PalabraGustavo Martín Garzo Elisa Martín Ortega e imagenCristina García Rodero
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
¿Un mundo sin pecados? «no mentir, no traicionar, no humillar, no dominar, estos son los propósitos que una persona debe mantener con toda su alma en cualquier acto de su vida», escribe Natalia Ginzburg. No está claro que lo hagamos, y eso basta para demostrar la vigencia del pecado en una sociedad como la nuestra. Sin embargo, el concepto de pecado, así como el de la culpa, parecen haber desaparecido entre nosotros. Por fortuna, en cierto modo. No debemos olvidar su omnipresencia en una realidad gobernada por rígidos preceptos religiosos que hacían de la culpa y el pecado instrumentos de dominación y de poder, formas de intromisión intolerable en la vida de las personas y fuentes de gran cantidad de inútiles sufrimientos. Pero ¿podemos decir hoy que vivamos en un mundo sin pecados? La mentira, la traición, la humillación y la dominación, tan presentes entre nosotros, nos recuerdan que existen demasiadas maneras de hacer daño, causar dolor, enaltecerse, pasar por encima de los demás. Lejos de transgredir un determinado código moral u oponerse a los preceptos de una Iglesia, el pecador es quien atenta contra la felicidad de los otros, quien les niega su derecho esencial a vivir, ser respetados, valorados y no utilizados en el propio beneficio. El punto de referencia ético ya no es ningún dios, sino el otro ser humano, especialmente aquel que es más débil, más dependiente, 7
Gustavo Martín Garzo - Elisa Martín Ortega
prólogo
el que está más cerca del sufrimiento; concepto que podríamos ampliar, en cierto sentido, a los animales o a la naturaleza maltratada. A menudo no hay mejor modo de conocer a una persona que darle algún tipo de poder. Aunque sea una mínima parcela. El poder es la máxima representación de eso que, durante siglos, se dio en llamar tentación. Quien tiene poder sobre alguien puede sentirse inclinado a humillarlo, y ahí radica el matiz que a menudo separa el pecado del disfrute. En lugar de asociar el placer y el pecado, tal como han hecho tradicionalmente las autoridades religiosas, aquí los contraponemos, pero matizando el concepto de placer: la felicidad consistiría en dar y recibir placer, en alegrarse de las alegrías ajenas, en compartir el goce. Así, la nómina de los siete pecados capitales no ha perdido ni un ápice de su vigencia: la lujuria consistiría en ignorar o destruir el placer sexual del otro; la avaricia, en querer apropiarse de todo, sin importarle a uno sumir a los demás en la pobreza; la gula sería comer sin mesura, maltratando la naturaleza, sin rendir homenaje a los animales, robando el alimento de los hambrientos; la envidia es lo que nos impide disfrutar de las alegrías compartidas; la pereza destruye el compromiso por hacer del mundo un lugar más habitable; la ira nos hace olvidar que podemos entendernos y niega la palabra; finalmente, la soberbia anula la oportunidad de encontrar la verdad en otro ser humano. ¿Podríamos haber hecho otra nómina de pecados? Por supuesto. Seguramente, los enumerados por Natalia Ginzburg también habrían servido para tratar los mismos temas. Pero nos parecía que elegir los siete pecados capitales permitía tender un puente hacia la tradición que subrayara la actualidad del concepto, según el nuevo sentido que le damos. Son, además, algunos de ellos, pecados olvidados, mal entendidos, también utilizados en contra de las personas y ultrajados. El concepto de culpa merece también una pequeña reflexión. ¿De verdad ha de ser desterrado de nuestro mundo? En ciertas formas erradas, retorcidas, causantes de remordimientos absurdos, sin duda es así. Pero ¿no necesitamos algo así como una señal de alarma que nos incite a preguntarnos por las consecuencias de nuestros actos, por el efecto que tendrán en el otro, o que nos lleve a arrepentirnos y tratar de remediar los efectos de una conducta que ha causado un daño? La culpa no sería, en el fondo, más que la voluntad de no provocar sufrimiento, y el dolor
