Gerda Taro. La sombra de una fotógrafa

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Gerda Taro, la sombra de una fot贸grafa Fran莽ois Maspero


La Fábrica Editorial Editor: Alberto Anaut Directora Editorial: Camino Brasa Director de Desarrollo: Fernando Paz Coordinación: Luisa Lucuix Producción: Naiara Garro Organización: Rosa Ureta Comunicación: Judith Herrero Diseño original: Garay, Gil, Pita @ La Fábrica Diseño gráfico: Pablo Rubio @ Erretres Diseño Maquetación: TMori Traducción: Gloria Méndez Corrección: Cristina Leyva Impresión: Julio Soto Impresor s.a. El autor agradece a M. Richard Whelan, M. Cornell Capa y al International Center of Photography de Nueva York la autorización para publicar las fotos que ilustran este libro. Título original: L’ombre d’une photographe, Gerda Taro © de la edición española: La Fábrica Editorial, 2010 © Éditions du Seuil, 2006 © de las fotografías de las páginas 36, 37, 39, 40 y 41, 42, 43, 77, 81, 82, 83, 84 y 85, 86, 87, 88: Gerda Taro © 2002 by International Center of Photography, ny / Magnum Photos © de la fotografía de la página 38: Gerda Taro © 2002 by International Center of Photography, ny © de las fotografías de las páginas 44, 79, 80: Robert Capa © 2001 By Cornell Capa / Magnum Photos © de la fotografía de la página 33: Collection Capa / Magnum Photos © de las fotografías de las páginas 35, 78: Bibliothèque nationale de France / Cabinet des Estampes et de la Photographie © de la fotografía de la página 34: FredStein.com ISBN: 978-84-92841-38-7 Depósito Legal: M. xxxxx-2010 La Fábrica Editorial Verónica, 13. 28014 Madrid T. +34 91 360 13 20 F. +34 91 360 13 22 edicion@lafabrica.com www.lafabricaeditorial.com La tipografía utilizada en este libro es Janson Text. Ha sido impreso en papel Munken Print de 80 g, Creator Vol de 115 g y Woodstock Camoscio de 285 g. Impreso en España Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


ÍNDICE

1 La pequeña rubia

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2 Querían ser ricos, famosos y americanos

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3 El ojo de la cámara

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Post scríptum

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Bibliografía

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A Anaïk Frantz, que compartió conmigo su pasión por la fotografía mientras viajábamos juntos en el Roissy-Express



I LA PEQUEÑA RUBIA

He soñado con esta entrevista durante años. Ella vive en un tranquilo callejón sin salida del distrito XIV. Por fin he logrado que me reciba. «Cuando no está de viaje —me habían dicho en repetidas ocasiones—, lo que ocurre cada vez menos, vive enclaustrada, entre sus fotografías y sus gatos. Dice que no le queda tiempo que perder.» Es primavera, una lila inclina sus blancos racimos sobre el pavimento de adoquines por los que asoma, tozuda, una mata de hierba. A un lado y otro, talleres que han sobrevivido al gran descalabro urbanístico. Al fondo, una puerta pequeña. Llamo al timbre, me abre una mujer de mediana edad que me confirma que me están esperando. Subo por una escalera estrecha y empinada que desemboca en un espacio amplio en el que el sol llega filtrado por los estores. Mientras sigo a la mujer por un largo pasillo, dispongo del tiempo justo para entrever las formas y colores de un Max Ernst y de un Leonor Fini. Al final, encuentro una sala pequeña con una luz más tamizada. Me siento en un sillón tapizado de terciopelo crudo, un sillón profundo, orejero, K & K, Kaiserlich und Königlich, del estilo Biedermeier que tanto gustaba a los súbditos de su majestad el emperador Francisco José. Otros dos, idénticos, rodean una mesita sobre la que hay un juego de café. Parecen muebles heredados y, de hecho, es posible que lo sean: el año en que ella nació, el emperador y rey estaba aún en la cúspide de su reinado. Sobre una consola, un pájaro filiforme que tiene todo el aspecto de ser una escultura de Giacometti. En el asiento de un sofá cercano, un gato de pelaje leonado, orejas y cola negras, dormita estirado y, al verme llegar, entreabre unos segundos los ojos, el tiempo justo para crear un breve relámpago verde y dorado. Observo las paredes, están totalmente cubiertas de fotos enmarcadas y todas, sin excepción, son retratos de gatos. Reconozco algunas de ellas, las

