata del que ahora parecía su acompañante, esperando el fino esbozo de una sonrisa por parte de esa percha de Armani recién divorciada; a saber, Mía nunca había conocido a Román en ese estado civil, por lo tanto supondría un nuevo reto que iba a durar menos de dos minutos. Mía jugó con el trozo de tela azabache, hasta que las gruesas manos de Román la detuvieron. La cogió de nuevo por la cintura, luego la agarró por el cuello, hasta besarla.

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Aunque la frondosa melena encrespada de Mía dificultase el campo de visión de Román, este advirtió con qué destreza la mujer encaminaba ambos cuerpos hacia una destinación específica de la azotea, quizá cavilada con anterioridad por la astuta mente de la gran dama; motivo por el que Román no opuso resistencia alguna, pues Mía poseía un mayor conocimiento que él en cuanto a los ángulos muertos de esa terraza; ya nos entendemos. Mía se detuvo en seco detrás de lo que se consideraría una pequeña palmera con perlas incrustadas en el tallo. Sin embargo, su brusca maniobra de acción no contuvo el apetito desbordado de Román e indujo un choque frontal bastante doloroso, que permitió al hombre de Armani recobrar la cordura de inmediato. La mujer levantó su delgado dedo índice y señaló el cuarto de las escobas, una de las pocas opciones plausibles para llevar a cabo el cometido anhelado; no obstante, al caballero le resultó un tanto ordinario para su refinado gusto. La negociación resultó dura. Mía no deseaba permanecer un minuto más ahí fuera con toda esa panda de buitres chismosos espiándoles. Aunque no fuese íntima de Poppy, esta era conocida por su carácter posesivo con sus ex parejas, lo cual incrementaba la manía persecutoria de Mía, ahora centrada en despistar a iPhones con Instagrams maliciosos. En cuestión de segundos, Mía notó que se tambaleaba. Se agarró de los hombros de Román, mientras una especie de sofoco le invadía todo el cuerpo. Algo de lo que había tomado estaba mal cortado, así que decidió hacer un voto de silencio para no balbucear cualquier tontería. No obstante, su retiro espiritual consigo misma duró menos de lo previsto. —¿Has tomado alguna pastilla? —inquirió Román preocupado tras ver bailar a Mía con una sobreexcitación inusual incluso en ella. —No, solo coca —aclaró la mujer de sonrisa semejante a la del gato de Cheshire—. Creo que están pinchando The Crickets, ¿los oyes?, ¿has visto las luces que llevan encima? —Dios santo, menudo ciego. En ese momento, Mía Colaianni recordó que debía protagonizar un importante intercambio de polvo blanco, por lo que buscó su Blackberry dentro del Loewe del ochenta-y-dos. Obvió todos los correos y los smss que permanecían sin abrir y fue directa al chat con el Turco. Había siete

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mensajes que apenas podía leer. Apretó muy fuerte los ojos con la esperanza de ser capaz de analizar alguna línea. Cinco minutos antes, su querido Turco le había escrito: «Ven ya, zorra. Tengo tu merca». Quizá fuese mejor empezar por el primero: «¿Quieres tu mierda o qué?». Otro: «No te esperaré toda la noche». Otro más: «¿Dónde coño estás? Vamos a hacer algo guapo aquí fuera». Y muchos más. Auténtica poesía vía WhatsApp. Román no sabía cómo disimular sus nervios. La amenazó con llevarla a un hospital y le quitó la Blackberry después de permitirse leer esa mierda. —No entiendo cómo pudiste follar con un tío que se parece tanto a Kiko Matamoros. —¿Qué dices? —le preguntó Mía mientras se agachaba dispuesta a ha-cerle una felación delante de todos los presentes. Por suerte, Román la detuvo a tiempo, regañándola a propósito del espectáculo que había estado a punto de proporcionar gratuitamente. Mas este no se daba cuenta de que todos a su alrededor estaban comportándose bajo los mismos efectos. La gente bailaba y se besaba como marionetas al son del techno que The Crickets pinchaban a elevados decibelios, ajenos a lo que pasara entre su público. Y fue entonces cuando el hombre de Armani sintió un cosquilleo similar al que Mía había experimentado previamente: calor excedido, una punzada en el estómago y la libido desenfrenada. Al fin, tras media hora de espera, llegó el Turco, sereno, en paz con el universo, dispuesto a instaurar el orden en su casa; o no. —¡Hijo de puta! ¡Me has drogado! ¡Me has drogado! —exclamó Román dando saltos con la corbata puesta en la cabeza. —No lo sé. Quizá hayan sido los Crickets.

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Festival Eñe Inventario Agustín Fernández Mallo

El autor de esa gran trilogía de la literatura española contemporánea que forman las novelas Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab fue conocido antes como poeta que como narrador. En el III Festival Eñe celebrado en Madrid el pasado noviembre, Agustín Fernández Mallo volvió, pues, a sus orígenes y leyó ante un público entregado a su voz el fragmento de un libro que entonces estaba próximo a aparecer: Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, publicado por Alfaguara en mayo de este año. Escrito en prosa, se trata de un poemario que rinde homenaje a las ideas del filósofo Ludwig Wittgenstein sobre los límites de la expresión humana formuladas en su célebre Tractatus a través de la reconstrucción de la ruptura de una pareja contada por la voz del poeta-narrador. En cualquier caso, y gracias a su generosidad por permitirnos publicar este fragmento, aquí tenemos a Agustín Fernández Mallo en su muy celebrada faceta de poeta. Que lo disfrutes.

