JAVIER PORTO La noche se mueve
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Diputación Provincial de Málaga Presidente de la Diputación: Elías Bendodo Benasayag Vicepresidente: Francisco Javier Oblaré Torres Diputado Delegado de Personal: Juan Jesús Fortes Ruiz. La Térmica Dirección: Salomón Castiel Abecasís Coordinación: Virginia Quero Mussot Programación: Martín Moniche Ferrer Diseño y soportes: Miguel Gómez Peña Administración: Joaquín Castillo Narváez Producción: Ana María Jorquera Báez, Isabel Navas Cubero Comunicación: Antonio Rodríguez Molina
Exposición / Exhibition / Exposition Javier Porto Los años vividos / The living years / Les Années Passées Fotografías / Photographs / Photographies [ 1980-1990 ] Comisario / Curator / Commissaire: Pablo Sycet Torres
Catálogo / Catalogue / Catalogue Diseño gráfico / Graphic design / Dessin Graphique: Pablo Sycet Traducción / Translations / Traduction: Mateo García (English) / Magali Dumousseau-Lesquer (Français) Fotomecánica / Pre-print / Photomécanique: SERCOM Comunicación Gráfica Maquetación / Layout / Disposition: Carlos Fernández Varela Impresión / Printing / Imprimer: Gráficas Imtro
Distribución / Distribution / Distribution La Fábrica Verónica, 13 28014 Madrid T. + 34 91 360 13 20 edicion@lafabrica.com www.lafabricaeditorial.com
© de esta edición / this edition / cette edition: Susurrando Libros, 2013 © de los textos / the texts / les textes: sus autores / their authors / les auteurs © de las imágenes / images / les images: Javier Porto
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ISBN: 978-84-18691-24-2 Depósito legal: M–8030–2013
Javier Porto: Fotografiando fantasmas (de un cierto Madrid) «De la arqueología se ha de extraer, al menos, una enseñanza, a saber: todos nuestros libros de texto nos engañan Lo que llaman Historia no es algo de lo que podamos precisamente sentirnos orgullosos, estando hecha, como está por lo criminal que hay en nosotros: la bondad no entiende de tiempo» Auden, Gracias, niebla
Habla en un reciente texto el historiador Miguel Ángel Hernández-Navarro de los «artistas como historiadores benjamineanos», de aquellos que, por medio de su obra (especialmente fotográfica), recurren, releen y hasta reconstruyen el pasado histórico como si de la creación de un archivo se tratase, superando traumas y descubriendo, quizá, aspectos de esa supuesta «identidad» de un país como el nuestro, que nunca ha sabido muy bien (y quizá todavía no sepa) cómo lidiar con los conflictos que recuperar la historia y el pasado le generan. Mientras leo el particular y estupendo relato de Hernández, vuelvo una vez más sobre las fotografías de Javier Porto y las dudas acerca del propio archivo fotográfico de nuestro país, y de la relación que este ha tenido y tiene con el mismo, no pueden sino asaltarle a uno una vez más: ¿no estará este todavía lleno de huecos y vacíos por rellenar, por ausencias elocuentes y por necesarias reivindicaciones? Aunque, puestos a ponerse a pensar, ¿quién puede o debe decidir quién o qué ha de formar parte de un archivo —ese, incluso, que denominamos Historia—? Desde luego, la obra de Porto resulta ser casi fantasmática dentro del panorama de la fotografía contemporánea española, y sintomática, desde muchos puntos de vista, del papel que la práctica ha tenido y tiene en nuestra ambigüa percepción de la misma. No es necesario recordar que hasta fechas bastante recientes —casi podría decirse que hasta los años noventa— la fotografía no contó en nuestro país con un cierto grado de especialización (teórica) que le permitiese entrar de mano de los críticos —nuevos, y no tanto— a formar parte del «archivo» del arte español (al final sí depende de quién o qué selecciona). Con unos setenta y buena parte de los ochenta (aunque la época fue pródiga en fotógrafos) dominada en el panorama «oficial» por los retornos a la pintura de los neofigurativos, hoy en día parecen ser muchas las propuestas que en su momento —y quién sabe si aún por recuperar— quedaron escondidas, agazapadas esperando a que el archivo volviera a abrirse a la luz de los nuevos intereses que las décadas siguientes y los cambios de paradigma trajeron a nuestro panorama artístico