Encuentros con los años 30

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ENCUENTROS CON LOS AÑOS

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La exposición Encuentros con los años treinta y el presente catálogo son el resultado de una profunda investigación colectiva que ha conseguido arrojar la potente luz de la ciencia historiográfica sobre un periodo que había quedado ensombrecido, acaso por su propio marco cronológico: está precedido de los míticos años veinte, paradigma de lo moderno, y solapado con el doble lapso bélico de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial. Y sin embargo, como confirmamos en las salas del Museo Reina Sofía, los años treinta son mucho más que un periodo transitivo o de mera crisis de valores: es el tiempo de la expansión internacional del surrealismo, del acceso de las artes a la esfera pública a través de un nuevo impulso de la fotografía, el cartel y las publicaciones, de los debates acerca de la abstracción y el realismo; un periodo extraordinariamente fructífero para el flujo de la información y un momento en que diversos medios se unieron en igualdad de condiciones a las investigaciones de la pintura y la escultura. En definitiva, unos años de cuyo análisis pormenorizado y multidisciplinario surge una imagen distinta, más rica y plural, de la modernidad. Los años treinta se definieron por la cultura del intercambio, por la movilidad y la colaboración de los artistas, así como por una búsqueda de nuevas fuentes creativas, de nuevas oportunidades y de libertad ante el auge de los totalitarismos. En definitiva, por haber dibujado un nuevo diagrama de las relaciones en el mundo del arte. Nació así el creador que no conoce fronteras, ni las geográficas ni las de su propio medio expresivo. En ese contexto, España se situó en el centro de muchas miradas, y fueron numerosos los artistas que, procedentes de diversos lugares, recalaron en nuestro país. Es también el momento en el que la vanguardia española se expandió: no es casual que, con el inicio de la década, entre 1929 y 1930, Federico García Lorca se instalara en Nueva York, mientras Salvador Dalí se asentaba en París, desde donde revivificarían, respectivamente, la literatura moderna y la pintura surrealista. De acuerdo con esa necesaria relectura del papel del arte español en el contexto internacional, esta exposición se presenta en el contexto de la celebración del 75 aniversario del Guernica. Al aproximarse a la década que vio nacer la que tal vez sea la obra de arte más influyente e impactante de todo el siglo xx, el Museo Reina Sofía hace un gesto que es toda una declaración de principios acerca de la riqueza de la historia del arte y de la función de los museos: el discurso que se desarrolla a partir de las piezas que conservan las colecciones del Estado no es estática sino dinámica, y se completa en el diálogo con otras piezas.


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Esta exhaustiva presentación acompañará, durante unos meses, al mural de Pablo Picasso en el mismo lugar donde se puede visitar desde hace veinte años. La obra ya no será la misma: nuestra mirada sobre ella estará enriquecida para siempre por el conocimiento de su contexto, una parte fundamental de nuestra historia. Para este proyecto ha sido fundamental la participación de Acción Cultural Española (AC/E), la más eficaz herramienta de proyección de la imagen de España en el exterior como país innovador, diverso y plural en su cultura, dinámico en la producción artística y en la promoción de un legado histórico que, con exposiciones como Encuentros con los años treinta, se fortalece y enriquece.

Ministerio de Educación, Cultura y Deporte


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A lo largo de los siglos, el arte ha mantenido una relación muy estrecha con el poder, aunque no haya sido todo lo fluida que este último hubiese deseado. Con la reivindicación moderna de la autonomía artística y la consolidación romántica del artista como alguien que está fuera de la sociedad, el arte no solo parecía apartarse del poder, sino que, en buena medida, antagonizaba con él. Desde sus inicios, en los siglos XVIII y XIX, las nociones de modernidad y vanguardia habían ido de la mano. La vanguardia era, por definición, moderna y la modernidad vanguardista. Lo moderno se oponía a lo antiguo, que respondía al orden establecido, y se situaba al margen de la sociedad. En la década de los treinta, sin embargo, modernidad y vanguardia dejaron de ser sinónimos. Fruto de las ideas estéticas promulgadas por las diferentes dictaduras que asolaron Europa durante esos años, se consideró que el arte moderno era individualista, amanerado e incompatible con los nuevos tiempos de la identidad colectivizada y uniforme. La vanguardia se asociaba ahora a lo clásico y figurativo, lo moderno dejaba de ser la punta de lanza de la sociedad para convertirse en una rémora. Los gobiernos autoritarios fueron muy conscientes de la importancia de la cultura. Como había teorizado Antonio Gramsci, la hegemonía cultural era un paso necesario para obtener el dominio político. El arte debía mostrar el triunfo de ese poder, inculcar sus valores y, por tanto, ser pedagógico, cuando no directamente propagandístico. Los totalitarismos eran populistas y buscaban la identificación emocional de la masa con el líder, no el cuestionamiento de su autoridad. Ello, sin duda, chocaba con una modernidad fundada en la experimentación y la ruptura, y que se orientaba hacia un público astuto, capaz de rebatir las ideas recibidas. Podríamos haber imaginado una mayor afinidad entre los nuevos regímenes políticos de izquierda o derecha con la modernidad, ya que aquellos no dejaban de manifestarse en contra del legado recibido y a favor de un futuro inédito. Pero no fue así, a pesar de que durante los primeros tiempos de la Unión Soviética los artistas, poetas e intelectuales tuvieron un papel relevante en la construcción del país, o de que los futuristas italianos proclamaron al Duce como futurista. Las dictaduras de los años treinta se veían a sí mismas como la apoteosis de la vanguardia; pero para ellas esta no siempre era moderna. Los autoritarismos fueron esencialmente teatrales. Aunque la construcción de las grandes avenidas para los desfiles oficiales arranca en el siglo XIX, los edificios que simbolizaban el patriotismo nacionalista y las coreografías en espacios abiertos se incrementaron en este periodo. El ritual y la ceremonia se apoderaron de los actos públicos, diseñados para una audiencia cautiva. Del mismo modo, las ferias internacionales y universales tuvieron una


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significación inusitada, pues eran lugares privilegiados por el poder para medir sus fuerzas en el plano simbólico. La Exposición Internacional de París de 1937 exteriorizaba los síntomas de una guerra cultural que pronto se iba a convertir en militar. La confrontación explícita entre el pabellón soviético, concebido por Boris Iofan, y el alemán, ideado por Albert Speer, reflejaba la continuidad entre arte y guerra. Uno de los autores que mejor entendió y criticó la dimensión teatral de las dictaduras fue Bertolt Brecht, que aspiraba a desteatralizar la sociedad a través del propio teatro. Cuestionó sus reglas, puso en evidencia la presencia del actor y la trama, interrumpió el relato y urgió al espectador a que lo hiciese suyo porque, al hacerlo, lo transformaba. De ahí que Brecht no se dirigiese a la masa, ni a un público que «piensa sin razón», sino a aquel que se involucra poética y políticamente. La propaganda oficial basaba su estrategia en una estetización de la política, cuya función consistía en ocultar los problemas y contradicciones del sistema, no en revelarlos. El teatro de Brecht, en cambio, es político ya que se halla inmerso en la sociedad y actúa en ella como arte. Nuestra percepción de los años treinta se ha visto condicionada por los grandes conflictos políticos. Hemos asumido con demasiada facilidad que, en términos estéticos, este momento no representaba un gran avance: la modernidad habría agotado su repertorio tras el flujo prolongado de invenciones de las dos primeras décadas. Por el contrario, para los artistas, no era tan importante la superación de lo anterior, como la creación de espacios de resistencia y la confrontación con un presente que banalizaba la cultura y legitimaba la opresión. Los medios de comunicación y las nuevas tecnologías habían adquirido una importancia desconocida hasta entonces; y la cultura parecía secuestrada por el discurso oficial, que a menudo compaginaba esta tecnología con una sintaxis y un vocabulario modernos, como demuestran los filmes de Leni Riefenstahl. La modernidad se enfrentaba a sus propios fantasmas, en un complejo entramado de utopías y realidades sociales que se había iniciado en la segunda mitad del siglo XIX y que ahora entraba en conflicto. Se hacían necesarias nuevas estrategias artísticas que, por su propia naturaleza, escapaban a los criterios formales. El aparente eclecticismo de la época, que permite a autores como Pablo Picasso, Julio González y otros combinar el realismo con la abstracción o el surrealismo, oculta que sus obras desarrollaron algunos de los aspectos más importantes de la modernidad, como su carácter relacional, su capacidad de interpelación, su antiidealismo radical o su dimensión lingüística. Los totalitarismos buscaron la exaltación del «hombre nuevo», que habría de construir la sociedad del futuro. Consecuencia de una interpretación


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darwiniana de la historia y la ciencia, se aplicaron criterios biogenéticos a la organización social y el culto al cuerpo devino doctrina oficial. Lo que no se adecuaba al canon se calificaba como degenerado, fuesen otras culturas, etnias o razas o el arte que se les atribuía (expresionista, abstracto o moderno). Se aspiraba a un mundo de titanes, en el que irónicamente los individuos carecían de atributos y desaparecían engullidos por una masa que cedía todo el poder al partido. Un buen número de artistas interpelaron este discurso, representando personajes y situaciones anómalas, irreductibles a la norma fascista. El «monstruo» (aquello que la sociedad no puede aceptar y se imagina como aberrante) fue la figura alegórica recurrente de este periodo, como bien demuestran las películas Drácula (1931) o Freaks (1932) de Tod Browning o Frankenstein (1931) de James Whale. Estos monstruos constituyeron la respuesta al neoclasicismo despersonalizado de los regímenes autoritarios, así como al anonimato de una multitud uniforme. Junto al documentalismo fotográfico, el surrealismo y la abstracción fueron las dos grandes tradiciones de las que se nutrió la modernidad plástica de esta década. Ambas habían dejado atrás los símiles mecanomorfos del dadá y del constructivismo, decantándose por la metáfora biomórfica, cuyo valor suscitó un amplio debate. Para Meyer Schapiro, por ejemplo, constituía una tendencia reaccionaria frente a las posiciones relacionadas con la geometría y al cubismo que habían sido favorecidas, desde un principio, por el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Pero si en épocas posteriores el biomorfismo daría lugar a academicismos de diversa índole, en los años treinta constituyó el arranque de posiciones aceradamente críticas con el discurso hegemónico. Ese fue el caso de Georges Bataille, que acababa de elaborar la noción de lo informe, un principio de corrupción activo, capaz de trastornar las categorías y de mantener lo monstruoso y excesivo como la única (no) norma para la vida. En «Les écarts de la nature», un texto publicado en Documents en 1930, Bataille se oponía a las fantasías eugenésicas y explicitaba lo absurdo de cualquier proyecto que tratase de establecer un canon de belleza o una norma para la perfección humana: «Toda forma individual escapa a esta medida común y es, en cierto modo, monstruosa»1. En los años treinta asistimos al desarrollo de los nacionalismos europeos surgidos décadas atrás, generadores de repliegues y aislamientos narcisistas a nivel colectivo. Pero al mismo tiempo es un periodo definido por la movilidad, la inestabilidad y la disolución de fronteras mentales y físicas que dieron lugar, vía el exilio o vía el viaje formativo o creativo, al proyecto colectivo, a la colaboración con el otro, a una nueva cartografía imaginaria, a un nuevo tipo de artista y a nuevas formas de adscripción al territorio. Emerge la figura del artista apátrida, y un nuevo cosmopolitismo desafía los límites políticos impuestos al flujo de personas. Se comienza a descapitalizar

1. Didier Ottinger, «Life Distortions», en Jean Clair, The 1930: The Making of «The New Man», National Gallery of Canada, p. 98


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la patria de los artistas y, aun bajo la égida de la capitalidad parisina, se descubre que el compás del mundo gira en torno a muchos centros. A ello coadyuva el desarrollo de nuevas formas globales de comunicación. A la movilidad humana se une el flujo informativo a través de la expansión de la fotografía en las publicaciones gráficas o de la definitiva consolidación del cine como ventana en la que se cruzan los conflictos mundiales y la mirada de un espectador masivo, que empieza a percibir cómo se reducen las distancias dentro del planeta. Tener una visión del mundo e imaginar una forma de permanecer en él solo era posible a través del encuentro. Este concepto nos ofrece un dibujo de la época que se separaba de la historiografía tradicional, según la cual la década estuvo marcada por tentativas individuales que emprendían una suerte de temprano y solitario manierismo de la modernidad. Refleja, en cambio, la situación de equilibrio inestable de una época marcada por las situaciones de emergencia política y económica y condensa de manera patente el cruce de discursos del periodo: los debates formales entre realismo, surrealismo y abstracción; la fotografía y las nuevas estéticas que esta genera; la dialéctica entre creatividad y propaganda; las filias políticas y las urgencias de una historia que se precipitaba y que a veces nos recuerda en exceso a la actual.

Manuel Borja-Villel Director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía


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Manuel Borja-Villel

Tyrus Miller

PRÓLOGO

MÍMESIS DEL HOMBRE NUEVO

1 INTRODUCCIÓN A LOS AÑOS TREINTA Jordana Mendelson

EPISODIOS, SUPERPOSICIONES Y DISPERSIONES UNA REVISIÓN DE HISTORIAS DE LOS AÑOS TREINTA p. 15

LOS AÑOS TREINTA: DE LA IDEOLOGÍA A LA ANTROPOLÍTICA p. 89

4 ABSTRACCIÓN Robert S. Lubar

POLÉMICAS ABSTRACTAS EN PARÍS p. 131

Jeffrey T. Schnapp

PROYECCIONES

Jutta Vinzent

EL DESAFÍO AL ARTE ABSTRACTO

ALGUNOS APUNTES SOBRE EL ESPACIO PÚBLICO EN LOS AÑOS TREINTA

EL REINO UNIDO A FINALES DE LOS AÑOS TREINTA

p. 31

p. 141

2 REALISMOS

5 EXPOSICIONES

Paul Wood

Romy Golan

REALISMO Y REALIDADES

LA FERIA UNIVERSAL

p. 43

UN TEATRO TRANSMEDIAL

James Oles

p. 173

REALISMO Y MURALISMO EN MÉXICO

LAS FOTOGRAFÍAS DE LAS EXPOSICIONES DE

MÁS ALLÁ DE LO SOCIAL Y DE LO SOCIALISTA

ARTE DEGENERADO

p. 53

EN LA ALEMANIA DE LOS AÑOS TREINTA

Katarina Schorb

p. 189

3 SURREALISMO Janine Mileaf

«LE PLUS GRAND SURRÉALISME»

François Gentili y Marie Vacher

ARQUEOLOGÍA Y ARTE SOVIÉTICO EN FRANCIA

(EL MÁS GRANDE SURREALISMO)

LOS RELIEVES DEL PABELLÓN SOVIÉTICO DE LA EXPOSICIÓN INTERNACIONAL DE 1937

p. 81

p. 197


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Robin Adèle Greeley

6 FOTOGRAFÍA / CINE / CARTEL

EL ACÉPHALE DE BARCELONA

Rocío Robles Tardío

p. 329

LA FOTOGRAFÍA DE LOS AÑOS TREINTA

Olga Alexeeva

DE COSTA A COSTA

LOS DESCONOCIDOS DIBUJOS POLÍTICOS DE

p. 233

ESPAÑA Y LA POLÍTICA DE LA VIOLENCIA EN LA OBRA DE ANDRÉ MASSON

ALBERTO SÁNCHEZ p. 337

Belén García Jiménez

FLORENCE HENRI

Alicia Alted Vigil

UNA REFLEXIÓN EN TORNO AL

CUANDO LA NACIONALIDAD ES UNA CUESTIÓN DE PUNTO DE VISTA

DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA DE 1936-1939

p. 245

p. 343

Karen Fiss

Juan Manuel Bonet

EL CINE EN LOS AÑOS TREINTA

EL EXILIO ARTÍSTICO Y LITERARIO ESPAÑOL

EL EXILIO COMO EXPERIENCIA Y COMO METÁFORA

UN MAPA

EXILIO REPUBLICANO

p. 349

p. 251 Ángel Ossorio Josep Renau

CARTA A JULIO ÁLVAREZ DEL VAYO

EL CARTEL POLÍTICO

p. 357

p. 267

8 APÉNDICES

7 GUERRA CIVIL Y EXILIO

Lori Cole y Delia Solomons

Javier Pérez Segura

CRONOLOGÍA

¡UN PASO AL FRENTE!

p. 398

ARTE, IMAGEN Y CULTURA EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

LISTADO DE OBRAS

p. 307

p. 406

Juan José Lahuerta

RESUMEN DE ESTÉTICA DE LOS BOMBARDEOS p. 321


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INTRODUCCIÓN A LOS AÑOS TREINTA

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Roland Penrose Affetto costante and surrealist friends. War Time Scrapbook [Afecto constante y amigos surrealistas. Libro de recortes del periodo de guerra], 1940-1946


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Jordana Mendelson

EPISODIOS, SUPERPOSICIONES Y DISPERSIONES UNA REVISIÓN DE HISTORIAS DE LOS AÑOS TREINTA

1. Esta exposición no es la primera que tiene como objeto de estudio la década de 1930; sin embargo, la propuesta de concentrarse en «episodios» así como la prioridad que se otorga a las relaciones entre artistas y a los momentos de eclecticismo estilístico, la aparta de otras narraciones anteriores que en apariencia concedían más importancia a la coherencia estilística y al mecenazgo del Estado. Entre las exposiciones más importantes sobre la década de 1930 se incluyen: Dawn Ades, Art and Power: Europe Under the Dictators 1930-45, Thames and Hudson en colaboración con la Hayward Gallery, Londres, 1995; Suzanne Pagé, Années 30 en Europe: le temps menaçant 1929-1939, Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, Paris Musées, París, 1997; Jean-Paul Ameline, Face à l’histoire: 1933 - 1996 : l’artiste moderne devant l’événement historique, Flammarion, París, 1998; Nadine Bortolotti, Gli annitrenta: arte e cultura in Italia, Mazzotta, Milán, 1983; Jean Clair, The 1930s - The Making of «The New Man», National Gallery of Canada, Ottawa, 2008.