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FESTIVAL EÑE

El destino de la memoria [ese órgano poroso] no es olvido; es la infidelidad. Colados en el recuerdo de otro, somos otro. Ensimismados en un objeto no sabemos que es otro quien se nos ha colado en forma de objeto. Y cuando en busca de un viejo amor desandamos el trayecto [exactamente el mismo], encontramos otra cosa [pero no nos damos cuenta], y como solo puede existir aquello que volverá a repetirse [es ley], a veces dudo de si realmente hemos caminado ese camino [por deducción: algún camino, todos los caminos]. Y si un perro se muere lo que lloramos es haber conocido la verdad que aún no nos ha llegado. Y las manzanas nunca caen de la misma forma [tampoco los párpados; por eso soñamos]. Y si todo esto no es cierto, o no existe el hombre, o no existe el poema, o ningún hombre ha escrito jamás un poema. Pero no te escribía para esto [que también], sino para decirte que ayer encontré una carta tuya en la que me decías, «acabo de llegar y ya sé que me vestirás con tus besos». Y un día, en alguna infidelidad de la memoria, habrá sido verdad. El viento arrastra hojas, polvo de octubre, papeles a la panza de los coches, agita la flota y ya no queda nadie salvo yo en la ventana del Hotel Port Maó. Llegará un día en el que la luz vuelva a ser la piel del mundo, me digo, bajo pretexto de primavera. Entretanto, no me asustan ni el viento ni tu éxodo, ni esa caída fantasmática y grotesca que se apodera de los trajes cuando se quedan para siempre en el armario. Únicamente me asusta pasar el otoño sin una mujer. Nadie nos ha enseñado a besar, y es lo único que hasta el final buscamos. Salgo a que mi soledad complete la ciudad desierta, ni recuerdo el bullicio, su intención era esto, abrirme un hueco [la rosa no recuerda que ayer fue rosa, por eso se abre cada amanecer con mudada belleza]. Los muertos no mueren en ellos, me digo, sino en nosotros, ellos ya flotan para siempre en la orilla, ciegos de todo, con el traje reventado cabecean contra las rocas, contra la suma de lo perdido; y no hay más. También nosotros besamos siempre la piel invisible de lo que vemos; y tampoco hay más. Al fondo del recipiente del tiempo hay una costra [siempre] de domingo, huele al óxido de los cuchillos lanzados al mar [diana sin centro], y al de la tierra. Hace tiempo que agoté el recipiente, sorbo a sorbo me ayudó tra-

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Agustín Fernández Mallo

gar tus besos, y ahora solo queda allí abajo este continuo domingo, con su silencio mineral, sus bares cerrados, su anestesia, solo isla, solo hotel, solo piedras, y solo un hombre, que es lo mismo que decir solo isla, solo hotel, solo piedras. Me siento en la escollera y supongo que el principio y fin del mundo fue y será esto, una especie de domingo. Acudo a los lugares que fueron nuestros, algo parecido a una fe o superstición me impide destruirlos, dice que con tal de mirarlos, cada día un poco, se irán desvaneciendo, mansamente, bordeando la pregunta directa, la roca desde la que te lanzabas desnuda para romper la piel del agua, de ese mar que, alguna vez lo he dicho, eras tú [diana sin centro]. Sé que el tiempo es mortal, me digo, porque lo ha inventado el hombre, que es mortal, y mientras aguardo ese destino las horas nacen peculiares, convergentes, presagiando asuntos importantes y delicados que no llegan, no, acumulan pronósticos errados, resultado de haberlo calculado todo, porque lo hermoso no se calcula, me digo [es incalculable], se pisa una sola vez y ya se gasta, aunque, eso sí, no se olvide, nunca.

De Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (Alfaguara, 2012).

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—¡Táasissss! —Volvió a gritar exorcizándose ante la atónita mirada de la gente del barrio y de un grupito elegante que salía del mismo restaurante—. Táasissss —otra vez, y para sus adentros: “ lléveme a Bilbado pasando por Méssicos…”. Una vez dentro del taxi se echó a reír, como una loca, a carcajadas. Le encantaba esa especie de transgresión vulgar que practicaba a menudo. Tanta elegancia y estilo, y el tener que estar siempre perfecta, le resultaba asfixiante y disfrutaba enormemente haciendo ostentación—ligera ostentación, no podía ser de otro modo en una chica como ella— de una vulgaridad que le era por completo ajena, especialmente si estaba entre sus iguales a la salida de un restaurante de moda, un clásico. “¿Dónde ir?”, pensó mientras el taxista esperaba una indicación. Iría a casa de Curro. Estaba al lado y le daría una sorpresa… No, mejor nada de sorpresas. Eran íntimos desde hacia años a pesar de la diferencia de edad y su sólida amistad se basaba en principios básicos e irrenunciables, como por ejemplo nada de sorpresas. Una llamada a tiempo libraba de situaciones embarazosas que nadie quería. O simplemente de una inoportuna presencia cuando se disfrutaba de la íntima soledad de cada cual. —Hermanos Bécquer, esquina General Oraa. A casita.

¡QUÉ TRASTOS! de Paco Muñoz Botas

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Biblioteca Particular

MEMORIAS DE UN LECTOR Y ESCRITOR DE BIBLIOTECAS Por Mario Vargas Llosa

Siempre he dicho que lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer, y creo que no hay ni una pizca de exageración en esa frase. Recuerdo cómo a los cinco años mi mundo de pronto se enriqueció de una manera extraordinaria y cómo gracias a la lectura empecé a vivir, no solo a leer, experiencias extraordinarias, viajes en el espacio, viajes en el tiempo: unos destinos que estaban fuera del alcance de la experiencia real, pero que la literatura los volvía reales por el hechizo que me producía la lectura. En esa época no sé si otros niños de mi generación leían cómics. Yo no. Mi primer esbozo del mundo de la ficción fueron historias escritas con palabras, que me exigían el esfuerzo intelectual de trasladar esas frases a un mundo de imágenes. Es decir, sin saberlo, eran ya lecturas literarias. Recuerdo que las revistas infantiles que entonces circulaban por América del Sur eran las de novelas por entregas. Había sobre todo dos que yo esperaba con impaciencia cada semana: una chilena, El Peneca, de la que años después descubrí que su directora era quien escribía todas las historias de aventuras que aparecían allí, y Billiken, una revista argentina, más variada y mejor presentada, que tenía por ejemplo cosas de deportes, pero también muchas historias para leer. Y también las historias de Salgari. Y las de Karl May, un escritor alemán que escribía novelas del Oeste sin haber salido nunca de Berlín. Sí, fui un lector voraz, que en las