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he visto en alguno de sus innumerables álbumes e incluso en formato postal. En las poses más variadas, bajo las perspectivas más diversas. Y en todas ellas, siempre, esa extraña mirada felina que parece que te atraviesa y pasa de largo para ir muy lejos… Pero, ¿a dónde? Las imágenes en blanco y negro alternan con las fotografías en color. La mujer a la que espero es, en la actualidad, la fotógrafa de gatos más famosa del mundo. Pero, ¿cómo olvidar el resto, todo lo demás? Aparece en la entrada del pasillo, caminando con pasos cortos y atentos. Ya me habían advertido de que la encontraría sorprendentemente vital para sus noventa años. El cuerpo muy erguido. En sus ojos, que me miran fijamente, percibo el mismo brillo que he entrevisto en los del gato que se acaba de levantar, de golpe, del sofá. Ella se sienta y lo coge sobre su regazo. Es bajita. Minúscula. Frágil y, sin embargo, robusta. El rostro finamente arrugado. El cabello blanco, corto, con unos bucles breves que le caen sobre la frente. Me sonríe. Me pregunta si quiero tomar un café. Tiene un ligero acento, una forma de pronunciar las «erres» que remite a Centroeuropa. La mujer sin edad le trae un cojín y sirve el café. Mientras, ella habla de los gatos. «Son mi vida entera. Se lo debo todo. Son mis compañeros y me han dado seguridad en la vejez.» En su risa, un leve toque de ironía. Acaricia justo entre las orejas la cabeza del animal que ronronea sobre sus rodillas y la mira. «Me gusta su mirada. ¿Y a usted?» Le aseguro que a mí también. Le pido que me cuente de dónde procede esa antigua pasión. Al decir eso, me refiero más a la fotografía que a los gatos. Entrecierra ligeramente los ojos: «Siendo muy pequeña ya…». Desgrana recuerdos, Stuttgart, Leipzig, la pensión Florissant en Ginebra, y después aquella triste habitación, a su llegada a París… ¿Su primer retrato? «Entró un día por la ventana. Estaba casi tan delgado como yo, aún hoy, me parece sentir, como si fuera ayer, el tacto de su pelaje contra mis piernas desnudas, le di leche y se quedó conmigo. Me sentía tan feliz al encontrarle en algunas noches solitarias. Le puse de nombre Bob.» Porque, su primera foto, ¿fue de un gato? «Sí, por supuesto.» ¿Pero qué hacía con él cuando se iba de viaje? En aquel entonces se iba con frecuencia y por temporadas muy largas. «Un día, se debió de cansar. Encontré la ventana abierta y la habitación vacía.»

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No quería ser el primero en pronunciar la palabra «España», pero me tuve que resignar. «¡Ah! Quiere que le hable de esa época… Pero es algo tan lejano.» Guarda silencio un instante. «Todos me llamaban la pequeña rubia. Hemingway, ese engreído insufrible. Dos Passos, al que admiraba tanto y que refunfuñaba a la menor ocasión. Alberti y su mujer, que se preocupaban por mí y hacían de mamás gallina. Gustav Regler, que se creía un gran político. Y Koltsov, que nos cantaba las alabanzas del paraíso soviético, algo que no le dio muy buen resultado, al pobre. De todos modos, están todos muertos. De día íbamos al frente, por la noche conversábamos y salíamos de fiesta. Casi nunca dormíamos. Alrededor nuestro, la gente moría de hambre, de miseria, pero nosotros creíamos en la victoria, bebíamos victoria. No veíamos nada más. Porque, para nosotros, aquello era, sencillamente, imposible: no podían pasar, no pasarían. Éramos unos ingenuos.» Apunto que tal vez allí viviese buenos momentos. Pasea la mirada por las fotografías de la pared. «Me cortejaban… El más amable de todos era un joven llamado Ted Allan. ¡Y era tan guapo! A los veintiún años, era comisario político en la unidad médica de un comunista americano cuyo nombre he olvidado. ¡Pero menudo predicador insoportable era! Y, además, se las daba de protector. Un auténtico macho, como se dice hoy en día. Pero bueno, puede que siga viva gracias a él. Porque cuando me hirieron en Brunete —sí, me hirió y de gravedad una guarrería de tanque ruso de aquellos que se estropeaban nada más llegar, y que aquellos milicianos no sabían conducir. ¿Qué año era? ¿1937? Eso es, julio de 1937, me acuerdo del día, era poco antes de mi cumpleaños, estaba a punto de cumplir veintisiete años…— Ted consiguió llevarme a Madrid… Tenía el vientre abierto, sabe, tendría que haber muerto. Un infierno. Más tarde, me escribió desde Canadá, quería que me reuniese con él, no era una mala idea, salvo por el hecho de que pretendía que nos casaramos… Si hubiese aceptado, no habría tenido que sufrir aquel atroz 1940 en Francia, ni el internamiento en el campo de Pithiviers, ni la espera interminable en Marsella de aquel carguero maloliente, el Capitaine-Lemerle, un nombre que no olvidaré nunca, acompañada de aquellos tipos tan pretenciosos, André Breton, Victor Serge, ni las habría pasado canutas en México… Otro infierno. Perdida entre la multitud, me sentía condenada a dedicarme a la fotografía callejera. Era imposible conseguir visado