No se pueden establecer generalizaciones sobre los años treinta sin caer en una serie de trampas. La década se caracterizó por el ascenso de gobiernos totalitarios que usaron el mecenazgo de las artes para coordinar una narrativa de la creatividad que quedó frustrada por culpa de los requisitos del poder y la monumentalidad del Estado. Por otra parte, muchos artistas que trabajaban bajo los auspicios de las instituciones públicas se las arreglaron para alterar, socavar o, en el menor de los casos, obstaculizar el desarrollo de las tareas que les habían encomendado. Otros, que ensalzaban su individualidad y defendían la singularidad de la voz del artista, pusieron su talento al servicio de organismos gubernamentales o emplearon la publicidad como herramienta para llegar a las masas. Es posible que al identificarse con los proyectos nacionales, los artistas favorecieran la aparición de una visión conservadora del nacionalismo en las artes y la defensa de las tradiciones «populares» o «folclóricas» del pasado, pero incluso los artistas más atrevidos estaban expuestos a la tentación de incluir artesanías de origen nacional en sus diseños. Por tanto, durante toda la década, si bien algunas de las propuestas más radicales se levantaron gracias a la rebelión y al compromiso, los artistas demostraron que tanto el conformismo como el inconformismo estético podían desafiar o desbaratar el orden establecido. Con demasiada frecuencia se considera, según una interpretación excesivamente simplista, que la década de los treinta, en cuanto heredera de los experimentos y las herejías radicales de los años diez y veinte (y del regreso al orden y a la «moderación» de los años inmediatamente posteriores a la guerra), fue una época de retroceso de la vanguardia1. Marcados por el estigma de la quiebra de Wall Street de 1929 y la posterior depresión mundial, los artistas tuvieron que enfrentarse a una realidad económica y política que puso a prueba, de una forma novedosa y radical, las redes internacionales de comunicación y amistad que se habían tendido en los años anteriores. Aunque los viajes trasatlánticos a bordo de buques de vapor y el cruce de fronteras en tren se habían incorporado desde tiempo atrás a la temática de la modernidad, en los años treinta la transmisión de ideas recibió un impulso con la poderosa expansión de las innovaciones tecnológicas en el ámbito de la publicación y de los medios de comunicación. 15


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Gracias a la producción en cadena y a unos medios de distribución extremadamente sistemáticos, las pautas de consumo se trasladaban hasta los lugares más remotos e insospechados a medida que se ampliaban las líneas de transporte. Los artistas trabajaban en el diseño, la fabricación y la comercialización de estos nuevos productos, y aprovechaban estos mismos métodos para la publicación y la difusión de sus propios manifiestos, ediciones y cartas personales. Las ideas políticas se trasmitían con la misma celeridad que cualquier otra innovación, de tal forma que las costumbres cosmopolitas, como escuchar jazz o vestir a la moda, cohabitaban con la lectura de artículos y panfletos que presentaban concepciones radicales del individuo y la sociedad: objetos y teorías traspasaban las fronteras geográficas y de clase rápidamente. Como el resto de sus coetáneos, los artistas disfrutaban de las ventajas del consumo en su tiempo libre, pero convertían esas mismas iniciativas, modos de producción y canales de distribución en pasto para la crítica. Este fenómeno no surgió en los años treinta, sino que era la prolongación de un baile entre la vanguardia y la cultura de masas que había comenzado a finales del siglo anterior. Estudiar el modo en el que los artistas aprovecharon esta dualidad para lidiar con las exigencias de responsabilidad social y lealtad política durante el periodo de entreguerras permite obtener una nueva lectura de este esquema. Como instrumentos al servicio tanto de los organismos estatales como de los grupos artísticos, las revistas y las exposiciones se convirtieron en acontecimientos de una magnitud estremecedora que desencadenaron una situación deflacionaria. Paradójicamente, al emplear los mismos mecanismos que las instituciones públicas y comerciales en la creación de identidades individuales y grupales, los artistas comprometidos con la cultura de los medios de comunicación y con la tecnología se movían en la cuerda floja. En Encuentros con los años treinta se presta atención a aquellos momentos en que los artistas se unieron para formular declaraciones colectivas sistematizando sus profundos conocimientos en el ámbito del transporte y los medios de comunicación, y se sostiene que esta década fue una época de descubrimiento y consolidación continuada. En el periodo de transición que tuvo lugar entre 1929 y 1930 no se redujo la intensidad del impulso que se había desencadenado algunos años antes. De hecho, el año 1929 fue el punto de apoyo y la plataforma de lanzamiento de muchos avances artísticos y comerciales que caracterizarían los años treinta. En estos años se inauguró en Stuttgart la exposición Film und Foto, se publicó en París el Second Manifeste du Surréalisme (Segundo Manifiesto Surrealista) y se fundó el Museum of Modern Art de Nueva York. Y por mucho que se empeñen los estudiosos en clausurar la década en 1939, el año que marcó el fin de la Guerra Civil española y el comienzo de la 16


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Segunda Guerra Mundial, los proyectos, las instituciones, las amistades y el exilio de los años anteriores indican que la influencia de los años treinta se prolongó hasta bien entrada la década de los cuarenta. Si analizamos los circuitos que siguieron los artistas en los treinta, no encontramos trayectorias lineales ni una evolución estética progresiva, sino que nos topamos una y otra vez con palimpsestos, superposiciones y variaciones. Los artistas estaban tan versados en el lenguaje del arte abstracto como en el del realismo y el surrealismo, a pesar de las polémicas que bullían en las páginas de las revistas que publicaban o en los márgenes de su correspondencia privada. El realismo, el arte abstracto y el surrealismo dominaban las artes visuales, y todos estos movimientos estéticos claramente definidos tenían sus propios portavoces, hombres y mujeres que trataban de librarse de los disidentes y los heterodoxos. Afortunadamente, entre los artistas que se escindieron, que migraron de forma voluntaria o forzosa o que, simplemente, intentaron preservar su independencia (por decisión propia o por la situación en la que se encontraban), hubo momentos de fractura, episodios idiosincrásicos y microhistorias que revelan la enorme riqueza y la complejidad de las negociaciones que los artistas tuvieron que entablar con su propia brújula interior y con las de sus compañeros. Es en las historias eclécticas, locales, abiertas a numerosas interpretaciones de cada artista (y en su relación con los grupos que los historiadores suelen utilizar para definirlos) donde se manifiesta de un modo exquisito el desconcierto, la frustración y la intimidación que adivina cualquier persona que pretenda encasillar a los años treinta en una única definición. En resumidas cuentas, Encuentros con los años treinta se plantea como una revisión de la década en la que se presta especial atención a los momentos de expansión y de eclecticismo, sin restar importancia a la política y a las rivalidades que tuvieron lugar en el seno de los «ismos» más importantes de la época. Las obras seleccionadas demuestran, individualmente y en conjunto, que los artistas consideraban que su práctica tenía un carácter contingente y que sus obras representaban, y en ocasiones tematizaban, las relaciones que habían tendido las redes y las oportunidades que contribuían a sustentar la creatividad a través de las fronteras internacionales en unas circunstancias políticas difíciles. Cada una de las secciones en las que se divide esta exposición ha sido concebida como un espacio de encuentro, un lugar que hay que interpretar abiertamente para descubrir las pautas que permiten comprender que las relaciones y las tensiones personales de los artistas constituían el entramado subyacente y primordial de la experimentación. En conjunto, en esta muestra se propone una visión desmitificadora de la creatividad en los años treinta, un enfoque que concede mayor valor a la capacidad de los artistas para desarrollar una práctica basada en el diálogo y en las relaciones que a criterios estéticos excepcionales. Y, sin embargo, a 17


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pesar de la riqueza del discurso contextual que hemos pretendido subrayar, es indudable que las obras expuestas han sido seleccionadas porque ejemplifican la complejidad visual, la destreza técnica y la profundidad conceptual que permite analizarlas como obras individuales dentro de esta historia interrelacionada.

Realismos La atención al realismo socialista en pintura ha dominado los estudios sobre el realismo en los años treinta, al menos durante la última década. Da la sensación de que ningún artículo, libro o exposición puede describir la relación entre los artistas y el Estado, y entre el Estado y las artes, sin hacer referencia explícita a las pinturas monumentales (por su envergadura y por los temas que abordaban) que dictaban las políticas culturales de Stalin. Incluso cuando analizamos las obras más complejas de un pintor como Aleksandr Deineka o intentamos ofrecer una interpretación opuesta del realismo socialista, el dominio del discurso soviético deja un margen muy estrecho para entender el eclecticismo que la pintura realista alumbró en esta década —y, sin embargo, fue precisamente en estos años cuando las publicaciones y las exposiciones le dedicaron mayor atención a las formas más eclécticas de realismo—. Sin abandonar los límites de las obras financiadas por el Estado, bien sea en la Italia de Mussolini o en los Estados Unidos de Roosevelt, la variedad temática y las variaciones que abordó el lenguaje estético del realismo revelan un interés, una dedicación y una experimentación en el ámbito de la pintura que sobrepasa las directivas de una única teoría o polémica. No obstante, los estudios sobre el realismo en los treinta establecen con demasiada frecuencia una división muy marcada entre la persistencia de la Nueva Visión y la emergencia del realismo socialista, sin apenas prestar atención a los numerosos realismos divergentes que surgieron entre tanto. En Encuentros con los años treinta se considera que el realismo era un campo extremadamente diferenciado, una plataforma abierta a la interpretación individual y proclive al compromiso político. De acuerdo con este criterio, se yuxtaponen las obras de artistas de distintas procedencias geográficas, con diferentes estilos y adscripciones políticas, y se trascienden estas diferencias para poner de relieve los temas dominantes. En el periodo de entreguerras, el retrato no fue el único ámbito de influencia del realismo. El trabajo y el ocio se convirtieron en el objeto artístico de autores de todos los segmentos del espectro político, sobre todo de los que participaban en exposiciones y salones. Reginald Marsh y Max Beckmann retrataron el espectáculo de la vida cotidiana combinando el rigor sociológico con la exageración satírica, una mezcla que también explotó, con un tono 18


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menos mordaz, un artista como Josep de Togores, que se centró tanto en la representación de escenas urbanas como en la de los entornos rurales más tradicionales. A pesar de las diferencias de formación, estilísticas y políticas, todos ellos estaban fascinados por los conflictos culturales de los espacios sociales de la modernidad. Las diferencias entre los artistas que eligieron el vocabulario del realismo se articulan con mayor claridad entre aquellos que eligieron a la mujer como objeto artístico. Mientras que algunos artistas consagrados, como Togores, pintaban el cuerpo femenino como una superficie pulida, impenetrable como el teflón, y otros artistas emergentes más jóvenes, como Philip Guston, ponían a prueba su compromiso político y ofrecían nuevas interpretaciones de temas clásicos con un sesgo más experimental, como demuestra el cuadro Mother and Child (Madre e hijo, 1930), una tercera categoría de artistas se enfrentaba de una forma más directa con el espectador para permitir que el cuerpo se expresara más allá de su apariencia estética. En Sollozo (1939), David Alfaro Siqueiros aprieta los nudillos de la mujer que aparece en primer plano y nos enfrenta con la fuerza y la determinación de un cuerpo acorazado para la resistencia, no solo para la conservación estética. Otros, como Stanley Spencer y Ben Shahn, subrayaban su compromiso con las clases trabajadoras resaltando la dignidad de los protagonistas de sus pinturas, con ayuda de composiciones directas, resueltas, alejadas de todo sentimentalismo. Todas las obras incluidas en esta sección aluden al contexto artístico y social más amplio al que pertenecían. La adhesión de Siqueiros al realismo formaba parte de una apasionada campaña destinada a acercar la práctica social del arte a la esfera pública. Para ello organizó talleres, escribió y viajó a España en varias ocasiones durante la Guerra Civil. Ben Shahn, que trabajó como asistente de Diego Rivera en los murales del Rockefeller Center en 1932, colaboró como fotógrafo para la Farm Security Administration (por recomendación de Walker Evans) y su obra pictórica recibió la financiación de la Resettlement Agency. En sus fotografías y pinturas, Shahn se especializó en mostrar al público estadounidense la grave situación de los trabajadores. En Italia, Mario Sironi representó de un modo similar la fuerza del cuerpo de los trabajadores en interpretaciones estilizadas que aprovechaban la herencia del pasado clásico para transmitir un carácter heroico a los desafíos del presente. Estos artistas trabajaron además en proyectos murales de grandes dimensiones que, aunque no se han incluido en esta exposición, utilizaban la retórica estética del realismo para comunicar los valores políticos de la comunidad y la solidaridad. Alternando el mural con la pintura de caballete y la expresión escrita, en el periodo de entreguerras las distintas disciplinas artísticas recurrieron al realismo para llegar a un público lo más numeroso posible, aun cuando 19


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estos espectadores se encontraran divididos, o al menos se diferenciaran, en virtud de sus intereses de clase o compromisos políticos.

Fotografía, cine y carteles En los años veinte, la fotografía y sus formas mediatizadas —la prensa, las exposiciones y las imágenes de la pantalla— atrajeron la atención de la vanguardia, que además tomó conciencia de las incursiones de este medio en el ámbito de la ciencia y de la cultura popular. En los años treinta, la experimentación y las reflexiones sobre el carácter novedoso de la fotografía abandonaron su posición marginal y se incorporaron a la corriente principal de la cultura de masas. Desde la proliferación de anuarios fotográficos y la colaboración del fotógrafo más experimental de la época, Man Ray, para revistas de moda como Vogue, hasta la organización de exposiciones retrospectivas sobre el descubrimiento de la fotografía acompañadas por crónicas de los críticos más destacados del momento (Walter Benjamin, Lucia Moholy, Gisèle Freund y Beaumont Newhall), la fotografía fue el medio que consiguió reunir en distintos escenarios internacionales a artistas de diversa procedencia que colaboraban codo con codo. En esta época, la fotografía fue quizá la disciplina más condicionada por la migración forzosa o voluntaria de los artistas que la cultivaban. En los años veinte, Alemania y París habían sido un campo de pruebas para los fotógrafos más destacados de los años treinta, que aprovecharon su contacto con la Nueva Objetividad y con el surrealismo para adaptar estas tendencias y convertirlas en una fórmula estilística comercialmente viable. La publicidad se benefició especialmente de la gran cantidad de fotógrafos de talento que trabajaban en Europa y América, que en muchos casos viajaban de un continente a otro para desarrollar su práctica comercial o periodística. Uno de los factores que contribuyeron a la apropiación de la experimentación vanguardista con fines comerciales fue la proliferación de revistas ilustradas así como la participación de muchos fotógrafos en el campo de la publicidad, un ámbito en pleno desarrollo. El interés por la psicología aplicada, el estudio de las reacciones del espectador y el uso cada vez más frecuente de la fotografía por parte de los organismos públicos y la industria privada crearon un mercado para la fotografía experimental. Combinado con los experimentos tipográficos, el uso del collage fotográfico y del fotomontaje permitió a los artistas alumbrar obras en las que los textos se fundían con las imágenes para crear formas dinámicas de discurso público. Así, en los años treinta, algunos artistas que en la década anterior se habían limitado a publicar sus obras en revistas minoritarias, fotógrafos aficionados o aprendices de fotógrafos de estudio, obtuvieron una posición destacada como prestigiosos creadores de campañas publicitarias con una estética muy cuidada y personal. 20


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Como expertos en la cultura de los medios de comunicación, los artistas que cultivaban la fotografía también manejaban con destreza la cámara cinematográfica y colaboraban con impresores para crear algunos carteles sorprendentes e inolvidables. Walker Evans, László Moholy-Nagy y Paul Strand son solo algunos de los fotógrafos modernos de primera línea que acercaron su lente experimental al medio cinematográfico. En los años treinta muchos fotógrafos combinaron el interés por la fotografía con el cine documental. En este sentido, se puede considerar que movimientos como Mass Observation en Inglaterra o la Photo League en los Estados Unidos son esenciales para entender las expectativas que habían depositado en el cine político los cineastas que querían utilizar cualquier forma de documentación disponible para crear un repertorio de imágenes que provocara el cambio social. Durante los años treinta la fotografía documental dominó las páginas de las revistas generales y especializadas, fue utilizada por los gobiernos para crear pruebas que justificaran las reformas y la crítica social, y las películas documentales alcanzaron una enorme popularidad en los cines de todo el mundo. Como consecuencia de ello, los gobiernos crearon unidades de cine y fotografía con fondos públicos que, entre otras cosas, experimentaron con el realismo, el surrealismo y el arte abstracto (sirvan como ejemplo las películas que realizó el neozelandés Len Lye para la GPO Film Unit en Inglaterra). Aunque no cultivaran simultáneamente los tres formatos que tenían a su disposición, los fotógrafos mantenían un diálogo constante con los operadores de cámara y los diseñadores gráficos, y las polémicas acaloradas en las que se criticaba o se defendía una postura estética (o política) determinada eran frecuentes. Uno de los teóricos más destacados del papel que debían desempeñar los carteles en la vida pública fue el diseñador gráfico valenciano Josep Renau. A lo largo de los años treinta, Renau coordinó una defensa pública, a través de las revistas locales Orto y Nueva Cultura, de la necesidad de emplear los nuevos medios de comunicación y las tecnologías en la representación de temas políticamente relevantes. A Renau le interesaba el cine y prestaba especial atención a la obra de otros artistas politizados, como John Heartfield, de quien aprendió que el montaje dialéctico tenía un gran potencial. Durante la Guerra Civil ocupó cargos en el gobierno y siguió militando en el partido comunista, pero ni siquiera entonces dejó de escribir, primero en forma de conferencias, después de artículos que se publicaban por entregas en la revista Nueva Cultura y por fin en forma de libro, una de las crónicas más exhaustivas de la evolución internacional del cartel publicitario. Renau dedicaba la misma atención a la historia del cartel en Francia, Alemania y Estados Unidos (elogiaba las innovaciones que habían aportado algunos diseñadores comerciales como Cassandre) que al uso político del montaje en la Unión Soviética, y se quejaba de la ausencia de diseñadores de carteles 21


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competentes en España. Acuciado por las necesidades inmediatas de la Guerra Civil y la imprescindible transición de la publicidad a la propaganda, Renau invocaba la necesidad de una «Edad de Oro» en el diseño de carteles en España, y depositaba sus esperanzas en un realismo de nuevo cuño que relacionara la tragedia política del momento con una forma adecuada de representación masiva. Publicado en 1937, cuando el diseño de carteles había alcanzado su momento culminante y estaba a punto de entrar en decadencia debido a la escasez de papel y tinta derivada de la Guerra Civil, el tratado de Renau sigue siendo una de las defensas más exhaustivas y enérgicas de la necesidad de combinar la experimentación vanguardista, el compromiso político y las iniciativas comerciales.

Arte abstracto La perseverancia del arte abstracto como medio de experimentación creativo durante los años treinta transformó esta corriente, que en un principio había sido un ámbito de reflexión utópica, en un espacio de posiciones enfrentadas y a menudo localmente impulsadas cuyos partidarios solían quedar atrapados en el fuego cruzado de los debates formales y políticos. Los artistas que habían desempeñado cargos docentes en la Bauhaus, como Moholy-Nagy, Kandinsky y Paul Klee, se alejaron de la enseñanza para seguir innovando y entablaron un diálogo más variado con sus colegas. El intercambio entre Kandinsky y Joan Miró, por ejemplo, es un área de investigación histórica que aún no se ha estudiado exhaustivamente, y es evidente que relacionar a estos dos artistas con los experimentos complejos y elegantes que realizó Alexander Calder con el movimiento y la forma ayudaría a comprender mejor la obra que desarrollaron estos tres personajes en los años treinta. En esta época, las formas biomórficas de Hans Arp resultaban más atractivas que nunca para los artistas internacionales, sobre todo para aquellos que combinaban el arte abstracto con el surrealismo, desde la energía de las esculturas exentas de Barbara Hepworth en el Reino Unido hasta los experimentos de juventud del artista afincado en Barcelona Ramon Marinel·lo. Moholy-Nagy siguió ejerciendo una influencia determinante en fotografía, cine y arte abstracto, y trasladó sus experimentos con la luz, el movimiento y el diseño de Europa a los Estados Unidos con la fundación de la Nueva Bauhaus en Chicago, un flujo trasatlántico que se repetiría en el caso del impacto que ejercieron Josef y Anni Albers en el Black Mountain College de Carolina del Norte. Otros artistas contribuyeron también de forma decisiva a que el arte abstracto abandonara la fórmula europea de las declaraciones-manifiesto y aterrizara en las Américas como una auténtica revelación. Un buen ejemplo, quizá el más representativo, es el de Joaquín Torres García, cuya 22


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participación en la vanguardia europea le convirtió en un personaje formidable. En los años diez ya había defendido en España el vibracionismo junto a su compatriota Rafael Barradas, y en 1929 fundó en París el grupo Cercle et Carré en compañía de otros artistas. A su regreso a Montevideo, Torres García siguió abriendo nuevos caminos para el arte abstracto con la publicación en esa ciudad de la revista homónima Círculo y cuadrado en los años treinta y cuarenta, y la posterior fundación de la Escuela Taller de Artes Plásticas. El diálogo trasatlántico con el arte abstracto basado en la migración de artistas como Moholy-Nagy, Albers y Torres García tuvo una buena acogida en Estados Unidos. Algunos artistas adoptaron el lenguaje visual del arte abstracto para llevar a cabo encargos públicos y experimentos privados, aun cuando se topaban con la enérgica oposición de la crítica y del público en general, que defendían una visión del arte americano todavía dominada por el regionalismo y el realismo. Albers, junto con otros artistas como Burgoyne Diller e Ilya Bolotowsky, participó en la formación de American Abstract Artists (AAA) en 1936, un grupo cuyo objetivo era promocionar las exposiciones y la recepción positiva del arte abstracto en Estados Unidos. A la acción de protesta How Modern is the Museum of Modern Art? (¿Cuán moderno es el MoMA?), un panfleto que se repartió a las puertas del museo neoyorquino en 1940, le sucedieron otras publicaciones similares a manifiestos que denunciaban la hipocresía de la crítica y de las instituciones que defendían a los artistas abstractos europeos a expensas de los artistas abstractos nacionales, que en muchos casos se habían formado en el extranjero. El puente entre Europa y Estados Unidos se levantó gracias a los viajes internacionales y al compromiso político, y fueron muchos los jóvenes artistas estadounidenses que aprendieron su oficio en los estudios de los artistas europeos en París. En algunos casos se trataba de viajes breves cargados de pasión y descubrimientos, pero en otros eran estancias prolongadas, alimentadas por la devoción hacia la política de izquierdas, en particular por la defensa del gobierno legítimo de España durante la Guerra Civil. Uno de los artistas del grupo American Abstract Artists cuya obra ayuda a comprender el impacto que ejercieron la Guerra Civil y los artistas españoles en el desarrollo de la experimentación con el arte abstracto en Estados Unidos es Ad Reinhardt. Los collages de papel que creó a finales de los treinta fueron la antesala de los collages y las pinturas experimentales de grandes dimensiones que llevaría a cabo en los cuarenta. Reinhardt utilizó papel de periódico como material para sus obras abstractas en blanco y negro, paráfrasis de los primeros experimentos cubistas de Picasso y del Guernica, el cuadro que el artista malagueño creó para el Pabellón de España en la Exposición Internacional de París de 1937, una 23


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pintura a la que Reinhardt dedicó en 1947 una de las lecciones en viñetas que publicaba en la revista P.M.: «Cómo mirar un mural»2.

