Biblioteca de Fot贸grafos Latinoamericanos
Luis Gonz谩lez Palma
Portada: La mirada cr铆tica (fragmento), 1998 Derecha: Rinc贸n del estudio
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Luis Gonzรกlez Palma
Luis Gonzรกlez Palma Una breve historia del desasosiego Por Rosina Cazali
Luis Gonzรกlez Palma
Cuando Luis González Palma realizó su primera exposición personal en Nueva York, en las salas del desaparecido Museum of Contemporary Hispanic Art, MoCHA, en 1989, muchos artistas y críticos habían comenzado ya a advertir el agotamiento del paradigma modernista. Valores como la originalidad, los principios rigurosos de composición y los dogmas defendidos por fotógrafos europeos y americanos durante gran parte del siglo estaban siendo cuestionados en distintos sectores. Parecía curioso, sin embargo, que un artista proveniente de un país como Guatemala coincidiera con estas cuestiones trascendentales. Por mucho tiempo he querido pensar que de esto se habló poco porque no existían antecedentes para situar el arte que provenía de una región no codificada en el mapa de la producción artística de Latinoamérica. La realidad era que, por muchas décadas, lo invisible existió como excusa para evitar un espacio inaprensible y políticamente confuso. Por esa y otras razones el recuento del arte latinoamericano se iniciaba en México y continuaba en Colombia. Pero fue en esa primera exposición, titulada Auto confesión, que el nombre de Luis González Palma se asoció al de un país y una estética improbables. A una serie de arquetipos simbólicos y rostros con miradas que, de alguna manera extraña, intentaban comunicar su desasosiego.
La rosa, 1989
La simple transparencia de la fe. VI Bienal de La Habana, Cuba, 1997
Al revisitar hoy la obra de Luis González Palma, ese pasado aparece como un capítulo borroso. El tiempo ha intervenido inevitablemente. Aun así, es imposible separar lo reciente de los recuerdos privados y gestados en el contexto colectivo al que el artista pertenece. Todos los pliegues de su historia se inician en un mismo lugar y de eso es necesario hablar. Con Luis hemos sido amigos por muchos años. Ambos fuimos formados en colegios católicos. Pertenecíamos a familias de una clase media con ciertos privilegios y a ambos nos interesaba el arte; un asunto de leyes misteriosas para una sociedad tan conservadora como la guatemalteca. Desde que le conocí, era un tipo de una curiosidad infinita. A través del tiempo y la amistad, aprendí mucho de Luis, de su exquisito gusto por la música, por el cine y la buena lectura. Pasaron los años y mi propia curiosidad me hizo indagar en cosas más estridentes y comprensibles en el santoral de la música latinoamericana, a través de culturas que contenían a personajes como Rigo Tovar y cosas que, ante la elegancia de González Palma, son absolutamente prosaicas. En pocas palabras, la distribución de destinos ha sido antagónica y a la vez equilibrada. Su carrera como arquitecto fue interrumpida por la fotografía y a mí me tocó estar en el tiempo y lugar exactos para contar este tipo de historias. Historias que se tejieron a partir de la contradicción a principios de los noventa, cuando Luis comenzó a perfilarse como uno de los creadores más interesantes de Latinoamérica, y no se esperaba mucho de la fotografía por estar reglamentada. Esto último significaba que, en su condición de latinoamericano, estaba predestinado a seguir los caminos trazados por las obras de fotógrafos paradigmáticos, las que edificaron la mirada esencialista sobre la identidad. A pesar del profundo respeto que demostraba por obras como las de Manuel Álvarez Bravo, Graciela Iturbide o Flor Garduño, González Palma buscaba algo alejado de la autoridad que desplegaba el trabajo documental y los purismos del laboratorio. Una de las primeras revelaciones serían las obras y actitudes frente a la fotografía tradicional de artistas como los hermanos Mike y Doug Starn (1961), quienes, desde los ochenta, irrumpieron en la escena internacional con apropiaciones y recreaciones de obras como las de Rembrandt, algo que acarreaba implicaciones éticas y estéticas más cercanas a lo que Luis buscaba. Estas primeras nociones de irreverencia se complementaron con el conocimiento de la obra del artista francés Christian Boltanski, la cual se abrió