e historiográfico. Porto resulta ser un ejemplo claro de esa denominada «fotografía de los ochenta» y cómo esta fue leída en su momento y es todavía contemplada en la actualidad, a la sombra de otras cuestiones (como ese enorme proyecto de creación de identidad que fue la manida «movida madrileña») que quizá sea necesario limpiar como si de polvo acumulado sobre esas obras se tratase, para poder descubrir, más allá de lo que «parecen» contar esas imágenes, que és lo que verdaderamente cuentan. El caso de Porto, además, con sus viajes a Nueva York y su colaboración con Robert Mapplethorpe, le convierte en un verdadero «rara avis»en nuestro país, en ese momento, precisamente, en que el objetivo (y no solo fotográfico) de buen número de nuestros artistas emergentes se situaba en alcanzar la Meca de los Sueños del Futuro hecha física en la Gran Manzana, garantía de calidad —según se creía en la época— y Dorado del que volver con las alforjas bien cargadas de experiencias (artísticas y no tanto), y con una indudable punta de lanza en el currículum. Por eso sorprende, en el caso de Javier Porto, que siendo uno de los fotógrafos que tuvieron esa posibilidad de «internacionalizarse» y de viajar al Nueva York de Mapplethorpe y Warhol (ya convertido en la Superstar que él mismo fotografió), haya quedado hoy, en ese impreciso archivo de nuestra fotografía, recuperado únicamente —como tantos otros— bajo esa difusa y vertiginosa categoría cultural que, como un verdadero fantasma, acosa recurrente a la historia cultural reciente de nuestro país. Fotografía y «movida»: una complicada relación Sorprende, para aquellos que no conocimos de primera mano todo aquel «movimiento» de las noches del Madrid de los 80, lo confusa que parece seguir resultando aquella década aún en nuestros días. Musicalmente hablando (pues siempre se piensa en el origen musical de todo aquel «movimiento» —no voy a volver a utilizar la etiqueta—, aunque parezca que este andaba por derroteros que
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tenían que ver más con las galerías y los vernissages que con los conciertos y bares), la cosa siempre ha parecido estar bastante más delimitada, y a ello han contribuido, sin lugar a dudas, los sempiternos recopilatorios —falsos como ellos solos, por otra parte— que bajo carátulas warholianas han reunido a los Pegamoides y Radio Futura con Nacha Pop, La Mode y hasta Siniestro Total con Mecano o Las Chinas. Así que no, por ahí por donde no aparece en la mayor parte de los casos Kaka de Luxe, tampoco parece clarificarse mucho qué es lo que entraba bajo la dichosa etiqueta. Quizá hayan resultado, en este sentido, algo más creíbles las recopilaciones de la mítica Edad de Oro de Paloma Chamorro, programa fundamental en la época (qué envidia da pensar que en algún momento espacios semejantes ocuparon nuestras parrillas televisivas), e indudable vector de la «modernidad» de la cultura de nuestro país (y de fuera del mismo, a veces se entremezclan peligrosamente, como veremos), no sin atender —eso siempre pasa— a lo que de autobiográfico tiene para su propia directora, quien, con algo del Bretón que capitaneó a los surrealistas, decidía con bastante precisión lo que era o dejaba de ser «moderno»: de «contar», en definitiva, en una época en la que «contar» («contarse» entre los que «contaban», es más) parecía ser lo más importante. Formar parte de aquellos —artistas, músicos, movimientos o ciudades— que pasarían a la posteridad. Como decía Juan Manuel Bonet en alguna de las exposiciones como 1980 o Madrid D.F. : Decir París 1905 o Nueva York 1944 o Lisboa 1915 o Londres 1960 supone [...] definir sucesivas y tajantes situaciones del arte... Puede que algún día baste con decir Madrid 1980». Es lo que tiene la Historia (la maldita Historia), que solo puede construirse a través de los «iluminados» y no de los que se quedaron —dejaron— entre las sombras. Mirando hoy en día el que quizá sea el catálogo más completo —incluso excesivo— de aquello que vino a denominarse «La movida», desde luego, llama la atención la escasez de textos, sobre todo teóricos o históricos, sobre lo que la fotografía significó para ese Madrid de finalísimos