asociado al saber que se ha hecho. Es, en este sentido, una forma de la conciencia, un sentimiento que nos acerca a los demás seres humanos y que parte de una empatía básica, de una forma de la compasión. Si tratamos de buscar un término que se contraponga al pecado, aparecen de inmediato dos ideas: la fidelidad y la alegría. Es fiel quien no traiciona, quien se mantiene del lado de sus convicciones más íntimas, quien no claudica ante la tentación del poder. La alegría es, por definición, compartida; nos acerca a los otros y nos introduce en el mundo de los placeres recíprocos, de la felicidad que da el ver a los demás felices. A fin de cuentas, quizá la mejor manera de protegerse del pecado es precisamente ser feliz, lo cual no significa no sufrir, sino otorgar un sentido a todo lo que se hace, por insignificante que parezca, y encontrar siempre razones para seguir disfrutando en compañía. El pecador sería, en este sentido, un infeliz, quizá con éxito, reconocimiento, poder, pero incapaz de acercarse al tesoro que guardan las personas, incapaz de sorprenderse por las pequeñas maravillas de la vida. Encerrado en su vanidad o su egoísmo, el pecador ignora que lo más placentero no es la posesión, sino la generosidad y la apertura; que él vive en un mundo en que las cosas se agotan, se gastan y se tiran, en una carrera constante por poseer otras nuevas, pero que hay otro modo de relacionarse con la realidad, en el que nada ni nadie pierde valor, todo acompaña, lo perdido se vuelve memoria y cada presente es una cajita mágica a la que uno le pide todo, abierto a encontrarse con secretos que no se tocan, palabras que no se roban y penas y alegrías que ni siquiera se sospechan.
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LA Pereza El arte de la vida para foucault una vida buena es también una vida hermosa. Tal debe ser la apuesta del hombre en el mundo: hacer de su vida una obra de arte. Conciliar la ética con la estética es lograr que la búsqueda del bien no implique la renuncia a la pasión o la alegría. La ética nos inclina a buscar nuestra humanidad en el otro, tiene que ver con lo razonable y lo universal; la estética, con la audacia y lo particular, pues habla de nuestros deseos. Coleridge tiene un poema en el que un poeta se trae una rosa de uno de sus sueños; la vida ideal exigiría que cada uno de nosotros fuera capaz de hacer reales sus sueños. ¿Todos sus sueños? No, todos no. El arte de la vida del que habla Foucault consiste en lograr que la realidad se acerque a los deseos, pero sin renunciar a la búsqueda del acuerdo y del bien común. Cuidar lo que amamos, no defraudar a los que nos necesitan, cumplir con la palabra dada, eso es hacer el bien: lograr que nuestros deseos hagan felices a los demás. Un escritor debe escribir bien; un médico, esforzarse en aliviar a sus pacientes; un fontanero, hacer lo posible para que los grifos funcionen. El trabajo bien hecho es fuente de placer para quien lo desempeña y aporta felicidad a quien lo disfruta. En este esquema no hay lugar para la pereza. 25
La soberbia Historia de la verdad «la verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños»: esta cita de Las mil y una noches, con la que Pier Paolo Pasolini acompaña su película sobre la colección de cuentos, no hace sino reivindicar que nadie es dueño de su propia vida y que es preciso estar atento a esas otras vidas que completan la nuestra. Quienes no lo hacen, además de renunciar a descubrir los secretos que les depararía el encuentro con los otros, caen en una rígida y cruel forma de autocomplacencia: la de considerarse los únicos depositarios del camino recto. Así, se presentan como ejemplos a seguir, creen ser los fieles representantes de ideas o abstracciones inamovibles que ponen por encima de cualquier realidad, de cualquier sufrimiento. Los soberbios se sienten dueños de esa única historia que explica el sentido de nuestra vida. Y tal pretensión a menudo les conduce a delirios de grandeza, a situarse por encima del bien y del mal, a pensar que a ellos, en realidad, todo les está permitido. En el Génesis el pecado de soberbia, considerado como el primero cometido por el hombre, se relaciona con la pretensión humana de acercarse a los dioses: así se explican la desobediencia de Adán y Eva o la construcción de la torre de Babel. En términos contemporáneos podemos muy bien discrepar de algunas de estas interpre73