Inmóvil contempla su soledad, 1996
al mundo como un excepcional motor de la época, motivando experiencias híbridas que desdibujaron las fronteras entre la instalación, el objeto y la fotografía. El síndrome Boltanski colocó lo intangible de la luz como una discusión central. Sus famosas transparencias proyectadas en cajas lograron escenificar de manera genial la noción de aura constituida en las teorías de Walter Benjamin, así como evocar de manera más precisa preocupaciones sobre el tiempo, el silencio y otros espacios de desmaterialización contenidos en el hecho fotográfico. En aquella época de perplejidades, los Starn Twins, Boltansky e incluso la obra de Joel-Peter Witkin y sus bodegones de cuerpos recargados, fueron los atisbos de un universo paralelo, donde era posible dejar de llamarse fotógrafos y donde la fotografía no era inseparable de su situación referencial y bidimensional. Sin embargo, el breve vocabulario del arte que se desarrollaba en nuestro país, no incluía una noción sobre lo contemporáneo. Me refiero a todos esos eventos que encajaron en la posmodernidad y que, sólo más adelante, proporcionaron el soporte teórico que la obra de Luis necesitaba para explicar el por qué de negativos rallados con punzones, las impresiones cubiertas con betún de judea y diferentes tratamientos en las etapas de preproducción y postproducción. Lo único que podíamos decir con certeza era que González Palma se situó como un contestatario de los formalismos. En esos primeros años hubo hasta reacciones hostiles cuando ganó un concurso de pintura en Honduras con una fotografía cubierta con pátinas de óleo. Pero nuestro contexto de apreciaciones era tan reducido que se nos escapaban eventos de alcances continentales. En el trazo de estas fisuras, Luis estaba coincidiendo con fotógrafos como Gerardo Suter (México) y Mario Cravo Neto (Brasil) para dar paso a un cuestionamiento de los valores asociados a las reglas de las técnicas del laboratorio y a relacionar sus experiencias a través de prácticas que necesariamente amplificarían los modos de abordar la fotografía. Si las escenografías no hubieran existido desde los mismos principios de la historia de la fotografía, muchos hubiéramos insistido en que fueron concebidos por González Palma. Creo que fue su afición por tomar fotografías de ballet y su aprecio al teatro y el cine lo que le llevó a definirlas como fundamento de su obra. Caracterizadas por cierta contención y decadencia, las escenografías y el uso de coronas de flores, alas, cetros o corazas, trajes y tantos otros objetos confeccionados artesanalmente conjugaron
Inri, 1994
un extenso repertorio de simbologías encaminadas hacia la intención de conmover e intensificar las reacciones sensoriales del espectador y su aprecio hacia el modelo. González Palma utilizaba el objeto añadido de manera inequívoca en cuanto a su interés por evocar los estatutos del Barroco, el cual, desde la colonia en Guatemala, repercutió en todos los niveles de conciencia y apreciación estética. El peso de su propia formación religiosa fue evidente en la profusión de brocados, marcos y veladuras y los recorridos de los temas como si se tratara de las narrativas que pueblan los altares de la época colonial. Más importante aún, la experiencia acumulativa era el contrapunto al horror vacui, el temor a un vacío propiciado por el paulatino desmantelamiento de los preceptos y represiones morales que fundamentaron el legado histórico de nuestra sociedad y la formación religiosa de nuestra generación. Auto confesión y otras exposiciones con títulos similares, fueron procesos introspectivos que parecían sugerir analogías con los caminos de sacrificio