Surrealismo Aunque el surrealismo tuvo que enfrentarse con frecuencia con el desdén de la crítica y con el escepticismo de muchos críticos de arte estadounidenses (sobre todo con el de Clement Greenberg), la expansión internacional de este movimiento durante los años treinta garantizó una influencia duradera tanto en la obra de algunos artistas experimentales como en la cultura comercial. De hecho, en cuanto maniobra estratégica, las exposiciones internacionales surrealistas de los años treinta sentaron las bases del impacto que ejercería esta corriente más allá de Europa y de las Américas mucho después del fin de la década. Además, el alboroto generado por la costumbre surrealista de airear las quejas contra los miembros (entrantes y salientes) en los manifiestos públicos, situó a André Breton en una posición de árbitro de la ortodoxia del movimiento. Desde principios de los años treinta, cuando la foto de Salvador Dalí apareció en la portada de la revista Time, el MoMA empezó a organizar algunas exposiciones surrealistas y el movimiento se convirtió en la punta de lanza de las exposiciones y las revistas promovidas por Julien Levy en Nueva York; el surrealismo se acomodó en la conciencia de las masas con una rapidez inusitada. Este proceso culminó con el sueño erótico del Pabellón de Venus que ideó Dalí para la Feria Internacional de Nueva York de 1939, un proyecto con una historia compleja. Mientras tanto, en el seno de la política interna e interpersonal del surrealismo encontramos una serie de rivalidades que provocaron separaciones y cismas que atrajeron la atención de la comunidad internacional. Si se examinan las fotografías de las instalaciones de las exposiciones internacionales del surrealismo, se advierte que la lista de artistas que aportaban sus obras variaba constantemente, y se encuentran yuxtaposiciones que, retrospectivamente, resultan sorprendentes, pues las obras de los miembros más veteranos (como Miró, Arp, Picasso y Ernst) se combinan con las de los representantes de las facciones locales (como Toyen, Roland Penrose, Frida Kahlo, Óscar Domínguez y Wilhelm Freddie). Aunque en Encuentros con los años treinta se afirma que estas exposiciones internacionales constituyeron el eje principal de la expansión del surrealismo a lo largo de la década, también se proponen dos ejemplos que permiten interpretar las ramificaciones del movimiento como desafíos a la hegemonía de Breton: la colaboración de Dalí con Julien Levy y la Exposició logicofobista de Barcelona. La primera coincidió, en un principio, 24

2. Jordana Mendelson, «Learning from Guernica», en Teaching Representations of the Spanish Civil War, Noël Vallis y Modern Language Association, Nueva York, 2007, pp. 328-341.


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con la participación activa de Dalí en el surrealismo parisino y se prolongó hasta la presentación del Pabellón de Venus en Nueva York. La segunda, a juicio de sus organizadores, en especial de Magí Cassanyes, ofrecía una oportunidad para desarrollar un movimiento «post» surrealista en Cataluña, e incluía la obra de artistas más jóvenes, como Remedios Varo, Joan Ismael y los artistas afincados en Lleida Antoni García Lamolla y Leandre Cristòfol. De los artistas españoles, fue Joan Miró quien mantuvo su independencia de un modo más evidente, aunque no dejó de participar en las exposiciones que se organizaron durante los años treinta, tanto en las oficiales, patrocinadas por Breton, como en las muestras individuales y colectivas auspiciadas por el MoMA. La asociación de Miró en el surrealismo, que cimentó el enorme repertorio del artista, desde su diálogo con el arte abstracto y con artistas como Alexander Calder hasta la utilización de materiales poco ortodoxos, como el papel de aluminio y las postales fin de siglo, giraba en torno a las relaciones personales que el artista entabló con otros compañeros de profesión. Roland Penrose, por ejemplo, uno de los organizadores de la Exposición Surrealista Internacional de Londres en 1936, entabló una amistad con Miró que se prolongó durante toda la vida que se reflejó en el interés que tenían ambos artistas por las postales y en la devoción que Penrose demostró en sus escritos por la obra de Miró, solo superada por las atenciones que Penrose le dispensó a Picasso. De hecho, gracias a la amistad que entabló con ambos artistas, Penrose estableció un contacto directo con la férrea elite cultural de Barcelona, y conoció entre otros personajes al fabricante de sombreros y promotor de arte vanguardista Joan Prats y al empresario, fotógrafo y coleccionista de postales catalán Joaquín Gomis. Penrose, además, manifestó su lealtad a la patria del artista catalán al documentar el rescate del patrimonio artístico español que llevó a cabo en Barcelona la Generalitat de Catalunya durante la Guerra Civil.

España: Segunda República, Guerra Civil y exilio Como se desprende de la visión de conjunto de Encuentros con los años treinta que acabamos de ofrecer, los artistas españoles se encontraban en el centro —o al menos participaron de forma activa— de todos los aspectos del desarrollo de la práctica creativa a lo largo de los años treinta, desde la longevidad más conservadora de la corriente realista de la Nueva Objetividad a los ejemplos más estridentes de las innovaciones en los medios de comunicación y en publicidad. En un terreno político dominado durante toda la década por la Segunda República y la Guerra Civil, muchos artistas españoles tuvieron que enfrentarse con el exilio voluntario o forzoso después de la guerra. La trayectoria de la evolución histórica y política de la nación convirtió a España en un microcosmos de las luchas 25


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Carta de Paul Éluard a Man Ray, 1936 ¡El surrealismo va a conquistar Barcelona! ¡¡¡Antes de partir voy a reunir a todos los voluntarios!!! / Mi muy querido Man, / El pequeño Paul está agotado; dos noches seguidas sin parar: conferencias-multitudes. La prensa se está empleando al máximo: es imposible recopilar todos los artículos. Páginas enteras sobre Picasso: «Picasso el marxista», «Larga vida a Picasso», «Picasso en Barcelona», etcétera. He adulado un poco el orgullo catalán y… ¡todo marcha sobre ruedas, a toda velocidad! / Ya sabes que te echamos muchísimo de menos. ¡Es una pena que no hayas venido con nosotros! / Por lo que respecta a los detalles prácticos, la situación es bastante complicada. Mañana por la mañana partimos hacia Madrid en tercera clase, pero espero hacer el mismo ruido allí, y preparar la exposición de Picasso para que provoque el mismo estrépito que ha causado aquí. / Te llevaremos algún recuerdo. / En cuanto lleguemos a Madrid te envío nuestra dirección. / Besos y cariño de todo corazón. / Paul.

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que afectaron al mundo en el transcurso de la década. Los artistas, como el resto de sus conciudadanos, tuvieron que asimilar el legado del colonialismo, los dolores del crecimiento de la reforma y las atroces repercusiones de la política radical. Los artistas españoles ofrecieron refugio a los compañeros de profesión que viajaban por toda Europa para formarse como artistas y a los que tuvieron que abandonar su patria natal y se exiliaron en España. Del mismo modo que sería imposible narrar la historia del arte en los años treinta sin mencionar a Pablo Picasso, Joan Miró, Luis Buñuel y Salvador Dalí, sería una distorsión histórica intentar comprender la complejidad del arte moderno en España sin tener en cuenta la contribución de algunos de los ilustres artistas que pasaron por España o que se afincaron en esta nación, como Diego Rivera, Jacques Lipchitz, Alexander Calder, Margaret Michaelis, André Masson, Mariano Rawicz y Mauricio Amster. Los artistas españoles dialogaban constantemente con sus colegas internacionales, y sus obras se creaban y se valoraban conforme a unos criterios similares. Si analizamos la pintura española o la ingente cantidad de críticas a la que dio pie en España, lo más probable es que nos sintamos obligados a reconocer que la pintura que crearon en España los artistas españoles en los años treinta siguió una trayectoria moderada, un «regreso al orden», una postura que también adoptaron algunos artistas fuera de España en la misma época. El arte prosperó gracias a las exposiciones nacionales y a la publicación de revistas especializadas. El oficio de la pintura se practicaba con éxito, y los pintores españoles, incluso los más académicos, tenían fama de ser grandes maestros, al menos desde el punto de vista técnico. Sin embargo, es evidente que los artistas españoles más experimentales no podían ganarse la vida sin abandonar su país. Sencillamente, no existía la infraestructura ni la financiación ni el mercado que se habían desarrollado en otros lugares. En París, concretamente, el arte progresista contaba con una comunidad consolidada de galerías, críticos y mecenas. Aparentemente, el infame Manifest groc, el manifiesto amarillo que publicaron Dalí, Lluís Montanyà y Sebastià Gasch en 1928, fue un fracaso, pues no se llegó a convertir en el manifiesto fundacional de un grupo artístico ni generó la controversia suficiente para desencadenar una respuesta enérgica. En la crónica histórica de la vanguardia catalana se considera que fue un acontecimiento simbólico, una especie de parámetro de sustitución, una protesta más nominal que funcional. La historia de la ausencia de un mercado sólido para el arte experimental y de la intolerancia generalizada del público español ante la vanguardia es una historia de resistencia: de resistencia a las prácticas visuales de los artistas modernos más destacados. Al decir esto, sin embargo, no es mi intención insinuar que estos artistas estuvieran excluidos del discurso 27


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público, ni que se abstuvieran de participar en los proyectos vanguardistas que se desarrollaban en España. Si centramos nuestra atención en la función que desempeñó el papel, en sus distintas facetas, durante los años treinta (los proyectos arquitectónicos, las revistas, los dibujos, los grabados, las litografías, etc.), descubrimos que la vanguardia se encontraba de hecho muy presente: que el Manifest groc no fue un acontecimiento aislado, sino un gesto característico de la España de la época; y que existe un método alternativo para cuantificar la implicación de España y de los artistas españoles en las prácticas de la vanguardia. Si utilizamos como parámetros términos como «diálogo» e «intercambio», y buscamos obras que no forman parte de la historia canónica del arte moderno europeo, es posible descubrir nuevos estratos de mestizaje en un nutrido grupo de artistas internacionales, muchos de los cuales aparecieron en los periódicos españoles, visitaron las ciudades españolas, participaron activamente en las exposiciones más importantes y favorecieron el desarrollo de un compromiso vital con el arte moderno durante la Segunda República3. Para obtener una crónica resumida de esta historia alternativa de la vanguardia basta con buscar momentos de encuentro, en lugar de acontecimientos excepcionales y aislados. En 1933, Rafael Alberti hablaba de las películas de Dziga Vértov y de su encuentro con los artistas e intelectuales más destacados de la Unión Soviética en una serie de artículos que se publicaron en la revista madrileña Luz. Poco después, Alberti y María Teresa León empezaron a editar la revista Octubre, que incluía montajes de inspiración soviética creados por Josep Renau y que constituye un buen ejemplo del modo en que las revistas dejaban constancia del enriquecedor diálogo entre las obras escritas y las artes visuales. Los libros de viajes también son una mina de información, pues recogen las crónicas de las relaciones que mantenían los artistas y los escritores españoles con la cultura internacional. Un ejemplo procedente del extremo opuesto del espectro político es Circuito imperial (1929), un libro de Ernesto Giménez Caballero en el que el autor narra sus viajes por la Italia de Mussolini. También podemos acercarnos, desde otro ángulo, a los artistas y escritores extranjeros que estuvieron en España y participaron en la construcción de esta cultura internacional del intercambio, y revisar la obra que desarrollaron en Madrid Diego Rivera y Jacques Lipchitz durante la Primera Guerra Mundial (el «Lipchitzismo» era uno de los «ismos» a los que aludía Ramón Gómez de la Serna en su famoso libro de 1931) o estudiar con mayor detenimiento algunos escenarios concretos que favorecieron el intercambio, como la influencia que ejerció Ibiza en la obra de Walter Benjamin y en la de Raoul Hausmann. Estos son solo algunos ejemplos de los muchos que se pueden presentar: el fotógrafo francés Eli Lotar colaboró con Buñuel en la película Las Hurdes: tierra sin pan; el circo de Alexander 28

3. Para un estudio más pormenorizado, véase Jordana Mendelson, Documenting Spain: Artists, Exhibition Culture, and the Modern Nation, 1929-1939, University Park, Pa.: Pennsylvania State University Press, Pensilvania, 2005.


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Calder actuó para ADLAN en Barcelona y este mismo artista creó una fuente de mercurio para el Pabellón de España en la Exposición Internacional de París de 1937; Le Corbusier estuvo en España en los años veinte y treinta, y ejerció una influencia fundamental en colectivos tan importantes como GATEPAC; Man Ray fotografió la arquitectura barcelonesa de Gaudí para la revista parisina Minotaure, y fueron muchos los artistas internacionales que participaron directa o indirectamente en la creación de propaganda durante la Guerra Civil. Una vez finalizada la contienda, el exilio se convirtió en una realidad para muchos españoles, y los retos y las recompensas de los diálogos internacionales de los años treinta fueron para muchos artistas el pilar que les permitió rehacer sus carreras y sus vidas lejos de la península Ibérica. Todos los ejemplos que acabo de mencionar son de sobra conocidos por los estudiosos y el público en general. De hecho, la mayoría de ellos han dado pie, como mínimo, a exposiciones monográficas y a artículos especializados. Sin embargo, en Encuentros con los años treinta se afirma que estas obras son creaciones características de la experiencia de la modernidad y de la vanguardia en España, no acontecimientos excepcionales. Y que nos enseñan otras formas de describir el arte moderno en —y en relación con— España. Según esta nueva perspectiva, los artistas españoles quedarían inscritos en la narrativa más amplia del arte de los años treinta, una narrativa que hace hincapié en las diferentes expresiones mediáticas de la modernidad en las artes visuales, y que la amplía para abarcar un marco multimedia e interdisciplinar.

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An贸nimo (LUCE) Intervenci贸n en la fachada del Palazzo Braschi, sede en Roma del Partido Nacional Fascista, 1934


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Jeffrey T. Schnapp

PROYECCIONES ALGUNOS APUNTES SOBRE EL ESPACIO PÚBLICO EN LOS AÑOS TREINTA Las décadas son recipientes espaciosos. Como los cajones de un escritorio, están llenas de restos de múltiples pasados —baratijas, recibos, pagarés, obras acabadas, abandonadas o aplazadas; proyectos importantes o modestos— que se entremezclan de un modo promiscuo y a veces dan lugar a combinaciones que escapan a toda predicción. La década de 1930 no es una excepción. Muchos de los elementos que la componen son heredados de la Primera Guerra Mundial. Pero estos residuos se funden y dan lugar a nuevas realidades que condicionan la obra de los actores políticos y culturales, bien sea en el ámbito de la comunicación de masas, en los laboratorios de la vanguardia o en las zonas emergentes de convergencia y colisión entre ambas esferas. Este ensayo se centra en una de estas realidades, una realidad tan antigua, al menos, como el ágora ateniense: el espacio público. La tesis que se plantea es bien sencilla: los lugares donde se celebraban asambleas, se pronunciaban discursos, se representaban espectáculos y se organizaban exhibiciones y actuaciones crecieron enormemente en los años treinta gracias a la electricidad y a la emisión en cadena. Los espacios públicos crecieron en un sentido físico, dando lugar a un titanismo que se suele equiparar, ingenuamente, con el ascenso de los totalitarismos; crecieron en un sentido sensorial, para satisfacer a un paladar refinado por los nuevos estímulos mediáticos y las nuevas formas de control y coordinación, desde la amplificación del sonido hasta las luces artificiales, desde la señalización a gran escala hasta la proyección de imágenes en movimiento; y crecieron en el sentido de la difusión, pues numerosos espacios públicos quedaron interrelacionados gracias a la emisión sonora y a otras tecnologías mediáticas destinadas a la transmisión y a la sincronización figurada o literal. Lo que se afirma en este ensayo es que este triple crecimiento determinó la atmósfera cultural de los años treinta y que, aunque su influencia estuvo modulada por la política de la época, no se puede explicar únicamente en términos políticos.

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¡Luces!1 Una circunstancia que no se puede explicar únicamente en términos políticos es que los años treinta representan una época dorada desde el punto de vista del desarrollo de la luminotectónica —el arte y la ciencia de organizar espectáculos, exhibiciones o entornos de luces al aire libre— y de la luminotecnia —el arte y la ciencia de proyectar luz sobre determinados rasgos del entorno edificado para realzar la utilidad y el atractivo nocturno de los decorados urbanos—. Las técnicas de iluminación de contornos —en otros tiempos reservadas a los parques de atracciones y a las exposiciones universales—, las baterías de focos, los tubos fluorescentes de colores, las lámparas de vapor de mercurio y otros dispositivos similares se combinaron en esta década para transformar los edificios en animados palacios de cuentos de hadas, y los paisajes urbanos en enormes teatros dominados por efectos especiales nocturnos. La luz de neón, utilizada por primera vez con fines comerciales a mediados de los años veinte, invadió las fachadas de las ciudades americanas y, una década después, cruzó el Atlántico y «americanizó» las fachadas de Londres, París y Berlín. Con ella, llegaron otras formas de publicidad y propaganda: descomunales vallas publicitarias, proyecciones, arquitecturas temporales, banderas y paneles. El ataque aéreo desempeñó un papel fundamental en el ámbito de la luminotécnica: los reflectores antiaéreos habían adquirido tal importancia en la planificación defensiva que en los años veinte ya existía un mercado comercial y una producción a gran escala de este tipo de focos. En Estados Unidos, y después en Europa, el reflector se incorporó a la cultura de la arquitectura, la publicidad y la comunicación, y se empleó en inauguraciones de tiendas y exposiciones, aniversarios históricos y estrenos cinematográficos, prolongándose así la teatralidad asociada a las demostraciones de poder militar dirigidas a la población civil que venía desarrollándose desde hacía cincuenta años. Los reflectores invadieron el mundo del espectáculo, desde las representaciones en estadios hasta los desfiles multitudinarios, pasando por las nuevas formas religiosas y la teatralidad política típicas de la era industrial. Además, se convirtieron en una parte integrante de la escenificación y comercialización de algunas «maravillas» de la naturaleza, como las cataratas del Niágara. Los acontecimientos luminotectónicos de la década de 1930 que más se recordarían en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial serían las «catedrales de luz» que Albert Speer concibió para las concentraciones del partido nazi en Núremberg de 1934, 1936 y 1937, así como la Olimpiada de Berlín de 1936. Aunque se suelen interpretar como acontecimientos aislados y se enmarcan en una férrea cadena germánica de conflicto y transmisión cultural, 32

1. La versión completa de la teoría que se expone en esta sección se desarrolla en un ensayo más amplio titulado «Luminotechtonics [A Media Archeology of the Searchlight]», defendido por primera vez en la Harn Eminent Scholar Lecture, Harn Museum, University of Florida, Gainesville, octubre 2011.


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como si la propia técnica empleada en estas construcciones se encontrara implícita en los modelos culturales totalitarios, los espectáculos de Speer son solo un capítulo más de una historia que se prolongó a lo largo de varias décadas y se caracterizó por la fusión de los espectáculos de reflectores sincronizados, la transformación de los paisajes urbanos en ferias y la animación artificial de paisajes naturales. Speer es, sin duda, uno de los protagonistas de esta exhaustiva arqueología de los reflectores en los medios de comunicación, que también incluye a ingenieros americanos como Walter D’Arcy Ryan; a emprendedores como Otto K. Olesen; a compañías como General Electric y Sperry; a olvidados directores de espectáculos militares como el director anónimo de London Defended, «un conmovedor espectáculo de antorchas y reflectores» que se representó entre el 9 de mayo y el 1 de junio de 1925 en el marco de la Exposición del Imperio Británico; y a exhibiciones anuales de artillería como las celebradas en Washington, D. C. (1929-1936). Es una historia que también incluye espectáculos como 18 BL, el primer «teatro de las masas para las masas», que se celebró en Florencia a orillas del río Arno en la primavera de 1934, y otros proyectos similares que se pusieron en marcha en Francia y en la Unión Soviética2. Es una historia anterior, contemporánea y posterior a la transformación de Núremberg, antigua sede de las multitudinarias concentraciones del Día del Partido, en el lugar recordado por el tribunal de crímenes de guerra que juzgó a Speer junto con los dirigentes del partido nazi. Y es una historia que se ha prolongado hasta nuestros días, como demuestra la obra participativa y democratizada de Rafael Lozano-Hemmer Vectorial Elevation (Alzado vectorial)3.

2. Véase 18 BL. Mussolini e l’opera d’arte di massa, Garzanti Editore, Milán, 1996. 3. Más información en la web de Rafael Lozano-Hemmer: <http://www.lozanohemmer.com/vectorial_elevation.php> [consulta: abril de 2012]. 4. Para este tema véase «The Monument Without Style (On the Hundredth Anniversary of Giuseppe Terragni’s Birth)», en Grey Room, nº 18, invierno 2005, pp. 2-25.

