This photographer’s work is imbued with a personal style that enables identification of her signature in every one of her images. It is based on research and exploration of the human body, first by a focus on dance and then through social commentary. The human geography, shown as art, reveals the worlds concealed behind skin and eyes. A daring, risk-taking reporter, Muñoz has been awarded the World Press Photo Prize on two occasions (in 2000 for a photograph of the monks in the Shaolin Temple, and in 2004 for a photo from her series on the Surma people in Ethiopia). She received the Community of Madrid’s Photography Prize in 2006 and the Merit in Fine Art Medal in 2010. A resident of Madrid, she has had numerous solo exhibitions since 1986 and is a very active photojournalist.
Masterpieces The third volume of La Fábrica’s Obras Maestras (Masterpieces) Collection tells the story of Isabel Muñoz by reproducing more than 220 photographs that in many cases have never been published or are little known. It also includes a selection of photos from the features that she has published in Europe’s major printed media, which were compiled from her archive specifically for this book. The artist’s art and life are revealed upon reading these 400 pages thanks to critical essays by Gérard Macé, Alain Mingam and Christian Caujolle, an excellent interview conducted by Eduardo Momeñe and a detailed illustrated chronology written by Lola Huete Machado.
“With her characteristic formal demands and attention to every last detail, Isabel Muñoz continues in her desire to explore the body within the contemporary world.” —Christian Caujolle
ISABEL MUÑOZ
Isabel Muñoz
ISABEL MUÑOZ Obras Maestras
Isabel Muñoz Su obra, impregnada de un particular estilo que permite reconocer su firma en cada una de sus imágenes, se basa en la investigación y exploración del cuerpo humano, a través de la danza, primero, y de la denuncia social, después. Las geografías de hombres y mujeres, recubiertas de arte, descubren los mundos escondidos tras la piel y los ojos. Reportera audaz y arriesgada, ha merecido dos veces el World Press Photo (en 2000 por una fotografía de los monjes del monasterio de Shaolín y en 2004 por otra de la serie de los surmas de Etiopía), el Premio de Fotografía de la Comunidad de Madrid en 2006 y la Medalla al Mérito de Bellas Artes en 2010. Afincada en Madrid, ha realizado innumerables exposiciones individuales desde 1986 y mantiene una intensa actividad periodística.
Obras Maestras El tercer volumen de la colección Obras Maestras de La Fábrica cuenta la historia de Isabel Muñoz a través de la reproducción de más de 220 fotografías, tanto inéditas o poco conocidas como aquellas que le han conferido el reconocimiento internacional. La selección se ha realizado desde los archivos de la fotógrafa especialmente para este libro y se incluye también una compilación de sus reportajes aparecidos en las principales publicaciones de Europa. La lectura de estas 400 páginas descubre el arte y la vida de la autora gracias a los ensayos críticos de Gérard Macé, Alain Mingam y Christian Caujolle, una hermosa entrevista realizada por Eduardo Momeñe y una detallada cronología ilustrada escrita por Lola Huete Machado.
«Con la exigencia formal y el cuidado por el más mínimo detalle que la caracterizan, Isabel Muñoz persiste en su deseo de explorar el cuerpo en el mundo contemporáneo.» —Christian Caujolle
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Pรกginas 5-13: Contorsionistas, 1998.