setenta y principios de los ochenta en el que hasta la década siguiente el medio fotográfico no entraría a formar parte del «mundo del arte» de manera efectiva histórico-artística y críticamente hablando. Solo el texto de Fernando Huici para la sección dedicada a las artes plásticas parece ofrecer una postura crítica (historicistamente crítica) sobre el papel que el medio artístico había jugado en la «pre-movida»: es decir, las experiencias semi-experimentales de finales de los años sesenta de grupos como el forjado en torno a Nueva Lente, como punto de partida de algunas de las propuestas que destacarán en la década siguiente. Aunque no. Realmente poco tienen que ver los fotógrafos de los sesenta y setenta (que también los hubo), en relación con la generación que se popularizará más a la sombra de ese enorme fantasma de identidad nacional que fue «la movida» y que captura a figuras como Javier Porto, Ouka Leele, Pablo Pérez Mínguez, Miguel Trillo, Jaime Gorospe o García-Alix, entre otros. De hecho, precisamente, la popularidad de estos últimos se dio, en buena medida, precisamente por distanciarse de algunas de las propuestas tanto de aquellos como de otros que, por las mismas fechas, andaban a la caza de aunar la tradición con la modernidad en fotografías de carácter semidocumental, como podían ser las de Cristina García Rodero o Xurxo Lobato, a su vez alejadas de la experimentación semiperformática que fotografías anteriores como las de Juan Hidalgo o Esther Ferrer mostraban en relaciones con la identidad y la subjetividad. Un cierto carácter «documental»
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Aunque siempre caben otras lecturas posibles, y la fotografía de los años ochenta en nuestro país no escapa, desde luego, a la posibilidad de las mismas. Para hacerlo, eso sí, deberíamos olvidarnos de estas —al menos, de momento— como mero «documento» de aquello que se supone que pasó (por las calles de Madrid) y que hoy conocemos como ese difuso concepto que cada día pierde más y más su fuste. Porque puede que muchos de estos fotógrafos hayan pasado a la posteridad, sobre todo, por los personajes y situaciones que retrataron en sus obras y que hoy les dota de ese carácter «documental» que, me parece, en absoluto tenían en mente en su momento. O tal vez sí, quién sabe, aunque no seguramente «por detrás» de la Historia, que es como se les percibe hoy como mera ilustración a pie de textos (inevitablemente autobiográficos, en la mayor parte de los casos) sobre esa época tan mítica como son hoy los años ochenta en nuestro país. Mítica, todo sea dicho, a costa de borrar de la historia de nuestros años setenta y ochenta buen número de los conflictos y preocupaciones de una joven democracia recién salida de una dictadura fascista que tuvo que empezar a crear y negociar su modo de ser. Unas negociaciones culturales realizadas a base de pactos, con el de silencio a la cabeza (por el que el franquismo no había existido, aunque pesara y pese aún; «libertad sin ira», que decía la conciliadora canción), en los que cristalizaron muchas «movidas» que «La Movida» (entrecomillada y en mayúsculas, como la presentan los documentales y exposiciones, e incluso con acento, como el de los extranjeros que venían a buscarla de tanto verla en los periódicos como Le Monde del 28 de agosto del 83, en el que podía leerse que «Nueva York, Londres o Amsterdam apenas resisten la comparación con un Madrid transformado que rivaliza con las grandes metrópolis de la modernidad») no parece hoy acoger ni representar. No era del Madrid de la transición del que hablaba Le Monde, eso está claro; pues, a poco que uno lo mire en la época, hasta en los testimonios de los testigos directos —lo cual tampoco asegura la veracidad del testimonio, pues en tanto que «estuvieron allí» para verlo y contarlo, lo que están haciendo es contar su propia autobiografía— Madrid no era, ni mucho menos, una ciudad tan moderna como para aguantar realmente la comparación. No; de lo que hablaban aquellos periódicos era del Madrid de «La Movida», de ese Madrid —modernísimo, eso sí— que existía solo en las películas de Almodóvar, las fotografías de Pablo Pérez Mínguez, Miguel Trillo, García-Alix o el mismo Porto, y en cuadros como los de Guillermo Pérez Villalta o Costus, y en el que era normal que toda una corte de punks, rockeros, travestís, sadomasoquistas, mujeres ultraliberadas o taxistas con el pelo platino nos llevaran a través de unas calles