En esta historia más general, Speer aparece como un personaje secundario que aprovecha las técnicas y las prácticas que habían sistematizado los principales ejércitos del mundo industrial y que los pioneros de la luminotectónica habían transformado en un vocabulario convencional universal. La contribución de Speer es estratégica. Elimina las complejidades en nombre de las geometrías simplificadas y las adapta a un guion políticocultural alemán que serpentea a través de las teorías románticas de la catedral gótica, del Bayreuth de Wagner, de las visiones de las catedrales socialistas de la Bauhaus, de las cristalografías de luz del grupo La Cadena de Cristal y de los sueños nacionalsocialistas de un orden total. Esta trayectoria zigzagueante presenta algunos rasgos específicos. Pero el guion es muy similar al que se escribió en otros escenarios sociopolíticos donde también se añoraba un monumentalismo marcadamente electrizante, de carácter heroico y dado a la levitación, inmune a los historicismos de la melancolía del siglo anterior4. 33


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¡Sonido! Los historicismos melancólicos del siglo anterior contrastaban a su vez, profundamente, con la perturbadora restauración que idearon los revolucionarios que se constituyeron en asamblea en el Jeu de Paume el 20 de junio de 1789, el famoso episodio que retrató Jacques-Louis David. En cualquier caso, el juramento que prestaron ese fatídico día solo se podía realizar en un espacio interior. Sin duda, no podría haber tenido lugar en la place de la Bastille ni en la place de la Concorde. Siglo y medio después, podría haber participado en el juramento en cuestión la totalidad de los habitantes de París, Marsella y Lyón, reunidos en las plazas y las calles de sus respectivas ciudades. Y habrían podido hacerlo simultáneamente. Pues en la era anterior a la electrificación de las voces y los sonidos, cuando se generaban de forma natural, los ruidos de fondo mecánicos y humanos limitaban el uso de los anfiteatros y las plazas exteriores con fines asamblearios y de representación. Los discursos y los recitales de música tenían que celebrarse necesariamente en espacios cubiertos: teatros, salas de conciertos y otros lugares en los que se podía controlar la acústica. El carácter limitado del registro acústico de las voces y los instrumentos al natural condicionaba a su vez la escala de los anfiteatros y las plazas que se diseñaban, y más aún la magnitud de los teatros y las salas de conciertos. Cada evento era único. La escasez de volumen era la norma. A principios de los años treinta, los sistemas de megafonía conectados a las redes de comunicación habían transformado la naturaleza de los espacios y los eventos públicos, y habían despejado el camino hacia unas prácticas asamblearias y de espectáculo más amplias, tanto interiores como exteriores, que permitían a los líderes proyectar su voz para hacerla llegar a las masas y crear nuevas formas de coordinación y control, nuevas combinaciones de sonidos grabados y en directo, en un solo lugar o en muchos. El exceso de volumen se convirtió en la norma. Para medir y regular mejor el nuevo universo sonoro de amplificación ilimitada, en 1928 se empezó a utilizar el decibelio en sustitución de lo que hasta entonces se conocía como UT (unidad de transmisión). Como la historia de los reflectores, esta historia no ha sido escrita todavía. Basta con decir que los primeros experimentos con formas electrificadas de megafonía exterior se remontan a la Primera Guerra Mundial. En 1919, empezaron a utilizarse en instalaciones al aire libre, como la campaña de promoción de bonos de guerra estadounidenses Victory Way. Para la ocasión, tres manzanas de Park Avenue se llenaron de antenas inalámbricas equipadas con un total de 112 receptores telefónicos con altavoces enchufados al podio del orador y a una conexión telefónica de dos direcciones que comunicaba con Washington, D. C. Cinco años después, 34


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cien mil personas pudieron disfrutar in situ de la ceremonia del día del armisticio en el cementerio de Arlington (Washington) y, gracias a un sistema de megafonía amplificado a través de conexiones radiofónicas, otras treinta mil personas escucharon la retransmisión desde Nueva York y veinte mil más desde San Francisco. Todavía pasarían algunos años hasta que compañías como Marconi, Bell Telephone, Western Electric, Vitavox y Siemens comercializaran este sistema. En los años treinta, cualquier evento interior o exterior, ya fuera de carácter oratorio, musical, teatral o cinematográfico, tenía su correspondiente sistema de megafonía. Los discursos presidenciales, los anuncios en estadios deportivos, la música grabada de ferias internacionales como la Exposición Universal de Chicago (1933), los coros de mártires fascistas que cantaban Giovinezza en la última sala de la Exposición de la Revolución Fascista (Roma, 1932), las órdenes que se gritaban en los multitudinarios desfiles del ejército, las instrucciones que se daban en los platós cinematográficos y las propias películas, todo se amplificaba electrónicamente. Las conexiones radiofónicas y telefónicas en directo contribuían a amplificar los sentimientos desencadenados por las cada vez más multitudinarias reuniones físicas, alegorías de la movilización nacional minuciosamente coordinadas y coreografiadas. Por tanto, del mismo modo que las bandas sonoras grabadas ampliaron la capacidad sensorial y expresiva del cine a finales de los años veinte, los paisajes nocturnos urbanos y naturales se podían transformar ahora en teatros al aire libre en los que las proyecciones, la iluminación, los efectos especiales, las arquitecturas temporales y las atmósferas sonoras se entretejían para dar lugar a un todo dinámico. En las emisiones en directo, sin embargo, el oído sigue (ligeramente) separado de la vista.

¡Cámara! El oído sigue (ligeramente) separado de la vista porque solo la parte sonora de los acontecimientos públicos se puede emitir en directo. La tecnología de la televisión ya existe. Entre las primeras iniciativas de emisión destacan el lanzamiento de la W2XCR de General Broadcasting System (1931), la W2XAB de CBS (1931), la Compagnie Générale de Télévision (1931) y las retransmisiones televisivas de la BBC (1936). Pero la televisión es todavía un medio experimental. Aún no ha desarrollado su vocación de fusión integral de luces/sonido/cámara en retransmisiones en directo dirigidas a las masas. 35


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O. George Morris Jr. Shifting with prisms. Can you see with your ear? Or hear with your eye? [Desplazamiento con prismas. ¿Puedes ver con tu oído? ¿O escuchar con tu ojo?] , 1943

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De modo que, en los años treinta, las cámaras están preparadas para registrar cualquier gesto y cualquier acción, desde lo privado hasta lo público, desde lo accidental hasta lo coreografiado. Pero este botín de imágenes se entrega después de lo sucedido, ampliando de modo artificial la línea temporal de los acontecimientos, plegando la escala, amplificando la señal. Es todavía una tecnología que altera el tiempo, que monumentaliza el momento (cuando ya ha sucedido). A lo largo de los años treinta, las cámaras fotográficas se convierten en un objeto cotidiano para todo el mundo, desde los periodistas fotográficos hasta los policías de paisano, desde los turistas hasta los ciudadanos de a pie, y se comercializan máquinas de 35 mm como la Kodak Retina y la Argus. Al mismo tiempo, aparecen equipos profesionales más fáciles de trasladar. Las imágenes que se consiguen gracias a estos avances se pueden ahora transmitir sin problemas a través de las redes de telecomunicaciones por medio de cables o de sistemas inalámbricos, de tal manera que se afianza la relación entre la fotografía y las nociones de «directo» y de «noticia». Esta asociación se consolida gracias a la creciente ubicuidad de las cámaras cinematográficas compactas portátiles (las primeras cámaras portátiles de 8 mm, entre otras), cuya función en la cobertura informativa y en la propaganda oficial se va dilatando a medida que avanza la década.

5. Walker Evans, «Foreword: James Agee in 1936», en James Agee y Walker Evans, Let Us Now Praise Famous Men, Houghton Mifflin, Boston, 1941, p. xv (trad. cast.: Elogiemos ahora a hombres famosos, Planeta, Barcelona, 2008).

Una de las consecuencias clave es el auge internacional que experimentan en el transcurso de la década las formas documentales: publicaciones ilustradas, libros, documentales de actualidad y películas. La revista Life de Henry Luce fue la que allanó el camino en el caso de las revistas de gran formato. El primer número, que salió el 23 de noviembre de 1936, incluía una fotografía de las obras de la presa de Fort Peck realizada por la periodista fotográfica Margaret Bourke-White. Entre los libros documentales, encontramos proyectos en los que un ensayo ocupa el libro de principio a fin exponiendo su tema exclusivamente mediante medios visuales, como Foto-Auge (Foto-Ojo, 1929) de Franz Roh y Jan Tschichold, y Antlitz der Zeit (El rostro de nuestro tiempo, 1929) de August Sander, así como otras obras híbridas en las que los textos y las imágenes «son iguales entre sí, mutuamente independientes y colaboradores totales»5. En América se editan libros documentales como You Have Seen Their Faces (Has visto sus rostros, 1937) de Erskine Caldwell y Bourke-White, An American Exodus: A Record of Human Erosion (Un éxodo americano: un testimonio de la erosión humana, 1939) de Dorothea Lange y Paul Taylor, y Let Us Know Praise Famous Men (Elogiemos ahora a hombres famosos, 1941) de James Agee y Walker Evans. En todas estas obras, las fotografías y los textos se consideran ámbitos paralelos, dotados de un lenguaje y una expresividad específicos. 37


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El motor de la transformación fototipográfica en el ámbito de las obras impresas fue el nuevo cine de la objetividad, que incluía noticiarios como Pathé News, películas políticas como Borinage (1933) de Joris Ivens y Henri Storck, u otros proyectos similares que se desarrollaron al amparo del New Deal, como The Plow That Broke the Plains (El arado que quebró la llanura, 1936) de Pare Lorentz, y películas independientes como Las Hurdes. Tierra sin pan (1933) de Luis Buñuel. También se pueden enmarcar en este género otras innovadoras obras propagandísticas como Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad, 1935) y Olympia (1938), dos películas que dirigió Leni Riefenstahl por encargo del régimen nazi. En este espectro de definiciones del documentalismo abundaban las tensiones, pero ninguna alcanzó tal grado de virulencia como el cisma que surgió entre las tesis de lo objetivo y lo encontrado, y los denodados esfuerzos de escenificación destinados a lograr el efecto de lo objetivo y lo encontrado, una contienda documentalista misteriosa y encarnizada que se prolongó durante toda la década de los treinta. A un lado del espejo, se encuentran los ejércitos (figurados) de cámaras-ojo que denunciaban con todo detalle las duras condiciones de vida de las poblaciones desfavorecidas o sacaban a la luz pública la mugre de los sucesos de la época; en el otro lado del espejo, desfilan los ejércitos (literales) dedicados a la remodelación del paisaje urbano para favorecer la difusión fotográfica y cinematográfica. La arquitectura se suma al juego. Las plazas públicas, los edificios oficiales, los teatros, los proyectos de ingeniería civil y los complejos de viviendas públicas se diseñan a través del ojo de la cámara. Las imágenes de los proyectos aparecen en la prensa antes, durante y después de su construcción. Los propios procesos de construcción adquieren teatralidad. Y las técnicas fotográficas se encuentran cada vez más integradas en los procesos de diseño. El realce luminotécnico convierte las fachadas de los edificios en espectáculos por derecho propio, sobre todo cuando la construcción de espacios de proyección como las salas de cine da lugar a géneros arquitectónicos específicos. Los reflectores amplían el alcance vertical de rascacielos como el Empire State Building (1931). La contrapartida horizontal de los rascacielos son los escenarios construidos para espectáculos específicos y los campos de desfiles como el Reichsparteitagsgelände de 11 km2 que diseñó Speer en Núremberg, el Foro Romano que ordenó destripar/modernizar Mussolini o la ampliación de la Plaza Roja que llevó a cabo Stalin. Se erigen monumentos iluminados de proporciones hasta entonces inimaginables, desde el Cristo Redentor (1931) de Río de Janeiro hasta la estatua de Morelos (1934), de 40 m de altura, levantada en la isla de Janitzio (México), pasando por Obrero y koljosiana (1937), un monumento de acero 38


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inoxidable concebido por Vera Mujina, o el Valle de los Caídos de Pedro Muguruza y Diego Méndez (cuya construcción se inició en 1940). Grande = contemporáneo = monumental.

¡Acción! Grande = contemporáneo = monumental es una ecuación que en los años treinta se interpretaba en tres claves distintas que encajan a la perfección en la remodelación general del espacio público. La primera implica la utilización, cada vez más frecuente, de visualizaciones y datos estadísticos como medios de persuasión de masas. Las cifras cuentan más que nunca en una década que se caracteriza por la emergencia de las masas como actores políticos y por el auge de los modos colectivos de acción política, comunicación y entretenimiento. En los anuncios, los discursos políticos, las exposiciones, los carteles o las revistas, los números se presentan en forma de gráficos de barras, gráficos circulares, tablas y eslóganes destinados a respaldar afirmaciones relacionadas con la producción, la popularidad, el progreso y las preferencias políticas. El entorno edificado debe corroborar esta ley de los grandes números. La segunda implica una mayor intensidad de los sistemas centralizados de prestigio y autoridad en todos los ámbitos de la sociedad, de modo que las estrellas cinematográficas, los líderes de masas, los héroes y los personajes famosos se convierten en ejes «hipervisibles» de redes enormes —pero en gran medida invisibles— que alimentan la ilusión del acceso directo, el contacto, la participación y la presencia, aun cuando se siguen respetando en todo momento la distancia y la separación. El culto a la singularidad es el corolario de la ley de los grandes números; la arquitectura debe proporcionar un escenario que sea «más grande que la realidad». La tercera traduce la interacción entre el héroe y las masas, entre el individuo y la persona estadística, a una sintaxis mediática que asocia las señales amplificadas electrónicamente del individuo con las señales no menos amplificadas electrónicamente de la multitud, y suprime el ámbito intermedio que antiguamente constituía la esfera pública. En su lugar, surgen enormes teatros urbanos, diurnos y nocturnos, escenarios en los que los contornos de un rostro, la textura de un susurro o la imagen solitaria de una silueta humana se pueden transmitir a una enorme audiencia congregada en ese mismo espacio y al público que se encuentra en lugares muy distantes, de modo que el proyeccionista, el ingeniero de sonido y el cámara actúan como legisladores en una república cuyo líder es al mismo tiempo estrella y director. En los años treinta, lo que desborda la realidad se funde con lo cotidiano.

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REALISMOS

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Fernand Léger Le transport des forces [El transporte de fuerzas], 1937


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Paul Wood

REALISMO Y REALIDADES

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[…] El realismo no es un tema fácil. […] El propio término «realismo» parece sugerir una orientación hacia la realidad, una conexión muy directa con ella. Lo que ocurre es que están en juego definiciones contrapuestas de realidad. En un mundo en el que los distintos grupos de intereses perciben la realidad de manera muy diferente, donde hay un proceso constante de lucha contra las definiciones hegemónicas acerca de cómo es el mundo, el término «realismo» siempre tendrá un eco que va más allá del simple concepto de «estilos de arte».

1. Paul Wood, «Realismo y realidades», en Briony Fer, David Batchelor y Paul Wood, Realismo, racionalismo, surrealismo. El arte de entreguerras (19141945), Akal, Madrid, 1999. [Traducción del texto «Realisms and Realities», publicado en Briony Fer (ed.), Realism, Rationalism, Surrealism: Art between the Wars, Yale University Press, in association with the Open University, New Haven y Londres, 1993, pp. 254-264].

Es decir, que el realismo no tiene necesariamente que coincidir con el «naturalismo», término que se ha empleado con frecuencia desde el siglo XIX para indicar el logro de una apariencia «realista» en el arte, especialmente cuando el tema se ha tomado de la vida diaria. La mera representación de cuerpos reconocibles haciendo cosas reconocibles no era lo que hacía a un arte «realista». Es más, después de la Primera Guerra Mundial, muchos artistas volvieron a una cierta figuración, aparentemente en busca de lo seguro y verdadero después de que la propia guerra y respuestas anárquicas, como Dadá, hubieran desafiado todos los valores. Rivera no estaba en absoluto solo en su regreso a la figuración. Sin embargo, no toda su obra se ha considerado generalmente como «realista». Al igual que realismo no puede considerarse sinónimo de «naturalismo», tampoco se ha aplicado ese término al tipo de pintura figurativa que surgió en las obras que Gino Severini o André Derain realizaron en la posguerra, debido principalmente a su tendencia «clasicista». Porque, si bien el realismo no puede reducirse a la consecución naturalista de la figuración, son precisamente las propiedades que parecían acercarlo al naturalismo —como la preocupación por las realidades de la vida cotidiana— las que han hecho que el término «realismo» parezca una designación inapropiada para un arte construido sobre la idea de valores universales inalterables, como es el de «clásico». Igualmente, en la Alemania nazi de los años treinta, el arte de vanguardia — condenado como «degenerado»— fue sustituido por un estilo figurativo clasicista que contaba con la aprobación oficial. Sin embargo, los nazis no 43


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describían este estilo clasicista como «realismo», ni siquiera cuando se empleaba para representar temas modernos. El otro término insultante que los nazis reservaban para la vanguardia —Kulturbolschewismus (bolchevismo cultural o artístico)— puede darnos una pista de por qué sucedía esto. Puesto que el arte de la vanguardia se veía en cierto modo ligado a la Revolución rusa por su «degeneración», el hecho de que los que estaban comprometidos en la construcción de la nueva sociedad surgida de esa revolución buscaran un arte del «realismo» era razón suficiente para que los nazis descartaran ese término. El que muchos de aquellos que realmente buscaron un realismo «social» se opusieran también al legado de la vanguardia […] es uno de esos puntos sorprendentes que complican nuestra investigación. No obstante, la cuestión de la vanguardia nos permite considerar otro aspecto clave en lo que se refiere al arte realista. El arte académico oficial era un asunto público, un escenario importante en el que se ensayaban y negociaban las ideologías, las propias imágenes de la sociedad burguesa. Por el contrario, la tradición moderna en el arte se ha centrado casi exclusivamente en lo privado. Naturalmente, en cierto sentido, lo personal se convirtió en la ideología fundamental que sustentaba la sociedad burguesa occidental moderna (un factor que añade peso a las denuncias por parte del realismo de que el modernismo es la ideología del capitalismo occidental). Pero aún merece la pena hacer esta distinción, aunque solo sea para señalar la prolongada crisis en que se encuentra lo social y el espacio público compartido en las sociedades capitalistas desarrolladas. A finales del siglo XX, la ideología oficial de estas sociedades —particularmente las versiones angloamericanas— ha cuestionado la propia noción de los derechos sociales y las responsabilidades. En esta situación puede parecer a menudo que el único sentido permisible de colectividad es el que deriva de estar sujetos a unos intereses comerciales y de clase más o menos transparentes, en los que los «derechos sociales» quedan reducidos a los «derechos» del consumidor. El intento de abordar asuntos públicos ha sido un rasgo constante en los esfuerzos por mantener un arte realista en la época moderna. Pudiera ocurrir, en efecto, que fuera la quiebra del sentido y lo elusivo de la esfera «pública» en la vida moderna lo que ha llevado a la aparente vaciedad o fracaso de tantos realismos, a su reducción, como sucedió, al nivel de la retórica. Frecuentemente, la historia que cuentan es más la de un anhelo de sociabilidad que la de su existencia real. Esta es otra razón del destacado papel que ha desempeñado en el realismo del siglo XX el arte oficial de las sociedades posrevolucionarias estalinizadas de la Unión Soviética, la Europa del Este y otros lugares. Porque en ningún lugar se dio tanto valor a lo colectivo y a lo público, a expensas de lo privado y de lo subjetivo, como en 44


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esas culturas administradas de un modo peculiar. Se puede sostener, incluso, que el fracaso de esas sociedades está inseparablemente ligado al fracaso de su «realismo». Esto no quiere decir, sin embargo, que su arte carezca de interés o de todo contacto con la realidad, como tampoco es cierto que la tradición «moderna» occidental haya carecido de interés por lo social, independientemente de lo que digan sus dirigentes. No hay duda de que el «realismo» y el «arte moderno» se han considerado simplemente como contrarios, representando cada uno de ellos el arte oficial de una de las mitades de un mundo dividido. Sin embargo, podemos reconocer también que, insertas entre los razonamientos que apoyaban a cada uno desde sus bandos respectivos, había definiciones contrapuestas acerca de lo que era ser «moderno». La Revolución, para sus defensores —ya fueran los bolcheviques internacionalistas de 1917 o los que apoyaban los planes quinquenales de Stalin de los años treinta dedicados a la construcción del socialismo en un solo país—, no era un paso atrás. Es imposible comprender la vehemencia y persistencia de las discusiones sobre el realismo si nos quedamos solamente con el juicio convencional de la vanguardia occidental de que el realismo era algo de lo que el arte moderno se había liberado. Como dijo Rivera en un artículo de 19322 […], cuando se marginó al arte de vanguardia o arte «izquierdista» en la Unión Soviética durante los años veinte, «no es que el proletariado de Rusia estuviera diciendo a esos artistas: “sois demasiado modernos para nosotros”; lo que les decía era: “no sois lo bastante modernos como para ser los artistas de la revolución proletaria”»3, una afirmación dudosa, pero con una fuerza histórica considerable.

2. Diego Rivera, «The Revolutionary Spirit in Modern Art», Modern Quarterly, vol. 6, nº 3, otoño 1932, pp. 51-57 (trad. cast.: «El espíritu revolucionario en el arte moderno», en Juan José Gómez (ed.), Crítica, tendencia y propaganda: textos sobre arte y comunismo, 19171954, Doble J para ISTPART, Sevilla, 2004). 3. Ibíd., p. 59. 4. C. G. Holme (ed.), Art in the USSR. The Studio Ltd. y The Studio Publications Inc., Londres y Nueva York, 1935. 5. B. Rea (ed.), Five on Revolutionary Art, Artists’ International Association, Londres, 1935.