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para Estados Unidos. Era una comunista peligrosa. No tengo idea de por qué me pusieron esa etiqueta tanto tiempo. Aun así, tuve suerte: mis fotografías de peones, de campesinos indígenas de Guerrero, Chihuahua, Chiapas… Ayer mismo me pidieron unas muy antiguas para ilustrar un libro sobre el subcomandante Marcos. Es una pena que esté demasiado cansada como para ir a fotografiarle in situ, ese hombre me gusta, sabe. Después, vino la remontada del Orinoco con Gheerbrant. Entré en la agencia Black Star, pero no quise formar parte de Magnum, empezaron sin mí y no quería ir a pedirles nada… Y por último, estos últimos años, he vuelto a mi primera pasión: los gatos. Los había abandonado durante demasiado tiempo. Y eso que ellos nunca me han traicionado.» ¿Tendré que ser yo quien saque a relucir el nombre de Robert Capa? El tiempo vuela y no parece que vaya a hacer la más mínima alusión. La mujer silenciosa ha vuelto varias veces y ha revoloteado a nuestro alrededor y siento que, en cualquier momento, nos pondremos a hablar de la edad avanzada y del cansancio. Tendré que arriesgarme. Esa mirada suya, en todo momento, tan viva, tan ajena al desgaste que traen los años. Una mirada que también me atraviesa y se pierde a lo lejos, muy lejos. «Suponía que llegaría a ese punto… Todo el mundo termina por sacar ese tema. Es una manía.» Larga pausa. Después: «Capa… André, el pobrecillo: aquella muerte estúpida en Indochina… No tardé en llamarle Bob, me recordaba tanto a mi primer gato parisino. Al igual que el gato, entró un día en mi vida y, otro día, se escapó. Pensaba que me encontraría con él en París, pero ya estaba en China. No le volví a ver. Pero todo eso queda ya tan lejos. Él y todo lo demás…». Añade: «¿Capa? Sabe, no le guardo rencor». Y después, aclara: «No duramos ni tres años. Pero nadie puede imaginar hasta qué punto fuimos felices juntos». Se calla. La mujer silenciosa retira las tazas de café. Es hora de irse. El sol ha desaparecido del callejón y, con él, la primavera.

Entrevista soñada. Entrevista imaginaria. Sí, es cierto. Gerda Taro cayó herida aquella noche del 25 de julio de 1937 en la carretera que va de Brunete a Madrid, mientras los Stuka y los Heinkel alemanes