navidades, cuando había que escribirle cartas al niño Dios, siempre le pedía libros. La lectura no solo fue un hecho fundamental en mi niñez, sino que contribuyó a que esos primeros años, que pasé en Bolivia, fuesen mi edad dorada, la edad de la absoluta felicidad. No tuve ni un desengaño ni una frustración. Casi fui ese niño de caricatura que es el niño absolutamente feliz. Mi familia materna, además, era bastante literaria. Mi abuelita y mi abuelo recitaban versos de Campoamor y Darío, y él, mi abuelo, escribía versos satíricos y estaba muy orgulloso de su padre, que siendo abogado había escrito una novela. Así que cuando empecé a escribir mis primeras historias o mis primeros versitos, toda la familia me alentó. Les parecía divertido que un niño no solo fuera un buen lector, sino que además se atreviera a garabatear versos. Pero eso vino después. Creo que en mis años en Cochabamba —hasta los diez, digamos— fui el lector puro, el que lee sin fijarse en la belleza del lenguaje o la manera como están contadas las historias. Me sumergía totalmente en la anécdota y la vivía como si fuera un personaje más. Solo a partir de la secundaria comencé a ser un lector desconfiado, más atento a la importancia de la forma, la estructura o la coherencia de las historias. Más tarde, el volver al Perú y conocer a mi padre fue cambiar de vida completamente. La imagen idílica que tenía de la existencia se acabó. Con mi padre descubrí, por ejemplo, 97


Mi familia materna era bastante literaria. Mi abuelita y mi abuelo recitaban versos de Campoamor y Darío, y él, mi abuelo, escribía versos satíricos y estaba muy orgulloso de su padre, que siendo abogado había escrito una novela

la soledad, pues hasta entonces había vivido con una familia casi bíblica por numerosa. En Lima, no; vivíamos aislados, con una persona que ejercía una autoridad muy fuerte que yo rechazaba y con la que muy pronto también descubrí el miedo. Creo que antes nunca lo había tenido, pero ante mi padre sí: un miedo-pánico que me paralizaba cada vez que me reñía o levantaba la voz porque lo hacía con una ferocidad que me llenaba de terror. A él, a diferencia de mi familia materna, no le hacía gracia que yo escribiera versitos. Al contrario, lo espantaba. Asociaba la literatura a la bohemia y creía que si alguien se dedicaba a la literatura estaba condenado a fracasar. Incluso le parecía poco viril que un muchacho escribiera poemas, y por eso me censuraba. Hoy creo que esa hostilidad de mi padre inconscientemente sirvió para apuntalar una vocación literaria en ciernes. Porque leer y escribir no solo era vivir un mundo distinto del que me entristecía tanto, sino una manera de resistir esa autoridad que rechazaba; una manera muy indirecta y muy cobarde, pero la única a la que podía aspirar por el miedo que le tenía. Mi padre, además, me metió a un colegio militar pensando que allí iban a erradicar toda mi veleidad literaria, y el pobre, sin saberlo, me dio el tema de mi primera novela. En el colegio militar Leoncio Prado leí muchísimo, sobre todo los días de encierro. Como por cualquier falta nos castigaban y nos quedábamos encerrados a veces sábado 98

y domingo, esos fines de semana sin salir a la calle eran para mí días totalmente entregados a la lectura. Recuerdo haber leído, por ejemplo, toda la serie de Dumas de los mosqueteros: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne. O Los miserables, de Victor Hugo, otro libro que me marcó profundamente y que recuerdo haber leído con deslumbramiento, en estado verdaderamente de trance, en una edición de la editorial Tor. Es una de las primeras lecturas que se me quedaron grabadas en la memoria, maravillado por las aventuras de Jean Valjean, Marius y Cosette. La tentación de lo imposible, el ensayo que dedico a Los miserables, muestra cómo esas lecturas infantiles o adolescentes nos marcan de por vida. Durante años, yo había tenido miedo de releer la novela, pues había sido una experiencia tan hermosa que temía que leerla de adulto me pudiera desencantar. Pero un día recibí la propuesta de un editor, que me dijo: «Hay una traducción nueva y está muy bien hecha. ¿Por qué no escribe usted un prólogo?». Me tentó, la volví a leer y fue una experiencia maravillosa. Creo que es una de esas raras novelas que al mismo tiempo es una historia para niños, para jóvenes y para adultos, y que admite tanto la lectura de quien quiere solamente entretenerse con un argumento como la más intelectual, la de quien se interesa por la forma, la estructura, el manejo del tiempo o de los puntos de


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vista. Es una novela de una extraordinaria complejidad que también puede deslumbrar a un niño por el aspecto puramente aventurero de la historia. Los miserables es, me parece, la obra literaria que más veces ha sido vertida a otros géneros: cine, teatro, comedias musicales, incluso espectáculos de circo, y lo es porque toca el nervio de públicos de distintas culturas, tradiciones y épocas. La leemos hoy y tenemos, claro, una lectura distinta de la de los lectores de su tiempo; pero si nos toca inmediatamente y nos remueve profundamente es porque hay una problemática que sigue siendo ante todo humana. Volviendo al colegio militar, allí también empecé a escribir. Aquello que parecía imposible en un mundo militar, la literatura, fue sin embargo posible y de una manera inesperada. Empecé a escribir cartas de amor para mis compañeros, que además me pagaban por escribirlas, generalmente en cigarrillos. Era muy divertido, porque para contestar las cartas que recibían de sus enamoradas, yo antes tenía que leerlas, y así me enteraba, entonces, de sus intimidades. Hace poco estuve en Lima y vi en un reportaje a un compañero que decía: «No solo es verdad eso de las novelitas que escribía, sino que yo era su agente literario, porque yo las vendía; él no sabía pedir dinero, yo era el que negociaba bien, conseguía más cigarrillos». De modo que mi primer agente literario fue un cadete del Leoncio Prado.