De este embrollo podemos seleccionar algunos puntos de referencia sobre los problemas y la práctica del realismo en los años que median entre las dos guerras mundiales. Uno es que existía una clientela para el arte realista comprometido en Estados Unidos. Otra cuestión, igualmente importante, es que esta vuelta a nociones de realismo no era simplemente una respuesta a las condiciones de Estados Unidos. Estaba profundamente influida por los acontecimientos del otro lado del globo; de hecho, apenas se puede concebir sin ellos. En los inicios de la Revolución rusa hubo intensos debates sobre la naturaleza que debía tener el arte revolucionario adecuado, proletario o socialista; debates que estuvieron cada vez más dominados por el término «realismo». En Francia o en Inglaterra se daba una situación comparable. En esta última, además de la amplia divulgación que tuvo una panorámica sobre el arte soviético4 y de la publicación de un debate sobre las exigencias del arte «revolucionario»5, se formó, en 1933, la Artists’ International Association. Un historiador de la AIA ha declarado 45


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haber detectado al menos «cinco corrientes de práctica artística», todas circunscritas «dentro del terreno del realismo socialista, que van desde el arte mural público, pasando por la obra documental, hasta un arte que es ejemplo de —o está muy influido por— las nociones de cultura “proletaria”»6. En 1937, Anthony Blunt escribió que «la única esperanza para la pintura europea, en la actualidad, es el desarrollo de un nuevo realismo»7. En las historias del arte occidentales, el realismo socialista se presenta a menudo como algo tan árido y estrecho de miras que cuesta imaginar cómo pudo tener influencia en algún momento. Durante gran parte de los años veinte, la retórica del «proletarianismo» militante había resultado desagradable a muchos artistas que, aunque consideraban que el arte debía desempeñar un papel en la revolución social, desconfiaban, sin embargo, de la idea de un arte específicamente «proletario». No obstante, las cosas cambiaron en los años treinta, conforme se formulaba e iba tomando cuerpo el concepto de «realismo socialista». De hecho, tras la llegada de Hitler al poder en Alemania en 1933, el realismo socialista se percibió en círculos amplios como una doctrina que podía unir a artistas de todo el mundo preocupados por el avance del fascismo. Así pues, puede considerarse como el componente artístico de un movimiento más amplio, el Frente Popular, que aspiraba a reunir a gente de todos los estratos sociales en una resistencia común contra el fascismo. Las credenciales del Frente Popular fueron gravemente cuestionadas, tanto en su tiempo como más tarde, tanto desde la derecha por liberales y conservadores, quienes vieron en el movimiento únicamente un frente a favor de los comunistas, como desde la izquierda por trotskistas y anarquistas, que lo consideraron un brazo de la burocracia soviética más que una auténtica forma de resistencia socialista al fascismo. Pero sean o no justas estas críticas, lo cierto es que el Frente Popular fue un movimiento internacional poderoso. Por eso, la demanda de un realismo social, o incluso «socialista», en el arte encontró eco en muchos artistas. Preocupados por el ascenso del fascismo, la crisis mundial del capitalismo y, más tarde, por el curso de la Guerra Civil española, se sintieron llamados a participar como artistas en lo que se presentaba a sí mismo como un movimiento plausible de alcance mundial a favor de la justicia social. El realismo parecía prometer también la conexión de su compromiso con las sólidas bases de la tradición burguesa europea (es decir, la posterior al Renacimiento), a pesar de que el «proletarianismo» militante hubiera socavado previamente esa conexión. El realismo socialista, en suma, ofrecía a los artistas comprometidos un lugar bastante más cálido en los fríos años treinta de lo que muchas historias del arte posteriores a la guerra parecen haber advertido. 46

6. Robert Radford, Art for a Purpose, The Artists’ International Association 1933-1953, Winchester School of Art Press, Winchester, 1987, p. 73. 7. Anthony Blunt, cit. en Robert Radford y Lynda Morris, Story of the Artists’ International Association, 1933-53, Modern Art, Oxford, 1983, p. 15.


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La vanguardia tendía a ser patrocinada —si lo era por alguien— por la alta burguesía. Carecía de un eco social más amplio y se trataba sobre todo de un negocio con más riesgo del que muchos artistas estaban dispuestos a afrontar. Muchos debieron de sentir que la obra de Mondrian difícilmente podía calificarse siquiera como arte en una sociedad animada por los movimientos de masas y los conflictos ideológicos que parecía exigir que uno se alzara y se contara con él, por mucho que el propio Mondrian pensara que su obra era de gran importancia para los problemas sociales de su época. Por otro lado, la suerte que corrían los surrealistas habría hecho vacilar a cualquiera que se sintiera comprometido con un arte socialmente radical pero deseara abrir un surco más allá de la influencia del Frente Popular y los partidos comunistas. Porque, a pesar de su compromiso irrenunciable con el marxismo, a Breton y sus aliados se les fue aislando cada vez más conforme avanzaban los años treinta. Acusados de no tener un propósito, de desviación sexual y —lo que más daño hacía— de trotskismo, fueron gradualmente apartados de la lucha social internacional por los partidos comunistas y sus aparatos culturales. Para los artistas que querían que su arte cupiera en un mundo que exigía cada vez más el compromiso de una clase o de otra, que no deseaban ser crucificados junto a los surrealistas ni ser malinterpretados como proveedores de alta decoración para la burguesía internacional, no había mucho espacio de producción sobre el que gravitar aparte del realismo social.

8. Las diversas posturas se explican en Louis Aragon, Pour un réalisme socialiste, Denoel et Steele, París, 1935; y en las contribuciones de Le Corbusier y Fernand Léger, «Le nouveau réalisme continue», segundo debate (trad. cast.: «El nuevo realismo continúa», en Fernand Léger, Funciones de la pintura, Paidós, Barcelona, 1990), en Jean Lurçat, Marcel Gromaire, Édouard Goerg, Louis Aragon, Edmond Küss, Fernand Léger, Le Corbusier, Jean Labasque y Jean Cassou, La Querelle du réalisme. Deux débats organisés par l’Association des peintres et sculpteurs de la Maison de la Culture, Éditions Sociales Internationales, col. «Commune», 1936 (reed.: La Querelle du réalisme, introducción de Serge Fauchereau, Diagonales y Éditions Cercle d’Art, París, 1987).

Sin embargo, aunque la mayoría de los artistas apreciaban la importancia de estar ligados a algún tipo de realismo, no todos estaban de acuerdo con los aspectos doctrinarios del realismo socialista. Un ejemplo de su compleja respuesta puede encontrarse en Francia, destacando los debates en la Maison de la Culture de París, organizados por el partido comunista a mediados de los años treinta. Louis Aragon, que había sido un destacado surrealista pero que se había «convertido» al comunismo ortodoxo, articuló la postura del realismo socialista. Por otra parte, el arquitecto Le Corbusier declaraba que el arte abstracto —o «concreto», como él prefería llamarlo»— era la forma apropiada para el mundo moderno. En medio de estas dos posturas, sin embargo, Fernand Léger articuló una tercera. A Léger le preocupaba dar cuerpo al concepto de un «nuevo realismo» alternativo8. Según él, «cada época artística tiene su propio realismo». El nuevo realismo «tiene sus orígenes en la vida moderna» y, más discutiblemente, en el arte moderno: en esa «lucha por liberarse de algunas viejas ataduras» tiene lugar precisamente el que los artistas modernos «hayan liberado el color y la forma geométrica», y es en esto en donde reside el nuevo realismo. Se trata, obviamente, de un concepto de realismo diferente al que representan de forma ilusionista las realidades de la vida moderna. Sin 47


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embargo, Léger estaba convencido de que podía emplearse el juego de contrastes formales en una obra de arte sin perder de vista la relación con los «objetos» modernos, para lograr representaciones más adecuadas de la condición de la modernidad. La obra de arte sería un equivalente, algo en cierto modo análogo por derecho propio, al juego más amplio de fuerzas en el mundo, más que un intento de ilustrarlo de acuerdo con las convenciones de un arte académico que no pertenecía a este mundo moderno. Es este intento de conectar las preocupaciones sociales del realismo con las preocupaciones más reflexivas de la vanguardia artística lo que distingue el «nuevo realismo» de Léger del «realismo socialista» de Aragon. Es también este aspecto el que acerca el concepto de Léger a las ideas del dramaturgo alemán Bertolt Brecht. Los puntos de vista de Brecht sobre el realismo llegaron a constituir la principal oposición de izquierdas al realismo socialista en el periodo de entreguerras. En una palabra, el realismo debía «conquistarse»: a partir de un mundo de nuevos materiales, escaparates, películas y tecnología; conquistarse, además, de manera significativa, a pesar del hecho, como señalaba Léger, de que «siempre es más fácil mirar hacia atrás, imitar lo que ya se ha hecho, que crear algo nuevo». En Francia el debate sobre la relación entre el arte y la sociedad, y acerca del concepto de realismo, fue estimulado por la formación de un gobierno del Frente Popular en junio de 1936 tras una oleada de huelgas masivas y ocupaciones de fábricas. Casi inmediatamente se introdujo la semana de 40 horas, así como las vacaciones pagadas, apoyado todo ello por un nuevo departamento gubernamental responsable del deporte y el ocio. Las respuestas artísticas a la nueva función pública del arte iban desde la línea del partido, de realismo socialista, a los esfuerzos más complejos de Léger por producir un nuevo realismo ligado a la vanguardia artística. El fotomontaje, basado en el collage cubista y estimulado por el éxito de los fotomontajes antifascistas de John Heartfield, llegó a convertirse en un punto de referencia. Aunque Aragon alabó a Heartfield, no coincidía con Léger en que, por lo general, el fotomontaje podía formar parte de un arte realista, y señalaba que lo que 1o descalificaba era el tener sus raíces en la vanguardia. Léger, por otra parte, fue más allá, hasta declarar que las concepciones técnicamente conservadoras de realismo eran un «insulto» a las masas: «es como declararles oficialmente incapaces de educarse en este nuevo realismo que es fruto de su época»9. Consecuentemente, el fotomontaje tuvo un papel destacado en los grandes encargos que emprendió para la Exposición Universal de París de 1937. En cinco de los pabellones franceses se instalaron grandes paneles públicos realizados por él. Entre ellos Travailler (Trabajar), en el Pabellón de Educación, que 48

9. Fernand Léger, «El nuevo realismo continúa», op. cit., p. 130.


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consistía en ampliaciones fotográficas de torres eléctricas y otros ejemplos de tecnología moderna, con un obrero colocado a la derecha manejando el equipo. Para el Palacio de los Descubrimientos había también una gran pintura, Le transport des forces (El transporte de fuerzas), acerca del desarrollo de la energía hidroeléctrica. De nuevo, aunque pintada, la composición emplea mecanismos del fotomontaje yuxtaponiendo elementos de torres eléctricas, andamiajes y cursos de agua. En conjunto, toda la cuestión del realismo quedó de manifiesto en la Exposición Universal, que supuso la culminación, planteada resueltamente, del debate en todos sus aspectos: tanto de cuestiones técnicas y formales como de los temas acerca de la relación del arte con la sociedad. Además de los numerosos proyectos de Léger, el pabellón alemán nacionalsocialista, con sus héroes arios enormemente clásicos, se situaba directamente enfrente del pabellón soviético, rematado por las monumentales figuras de Vera Mujina Obrero y koljosiana, en el estilo del realismo socialista. Más parecida al ejemplo de Léger —aunque formulando la cuestión con más fuerza al centrarse en la guerra en lugar de en la paz, la producción y el ocio— era la instalación que la República española hizo en su pabellón del mural portátil de Picasso: el Guernica. […] Por tanto, en los años treinta, se presenta un panorama que muestra un amplio interés y un compromiso con una noción de realismo por parte de muchos artistas en México, en Estados Unidos y por toda Europa. En repetidas ocasiones, sin embargo, los debates en estos lugares hacen referencia a prácticas y debates que tienen lugar en otra parte, principalmente en Rusia. La ironía está en que, en términos generales, las lecciones aprendidas en los años treinta no llevaron mucho más lejos. El realismo socialista, más que suponer otro punta de vista en un debate continuo y variado sobre la naturaleza de la relación del arte con la sociedad, significó su final. Si en lugar de la ficticia oposición de realismo socialista «heroico» contra vanguardismo «burgués» lo que queremos es recobrar la complejidad de la discusión, es decir, el verdadero sentido de las diferencias y enfrentamientos, debemos retroceder aún más, a los momentos de la Revolución rusa y a un periodo posterior de aproximadamente una década. Porque las posturas soviéticas de los años treinta surgieron de la situación, mucho más fluida, de los años veinte. Tanto entonces como después de la toma del poder por los nazis en Alemania, en 1933, estos debates incluyeron asimismo la voz característica de los artistas y teóricos alemanes, en relación con los acontecimientos de la Unión Soviética y de la propia República de Weimar. 49


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En resumen, pues, la concepción dominante que surgiría de estos debates y que influiría en otros por todo el mundo fue el realismo socialista. Sin embargo, es importante señalar que se trató de una posición que ganó, o se impuso, sobre otras varias. Todas ellas valoraban el realismo hasta cierto punto, y hasta cierto punto desaprobaban una versión de vanguardismo con inclinaciones voluntaristas, subjetivas, elitistas o «espirituales». Aunque se trata de una simplificación excesiva, puede ser útil por el momento tener en cuenta la siguiente oposición. Por un lado, el realismo socialista se convirtió en un dogma rígido, no tanto en la obra de importantes pensadores como György Lukács, pero sí realmente en manos de burócratas como el comisario de cultura de Stalin, Andréi Zhdánov. Si bien no ha sido la efigie sin vida que ha mantenido tan insistentemente la teoría occidental, tampoco se ha tratado, ni aun forzando la imaginación, de un arte aventurado o arriesgado. Aun así, dentro de sus límites, impuestos bastante conscientemente (y según sus propios parámetros, correctamente) por una óptica de responsabilidad social —más que, digamos, por los límites de los medios artísticos—, ha mostrado múltiples matices. Pero, por otro lado —y aquí está la cuestión—, ese «realismo» oficial no dejó de suscitar oposiciones. Muchos protestaban de su relativo estancamiento, declarando que el realismo debía responder de forma dinámica a una modernidad sin precedentes. Consideraban esa modernidad determinada no tanto por los evidentes aderezos de la técnica como por las relaciones sociales, especialmente por las relaciones entre las clases: el cambio tecnológico y demás se derivaba de las relaciones sociales, no al contrario. Esta visión del realismo la resumía convincentemente Brecht durante una entrevista con Lukács en los años treinta: «El realismo no es una mera cuestión de forma […] la realidad cambia; con el fin de representarla, los modos de representación deben cambiar también» 10. Esta dialéctica está cerca del punto clave de la problemática del realismo. Por un lado, la idea del arte como algo cuyo fin es dirigirse al mundo situado al margen del arte (y, por tanto, contrario a constituir una actividad de entretenimiento para una clase privilegiada); por otro, la necesidad de que ese discurso se haga a través del prisma de algún medio. El sentido de cómo se dirigía el arte a ese mundo exterior precedió y determinó en gran parte lo que debía decirse sobre él. En la interacción dialéctica de estas dos cuestiones radica el realismo. Y en el descuido de cualquiera de ellas radica todo 1o contrario: la excesiva seguridad del arte por el arte que, falto de sentido crítico, no logra considerar 50

10. Bertolt Brecht, «Popularity and Realism», en Ronald Taylor (ed.), Aesthetics and Politics, New Left Books, Londres, pp. 79-85 (trad. cast.: «Carácter popular y realismo», en Bertolt Brecht, El compromiso en la literatura y el arte, Península, Barcelona, 1973).


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las bases de su propia autonomía, o bien un arte dogmático, instrumental, más preocupado al final por suscitar de su audiencia determinadas respuestas que por promover una reflexión sobre las condiciones de las propias respuestas.

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Diego Rivera El hombre controlador del universo, 1934


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James Oles

REALISMO Y MURALISMO EN MÉXICO MÁS ALLÁ DE LO SOCIAL Y DE LO SOCIALISTA «Realismo» es una de las palabras de las que más se ha abusado en la historia del arte, a pesar de los malabarismos verbales que utilizamos para obtener otras expresiones más o menos equivalentes, como «verosimilitud», «representación del natural» y una gran variedad de términos similares, en nuestro afán por ofrecer cualquier tipo de definición. Huelga decir que cuando hablamos del «realismo» de Courbet, del «realismo social» de la década de 1930 que este artista anticipó o de cualquier otra encarnación del término, no debemos olvidar que lo único auténticamente real de una pintura, un mural, una escultura o una fotografía es la materialidad física del objeto que existe y puedes tocar, al menos cuando los vigilantes del museo están distraídos. Dicho esto, también sabemos que, en comparación, el cuadrado rojo más pictoricista de una pintura de Malévich es mucho más real (¡miren con atención!) que la más impecable efigie de Stalin, con sus mejillas sonrosadas: el «realismo», sea una postura política, una categoría histórica o un recurso estilístico, es, con demasiada frecuencia, una distracción culpable de emplear las mismas artimañas que tanto impresionaban a esos espectadores del Renacimiento que, imagino, alguna vez intentaron meter los dedos en el plano pictórico de Alberti. Durante mucho tiempo, en los ensayos sobre el realismo de la década de 1930 se concedía prioridad al arte que se desarrolló en unos cuantos centros metropolitanos de Europa y Estados Unidos (algunos democráticos, otros totalitarios) y tan solo se prestaba atención de forma ocasional a lo que había sucedido en la periferia. Bien fuera el resultado de la permanencia de ciertas tradiciones académicas o bien una rappel à l’ordre más deliberada, el realismo fue, y sigue siendo, el principal motor visual de la construcción de la identidad nacional, un estilo conservador desde el punto de vista formal —aun cuando el artista en cuestión esté comprometido con la izquierda— al que puede acceder con facilidad el más amplio sector del público. En la década de los treinta había realistas por todas partes, desde los maizales de Iowa hasta los cañaverales de Queensland, desde los mercados de Oaxaca hasta las fábricas de Rusia, que se dedicaban a la creación de innumerables paisajes, retratos, estudios del natural y naturalezas muertas, y a ensalzar a obreros, colonos y dictadores, y que buscaban la autenticidad siguiendo la estela de la era de las máquinas, o alababan esta era como parte de un rechazo más general de los vínculos a la cultura tradicional. 53


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Promocionadas y coleccionadas en la época, muchas pinturas realistas han quedado relegadas en la actualidad a los almacenes de los museos y a las últimas páginas de los catálogos de subastas. Son ignoradas no tanto por la falta de originalidad que caracteriza a muchas de ellas, sino por el localismo exagerado de unas obras que hablan de un tiempo y un lugar que hoy en día nos parecen irrelevantes, y porque se adentran con demasiada frecuencia en el terreno de la propaganda política —que es, a fin de cuentas, lo que temía Clement Greenberg que sucedería con el kitsch, una preocupación que expresaría en su famoso ensayo de 19391—. El realismo, además, se presta más que el arte abstracto a la construcción de engañosos estereotipos raciales y de género. Esto es particularmente cierto en el caso de la historia del arte latinoamericano moderno, un ámbito en el que el privilegio que los especialistas suelen conceder al «arte de lo fantástico» (entendido, sobre todo, como el que se basa en imágenes que aluden explícitamente a lo tropical o a lo indígena) ha dado lugar a una reacción crítica (que en algunas ocasiones se manifiesta como rechazo fóbico a la obra de Frida Kahlo) todavía por resolver2. Con el permiso de Greenberg, que abjuraba de la pintura realista de los años treinta porque era fácil de entender para las masas, no debemos olvidar que el realismo puede ser mucho más difícil de interpretar que el arte abstracto, sobre todo para las personas que no están familiarizadas con una cultura determinada (y a menudo también para las que lo están). Cualquier pintura posconstructivista genuina realizada en Helsinki, Buenos Aires o Tokio participa de un diálogo internacional basado en «universales», mientras que las pinturas realistas, cargadas de iconografía, requieren una traducción demasiado exhaustiva: uno no puede lanzarse a especular sin más acerca de Twenty Cent Movie (Película de veinte centavos, 1936) de Reginald Marsh sin conocer a fondo Nueva York, Hollywood, el mundo de la publicidad, de la raza, de la moda e incluso del diseño de iluminación… Y es imposible intentar descifrar los densamente poblados murales que Diego Rivera pintó para la escalera del Palacio Nacional de la Ciudad de México (1929-1935) sin ayuda de una enciclopedia y sin entender el español escrito. Por obvio que parezca esto que acabo de observar, es una idea crucial: si gran parte de las obras realistas han quedado relegadas a los sótanos del mundo académico no ha sido únicamente por el desdén de las elites por el conservadurismo estético, el exceso de localismo y el gusto de las masas, sino también por el miedo a la «solidez discursiva» de la iconografía del otro. Aunque en los años treinta el realismo se extendió ampliamente por las dos Américas, la mayoría de los artistas de fuera de México y de Estados Unidos que lo cultivaron siguen siendo relativamente desconocidos más allá de las fronteras de sus países de origen. Con todo, es indudable que el foco central del realismo latinoamericano en la década de 1930 fue la Ciudad de México (y si tenemos en cuenta los murales de José Clemente Orozco, también 54

1. Clement Greenberg, «AvantGarde and Kitsch», en Partisan Review, nº 6, 1939, pp. 34-49 (trad. cast.: «Vanguardia y kitsch», en Clement Greenberg, La pintura moderna y otros ensayos, Siruela, Madrid, 2006). 2. El texto fundacional es, por supuesto, Mari Carmen Ramírez, «Beyond the Fantastic: Framing Identity in U.S. Exhibitions of Latin American Art», en Art Journal, nº 51:4, invierno 1992, pp. 60-68.


