Fútbol, el deporte reina

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FÚTBOL. EL DEPORTE REINA


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E単e Revista para leer Verano 2012


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el espacio sin lĂ­


Sumario Eñe. Verano 2012

6 Diario de Berta Marsé 20 Editorial 22 Autoras Fútbol. El deporte reina 31 38 45 54 61 69 77 83 90

Marta Sanz Clara Obligado Giovanna Pollarolo Rita Indiana Hernández Ana María Moix María Tena Cristina Fallarás Soledad Puértolas Elisa Fuenzalida

f e st ival e ñ e 93 Graciela Baquero p ág i nas salm ó n 98 Esther Tusquets. Biblioteca Particular 101 Joyce Carol Oates. Preestreno 105 Agenda Ilustraciones de Victoria Matos


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Kate Winslet


Diario de Eñe Berta Marsé

Viernes 6 de abril. Aclarémonos, señor. Porque hace apenas unas semanas saltaban todas las alarmas por la falta de lluvia y la amenaza de sequías, y hoy, que por fin llueve, cofrades y nazarenos lloran a lágrima viva y los devotos claman al cielo preguntándose el porqué de la lluvia. Es el drama cansino de cada año, junto con la Operación Salida y la reposición de Quo Vadis en tve. El Viernes Santo no significa nada para mí. Ligero aburrimiento. Vagos recuerdos de procesiones en el pueblo extremeño de mi madre. Un grupo reducido de personas, mayoritariamente mujeres, caminando detrás de un cristo ensangrentado o de una virgen doliente que unos pocos hombres cargan a hombros. Todos cantan de forma deprimente: Perdona a tu pueblo,Señor, perdona a tu pueblo, perdónalo, Señor. Da bastante miedo. No recuerdo que me compraran nunca una palma ni un rosario de azúcar, pero sí recuerdo que, durante un tiempo, me empeñé en hacer la Primera Comunión. Lo recuerdo porque fue una decisión que sopesé bastante. De niña me gustaba el modelo princesa-guerrera-justiciera, la que lucha por recuperar el trono arrebatado, el honor de su familia y de su pueblo sometido, a lo Juana de Arco, vaya. Bonita, pero a ser posible en pantalones, con arco y flechas, y en perfecta sintonía con un caballo imponente. La princesa que espera en palacio, bordando o recogiendo flores, no me atraía nada. Pero ese era el modelo convencional con el que se identificaban las niñas que hacían la Comunión a mi alrededor, bajo el horrendo epígrafe de «princesa por un día», en lo que a mí me parecía una especie de ensayo para la boda, sin novio ni suegros. Me iban más

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las heroínas, y estas no se casaban ni comían perdices al final del cuento; incluso a veces cabalgaban solas hacia un destino trágico, y entonces se me hacía aquel nudo en la garganta, qué se le va a hacer. Pero cuando mi compañera de pupitre me apareció un día con el botín de su Comunión —zapatos nuevos, medalla al cuello, álbum nacarado y 700 pesetas en billetitos de cien—, pensé que quizá valía la pena pasar el mal trago. Lo intenté, insistí, fingí interés religioso, convencí a mi abuela, incluso acompañé a una vecina de mi edad a la soporífera catequesis. Pero no coló. Y aunque entonces me pareció una injusticia cósmica, ahora lo agradezco. Vivir al margen de las tradiciones es más cómodo y más barato. En todo caso, yo ya me he acostumbrado. Total, que de este Viernes Santo mío solo cabe destacar la lluvia y dos pelis malas. La primera se titula El Cuerpo y la prensa del día califica su argumento de «atractivo». Véase: durante las obras en una tienda de Jerusalén aparece un sepulcro con un esqueleto. Una sexy arqueóloga sospecha que pueden ser nada menos que los huesos de Cristo. El Vaticano, viendo el chiringuito amenazado, envía a un jesuita a solventar el marrón, el padre Gutiérrez (Antonio Banderas). Acción, persecuciones y tensión sexual a la sombra del pecado. Un disparate total. Lo mejor, la cara del tendero que casi acaba con milenios de cristianismo con su idea de ampliar negocio. El personaje y su circunstancia me interesan, pero, como no le dan cuartelillo alguno, y es la hora de la siesta, me duermo. Cuando despierto, el tendero ha palmado y el padre Gutiérrez, perseguido por judíos ortodoxos y terroristas de diversa índole, muy cabreados todos, huye a todo correr por las calles de Jerusalén, con los huesos de Cristo metidos en una bolsa de deporte. Si no fuese porque el asesinato del pobre tendero me ha sentado fatal, me haría hasta gracia. Pero ningunearlo para luego sacrificarlo me ofende y apago la tele. Sigue lloviendo. Acabamos de cenar. La segunda película también me aburre y la miro de reojo, sentada a la mesa aún puesta, fingiendo que escribo estas notas. A quien miro en realidad es a mi hijo en uno de esos momentos en los que probablemente no le importa ser hijo único. Guille tumbado en el sofá junto a su perra, ambos muy cómodos. Guille en pijama, todo piernas huesudas, royendo galletas sin

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preocupaciones ni deberes, totalmente abducido por Batman begins. Es el rey del mambo. Le hago una foto sin que se dé cuenta. Cuando se queje se la mostraré: mira, le diré, mira la vidorra que te pegas, mira la suerte que tienes. Domingo 8 de abril. Besada santa. Mientras desayuno, leo en la prensa que la Federación Estatal de Lesabianas, Gays, Transexuales y Bisexuales organiza una «besada santa» a las puertas de la catedral de La Almudena, en protesta por la homilía del obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, en el oficio del Viernes Santo (mientras yo miraba, admiraba, envidiaba, fotografiaba la suerte de Guille). Una protesta cariñosa y con sentido del humor. Y eficaz, a juzgar por las caras de los religiosos ante las parejas que se besan en silencio. Una protesta acertada donde las haya. A mediodía, de picnic en el Prat. No sé por qué no vengo más a menudo. Me gusta este paraje natural, tan agreste, entre el mar y las pistas del aeropuerto. Hace viento, no hay casi nadie. Mis amigos han cocinado cosas sabrosas y han traído al perro. Nosotros hemos comprado empanadas y dejado a la perra en casa; por broncas, por liarla cada vez que ve a lo lejos una gaviota, una pelota, una perra que no le cae bien. En fin. Extendemos las toallas. Abrimos los tupers y los termos. Hablamos de la crisis, de Las Vegas, del carné de conducir que Marina se ha sacado en Cuenca, de los hijos preadolescentes (a este respecto yo tomo algunas notas mentales para esa novela que llevo ya un tiempo sin recoger de la guardería, y que me espera con los mocos y las piernas colgando). Ha costado más de una hora que nuestros preadolescentes —los otros son míos, solo míos, fruto de mi imaginación— se miraran. Y casi otra que jugaran a la pelota. Aprovechamos para contar que el nuestro ha entrado en el instituto por la puerta grande y ha suspendido seis en el primer trimestre, pero en el segundo ha recuperado todo, en parte gracias a la promesa de un patinete eléctrico. Al de Edu y Berta le han vuelto a quedar siete. Cuentan que hace poco pasó la noche en casa de un amigo y por la mañana volvió con el bigote afeitado. Marina dice que a la suya se lo tiene que depilar ella a la fuerza, con cera, y que

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luego se va al instituto muy enfadada porque parece que se haya caído de boca sobre el bidet. Nos reímos. Aunque dan pelotazos más cerca de lo conveniente, no nos oyen. El paso de los aviones ayuda. La vergüenza adolescente es un asunto delicado. Martes 10 de abril. Operación: Antoñita la Fantástica. Acompaño a mi madre al anestesista para las pruebas programadas para el jueves. Nos hacen esperar y compramos el Pronto. En las primera páginas me llevo un disgusto mayúsculo. Ana Obregón anuncia: «No más posados en Mallorca». Es una tragedia, el fin de una era. Pero, atención, que lo que ahora nos ofrece la que se define como actriz, bióloga, presentadora, guionista, modelo, cantante, bailarina, madre, y ahora también escritora, es «el posado de su alma». Dios mío. Leo algunos extractos de la autobiografía y me descojono. En un arrebato de cachondeo mental, decido comprarlo cuanto antes. Pienso en cómo hacerme con un ejemplar sin pasar vergüenza. Se me ocurre una idea cobarde y abusiva: enviaré al niño. Le diré que entre, busque en la sección de biografías —y si no en la de ciencia ficción—, pague y salga. Yo le esperaré en la puerta con un helado. Puede que algún día me lo eche en cara, pero correré ese riego. Miércoles 11 de abril. El cumpleaños de mi madre. Mi madre ha de celebrarlo bebiéndose tres litros de agua, mientras mi padre, mi hermano y yo comemos en el bar de abajo, algo despistados por el efecto de esa bacteria que le ha jodido el estómago, le ha quitado las ganas de comer y hasta de llevar la contraria; pero como no creo que le guste que escriba sobre ello, no voy a hacerlo. De vuelta a casa, hago la Primitiva de siempre. Hice la primera cuando nació Guille, con números elegidos especialmente para la ocasión, y desde entonces no puedo dejar de hacerla una sola semana; porque siempre hago el crucigrama que está justo debajo de los números premiados, y claro, ¡yo recuerdo mis malditos números! Así caí en la trampa. Así me he esclavizado malamente —hasta que caiga—.

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Ya en casa, recuerdo que mi padre me ha dicho que hoy Vila-Matas presenta su novela en una librería y que va a ir. Aprovecho para pedirle por teléfono que me traiga el de la Obregón. Me confiesa que no sabe si se atreverá. Insisto un poco, le quito hierro al asunto. Va, hombre, va, le digo, que no hay para tanto, tú di que te lo han encargado… No me promete nada. Viernes 13 de abril. La espigadora. Ayer, clínica Platón. Mi hermano y yo acompañamos a mi madre a hacerse las pruebas. Todo transcurrió sin incidentes ni malas noticias, y hoy descansa de su maratón de ayuno y agua. Son las nueve de la mañana, hora de arremangarse y espigar (lo mejor que se puede hacer cuando se dispone de poco tiempo y atención, y un trabajo menos ingrato de lo que parece). Entre las notas que releo, selecciono, descarto u ordeno, encuentro un par de ideas que no me disgustan para posibles cuentos: Uno es una oferta de trabajo que me envió por email mi amiga Eva, muy bregada últimamente en esto de buscar faena. Se precisa redactor, periodista, bilingüe y a ser posible autónomo, para escribir biografías breves de carácter literario sobre difuntos. Se requiere empatía emocional y buena presencia. Hay que desplazarse a tanatorios y hablar con los familiares a fin de componer una especie de memorándum conocido con el nombre de «Crónica de un adiós». A veintiún euros por pieza —con posibilidad de hacer cuatro piezas al día—, sin contar los desplazamientos ni las comidas. No saco las cuentas —pa’ qué…—, sino que me centro en las posibilidades de la única pieza que me interesa, la ficticia. Imaginemos que se presenta al puesto un desesperado más, que ni es periodista, ni bilingüe, ni autónomo, que carece de empatía emocional y aún menos de buena presencia. E imaginemos que el muerto era un capullo integral, que tiene pocos familiares y amigos, todos mal avenidos, y que dan versiones tan nefastas de su muerto que el resultado final es una especie de «Crónica de un ahí te pudras». Al no quedar nadie contento con el memorándum, el aspirante a redactor periodista biográfico autónomo podría alegar en su defensa algo así como: ¡Pero qué coño queréis, por veinte euros! Y fin del cuento.

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El otro parte de un recuerdo de lo más inquietante. Fue durante las vacaciones de verano de 2008, cuando el meteoro de la crisis ya era visible desde la órbita terrestre, pero yo andaba demasiado ocupada huyendo —hacia el Sur, en auto-caravana— de una canción que me perseguía sin tregua. Sí, eso es lo que pasó, que una canción tenaz me estuvo persiguiendo por Extremadura y parte de Andalucía, por las carreteras comarcales y las autopistas, por los caminos y las calles. Me atacaba desde cada emisora de radio, desde cada altavoz de chiringuito, en cada gasolinera, en cada orquesta de pueblo, en los campings y en las playas, en los merenderos junto a los ríos, a medianoche, durante las siestas y hasta debajo del agua… ¿Puede una canción acosar, asediar, minar la moral, crispar los nervios de quien no puede hacer otra cosa que escucharla? ¿Puede una melodía persistente, machacona, ensañarse con el ánimo y llevarlo a la exasperación? ¿Puede la música, con todo su poder de evocación, convertirse en semejante instrumento de tortura? Devuélveme la vida que me la has robao, que me la has robao, que me la has robao… Si la música de Wagner motivó a Hitler cuando invadió Polonia, ¿no puede este estribillo de Bustamante provocar una tragedia veraniega? De esto trataría el cuento, pero aún no tengo el cataclismo, la lucha final entre el Bien y el Mal, el Armagedón en un camping de montaña o en un área de servicio. (Si algún día lees estas palabras, David Bustamante, o alguien te habla de ellas, debes saber que no es nada personal, que tu canción la tomó conmigo y, al final, era o ella o yo). Sábado 14 de abril. De mujeres que se arrastran. Huelga decir que mi padre se olvidó de traer el libro que tan desenfadadamente le encargué. Le acompaño a la Laie, donde hay confianza, pero Lluís nos dice que no lo tiene, y no parece muy ansioso por tenerlo. Para disimular, me llevo un Dickens, La pequeña Dorrit. En cuanto llego a casa me doy cuenta de que, una vez más, no he pensado en práctico. Es un tocho de 954 páginas, nada manejable en estos días de salas de espera y visitas de reconocimiento. Pospongo mi primer Dickens para el verano —debuto, he de reconocerlo, en estos casos

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mentir es aún peor—, y me decido por un libro que me ha llegado por correo desde Zaragoza. El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman. Lo hojeo un poco y, de repente, me lo he ventilado en una hora de desasosegante lectura. La protagonista del relato está cayendo en la depresión, tras dar a luz, cuando un avispado médico le recomienda confinamiento, soledad e inactividad intelectual. Su marido y su cuñada se encargan de ello, en una vieja casa de campo. Y aunque ella finge, finge para no molestarlos ni decepcionarlos, en realidad está enloqueciendo. El abominable papel pintado amarillo de su habitación, con el que se obsesiona hasta ver una mujer atrapada en el dibujo —una mujer que se arrastra, muchas mujeres que se arrastran…—, se convierte en la expresión animada de su neurosis. Es perturbador, y el final tiene el humor heroico que a mí me pone. (Muchas gracias, María Ángeles, por enviármelo). Domingo 15 de abril. Tenemos que hablar de Trini. Son las tantas. Vengo del cine, he ido a ver Tenemos que hablar de Kevin. La decepción es proporcional a las expectativas. Todo lo que en la novela me sacudió, aquí me ha irritado. Pero en casa todos duermen, y yo tengo ganas de hablar; así que vamos a hablar, tenemos que hablar, y no precisamente de Kevin… Antes de ayer nuestra perra mordió a un cachorro y tuvimos que pagar el veterinario. Como no era la primera vez, ni será la última, llamamos al entrenador profesional que nos recomendaron. Le dimos todos los datos por teléfono: Trini, tres años, doce kilos, mezcla de Jack Russell Terrier y ratonero bodeguero, blanca, con antifaz, tan mona y cariñosa que nadie diría que es capaz de retarse a muerte con un Pit Bull o con un oso pardo, le da igual, o de lanzarse por un barranco tras una pelota. El entrenador nos dijo que no hay nada que hacer, que estos perros están hechos para cazar zorros en sus madrigueras, que son obsesivos, audaces, temerarios, para nada conscientes de su tamaño. Hay que asumirlo. Apesadumbrados, Guille y yo la llevamos al parque de la calle Marina, por la tarde. Marginados en un rincón donde no había perras ni niños con pelotas irresistibles, tratamos de agotarla haciéndola