Todavía adolescente escribí mi primera obra de teatro, La huida del inca. Me encantaba el teatro y era una época en la que muchas compañías teatrales extranjeras pasaban por Lima. Había compañías españolas, la del famoso Doroteo Martín, por ejemplo, un actor y director cuya especialidad era representar la pasión de Cristo. O compañías argentinas que estrenaban obras de Casona o Unamuno. Mi vocación de autor teatral nació con una de esas compañías que montó la primera obra realmente moderna que vi, la Muerte de un viajante, de Arthur Miller. Me impresionó tremendamente que, al igual que una novela moderna, jugara con el tiempo, saltara del pasado al futuro, no respetara los límites de espacio y tiempo, y con todo eso diera una visión poliédrica de la historia. Aún bajo los efectos de esa obra escribí La huida del inca, y siempre digo que si en el Perú de los años cincuenta hubiera habido un gran movimiento teatral, probablemente habría sido más dramaturgo que novelista. Más tarde, con quince años, entré en el International News Service, donde trabajaba mi padre, y así me inicié en el periodismo, experiencia que continué un año más tarde en el diario La Crónica. Fue muy importante para mí porque Lima, como muchas ciudades latinoamericanas de la época, estaba dividida en compartimentos estancos en función de la clase social, la cultura o la riqueza. Quien vivía en uno prácticamente no conocía nada de los otros, y una de las pocas 99


Luz de agosto es una novela que debo haber leído tres veces y siempre con el mismo deslumbramiento ante su destreza técnica y su ambigüedad moral. Parece mentira que una novela pueda contener tantas animaladas, tantas desgracias, y sin embargo...

actividades que te permitía circular por toda la pirámide era el periodismo. Además, un buen periodo de esos meses hice crónica policial, y eso te llevaba realmente a los bajos fondos, a los barrios marginales marcados por la violencia. Era como vivir una de las grandes aventuras que había leído, pero en carne propia; y al mismo tiempo fue la única vez en mi vida que he hecho bohemia, aquello de pasarme las noches en vela recorriendo barcitos o prostíbulos, que era el mundo de los periodistas, un poco cercano a las catacumbas y lo delictuoso. No hubiera podido escribir Conversación en la catedral sin esa experiencia en La Crónica. Allí conocí a un periodista que aún vive, Carlos Ney Barrionuevo, que había leído mucha literatura moderna que yo desconocía, como Sartre o Camus. Recuerdo que me dio un libro de cuentos de Sartre, La infancia de un jefe, que me impresionó muchísimo. Y también me hizo leer poesía moderna peruana, Martín Adán o incluso Vallejo, al que yo conocía muy mal, entre otras cosas porque todavía estaba en el colegio. Mi paso por el periódico fue en vacaciones, entre diciembre y marzo de 1952, cuatro meses que viví con intensidad. Entrábamos a las cinco de la tarde a la redacción y salíamos a las tres o cuatro de la mañana. Y además escribía, todo el tiempo. El periodismo ha sido muy importante para mí como fuente de experiencias. Mucho de lo que he escrito no existiría si no hubiera 100

tenido ciertas experiencias, conocido a determinadas personas, tomado contacto con ciertos problemas y visitado determinados lugares que luego se convirtieron en materia literaria. El periodismo y la universidad también me enseñaron a recopilar información para mis novelas. Recuerdo muy especialmente a un maestro, un historiador, el mejor profesor que he tenido: Raúl Porras Barrenechea. Sus clases eran deslumbrantes. Su curso se llamaba «Fuentes históricas» y era más bien bibliográfico, pero él lo convertía en unos frescos maravillosos de la historia del descubrimiento, la conquista, los primeros años del Perú ya vinculado a Europa, al español, al cristianismo. Yo saqué muy buena nota y me llevó a trabajar con él. Fue una experiencia maravillosa sobre todo por él, porque era un extraordinario investigador de enorme rigor, de una autoexigencia y un espíritu autocrítico tal que nunca llegó a completar las obras que tenía pensado escribir. Mi entorno, mi madre, mis abuelos, mis tíos, hubieran querido que fuese a la Universidad Católica, que en esa época era la universidad de los niñitos bien, la de los blanquitos, pero yo quería ir a la universidad donde estaban los cholos, los rebeldes, los conspiradores, los que se enfrentaban a la dictadura, los que eran reprimidos. Quería ir, pues, a la Universidad de San Marcos. En el último año de colegio había descubierto un libro que me marcó mucho, La noche quedó


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atrás, de Jean Valtin; no creo que nadie lo lea ya. Valtin fue un comunista alemán que en ese libro cuenta su historia en la Alemania del nazismo. Es una aventura increíble que entonces me hizo entender que había injusticias sociales, que había sociedades como la mía donde algunos tenían todo y muchísimos no tenían nada. San Marcos, para mí, representaba entonces una de las instituciones que resistían ese estado de cosas. Había sido asolada por la represión de la dictadura, pero clandestinamente funcionaban grupos rebeldes, y yo quería actuar políticamente como el personaje de La noche quedó atrás. En esa época comencé a leer muchísimo, síntoma, creo, de una vocación literaria. Leí a Camus y Sartre, por ejemplo, para quienes escribir era actuar. Para ellos, las palabras eran hechos y estaban convencidos de que a través de la literatura uno podía influir en la historia. También descubrí a los grandes norteamericanos: Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos, pero sobre todo Faulkner, otro de los autores a los que leí con verdadero deslumbramiento. Fue el primer autor al que leí con lápiz y papel, tratando de desentrañar las estructuras temporales de sus historias, cómo hacía saltar la historia al pasado para luego volver al presente, cómo constituía esos laberintos temporales en los cuales uno no se perdía al final; al contrario, de toda esa oscuridad salía una luz extraordinaria que te revelaba toda la