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Isabel Muñoz es una exploradora de imágenes. Rastreando el territorio del cuerpo, ha conseguido dibujar como nadie la textura de la piel, la sensualidad del movimiento, las caricias de la forma. Desde aquellas primeras fotografías del tango, hasta las más recientes de los derviches, el territorio visual de Isabel Muñoz se ha ampliado sin límites. Sin salir de la geografía física que conforman un hombre y una mujer, Isabel Muñoz ha viajado por numerosas culturas. El trabajo de Isabel Muñoz es una epopeya de la figura humana; un elogio del gesto, de la postura, de la curva. Bailarines, toreros, luchadores, monjes, tribus primitivas, hombres en trance… Las fotografías de Isabel Muñoz se mueven en una doble dirección, recorren el camino que separa la búsqueda de la belleza por sí misma, y el testimonio de su tiempo. La colección Obras Maestras publica su tercer volumen dedicado al trabajo de una fotógrafa, de esta artista realmente singular. Aventurera, audaz, solitaria, exigente, inconformista… Isabel Muñoz ha construido su carrera a golpe de determinación. Argentina, Egipto, Cuba, Turquía, España, Brasil, El Salvador, Irán, Etiopía, Camboya, Estados Unidos, entre otros países, han sido investigados de manera rigurosa por su objetivo. Este libro es testigo del largo viaje de una fotógrafa que ha perseguido el cuerpo a través del mundo. —El Editor
[ 18-21 ]
Cortina rasgada Gérard Macé [ 22-27 ]
la mirada a flor de piel Alain Mingam [ 30-148 ]
Fotografías [ 149-183 ]
Cronología
Lola Huete Machado [ 187-333 ]
Fotografías [ 334-336 ]
el amor y el éxtasis Christian Caujolle [ 348-359 ]
el mundo en escena Eduardo Momeñe [ 361-369 ]
Publicaciones en revistas [ 370-372 ]
exposiciones y libros [ 374-382 ]
biografías
Mercedes Martín Luengo y Javier Hernández
Cortina rasgada GĂŠrard MacĂŠ
I El tiempo a merced de sí mismo es un pésimo fotógrafo, puesto que le basta la memoria borrosa, y en sus designios de baile macabro presta poca atención a lo que nos hace sufrir —al igual que la inteligencia y la vejez—, hasta el punto que nuestras personalidades le resultan perfectamente intercambiables: llegado el momento nuestros rostros bastarán, ya estén enflaquecidos por el orgullo o abotargados por la vanidad. Tal vez por eso Isabel Muñoz, contradiciendo el consejo que habitualmente se da a los principiantes, fotografía cuerpos y casi nunca rostros, cortando las cabezas sin ferocidad alguna. Porque es tan fino su sentido de las proporciones y tal la suavidad de la iluminación de sus imágenes que, de entrada, no pensamos en el gesto de Judith, sino en la imaginación que corrige los errores de la naturaleza y, sobre todo, en el erotismo que, en el cuarto oscuro donde intentamos conciliar el sueño, crece en los detalles. En su taller, tan grande como un salón de baile, Isabel Muñoz convierte el tiempo en un esteta. El tiempo que se demora para contemplar, junto a nosotros, lo que habitualmente transcurre demasiado deprisa: los abrazos y las caricias de las parejas que se encuentran y se deshacen, y se curan del mal de la soledad o del mal de ser dos, como si el fracaso fuese para siempre imposible. Isabel empezó la práctica de la fotografía temprano, como en toda familia en la que desde generaciones se conserva una máquina de fotos (en su caso, desde que un antepasado ruso llamado Iván, dejó un álbum de fotos en casa). De algo cotidiano hizo una vocación, no sin antes haberlo meditado profundamente, pues hasta el comienzo de su vida adulta estuvo dudando entre las matemáticas y la fotografía. De hecho, el gusto por lo abstracto queda reflejado en el rigor de sus composiciones, a la manera de los maestros clásicos que en los momentos de ocio leían exigentes tratados y preferían el número áureo a su propia firma. Perfeccionista, Isabel conoce su oficio como nadie. Ha completado su formación con varias estancias en Rochester, lo cual le permite trabajar como si hubiese asumido el reproche que a