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saltar. Trini hizo diarrea detrás de un seto —es pudorosa, no todo es malo—, porque le sentó fatal la maceta que antes se había comido en casa de mis padres. A pesar de todo, era la menos cansada cuando volvimos a casa. Guille fue enviado a la ducha, a cortarse las uñas de los pies y a hacer los deberes. No le pareció un plan interesante para acabar el domingo y protestó. Se le enseñó la foto; mira la vidorra que te pegas, mira la suerte que tienes. Lunes 16 de abril. Redescubriendo un joyero patético. Por la mañana, al salir del ascensor, Trini se abalanza sobre una vecina y le da un susto de muerte. Es una anciana muy limpia y muy correcta. Siempre que me ve, tiene la amabilidad de ponerme al día sobre quién se ha muerto o está en ello, a quién le han entrado y se le han llevado el monedero o las joyas. Me dice que hago muy bien en tener un perro en los tiempos que corren, pero en estos momentos Trini arrastra el culo en el felpudo de la entrada, y me da a mí que no ofrece seguridad ni impone respeto alguno. Se lo digo, pero a mi vecina le da miedo porque, dice, le ve «cara de loca». Me viene a la cabeza una foto que le hicimos a Trini, con las gafas del abuelo, que nos hace reír (no sé si la publicarán, yo la mando). De todas formas, le digo, mi joyero da auténtica pena. Lo compré hace veinte años en Berlín, cuando visitaba a mi amiga Myriam. Acababan de hacerle una espantosa operación de mandíbula cuando se enamoró de un futbolista alemán y se fue tras él con la boca cosida. La visité varias veces y en una de ellas volví con el joyero. Es una caja rectangular de cartón, con seis cajones en filas de tres. Si no fuese porque ahí guardo los dientes de leche del Guille, haría años que no lo abro; pero es cartón alemán y se mantiene en forma. Echemos un vistazo: una medallita de plata mugrienta con la fecha de mi primera regla (12-3-84), baratijas variadas —pulseras tibetanas, mexicanas y egipcias, otra de conchas y caracolitos, varias de bolas, de cordones y de cuero—, chapas de propaganda, la cajita con dientes y muelas de leche, un cascabel, un collar de perlas de mi abuela y otro de los chinos, tan entrelazados que no distingo cuál es el bueno y cuál el trucho,

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una polaroid en la que luzco un vestido que Myriam me obligó a comprar y que nunca me puse, chinchetas, la cola de una vaca de peluche que es el muñeco más antiguo que tengo, un candado pequeño, botones, ni un anillo bueno, una cosa que no sé qué mierda es, parece una semilla enorme, y nada más, lo juro, nada más. Es patético, si se juzgase a una mujer por su joyero —Dime cómo es y qué contiene tu joyero, y te diré quién eres—, creo que preferiría no saberlo. Miércoles 18 de abril. Liberad a Willy. Guille, Esther y yo, comiendo de menú en el japonés. Guille nos cuenta que su amigo Willy —compañero de instituto que ha dado tal estirón que es incapaz de dar dos pasos sin tropezar consigo mismo— ha pedido para salir a seis chicas y todas le han dicho que no. Guille se pregunta por qué insistirá su amigo con una fórmula que no funciona, y por qué las chicas le dan calabazas pero se quedan los bombones. La estrategia de Willy consiste en tres pasos infalibles: ponerse colonia, coger una caja de Ferrero Rocher y abordar a la chica con la siguiente pregunta: ¿quieres salir conmigo? Esther y yo nos tronchamos. Guille nos mira con estupor, entre desconcertado por nuestro ataque de risa y avergonzado porque cree que estamos dando la nota. Guille no sabe aún gran cosa de las chicas, y eso que yo le insisto en lo importante que es tener amigas. Tampoco sabe que Esther y yo le tenemos una broma preparada, una de aquellas bromas que yo urdo y mi Esther ejecuta sin complejos, y que estamos esperando la ocasión propicia. Sin necesidad de decírnoslo, acabamos de incluir a Willy en la broma, por méritos propios. Hoy tienen partido de fútbol a las 19 horas, pero el tiempo es una incógnita. Viento, truenos y sol. Que no es el día, también lo decidimos sin decirlo con palabras. Guille y Willy se libran, por ahora. Vuelvo a hacer la Primitiva. No me ha tocado ni el reintegro. A las 20.30 llega Guille arrastrando la mochila, desmoralizado. Han vuelto a perder y mañana tiene dos exámenes. Se queja de lo dura que es su vida y le vuelvo a mostrar la foto.

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Lunes 23 de abril. Sant Jordi desde el margen. Mientras espero a que mi madre se vista para acompañarla al médico, pesco en la tele un chiste de Karlos Arguiñano que me arranca una sonrisa. Dice así: una mujer conduce por una carretera de montaña. Se cruza con un hombre que conduce en dirección contraria. Ella se asoma por la ventanilla y le grita: ¡Cerdo! A lo que él responde: ¡Imbécil! En la siguiente curva el hombre topa con un cerdo en mitad de la carretera, da un volantazo y cae por un barranco. Y la mujer, que lo ha visto todo por el espejo retrovisor, se dice a sí misma: Ay, estos hombres, si nos hicieran un poquito más de caso… Sábado 28 de abril. El menú perfecto. Ayer recibí un sms de Gastón: el barça sin Pep. Hoy recibo uno de Guille: ola mama k tal todo yo mal pork me levante con diarrea. Vaya. Y yo en Lisboa. El editor João Rodrigues nos ha invitado a comer en un colmado, a mi padre y a mí. Es una pequeña tienda en el barrio de la Morería. Estamos sentados entre detergentes y café soluble y toda clase de productos, en una mesa alargada a compartir con los que vayan llegando. Carta no hay. Hay bandejas de lechuga verde, cebolla y tomate. Dos quesos enteros, uno cremoso y otro duro. Sardinas y otros pescados a la brasa. Vino blanco. Fruta y chocolate. ¿No es un menú perfecto? A mí me lo parece, perfecto en su sencillez, y tengo la extraña sensación de que lo añoraba. Paseando por la feria del libro. En el stand de Planeta hay libros en castellano, el de Antoñita la Fantástica entre ellos. No conozco a nadie, llevo veinte euros en el bolsillo y estoy a tres horas de tomar un avión y abandonar este agradable país. Es el momento. Pero, de repente, ya no me hace ninguna gracia. Pasado el arrebato de cachondeo, lo que antes me parecía hilarante ahora me resulta simplemente insufrible. La Operación Antoñita ha caído por su propio peso, ha fracasado de forma espontánea y natural. En el viaje de vuelta me lanzo a los relatos de Alice Munro, que nunca me fallan. Y, en cuanto llegue, a Dickens de cabeza. No sé en qué estaría yo pensando cuando puse en marcha el plan…

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Sábado 5 de mayo. Un asunto delicado. Nueve de la mañana. Conduciendo hacia el Auditorio de San Cugat para ver la ópera L’Orquestra dels animals, en la que alumnos de diversos institutos hacen los coros como práctica de la asignatura de música. Entre ellos, el mío. El jueves, mientras preparábamos la ropa para el ensayo general, sucedió algo. Resulta que tienen que ir vestidos de niños obreros, estilo Oliver Twist, a lo que Guille se opuso: ni gorra, ni tirantes, ni nada. Sí, hombre, decía, indignado, ¿cómo me voy a poner eso? ¡Haré el ridículo! Yo alucinaba, hasta ahora le había fascinado disfrazarse, verse a sí mismo convertido en pirata o superhéroe. Le metí la gorra en la mochila, asegurándole que cuando viese a los otros disfrazados se le pasaría la tontería. Estaban citados a las ocho de la mañana en medio de la Plaza Catalunya. Cuando llegamos vi a sesenta preadolescentes vestidos igual y sin ningún complemento —menos una valiente y un par de friquis—. Pensé que la víspera todos habrían protagonizado una escena similar a la nuestra. Guille se bajó de la moto y se unió al grupo tan contento. Pero eso fue el jueves. Hoy va serio, masculinamente callado. Parece preocupado por si la función sale peor que el ensayo general, y no es ni la mitad de divertido. Pero el tiempo y el espacio para esta aventura se nos acaba, y aquí nos quedamos, en silencio y con las ventanillas bajadas, atravesando el túnel de Vallvidrera.

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Paz ErrĂĄzuriz

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2012

XV Festival internacional de fotografĂ­a y artes visuales Madrid. 6 junio - 22 julio @photoespana www.phe.es


Editorial

Siempre dramático, ocasionalmente trágico y no pocas veces patético, un partido de fútbol es un relato en sí mismo, con planteamiento, nudo y desenlace. El reto que les planteamos a las autoras que escriben en este número iba, sin embargo, más allá. No les pedíamos que fueran aficionadas a este deporte; al contrario, les dijimos que incluso nos vendría bien que sus relatos partieran de la indiferencia, la molestia o la rabia que a veces provoca la omnipresencia del fútbol en estos tiempos. Y aquí los tienes: nueve magníficos cuentos en los que Marta Sanz, Clara Obligado, Giovanna Pollarolo, Ana María Moix, María Tena, Rita Indiana, Cristina Fallarás, Soledad Puértolas y Elisa Fuenzalida abordan el fútbol como lo hubiesen hecho con cualquier otro acto humano, sentimiento o rito social de naturaleza dramática; esto es, como detonante o telón de fondo de una trama. O, en palabras de Franklin Foer, hermano del también escritor Jonathan Safran Foer, como una manera de explicar cómo se mueve el mundo. En los relatos que leerás a continuación tienes, pues, de todo: parábolas sobre la virilidad asociada a un deporte tradicionalmente considerado de y para hombres (aunque cada vez menos), familias con hijos futbolistas, parodias con equipos más o menos conocidos y parejas unidas o separadas por el fanatismo que a menudo conlleva esta pasión. Y hay más: Berta Marsé se confiesa como escritora y madre de familia en su Diario de Eñe, Graciela Baquero nos entrega seis de sus poemas leídos en el pasado Festival Eñe celebrado en Madrid, Esther Tusquets nos abre las puertas de sus muchas bibliotecas y la firme candidata al Premio Nobel Joyce Carol Oates nos adelanta un fragmento de Hermana mía, mi amor, su próxima novela. Ahora sí, tienes el equipo completo. Este número de Eñe gana por goleada.

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LOS CLÁSICOS DEL 3 Un gran secreto guardado bajo llave. En el 3 de la londinense St. James's Street se erige Berry Bros. & Rudd, el establecimiento de vinos y espirituosos más antiguo de Inglaterra. Gracias a este emblemático lugar podemos saborear Nº3 London Dry Gin, que a lo largo de su historia ha recibido no solo 3, sino muchos más premios por su elevado nivel de calidad. Una ginebra con fuerza y carácter, que tiene una llave como emblema. Esa llave abría la puerta de The Parlour, la más emblemática estancia del número 3 de St. James's Street, y hoy nos abre la puerta a todo un mundo de sensaciones: las que provocan en nuestra boca los sutiles aromas de esta ginebra; las que nacen en nuestro espíritu tras disfrutar de uno de los deliciosos cócteles que se pueden preparar con ella; las que alcanzan nuestro corazón a medida que nos vamos relajando; las que nos llegan al alma con cada sorbo de Nº3 London Dry Gin. Una llave mágica, que nos embelesa sin remedio. Entra en el mundo de Nº3 London Dry Gin y súmate al número mágico a través de www.no3gin.com

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Autoras

Graciela Baquero (Pontevedra, 1960) ha publicado cuatro libros de poemas: Contactos, Crónicas del olvido, Oficio de frontera e Historia de la fragilidad, y Pintura sobre agua marcó su debut como narradora. Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968), destacada autora de novela negra, ha publicado Así murió el poeta Guadalupe (finalista del Dashiel Hammett), Las niñas perdidas (premios L’H Confidencial y Semana Negra de Gijón) y Últimos días en el Puesto del Este. Es directora de Sigueleyendo.es. Elisa Fuenzalida (Lima, 1978) es autora del poemario Perro Cerdo Paraíso y de las colecciones de relatos Vuelos baratos e Irreales (19 cuentos selectos al cuadrado), así como editora de Papel de Fumar Ediciones. Rita Indiana Hernández (Santo Domingo, República Dominicana, 1977) es escritora, compositora y cantante. Ha publicado dos novelas, La estrategia de Chochueca y Papi, y sus canciones han sido interpretadas por músicos como Julieta Venegas o Calle 13. Vive en Puerto Rico. Berta Marsé (Barcelona, 1969) trabajó como consultora de guiones de cine antes de publicar En jaque, su primer libro. Cuatro años después, Fantasías animadas la consagró como una maestra del relato breve. Victoria Martos (Madrid, 1961) es artista plástica y nombre clave de la ilustración contemporánea. Licenciada en Pintura y con una beca de Grabado en la Academia de Bellas Artes de Varsovia, en 1995 recibió la medalla de oro de la Society for News Design (snd) de Estados Unidos.

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EDICIONES DEL CĂ?RCULO DE BELLAS ARTES FREDRIC JAMESON El realismo y la novela providencial JEAN BAUDRILLARD La agonĂ­a del poder PETER GOWAN et al. Buscando imĂĄgenes para Europa

VV. AA. Arquitectura y ciudad. La tradiciĂłn moderna entre la continuidad y la ruptura JORDI DOCE [ed.] PoesĂ­a en traducciĂłn PIERRE KLOSSOWSKI Cartas a Betty / Lettres Ă Betty

DONALD KUSPIT [ed.] Arte digital y videoarte

FÉLIX DUQUE [ed.] Heidegger. Sendas que vienen

FÉLIX DUQUE ¿Hacia la paz perpetua o hacia el terrorismo perpetuo?

SLAVOJ ZIZEK et al. Arte, ideologĂ­a y capitalismo

LUIS DE PABLO A contratiempo LAS NOCHES BĂ RBARAS III Tercera fiesta de mĂşsicos de la calle SANTIAGO Ă LVAREZ CANTALAPIEDRA Y Ă“SCAR CARPINTERO [eds.] EconomĂ­a ecolĂłgica: reflexiones y perspectivas

FRANCISCO D�EZ DE VELASCO Y PATXI LANCEROS [eds.] Religión y mito ALBERTO BERNABÉ Y JORGE PÉREZ DE TUDELA [eds.] Mitos sobre el origen del hombre TOMà S MORO Utopía

HENRI MICHAUX Ideogramas en China / Captar / Mediante trazos

ROBERT BURTON IGOR Sà DABA [ed.] Dominio abierto. Conocimiento Una república poÊtica libre y cooperación ANÓNIMO VV. AA. Sinapia Los otros entre nosotros. Alteridad e inmigración CLAUDE-HENRI DE SAINT SIMON FÉLIX DUQUE [ed.] De la reorganización Poe. La mala conciencia de la sociedad europea de la modernidad MIGUEL CASADO [ED.] JUAN BARJA Y JORGE Las voces inestables PÉREZ DE TUDELA [eds.] Sobre la poesía Dante. La obra total de JosÊ-Miguel Ullån JUAN CALATRAVA [ed.] PIERRE DE MARIVAUX Doblando el à ngulo Recto. 7 ensayos en torno a Le Corbusier La isla de los esclavos

JORGE ALEMĂ N [ed.] Lo Real de Freud

JOSÉ MANUEL CUESTA ABAD )clausuras( de Pierre Klossowski

JAVIER ARNALDO [ed.] JEREMY BENTHAM Goethe. Naturaleza, arte, verdad PanĂłptico

VINCENZO VITIELLO Borges. Memoria y lenguaje

ANDRÉS Sà NCHEZ ROBAYNA Una lectura

FÉLIX DUQUE [ed.] Hegel. La Odisea del Espíritu

VV. AA. La fragilizaciĂłn de las relaciones sociales

ANTONIO GAMONEDA La campana de la nieve / Escritura y alquimia

JEAN STAROBINSKI El almuerzo campestre y el pacto social

JULIà N JIMÉNEZ HEFFERNAN [ed.] Tentativas sobre Beckett

PATXI LANCEROS Y FCO. DĂ?EZ DE VELASCO [eds.] ReligiĂłn y violencia

Ă NGEL CRESPO Deseo de no olvidar

SERGE FAUCHEREAU [ed.] En torno al Art Brut

ALLEN GINSBERG Madrid 1993

RĂœDIGER SAFRANSKI Heidegger y el comenzar MARIANO MARESCA [ed.] Visiones de Pasolini VV. AA. El yo fracturado. Don Quijote y las figuras del Barroco ROBERT CASTEL et al. Pensar y resistir ROGER CHARTIER [ed.] ÂżQuĂŠ es un texto?