complejidad que había detrás de la anécdota. Luz de agosto es una novela que debo haber leído tres veces y siempre con el mismo deslumbramiento ante su destreza técnica y también ante su ambigüedad moral. En La verdad de las mentiras digo que si uno sintetiza su argumento parece mentira que una novela pueda contener tantas animaladas, tantas desgracias y tantas cosas terribles, y sin embargo con este material Faulkner arma una realidad trascendente. El genio del escritor demuestra que todo puede ser gran literatura, o literatura muy mala, y que esa distinción depende no de lo que cuentas, sino de la manera como lo cuentas. Y en ese sentido creo que Faulkner fue, para al menos dos o tres generaciones, la lectura obligatoria de todo aprendiz de novelista. En esos años en San Marcos entré también en círculos marxistas y leí a fondo cierta literatura prohibida. Eran libros que no se enseñaban en la universidad ni se vendían en las librerías, sino bajo cuerda, y que había que leer a escondidas con la sensación de vivir una aventura peligrosa. En esa época fui militante de la célula Cahuide y nos reuníamos en sitios más bien aislados, siempre diferentes en cada caso, para discutir. Y discutíamos tremendamente. Si yo no llegué nunca a ser totalmente marxista fue gracias a Sartre, porque él era marxista solo hasta cierto punto, y yo utilizaba sus argumentos en esos debates. Recuerdo que en una de esas discusiones, que a veces nos tomaban 101


En esas dos horas descubrí, escondida detrás de un discreto biombo, una colección de libros eróticos franceses maravillosa. Estaban, por ejemplo, los veinte o veintidós tomos de Les maîtres de l’amour, la colección dirigida por GUILLAUME Apollinaire

la noche entera, uno de mis camaradas me dijo algo que nunca he olvidado. Me dijo: «Eres un subhombre». Era una discusión sobre Gide. Yo defendía a Gide, que era la bestia negra de los marxistas. Y entonces él me dijo: «Como Gide, tú eres un subhombre». Esa época cambió mi vida. Empezó el periodo que cuento en La tía Julia y el escribidor. Tuve que buscar varios empleos, y uno de ellos era hacer de bibliotecario en el Club Nacional de Perú. El Club Nacional es una institución muy importante, es el club social más antiguo, y para mí entonces representaba a la oligarquía, la gente rica, la alta sociedad. Raúl Porras Barrenechea, el historiador para el que yo ya trabajaba, formaba parte de la directiva, era el bibliotecario, y como tal, podía contratar un asistente. Y me contrató en esa época en la que yo, recién casado, buscaba varios empleos para sobrevivir. Llegué a tener siete. Como asistente del bibliotecario del Club, mis obligaciones consistían en registrar los libros que se iban comprando, pero fuese por falta de dinero o por negligencia, ya no se compraban libros, y entonces yo tenía las dos horas que debía estar allí para leer y escribir. Estoy enormemente agradecido al Club, porque en esas dos horas descubrí, en un cuartito del cuarto piso, escondida detrás de un discreto biombo, una colección de libros eróticos franceses maravillosa. Estaban, por ejemplo, los veinte o veintidós tomos de Les maîtres de l’amour, «Los maestros 102

del amor», la colección dirigida por Guillaume Apollinaire, muchos de los cuales habían sido prologados por él mismo. Era una literatura exquisita que los socios tenían allí, libros que claramente había comprado un bibliotecario con gran predilección por el erotismo de sesgo francés y con los fondos de la oligarquía peruana. De tal manera que a la oligarquía peruana yo le debo toda mi cultura y mi formación erótica. Poco después, a fines de los años cincuenta, vengo a Madrid con una beca y me instalo a leer novelas en el salón de lecturas de esta Biblioteca Nacional, que era, a diferencia de lo que es ahora, un lugar donde uno se moría de frío. No había calefacción. Entonces, en invierno, había que leer con abrigo y a veces hasta con guantes, porque realmente uno desafiaba la pulmonía. Y recuerdo ese año y medio por todas las novelas de caballería que leí en esta biblioteca. La colección desde luego es soberbia. Yo había descubierto el género en Lima gracias al Tirant lo Blanc, que leí en la biblioteca de San Marcos; es una novela que me impresionó muchísimo, no solo como lector, sino como escritor. Y entonces empecé a leer novelas de caballería y casi todas las tardes de la semana venía aquí a leer una por una toda la colección de los amadises, los esplandianes, hasta que encontré un libro —cosa extraña— de caballería francés, el Lancelot du Lac, que no se podía sacar sin un permiso eclesiástico. Nunca descifré el


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misterio: ¿por qué ese libro necesitaba un permiso eclesiástico? Una novela de caballería del siglo XII, ¿qué podía tener que llevara a un lector a pecar? Algo tendría, mi curiosidad era gigantesca, pero nunca conseguí el permiso eclesiástico, así que me quedé sin leer el Lancelot du lac. El Madrid del que estamos hablando es el de fines de los cincuenta, no tiene nada que ver con este Madrid moderno, cosmopolita, enorme. Era un Madrid muy cerrado, muy ensimismado, muy incomunicado con lo que ocurría en el resto del mundo. Yo estaba haciendo los cursos del doctorado en la Complutense, y recuerdo que en 1958 retiraron de la biblioteca del departamento de Filología Hispánica todos los volúmenes de La revista de Occidente, de Ortega y Gasset, que yo ya había empezado a leer. Era, pues, una ciudad pequeñita y muy provinciana. Ahora, tenía también un enorme encanto. Uno podía seguir la trayectoria de las novelas de Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, por ejemplo, porque ese Madrid estaba todavía allí. Y estaba desde luego el Madrid de las novelas anarquistas de Pío Baroja: La busca, Mala hierba, Aurora roja. Era un Madrid todavía pobre, pero muy cálido. Recuerdo que cuando me preparaba para venir decía: «Bueno, hay dictadura, luego seguramente censura, pero por fin voy a ver teatro clásico en un escenario». Y sin embargo, en todo el año y medio que estuve aquí, la única obra de teatro clásico