bien seleccionadas para la pantalla —esas en las que la ciudad más se parecía a Nueva York y sus rascacielos, y que en el momento solo podían encontrarse en la zona de Azca—, una parte, aún hoy, pequeñísima dentro de la ciudad. Y sin embargo, es precisamente por esa fijación en localizar la «modernidad» de la ciudad, en relación con sus personajes, sus edificios —innumerables las reproducciones del Capitol— o sus «subculturas» directamente importadas de esos Londres, Ámsterdam o Nueva York, por lo que gran parte de las creaciones del momento deslumbran a las miradas actuales por su «modernidad», y parecen ser el inmejorable documento de un momento en el que Madrid parecía estar a la cabeza, si no al mismo nivel, que aquellas ciudades que trataba de emular. No nos engañemos, sin embargo, y caigamos en ese síndrome que ya les avisaba que debíamos intentar esquivar. Pues tomar todas estas fotografías como «documento» y no como «selección» nos podría hacer caer en un Madrid más imaginado que real; en una ciudad realmente «moderna», e incluso «posmoderna», aunque no hubiese tenido la oportunidad de ser «moderna», sin más, cuando procedía, por esos malditos cuarenta años que pesaban entonces y pesan aún ahora: en el Madrid de «la movida», a fin de cuentas. La fotografía en España: «documento» de identidad. Cabría hacerse la pregunta, una vez más, y para ello estas fotografías de Javier Porto resultan ejemplares, de qué sucedería, precisamente, si nos apartásemos de estas fotografías en su carácter «documental»: la respuesta ya la conocemos, pues apartándonos de esos sujetos que los fotógrafos convirtieron en el centro de sus objetivos, dando a través de ellos la «nueva» imagen de una España intenacionalizada (siempre según la particular fórmula de lo que la «internacionalización» ha suspuesto ser en el Estado español: que lo de fuera esté aquí, aunque lo de aquí no esté fuera, o lo esté solo reducido a estereotipo, a la imagen tranquilizadora, por esperada, que refrende el «Spain is Different» que nos acompaña como una lacra), sus fotografías quedarían reducidas y banalizadas —como lo fueron por parte de la recién nacida «industria cultural» (qué vértigo)— a la imagen festiva y efímera de un cierto e indefinible «movimiento»; presente puro (ya pasado), que desenganchado de las circunstancias históricas y artísticas del país (que las fotografías, por ejemplo, de los citados Rodero o Lobato tenían tan en cuenta) han quedado, para la posteridad, aisladas del contexto «general» de la fotografía en España. Y sin embargo, a poco que se observen los síntomas propios de esa fotografía hoy unicamente asociada con «la movida», con sus retratos de sujetos populares en el mundo masmediático del momento, de lugares y acontecimientos clave de esa nueva modernidad de nuestro país, podríamos encontrarnos con una versión mucho menos banal y despolitizada de sus propuestas. Conscientes del agotamiento de las opciones de los sesenta y setenta, de las promesas de futuro de las contraculturas del momento, y rendidos ya de antemano al mundo de la espectacularización de la sociedad y el simulacro (por parafrasear al eterno Baudrillard), lo que estos fotógrafos consiguieron, precisamente, fue crear una fórmula de resistencia a las prácticas «tradicionalmente» asociadas al medio fotográfico. Alejándose, precisamente, del modelo documental, y centrando su atención en elementos «aislados» e incomprensibles sin el entorno (casi siempre urbano), la ropa (inevitablemente moderna y de aire subcultural) y los personajes retratados (anónimos y «famosos» del momento, centrales, periféricos o meros visitantes de los lugares de moda), las fotografías de Porto, como las de Trillo o Alix, rechazan el pasado y se convierten en la selección del presente espectacularizado, del presente incluso por venir, reformulando las prácticas colectivas, sociales, políticas y, sobre todo, individuales, de