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podríamos incluir Guadalajara), aunque solo sea por el elevado número de artistas y por la enorme promoción de su obra, sobre todo por parte de los críticos del Norte. Basta realizar un análisis superficial del arte moderno mexicano, centrado sobre todo en su evolución a lo largo de los años treinta, para hacerse una idea de lo nutrida y compleja que fue la historia de la pintura figurativa en esta década y, en particular, de la diversidad de posibilidades que ofrecía el realismo. Mientras que el realismo de los años treinta en Estados Unidos, la Unión Soviética, Italia y Alemania parece confundirse hasta cierto punto (a pesar de la innegable disonancia de los contextos políticos), los muralistas mexicanos más destacados —Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros— ofrecían tres interpretaciones rivales de este estilo que es imposible englobar bajo una misma definición. En los comentarios que voy a ofrecer a continuación me centraré, fundamentalmente, en la expresión pública del realismo a través de lo que se ha dado en llamar «muralismo» o «movimiento mural», a pesar de que estas categorías ocultan la diversidad que pretendo poner de relieve. Como sucedió en gran medida con el resto del arte que se desarrolló en la década, es indudable que el arte mexicano de los años treinta hundía sus raíces en los años veinte. Después de la «revolución mexicana de 19101920», la pulcra expresión que se emplea para dar cuenta en términos racionales de una guerra civil terrorífica y caótica, los artistas y los burócratas del gobierno, agrupados en su mayoría en torno al influyente Ministerio de Educación Pública, maquinaron un «renacimiento» cultural que se puede comparar con el retour à l’ordre que tuvo lugar en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Esta renovación se desarrolló en muchos frentes, incluso en el del arte infantil, pero el formato más prominente fue el de la pintura al fresco, que se articuló desde el principio como una estrategia monumental y no comercial, aunque en realidad el contenido y el estilo de los murales fueron objeto de un amplio debate3.

3. En este ensayo quiero centrarme en el arte público financiado por el Estado, en detrimento de otras variedades que también se dieron en esta misma época, desde Frida Kahlo a Rufino Tamayo.

Ya desde los primeros encargos de los años veinte, los muralistas adoptaron distintos lenguajes realistas; algunos se decantaron por el simbolismo, otros por la pintura de Botticelli o de Miguel Ángel. Sin embargo, en los manifiestos que articularon directamente el muralismo posrevolucionario mexicano, el término estilístico «realismo» aparece en muy contadas ocasiones, si es que se menciona en alguno. En el estridente escrito «Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana» (1921), publicado en Barcelona, David Alfaro Siqueiros hacía un llamamiento en favor de los «nuevos valores», «el espíritu constructivo» y «el arte puro», pero se mostraba bastante impreciso en lo concerniente al estilo; dos años después, en el aún más enérgico «Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores de México» (1923), también redactado por Siqueiros, se expresaba una preocupación mucho mayor por la función 55


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del arte y por el tipo de público que por el estilo; el muralismo, que rechazaba las tradiciones burguesas y las restricciones académicas, debía presentar «un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo», aunque las masas casi nunca accedieran a los edificios gubernamentales donde se encontraban los murales4. En un país que, al menos en los años veinte, no contaba con un solo artista que empleara un lenguaje artístico no figurativo, no era necesario aclarar que las imágenes resultantes tenían que ser de alguna manera «realistas»5. A su regreso de la Unión Soviética, adonde había viajado en 1927 para celebrar el décimo aniversario de la victoria bolchevique, Rivera explicaba con una metáfora impetuosa la razón fundamental de la elección del realismo como «arte del nuevo orden»: Me era evidente que [en México] el estómago proletario no estaba listo para asimilar, ni para recibir, como una forma de alimentación con cualidades demasiado refinadas, así como un poco salvajes, el menú artístico, estético de la burguesía. Si uno trataba de darle demasiado al proletario, este simplemente se enfermaría del estómago, y el ensayo provocaría una reacción en el gusto popular hacia los temas artísticos académicos que pudieran interesarle. Desgraciadamente, esto ha sido confirmado por la experiencia sufrida en Rusia6. En la Rusia posrevolucionaria, la revolución comunista implicaba una perfección social (que nunca se llegó a dar) que se podía «representar» por medio del arte abstracto, al menos al principio. Rivera pensaba que la revolución mexicana era mucho más pragmática y parcial; el realismo era necesario para «explicar» a las masas los acontecimientos pasados y ayudarles así a avanzar hacia la auténtica revolución proletaria en el futuro, pero nunca —como exigiría Stalin a partir de 1932— para confirmar que la utopía se había hecho realidad (lo que significaba, por descontado, que había dejado de ser una utopía). En realidad, casi desde el comienzo, Rivera consideraba que su obra mural era moderna y realista, pero nunca académica: en la década de 1910, de la mano del cubismo, había aprendido las técnicas de la cocina burguesa, pero era capaz de servir esas mismas recetas envueltas en tortillas y cubiertas de salsa. Pero en México, el «realismo» —entendido como fidelidad a la realidad observada— ni siquiera era un objetivo, debido a las acuciantes inquietudes sociales de los años veinte, una etapa en la que la maltrecha nación necesitaba una visión cultural compartida y una historia accesible que había que construir a partir de fragmentos: una proyección que resultaría creíble únicamente porque ciertos detalles eran «reales» (quizá esta sea una de las razones que explican por qué la Nueva Objetividad alemana tuvo escasa repercusión, si es que la tuvo, en el México de la época, con la posible excepción de algunas de las obras tempranas de Frida Kahlo). Como en Francia y en 56

4. Estos documentos —y sus títulos— han sido objeto de distintas traducciones y recogidos en distintas recopilaciones; he utilizado las versiones de Mari Carmen Ramírez y Héctor Olea (eds.), Inverted Utopias: AvantGarde Art in Latin America, Yale University Press, New Haven, 2004, pp. 458-460 (trad. cast.: Mari Carmen Ramírez y Héctor Olea [eds.], Heterotopías. Medio siglo sin-lugar: 1918-1968, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2000, pp. 430-431, 438-439). 5. Esta ausencia de abstracción formalista se prolongaría a lo largo de toda la década de 1930; el único artista de la época que se acercó a este estilo fue el guatemalteco Carlos Mérida. 6. Diego Rivera, «The Revolution in Painting», Creative Art, nº 4, ene. 1929, p. xxviii (trad. cast.: Diego Rivera, Textos de arte, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D. F., 1986).


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Italia, los campesinos debían ocupar un lugar destacado en este nuevo orden, pero mientras que los europeos habían confinado el realismo en el pasado clásico, los mexicanos, como es natural, recurrieron a las raíces, las tradiciones, las ceremonias y las historias indígenas de la nación, de acuerdo con la necesidad política y social de integrar a las clases y a las comunidades marginales en la economía nacional y en el Estado.

7. Shifra Goldman, Contemporary Mexican Painting in a Time of Change, University of Texas Press, Austin, 1981, p. 10. 8. Para el estudio de los artistas estadounidenses, el texto clave sigue siendo David Shapiro (ed.), Social Realism: Art as a Weapon, Frederick Unger, Nueva York, 1973; para la URSS, véase Matthew Cullerne Bown, Socialist Realist Painting, Yale University Press, New Haven, 1998. No es mi intención, en este breve ensayo, abordar toda la complejidad de los debates que rodean este amplio tema, y tampoco citar todas las fuentes posibles en las notas a pie de página.

En su indagación de los orígenes del arte figurativo mexicano de los años cincuenta, la historiadora del arte Shifra Goldman observaba con perspicacia que «el realismo social mexicano, el sello del movimiento de la pintura mural, se puede situar en una zona intermedia entre “lo social” y “lo socialista”»7. Las definiciones de Goldman aluden tanto al contexto político en el que trabajaban los artistas como al contenido. El realismo social, sobre todo el que practicaron los artistas estadounidenses progresistas o radicales durante la Depresión (lo que después se conocería por lo general como «arte proletario»), tendía a criticar problemas sociales como la injusticia, la pobreza, el racismo o el desempleo normalmente desde dentro del sistema, aunque en algunas ocasiones los representantes de este movimiento adoptaran una postura más combativa vinculada a la ideología del partido comunista: Raphael Soyer, Philip Evergood, Ben Shahn y William Gropper son algunos de los nombres más destacados de esta tendencia8 (en comparación, la mayoría de los artistas realistas estadounidenses de los años treinta, desde las figuras más importantes, como Thomas Hart Benton o Reginald Marsh, hasta la legión de pintores aficionados que, en muchos casos, consiguieron colocar sus obras en las páginas de Art Digest o en las colecciones particulares de empresas como IBM, se mostraban mucho más conformes con la situación del momento). El realismo socialista, por su parte, se suele relacionar con las políticas culturales específicas que la Unión Soviética puso en marcha desde principios de los años treinta en adelante, aunque quizá se podría entender mejor como una variedad del «realismo totalitario», un término que también incluiría gran parte del arte que se creó en la Alemania nazi y en la Italia fascista (y más tarde en la China maoísta). En estos regímenes, la diversidad estilística se eliminó de forma gradual y violenta en favor de un realismo rígido y cada vez más idealizado que retrataba a una clase obrera y a un campesinado prósperos gobernados por un líder paternalista y benévolo —a veces no tan benévolo—. Goldman da a entender que los muralistas mexicanos buscaban un término medio (una actitud que México adoptaría con frecuencia en el siglo XX, y no solo en el ámbito de las artes) entre dos polos estético-ideológicos, a saber, el del realismo social y el del realismo socialista. Sin embargo, es difícil situar la diversidad de la práctica de los muralistas en un punto medio o en una zona de compromiso, pues no está del todo claro que la opción estadounidense y la soviética representen dos alternativas contrarias, al menos en términos visuales. Aun a riesgo de caer en la generalización en un campo de prácticas muy 57


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complejo, se podría afirmar que el realismo estadounidense de los años treinta (el de la mayoría de los murales del New Deal, por ejemplo) no se diferencia tanto del realismo soviético de esta misma década (y en este caso podríamos meter en el mismo saco gran parte de las pinturas francesas e italianas, y de las alemanas realizadas a partir de 1933): a menudo, los felices campesinos, los fornidos obreros y los héroes históricos que aparecen en todas estas obras solo se diferencian en detalles de indumentaria, costumbres y vegetación. A primera vista, los temas de las pinturas realistas mexicanas (y en realidad los de muchas obras brasileñas y cubanas) se diferencian de los que predominan en las pinturas del realismo social y en las del realismo socialista por la identidad racial indígena o mestiza de los «nuevos hombres y mujeres» que aparecen representados (los paisajes que los rodean también son distintos, las palmeras y los magüeyes sustituyen a los robles y los cardos): los indios y los mestizos (o los individuos de ascendencia africana) no son «el otro», sino la columna vertebral de una nueva identidad nacional en proceso de formación. Con todo, a mi juicio, el rasgo distintivo más significativo del muralismo monumental mexicano de los años treinta es que, por una serie de razones políticas y sociales, los muralistas —contratados por el gobierno en su mayoría— gozaban de una mayor libertad para experimentar con los lenguajes visuales modernos (la técnica del montaje, el futurismo, el expresionismo) y, además, de más autonomía para criticar al sistema: si bien la figura del presidente del gobierno, por ejemplo, era en general «intocable», los artistas mexicanos nunca se vieron obligados a incluir en sus obras, con la excepción de un puñado de fotomontajes concebidos para la prensa, alusiones serviles al líder, como sucedía en la URSS y en la Alemania nazi. Todo esto se advierte ya en las obras que los tres principales exponentes del muralismo realizaron en los años veinte, y en las de los años treinta se percibe con total claridad. En el Palacio de Bellas Artes, la obra de Rivera El hombre en el cruce de caminos (también conocida como El hombre controlador del universo), un montaje trotskista a base de fragmentos minuciosamente representados y perfectamente integrados en un todo estable y discursivo (concebido en un principio en 1933 para el Rockefeller Center pero pintado de nuevo en la Ciudad de México en 1934, después de que la obra fuera censurada por su mecenas), convive con La katharsis (1935) de Orozco, una obra maestra del expresionismo barroco, angustiosa y ambigua. Si Siqueiros no llegó a participar en esta gran confrontación fue, sobre todo, por sus constantes viajes. Solo cuando regresó a México, al final de la década, después de luchar en la Guerra Civil española, pudo realmente llevar a la práctica sus complejas teorías y completar su Retrato de la burguesía (1939-1940), un encargo del Sindicato Marxista de Electricistas de México realizado en colaboración con Josep Renau, entre otros, valiéndose de las técnicas pictóricas modernas (el estarcido, el aerógrafo) y de una concepción más dinámica del espacio mural. 58


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Las distintas variedades de realismo mexicano que Rivera, Orozco y Siqueiros practicaron y divulgaron a través de textos y declaraciones sirvieron de inspiración a un extenso grupo de artistas estadounidenses, algunos de los cuales trabajaron como ayudantes de los mexicanos. En Estados Unidos el impacto fue sin duda mayor, porque a principios de los años treinta estos tres artistas mexicanos pintaron importantes murales en varias ciudades norteamericanas, justo antes de que se pusieran en marcha los proyectos artísticos del New Deal en 1934. Como ya había sucedido en México, el clasicismo optimista de Rivera fue el estilo que más influyó en la creación de un vocabulario visual que otros habrían de continuar, pero el expresionismo de Orozco y las innovaciones técnicas y formales de Siqueiros también tuvieron un gran impacto9. Con semejante diversidad de lenguajes realistas mexicanos, los artistas tenían donde elegir; pero, si bien es cierto que el realismo mexicano condicionó el desarrollo del realismo en Estados Unidos a partir de 1930 (más que a la inversa), también lo es que los artistas norteamericanos que triunfarían de un modo decisivo durante la posguerra por ir más allá del realismo, como Jackson Pollock, Philip Guston e Isamu Noguchi, entre otros, siguieron el ejemplo de Orozco y de Siqueiros: Rivera se encontraba sencillamente demasiado arraigado en lo específico (por muy internacionales que fueran los temas artísticos que abordó)10.

9. Véanse Francis V. O’Connor, «The Influence of Diego Rivera on the Art of the United States during the 1930s and After», en Cynthia Newman Helms (ed.), Diego Rivera: A Retrospective, W. W. Norton, Nueva York, 1986, pp. 157-183; y Andrew Hemingway, «American Comunists View Mexican Muralism: Critical and Artistic Responses», en Crónicas: El muralismo, producto de la revolución mexicana, en América, nº 2-3, mar. 2002-mar. 2003, pp. 8-9, 13-43. 10. Para Noguchi, véase James Oles, «International Themes for a Working Class Market: Noguchi in Mexico», en American Art, vol. 15, nº 2, verano 2001, pp. 10-33.

El caso de Guston es un buen ejemplo. A principios del verano de 1934, este joven pintor americano (en aquel entonces conocido como Philip Goldstein) y su colega Reuben Kadish, acompañados por el poeta y crítico de arte en ciernes Jules Langsner (que mucho después se convertiría en editor de Artforum), salieron de Los Ángeles con destino a la Ciudad de México con la esperanza de reunirse con David Alfaro Siqueiros, que acababa de regresar a su país después de concluir una campaña de proselitismo —con charlas, conferencias, pinturas, clases y escritos— que le había llevado de Hollywood a Montevideo y Buenos Aires (donde tuvo un profundo impacto en artistas como Antonio Berni y Lino Spilimbergo), y luego a Río de Janeiro y Nueva York. Kadish había trabajado como ayudante de Siqueiros durante la estancia del pintor mexicano en Los Ángeles (donde había realizado tres murales en 1932), y aunque estos artistas más jóvenes ya habían pintado su propio mural para una escuela sindical local, sin duda presentían —quizá animados por Siqueiros— que México sería un entorno más propicio para la creación de arte público radical. Como es natural, los jóvenes americanos visitaron los edificios públicos del centro colonial de la ciudad, repletos de frescos de Rivera y Orozco: todavía no había muchas obras que ver de Siqueiros. A Guston, sin embargo, la obra de estos dos artistas no le impresionó demasiado: El tan cacareado renacimiento mexicano es en muchos sentidos un camelo. No puedo explicarte la decepción que he sentido al ver la mayoría 59


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David Alfaro Siqueiros Retrato de la burguesía, 1939-1940

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de los frescos. Sobre todo los de Rivera. Su obra es un desastre horrible y absoluto. Orozco es un expresionista dominado por la emotividad, pero por lo menos tiene algún que otro momento de plasticidad. El fresco de Charlot es sin duda lo mejor que se puede ver aquí11. Puede que Guston elogiara la pintura neorrenacentista Masacre en el Templo Mayor de Jean Charlot (Escuela Nacional Preparatoria, 1923) porque visualmente parecía más cercana a la obra reciente que él mismo había desarrollado en Los Ángeles bajo el influjo del surrealismo clasicista de Lorser Feitelson. Sin embargo, todavía le impresionaron más las fotografías que vio del Ejercicio plástico de Siqueiros, un mural que llenaba las paredes, el techo y el suelo de un bar situado en el sótano de una vivienda de un suburbio de Buenos Aires en 1933: Está toda pintada con aerógrafo, y puede que como pintura sea una mierda, pero ¡es un experimento cinético! […] Al no trabajar sobre el plano liso de la pared, tiene que enfrentarse al problema de la distorsión. Por eso ha pintado los desnudos muy distorsionados, para que no parezcan distorsionados por la peculiar forma de la pared […]. Y el movimiento es tremendo. El cuadro está compuesto de tal manera que cuando el espectador se mueve, las figuras se mueven y giran con él. No puedo explicarlo. ¡Hay que verlo! Es una auténtica innovación. ¡Y él hace un gesto con la mano y dice que no es más que un ejercicio plástico!12

11. Philip Guston a Harold Lehman (14 de julio de 1934), antiguamente en la colección de Harold Lehman. Parte de esta carta se cita en Dore Ashton, A Critical Study of Philip Guston, University of California Press, Berkeley, 1990, pp. 31-32. 12. Ibíd. Abandonado durante mucho tiempo, el mural ha sido restaurado recientemente y trasladado a un nuevo museo situado justo detrás de la Casa Rosada en Buenos Aires. 13. Para su proyecto mexicano, véase Albert Boime, «Breaking Open the Wall: The Morelia Mural of Guston, Kadish and Langsner», en Burlington Magazine, vol. 150, verano 2008, pp. 452-459. En Walls to Paint On: American Muralists in Mexico, 1932-1936, tesis doctoral, Yale University, 1995, analizo este y otros proyectos.

En realidad, tanto Guston como Kadish, bien predispuestos hacia la obra de Siqueiros desde su contacto inicial con el artista en Los Ángeles, estaban fascinados por las innovaciones formales y técnicas que había alcanzado, y no les interesaba demasiado la sencilla visión de la historia y la cultura mexicanas de Rivera. Como es natural, en la década de 1940, Guston y Kadish ya habían superado con creces los clichés de la pintura de la American Scene y los del «realismo social», y buscaban un mayor grado de experimentación formal que la mayoría de sus contemporáneos «realistas»13. Sin embargo, mi intención en este ensayo no es trazar los orígenes de una obra de Guston como Bombardment (El bombardeo, 1937-1938), sino más bien recordar que el muralismo mexicano nunca fue una fuerza monolítica: por el contrario, formaba parte de una compleja red de variedades de realismo que se extendió por un extenso territorio geográfico y que influyó en los artistas y en su público de distintas maneras. Sin duda, al margen de que algunos regímenes, totalitarios o no, lo manipularan para limitar la libertad de expresión y de que desempeñara una labor de catalogación de información etnográfica tremendamente útil para la creación de la identidad y la construcción de la historia, uno de los aspectos cruciales del realismo de los años treinta es que permitió a un puñado de astutos navegantes explorar caminos que les condujeron más allá de lo real.