menudo se le hace a la fotografía: el de ser un medio algo frío. La artista consigue reconstruir la sensación del tacto eligiendo sus modelos y atuendos, preparando ella misma el papel, modificando las fórmulas químicas para obtener negros tan profundos y sensuales como el terciopelo y la seda. Es más, se podría afirmar que este es el reto al que se enfrenta desde su primera exposición titulada Toques. Sin duda Isabel trabaja como los pintores de antaño: las imágenes que capta sobre el motivo (con un artilugio que en ese momento no es otra cosa que una máquina de dibujar) son bocetos inmediatamente retocados mentalmente, que sirven a continuación para elaborar una escena en la que el imaginario ocupa todo su lugar, ya sea en el decorado natural o en la desnudez del estudio. Cada una de sus fotografías es por lo tanto un recuerdo y una fantasía a la vez, hasta el punto de que no podemos distinguir la luz del día de la de las lámparas, el movimiento espontáneo de la pose. El imaginario de Isabel procede, en primer lugar, de lo que observaba durante su infancia: los cuerpos femeninos que se adivinan bajo el encaje, sus vestidos de pacotilla que la luz transforma en prendas de reina. Y poco a poco, como si cambiase de baile o de pareja en la sucesión de los pasos, la artista amplía su visión: efectivamente, ha seguido siendo fiel al universo español (lo demuestran sus imágenes del flamenco, en las que se siente el estremecimiento musical y el temblor de los cuerpos, el trance y la geometría), pero desde el mundo árabe al nuevo continente, desde la danza oriental al tango argentino, seguimos el rastro de España como una sombra que gira con las horas; en cuanto a la danza en sí, los gestos en los que se mezclan la violencia y la gracia la han llevado a celebrar el encuentro de los cuerpos al igual que la embriaguez del espíritu. El paño de nuestros sueños ha menguado, pero sobre las fotografías de Isabel esos viejos harapos traslucen todavía el esplendor de la carne a través de sus flecos; en cuanto al vestido de la infanta, majestuoso y envarado, es una reliquia extraída de un cuadro que, a pesar de los retoques y del uso, brilla todavía en torno al talle de una bailarina o sobre los hombros de un torero. Gracias a la generosidad de su mirada, Isabel viste de luz a todos estos personajes, estén en un palacio de Sevilla o en un café de El Cairo, en la pulcritud o en la suciedad. Un arte dominado a la perfección, iluminador y benéfico a partes iguales, en una palabra: clásico.
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Cortina rasgada. gérard Macé
II Sigo conservando entre las páginas de un catálogo titulado Tango el anuncio de la primera exposición de Isabel en París: una reseña sin imágenes de Le Monde del 1 de noviembre de 1990, donde se describía la trayectoria académica de la fotógrafa y se mencionaba su admiración por Lewis Carroll y Brassaï, es decir, su fascinación por el universo ambiguo de la infancia y el turbio mundo de la noche, por la inocencia falsa y el claroscuro en el que nos refugiamos tan a menudo. En la reseña, Isabel hablaba también de Mapplethorpe, de su debilidad por el papel, por los tejidos y por las técnicas de revelado con platino; luego describía su trabajo como pocas veces lo hará después: «Comencé esta serie en Madrid, en 1988. Luego me fui a Buenos Aires y trabajé con bailarines de verdad en viejos prostíbulos y cafés de barrio en los que estaba prohibido fotografiar. No eran lugares para turistas. La gente iba únicamente a bailar. Lo único que importa es el remolino del vestido y la violencia del gesto. Fotografío solamente fragmentos de cuerpos. No hay que mostrarlo todo, hay que guardar el misterio. »En un bar había una prostituta vestida de rojo que estaba con su proxeneta. Se parecía a Madame Bijou de Brassaï. Bailaba de forma sublime. Viéndola, los hombres la tomaban por Rudolph Valentino. Mi tango favorito es Silbando. Lo tenía grabado en una cinta y las parejas bailaban para