VV. AA. Imagen y palabra MIGUEL CASADO [ed.] MecĂĄnica del vuelo. En torno a AnĂ­bal Núùez JOSÉ Ă NGEL VALENTE Palabra y materia PHILIPPE JACCOTTET Cantos de abajo

JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD Prefiguraciones

à NGEL GANIVET Granada la bella Con Mecanópolis de Miguel de Unamuno JACQUES FABIEN París en sueùos ALBERTO BERNABÉ Y JORGE PÉREZ DE TUDELA [eds.] Seres híbridos en la mitología griega


EÑE. FÚTBOL. EL DEPORTE REINA

Ana María Moix (Barcelona, 1947) es autora de cuatro poemarios, incluidos los celebrados Baladas del dulce Jim y A imagen y semejanza, y de una quincena de novelas, colecciones de relatos, ensayos y cuentos para niños. Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938), firme candidata al Premio Nobel, ha escrito más de cincuenta novelas, decenas de colecciones de cuentos, quince libros de ensayo, diez de poesía y ocho obras de teatro. Clara Obligado (Buenos Aires, 1950) es novelista, ensayista y una experta en el relato breve. Ha publicado numerosas colecciones de cuentos, y desde 1978 dirige en Madrid un Taller de Escritura Creativa con su nombre. Giovanna Pollarolo (Tacna, Perú, 1952) es poeta, narradora, guionista y uno de los nombres imprescindibles de la literatura peruana contemporánea. Películas como La boca del lobo, Caídos del cielo, No se lo digas a nadie, Pantaleón y las visitadoras o Tinta roja están basadas en guiones suyos. Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) debutó como novelista con su célebre El bandido doblemente armado, y desde entonces se ha convertido en un clásico moderno de las letras españolas. Ocupa el sillón «G» en la rae. Marta Sanz (Madrid, 1967) es una de las más reconocidas narradoras contemporáneas y autora de títulos como Los mejores tiempos, Susana y los viejos, La lección de anatomía, Black, black black o Un buen detective no se casa jamás. También tiene un poemario: Perra mentirosa/Hardcore. María Tena (Madrid, 1953) ha sido dos veces finalista del Herralde de Novela con Tenemos que vernos y Todavía tú, y una vez del Primavera con La fragilidad de las panteras. Desde 2003 es profesora de escritura creativa. Esther Tusquets (Barcelona, 1936), escritora y editora legendaria, es autora de la trilogía formada por El mismo mar de todos los veranos, El amor es un juego solitario y Varada tras el último naufragio, y de libros de memorias como Confesiones de una editora poco mentirosa, Confesiones de una vieja dama indigna o Tiempos que fueron, con su hermano Oscar Tusquets.

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Marta Sanz Una mujer en el armario Clara Obligado La mujer que adoraba el fútbol Giovanna Pollarolo No podemos explicar por qué lloramos Rita Indiana Hernández El ruido y la compasión en el Three Lakes Soccer Park Ana María Moix Socializar al niño María Tena Cal viva Cristina Fallarás Frankenstein 3050 Soledad Puértolas Enseñanzas Elisa Fuenzalida Breve historia del advenimiento de la casi más breve Tercera República Española y su derrota por los contrarrevolucionarios del Leal Madrid festival eñe Graciela Baquero Seis poemas Ilustraciones de Victoria Matos



Marta Sanz Una mujer en el armario

1. La novia de Bruno está metida en el armario. Al lado de la ropa blanca. Como cada vez que juega el equipo de su novio. A menudo se acurruca y se duerme después de palpar, entre el pulgar y el índice, la textura mimosa de la seda de un vestido que solo se pone durante el mes de julio. En la barriga del armario, se acuerda de su infancia y de las paredes del útero materno. Se dice: «Quizá también eran de madera». La novia de Bruno sonríe y apoya la cabeza contra uno de los paneles. Se siente segura y calentita. Las perchas hacen clinc, clinc, y se le enredan en el pelo. 2. Ni Bruno ni su novia sabrían decir exactamente cuándo empezó este ritual. Esta forma de vida. Pregunta Bruno: «¿Tú te acuerdas, cari?». Y ella responde: «Muy, muy vagamente». En lo que ambos coinciden es en que el encierro dejó de ser una opción para convertirse en un imperativo. Dice Bruno: «No nos quedaba otra». Y ella confirma las palabras de su novio con un golpe de cabeza. El encierro de la novia de Bruno tiene mucho de medida profiláctica: «Prefiero esto a las miradas de odio. No quiero que Bruno lo pase mal. Además, es agradable: aquí huele a membrillos y a manzanas maduras. Lo hago de mil amores». Esta es la frase más larga que sale de entre sus labios. 3. La novia de Bruno comenzó a ver los partidos de fútbol por amor. No por el amor que ella sentía por Bruno, que se daba por descontado, sino por la necesidad de él de que ella lo acompañara a todas horas y le hiciese continuas demostraciones de un amor difícil de entender sin cierto sacrificio. Decía él: «Quédate aquí conmigo, cari». Decía: «No te vayas». Y, aunque ella se aburría bastante, accedió a las peticiones de su novio y dejaba lo que

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tuviera entre manos para ponerse a mirar la pantalla como si la estuviese viendo, aunque verdaderamente ella no veía nada o veía muchísimo más allá. Con las pupilas fijas en el televisor, la novia de Bruno se perdía en sus pensamientos cotidianos. Por ejemplo: «No hay leche». «Mañana, lunes». «Si p entonces q». «Tengo que ir al dentista no vaya a ser que se me caigan los dientes a lo tonto». «Es cuestionable la opción de realismo en Libertad, de Franzen». «Joer, qué coñazo, otra vez llueve». «Que por mayo era por mayo». «Este mes hemos pagado mucho más de teléfono». La novia de Bruno pensaba en esas cosas que siempre quedan por detrás de los reflejos de un vidrio. Parecía una sibila. Una médium. Volvía en sí cuando su novio, apretándole el muslo, decía: «Con unas patatas fritas y unas cervezas, esto ya sería el summum de la felicidad». Bruno hacía una pausa y decía: «Cari». Entonces ella, que aún es una monada, sonreía como sonríen las chicas de los spots, se levantaba para ir a la cocina y poner sobre una bandeja un par de birras y unas cositas para picar. 4. A veces, la novia de Bruno no se ensimismaba tanto y se concentraba un poco más en el partido. Pensaba: «Messi mide en la pantalla aproximadamente un par de centímetros cuando se coge un plano total del campo». «Messi puede llegar a medir quince centímetros o veinte centímetros en un plano medio. Pero resulta absurdo sacarle a Messi un plano medio, porque no se le ven las piernas». «Messi besa su crucecita después de meter un gol, ¿y antes de meterlo?». Los equipos se desquician sobre el césped y Bruno se inclina hacia el televisor como si quisiera introducirse en él. Entonces, la novia de Bruno recuerda La rosa púrpura de El Cairo: los personajes de la película, los que vivían dentro de la pantalla blanca de un cine, estaban aburridos de beber gaseosa. Aunque el líquido con el que se mojaban los labios pareciese champán. 5. La novia de Bruno hizo muchas cosas mientras su novio perdía la fe o se ponía contento: listas de la compra, sudokus, crucigramas, rutas posibles por tierra, mar y aire, menús, inventarios de la ropa de invierno, la manicura y la pedicura, planes de clase… Bruno se quejaba: «Pero, cari, ¡tienes que verlo conmigo!». «Si empiezas a verlo, ya verás cómo te gusta». «¡Cari!, si es muy emocionante…». «Ven, que te voy a explicar el fuera

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de juego». La novia de Bruno comenzó a apretarle la mano cada vez que el equipo de su novio conseguía meter un gol. Comenzó a implicarse un poquito más. Los jugadores dejaron de ser los muñecos de madera de un futbolín. Ella empezó a sentir simpatías y antipatías, y corroboraba las palabras de su novio con un golpe de cabeza cuando él se indignaba: «¡Valiente chulo, cari! Pero ¿tú lo has visto?». Experimentaba deseos de triunfo y de derrota. De castigo al contrario. Él chillaba: «¡Pero si le ha pisado la cabeza! Tú lo has visto, cari, ¿a que lo has visto?». A ella le latía el corazón como a un pájaro dentro de la jaula cuando un niño repasa los barrotes con un tenedor. Se mordisqueaba las uñas. Y ese fue el principio de esta historia. Una historia que termina con la novia de Bruno encerrada en el armario, adormilada, mientras disfruta del tacto de una falda de seda e inhala el aroma del membrillo. Y de la naftalina. 6. Tanto Bruno como su novia comparten la convicción de que no es bueno llegar a la tanda de penaltis. Menos aún en competiciones internacionales. Dice Bruno: «Es como si el resto del partido no sirviera de nada. Es como jugar a la ruleta. Cosas del azar». Y añade: «Me pongo muy nervioso en esas situaciones. No logro disfrutarlas». La novia de Bruno reafirma las palabras de su novio: «Sí». Fue precisamente en una tanda de penaltis cuando ella lo empezó a notar. Algo no marchaba. Su equipo había empatado con el contrario al final del segundo tiempo. El delantero amigo estaba ya en el punto de penalti. Listo para el chut. Seguro, pese a eso que los comentaristas deportivos llaman la carga de responsabilidad. Antes de chutar, el delantero mira hacia el cielo, busca a Dios, y la novia de Bruno, consciente de no poder soportar una cota tan alta de tensión, se levanta del sofá con los ojos cerrados y, a tientas, va a la cocina a beber agua. Abre mucho el grifo para no escuchar nada, bebe agua a grandes tragos que gorgotean y le tapan los oídos, hasta que, por fin, un grito se impone en el silencio: «¡Gol, gol, gol, gol, gol!». Su novio entra en la cocina: «Lo hemos metido, cari, lo hemos metido». Dice su novio: «Por toda la escuadra». Ella se alegra y dulcemente lo acompaña al cuarto de estar. Los jugadores de su equipo tiran los penaltis que restan ante la atenta mirada de la novia de Bruno. La final está perdida. Fallan los cuatro.

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7. La novia de Bruno se lo guarda, pero se siente terriblemente culpable. Su equipo mete un gol justo en el momento en que ella se ha levantado para hacer pis. Mete un gol cuando ella responde al teléfono. Cuando se ausenta un segundo porque se ha dejado una luz encendida. Cuando se da cuenta de que no ha puesto de comer a la gata y abre un bote de comida gourmet. La novia de Bruno piensa: «No puedo hacerle esto». Bruno, que es un tipo mucho más sensible de lo que parece, la anima: «No seas boba». «Son casualidades». «Una mala racha». «¡Ay, ay, mi brujita!». Entonces la besa apasionadamente, mirando hacia la pantalla del televisor justo cuando su equipo va a lanzar una falta. Bruno sabe que, cuando la besa, su novia cierra los ojos y se le suspende el juicio. Abracadabra. Haberlas, haylas. 8. También la gata de la novia de Bruno se ha aficionado al fútbol y sigue la silueta móvil de los jugadores sobre el verde fosforescente del césped. La gata sigue la trayectoria del balón. Mueve las orejas y gira el cuello de un lado a otro. Los futbolistas juegan en un estadio que parece una gran pelota hinchable que cambia de colores. De fondo, se oye la voz de Bruno: «No hay campos como los de los alemanes. Son increíbles, ¿verdad, cari?». La novia de Bruno manifiesta su acuerdo con un golpe de cabeza mientras la gata está muy atenta a la escapada de un delantero que, tras recibir la pelota, se ha desmarcado de los defensas del equipo contrario, ha fintado a uno y a dos, ha hecho una bicicleta y otro tipo de regate. Cuando está a punto de lanzar, amagando la pose de una chilena acrobática, la gata de la novia de Bruno lanza la zarpa y saca las tripas al prometedor delantero que cae muerto en el área pequeña. Los sanitarios son incapaces de reanimarlo. La gata de la novia de Bruno se lame la ensangrentada patita. 9. Cuando la novia de Bruno empieza a tener estos sueños recurrentes, se asusta. Saca a la gata del cuarto de estar cuando juega el equipo de Bruno y ella, aunque permanece al lado de su novio para demostrarle su amor, vuelve a sus antiguas costumbres: se corta las uñas, completa libritos de pasatiempos, hojea el periódico, se quita los pelos de las piernas con una pinza. Su novio le dice: «¿Quieres que lo baje un poco?». Es preferible evitar que a la novia de Bruno el encuentro le llegue por el canal auditivo. Es mejor que no lo visualice mentalmente. Es mejor que no se concentre

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en él y piense en sus cosas: «Mañana, sol». «Que por mayo era por mayo». «Yo no tengo la culpa de la crisis». «Mi madre no oye: habrá que ponerle un audífono». «Si p entonces q». Su novio le dice: «¿Quieres que lo baje un poco?». Y ella le dice que sí con una sonrisa, pero mientras tira de un pelo rebelde que se le suele enquistar en el muslo, se da cuenta de que sin querer está siguiendo por el rabillo del ojo la enloquecida carrera de un lateral y el estiramiento felino de un portero que cada día está más guapo. El equipo de Bruno ya tiene un marcador en contra de cero a tres. Entonces Bruno pone las cartas sobre la mesa: «Cari, tenemos que buscar una solución». Y ella responde: «Sí», y desde ese instante, ambos ponen su mejor voluntad. 10. Barajan distintas posibilidades. La novia de Bruno podría quedarse en el descansillo de la escalera. Pero allí hace demasiada humedad y los vecinos se enterarían de lo que no deben. La novia de Bruno puede irse al cine cada vez que haya partido. Pero eso sale demasiado caro. La novia de Bruno puede permanecer al lado de su novio con un antifaz para cubrirle los ojos y unos tapones de cera en los oídos. Esa imagen a Bruno le resulta demasiado radical, casi insoportable, aunque él siempre se expresa con sentido del humor: «No, no me gustó. Hubiera tenido la sensación de tener a mi lado a una mujer en coma o a una de esas pobres criaturas que nacen con dificultades de todo tipo. Por problemas del cerebro, ¿sabes? Como Helen Keller. ¿Era Helen Keller, cari?». La novia de Bruno saca a su novio de dudas: «Sí, esa era». 11. No es fácil. Dice Bruno: «Yo no quería ser autoritario en ningún caso». Además, se daba el problema añadido de que a la novia de Bruno los ojos acabaron por írsele detrás del fútbol. Bruno ríe: «¿Quién iba decirlo?, ¿verdad, cari?». La novia de Bruno comenzó a abrir los diarios por la sección de deportes. Sabía quién era el primero y el último de la liga, los resultados de la quiniela y quién estaba en posición champions. Detectaba los fuera de juego mejor que el juez de línea. Conocía las lesiones de los jugadores y el estado de los terrenos de juego. Y se reprimía para no quedarse a ver los postpartidos, los resúmenes y las ruedas de prensa de los entrenadores. Desde su nueva situación, la novia de Bruno pregunta: «¿Siguen siendo tan divertidas?».

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12. La primera medida que adoptaron, después de sopesar distintas soluciones, fue la más suave: cuando empezara un partido en que el equipo de Bruno se jugase algún punto fundamental, ella se marcharía del cuarto de la televisión y procuraría entretenerse en cualquier otro rincón de la casa. Y así lo hizo. Desde la alcoba, la novia de Bruno recitaba las tablas de multiplicar. Pensaba: «Un elefante se balanceaba sobre la tela de un araña». Y estiraba ese pensamiento hasta llegar al mil seiscientos treinta y dos. Pero los tabiques de la casa son muy delgados, permeables al entusiasmo de los vecinos y a los ruidos que llegan de fuera. A las vuvuzelas y a los alaridos que se escapan de los bares. Al final, la novia de Bruno se sorprendía anticipando las jugadas. Casi sin notarlo, había suspendido el cómputo de paquidermos y vaticinaba los pases. Y, sin querer, los frustraba. La novia de Bruno tenía muchísimo miedo porque siempre se le frustraban los deseos más poderosos y su concentración no convocaba la suerte, sino que la ahuyentaba. Llegó a temer que lo que le pasaba con el fútbol pudiera llegar a pasarle con su novio. De hecho, ya le estaba pasando y no era suficiente con poner solo un tabique de por medio. Bruno fue a buscarla con desesperación: «Pero, ¿qué has hecho, cari?, ¿qué has hecho?». Ella solo pudo llorar mientras decía que no meneando la cabeza. Bruno tomó entonces la decisión: «Tendremos que ser un poco más drásticos». 13. Es a Bruno a quien se le ocurre la idea de meterla dentro del armario. Bruno aclara: «La meto dentro del armario, pero no la encierro, ¿eh? Que no es lo mismo». La novia de Bruno está conforme. Dispuesta a renunciar al fútbol y al aire libre por salvar su relación, acepta las condiciones de su nueva convivencia. Bruno señala: «Es una mujer muy generosa». Está conmovido. Ella le quita importancia a las palabras de su novio, dispuesta a volver al interior del armario: «No es nada. De verdad que no es nada. Huele a manzanas maduras». Bruno le tiende la mano a su novia, como un príncipe, para que ella salve la distancia que media entre el suelo de parqué y la boca del armario. Es un gesto delicadísimo. Como de otra época. Ella ha transformado el fondo del armario en un espacio acogedor donde sentirse niña y vencer las tentaciones. Los espacios pequeños siempre le han parecido los más confortables. Las tiendas de campaña, los iglús, los

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MARTA SANZ

estudios de veinte metros cuadrados, un acristalado mirador, las cuatro esquinitas que tiene mi cama, el cubículo del cajero, el asiento de atrás de un modesto turismo. Las perchas hacen clinc, clinc, y se le enredan amigablemente en el pelo. Dice Bruno: «De momento, nos funciona». Y si un día no les funciona, ella está dispuesta a envolverse la cabeza con la funda de un almohadón. 14. Antes, la novia de Bruno se encerraba un par de veces por mes. Ahora hay semanas que no le merece la pena salir. Ha dejado el trabajo porque desde que medio vive dentro del mueble tienen menos gastos de transporte, luz, agua y gas. Cada día le apetece menos alternar. Se siente segura y calentita. La palidez y cierto anquilosamiento de autómata la hacen muy deseable para su novio que, al abrir el armario, le dice: «Gracias, gracias, cari». Después, exultante, Bruno expresa su seguridad en la próxima victoria de su equipo en todas las competiciones mientras ella le tiende la camisa que mejor le va con el pantalón azul.