español que vi fue en la ciudad universitaria: El caballero de Olmedo, que estaba dirigida y actuada ¡por un peruano! Madrid no solo es hoy mi residencia más habitual, sino que aquí escribí mi primera novela, en una tasca que ya desapareció, El Jute, en la esquina de Menéndez y Pelayo y el Doctor Castelo. Tenía las clases en la universidad en la mañana y por la tarde podía dedicarme a leer y a escribir. Y siempre pasaba unas horas allí, en esa tasca típicamente madrileña, muy simpática, donde había un camarero bizco que me ponía muy nervioso porque se acercaba a leer por sobre mi hombro lo que estaba escribiendo. La primera versión de La ciudad y los perros la escribí allí. Por lo demás, buena parte de mi obra la he escrito en bibliotecas o en cafés. Trabajar en bibliotecas, leer y escribir en ellas, era algo que ya hacía desde Lima. Tanto cuando era estudiante universitario, en la biblioteca de San Marcos, que era muy bonita, una vieja biblioteca llena de telarañas y con cierto aire un poco colonial todavía, como después en la Biblioteca Nacional, que era la mejor biblioteca que había entonces en el Perú. Posteriormente he trabajado mucho en esta biblioteca y también en la Nacional de Francia, que estaba en la Plaza de la Bolsa. Pero quizá la que más me emociona y me produce mayor nostalgia es la British Library, no la actual, sino la antigua biblioteca de Londres, la que funcionaba 103


He trabajado mucho en la Biblioteca Nacional de España y también en la de Francia. Pero quizá la que más me emociona y me produce mayor nostalgia es la British Library, no la actual, sino la antigua biblioteca de Londres, la que funcionaba dentro del Museo Británico

dentro del Museo Británico, en esa sala gigantesca con esa cúpula maravillosa. Creo que allí sí, todos los años que viví en Inglaterra, pasé varios días a la semana trabajando por las tardes. Era un placer enorme, no solo por su riquísima colección, sino porque en esa sala, alrededor de las mesas de lectura, había unos asientos muy confortables donde podías sentarte a leer en una atmósfera cálida, estimulante y con la impresión de estar rodeado por los ojos de sabios, poetas, pensadores y creadores inmensos. Muy cerca de donde yo me sentaba estaba el sillón con la placa donde iba a trabajar Marx, que como se sabe escribió casi todos sus ensayos filosóficos allí. Por eso sentí como la muerte de un familiar que la vieja British Library saliera del Museo Británico y se fuera a ese horrible edificio donde está ahora. En todas estas bibliotecas siempre he hecho fichas de lo que leía, y si de pronto una de esas anotaciones estimulaba mi imaginación, allí mismo sacaba mi libreta y me ponía a escribir, porque yo siempre he escrito a mano, todo, novelas, ensayos y artículos periodísticos. Actualmente, cuando voy a una biblioteca, sigo yendo con la pluma y la libreta. No con un ordenador, no. Me gusta el papel, la tinta, escribir a mano. Así comencé, y todavía hoy creo que el ritmo de mi mano es el ritmo de mi pensamiento. Ya luego, cuando tengo un borrador, yo mismo paso al ordenador lo 104

que hago. Pero la primera versión me gusta que salga de la mano, de la tinta, en el silencio de una biblioteca o también en una cafetería, con las conversaciones de fondo.

Esta crónica es una adaptación de la charla que el autor tuvo con el periodista, escritor y buen amigo Sergio Vila-Sanjuán en la Biblioteca Nacional de España, como parte del ciclo «El libro como universo» y con motivo del Tricentenario de la BNE, el 9 de mayo de 2012.


agenda eñe OTOÑO 2012

ARTE THE TANKS. ARTE EN ACCIÓN Londres. Últimas semanas para asistir a esta fabulosa serie de instalaciones y actuaciones en vivo en los antiguos depósitos de combustible de la Tate. Cortesía del coreano Sung Hwan Kim. Tate Modern. Hasta el 28.10. Espectros de Artaud Madrid. Pintura, música, cine y poesía: la exposición aborda la influencia del poeta, dramaturgo y actor francés en las neovanguardias de la posguerra. MNCARS. Hasta el 17.12. Per Kirkeby Copenhague. Kirkeby Ephiphany es el encuentro del gran pintor abstracto con los seis mil años de arte clásico que se conservan en la famosa gliptoteca danesa. Ny Carlsberg Glyptotek. 07.09 al 30.12. MAX KLINGER Düsseldorf. The Enigmatic Woman explora la sexualidad femenina en la obra del artista alemán, admirador de los grabados de Goya y Menzel. Museum Kunstpalast. Hasta el 06.01.

LOS ARCHIVOS DEL 'APARTHEID' Nueva York. 500 fotografías, películas, libros, periódicos y revistas durante seis décadas en Sudáfrica, en Rise and Fall of Apartheid. Photography and the Bureaucracy of Everyday Life. International Center of Photography. Hasta el 06.01. ARTE Y FEMINISMO León. Genealogías de arte y feminismo en España 19602010 reencuadra y completa la historia no siempre bien contada del arte español contemporáneo. MUSAC. Hasta el 06.01.

SALLY MANN Madrid. El delicado paso de la infancia a la madurez: 35 retratos en blanco y negro de niñas de su natal Virginia conforman At Twelve, la primera muestra de la artista norteamericana en España. La Fábrica Galería. 13.09 al 17.11. Thomas Struth Londres. El alemán, primer artista vivo en exponer en el Prado, llega a la galería londinense con una completa selección de sus retratos familiares. National Portrait Gallery. Hasta el 20.01.