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de la Legión Cóndor ametrallaban y bombardeaban sin tregua a las tropas republicanas que iban de retirada: uno de los pilotos, Werner Beumelburg, explica con complacencia que aquel día, bajo su avión, vio la imagen de un combate violento, una visión del Juicio Final, un trabajo realmente bien hecho. Y ahí terminó la historia de Gerda, que murió al amanecer, en un hospital instalado en El Escorial. Murió, y lo que es aún peor, desapareció lentamente con el correr de los años, arrollada por esa noche de la memoria a la que, ya tres mil años atrás, Homero tachó de «peor que la muerte». Tras sobrevivir un poco en el recuerdo, se fue tornando una sombra cada vez más tenue, hasta que prácticamente no quedó nada de ella, salvo unos cuantos retratos y una historia que se cuenta, una y otra vez, una vaga leyenda, que afirma que fue, durante un tiempo, la compañera del inigualable Robert Capa, el mejor fotógrafo de guerra de todos los tiempos. Al que parece que su muerte sumió en un profundo desconsuelo y con la que, según afirmaba en —frecuentes— noches de nostalgia y borrachera, se habría casado. Sombra entre sombras, a Gerda Taro le ha correspondido el más cruel de los destinos que puedan correr las sombras: el de no ser, siquiera, su propia sombra sino la de otro. Durante más de sesenta años, al buscar su nombre, este aparecía citado centenares de veces, pero siempre asociado, en unas líneas de unas pocas páginas, al hombre con el que había compartido una parte de su vida. Nada más. Un pasar fugaz por la biografía de un personaje conocido, un pasar que ha dejado, apenas, unas huellas dispersas, confusas y a menudo contradictorias, mentirosas, incluso en ocasiones absurdas. Para encontrar fotografías firmadas por ella, había que exhumar ejemplares de periódicos de 1937, amarilleados por el tiempo. O tal vez, con algo de suerte, se podía identificar su firma en el anverso de una copia, bajo un tachón o una enmienda que remitía a otro nombre. Y no empezó a resurgir del olvido hasta hace muy poco. En 1994, una especialista alemana, Irme Schaber, logró, gracias a su enorme paciencia, tirar del hilo y reconstruir una existencia que duró casi veintisiete años. La obra resultante está disponible en alemán, Gerta Taro, Fotoreporterin im spanischen Bürgerkrieg y, ahora, también en francés (Gerda Taro: une photographe révolutionnaire dans la guerre d’Espagne, Éditions Anatolia / Le Rocher). En ella, da a conocer el resultado de una intensa búsqueda

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realizada en los últimos años en diversos fondos, entre los que figuran los conservados por Cornell Capa, el hermano de Robert, y los del International Center of Photography de Nueva York; una investigación que ha permitido aclarar la autoría de 300 fotografías que han dado paso, por fin, a una exposición y a un catálogo exhaustivo.

Los que la han conocido dicen de ella que era «increíblemente ligera». Rafael Alberti escribió que en su rostro, así como en el de Capa, se leía «el alborozo del peligro, la sonrisa de una juventud inmortal, dinámica, valiente, tal vez inconsciente, pero, en todo caso, decidida e irresistible». ¿El alborozo del peligro? No sé. Días antes de morir, le había dicho a uno de sus compañeros, Claud Cockburn, del Daily Worker: «Cuando pienso en la cantidad de personas extraordinarias que hemos conocido ambos que han muerto en esta ofensiva, tengo el absurdo sentimiento de que no es del todo justo seguir con vida». ¿La sonrisa? ¡Ah, sí! Sus retratos dan fe de ello: la sonrisa de una joven interna despreocupada de los años veinte, a quien suponemos que algún fotógrafo típico de esos que es fácil imaginar cubierto por un paño negro con una cámara con trípode le habrá dado la manida instrucción de «sonría, señorita». Está claro que no tuvo que esforzarse, porque parece muy segura de su encanto. Sonrisa de felicidad y satisfacción cuando aparece junto a André Friedmann, que aún no se hace llamar Robert Capa, en 1935. Sonrisa victoriosa, e incluso abierta carcajada, en su primera acreditación como reportera, nada que ver con la mueca estereotipada que uno suele encontrar en esa clase de identificaciones. Sonrisa de seducción —¿de seductora y de seducida?— en una fotografía que Capa le hizo en aquella época, y que tan justamente corresponde a ese término en desuso que es «instantánea», por lo bien que se percibe el intenso y excesivamente breve estado de gracia en el que el objetivo capta el intercambio, casi la fusión, de dos miradas maravilladas por su reciente enamoramiento. De nuevo, una sonrisa casi golosa, frente a un ramo de muérdago, el primero de mayo de 1937, en las calles de París. Y sonrisa adivinada, aunque oculta por la Leica que apunta hacia no se sabe qué, con un ojo cerrado, en un momento de

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un reportaje en el frente español, en 1937. Y así hasta su última sonrisa, la misma que mostraba en su acreditación de prensa, que aparece en la primera página del Ce soir, el 28 de julio de 1937, con un gran titular en negrita en el que puede leerse: «Nuestra reportera, la señorita taro, ha muerto cerca de brunete, donde estaba cubriendo la batalla». ¿Inconsciente? No es posible achacar a un capricho de redacción que uno de los últimos reportajes publicados en Regards y firmados solo por ella llevase por título: «Ensayo general de la guerra total».