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Clara Obligado La mujer que adoraba el fútbol

Para Sylvia Saitta

1. la previa El sujetador negro era el que le quedaba mejor. Un poco atrevido, se dijo Laura, girando frente al espejo, los pezones como medias lunas rosáceas, en bandeja, subrayados por la trama del encaje. Quizá estaba exagerando un poco. Pero, al estudiarse con más atención, vestida con ese mínimo de ropa, se sintió como una diosa. Un disparate el precio, aunque depende. Descartó un conjunto deportivo con cierta gracia, otro un poco ingenuo pero perverso, se calzó los tirantes. Tenía el esternón un poco hacia delante, como si fuera un mascarón de proa, y esta peculiaridad de su estructura ósea le daba un porte estupendo. Eso, y los pómulos altos, decididos. Vestida, Laura no parecía tan guapa, desnuda era espectacular: cintura fina, caderas consistentes, el pecho pequeño, firme. Giró para mirarse por detrás. Perfecto. Glúteos: qué palabra tan fantástica. Glúteos. La tanguita, de hilo dental, sería muy sexy, pero resultaba incomodísima. Depilarse era otro tema. Tendida en la camilla, mientras aguantaba el dolor, se repitió que tenía que optar por la definitiva, venga láser, pelito por pelito, cada vez que había un partido importante el mismo tormento. ¡Ay! Y el retintín de la voz de su madre: «Para ser bella, hay que sufrir». ¡Ay! Sufrir, y mucho. Lo que, a la vista, se concretaba en una melenaza oscura que le bailoteaba sobre los hombros, en la oscuridad de otras zonas corporales era un exceso tropical. La idea la hizo gracia: después del partido, podían ir a bailar salsa. Ella vestida a lo Carmen Miranda, frutero en la cabeza, pulseras y más pulseras, faldita dorada. Si ganaban, claro. ¡Ay! Si perdían, la cosa se torcía bastante. ¿Cómo se le había ocurrido comprarse

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CLARA OBLIGADO

esas bragas minúsculas? ¡Ay! Vestirse de mujer es una pequeña tortura, pensó, mientras le pasaban una loción pringosa por las piernas. En la zapatería, taconazos. Ahora se usaban esas plataformas tremendas, lo más, estaba diciendo la vendedora, mire qué piernas le hacen, y Laura, tentada y defendiéndose a la vez de esos zapatones irracionales, luego decimos que las chinas están locas. Ni chinas, ni leches. Se bajó del andamio, eligió algo muy aguja, pero más bajo. Era alta y no le hacía falta aumento, corría el riesgo de no poder bailar si estaba incómoda; además, las mujeres muy grandes parecen travestis, y se dibujó con los párpados plateados, acariciantes pestañas de plástico, pelucón, lentejuelas. Calma, calma. Corrió al supermercado y llenó el carrito de cervezas, añadió bolsitas multicolores llenas de colesterol y de cosas que crujen y mitigan la ansiedad, eligió aceitunas, galletas, algo para brindar (hay que ser confiados) y bombones, no demasiado caros, porque desaparecerían en las fauces sin que nadie se diera ni cuenta de la delicia. Más cervezas, quizá algún vino, por las dudas, gaseosa. Pidió que le enviaran la compra, muy pesada para ella, y su marido era de los que suponían que las cosas germinaban en la nevera. Como antes de las plataformas, se bajó del pensamiento hostil. Darle el placer, por un día, sin discutir. A él, y a sus amigos. «El matrimonio es un arte, hija mía». La verdad es que no era para tanto. El resto de la tarde lo ocupó en la limpieza. Enrollada en el tubo de la aspiradora, como si fuera una domadora de serpientes, se dejó ir tras el aire que succionaba el polvo, como si el ruido de la máquina limpiara también su cabeza. La mente en blanco y el salón brillante. Le gustaba limpiar. No todos los días, claro, pero sí cuando se preparaba un partido. El fútbol, que desde hacía algún tiempo había empezado a gustarle, ahora la volvía loca. Pequeños homenajes, aire diáfano, almohadones como nubes, el abrazo del sofá. Claro que no se llega a una postura tan zen si no es a través de un largo camino, dijo el maestro (Laura, alumna aventajada de yoga). Y ella, súper ommm, mientras enrolla el tubo. La verdad era que, en los primeros tiempos de matrimonio, el fanatismo de su marido por el fútbol le había resultado difícil de tragar. Difíciles los sábados de partido, cuando él, en lugar de salir con ella después de una semana de trabajo, se sentaba en el sillón y se convertía en otra persona (Metamorfosis: Gregorio Samsa de pelos de punta, ojos saltones, gritando

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como un poseso, violento y desconocido, y toda la sala llena de latitas de cerveza, cáscaras de cacahuete pisoteadas en ataques de nervios. Por fin, malos humores o exaltación desmesurada). Y el «quita, quita» cada vez que ella pretendía comentar algo, «que tú no entiendes». Laura tonta, porque no entiende de fútbol, porque no le interesa la Champions. Tontísima. Y luego, cuando se iba a dormir, difíciles las noches de gritos y bocinazos, las peleas en la calle, los alaridos hasta las tantas, difícil no encontrar en los periódicos del día siguiente otra cosa que noticias de fútbol, difícil hasta su vida de lectora que se contenta con poco. «La convivencia es difícil, hay que ponerle imaginación», la vocecita inquisidora de su madre, esos grandes lemas grabados con letras de oro en las tablas de la ley. Y el tiempo que pasa. El tiempo que pasa, y que tanto nos enseña, pensó Laura, mientras sacaba brillo a los cristales. ¿Tenía que reconocer, a estas alturas, que su madre tenía razón, o es que ella, tanto yoga, se estaba convirtiendo en el Gran Lama? ¿Para qué esa juventud contestataria de libros y de viajes?, ¿para qué la liberación de las mujeres y todas esas cosas? —Para desarrollar la imaginación. Sí, buena respuesta: para desarrollar la imaginación. Y, con imaginación, había conseguido disfrutar de los días de fútbol. Miró satisfecha el cristal, guardó la aspiradora. Por suerte, los tiempos difíciles habían pasado. «A los hombres hay que saber manejarlos, Laurita». Laura, nivel intelectual alto, dos idiomas, directora de su pequeña empresa, ¿se iba a dar por vencida? Al fin y al cabo, su marido era un buen hombre. ¿No había un Plan B? Sí, claro que lo había. Y su Gran Lama interior, con su retintín aflautado, le aconsejó: «Si no perdonas por amor, perdona al menos por tu propia libertad». Ese fue el momento disparador, la Revelación, el Gran Despertar. La nueva vida de Laura. Y emergió del dolor convertida en otra, más tolerante, más calmada. Aceptó con sabiduría el camino, aprendió de fútbol todo lo que pudo y, finalmente, con el entusiasmo del neófito, se dedicó a esperar las noches de partido con ansia. En la cocina preparó unas tortillas y cortó pan. Luego, se dio un baño con sales, se puso la ropa interior nueva y se vistió. El pelo, recogido en un moño alto, la hace más alta, está calzándose los tacones cuando oye la llave. Recibe a su marido de punta en blanco,

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lo besa rápidamente en los labios, le acerca una primera cerveza y, como siempre que hay fútbol, él la recibe distraído. Laura responde al timbre una y otra vez, deja entrar una profusión de gritos, banderines, gorros, camisetas de colores, voces fuertes. Casi no la ven: está por comenzar el partido. 2. unos meses atrás Puede fijar con exactitud el día en que se conocieron porque se jugaba el mundial y su marido había gastado todos los minutos libres de los últimos tiempos y toda la paciencia de Laura en sentarse frente al televisor, ansioso como un preso que espera su sentencia. Estaba ganando España cuando Laura, al borde de un ataque de nervios, había huido a la calle, sin que él girara siquiera la cabeza, para correr, agitada, por las calles vacías. Abrir la puerta de casa obliga a cambiar de aires y ayuda a la solución de los conflictos. Abrir la puerta es como ventilarse por dentro, dijo el Gran Lama. Desde el portal, se sintió como si habitara una ciudad desconocida, un territorio nuevo en el que se podía ver el trazado de las calles, el dibujo de las aceras. La ciudad era otra. Sorprendida, se metió en un bar, el único del barrio que no tenía televisor. El único parroquiano era un hombre que leía posiblemente una novela. Ella, ante la posibilidad de interrupciones, se sentó de espaldas. Sentía unas ganas tremendas de llorar, una buena llorera calma las cosas (también se lo había enseñado su madre), por qué no desahogar su corazón desolado en ese bar desolado de una ciudad desolada, bebiéndose algo desoladamente fuerte y mirando por la ventana. Llorar a mares, a gritos, litros de lágrimas, sentirse desgraciada, suicida, soñarse en el ataúd, nadar por unos instantes en las profundas aguas de la autocompasión para pensar luego que mejor no, acaso la próxima vez, secarse los mocos, y, con la cara hinchada, volver casa. Un plan horrible para un sábado a la noche. Pero el hombre que leía sí que se había fijado en ella. Venciendo su timidez, la saludó con una media sonrisa y, sin hacer caso de sus hipos, se sentó a su lado. Le alcanzó un pañuelo y, un rato más tarde, seguían charlando en el bar. Buscaron dónde cenar en la ciudad desierta. Luego vieron una película en un cine desierto. Luego comentaron el libro que él estaba leyendo. Luego, y sin que mediaran escenas ni complicaciones, se fueron juntos a un hotel.

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Ese mismo día, al regresar a casa, ella se había hecho el firme propósito de aprenderlo todo sobre el fútbol. ¿Eso era todo? ¿Con eso alcanzaba? Vale, muy bien: estaba dispuesta a pagar el precio. 3. el partido En cuanto comienza el partido, Laura, sobre sus tacones de aguja, maldiciendo un poco sus bragas de hilo dental, avanza por las calles desiertas. Si hubiera habido gente en la calle sin duda habría llamado la atención, pero los pocos a los que sorprendió el primer tiempo se han refugiado en los bares, donde turbas apiñadas levantan los ojos y abren la boca, como si hubieran sido presas de un arrebato místico, el rostro iluminado por la luz intermitente del televisor. Vistos por detrás, a cara o cruz, cabezas calvas, coronillas transparentes, matas de pelo recogidas con una goma, estrictas nucas de ejecutivo, el pelo hirsuto de algún chaval. Solo hay en el barrio un bar en el que no transmiten el partido. La calle está tan desierta que parece que se hubiera anunciado el diluvio universal. Llega temprano. Él aparece casi enseguida. —Laura, dice. Laura. Es solo una palabra, pero no hace falta más. Un rumor encrespa la noche, debe de haber habido un conato de gol. La luna, sonriente, flota sobre los tejados dibujando sombras largas; las calles se pierden en su línea de fuga, eternamente escondidas por los coches; es intenso el color del cielo, parece pintado de añil por las acuarelas de un niño; algún motor lejano que, aislado del tumulto, suena como un abejorro de metal. Con un plañido, pasa una ambulancia. Laura está excitada, solo escuchar la palabra «partido» la pone a cien. Dios mío, qué placer: ligas, liguillas, la Champions, la Copa del Rey, la Eurocopa, la Recopa y la Supercopa, el Mundial de Clubes, las Copas de la Uefa y de la Fifa, ¡el próximo Mundial! —Espera un poco, Laura. —¿Cuánto? —Aún no sabemos… Ella cierra los ojos, los labios de él, plaf, sobre su cuello, plaf, sobre su cara. Los labios en sus labios mientras bailan con una orquesta solo para ellos. Qué próximo su cuerpo, qué caliente.

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—Laura, espera. Se contiene. Él, también. Él espera haciendo un poderoso esfuerzo de abstracción. Piensa en algo, tal vez en el fútbol, tal vez en el segundo tiempo. Nunca le ha interesado ese juego, y eso bastaba para convertirlo en raro. El raro. El solitario. El que no se planteaba ganar. El que no competía. El que no disfrutaba con las charlas de vestuario ni con la ruda camaradería masculina. El que nunca va a conseguir nada en la vida. Sonríe divertido: no ha sido así. No ha sido así, en absoluto. En la calle, los semáforos son los ojos de un cíclope que no señala nada. Qué lejos se ha quedado el mundo, el aliento cotidiano, las prisas. En la noche tibia, son los únicos habitantes de la ciudad. Árboles de hojas transparentes y nuevas. Si se cruzan con otros habitantes de la noche, se sonríen como si se conocieran, pertenecen a esa tribu secreta cuyo lema es «a mí tampoco me gusta», y ese íntimo reconocimiento basta para tejer un hilo de confianza. No hay prisas en la ciudad que muestra sus nervaduras más humanas. Durante las dos horas que dura el partido, hasta caminar por el centro se ha vuelto hermoso. Si hay suerte… Están casi en el final del segundo tiempo. Silencio. Silencio ominoso. Y, por fin. —¡Gooooooooooooooooooooool! En una tensión casi animal, ambos esperan. ¿Gol de quién? Si sobreviene el silencio, todo estará perdido. Cuando oyen el grito, cuando la ciudad revienta en un clamor, saltan, se abrazan, parecen dos aficionados más. Si no se los mira en detalle. Si no se oyen sus palabras mudas. De pronto, un sobresalto, algo está a punto de pasar en las pantallas, los edificios se contraen: corazones agitados, respiración suspendida de millones de espectadores. ¿Otro gol? No. Deciden sentarse en el parque, justo frente al hotel. En una tentación de rutina, el hotel es siempre el mismo. Eso, y el bar, es lo único que se repite. Aunque Laura no es creyente, se descubre rezando: —Dios mío, haz que ganen.

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Si ganan, su marido saldrá a festejar, le darán las tantas, volverá cansado y contento, borrachísimo, sudando, los faldones de la camisa hacia afuera, el pelo revuelto, el banderín. Y, por la mañana, podrán comentar el partido. En el desayuno, en la comida, cuando sea. A Laura le bastará con balancear la cabeza y asentir, sonriente. Cuidado con no bostezar. Cuidado. Si pierden, en cambio, él estará de mal humor toda la semana, y esta misma noche ella tendrá que regresar pronto a casa. Si ganan, Laura tendrá casi toda la noche por delante. Él la encontrará durmiendo, y se acostará intentando no despertarla, contento por esta nueva afición que comparte con su esposa. Ella también estará agotada, pero de otras batallas. De pronto, la ciudad estalla, las puertas se abren y empiezan a vomitar masas que gritan, suenan los cláxones, alguien golpea con un palo los tachos de la basura. Con un ruido de aplausos lejanos, las palomas, desconcertadas, levantan el vuelo.

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Giovanna Pollarolo No podemos explicar por qué lloramos

Mi madre me dice que tiene que irse, que dejó la casa hecha un desastre, que ya comenzó el invierno y no tiene qué ponerse. Lleva el mismo vestido camisero de algodón sin mangas que le vi ayer y anteayer; y sandalias. Se las regalé por Navidad, pero ya son demasiado veraniegas para esta época. Le digo que podemos pedir que le manden lo que haga falta; o ir a una tienda y comprar. Me ofrezco a acompañarla. En realidad, su vestuario necesita ser renovado, prácticamente no ha salido de la casa desde que empezaron los problemas de salud de papá hace ya casi tres años. Dentro de un mes se cumplirán tres del primer infarto. No es necesario que tomes un avión para traer unas cuantas chompas y pantalones, le digo. Estamos en la casa de mi hermana, donde la he traído, como todas las mañanas desde hace siete días, para que se duche, se cambie de ropa y aliste lo que mi padre va a necesitar. Hoy al mediodía lo pasarán al piso de enfermos cardiacos tras una semana en cuidados intensivos. Lo trajimos para una consulta con el cardiólogo, pero los resultados del electro fueron tan malos que el médico decidió internarlo de inmediato. Dos semanas atrás había sufrido un infarto, el segundo, y mi hermana y yo insistimos en que vinieran en cuanto el médico que lo veía allá considerara que podía viajar. Fuimos directamente del aeropuerto a la clínica, y no nos sorprendió la decisión del cardiólogo, porque cuando lo vimos salir en una silla de ruedas, tuvimos que hacer un esfuerzo para sonreír como si todo estuviera bien. Estaba pálido, tan cansado y débil que casi no podía hablar, y se notaba que también hacía un gran esfuerzo para hacernos creer que todo estaba bien. Me han obligado a sentarme en esta silla, repetía como pidiendo disculpas. Primera vez en toda su vida que aceptaba sentarse en una.