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Antonio Berni New Chicago Athletic Club [Club Atlético Nueva Chicago], 1937

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Mario Sironi Bozzetto per illustrazione de «La Rivista Illustrata del Popolo d’Italia» (L’operaio) [Boceto para la ilustración de «La revista ilustrada del pueblo de Italia» (El obrero)], 1930

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Ben Shahn The riveter (mural study, Bronx, New York Central Postal Station) [El remachador (estudio para el mural de la oficina central de Correos del Bronx, Nueva York)], 1938

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Seymour Lipton Straphangers [Viajeros de pie], 1937

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David Alfaro Siqueiros Sollozo, 1939

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Stanley Spencer Portrait of Patricia Preece [Retrato de Patricia Preece], 1933

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Philip Guston Mother and child [Madre e hijo], 1930

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Léon-Ernest Drivier Buste de Mme X [Busto de Señora X], 1932

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Georg Schrimpf Zwei Mädchen am Fenster [Dos chicas en la ventana], 1937

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Josep de Togores Grupo alrededor de la guitarra. L’Ametlla del Vallès, 1937

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テ]geles Santos Cena familiar, 1930

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Reginald Marsh Twenty Cent Movie [Película de veinte centavos], 1936

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Max Beckmann Gesellschaft Paris [Sociedad parisina], 1931

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SURREALISMO

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Le surréalisme autour du monde [El surrealismo alrededor del mundo] Minotaure, París: Albert Skira, año 3, nº 10, octubre 1936


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Janine Mileaf

«LE PLUS GRAND SURRÉALISME» (EL MÁS GRANDE SURREALISMO)

1. Walter Benjamin, «Surrealism: The Last Snapshot of the European Intelligentsia», 1929 (trad. de Edmund Jephcott), en Michael Jennings, Howard Eiland y Gary Smith (eds.), Walter Benjamin, Selected Writings, vol. 2, Belknap Press of Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1999, pp. 207-221 (trad. cast.: «Surrealismo: la última instantánea de la inteligencia europea», en Imaginación y Sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid, 1980). 2. Susan Rubin Suleiman, «Between the Street and the Salon: The Dilemma of Surrealist Politics in the 1930s», Visual Anthropology Review, nº 7:1, primavera 1991, pp. 39-50. 3. Benjamin Péret, «International Surrealism», Cahiers d’art, 1935 (cit. en Gérard Durozoi, History of the Surrealist Movement. University of Chicago Press, Chicago y Londres, 2002, p. 286). 4. Para una recopilación de folletos y escritos surrealistas más allá de las fronteras de Francia, véase Michael Richardson y Krzysztof Fijalkowski (eds.), Surrealism Against the Current, Pluto Press, Londres, 2001. 5. «The World in the Time of the Surrealists», en Variétés: revue mensuelle illustrée de l’esprit contemporain, Éditions Variétés, Bruselas, 1929, pp. 26-27.

En el caso del surrealismo, como en el del crac del mercado de valores de Estados Unidos y sus repercusiones globales, los años treinta comenzaron en 1929. Fue entonces cuando desapareció la revista fundacional La révolution surréaliste y André Breton publicó el Second Manifeste du Surréalisme, mientras expulsaba oficialmente de las filas del grupo a algunos de sus antiguos colegas. Ese mismo año, Walter Benjamin publicó su ya clásico ensayo «El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea»1, y los llamados surrealistas disidentes se agruparon en torno a la figura de Georges Bataille para lanzar la revista alternativa Documents. Se suele pensar que la década posterior a estos acontecimientos fue un periodo de decadencia, tanto en el ámbito del radicalismo político como en el de la innovación artística, no solo en el ámbito del surrealismo sino en el de las vanguardias europeas en general. Susan Rubin Suleiman ha definido acertadamente este momento en términos de «capitulación económica»: el momento de la transición desde la política callejera hasta las galerías, desde las convicciones marxistas hasta el mecenazgo de la burguesía2. Aunque es cierto que en los años treinta se produjo un cambio sustancial en las metas y las expresiones del surrealismo, también hay que reconocer que fue un periodo de maduración y de expansión internacional. Esta es la tesis que defendía Benjamin Péret en el ensayo «International Surrealism», escrito en 1935, y señalaba además que el surrealismo, «para evitar su extinción, debe trascender el estrecho marco de las fronteras de este país y adoptar un carácter internacional»3. A solas entre las vanguardias del periodo de entreguerras, el surrealismo no solo logró sobrevivir a esa década, sino que, gracias a la difusión de sus ideas más allá de las fronteras nacionales, ha conseguido prolongar su existencia hasta nuestros días4. En 1929, los surrealistas evaluaban la situación mundial del movimiento con ayuda de un mapa que publicaron en un número especial de la revista belga Variétés sobre el surrealismo5. Este número apareció después de que André Breton, Louis Aragon y Paul Éluard se desplazaran hasta Bruselas para trabajar con los surrealistas belgas y con el editor de la revista en la elaboración del mapa. Con el título Le Monde au temps des surréalistes (El mundo en la era de los surrealistas), el mapa muestra un mundo organizado 81


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en torno al océano Pacífico, una estrategia cuyo resultado inmediato era la descentralización de Europa y de América del Norte. Los detalles geográficos de forma y de escala se exageraban o se ignoraban. Por ejemplo, la mayor parte de Estados Unidos y Canadá no aparecía, mientras que Alaska, al oeste, y la península del Labrador, al este, se representaban con un tamaño exagerado y se prestaba una atención especial a las distintas islas del Pacífico, como Hawái. La isla de Gran Bretaña recibía un trato similar al de Estados Unidos —apenas se distinguía—, mientras que Irlanda surgía imponente cerca de la costa. De este modo, se hacía especial hincapié en los lugares asociados con el exotismo surrealista —las obras de arte oceánico se habían apoderado de la imaginación de los surrealistas desde hacía mucho tiempo en colecciones y exposiciones—. El mapa revela un deseo consciente de trazar las filiaciones globales del movimiento y, al mismo tiempo, de reorganizar el mundo. La autoevaluación geográfica permitía cierto distanciamiento de la realidad y anunciaba una reorientación descarada de las relaciones que contradecía las trayectorias transatlánticas dominantes. Ocho años después, en la lujosa revista Minotaure, los surrealistas evaluaban de nuevo su presencia internacional. En esta ocasión las reivindicaciones eran más concretas. En un collage de tres páginas compuesto con portadas de libros y revistas, catálogos de exposiciones e invitaciones, los surrealistas documentaban la expansión del movimiento en dieciocho países distintos —desde el Reino Unido, Bélgica, Dinamarca y España hasta Perú, Estados Unidos y Japón6—. En el transcurso de poco menos de una década, el surrealismo había pasado de la desaparición potencial al reconocimiento mundial. Basándome únicamente en el ejemplo de algunos de estos países, en este ensayo intentaré demostrar que la expansión del surrealismo a través de la organización de exposiciones internacionales revelaba un compromiso con la construcción de una extensa red, íntimamente relacionado con el anticolonialismo surrealista y con la defensa de un nuevo orden internacional7. Además, las marcadas diferencias entre el mapa del mundo surrealista de 1929 y los collages de Minotaure de 1937 ponen de manifiesto un avance: desde la capacidad imaginaria para plegar las relaciones mundiales a la voluntad surrealista hasta la documentación de la difusión real del movimiento por todo el mundo. Se puede interpretar, por tanto, que los años treinta fueron una época de ganancias prácticas en una escena política tremendamente complicada8. El origen de la ofensiva internacional de las exposiciones surrealistas se remonta a la gran Exposición Colonial Internacional de 1931. Organizada por el gobierno francés para legitimar y actualizar sus derechos sobre sus posesiones en el extranjero, este acontecimiento fue un gran espectáculo de exotismo y ostentación. Réplicas de edificios coloniales procedentes de todos los lugares, desde Estados Unidos (Mount Vernon) hasta Camboya (el templo Angkor Wat), adornaron durante seis meses el Bois de Vincennes, en las 82

6. Minotaure, nº 10, invierno 1937, pp. 62-64. 7. En el catálogo de una exposición reciente, Dawn Ades advierte que no hay que confundir las exposiciones que organizaron los surrealistas con las exposiciones sobre el surrealismo promovidas por personas ajenas al movimiento (la mayoría de las realizadas en el extranjero). Sin embargo, en mi opinión, fue precisamente esta pérdida de control por parte de los miembros del grupo francés la que favoreció la expansión del surrealismo en los años treinta. Véase Dawn Ades, The Colour of My Dreams: The Surrealist Revolution in Art, Vancouver Art Gallery, Vancouver, 2011, p. 15. Para el diseño de exposiciones surrealistas, véase Lewis Kachur, Displaying the Marvelous: Marcel Duchamp, Salvador Dalí, and Surrealist Exhibition Installations, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2001. 8. Para una crónica detallada de la situación política, véase Steven Harris, Surrealist Art and Thought in the 1930s: Art, Politics, and the Psyche, Cambridge University Press, Cambridge, 2004.


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afueras de París. A algunos ciudadanos de las colonias francesas se les paseaba por la feria y otros formaban parte de una atracción que se acabó conociendo como el «zoo humano», para demostrar que habían abrazado la identidad francesa sin renunciar a su singularidad específica9. En revistas y periódicos se publicaron artículos en los que se describían las características raciales de las distintas naciones representadas y se comparaba su belleza. Aunque fue ampliamente criticada, la exposición fue un gran éxito y atrajo a decenas de millones de visitantes.

9. Para un análisis más detallado, véase Janine Mileaf, «Body to Politics. Surrealist Exhibition of the Tribal and the Modern at the Anti-Imperialist exhibition and the Galerie Charles Ratton», RES: Anthropology and Aesthetics, nº 40, otoño 2001, pp. 239-255. 10. Las descripciones de la exposición proceden de André Thirion, Revolutionaries without Revolution, Macmillan, Nueva York, 1975, pp. 289-290. Véase también Jody Blake, «The Truth About the Colonies, 1931: Art indigène in Service of the Revolution», Oxford Art Journal, nº 25:1, 2002, pp. 35-58.

En respuesta a este gran espectáculo de ostentación colonialista, los surrealistas, en colaboración con el Partido Comunista Francés (PCF), inauguraron una contraexposición denominada La Vérité sur les Colonies (La verdad sobre las colonias). Organizada en el pabellón soviético de una feria universal anterior —la Exposición Internacional de Artes Decorativas de 1925—, la respuesta surrealista a la grandiosidad colonialista ocupaba dos plantas de este edificio y estaba dividida en tres secciones. Una introducción general en la primera planta y dos salas de exposiciones en la segunda: una dedicada a las artes indígenas y otra a la vida y a la política comunistas. Para crear un ambiente más agradable, se podía escuchar una selección de «música del mundo» realizada por Louis Aragon y Elsa Triolet, mientras los altavoces lanzaban consignas políticas. Los visitantes podían dejar sus comentarios en unos cuadernos repartidos por las salas, una práctica muy frecuente en la actualidad10. Los pasajes más famosos de la exposición —y quizá los únicos que recurrían a la metodología surrealista de la yuxtaposición— se conocen gracias a las dos fotografías que aparecieron juntas en las páginas de Le surréalisme au service de la révolution (El surrealismo al servicio de la revolución) sin demasiadas explicaciones. En la leyenda, tan solo se consigna el nombre de la exposición y de los responsables de la instalación de la sala: Louis Aragon, Paul Éluard e Yves Tanguy. En la primera fotografía, se puede ver un cartel con un eslogan de Karl Marx —«un pueblo que oprime a otro no puede ser libre»— acompañado por las formas imprecisas pero discernibles de algunos objetos tribales expuestos sobre pedestales y repartidos por toda la sala. En la segunda imagen, se puede ver una sección denominada «Fetiches europeos», en la que aparecen tres figurillas en una estantería: la figurilla de la izquierda parece la imagen erotizada de una mujer de piel morena con los brazos extendidos y el torso desnudo; a la derecha, aparece una Virgen negra con el Niño Jesús; la figura del centro es un monaguillo negro que pide limosna ofreciendo un platillo con la palabra merci, un objeto con el que los visitantes estaban muy familiarizados. La crítica implícita en esta obra es muy evidente y se centra en la falsa religiosidad de las culturas occidentales y en la combinación de los deseos eróticos, económicos y espirituales. En otras secciones de la exposición y en los folletos explicativos, se incluían textos didácticos que describían la hipocresía y las políticas mercenarias de las potencias coloniales. 83


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Le monde au temps des surréalistes [El mundo en la era de los surrealistas] Variétés, número fuera de serie «Le surréalisme en 1929», junio 1929 La vérité sur les colonies [La verdad sobre las colonias] Le surréalisme au service de la révolution, nº 4, diciembre 1931

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A raíz de la intervención francesa en la guerra del Rif (Marruecos), entre 1924 y 1925, los surrealistas se habían opuesto de forma activa a la expansión colonial. De hecho, fue esta guerra la que empujó a André Breton y a otros a unirse al PCF un par de años después. Para los surrealistas, La vérité sur les colonies era una buena oportunidad para realizar una declaración política que proclamara su oposición al colonialismo, y hacerlo además en colaboración con el partido comunista. Esta fue, quizá, la única vez que se llegó a producir este tipo de colaboración. El diálogo que se entabló entre estas dos exposiciones —entre una utopía a gran escala patrocinada por el Estado y una deshilvanada provocación documental— era un reflejo de la relación del surrealismo con el PCF; una relación en la que los impulsos artísticos e individualistas eran cada vez más difíciles de sostener. Los surrealistas, y en particular André Breton, luchaban por encontrar un lugar dentro de la Internacional Comunista y por conciliar la noción de creatividad individual con el servicio a los fines y a los métodos comunales. Estas batallas desembocaron en la ruptura definitiva en 1935.

11. Denis Hollier, «The Use Value of Surrealism», Papers of Surrealism, nº 7, 2007, p. 6. Véase también Romy Golan, «Triangulating the Surrealist Fetish», Visual Anthropology Review, nº 10:1, primavera 1994, pp. 50-65. 12. Roger Little, «La Plus Grande France: A Hypothesis», French Studies Bulletin, nº 26:95, verano 2005, pp. 19-20.

Si analizamos retrospectivamente la exhibición de objetos tribales en esta y en otras exposiciones de la época, se puede acusar a los surrealistas de utilizar estos objetos y de manipular el exotismo para promocionar su causa. En la Exposition Surréaliste d’Objets (Exposición surrealista de objetos) de 1936 de la galería Charles Ratton, por ejemplo, las obras de arte oceánico se emparejaban con objetos surrealistas para provocar una sensación de desorientación y distanciamiento. Como ha observado Denis Hollier, en el mapa del surrealismo mundial que hemos analizado más arriba la reducción del tamaño del hemisferio Sur demuestra que los propios surrealistas estaban atrapados en el «enfrentamiento Oriente/Occidente» y que, por tanto, su visión de un orden global verdaderamente revolucionado era limitada11. El título del presente ensayo —«Le plus grand surréalisme»— alude al modo en el que este movimiento, en los años treinta, en su afán por criticar las conquistas del gobierno francés, recurrió a estrategias expansionistas. La expresión original, «La plus grande France», formaba parte de la retórica expansionista de Francia y fue acuñada, probablemente, durante los debates parlamentarios de 188512. Esta frase hace referencia a una concepción de Francia que incluye los territorios extranjeros y se impuso en la Exposición Colonial Internacional de 1931. Al asociarla al surrealismo, nuestra intención es señalar los peligros inherentes al éxito final del movimiento: al ampliar su alcance más allá de las fronteras de Europa, el surrealismo tuvo que compaginar sus objetivos artísticos con su identidad política y comercial. Aunque los objetos tribales de las Américas habían conseguido introducirse en el imaginario surrealista y Estados Unidos había desaparecido, prácticamente, del mapa que hemos analizado más arriba, el movimiento se introdujo con fuerza en este país durante los años treinta. La primera 85


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colección extensa de obras surrealistas se presentó en el Wadsworth Atheneum en 1931, en una exposición titulada Newer Super-Realism. Después, en 1932, Julien Levy acogió en su galería de Nueva York la revolucionaria muestra Surrealism. Levy contribuyó deliberadamente a aligerar el surrealismo y a dotarlo del carácter sensacionalista que se le solía atribuir en Estados Unidos. En las descripciones de las obras que incluyó en el famoso catálogo de la exposición, tendía a ofrecer explicaciones simplistas y se dejaba llevar por un lenguaje promocional e incisivo. Levy quería liberar al arte de la pesada carga de la política, los manifiestos y los folletos, y sus colegas americanos siguieron su ejemplo13. En 1936, la popularidad del surrealismo alcanzó su cénit con la exposición Fantastic Art, Dada and Surrealism, de Alfred Barr, en el Museum of Modern Art. Al final de la década, el estreno de la exposición El sueño de Venus de Salvador Dalí, con sus sirenas en topless, en la Feria Universal de Nueva York de 1939, supuso la transformación del movimiento en un puro espectáculo. Breton se distanció de Dalí y le acusó de entregarse al comercialismo desenfrenado. La creciente popularidad del surrealismo era un motivo de preocupación para Breton, y también la tendencia política derechista de Dalí. Breton estuvo en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, pero nunca llegó a sentirse cómodo. Se encontraba mucho más a gusto cuando viajaba y daba conferencias en lugares como Praga y Ciudad de México. Cuando Breton llegó a Praga acompañado de su mujer, Jacqueline, y de Paul y Nusch Éluard en 1935, les recibieron como a auténticas celebridades, y Breton bautizó esta ciudad como «la capital mágica de Europa». Con el poeta Víteˇzslav Nezval y los artistas Jindrˇich Štyrský y Toyen como anfitriones, Breton pronunció tres conferencias: la primera en la galería Mánes, que había acogido la exposición de surrealismo checo y parisino Poésie 1932, la muestra más importante que se celebró en esta época más allá de las fronteras de Francia14. Algunos miembros del grupo checo Deveˇtsil habían manifestado públicamente su adhesión al surrealismo a través de una carta que apareció en la revista Le surréalisme au service de la révolution en 1933 y, un año después, se había fundado oficialmente el grupo surrealista checo. En la primera conferencia que Breton dictó en Praga, titulada «Situación surrealista del objeto, situación del objeto surrealista», Breton desarrolló la noción de «azar objetivo». Aunque ya había introducido esta idea con anterioridad, se convirtió en una de sus aportaciones teóricas más importante de los años treinta15. Esta noción hace referencia a la motivación psíquica del descubrimiento casual de objetos relacionados con los deseos y las fantasías personales: en palabras de Breton, «el tipo de azar que muestra al hombre, de un modo enormemente misterioso, una necesidad que se le escapa»16. La idea de que el individuo tomaría conciencia de sus propios deseos psíquicos por medio de ese tipo de coincidencias se convertiría en el 86

13. Julien Levy, Surrealism (1936), reimp., Black Sun Press, Nueva York, 1995. Véase también Keith L. Eggener, «“An Amazing Lack of Logic”: Surrealism and Popular Entertainment», American Art, nº 7:4, otoño 1993, pp. 31-45. 14. Derek Sayer, «Surrealities», en Timothy Benson (ed.), Central European Avant-Gardes: Exchange and Transformation, 1910-1930, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2002, p. 90. Véase también Lenka Bydžovská, «Against the Current: The Story of the Surrealist Group of Czechoslovakia», Papers of Surrealism, nº 1, 2003, pp. 1-10. 15. André Breton, «Surrealist Situation of the Object, Situation of the Surrealist Object», reimp. en Manifestoes of Surrealism, Ann Arbor: The University of Michigan Press, 1969, pp. 255-278 (trad. cast.: «Situación surrealista del objeto», en Escritos de arte de vanguardia, 1900/1945, Akal, Madrid, 1999). 16. Ibíd., p. 268.


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principio rector de las exposiciones posteriores de la década de 1930. Como hemos analizado más arriba, en la muestra de la galería Charles Ratton se utilizaron objetos tribales y surrealistas con el fin de crear un paisaje de objetos capaces de provocar ese tipo de experiencias iluminadoras. Breton dictó su segunda conferencia de Praga, «Posición política del arte actual», en la sede del Frente Popular, y la prensa comunista le dedicó mucha atención y la reseñó positivamente. Puede que el público checo se mostrara receptivo a estas conferencias porque se encontraba en sintonía con los debates que tenían lugar en aquella época en su país entre los distintos movimientos de vanguardia. Para Breton y Éluard, que en otros lugares luchaban para encontrar un modo de reconciliar el surrealismo con el PCF, el viaje a Praga fue excepcional17. En realidad, como ha señalado Lenka Bydžovská, los artistas que acabarían fundando el movimiento surrealista checo consideraban que la rebelión anarquista de los surrealistas franceses era un fenómeno menos avanzado que la relación que ellos mantenían con el comunismo18. Se habían resistido a unirse al surrealismo durante una década, mientras encontraban una posición intermedia entre el colectivismo y la creatividad. Pero, en los años treinta, daba la sensación de que las preocupaciones de los surrealistas checos eran similares a las de los franceses. En 1937, las conferencias que pronunció Breton en Praga fueron traducidas al checo y publicadas con el título Co je surrealismus?, y sirvieron de base política y estratégica para la fundación del grupo surrealista checo que se expandió durante la Segunda Guerra Mundial y que todavía hoy sigue en activo19.

17. «La posición que ocupan [los surrealistas checos] en el Partido Comunista es excepcional. Teige edita el único periódico comunista de Checoslovaquia. En cada ejemplar hay uno o dos artículos sobre el surrealismo», Paul Éluard, carta a Gala; se cita en G. Durozoi, op. cit., p. 294.