Gauguin y el viaje a lo exótico Madrid. El viaje como ruptura creativa y la transformación del Modernismo, en una selección de artistas de finales del siglo XIX y principios del XX. Museo Thyssen-Bornemisza. 09.10 al 13.01.

Tirar del hilo Vitoria. Dalí, Picasso, Miró, Gargallo, Saura, Tàpies, Brossa, Canogar, Viola, Palazuelo, Oteiza, Chillida, Barceló… El Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo cumple diez años. ARTIUM. 05.10 al 20.01.

Fotografía en tiempos oscuros Barcelona. Aïm Deüelle Lüski crea cámaras para documentar la realidad. De su trabajo como inventor y su resultado va la exposición Imágenes residuales. La Virreina Centre de la Imatge. 24.10 al 13.01.

ARTES DEL MOVIMIENTO Barcelona. Margarit, Gelabert, Picó, Noone, Muñoz, Corchero y Carrasco: la instalacióndocumental De cos present, de Isaki Lacuesta, sirve de eje para esta exposición de la historia reciente de la danza en Cataluña. Centre d’Art Santa Monica. 24.10 al 26.01. 105


EÑE. Menores de 25

MANIPULACIÓN FOTOGRÁFICA Nueva York. Gustave Le Gray, Henry Peach Robinson, Edward Steichen o John Baldessari, en Faking It. Manipulated Photography Before Photoshop. Metropolitan Museum. 11.10 al 27.01. Claes Oldenburg Bilbao. Los años sesenta es la muestra más amplia dedicada hasta hoy al trabajo del escultor sueco, figura fundamental en la historia del arte. Guggenheim Bilbao. 30.10 al 17.02.

ARTES ESCÉNICAS

TORINODANZA Turín. Philippe Decouflé, Sidi Larbi Cherkaoui, Hofesh Shechter, Nacera Belaza, Alexander Ekman, Ohad Naharin y la Batsheva Dance Company… La estética del cuerpo en movimiento. Teatro Stabile. 12.10 al 24.11. TEMPORADA ALTA Gerona y Salt. Àlex Rigola y su versión de Macbeth; Incendis, dirigida por Oriol Broggi; Forever Young, del Tricicle, o L’habitació blava, de David Hare, en el Festival de Tardor de Catalunya. Varias sedes. 04.10 al 09.12.

Gaviotas Subterráneas Madrid. Dos amigos de la infancia. Uno convence al otro para que lo ayude a conseguir su millonario seguro de vida. Una historia inquietante de Alfonso Vallejo. Teatro Español. Hasta el 28.10.

El veneno del teatro Madrid. Mario Gas dirige esta obra de Rodolf Sirera sobre un actor que acude al palacio de un aristócrata extravagante. El aristócrata le encarga una obra y... Pues eso, veneno. Teatros del Canal. 29.11 al 16.12.

PÀTRIA Barcelona. Jordi Casanovas, el autor de Tetris, City/Simcity o La Revolució, escribe y dirige esta obra de suspense ambientada en época de elecciones. Teatre Lliure. 18.10 al 11.11.

Un refugi indi Barcelona. Los jóvenes de hoy, cada día más delgados y más guapos, y con menos oportunidades y menos esperanza: Pau Miró pone el dedo en la llaga. Sala Beckett. 12.12 al 13.01.

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CINE DRÁCULA Y UNIVERSAL San Sebastián. Doble homenaje en la 23ª Semana de Cine Fantástico y de Terror: al vampiro más célebre y a los Estudios Universal, que cumplen cien años. Teatro Principal y aledaños. 27.10 al 02.11. Beefeater In-Edit Barcelona. El maravilloso Festival Internacional de Cine Documental Musical de Barcelona cumple diez años. ¿Una recomendación? Bury the Hatchet, sobre los negrosindios en el Mardi Gras. Aribau Club 2 y Multicines Sala 5. 26.10 al 04.11. CIENFUEGOS EN SEVILLA Sevilla. El Festival de Cine Europeo de la capital andaluza será dirigido este año por José Luis Cienfuegos, gestor durante 16 años del Festival de Gijón. Ver para aplaudir. Cinesur Nervión Plaza. 02 al 10.11. CINE JUDÍO EN BOSTON Boston. Como todo cinéfilo sabe, «cine» y «judío» son dos conceptos que suelen ir juntos. The Boston Jewish Film Festival lo demuestra con honores. Museum of Fine Arts. 07 al 19.11.


LOS ARCHIVOS DEL 'APARTHEID' / TIRAR DEL HILO / TORINODANZA EL VENENO DEL TEATRO / BEEFEATER IN-EDIT / IV FESTIVAL EÑE MAPPLETHORPE Y ABRAMOVIC´ / PHOTOBOLSILLO PARA APPLE

MEDIO SIGLO EN GIJÓN Gijón. El Festival Internacional de Cine celebra sus 50 años con música de Kusturica, una mirada al «nuevo cine de la crueldad» francés y una sección dedicada a la animación. Teatro Jovellanos y aledaños. 16 al 24.11. LIBROS IV FESTIVAL EÑE Madrid. El viernes 16 y sábado 17 de noviembre, el Círculo de Bellas Artes se llena de literatura. Por cuarto año consecutivo, el Festival Eñe ofrece un espectacular programa de conferencias, debates, talleres, cine, mesas redondas y experimentos multimedia, con autores invitados de uno y otro lado del Atlántico. Nuestra Eñe, madre orgullosa del Festival, sigue ampliando su sueño: ser la revista de un idioma. Círculo de Bellas Artes. 16 y 17.11. LA GRAN FERIA DEL LIBRO Fráncfort. Patricia Grace, Lloyd Jones, Emily Perkins, Eleanor Catton y Kate de Goldi son algunos de los autores confirmados para la Feria del Libro de Fráncfort 2012. El país invitado, obviamente, es Nueva Zelanda. Messe Frankfurt. 10 al 14.10.