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Deberías estar alegre, es una buena noticia el que papá haya salido de cuidados intensivos. Significa que está mejorando, que hay esperanzas. Además, ahora vas a estar más cómoda en una habitación con dos camas, le digo a mi madre. Tengo que ver la casa. Poner orden, lavar y guardar la ropa de verano que dejé tirada cuando ustedes dijeron que teníamos que venir. ¿Y te parece que fue una mala decisión?, le pregunto. Y más que responderme, porque musita casi para sí misma sin mirarme, dice: tengo que irme, no puedo más. Yo también tengo cosas que hacer, mientras sigue metiendo ropa en su maleta. Si se le apareciera un mago y le dijera que tiene derecho a pedir un deseo, estoy seguro de que diría: súbeme al avión y llévame a mi casa. Su propósito de irse es una fantasía: no conoce la ciudad, no maneja dinero, nunca ha subido sola a un avión; hace años que no va sola a ninguna parte, ni siquiera allá, en la pequeña ciudad donde nació y donde ha vivido toda su vida. Me pregunto qué hará una vez que termine de hacer su maleta, aun cuando sé que no será capaz de tomar un taxi para ir al aeropuerto. Por el momento, solo hay que pensar en que debemos poner en el maletín algunos pares de medias, un par de pijamas y camisetas; quizá una manta para cubrir sus piernas cuando pueda levantarse de la cama y sentarse en el sofá. Tenemos que concentrarnos en él; lo de tu viaje se verá más adelante, ahora te necesita a su lado. Sabes eso, ¿no, mamá? Sabes lo que pasaría si le dices que quieres regresar. Lo sabes, ¿no, mamá? Y me doy cuenta de que estoy hablando como mi hermana. Las mismas palabras, el mismo tono de adulto dirigiéndose a una niña. Empieza a llorar y yo no sé qué más decir. Me siento en el borde de la cama mirando el piso; no sé cómo consolarla. Veo sus pies hinchados en el momento en que desata las tiras de las sandalias que le regalé por Navidad. Noto que le aprietan porque tiene ampollas en el talón y la piel está roja. Empiezo a llorar y no puedo parar. Sé que no debo llorar delante de ella; le sube la presión, se angustia, se asusta, y eso no es bueno para papá porque le trasmite energías negativas y lo que él necesita es tranquilidad, armonía, paz. Pero no puedo parar.

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Me abraza como si yo fuera el niño pequeño que fui y para el que ella siempre estuvo ahí, reconfortándome y protegiéndome de las iras de papá. Su mano acaricia el poco pelo que me queda, la piel de mi cara flácida, llena de arrugas, los pelos de la barba a medio crecer. Me va a preparar agua de azahar, dice. Entra mi hermana y al vernos llorando da un grito fuerte y agudo. Cree que mi padre ha muerto, que no nos atrevemos a decirle. Me separo del abrazo, intento dejar de llorar. Ya no soy el niño frágil y asustadizo al que mamá consolaba; ella es ahora una mujer anciana y débil a la que yo debo proteger y cuidar como lo hizo papá desde que se casaron. Aunque ella lo quiera, sus brazos ya no pueden sostenerme. Hemos venido a buscar ropa; hoy al mediodía sale de cuidados intensivos, le digo. ¿Y entonces por qué lloran? No podemos explicar por qué lloramos y nos empezamos a reír, pero sin dejar de llorar, como si estuviéramos asustados. Mi hermana reacciona, mira la hora. Vámonos; si no nos encuentra se va a preocupar. ¿Viste la habitación a la que lo van a pasar? No. ¿Tiene baño? No sé, supongo que sí; cuesta más que un hotel cinco estrellas. ¿Pediste que diera a la calle del costado y no a la avenida? No. Me hace sentir un inútil. Mi madre se suena la nariz con un pañuelo y en silencio empieza a devolver a su lugar la ropa que puso en la maleta. Mi hermana la mira extrañada, pero le hago un gesto que significa: no digas nada, después te cuento. Práctica como es, prepara con rapidez y eficiencia el maletín que debemos llevar a la clínica, mientras mi madre sigue guardando su ropa con un gesto resignado que le conozco desde siempre: una sonrisa que es una mueca del llanto que no sigue las instrucciones para llorar. En el camino organizamos los próximos días. Yo digo que pueden contar conmigo por las mañanas, desde las siete hasta las ocho y media; y en las tardes, desde las seis. Mi última clase termina a las cinco. Yo, dice mi hermana, puedo quedarme todas las mañanas hasta la hora del almuerzo; y eventualmente las tardes cuando sea necesario. Por las noches, imposible; a menos que se trate de una emergencia. Claro, digo. Todos en la familia sabemos que su marido la quiere en casa cuando llega del trabajo, que odia

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cenar solo, y esa es una de las pocas concesiones que ella, a su pesar, le ha hecho. En resumen, sentencia con voz clara: mamá pasará la noche con papá en la clínica; tú la recoges a las siete y la llevas a mi casa, igual como lo hemos estado haciendo estos días, donde pasará las mañanas mientras yo, dice, me quedo con él en la clínica hasta las dos de la tarde. Contrataremos a un chofer para que recoja a mamá después del almuerzo y la lleve a la clínica, donde permanecerá hasta el día siguiente. ¿Te parece bien, mamá? La miro por el espejo retrovisor. Sí, está bien. Como les acomode mejor a ustedes, yo acá no puedo disponer de nada. Disculpen que les demos tanto trabajo, sé que están ocupados, por eso hubiera sido mejor quedarnos allá, dice llorando. Mi hermana y yo nos miramos y preferimos no decir nada. Enciendo la radio, sintonizada en una estación que a esa hora trasmite un programa cómico que papá escucha siempre. Uno de los comediantes imita en ese momento a un homosexual afeminado: Hola, chicos, soy la chismosa mariposa, la única a la que no se le nota la cosa. Y el comediante que hace de hombre replica: Fuera de acá, loca gorda. Las risas grabadas corean su frase. No nos reímos; pienso que papá hubiera por lo menos sonreído. Cuando llegamos, aún no lo han pasado a la habitación. Compruebo con alivio que tiene baño, dos camas, y no da a la avenida. Es silenciosa y amplia. Nos sentamos a esperar. Por suerte es sábado, no tengo que dictar ninguna clase. Podría estar en casa de Jesús tomando sol al borde de su piscina, y como es usual, a la hora del almuerzo iríamos a comer un cebiche a La Herradura. Siempre nos ha gustado pasar juntos el sábado, tomar unas cervezas antes del almuerzo y hacer la siesta. Desde que mis padres llegaron casi no he visto a Jesús. Mi hermana y mi mamá saben que existe, pero prefieren evitar vernos juntos y se incomodan si lo menciono. Papá no sabe nada. Cuando Jesús y yo decidimos contarles lo nuestro a cada una de nuestras familias, hicimos una lista con los nombres de padres y parientes cercanos que consideramos eran importantes para nosotros, y papá quedó para el final. Mi hermana me aconsejó que lo hiciera un domingo, cuando él volviera del estadio luego de celebrar un triunfo del Sporting, como él y ella llamaban al Sporting Albarracín, el equipo fundado por mi bisabuelo cien años atrás y del que todos debíamos ser

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hinchas. Me pareció que era una buena idea. ¿Qué domingo? Podía ser el próximo, o el subsiguiente, solo quedaban dos fechas para que terminara el campeonato. En la primera, el Sporting perdió y mi hermana me recomendó que no me asomara; papá estaba de pésimo humor, pues la derrota ponía al equipo en una situación muy difícil: si no ganaba el siguiente partido, perdía la categoría. No te desanimes, me alentó. Vamos a ganar sí o sí; y lo vas a agarrar doblemente feliz: por el triunfo y por haber salvado la categoría. Así que Jesús y yo nos preparamos para presentarnos a la hora del lonche cuando papá ya hubiese regresado del estadio y terminado de escuchar todos los informes, reportes, comentarios y entrevistas de la radio. El Sporting también perdió ese último partido: iban ganando 1 a 0, y en los últimos diez minutos les metieron dos goles. Uno fue un clarísimo offside, pero el árbitro no lo cobró. El otro fue un penal que no existió. El árbitro, como siempre, era un vendido. El lonche se canceló, papá no se sentía bien y se acostó temprano. Al poco tiempo le dio el primer infarto y mi hermana me pidió que no le contara nada: ¿quería causarle otro, y con este tal vez la muerte? Lo traen en una camilla y noto que está aun más delgado y demacrado que cuando lo vi en el aeropuerto. Los enfermeros lo pasan a la cama y se van. Nos sonríe, acaricia la mano de mi madre, la mejilla de mi hermana. A mí me da la mano. Mi hermana le dice que se le ve bien, estás guapo, rosadito. Él pregunta cuándo le van a dar de alta; quiere volver a su casa. Ya el médico dirá, todavía no hemos hablado con él. Mi madre le pregunta si quiere ponerse el pijama que le ha traído. Le echan talco, lo peinan, le acomodan las almohadas; yo me quedo de pie, sin saber qué hacer, y él me pide que le alcance su radio. Quiere ver qué emisoras capta su vieja radio a transistores. Mamá, nerviosa, dice que no la trajo, que con el apuro del viaje se le olvidó. Creemos que va a renegar, que la culpará de descuido, qué le costaba poner su radio; sabe que escuchar los partidos y las noticias es casi su único entretenimiento. Pero no dice nada, solo hace un gesto ambiguo y se mira las manos como buscando algo. Veo la hora en el reloj y digo que voy a trabajar un rato a mi departamento; que volveré más tarde. ¿Tú podrás conseguirme una, hijo? Mañana hay partido y quisiera oírlo para

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pasar el rato. Las horas en esta cama son tan lentas que no pasan nunca. Claro, no te preocupes. Tengo una que acabo de comprar, te la traigo más tarde. Me despido con un gesto, beso a mamá y salgo. Como siempre, me siento aliviado cuando dejo de estar en el mismo lugar que él, aunque últimamente, desde que se enfermó, no solo siento alivio, sino también una especie de felicidad, como cuando fumaba y salía de los sitios donde estaba prohibido. Mi hermana me da el alcance en el pasillo, respira agitada. Si escucha ese partido le puede dar un tercer infarto. El Sporting está colero y tiene muy poco chance. Yo creo que sería un milagro si gana. Juega de visitante, en altura y con el que está primero en la tabla de posiciones. Y lo peor de todo es que si pierde, baja a tercera división. ¿Otra vez? Desde el domingo aquel cuando bajó a segunda, no quise ni pude saber nada de ese equipo. Ver los colores de su camiseta, escuchar sus cánticos y lemas era peor que la peor de las pesadillas. Me enfermaba hasta la náusea. Ella nunca dejó de seguir al Sporting, que desde muy niña fue también su Sporting. Pero él nunca quiso llevarla al estadio: primero, porque era peligroso para una niña; después, porque era peligroso para una joven. Cuando le dieron la noticia de que su primogénita había nacido mujer fue peor que un baldazo de agua fría, dicen que les dijo a sus amigos. Su sueño de ir al estadio con su hijo varón, del mismo modo como a él lo había llevado su padre y a este el suyo, mi bisabuelo socio fundador del Sporting, había naufragado. Pero al cabo de dos años nací yo, y mamá cuenta que ese día fue una fiesta. Para él. Llegó borracho, con la camiseta rojiblanca sudada y con olor a cerveza. Y mientras el grupo de hinchas de la barra apostados en la calle daban vivas y cantaban los himnos y consignas, le dio a mamá una bolsa arrugada donde estaba guardado el ropón de bebé con los colores de su equipo que había comprado cuando nació mi hermana. Le pidió a mamá que me lo pusiera. Con su Polaroid tomó mi primera foto. En la foto que el tiempo aún no ha borrado se ve a un recién nacido llorando, los brazos estirados, con la camiseta puesta y la banderola del equipo detrás. Ese colorado con la piel arrugada y un montón de pelo negro en la cabeza soy yo. Mi padre, joven y guapo, me carga, orgulloso, y sonríe

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ampliamente. Parece como si el llanto, que ha de haber sido ensordecedor, no le afectara en lo más mínimo. Pienso: nunca más le volví a dar una alegría como esa; nunca le he visto dedicarme una sonrisa como esa, ni cuando terminé el colegio con el primer puesto, ni cuando ingresé a la universidad con el puntaje más alto, ni cuando me gradué con honores. Si quieres que papá esté contento, si no quieres que te grite, si quieres ser su cómplice, que te hable y te quiera, anda al estadio con él, insistía mi hermana cuando trataba de arreglar las cosas entre mi padre y yo. Dios da dientes al que no tiene pan, me dijo un día. Tenía razón. Empecé a odiar los domingos cuando después del almuerzo se ponía su ropa de estadio, me obligaba a vestirme igual y empezaban a llegar a la casa sus amigos de la barra con sus hijos, todos vestidos con los colores del Sporting. Y salíamos en patota, coreando ese-ge rojiblanco corazón. Yo siempre iba detrás y repetía los cánticos solo cuando mi padre me miraba. Pero el sonido que persiste en mi memoria es el del locutor de la radio narrando el partido. Aunque estábamos en el estadio, en vivo y en directo, mi padre tenía su pequeña radio en el oído y escuchaba atento aquello que él mismo veía pero visto por otro. A veces acusaba al narrador de vendido, sinvergüenza y otros insultos; otras, cuando coincidía, celebraba sus opiniones. Quisiera contar que un domingo me rebelé, que lo enfrenté y me negué a seguir yendo al estadio. Que me impuse a su autoridad y un día sentencié, solemne: No puedes obligarme, papá, a hacer lo que no quiero. Respétame. Pero no fue así. Ocurrió simplemente que un domingo, estando en segundo grado, me dejaron muchas tareas; al siguiente, debía preparar una presentación que el profesor de literatura me había encargado. También hubo un encuentro de padres, hijos y maestros en el colegio, y fuimos solo mamá y yo, porque ese día, explicó papá, el Sporting se jugaba la vida y tenía que estar en el estadio alentándolo como el hincha sufrido que era. No recuerdo cuándo las explicaciones o justificaciones dejaron de ser necesarias; supongo que en algún momento se dio cuenta de que yo era un caso perdido y dejó de obligarme a que lo acompañara. O quizá hubo gritos y peleas, lágrimas y dolor que mi memoria ha borrado. Sí recuerdo que los domingos por la tarde se volvieron agradables en la casa silenciosa y vacía. Mi hermana y mi madre iban al local del club,

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donde todas las esposas y las hijas esperaban el regreso de los del estadio preparando chorizos a la parrilla. Siempre creí que se divertían las tardes de domingo. Un día, años atrás, mi madre dijo que nunca le gustaron los chorizos a la parrilla. Y dejó de ir cuando le descubrieron que tenía alto el colesterol. La que siempre esperó y acompañó a papá a las parrilladas de los domingos por la tarde fue mi hermana; hasta que se casó. El esposo era hincha de otro equipo y, por amor, cada uno renunció a ser un hincha activo. A papá le debe haber dado pena perder la compañía de mi hermana en las parrilladas, pero el matrimonio para él era sagrado y en su opinión la mujer debía obedecer al hombre para llevar la fiesta en paz. Por lo menos el marido también había renunciado a su equipo, enemigo declarado del Sporting y culpable directo de su descenso a segunda división. Conozco a un locutor que podría narrar el partido de mañana, dice. Lo voy a llamar, y sé que va a aceptar, porque quiere mucho a papá. ¿Me estás diciendo que va a aceptar narrar un partido que no ocurrió? ¿Lo crees acaso capaz de inventarse uno? No, pero yo puedo escribirlo. ¿Te vas a inventar un partido completo? Podía hacerlo, conocía los nombres y posiciones de todos los jugadores, a los árbitros y jueces de línea, todas las jugadas, todos los fouls posibles. Iba a escribir el mejor partido del Glorioso Sporting Rojiblanco en altura. Lo haría ganar 1 a 0. Papá sabía mucho como para creerse una goleada de su equipo tras una campaña tan mala que lo había llevado a la situación en la que se encontraba. Se quedó mirándome. Es una buena idea, pero yo sola no podré realizarla. Te tendrás que ocupar de hacer las grabaciones; Jesús tiene un estudio de sonido, ¿no? Él puede hacer los comentarios y leer los avisos publicitarios. Me imagino que en su estudio tiene sonidos de gritos de ¡gol!, barras de los hinchas, todo eso. Parece cada vez más entusiasmada. Digo que me parece no solo complicado de hacer, porque implica demasiada producción, sino por las consecuencias que podría traer. Qué pasaba si papá leía el periódico al día siguiente, si hablaba con alguno de sus amigos, si se enteraba de la farsa. Vamos a tener que ocultarle toda la información, advertir a las visitas que no digan nada. Y dentro de un par de meses, cuando empiece el nuevo campeonato, tendríamos que inventar toda la campaña; grabar un partido cada semana. ¿Cómo vamos a hacer para que no lea el periódico? El lunes podemos decir que se agotó.