esos individuos a través de los que lanzan una siempre pertinente pregunta, a la que la oficialidad del país dará su propia respuesta: ¿qué es ser español?, ¿qué fotografiar o ser fotografiado? Desde la actualidad, tal y como estas fotografías fueron y son recibidas, leídas y releídas, la respuesta sigue resultando compleja. Pues precisamente por esos cuestionamientos del propio presente reducido a mero espectáculo alejado de «la realidad» —por lo que esta quiera significar, y más en fotografía (pues ya sabemos, con el imprescindible Barthes, que acercarnos a la fotografía supone siempre hacerlo desde el conocimiento de que esta nunca «es lo que vemos»)—, por esa pura espectacularización y mascadara de la «joven» y «nueva» España, democrática y cosmopolita en sus renovadas aspiraciones, y por la utilización de las mismas por parte de la oficialidad del momento, precisamente, como «nueva imagen de España», a nivel documental estas fotografías, desarticuladas de la historia del medio y de la historia política y social de la España de la Transición no pueden presentarse sino, citando nuevamente a Barthes, como «certificados de presencia» o, lo que viene a ser lo mismo, de ausencia; de los «ya muertos (muertos ayer)», que no pueden ser vistos —como la Movida misma, también imagen irreal, puro espectáculo y máscara vacía de una supuesta «identidad española»— sino como verdaderos fantasmas. Como sucede con los muertos a los que no se ha dejado marchar, tratando de devolverlos a la vida una y otra vez, contándoles lo que fueron o lo que deberían haber sido y quizá no llegaron a ser, llamándolos y reclamándolos sin intentar escuchar lo que estos quisieron o quieren seguir contando sobre sí mismos, estos no pueden ser sino eso: fantasmas que aparecen recurrentemente entre nosotros, para susurrarnos al oído lo que fuimos, lo que somos, lo que pudimos ser o lo que nunca llegamos a ser perdidos en warholianas esperanzas de «ser santas, ser beatas», o tan solo «un bote de Colón»… para salir anunciados por la televisión —ectoplasma fotográfico donde los haya—.
Julio Pérez Manzanares Madrid, noviembre de 2012
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JAVIER PORTO La noche se mueve
¡Qué noche!, 1983. Fotografía sobre papel. 48 x 30 cm.
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Una noche en Rock-Ola, 1983. Fotografía sobre papel. 30 x 48 cm.
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Almodóvar y McNamara, 1983. Fotografía sobre papel. 30 x 48 cm.
Carlos y Fabio en escena, 1983. FotografĂa sobre papel. 48 x 30 cm.
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Fabio McNamara, 1982. FotografĂa sobre papel. 40 x 30 cm.
Jaime Urrutia y una amiga, 1982. FotografĂa sobre papel. 40 x 30 cm.
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Punk alemĂĄn, 1980. FotografĂa sobre papel. 48 x 30 cm.
Ana Curra, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
Alaska y Ana Curra, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
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Almod贸var y cruces, 1982. Fotograf铆a sobre papel. 48 x 30 cm.
Almodóvar y Cordomí, 1985. Fotografía sobre papel. 30 x 40 cm.
Blanca Sánchez, 1985. Fotografía sobre papel. 30 x 40 cm.
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Jaime Urrutia, Carlos Berlanga y una amiga, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
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Eva y Adele, 1987. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
May, 1982. FotografĂa sobre papel. 40 x 30 cm.
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Cristina Huarte y Pablo Sycet, 1983. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
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Noche de fiesta, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
Paloma Chamorro, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
En noches como esta, 1982. FotografĂa sobre papel. 30 x 40 cm.
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Con los hermanos Palau, 1983. Fotografía sobre papel. 30 x 40 cm.
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Luis Escobar y compañía, 1982. Fotografía sobre papel. 30 x 40 cm.