MAPPLETHORPE Y ABRAMOVIC´ Continúan las sorpresas de la colección Álbum de La Fábrica Editorial. Dos nuevos trabajos selectos de dos grandes autores: La mirada de Almodóvar, de Robert Mapplethorpe, y The Kitchen. Homenaje a Santa Teresa, de Marina Abramovic.´ lafabrica.com/es/editorial LA JUNGLA A inicios del siglo XX, el Premio Pulitzer Upton Sinclair visitó los mataderos de Chicago y publicó por entregas esta descripción dura y realista de las inhumanas condiciones de trabajo en el sector. Este volumen, traducción de Antonio Samons, contiene los 36 capítulos de la versión original y una introducción de César de Vicente sobre la censura. www.capitanswinglibros.com PHOTOBOLSILLO PARA APPLE PHotoBolsillo para dispositivos Apple es la primera colección de libros digitales de fotografía, con Chema Madoz, Ouka Leele y Marcos López para abrir boca. La Fábrica entra así en la edición electrónica de alta calidad de imágenes revisando una de sus colecciones más emblemáticas. lafabrica.com/es/editorial

MÚSICA Sílvia Pérez Cruz Gerona. La cantante de jazz, flamenco, fado, bolero y música tradicional catalana presenta su primer álbum como solista. Auditori de Girona. 19.10. Juliane Heinemann Barcelona. Si lo tuyo es el jazz, no te pierdas el concierto que esta berlinesa presenta en el barrio de Gràcia. Heliogàbal. 25.10. W.A.S.P. Madrid. No es broma: la banda de heavy metal cuyo acrónimo no significa White Anglo-Saxon and Protestant sino seguramente We Are Sexual Perverts, sigue en pie. Y tocando. Sala La Riviera. 09.11. Calexico San Sebastián. La banda de Tucson, Arizona, y su sonido folk-mex-spaghetti western vuelven a Donostia. Teatro Victoria Eugenia. 10.11. SIGFRIDO Sevilla. La ópera de Wagner según Pedro Halffter y Carlus Padrissa, de La Fura dels Baus. Teatro de la Maestranza. 5, 9, 12 y 15.12. 107


EN 2012, AÑO DE OLIMPIADAS, EN EÑE HEMOS VUELTO A BATIR UN RÉCORD. EL 1 DE ABRIL CERRAMOS LA CONVOCATORIA DEL PREMIO COSECHA EÑE CON 3.334 RELATOS ENVIADOS DESDE 38 PAÍSES. ESTO ES, TRESCIENTOS PARTICIPANTES MÁS QUE EL AÑO PASADO Y UN 50 POR CIENTO POR ENCIMA DE LA MEDIA DE LOS AÑOS ANTERIORES. EL PRÓXIMO NOVIEMBRE, TRAS MESES DE LECTURAS Y DELIBERACIONES, NUESTRO JURADO FORMADO POR EL ESCRITOR MARCOS GIRALT TORRENTE, LA DIRECTORA DE EDICIONES SIRUELA, OFELIA GRANDE, EL CRÍTICO SANTOS SANZ VILLANUEVA, Y CAMINO BRASA Y TOÑO ANGULO DANERI EN REPRESENTACIÓN DE LA REVISTA, REVELARÁ EN EL IV FESTIVAL EÑE EN MADRID QUIÉNES SON LOS GANADORES. EÑE 32, DEDICADO AL PREMIO, SERÁ UN NÚMERO EXCEPCIONAL. EÑE 32. INVIERNO 2012. COSECHA EÑE 2012

Eñe. Revista para leer La Fábrica Editorial España Editor Alberto Anaut Directora Camino Brasa Coordinador Toño Angulo Daneri Director de Arte Pablo Rubio / Erretres Diseño Diseño Wiebke Harzer / Erretres Diseño Maquetación TMori Producción Paloma Castellanos

Director de Comunicación Álvaro Matías Directora Comercial Chelo Lozano Jefa de Publicidad Pilar Amores Suscripciones Estíbaliz Iglesias T +34 91 360 09 24 F +34 91 360 13 22 suscripciones@lafabrica.com www.revistaeñe.com Distribución en Madrid Antonio Machado T +34 91 632 48 93 machadolibros@ machadolibros.com Distribución en el resto de España Les Punxes T +34 93 485 63 80 punxes@punxes.es

Consejo Editorial Bernardo Atxaga Miguel García Sánchez Luis García Montero Margo Glantz Antonio Muñoz Molina Rosa Regàs Juan Villoro Asesores literarios Jorge Eduardo Benavides y Doménico Chiappe Gracias a Fiorella Battistini, Adelaida Caro Martín, Mercedes del Castillo, Liliana Colanzi, Guillermo Fadanelli, Elisa Fuenzalida, Diana Hernández, Isabel Lobo, Claudio López de Lamadrid, Luna Miguel, Edmundo Paz Soldán, Verónica Ramírez, Pilar Reyes, Ana S. Pareja y Borja Segovia Socios Protectores Iberdrola Telefónica

Papeles Eñe utiliza papel Munken Pure de 130 g/m2 de la página 1 a la 28 y en las páginas coloreadas del final (de la 93 a la 108), y Munken Print de 80 g/m2 de la 29 a la 92. La cubierta se ha impreso en Munken Lynx de 300 g/m2, y las ilustraciones, en Rives Artist de 170 g/m2. Papeles distribuidos por

Fotomecánica Cromotex Impresión Brizzolis ISSN 1699-58-56 DL M-12803-2005 La Fábrica Verónica, 13 28014 Madrid. España T + 34 91 360 13 20 F + 34 91 360 13 22 www.revistaeñe.com info@revistaparaleer.com

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