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Pero no siempre se va a agotar; no, es demasiado, no creo que podamos hacerlo. Es más, no quiero hacerlo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cuánto tiempo más crees que va a vivir papá? Si algo lo hace feliz son los goles de Sporting. Y ahora depende solo de nosotros que los haga y que gane todos los partidos. ¿No quieres darle esa felicidad que tal vez sea la última de su vida? Me pareció que iba a decir: ¿Tú, que le causaste tantos dolores y frustraciones? Mis ojos también se llenaron de lágrimas y, como solía hacer mi madre, no le contesté. Solo dije: ya regreso, y fui a buscar mi auto. Subí al auto y pensé en qué pasaría si mañana, cuando fuera a recoger a mi madre de la clínica, le dijese: prepara tu maleta, nos vamos al aeropuerto. Tú y yo vamos a poner orden en la casa, que, como bien dices, está hecha un desastre.

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Rita Indiana Hernández El ruido y la compasión en el Three Lakes Soccer Park

In fact, both homo—and heterosexual experimental subjects have been conditioned to react sexually to an old boot, and you can save a lot of money that way. william s. burroughs

La última vez me pasó cuando un gordo uruguayo que tenía media hora gritándole al hijo cómo moverse en la cancha se quitó la gorra blanca que traía puesta, escupió en el césped y me miró buscando empatía diciendo lo que siempre dice: el entrenadorcito me tiene podrido. Sentí inmediatamente el jalón en el culo y el dolorcillo de la ñema dura contra el pantalón. Marquesa no se dio cuenta porque yo estaba sentado con los codos en las rodillas, pero cuando se levantó a coger hielo de la neverita la atraje para que se sentara en mis piernas y se enterara. Le dije al oído que quería clavarla allí mismo y me dijo que la esperara en el carro. Me levanté con la mochila del niño como tapadera y caminé hasta el estacionamiento. La esperé en el asiento del copiloto nervioso y con ganas de hacerme una paja y salir del asunto, pero llegó y sin decir media palabra se me sentó encima entrándoselo ella misma sin dificultad hasta el tronco. No tardé mucho en vaciarme chupándole los pezones, y ella se vino unos segundos antes sin hacer ruido. Cuando volvimos, el juego había terminado, y Santiago corría hacia nosotros cubierto en sudor y con cara de desencanto. Con los cojones aligerados suelo ser el mejor padrastro del mundo. Lo levanté en brazos y le dije que había hecho un buen trabajo, pero que faltaban buenos delanteros en el equipo. En una esquina junto a la carpa verde en la que la Asociación de Padres vende accesorios deportivos y Gatorade, el uruguayo, una venezolana con las tetas hechas y un abuelo argentino culpaban al entrenador de todo. Desde hace unas cuantas semanas soy el primero en acompañarlos

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diciendo que sí con la cabeza, repitiendo cosas que les he oído antes y luego desalentando sus iniciativas de juntar firmas para expulsar a Ignasi. Todo esto lo hago con disimulo, solo lo suficiente, porque Marquesa no puede ni verlos. Le parece de mal gusto que los padres se la pasen gritándoles a sus hijos desde las gradas directrices que en la cancha no van a acatar nunca y luego conspirando como viejas brujas contra el pobre Ignasi. Para Marquesa, Ignasi es San Martín de Porres. Como según ella Santiago se recuperó de su divorcio con Alejandro gracias al fútbol, no hay quien le ponga un dedo encima. A Santiago, Ignasi le da igual, lo único es que tantos juegos sin un solo gol lo han desmotivado y ha insinuado que quiere cambiarse al béisbol, deseos que he contenido a base de discursos sobre la disciplina y la constancia, que Marquesa escucha salir de mi boca con curiosidad. «Tienes que seguir dándole a un deporte para que te hagas bueno. Mírame a mí, nunca hice una sola cosa mucho, ahora sé poquito de varias cosas, y no soy el mejor en ninguna». Santiago se queda mirando la pantalla del televisor, donde Harry Potter abre una compuerta con un par de palabras, sin hacerme ni puto caso. Al final va a terminar saliéndose de la liga, porque la mai lo deja hacer lo que le da la gana. Es lo que pasa con los padres que se divorcian; se sienten culpables y dejan que los niños se les caguen en la boca, y como el papá es maricón, Marquesa le tiene más pena todavía. Cuando la conocí, la acababan de dejar por un culo y ella quería vengarse. Estaba montando la página web de su casa productora y me habían recomendado como diseñador. La primera vez que estuvimos solos en el pequeño apartamento estudio de Little Havana que yo hacía llamar mi oficina me miró raro y yo me di cuenta. Hablamos de Grizzly Man durante media hora mientras en mi cabeza yo se lo enterraba por ojo, boca y nariz. Olía a mierda de gato y a ese spray que yo compraba para disimular la mierda, el gato y la yerba. Esa noche no pude dormir. Pensé en su boca diciendo «plataforma», me mareaba recordar el huequito entre sus dos dientes delanteros superiores, intenté hacerme una paja, con la cabeza llena de avispas y fantasmas, pero no me venía nunca y me levanté asustado, encendiendo todas las luces, seguro de que me estaban haciendo brujería. Al día siguiente llegó con unos supuestos cambios para la página, y se subió la falda. Estuve mirando una planta de sábila que tenía en el balconcito mientras ella subía y bajaba abrazada a mí en el sofá. Todavía hoy, cuando

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recuerdo esa sábila solitaria en la esquina de mi balcón, siento calambres en el bajo vientre. Cuando terminamos, sacó una cajetilla de Marlboro Lights y se la fumó completa mientras me contaba cómo su marido, el padre de su hijo, la había dejado por un mariconcito de Miami Beach. Yo iba y venía de la cocina como una mucama con tazas de café y té. Intentando calmarla, le dije que su niño iba a vivir en otra sociedad, más abierta que la que nos había tocado a nosotros; su respuesta duró hasta el amanecer, y por la forma en que terminaba sus oraciones (bugarrón asqueroso, maricón de mierda), nadie hubiese sospechado que tenía una maestría en Gender Studies de nyu. Ella estaba desesperada y había intentado de todo. Yo imaginaba a su ex marido con el pelo decolorado, con su tatuaje nuevo bajo una gasa dando brincos sin camisa en South Beach. Si no me hubiese enamorado, todo esto sería buena suerte; una boricua hermosa seis años mayor que yo, y con más experiencia, cuya autoestima era directamente proporcional a la altura de mi erección. Pero yo quería que también me quisiera. Poco a poco me la fui ganando a ella y al niño. En ese entonces Santiago estaba muy triste y Marquesa lo puso en fútbol para ver si se entusiasmaba con algo; por suerte ese año el equipo era buenísimo, e Ignasi se la lució ganando el segundo lugar del sur de la Florida. Allí en la cancha se movía en miniatura la nueva Latinoamérica miamense; los hijos de los cientos de ejecutivos que Miami le toma prestados a la Gran Colombia todos los años. Mientras celebrábamos el triunfo con papitas orgánicas y Caprisun, los papás de João y Arnaldo Netto, los mellizos delanteros, anunciaron que se regresaban a São Paulo. Ignasi casi se muere. Al salir del campeonato, Marquesa no paraba de echarle flores a la calidad humana de Ignasi, yo estaba a punto de meterle un puño cuando Santiago preguntó si él tenía tres papás: su papá, Alan y yo. Marquesa casi se vomita encima, nadie decía nada y yo ofrecí las opciones para la cena: Pizza o P.F. Chang’s. Ahora que Alan era un ser humano y no un hoyo de cagar gracias a que Santiago había dicho su nombre, a Marquesa no le quedó más remedio que perdonar a Alejandro. En pocos meses, Alan y ella estarían eligiendo aceites esenciales en Whole Foods y compartiendo chistes ligeros sobre la afición de su ex marido a Lost, y cómo mentía sobre la cantidad de episodios que había visto en un solo día como si se tratara de porno. Alejandro había dejado su trabajo en el Centro para la Nueva

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Economía Latinoamericana y ahora vendía libros usados por Internet; «siempre quiso ser librero», me dijo Marquesa cuando se enteró, con tono de madre orgullosa. Alan tenía una finca de vegetales orgánicos que distribuía a varios restaurantes en Coconut Grove. En cuanto a mí, tenía lo que quería, que era, básicamente, tenerla debajo, con esas tetas de bizcocho moviéndose al compás de mi cadera entrando y saliendo, su olor a tierra y a cúrcuma, y de vez en cuando la sensación de que por fin la estaba enamorando. Tras conocer a Alan en persona, Marquesa recuperó le confianza en sí misma. Se miraba al espejo desnuda y no podía creer que Alejandro hubiese dejado semejante pedazo de hembra por un tipo flaco con los dientes torcidos. Eso tenía que ser amor. En ese momento sentía un gran cariño por ambos, y una gran compasión para con el género humano la invadía de pies a cabeza. Se sentía orgullosa de su maestría en Gender Studies, y tanto buen ánimo la hacía reptar hasta mi ñema y mamarla dulcemente. El tipo es feo, decía Marquesa llena de una súbita plenitud, pero es escritor y es dominicano como tú. ¿Sabes su apellido?, le pregunté fingiendo sentir interés por su obra. Podemos buscarlo en Facebook, me dijo ella trayendo la computadora a la cama, allí me enseñó su foto y le dije, tragando en seco, que lo conocía. Alan había escrito una novelita de ochenta páginas en el ‘98, una larga enumeración de drogas y canciones de Talking Heads que se había convertido en un texto de culto. Esto del culto se había generado más gracias a lo que había fuera de la novela que dentro, el apartamento de Alan en la Zona Colonial de Santo Domingo era la embajada de la estridencia y de la insignificancia. Todos se habían leído a Kerouac, Ginsberg y William Burroughs, y habían decidido adoptarlos como decálogo. Había bares en los que después de las tres de la mañana demandaban una línea de Naked Lunch en la puerta para dejarte pasar. En casa de Alan, una mañana, tarde o noche cualquiera podía encontrarse una de las siguientes combinaciones: 1. Etnomusicóloga cubana desnuda de pequeños pezones marrones leyendo una revista Life con Nixon en la portada a la que un productor de hip hop local también bajista de la sinfónica le masajea los pies, sentado en una mecedora de caoba centenaria.

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2. Poeta maldito de la clase media alta en camiseta polo sucia y cigarrillo tembloroso entre dos dedos al que un pintor de Villa Juana con dreadlocks, chancletas y juanetes le pinta un ojo morado con ayuda del maquillaje que su esposa italiana siempre tiene en su cartera, para que Daniel, el dueño de la librería de libros usados en la calle El Conde, le coja pena al poeta y le dé aunque sean setenta pesos por sus ediciones del San Francisco de Asís, de Chesterton, una antología de William Carlos Williams y El libro tibetano de los muertos en una funda plástica del supermercado Pola. 3. Vendedor de artesanía peruana apodado El Morrison siendo echado del apartamento a punta de cuchillo de mesa por Hansel, transexual dominican-york, roommate ocasional de Alan y arquitecto graduado de Cooper Union. 4. Alan, en bata de toalla, grabándose a sí mismo con una jvc Mini dv color cobre hablando por teléfono con Fassbinder a través de un caracol de lambí, comentando con el director el alza en los precios de las mamadas de bugarrones en Sosúa y Cabarete a partir del regreso al poder del prd. 5. Yo a mis veintitrés años, que me acababa de ganar la Bienal Gráfica con un stencil, resolviéndole un lío a Alan. Una universidad de Estados Unidos le había comisionado la edición de una antología de narrativa gay del Caribe hispano, y Alan la había cobrado por adelantado hacía tres meses. Ahora me había subcontratado a mí para diagramarla, y como pago me había ofrecido la experiencia y el honor de pasar con él veinticuatro horas de ininterrumpido acoso sexual. Lo primero que hizo fue poner porno en su computadora justo al lado de la mía, donde yo intentaba formatear veinte cuentos en los que un reguero de Oscar Wildes discapacitados narraban sus pusilánimes

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fantasías homoeróticas. A los veinte minutos de hablarme sucio en el oído, con la elocuencia de todos los cueros que en Ámsterdam hacen ondear nuestra bandera, la ñema me dolía en el pantalón. Alan se la metió en la boca y me sacó la leche en lo que canta un gallo para que yo pudiese, como me dijo con voz inocente, mientras cerraba la ventana en la que un viejo clavaba a una chinita, trabajar tranquilo. Ya dormida, Marquesa suele buscar con su mano en mi entrepierna y yo me pongo duro en un segundo. Esa noche, su mano tibia y suavecita no logró nada. Mi pinga como un gusano de papel arrugado parecía haber fallecido a golpe de recuerdo y Facebook. Yo estaba en shock. Mi güevo estaba en shock. Me levanté y caminé hasta la sala, Santiago estaba despierto viendo Revenge of the Nerds con el volumen bien bajo; esa película no es para niños le dije, luego traje galletas y leche, y me senté a verla con él. Esa semana fingí un dolor en el glande, por lo que Marquesa me agradeció el esfuerzo de acompañarla al partido de Santiago en West Palm Beach. Santiago jugaba con mi iPhone en el asiento trasero y escuchábamos los pajaritos de Angry Birds estrellándose contra madera, concreto y vidrio cuando Marquesa me puso la mano en el muslo, no como siempre, buscando una complicidad sexual futura, más bien con una ternura inusitada. Me sentí nervioso, y por un segundo, correspondido. Llegamos tarde al parque, pero Ignasi metió a Santiago al juego de inmediato, sonriéndole a Marquesa con unos hoyuelos en las mejillas que vienen a robarme el show algún círculo del infierno. Un peruano hippie de pelo largo comenzó a gritar «Diego, Diego» y luego «baja, baja», unos metros más allá un mexicano con traje y corbata repetía «Julián, ¿qué te dije? Julián, ¿qué te pasa?». Pronto el aire se llenó de nombres y órdenes, de pitos y chiflidos sobre la voz quebrada de Ignasi. Los niños de nuestro equipo se sacaban los mocos mientras la bola les pasaba por el frente. Marquesa me mira y con los ojos me dice «estos padres son insoportables, pobre Ignasi, tan bueno que es». En unas semanas, cuando se dé cuenta de que soy algo poco más que un eunuco, cuando ni la Viagra ni la Pela Negra me lo paren, Marquesa correrá a bajarle los pantaloncitos a Ignasi y yo me quedaré para siempre vaciándome como una pasta de dientes en aquel asqueroso apartamento de la Zona Colonial, con la barba de Alan rozándome los granos, Le Soleil Est Près de Moi, de

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Air, de fondo. Los padres gritan como si se estuviese acabando el mundo, con el ceño fruncido, las manos apretadas y los ojos buscando en el suelo piedras que tirar. Se escuchan maldiciones en distintos acentos, el aire se llena de posibilidades. Los imagino urdir un golpe contra Ignasi. Me veo como ideólogo del golpe, luego como vocero del movimiento: «Ignasi, vete a doblar camisitas a American Apparel». Siento en el diafragma la inevitable granizada sobre el entrenador, allá sobre el césped, en sus pantaloncitos azul marino, limpiándose un diente con la uña del dedo meñique, pagándole la universidad a una hermana o con la madre interna en un centro de rehabilitación, y mi güevo vuelve a la vida. Me pongo de pie de espaldas a la cancha para ver si el efecto es duradero, para probar los límites de mi remedio casero. Llego intacto hasta el carro y ya dentro me lo saco para hacerme una fotografía y enviársela a Marquesa. La foto la pone de mejor humor, te amo, me responde, perdimos otra vez, con una carita triste y un corazón. Camino a casa me comunica que Alejandro y Alan nos han invitado a almorzar, ya era hora, le digo bajito, es lo más saludable para todos. Santiago recibe la noticia con una sonrisa, sin levantar los ojos del teléfono adonde continúa reventando casitas de cerdos que suenan tuf, chis, cush y chas.