mí. Cuando sonaba un pasaje que me gustaba, captaba el movimiento. »También hay una pequeña serie sobre los mirones. No me vieron.» Encontré en estas pocas líneas un tanto deshilvanadas varias razones para dirigirme apresuradamente a casa del vendedor de muebles en la avenida Beaumarchais donde se exponían las fotos de Isabel. La decoración sobrecargada no impidió que me enamorase a primera vista de estas materias y posturas, de estas manos y piernas estiradas hasta el extremo, de estos cuerpos que se enlazan y se sobreponen, como si la fotógrafa hubiera retratado el deseo. La imponente presencia de los muebles desaparecía tras los tejidos estampados, los encajes y la sensualidad de los bailarines, todo un conjunto que afirmaba magistralmente que, en el ámbito del erotismo, la sugerencia tiene más fuerza que la evidencia excesiva de la desnudez. Porque el misterio deja espacio a la imaginación, la reina de los sentidos tal y como la llamó Baudelaire. Una frase de Isabel empezó entonces a dar vueltas en mi cabeza: «Cuando era pequeña, veía bailar a mis padres». También yo, pero en lugar de detenerme en este recuerdo de la infancia, me acordé de que el viejo bailarín japonés Kazuo Ōno estaba en París, y que rendía un homenaje a Antonia Mercé y Luque, la Argentina, a través de un lento baile solitario en el que se borraban todas las fronteras: lo vivo y lo muerto, la carne joven y la marchitada, la rigidez del hombre y la flexibilidad de la mujer; entre la expresión brutal del flamenco y la violencia contenida, la lentitud explosiva del Butō. La misma tarde en que Kazuo Ōno bailaba, escribí mentalmente un poema en prosa titulado Parada nupcial, en cuyo comienzo evocaba a dos fantasmas enlazados inspirados tanto en las fotografías de Isabel, como en la decoración de la tienda de muebles y en los recuerdos convertidos en fantasías: Él con un traje oscuro de rayas, ella con un vestido claro y un collar de perlas falsas, y por unas horas las preocupaciones en el guardarropa con mono y delantal: si no los he visto me los imagino, inclinados el uno sobre el otro y bailando un vals o un tango delante de los parientes sentados en sillas, en el comedor tras haber empujado los muebles, bajo la luz de un fanal que se parece a la luna, una luna que podrían descolgar. III La primera ciudad extranjera que quise visitar fue Roma. Dicho viaje no estuvo motivado por un interés en la Antigüedad que para mí era solo un decorado mudo y vacío puesto que no había estudiado latín en el instituto, sino por las fotografías que figuraban al final del libro de Jean Rousset La literatura europea en la edad barroca. El objetivo de un fotógrafo desconocido me había servido de puerta de acceso, como si en la puerta cerrada del paraíso hubiese abierto una hendidura que me permitía ver los ángeles sin cuerpo de Borromini, los nichos vacíos y la fachada atormentada de San Carlos y, sobre todo, la fuente de Bernini en la que se vierten simultáneamente, como si fluyesen en sentido contrario retornando al manantial, los ríos de cuatro continentes: el Nilo y el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata. Algunos años después residí en la Villa Medicis y a mi regreso, escribí un libro sobre la Roma barroca, publicado deliberadamente sin ilustraciones.
Veinticinco años después de mi primer viaje, tuve la posibilidad de compartir mi visión de Roma con Isabel, y de ver el barroco a través de su mirada. Observé las estatuas que se posaban para ella, y la piedra que se echaba a bailar; un ángel que perdía la cabeza y mostraba su rodilla levantando drapeados voluptuosos; una santa en levitación delante de un tumulto de mirones; un moro con un pez entre las piernas; el torso gigante de un tritón que parecía beberse el cielo para saciar su sed infinita; y el rapto de una mortal, asustada pero encantada cuando la mano del dios la coge por la cintura hundiendo los dedos en sus carnes; con la luna llena, volví a ver los armazones que sobrevivieron al diluvio en