El contraste que existe entre estos dos breves ejemplos de la trayectoria internacional que siguió el surrealismo en los años treinta indica que los miembros más importantes del grupo francés no siempre fueron capaces de controlar las consecuencias de la difusión de sus ideas. No obstante, la capacidad de adaptación de las ideas esenciales del surrealismo —las que se basaban en la aplicación de la imaginería psíquica a la vida cotidiana— cristalizó más allá de los límites de los propósitos originales del grupo. En Estados Unidos, el surrealismo fue ganando terreno a través de formas más populares, mientras que en Checoslovaquia, la popularidad de la vanguardia local permitió al surrealismo renovarse de un modo generalizado y original. Puede que el éxito que cosecharon los surrealistas en la escena internacional en los años treinta y en décadas posteriores se debiera precisamente a su incapacidad para controlar su legado.

18. Lenka Bydžovská, op. cit., p. 2. 19. Para más detalles sobre los surrealistas en Praga durante la guerra, véase Jindrˇich Toman y Matthew S. Witkovsky, Jindrˇich Heisler: Surrealism Under Pressure 1938-1955, Yale University Press, New Haven, 2012.

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Wolfgang Paalen Combat des princes saturniens II [Batalla de príncipes saturnianos II], s.f.


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Tyrus Miller

MÍMESIS DEL HOMBRE NUEVO LOS AÑOS TREINTA: DE LA IDEOLOGÍA A LA ANTROPOLÍTICA Para los intelectuales de la época y para los historiadores posteriores, los años treinta fueron un periodo de politización sin precedentes en el que las ideologías colectivas se intensificaron y se polarizaron de forma violenta. La consolidación del poder absoluto de Stalin en la URSS, el ascenso de Hitler en la Alemania nazi, la movilización internacional del Frente Popular, el estallido de la Guerra Civil en España y la inexorable marcha hacia la guerra global son acontecimientos que confirman que esta fue una época de conflictos políticos impulsados por las ideologías y los antagonismos. Los comentaristas de la época percibían el presente como un tenso momento de transición de una situación de conflicto ideológico a un «estado de emergencia» que exigía decisión: el choque frontal entre comunismo y fascismo, entre fuerzas democráticas y antidemocráticas, entre sociedades pluralistas y totalitarias, y otras oposiciones similares. Al mismo tiempo, sin embargo, los mismos pensadores recurrían en ocasiones a otro marco de referencia para explicar los problemas del presente, un esquema «antropolítico» derivado del nuevo potencial del ser humano y de los cambios que había experimentado como consecuencia de las presiones de la vida en comunidad, la tecnología, la ciencia o los proyectos internacionales y utópicos de índole política o cultural. Como señalan, por ejemplo, Axel Honneth y Hans Joas, en el periodo de entreguerras «se despertó un gran interés público por la antropología filosófica, una disciplina que prácticamente llegó a ponerse de moda, solo superada en popularidad por la filosofía existencialista»1. «Es evidente», observan, «que estas inquietudes estaban estrechamente relacionadas con los esfuerzos de los intelectuales por aclarar las premisas y los principios de su pensamiento, de encontrar un punto de apoyo firme en medio de la crisis que vivía la República de Weimar»2.

1. Axel Honneth y Hans Joas, Social Action and Human Nature, Cambridge University Press, Cambridge, 1988, p. 41. 2. Ibíd., p. 44.

A mi juicio, se pueden encontrar inquietudes antropolíticas semejantes en un amplio espectro de obras literarias y culturales modernas de los años treinta. En 1934, por ejemplo, el versátil pintor y escritor Wyndham Lewis observaba que su obra de crítica cultural Men without art era un pretexto para ofrecer una variedad de sátira que no estuviera solo destinada a parodiar algunas debilidades del hombre, sino al animal humano en su totalidad: 89


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Lo que hemos dado en definir como «sátira» debe ocuparse del hombre, no de las costumbres. Es una enfermedad crónica… no es un estado de epidemia característico de un «periodo», ni una serie de «malas costumbres» de la buena sociedad de una época determinada3. Lewis explicaba a continuación que este nuevo enfoque antropológico era el resultado de una alteración en el carácter fundamental de la historicidad, que se había convertido en un fenómeno planetario y que, por tanto, estudiaba la condición humana, no la condición nacional o racial, como en el pasado. «El concepto de “época” se seguirá empleando, como es natural, pero en el futuro se hablará de épocas universales. La costumbre de pensar en una nación determinada, en un momento dado, quedará relegada a la insignificancia que le corresponde»4. Para Lewis, los trastornos colectivos de los años treinta no solo tenían consecuencias éticas y políticas, sino que indicaban además la existencia de una revolución antropológica radical que ya se había puesto en marcha y que desbancaría a las limitaciones de la humanidad anterior, o al menos a las características físicas e intelectuales que se le presuponían hasta entonces. Desde el extremo opuesto del espectro ideológico, el crítico marxista de origen húngaro György Lukács escribió un ensayo para la revista de exiliados Internationale Literatur que ha quedado sepultado en las páginas de esta publicación y que no se llegó a reeditar por motivos que ahora se harán evidentes. Lukács, que en esta época vivía exiliado en Moscú, afirmaba que la redacción de la Constitución de Stalin de 1936 era nada menos que un momento histórico en el desarrollo de la personalidad humana, porque la URSS había establecido, a través de la colectivización de la propiedad, una base material igualitaria para el desarrollo de las capacidades y las habilidades naturales5. En este artículo, Lukács, que postulaba una teoría aristotélico-marxista de la literatura, según la cual las obras literarias eran una representación mimética de actividades típicamente humanas, se dirigía a los escritores de la época e insinuaba que tenían ante sí una oportunidad única para la creación literaria, pues el orden constitucional de Stalin iba a generar un nuevo tipo de personalidad. Lukács exhortaba a los escritores progresistas a que afirmaran el inminente nuevo orden de personalidad que inauguraría la Constitución de 1936; al hacerlo, tendrían el privilegio de convertirse en los bardos épicos de una nueva humanidad en su amanecer histórico. Aunque es muy probable que Lukács acabara renegando de un ensayo en el que elogiaba la figura de Stalin de un modo tan directo, los presupuestos filosóficos que defendía se encontraban en sintonía con otras obras más respetables que también escribió en los años treinta. Así, por ejemplo, en su importante ensayo sobre «La fisonomía intelectual de las figuras artísticas», Lukács argumentaba que las situaciones extremas y lo «típico» de un personaje —su capacidad para asumir rasgos universales— 90

3. Wyndham Lewis, Men Without Art, Seamus Cooney (ed.), Black Sparrow Press, Santa Rosa, 1987, pp. 101-102. 4. Ibíd., p. 102. 5. György Lukács, «Die neue Verfassung der UdSSR und das Problem der Persönlichkeit», Internationale Literatur, nº 6, septiembre 1936, pp. 50-53.


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no son elementos contradictorios, sino que se refuerzan mutuamente. Por tanto, podríamos afirmar que, para Lukács, el recrudecimiento del terror que afectaba a la vida cotidiana en la Unión Soviética era una oportunidad privilegiada para que los escritores discernieran cuáles eran las fuerzas históricas cruciales capaces de engendrar nuevos tipos humanos bajo el socialismo y las transformaran en nuevas formas de caracterización literaria: «Solo cuando las situaciones típicas se intensifican al máximo puede el autor evocar en sus personajes la expresión de las contradicciones importantes de la época y obtener esa capacidad de expresión que se encuentra latente en ellos»6. De un modo prácticamente explícito, Lukács insinuaba que algo similar sucedía con la figura del líder político, el «autor» del hombre nuevo en la sociedad: cuando los conflictos sociales se intensificaban en extremo, como sucedía en la Unión Soviética en los años treinta, se forjaba la nueva personalidad socialista en el mundo real. En pocas palabras, en la atmósfera polarizada, tremendamente fragmentada desde el punto de vista ideológico, de los años treinta, los intelectuales buscaban un fundamento más radical para explicar las vicisitudes políticas de las capacidades, las cualidades, los límites y la potencialidad fundamental de la especie humana.

6. György Lukács, «The Intellectual Physiognomy in Characterization», en su obra Writer and Critic and other essays, Merlin Press, Londres, 1970, p. 159.

Esta tensión entre el marco ideológico y el marco antropolítico —y el afán de los intelectuales por explicar, controlar y abarcar la proliferación de tensiones ideológicas con ayuda del medio explicativo de la antropolítica— animó a algunos de los intelectuales europeos más importantes de los años treinta a reformular el problema de la mímesis. En la emergente problemática antropolítica de los años treinta, la mímesis ya no se interpretaba como una cuestión relacionada principalmente con el reflejo y la representación de la realidad (si bien estos temas se podían deducir como conclusiones derivadas). La mímesis debía entenderse, ante todo, como un modo de comportamiento humano mediante el cual el hombre se apropiaba colectivamente del mundo material y lo transformaba. Por tanto, la noción de mímesis, para estos pensadores, estaba íntimamente relacionada con la organización colectiva, el comportamiento y las prácticas corporales —ámbitos que se encuentran sometidos a la influencia «afectiva» inconsciente y a la influencia «ideológica» deliberada—. Las «antropologías» esenciales que algunos pensadores desplegaron para dar cuenta de estos comportamientos colectivos tuvieron un efecto decisivo en sus explicaciones de la manera en que las formas artísticas y culturales influían en el terreno de la ideología. A su vez, sus compromisos ideológicos limitaban en mayor o menor medida su capacidad de defender posturas antropolíticas que pudieran desdibujar unas líneas ideológicas definidas. En el desarrollo de esta tendencia antropolítica, el movimiento surrealista desempeñó un papel particularmente significativo por dos motivos. En 91


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primer lugar, los surrealistas pretendían formular, desde una posición ideológica en esencia marxista, una teoría general de la experiencia en el seno de la modernidad urbana de la posguerra que trascendiera el marco antropológico del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional. En sus escritos de los años veinte y treinta, André Breton proyectó una práctica grupal de orientación artística capaz de superar la división capitalista del trabajo y de sustituir radicalmente las categorías de trabajo (como proceso) y de obra (como producto del trabajo) por el juego, la amistad, el erotismo, la embriaguez, la experimentación y, con el tiempo, la acción política. En Les vases communicants (Los vasos comunicantes, 1932), una obra que ya anticipaba las posteriores «críticas de la vida cotidiana» de Henri Lefebvre y de los situacionistas, Breton afirmaba que «el surrealismo […] no deberá ser considerado como existente más que en la no especialización a priori de su esfuerzo»7. La postura de la no especialización tenía la virtud de desafiar, en el nombre de un ser humano integral, una división racional del trabajo que ocultaba una serie de relaciones estructurales entre el individuo y la colectividad, entre la intimidad subjetiva y el mundo exterior, entre lo estético y lo político, y entre los objetos separados en el espacio urbano. Aunque, por lo general, las delirantes interpretaciones que ofrecían los surrealistas estaban destinadas a provocar un efecto lírico, su deseo de subvertir las categorías dadas tenía también unas consecuencias epistemológicas de mayor alcance. Al articular su proyecto estético-político en torno a la noción de rebelión programática y permanente, prestaban especial atención a las cuestiones relacionadas con la función antropológica de las categorías, las clasificaciones y las divisiones sociales existentes. Estas cuestiones serían analizadas de un modo aún más exhaustivo por los epígonos críticos de los surrealistas, el grupo de escritores cercano a George Bataille, integrado entre otros por Roger Caillois, Michel Leiris, Pierre Klossowski y el exiliado de la Alemania nazi Walter Benjamin. La relación que mantuvo Walter Benjamin con los surrealistas y con el círculo de autores renegados agrupados en torno a la figura de Bataille fue intensa y directa. Como se desprende de los primeros textos de Das PassagenWerk (Libro de los pasajes) de Benjamin, Le Paysan de Paris, de Louis Aragon, fue una influencia determinante en la elección de París como tema central de esta obra. Benjamin estableció también algunos contactos con George Bataille y con Pierre Klossowski, que fue quien tradujo al francés el famoso ensayo del pensador alemán «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica». Roger Caillois también fue una figura importante para Benjamin pues, aunque se mostraba crítico con algunos aspectos de su obra, los estudios que escribió el autor francés sobre el mito, la fiesta y la adhesión colectiva ejercieron una influencia considerable en su pensamiento. El hilo conductor que permite conectar a Benjamin con 92

7. André Breton, Communicating Vessels, University of Nebraska Press, Lincoln, 1990, p. 86 (trad. cast.: Los vasos comunicantes, Siruela, Madrid, 2005).


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todos estos pensadores es la contribución de este grupo a una amplia tendencia intelectual que Benjamin definía como «materialismo antropológico», y que consideraba la piedra angular de una revisión de la política ideológica desde la izquierda conforme a criterios antropológicos. Benjamin empleó por primera vez el término «materialismo antropológico» en su ensayo «Surrealismo», de 1929, y lo volvió a utilizar en los años treinta en el transcurso de su investigación sobre el París del siglo XIX, en el Libro de los pasajes. En ambos casos, sin embargo, presentaba esta tendencia como una antitradición de pensamiento fisiológico, corpóreo, que había comenzado a finales del siglo XVIII y se había prolongado hasta entonces. Según la formulación de Benjamin, el materialismo antropológico se articulaba a partir de dos aspectos fundamentales: un momento filosófico y un momento pedagógico-político. En ambos casos, sin embargo, el principio rector era la idea de que la experiencia corporal y las formas de pensamiento están mutuamente relacionadas. Aunque este concepto se formula explícitamente muy pocas veces en la obra de Benjamin, es la base sobre la que se asientan muchas de sus ideas sobre la naturaleza de la subjetividad en la vida metropolitana, una noción clave del pensamiento que desarrolló a finales de los años veinte y principios de los treinta. La intención de Benjamin era articular una serie de imágenes críticas —la percepción fisionómica, la calle de sentido único, el pasaje, el flâneur, el sueño colectivo— que le permitiera traducir directamente las disposiciones corporales a estados de consciencia y viceversa. Desde la perspectiva del materialismo antropológico, estas formas de pensamiento derivaban de la configuración corporal de las personas y las cosas en la metrópolis, y permitían explicar la experiencia corporal colectiva. En una palabra, lo que Benjamin pretendía era expresar, alegóricamente, a través de una gran cantidad de figuras corpóreas, el contenido de las ideologías, con el fin de «incorporar» de este modo las imágenes actualizadas colectivamente.

8. Roger Caillois, «The Praying Mantis: From Biology to Psychoanalysis», en Claudine Frank (ed.), The Edge of Surrealism: A Roger Caillois Reader, Duke University Press, Durham, Carolina del Norte, 2003, pp. 69-81.

Entre 1934 y 1935, apareció en la revista cultural Minotaure un ensayo en dos entregas firmado por el joven escritor Roger Caillois, que había estado vinculado al surrealismo y que, en aquel entonces, formaba parte del círculo cercano a Georges Bataille. En la primera parte, «La mantis religiosa: de la biología al psicoanálisis»8, investigaba el significado mítico y psicológico de un insecto que había obsesionado a los surrealistas por su peculiar aspecto y su singular comportamiento sexual, pues la hembra, una vez que ha sido fecundada por el macho, lo decapita y lo devora. Caillois analiza en detalle una impresionante cantidad de material etnográfico con el fin de demostrar que la fascinación que ejerce este insecto es un motivo relativamente universal. Después, ofrece algunas explicaciones de carácter especulativo sobre la relevancia general de estas imágenes o «ideogramas» que tienen una profunda carga mítica, y sobre el origen de su poder afectivo. La conclusión 93


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inicial que extrae Caillois es que existen determinados fenómenos naturales, como las apariencias o los comportamientos antropomórficos en el reino animal, que tienen la capacidad de conmover profundamente la imaginación y los sentimientos de los seres humanos. Pero a medida que avanza el ensayo, el autor desarrolla esa hipótesis y afirma que existe una continuidad entre el comportamiento del insecto y las actividades de la conciencia humana, y que esta cadena implica la existencia de una constante biomimética en la imaginación humana que se pone de manifiesto sobre todo en el mito y en la locura. En «La mantis religiosa», Caillois estudia además otra peculiaridad de este insecto, íntimamente relacionada con el tema de la segunda parte del ensayo, «Mimetismo y psicastenia legendaria», que apareció en Minotaure en 1935. Caillois señala que la mantis, aunque haya sido decapitada, puede caminar, recuperar el equilibrio, mover autónomamente alguno de sus miembros amenazados, adoptar la posición espectral, aparearse, poner huevos y, lo que es bastante asombroso, caer en una inmovilidad falsa, parecida a la de un cadáver, cuando afronta el peligro […] cuando muere, la mantis puede simular la muerte9. De modo que la rigidez en la que queda sumida, la neurastenia y el agarrotamiento con el que representan determinados movimientos rituales, se parecen a la conducta automática de la mantis decapitada. Esta rigidez automatizada, una regresión respecto de la vida individualizada, es la idea en torno a la que gira la investigación del mimetismo animal que realiza Caillois. El autor rechaza las explicaciones biológicas tradicionales, que interpretan el mimetismo como una reacción de defensa ante los depredadores y, por tanto, como una adaptación evolutiva. En lugar de ello sostiene que es una especie de alteración en la relación del cuerpo con el espacio que le rodea. El mimetismo es una especie de expresión biológica de la esquizofrenia: la desaparición de las fronteras entre el yo y los otros, una desfiguración de la individualidad, una «adaptación del entorno» que despersonaliza. Representa una «generalización del espacio a expensas del individuo» en la que el individuo se convierte en algo «semejante» al espacio que lo rodea y pierde sus rasgos distintivos. En relación con esta sombría conclusión, terminaré este ensayo regresando al pensamiento de Walter Benjamin. En un texto tardío, escrito probablemente bajo la influencia de Caillois, expone con lucidez las implicaciones antropológicas de la teoría mimética de este autor. Se trata de una carta dirigida a Gershom Scholem, fechada el 12 de junio de 1938. Benjamin ofrece la siguiente reflexión sobre Franz Kafka. Después de señalar que Kafka sentía una extrema «perplejidad física» ante el mundo cotidiano, Benjamin observa que no basta con interpretar que los impulsos místicos, 94

9. Ibíd., p. 79.


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tradicionales, de Kafka se encuentran en tensión con el mundo moderno, representado por la vida urbana y la física más avanzada: Lo que resulta verdaderamente increíble en Kafka es que este mundo de experiencias le llegue a través de la tradición mística. Naturalmente, esto no ha sido posible sin causar efectos devastadores […] en esta tradición. La medida del asunto la da el que, evidentemente, sea necesario apelar nada menos que a las fuerzas de la tradición si a un individuo (que se llamó Franz Kafka) hubiera que enfrentarlo con la realidad, que se proyecta teóricamente en la física moderna, por ejemplo, y prácticamente en la técnica bélica. Quiero decir que esa realidad apenas es experimentable por el individuo, y que el mundo de Kafka, frecuentemente jovial y habitado por ángeles, es el complemento exacto de su época, que se dispone a suprimir en una medida considerable a los habitantes de este planeta […]. Kafka vive en un mundo complementario10. Según Benjamin, Kafka decidió refugiarse en la rigidez de la tradición, para lo cual tuvo que realizar una especie de regresión mimética desde el mundo real. Pero, al hacerlo, conservó cierta capacidad de reacción personal a las condiciones en esencia impersonales y despersonalizadas que constituían esa realidad. Con esta paradójica mímesis del mundo moderno a través de las figuras de la tradición mística, Kafka pronosticó los dilemas antropolíticos de los años treinta, aunque, a juicio de Benjamin, tenía una ligera ventaja sobre los que le siguieron: Si decimos que percibía lo venidero sin percibir lo presente, entonces diremos que lo percibía esencialmente en cuanto individuo al que le concernía. El soberbio ámbito de juego que la catástrofe no conocerá, favorece sus ademanes de terror11.

10. Walter Benjamin a Gershom Scholem, 12 de junio de 1938, en Gershom Scholem (ed.), The Correspondence of Walter Benjamin and Gershom Scholem, 1932-1940, Schocken, Nueva York, 1989, p. 224 (trad. cast.: Correspondencia, 1933-1940, Taurus, Madrid, 1987). 11. Ibíd.

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Bulletin International du Surréalisme / Mezinárodní buletin surrealismu, Praga: Skupina surrealistu v CSR, nº 1, 1935. Cubierta

Boletín Internacional del Surrealismo / Bulletin International du Surréalisme, Tenerife: Gaceta de Arte y Groupe surréaliste de Paris, nº 2, 1935. Cubierta

Bulletin International du Surréalisme, Bruselas: Groupe surréaliste de Belgique, nº 3, agosto 1935. Cubierta

International Surrealist Bulletin / Bulletin International du Surréalisme, Londres: The Surrealist Group in England, nº 4, septiembre 1936. Cubierta

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Anónimo Eduardo Westerdahl, André Breton, Jacqueline Lamba y Benjamin Péret, 1935 Eduardo Westerdahl Exposición Internacional Surrealista de Tenerife, 1935. Vista de la sala del Ateneo, 1935

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Anónimo Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba y André Breton en la Exposición Internacional Surrealista de Tenerife, 1935

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Josef Breitenbach Vista de la Exposition Internationale du Surréalisme de París, 1938

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