y revelación expuestos en todo lo ancho de la literatura y el pensamiento judeo cristiano. A pesar de que muchos insistieron en su apego a lo místico, sus reflexiones parecían inclinarse hacia la secularización y cierta desentimentalización de sus propios entornos. En el transcurso de los años, las paredes de su casa, que alguna vez fueron de un rojo vibrante y antigüeño, se hicieron blancas, luminosas y minimalistas. Todos estos aspectos contribuyeron a producir la figura del autor excepcional, proveniente de un país periférico y reconocido a partir de ciertas mitologías precolombinas y coloniales. Sin embargo, si hay algo sobre lo cual insistir, algo más profundo e inadvertido por todos los estudiosos de la obra de González Palma, fue la manera en que se acercaba a la necesidad de una propuesta intelectual para entender la diversidad étnica y cultural latente en nuestro país y tantos otros. Esto tiene tal importancia que, sin ella, es imposible introducirse en uno de los núcleos de la poética de González Palma. Sobre ese camino hubo tantas preconcepciones como controversias, que borraron el aporte de su obra en un momento de cambios. Abordar el tema de lo indígena en la obra de González Palma sin la comprensión de lo que estaba sucediendo en Guatemala en esos años es explicar las cosas a medias. Luis nació en Guatemala en el año 1957. De acuerdo a la cronología ha de considerarse como parte de una generación que sería signada por el conflicto armado, el cual se
inició en 1960 y concluyó con la firma de los Acuerdos de Paz en 1996. De manera específica, esta generación –que también es la mía– fue un producto de todos los efectos que acarrearía la llamada «guerra de baja intensidad». Es éste un concepto extraído de la historia militar norteamericana y una de las estrategias más significativas en la lucha contrainsurgente en países como Indochina y el bloque centroamericano formado por Guatemala, El Salvador y Nicaragua. No era una guerra entre ejércitos movilizados para enfrentarse en batallas campales. Sin embargo, no era menos destructiva. «Guerra de baja intensidad» sería un término de dimensiones épicas que implantaría en la cotidianidad y las psicologías de las sociedades una serie de tensiones políticas, militares, intelectuales, legales y morales que se prolongaron durante todo el período de 36 años que duró el conflicto. La guerra de baja intensidad abarcó todos los aspectos de la vida e insertó un código de represión que llegamos a asumir como normalidad. Esa normalidad nos cubrió por mucho tiempo. Quienes vivíamos en la ciudad –como una reacción pavloviana– evitábamos hablar de las terribles noticias que venían del área rural y cultivamos un estado de silencio comprensible pero a la vez cómplice. A esto habría que sumar la conformación social del país, donde la estratificación de clases y poderes que seguía replicando –incluso hasta el día de hoy– las mismas estructuras de la época colonial. En ese escenario, el indígena aparecía como una clase sujeta a todas las exclusiones y prejuicios cultivados desde la Colonia. Y nosotros, los ladinos, estábamos en el otro extremo; el de los privilegios. El término ladino es algo difícil de explicar para quienes vivimos aquí y de comprender para quienes se encuentran en la distancia. Ser ladino en Guatemala es ser mestizo pero con las connotaciones que aportan la dualidad
Las raíces del paraíso, 1999
01.  Fidelidad del dolor, 1991
02. Lotería I, 1988-1991
03. Lotería II, 1991-1992
04.  El soldado, 1993
05.  El silencio, 1997
06. El poema, 1994
07. Retrato de niño, 1990-1992
08.  Ausencias, 1997
09.  Viviendo en silencio, 1997
10.  Ora Pro Nobis, 1998
11. Entre raíces y aire, 1997
12. La mirada crítica, 1998
13. Sin título, 1998
14. Time out, 2000
15.  Reciclaje, 2001
16.  El silencio flota sobre el silencio, 1998
17.  La imagen del mundo, 1998
18. Sebastián, 2002
19. Sin título II, 1998
20. Anónimo II, 1998
21. Letanías con ángel, 1994-1995
22.  Acariciando la muerte, 1998