medio de los cuales se paseaba Piranese; y con la puesta de sol, Roma que volvía a ser una vez más un pastel de miel. En Roma vi a Isabel tan elegante y apasionada por su trabajo como siempre, intransigente y minuciosa, pero capaz de entrar en la visión del otro. La vi desdichada aunque digna, tras haber perdido la alianza de sus padres en un taxi. La vi tomarse su tiempo, calcular su efecto, encuadrar los objetos para aislarlos de las circunstancias, de la muchedumbre y del tráfico. La vi retomar, en Roma como en cualquier otro lugar, su pasión por los cuerpos, su obsesión por la materia, su gusto por la voluptuosidad, practicando sin embargo su arte como una asceta, hasta el punto de no beber y comer casi nada. El resultado de todo esto fue un libro que publicamos en Francia (Roma, la invención del barroco), pero entre tanto, Isabel me había hecho otro regalo. Observando mi forma de mirar, se asombraba de que jamás hubiese tenido una cámara de fotos, y adivinando el placer que tendría al captar imágenes, me convenció para que me iniciase en la fotografía. Fue ella por lo tanto la que escogió mi primera cámara, y a día de hoy todavía le estoy agradecido por esa generosidad tan poco común en los artistas. Esto significa que Isabel está lo suficientemente segura de su vocación y de su práctica como para impulsarla en los otros: Isabel es una gran mujer, un alma sin mezquindad, que puede deambular por el mundo aumentando su universo, multiplicando sin embargo lo poco que le ofrecemos. IV En ningún lugar del mundo se deja el cuerpo en estado natural. Basta con un estuche peniano, unos labios pintados, incisiones y tatuajes, un corsé o tacones, para que la costumbre o la moda ejerzan su dominio y normalicen, a través de un código —que por cierto es variable—, el poder de la seducción. Los etnógrafos nos lo han demostrado a través de multitud de ejemplos, pero ya con anterioridad Baudelaire asimilaba el dandi con el salvaje, es decir, dos formas extremas de un mismo fenómeno, a pesar de la aparente distancia. La consecuencia es que no existe una jerarquía de culturas. He aquí lo que se deduce de los viajes de Isabel a través del mundo, que la artista no realiza ni como variaciones en torno a un tema, ni como una colección de imágenes a partir de su propio gusto. De hecho, ya sea en Etiopía, Burkina, Irán o en cualquier otro lugar, la fotógrafa se mueve en los márgenes de una frontera jamás trazada de antemano: entre las limitaciones del cuerpo y la libertad del imaginario. Del cuerpo a cuerpo de los luchadores al impulso del baile, lo que Isabel hace cada vez es interrogar a una comunidad que anteriormente la ha aceptado y mostrar las relaciones sociales, incluso las del amor que no derivan solamente de lo íntimo. Podemos encontrar con más frecuencia una mirada política en la obra de Isabel. Lo estético no es un tupido velo, y este se rasga cada vez que la realidad lo exige, como en Camboya, donde las mutilaciones provocadas por la guerra se contraponen a la beatitud de la estatuaria de Angkor. Lo que Isabel muestra es, por lo tanto, un sueño mutilado, cuerpos trabados, así como la confrontación entre el horror y la belleza en nuestros espíritus. Las prisiones de El Salvador, los cuerpos tatuados víctimas de un doble encierro, son otras etapas del mismo itinerario, pero sin complacencia, sin efectismo fácil, sin generalización de la violencia ni escaparate de buenos sentimientos. En este sentido, Isabel es coherente consigo misma, porque lo que toda su obra afirma es que la violencia controlada, el goce auto-consciente son las únicas maneras de escapar de la vulgaridad y la brutalidad. Sin embargo, a pesar de que no se insista en ello, existe una vulgaridad de la política y del erotismo cuando estos caen cotidianamente en el tópico, la fealdad, la palabrería, la seducción burda y las promesas que no convencen a nadie. Se aprende a vivir y la libertad es una arte, agradezco a Isabel por habernos brindado pruebas tan evidentes.