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Ana María Moix Socializar al niño

Desde hacía unos años, en el hogar de los señores del Peral, la hora de la retransmisión del partido de fútbol, del que eran entusiastas seguidores, se había convertido, sin duda, en el momento más feliz de la semana. Ya casi sesentones, Luis y Marisa del Peral, minutos antes de que se iniciara la retransmisión, se sentaban en un sofá frente al televisor de pantalla gigante y sonido estereofónico; televisor que iban cambiando, periódicamente, a medida que la industria del sector iba lanzando modelos de tamaño más grande, y de imagen y sonido más perfeccionados. La imagen les traía al pairo, pero el sonido, ¡ah, el sonido, la calidad de la reproducción del sonido era una auténtica obsesión! Antes de acomodarse en el sofá, y tras preparar en la mesilla auxiliar una botella del mejor champagne francés, Luis del Peral manipulaba ansiosamente los mandos del televisor para conseguir los propósitos que ninguno de los técnicos que les habían instalado los distintos televisores adquiridos a lo largo de los últimos años comprendían: que el ruido ambiental del campo apenas se oyera. No se trataba de silenciarlo por completo, hecho que se lograba fácilmente con el mero acto de pulsar un mando, sino que se oyera un poco, «solo un poquito», y, en cambio, que la voz del locutor que retransmitía el partido se oyera al máximo permitido por la técnica, cosa también fácil de conseguir mediante el mando. El problema residía en conseguir que el televisor reprodujera el mínimo ruido ambiental del campo y la máxima potencia de la voz del locutor. Pero Luis del Peral, tras meticuloso y prolongado manejo del mando del televisor, y ante el aplauso de Marisa, su mujer, lo conseguía. Después, ya repantigados en el sofá, y minutos antes de iniciarse el partido, él descorchaba la botella de champagne, llenaba dos copas, le tendía una a su mujer, y, emocionados y sonrientes, aguardaban que en

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la pantalla del televisor apareciera la panorámica del campo donde iba a celebrarse en partido de fútbol y se oyera, ¡por fin!, la voz del locutor: «Señoras y señores, nos encontramos en el campo de…». Entonces, solo entonces, Luis y Marisa del Peral levantaban sus copas de champagne y brindaban, emocionados. Y, al iniciarse la retransmisión, pocas eran las veces que no podían evitar recordar las visitas al señor Carrasco, director del colegio de su hijo, quien, unos veinte años atrás, los citaba a menudo a su despacho. Visitas que los sumía en la desazón y el pesimismo, y que, ahora, recordadas al cabo del tiempo, aún dudaban entre calificar de positivas o de infernales. Los maestros y el psicólogo de la escuela los recibían siempre con la misma expresión conmiserativa en el rostro y, tras invitarles a tomar asiento con una piadosa palmadita en la espalda, iniciaban la entrevista con el consabido: «No podemos seguir así, señores del Peral. El niño ya tiene siete años y necesita ayuda». La primera ocasión en que les citaron en el despacho del director, a ellos solos, tras la reunión general de padres con el profesorado en el centro escolar, creyeron que se les dispensaba una suerte de honor encaminado a felicitarles por el buen rendimiento de Pascualín y su excelente comportamiento. De ahí que no pudieran dar crédito a la frase que, a partir de aquel primer encuentro, iniciaría las posteriores y para ellos traumáticas entrevistas: «No podemos seguir así». Luis y Marisa se miraron, atónitos por la sorpresa y sobrecogidos por el pánico: «¿Ha hecho algo malo?», preguntó ella, siempre más rápida que su marido en reaccionar ante la adversidad, quizá por su tendencia a vivir en estado de alerta respecto a cuanto concerniera a su hijo desde que este naciera tras pasados diez meses de embarazo, hecho que ningún médico creyó nunca, atribuyendo tan supuesta larga gestación a un error de la madre, quien, debido a sus ansias de maternidad, empezó a contar los meses de embarazo antes de que su estado de buena esperanza fuera un hecho. «¡Por Dios, señora del Peral! Su hijo es un bendito», les tranquilizó el director. «¿Es vago?», inquirió el padre, siempre un tanto insatisfecho por el desagrado con que Pascualín se dejaba arrastrar a la piscina, a los largos paseos montañosos y a la práctica de cualquier deporte en general, dando evidentes muestras de ser más feliz jugueteando por los suelos con un par

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de botones y un enchufe viejo rescatado del trastero. «No, el problema no va por ahí, señor del Peral. Pascualín no es un niño especialmente dado a la actividad, pero no es lo que hoy llamamos un chico desmotivado, es decir, lo que antes de manera un tanto grosera se calificaba de gandul». Marido y mujer se miraron, ahora ya con expresión de terror en el rostro, se cogieron de la mano y advirtieron que el director del colegio y el psicólogo se dirigían una mirada con la que intentaban alentarse el uno al otro a pronunciar la inevitable sentencia. No obstante, Luis del Peral, sin poder resistir más la espera, inspiró profundamente, sacó pecho, miró a su mujer, le pasó un brazo por los hombros, y dijo: «Díganos la verdad. Es nuestro único hijo, pero formamos una familia unida capaz de afrontar lo que sea: ¿es tonto?». Director y psicólogo volvieron a cruzar sus inquietas miradas. «No, no es tonto; pero el problema es muy serio, señor del Peral. Se trata de… Es delicado y difícil. Es…». «Señor director, ¿es un pervertido?, ¿ha sido descubierto…? Bien, ya me entienden, a veces, en los periódicos han salido noticias referentes a que los niños, en los lavabos, en las duchas de los gimnasios… Actos de sadismo…». «¡Por favor, señor del Peral! ¡Nos está usted insultando! Este es un centro ejemplar! Lo que le pasa a su hijo… Lo que le ocurre… Señor Acebes», se dirigió al psicólogo, molesto ya por la pasividad del profesional de la salud infantil. «Señor, Acebes, haga usted el favor de decirles a los señores del Peral lo que antes me ha dicho a mí respecto a su hijo». El silencio del psicólogo fue lo peor que le podía caer encima a la madre, quien exteriorizó el motivo de las angustias que, con frecuencia, le asaltaban al pensar en el desarrollo de su hijo y que su marido le impedía verbalizar ante extraños: «¿Es debido a que fue diezmesino?». Director y psicólogo se miraron de nuevo, boquiabiertos. «Señora del Peral, ¿ha dicho usted diezmesino?». Y, ante el gesto afirmativo de la angustiada madre, el psicólogo prosiguió: «¿Diezmesino? Verá usted… Llevo años en la profesión, tras tres másters en Inglaterra y Estados Unidos, y nunca… Nunca he estudiado ningún de problemática infantil relacionada con un embarazo, como usted asegura, de diez meses. Nunca». El psicólogo volvió a dirigir una rápida mirada al director del centro, como en busca de ánimos para seguir, ánimos que no encontró en su superior, sino en el señor del Peral: «Adelante, por favor. Afrontaremos

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lo que haya que afrontar». El psicólogo juntó sus manos, como si se dispusiera al rezo, miró hacia la ventana, como si del exterior, a través de los cristales, hubiera de llegarle el soplo verbal divino, y fue breve: «El mal de su hijo se llama falta de socialización». «Falta de socialización, falta de socialización, falta de socialización…», musitó tres veces, en voz muy queda, como una letanía, Luis del Peral. «¿Falta de socialización? Pero, ¿qué dice usted?», protestó, airada, la mujer. «¿Falta de socialización? Es un niño que saluda a todo el mundo, incluso al portero de casa, un inmigrante marroquí…». Un codazo de su marido la interrumpió. «Sí, un inmigrante, ¿por qué no puedo decirlo? Hay hijos de nuestros amigos que, cuando van a casa de sus parientes o conocidos, no saludan al servicio de piel oscura, ya sean africanos o latinos. Nuestro hijo, señor mío, saluda a todo el mundo: en las tiendas, en los ascensores…». «Señora, no se ofenda. Pascualín es un niño muy bien educado, mucho, ojalá todos nuestros alumnos gozaran de tan buena educación. Cuando hablamos de falta de socialización no nos referimos a los buenos o malos modales, sino…». Pascualín, les contaron al alimón el director del colegio y el psicólogo, turnándose en sus explicaciones, prosiguiendo uno la frase iniciada por el otro, como si estuvieran llevando a cabo una representación largamente ensayada, Pascualín no era exactamente un niño huraño, por el contrario, siempre estaba contento, de buen humor, deseoso de comunicarse con sus compañeros, pero su contacto… «¿Cómo decirlo?», se preguntaba retóricamente el psicólogo, quien de sobra sabía cómo dirigirse a padres sumidos, como los Del Peral aquel día, en la más absoluta indefensión: «Algo falla en su contacto social». Y pasó a referirse a hechos concretos. En el recreo, por ejemplo, Pascualín no solo prestaba sus juguetes a los demás, sino que era él mismo quien se los ofrecía. Pero, al cabo de unos instantes, ya estaban los demás niños jugando con el balón, los patines o lo que Pascualín les hubiera prestado, mientras él, Pascualín aparecía al margen del grupo, solo, eso sí, contento, como si nada sucediera, pero solo, completamente solo, impulsando con la mano el vuelo imaginario de un aeroplano que había construido con una hoja de papel o sorteando las baldosas del suelo, saltando sobre ellas con un solo pie al ritmo de un son por él inventado.

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«Es un chico singular, muy sorprendente. Tremendamente pacífico, y digo tremendamente porque quizá lo sea en demasía». Y, tras observar la mirada aviesa de la madre, el psicólogo añadió: «No, no es un niño en absoluto afeminado, señora, tranquila. Normalmente nos vemos obligados a corregir el exceso de agresividad en nuestros alumnos. Sin embargo, su hijo carece de ella en un grado extremo. Y, atención, no se alarmen, no se trata de cobardía, no es un chico cobarde. Tuvimos que atender a una niña que se cayó de un columpio durante una salida al parque del barrio, afortunadamente no fue una caída grave, pero la niña sangraba abundantemente, ya que se rompió el labio. Bien, casi todos sus compañeros se dieron a la huida o se quedaron atónitos, paralizados, mirándola, sin saber qué hacer. Pascualín fue el primero en acercarse a la niña, llegó junto a ella antes que la profesora, y lo hizo con un pañuelo en la mano, que le aplicó rápidamente en la boca. No es, pues, un niño pusilánime, pero, repito, carece de toda agresividad, y, claro, esto le condena a la indefensión». Bien sabía él, Luis del Peral, que su hijo era un ser absolutamente indefenso, en eso el psicólogo llevaba razón. En cambio, y dado que el amor de padre no le cegaba, o al menos eso creía, dudaba de que no fuera un niño cobarde, un niño pusilánime que no mostraba trazas de enmienda. Hacía unos meses, en la localidad donde veraneaban, Pascualín le hizo pasar un momento horrible, en verdad bochornoso. Un grupo de niños urbanos, aburridos de pasarse las tardes deambulando alrededor de las mesas de la cafetería del pueblo donde sus padres se reunían, decidieron jugar con los chicos del pueblo. Eran niños de entre ocho y doce años, y Pasculín les siguió. Tarde tras tarde, los niños de ciudad, tras tomar el helado de rigor, desaparecían camino de una calle situada detrás del paseo marítimo y allí jugaban con los del pueblo. Hasta que un día, uno de los chicos llegó a la mesa donde los señores del Peral tomaban un refresco con otros habituales del lugar. «¡Lo están linchando, lo están linchando!», gritaba el mensajero refiriéndose a Pasculín, a cuya salvación corrió su padre. Al parecer, se habían formado dos bandos: los niños de ciudad y los del pueblo, y de repente, Luis del Peral no sabía por qué motivo, se enzarzaron a golpes. Según le contaron al llegar al lugar de la trifulca, Pascualín, ni corto ni perezoso, se interpuso entre los dos bandos, intentando separarles al grito de «¡No somos animales! ¡Los hombres, antes de pelear, dialogan! ¡Na-

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da de pegarse, amigos, hablemos, hablemos!». Luis no supo a qué bando pertenecía el chico que inició el linchamiento, mejor dicho, la lapidación, porque Pascualín yacía en el suelo con la frente ensangrentada a raíz de una pedrada. Los padres de los niños impusieron orden. Se atendió debidamente al yacente, quien se levantó del suelo como si nada, y se concilió un trato. El mayor de los chicos del pueblo le pediría perdón a Pascualín, ambos se darían un fuerte apretón de manos, y aquí y después gloria. Pero Luis del Peral cogió aparte a su hijo y lo aleccionó debidamente para que pusiera en práctica los golpes que, en casa y debido a otras palizas que el niño había recibido, le había enseñado para que se defendiera y diera debida respuesta a los agravios recibidos: «Le das donde tú sabes, ¡y fuerte!, ¿me entiendes?, ¡muy fuerte!». Pascualín asintió con un movimiento de cabeza, cerró los puños y, al rápido trote al que dio impulso el empujón que le dio su padre para ir al encuentro de agresor, dispuesto a pedirle disculpas, llegó ante el chicarrón del pueblo que, ante la mirada expectante de los chicos del pueblo, los de ciudad y un grupo de padres, lo aguardaba con una sonrisa hipócritamente contrita. Pascualín llegó ante el agresor, con los puños prietos, se detuvo frente a él y, ante el pasmo general, se le abrazó exclamando: «¡Amigos, somos amigos!», antes de caer de bruces en el suelo debido al empujón que el otro niño, desconcertado por tan rápida absolución, le propinó. No se lo contó a su mujer, a Marisa, para evitar el drama y la consabida cantinela de «si ya lo sabía yo, una gestación de diez meses no puede ser buena». Ni tampoco contó lo sucedido aquel día al director y al psicólogo del colegio, a quienes oyó decir: «¿De dónde le viene su afición por la geografía? Es sorprendente, ¡a los siete años sabe todas las capitales del mundo! ¿Tiene algo que ver con sus profesiones respectivas?». El señor del Peral asintió, al borde de la desolación y del desaliento, cuando le contaron que, en el recreo, Pascualín irrumpió en un grupo de niños que, tumbados en suelo, habían organizado un campeonato de pulsos, proponiendo cambiar de juego y hacer un concurso de capitales del mundo: ¿Bielorrusia? Minsk. ¿Eslovaquia? Bratislava. ¿Georgia?, Tiflis. ¿Moldavia?, Chisinau. ¿Estonia? Tallin. «Es increíble, un niño de siete años; claro que, repetimos, es un niño muy singular». ¿Singular? Del Peral optó por no responder. Su hijo, a raíz de los campeonatos mundiales de fútbol, se quedaba con las páginas de

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los suplementos de los periódicos y se pasaba horas leyendo nombres de clubes, de jugadores, de entrenadores y, claro está, de los países y capitales del mundo entero a los que pertenecían. Capitales de países africanos o asiáticos de reciente creación que ni él mismo, Luis, sabía, las recitaba Pascualín sin dudar un instante. Pero nada dijo a sus interlocutores, a quienes oyó decir: «Quizá un hermano le iría bien para su socialización. A veces, los hijos únicos, sobreprotegidos…». Hicieron al hermanito, que fue hermanita: Lucita. Un encanto de criatura. A los dos años, en el parque al que Marisa los llevaba a media tarde, Lucía gateaba siempre rodeada de niños de más edad, que le pedían «canta, canta», porque ya en la cuna emitía unos gorgoritos semejantes a músicas de su invención. Y Lucita cantaba y cantaba mientras Pascualín, sentado en un banco, solo, hablaba para sí, o peor, daba voz a dos ramas arrancadas a un seto, haciéndolas dialogar sobre quién sabe qué. O repetía los nombres de equipos de segunda, tercera división y regionales, con nombres de entrenadores y jugadores absolutamente desconocidos. Fue esa aparente afición al fútbol lo que indujo a Luis del Peral a organizar un equipo de balompié en la localidad donde pasaban el verano. Él y otro padre de familia, Roger Bru, juntaron a una veintena de niños de entre nueve y doce años, les equiparon de zapatillas deportivas, balón, spray para refrescarse la cara y las piernas en los descansos, botellas de agua mineral… El otro padre, Bru, a quien Del Peral convenció para que hiciera las veces de preparador de ambos equipos, adivinó que la intención de su amigo Del Peral al organizar las sesiones deportivas de los chicos radicaba en hacer jugar a su hijo Pascualín. Más alto de lo correspondiente a su edad, Roger Bru le encomendó las funciones, nada más y nada menos, que de portero, papel que desempeñó únicamente durante unos diez minutos, ya que cuando un jugador del equipo contrario avanzaba hacia la portería con el balón, dispuesto a disparar a puerta, Pascualín se agachaba, se cubría la cara con las manos y se volvía de espaldas. «¿Qué tal el partido?», preguntaba la madre cuando regresaban a casa. «¡Portero, mamá! ¡He jugado de portero, pero solo un rato!», respondía él muy ufano. «Nada, Marisa, un bochorno, no hay nada que hacer». El amigo Bru le hizo jugar en la defensa: fue inútil, ya que se repetía la actitud demostrada en la portería: Pascualín veía acercarse el balón, y daba la espalda

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al contrincante. Probaron en la delantera, en el medio campo, en… Luis del Peral dejó de asistir a los partidos de fútbol y, cuando se encontraba con Roger Bru, no acertaba a disimular su incomodidad y humillación. Le intrigaba enormemente, como muchos otros aspectos de la personalidad de su hijo, cómo podía el niño bajar cada tarde a la playa, a jugar al fútbol, no dar pie con bola y regresar a casa tan contento, sin muestra alguna de disgusto ni de frustración. Hasta que un atardecer Pascualín llegó a casa jadeante, agotado y completamente empapado de sudor. «¡Santo cielo, hijo mío! ¿Qué te ha pasado, qué te han hecho?». «¡Uf! El partido, mamá, he jugado todo el partido». El padre no dijo nada, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Se ha socializado!, pensó. ¿Qué cara pondrán aquellos imbéciles del colegio? No dijo nada, pero al día siguiente acudió al match con el niño. Una hora antes de iniciarse el partido, los chicos de ambos equipos desfilaron por la casa para preguntar: «¿Va a jugar Pascualín, verdad? Ayer estuvo fantástico». Y, antes de arrancar el encuentro, no pudo seguir conteniendo su curiosidad: «Dime, ¿de qué jugaste ayer?». «De locutor, papá. No me distraigas, ahora debo concentrarme», y empezó a correr detrás de sus compañeros de juego como un poseso con un palo en mano, a modo de micrófono. Primero no supo si reír o llorar. Después, cuando al terminar el partido todos los chicos festejaban al locutor, se dirigió a la mejor bodega del pueblo, compró una botella del mejor champagne, se dirigió a su casa, cuando Marisa abrió la puerta, la descorchó en la cara de su esposa y, con un suspiro de alivio, exclamó: «Se socializó», y allí mismo, en la puerta de la casa, vació la botella sobre la cabeza de ambos. Era una botella de Moët Chandon, la misma marca con la que, ahora, transcurridos más de veinte años y desde que Pascualín es el mejor locutor de fútbol del país, brindan delante del televisor antes de disponerse a ver, mejor dicho, a escuchar el partido.