Rafael Alberti, que dirigía con su mujer, María Teresa, la Alianza de Intelectuales Antifascistas en Madrid, cuenta en sus memorias que el 26 de julio de 1937 le despertó, al alba, una llamada telefónica. La llamada era del hospital El Goloso, instalado en El Escorial. Habían llevado allí a una joven procedente del frente de Brunete, herida de gravedad. Acababa de morir. No iba documentada. Si nadie la reconocía, tendrían que enterrarla en la fosa común. «Cuando María Teresa y yo llegamos a El Escorial corrimos directamente al hospital para ver si reconocíamos a aquella muchacha fotógrafa muerta en la retirada de Brunete. Cuando nos pasaron a un cuarto vacío de la planta baja vimos en un rincón, recostada sobre una tarima, tapado casi el rostro ensangrentado por unas vendas y el cuerpo por una sábana, vimos –¡quién lo hubiera podido imaginar, Dios mío!– a Gerda Taro, la compañera de Robert Capa, aquella linda muchacha que se creía intocable, lo mismo que nosotros pensábamos de ella. “Llegó aquí ya destrozada –nos dijo, creo, un enfermero–, pero aún con vida. Sin anestesia, pues no la teníamos, tuvimos que operarla. Ya no podía hablar. Hizo ademán de pedir un cigarrillo, y mordiéndolo rabiosamente murió en la operación.”» El Goloso, curioso nombre para un hospital. Rafael Alberti y María Teresa llevaron el cuerpo de Gerda a Madrid, en un improvisado ataúd de madera. «Los pinares ardían durante el trayecto. La aviación franquista bombardeaba todo cuanto salía de la residencia tumbal de Felipe II. Pudimos al cabo llegar ilesos a Madrid, y en el jardín de invierno de la Alianza velamos a Gerda, la pequeña heroína húngara, como si fuese un soldado, lo que real y generosamente había sido en defensa de nuestra República atacada por aquellos

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GERDA TARO Y ROBERT CAPA EN EL CAFÉ DEL DÔME. PARÍS, CA. 1936

Fotografía: Fred Stein Colección: International Center of Photography


RETRATO DE GERDA TARO. PARÍS, 1936

Fotografía: Fred Stein Colección: International Center of Photography


PARÍS, PRIMERO DE MAYO, 1937

Fotografía: Robert Capa


SOLDADOS REPUBLICANOS JUNTO A UNA CASA EN RUINAS. LA GRANJUELA, FRENTE DE CÓRDOBA, JUNIO DE 1937

Fotografía: Gerda Taro


SOLDADOS REPUBLICANOS DE PIE CON SUS ARMAS. BRUNETE, JULIO DE 1937

Fotografía: Gerda Taro


BRUNETE, JULIO DE 1937

Fotografía: Gerda Taro


SOLDADOS REPUBLICANOS PORTANDO UNA BANDERA EN EL FRENTE DE ARAGÓN. AGOSTO DE 1936

Fotografía: Gerda Taro > CAMIÓN EN LLAMAS. BATALLA DE BRUNETE. JULIO DE 1937

Fotografía: Gerda Taro




NIÑO CON GORRA DE LA FAI (FEDERACIÓN ANARQUISTA IBÉRICA). BARCELONA, AGOSTO DE 1936

Fotografía: Gerda Taro


GRUPO DE SOLDADOS Y CIVILES REPUBLICANOS. VALENCIA, MARZO DE 1937

Fotografía: Gerda Taro


ESTAS IMÁGENES, TOMADAS POR ROBERT CAPA, APARECIERON PUBLICADAS POR PRIMERA VEZ EN LA REVISTA VU DEL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1936

Colección: International Center of Photography


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