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Cortina rasgada. gérard Macé
la mirada a flor de piel Alain Mingam
Siempre he pensado que Isabel Muñoz no escogió la fotografía sino que la fotografía la eligió a ella. Porque los dioses de la iconografía parecen haberle dado su gracia para poner de relieve la elegancia natural de sus imágenes, tanto a su contenido como a su forma. La fotógrafa maravilla por su sensualidad, algo que en ocasiones se echa de menos en el arte de la instantánea que se exhibe en las galerías y en las paredes de las ciudades. No pretendo afirmar que, de toda la variedad de miradas femeninas que conforman y alimentan la fotografía contemporánea, Isabel sea la única mujer dotada de esta cualidad. Estamos sin embargo ante una de las fotógrafas españolas que, desde su primeros pasos en Madrid allá por el año 1970, mantiene una relación de excelencia con la fotografía. Su talento le permite extraer del periodismo fotográfico imágenes cuya originalidad artística perdura en el tiempo. Isabel Muñoz es capaz de penetrar en el hermético mundo de las bandas de El Salvador o de los pigmeos que sobreviven en Camerún, de implicarse durante un año en la lucha por el reconocimiento internacional de los derechos infantiles o de vivir el sufismo entre misticismo y éxtasis. Nada parece escapársele a la hora de transfigurar la más convencional de las situaciones en un cuadro propicio del que surge una imagen que nunca resulta trivial. Recuerdo una anécdota: le encargué a Isabel un reportaje sobre los vinicultores para una gran revista semanal francesa, con la consigna de que fuese lo más cercano y cómplice posible. En Corbières retrató a uno de los propietarios de los viñedos de la región acariciando con su mano carnosa, cargada de historia como una parra trepadora y viril, el cuello de la botella por encima de la etiqueta. La evidente connotación sensual buscada por Isabel provocó un divertido asombro tras su publicación. Es en efecto única, en el sentido de que todo lo que aprehende de la realidad lo vuelve materia con vocación de obra iconográfica, desde los límites de la antropología hasta la cumbre del arte barroco que la alimenta. Isabel Muñoz persigue siempre la belleza de las formas en composición. Sus imágenes se encuentran en constante equilibrio entre el enfoque milimétrico y la preocupación por el detalle que conforman todo el rigor de su procedimiento hasta el fondo de su propósito. Isabel Muñoz es también ampliamente reconocida por su obra más «plástica» en torno al cuerpo en movimiento, que va desde el tango cubano o el flamenco de sus orígenes hasta las artes marciales de China. Sus instantáneas no son más que el escrupuloso reflejo de una belleza en movimiento, vista a través de su mirada de mujer, con el deseo constante de celebrar sobre la muerte el esplendor de la vida, en la que Isabel es coreógrafa del instante mágico. Virtuosa en el sentido musical del término, entre la armonía de todos los colores ha escogido el blanco y negro para hacernos «ver» y escuchar la música interior de retratos como el de Antonio Canales o paisajes como el de Bam (Irán) tras el terremoto de 2005. Isabel nos empuja constantemente a un cuerpo a cuerpo permanente con una fotografía de una alta exigencia. Sus «cuadros vivos» son, gracias a la magia de su mirada de mujer, el espejo fiel de nuestros sentimientos más nobles y arrebatados unidos en la emoción estética. Tal y como subraya Alfonso Armada, del periódico ABC, la fotógrafa nos invita «a cuidar de nuestros ojos, ya que los solicitamos tanto para observar sus fotografías, para ingerirlas; como si sus ediciones en platino fueran un licor de lo verdadero, un revelador de la conciencia, un elixir de lo que es». La calidad de la reproducción —de la que la autora es experta, desde el argéntico al platino— se sitúa a la altura de sus ambiciones, haciendo de cada uno de sus positivados la textura misma de la belleza. Isabel Muñoz alimenta nuestra memoria con fotografías que embelesan el universo cotidiano. Es un constante placer al alcance de uno mismo. Porque tal y como escribió R.M. Rilke: «El arte es el fruto de los pensamientos más elevados. Proviene de las profundidades de la Vida. Hay multitud de obras que nos rodean que apelan a lo que de mejor hay en nosotros mismos». Muchas gracias Isabel.
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la Mirada a flor de Piel. alain Mingam
Mirar ver. La fotografía, el revelador de sentimientos. Retrato de Antonio Canales Podemos calificar el retrato de ajustado, un efecto de zoom dentro de un encuadre más amplio conocido también con el nombre de «plano americano». Este efecto, realizado lo más próximo posible a los ojos, acentúa el marco deseado por Isabel para añadir emoción estética a la conmoción de Antonio Canales, actor y bailarín que se desdobla en un hombre al acecho de una emoción intensa. La fotógrafa no encuadra por encima de la cabeza del célebre bailarín de flamenco, sino que permite que se vea lo justo de su cabellera, entreabierta cual cortina natural en blanco y negro del teatro íntimo de su personalidad, mostrada así al desnudo sobre sus ojos cerrados. La pena o la alegría vivida, trasquila o transporta su corazón hasta impedir cualquier emisión de un verbo salvador. Dos lágrimas en perfecto equilibrio en la composición de Isabel —a la misma distancia de cada borde del encuadre—, añaden a cada esquina del ojo herméticamente cerrado la paradoja de una transparencia emocional, y son visibles incluso en la piel del hombre en plena tensión interior. Poco importan las causas y la naturaleza del sentimiento, el sobrecogedor desasosiego que provoca dicho momento excepcional impregna la cara hasta las comisuras de los labios con todo su trastorno. Los ojos y la boca, cual ventanas voluntariamente ocultas, constituyen el triángulo de la pena o de la felicidad que surge ante nuestros ojos en plena empatía. La imagen se convierte entonces en el espejo de una verdad ciertamente escondida, aunque presente en cada grano de piel mediante el «picado» o la minuciosa definición del gran formato. La punta de la barbilla voluntariamente reencuadrada por Isabel Muñoz nos acerca aún más a Antonio Canales. Somos nosotros quienes queremos quebrantar el espejo en el que penetrar para consolar o felicitar al amigo, marido, amante o actor. Poco importa, la fotografía ha realizado ya su labor: somos todos hermanos o hermanas de su descomunal alegría o de su inmenso dolor, súbitamente convertidos en «universales» gracias a la mirada conmovedora de Isabel Muñoz.
La memoria de Bam. Irán, 2005 Esta es la leyenda con la que Isabel Muñoz titula sobriamente una de sus imágenes más impactantes tomadas después del terrible terremoto de Bam (Irán). Isabel fotografía los escombros de una morada familiar con la joven Marzieh de 17 años, superviviente de la catástrofe que provocó miles de víctimas. Todos los fotógrafos lo saben: ante tales situaciones, la mirada se encuentra en constante estado de atención y cualquier sentimiento no es más que pudor. Marzieh se cobija en el único muro que queda de su casa familiar, y como si de una página en blanco se tratara, se dedica a recordar a sus cinco hermanos y hermanas, su cuñado y sus cinco sobrinos engullidos por el devastador seísmo. De forma instintiva, Isabel Muñoz «encuadra» con profundidad cuando observa a Marzieh escribir sobre la piedra el dolor y el sufrimiento que le provoca el recuerdo de su joven hermana. «La lluvia lava los cristales de las ventanas, pero ¿quién puede borrar tu memoria de mi corazón?» Escribe con una mano endeble que conserva en su totalidad la huella cementada de su amor huérfano. Al igual que un soplo de vida reanudada, el murmullo del viento recorre el espacio inmortalizado por la mirada sensata de Isabel Muñoz en plena emoción compartida y contenida. La fotógrafa hace así de este decorado de desolación el verdadero escenario de una tragedia persa que, al igual que un instante universal frente a la muerte, alcanza todo lo que hay de humano en nosotros sin atender a razones de religión o de raza. La imagen nos convierte a todos en hermanos y hermanas de la joven Marzieh. El viento despliega el drapeado de su extenso chador. El sol proyecta la elocuente negrura de su sombra y acentúa la belleza del gesto memorial —como un dedo subliminal, acusador incluso, que apunta al cielo— sobre la inmensa lápida sepulcral que son los escombros. Isabel Muñoz retiene en su visor los montones de piedra, las fachadas de las casas destruidas alrededor, y detrás esa pared que se confunde con el horizonte. Conserva este efecto de contraste hasta el final del gesto conmovedor de Marzieh, cuyo rostro nos interesa poco. Solo importa la fuerza de este paisaje extremo, de una profunda humanidad. «Tenemos el arte para no perecer por la Verdad» subrayó Nietzsche. La fotografía a veces también da la razón al célebre filósofo.
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Isabel Mu単oz o la mirada a flor de piel. Alain Mingam
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El mundo en escena. Eduardo Mome単e
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lo cierto es que el cuerpo habla, y habla mucho… intento atrapar el cuerpo porque así atrapas a la persona, sus sentimientos, qué habrán vivido esos ojos. También habla de su civilización. isabel muñoz
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Pรกginas 30-41: Tango, 1989.
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Pรกginas 43-57: Flamenco, 1989.
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Pรกginas 58-65: Barroco, 1995.
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