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El viernes empiezo a sospechar. Después de lo de las lentejas y el vino, sé que algo pasa. ¿A qué hora has puesto el despertador?, me dice sin mirarme mientras se mete en la cama. Ni siquiera se da cuenta de que me he puesto el camisón de seda. O sí. La cosa es que ha desviado la mirada y me ha dicho mirando hacia su ventana que mañana dormiría un poco más. —Estoy agotado. En la oficina no paramos. Es raro que hable de su oficina. Sus silencios, sus ojos huidizos, su falta de apetito. Si le conoceré yo. Comienzo a vigilarlo, a estar alerta. ¿Has ido a pagar el recibo? ¿Cuándo vas a ir a hacer la compra? La nevera está vacía. Dile a la asistenta que me lleve los zapatos al zapatero. Hoy iré a hacerle la itv al coche. En eso nos entretenemos. Yo ejerzo de señora responsable y él se deja amamantar por esta loba que ha dejado de ser mujer y se ha convertido en una madre, en una gestoría, en un restaurante de precio mediano. A veces pienso en el chaval de pelo negro, siempre revuelto, que me acorraló una noche en un cortijo contra la pared. Todavía siento su sexo duro entre mis piernas cuando me bajó los vaqueros aquel verano de estrellas obstinadas en la Sierra de Segura. Después de aquel verano de mis quince años dejé de verle. Él se vino con su padre a Madrid y yo, un par de años después, llegué a la capital sin saber dónde encontrarle y convertida en una niña aplicada que quería estudiar varias carreras. Ni rastro de la salvaje que se escapaba con su amante al río, al bosque, detrás de la fuente y entre los matorrales. Como si el sexo y el sol, el sexo y el campo abierto, la tierra roja, los pinos, los olivos, fueran un todo que no pudieran vivir separados. Cinco años después me lo encontré en el autobús. Estaba más grande, más ancho pero aún conservaba el pelo muy negro y una mirada fiera que

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decía mucho más que sus palabras. Aquella timidez. Se bajó conmigo, me acompañó a casa, y desde entonces no nos hemos separado. Ahora pienso que si volviésemos al pueblo se acordaría del principio de la historia y de lo que pasó en la segunda parte. De cómo lo ayudé para que pudiera terminar su carrera de ingeniero. Recordaría que hice oposiciones de administrativa y encontré este trabajo en el ayuntamiento para que pudiéramos comer mientras él estudiaba. Que nos casamos y le monté una casa y le di unos hijos y me convertí en su madre. Si pudiéramos volver a aquellos montes rojos y recuperase aquella blusa blanca que me quitó de golpe, todo renacería. El sábado aquel fuimos con las amigas del instituto a las gradas del nuevo campo de fútbol. Estaba en el pueblo de al lado. Acababa de empezar el verano, teníamos vacaciones y el sol de mediodía no nos daba miedo. Nos habíamos puesto crema protectora, sombreros de paja y camisetas de tirantes como si fuéramos a la playa. Éramos vírgenes, pero ya nos sabíamos mujeres. Las hormonas hablaban. Nada más empezar el partido una dijo que le gustaba el gordo de la camiseta rota. Me había dado cuenta de que miraba hacia nosotras cada vez que hacía una jugada. Otra se fijó en el forastero. Corría mucho y era muy moreno y delgado, como si fuera de la tierra. —A mí me gusta el rubio —dijo Marta—, qué bueno está. Yo estaba hipnotizada con las pantorrillas brillantes y sudadas. Me gustaba ese baile de la carne húmeda, la fuerza animal sobre el césped seco de la cancha de fútbol. Las piernas que chutaban, corrían, caían y a veces sangraban. El sábado siguiente, Marta ya sabía que el rubio se llamaba Roberto. El forastero era Antonio y solo se quedaría aquel verano. Su padre era ingeniero, venía a algo del pantano y no estaría mucho tiempo. Ni le vi. Si se iba a ir, preferí no mirarle y centrarme en los ojos del chico grande que me sonreía cada vez que tocaba el balón. A la salida se acercaron, venían empapados, jadeantes, felices. —¿Tomamos una caña para celebrar? —dijo Roberto con el brazo todavía sobre el hombro de Antonio. Sentí de cerca el olor a hombre. Mi padre no olía así. Pero ellos dos olían igual. Mis hormonas volvieron a moverse.

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Mis padres no me dejaban beber y teníamos que coger el autobús enseguida, pero dijimos que sí. Necesitábamos esa cerveza helada, la sombra de aquel bar, verles de cerca. En la oscuridad, Roberto y Marta se miraron de frente. Y luego nos miraron, nosotros estábamos callados. Me bebí la cerveza de un solo trago. —Qué chicas tan guapas bajan de la sierra —dijo Roberto. —Quedan diez minutos para el autobús a Segura —dije yo. Y ya sentía el mareo de la cerveza. Ahora los dos olían a jabón. —Esta noche hay fiesta en Orcera —dijo Roberto—. ¿Os dejan bajar al baile? —Mis padres van a ir —dijo Marta. —Pues quedamos allí —dijo Roberto, mientras Antonio asentía. —Vamos a perder el autobús —insistí. —Yo me quedo un rato más —dijo Marta. En la calle, el sol me deslumbró y una piedra en el suelo me hizo vacilar. Antonio me sostuvo pero no dijo una palabra, tan solo me miraba. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había seguido. Odié a Marta por quedarse. Yo era gilipollas. En las curvas de subida al pueblo vomité en el autobús. De noche no me dejarían ir, ya lo sabía. Menudo era mi padre. El lunes en la oficina, mientras ordeno las fotocopias, recuerdo, a cámara lenta, nuestros primeros años de matrimonio. Veo sus brazos fuertes que cogen la sopera como una ofrenda a un dios desconocido y la pone en el mantel a cuadros. Me levantaba a las seis para cocinar para él y esperaba todo el día para verle comer, para esa media hora y esa media copa de vino que cada noche nos tomábamos juntos. Decía que ese encuentro conmigo todas las noches era el mejor momento del día. Que pensaba todo el día en ese rato que pasábamos juntos y que, mientras venía hacia casa en el coche, trataba de adivinar lo que nos contaríamos. A mí me pasaba lo mismo. Todo el día esperaba para ver cómo se quitaba la corbata al llegar, cómo se desabrochaba la camisa y se remangaba para poner la mesa. También recuerdo lo que pasaba después. Todavía me gusta verle comer. Esa manera que tengo de mirarle. Me da gusto ver el hambre con la que come. Cómo separa con el tenedor y el cuchillo los trozos de carne, de tortilla, los reparte sobre el plato y termina

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la faena comiéndolos poco a poco. Muy concentrado, como si estuviese resolviendo una misteriosa ecuación. Por eso cocino para él. Pero el viernes había hecho lentejas y cuando nos sentamos a cenar, en vez de dejar que se calentasen, metió el cacillo en la olla antes de tiempo y no les echó vinagre. Ni siquiera se sirvió la copa de vino de todas las noches. Tenía una moto. Era el único de la sierra que, con dieciséis años, tenía una moto. Y Roberto siempre iba detrás. Esa noche, en Orcera, bailamos agarrados, y Antonio empezó a gustarme. Era callado, pero tenía ese hambre en los ojos. Conseguimos despistar a sus padres, a los míos, a Roberto y a Marta. Nos fuimos a un cortijo abandonado a las afueras del pueblo y nos sentamos en el suelo contra una pared encalada que todavía guardaba el calor del sol. Hablamos mucho rato y me cogió la mano. —No quiero, te vas a ir —le dije quitándole la mano de mi brazo. La metió por el escote de mi camisa blanca buscando mi pecho. —Me gustas mucho —dijo. —Te vas a ir —repetí levantándome—, mejor vamos con los demás. Me cogió de los hombros y puso mi espalda contra la pared. Noté de nuevo el calor del día sobre la cal. Era como si estuviese viva. —Pero esta noche estamos aquí. Miré hacia arriba y vi las estrellas. Era una noche muy clara y muy cálida. Los pinos y los olivos allá arriba en la sierra estaban muy oscuros, muy quietos. Esto no lo voy a olvidar nunca, recuerdo que pensé. Y sentí su mano en mi cintura. Luego me cogió por la nuca, me quitó la blusa, me acarició los pechos y los besó. —Te vas a ir —repetí en voz muy baja mientras le desabrochaba el vaquero. Quería ver sus pantorrillas a esa luz de la noche y de la luna. Ahora no sudaba. Y además de lo de las lentejas, venía despeinado y apenas me miraba. Nunca le había visto así. ¿Ha conocido a alguien? Mientras traslado las fotocopias de una mesa a otra, se me caen todas al suelo y tengo que empezar otra vez, y me echo a llorar por las fotocopias, por las lentejas y por el camisón de seda. No me tocó en toda la noche y su

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pelo estaba revuelto por detrás como si hubiera estado en la cama. Tenía los ojos muy colorados. Pero sé que ocurre algo, sobre todo por lo del vino y lo del vinagre. No le echó nada a las lentejas. Y se las tomó frías. —Te pasa algo —le dije. Y no fue una pregunta, sino un susurro. Se levantó del sofá como si no me oyese y se metió en el cuarto de baño. No sonaba el grifo ni la cisterna y me lo imaginaba sentado encima de la tapa del retrete. Hubiera jurado que le oí llorar. Pero a lo mejor eran imaginaciones mías, Marta siempre decía que tiendo al melodrama. En el cuarto de baño no pasaba nada porque pasados unos segundos puse el oído sobre la puerta y no oí ni un suspiro. Enseguida se sentó en la cama y se puso el pijama. Luego, sin levantarse, se acostó. ¿A qué hora has puesto el despertador?, dijo, como si no fuese viernes. Y luego dijo lo de la oficina. —Estoy agotado. En la oficina no paramos. Hacer fotocopias de los expedientes me relaja. Pero desde el viernes pasado no puedo dejar de pensar en que todo se va a pique y que Antonio no está bien. Estará enfermo, porque no tiene buena cara. Esta mañana se lo he vuelto a preguntar: —¿Te encuentras bien? —Estoy hecho polvo, muerto. Y me asusto porque yo también le veo muerto. Esas ojeras, ese pelo sin brillo, hasta las arrugas las tiene más marcadas. Me imagino viuda, vestida toda de negro y sola. Sin él. Él está muy lejos, donde ya no puedo tocarle ni mirarle comer, ni beber esa copa de vino que tanto le gusta. Pero tenía razón Marta, yo tiendo al melodrama. El sábado siguiente me la encuentro en la calle y lo primero que veo son sus sandalias verdes. Los dedos regordetes se escapan de las tiras de cuero verde botella igual que la grasa se dispersa en su traje de punto elástico demasiado apretado. Nunca he tenido un traje así. Jamás me he comprado un vestido color fucsia. Tiene la uñas de los pies pintadas de rojo oscuro, pero un poco descascarilladas, y la de las manos muy largas y con una media luna enorme y blanca rematando el dibujo. Es Marta y no es Marta.

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—Tanto tiempo —me dice mientras me da un abrazo suave sin acercarse mucho. Huele a pachulí y a limón y no parece un ama de casa. Y me pregunta por Antonio. —¿Cómo está? —Pues raro, para qué te voy a mentir. Muy raro y no sé por qué. —También Roberto ha cambiado. Pero yo no me doy por aludida. No sabes la de hombres guapos que entran en la tienda cada día. —Suerte que tienes. Antonio parece enfermo. Ya me había contado que tenía una tienda de ropa deportiva y que Roberto seguía jugando al fútbol. —Eso me dijo Roberto, que tenía mala cara. He intercambiado tantas confidencias con Marta… Pero de eso hace ya años y ahora me molesta el tono de su voz. Tiene ese punto de volumen, esa tensión. Se siente mal por meterse en mi vida pero no puede aguantarse, necesita hacerlo. —Te queda mal el pelo tan cardado —le digo con una sonrisa—. Y ese tono de las mechas… demasiado chillón, no te va nada. Con lo guapa que eres. —Tenemos que quedar para ir al pueblo. Ya nunca coincidimos —dice Marta como si no me hubiera oído. —Ellos sí que se ven —le contesto. Aunque acabo de enterarme. Sigo hacia el mercado sintiéndome mucho mejor. No le he dicho a Marta que los sábados Antonio siempre me acompaña. Pero hoy, nada más despertarse, salió a pasear al perro y al volver se ha vuelto a meter en la cama. También Marta sospecha que está enfermo. Ir al mercado sin él me da inseguridad. —Estás con otra —le digo al mediodía—. Prefiero saberlo, no aguanto verte así. —Pero… —contesta. Juega con el anillo, con la copa de vino, las manos le tiemblan. Y yo sigo como si no le oyera. —No te disculpes, lo sé. Puedo oler su aliento en tu cuello, en tu pelo. No lo voy a aguantar, pero por lo menos mírame y ten el valor de afrontarlo. Cuando se pone a llorar pienso que he dado en el clavo y aún le digo: —Por qué eres tan cobarde.

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Él sigue todavía un rato. Ahora todo su cuerpo tiembla. Me da la espalda y, tapándose la cara con las manos, repite: —Pero mujer, si no es eso, no es eso. Qué poco hombre, pienso mientras lo veo sacudido por los sollozos. Salgo de casa dando un portazo. Me echo a la calle sin saber a dónde ir y me siento en el primer banco a la vuelta de casa. Quién será ella. Alguien de su empresa, deduzco inmediatamente. Me la imagino cardada igual que Marta, pero enseguida desecho la idea. Pero quizá sí es una mujer casada. Y seguro que es joven. La habrá conocido en el trabajo, no tiene imaginación ni para ligar con alguien más exótico. Me pregunto hasta dónde puedo presionarle. Me separaría, le echaría de casa, hacerme esto a mí. No voy a tener piedad y… Me levanto y decido seguir insultándole. Sé que a corto plazo solo eso aplacará mi furia. Cuando entro, me choca verle en el mismo sofá y en la misma postura. Todavía llora, pero ya no tiembla. Veo sus pantorrillas blancas, sin pelos, que asoman de los calcetines cortos bajo los pantalones de su traje beige. Me siento a su lado y le abrazo. —Hubiera querido que me lo contaras. Podíamos haber… —pero otra vez me enfurezco al ver que no me mira—. Eres un cobarde. Esto no tiene remedio. —Cálmate, mujer —dice en voz muy baja, abrazándome—, no es lo que piensas. Y así sigo, sin irme y sin quedarme. El lunes me llama Marta. —Hay fiestas en Orcera —me dice—. Y vamos a ir al pueblo el fin de semana. ¿Por qué no os animáis? —Uf, no creo. Tal como está Antonio… Pero se lo diré y te cuento. Cuando llega de la oficina se lo digo y, por primera vez, sonríe. —Me lo ha dicho Roberto. Hay un partido y van a ir todos los del equipo. Mientras lo dice va a la cocina y abre una botella de vino y una lata de mejillones. Pone el partido en la tele y le veo sonreír más rato seguido que en los últimos cuatro meses. —Si vamos, mañana mismo tendré que ir a comprar una camiseta —añade.

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El partido ha sido reñido y hay varios lesionados que han ido saliendo del campo poco a poco. A uno le dolía el corazón, a otro le dio la pájara, el tercero se torció un tobillo por una entrada que le hizo Roberto, el cuarto se tocaba el pecho y su cara derrochaba sudor. Pero nuestros chicos están en forma. Cada vez que metían un gol saltaban, se abrazaban, sonreían como si todavía tuvieran dieciséis años. No recordaba a Antonio así, tan contento y con tanta vida. Es como si hubiese tomado algo, como si estuviese drogado. Ya no es el del pijama arrugado, ni el de los ojos idos. Vamos a comer todos juntos, a celebrar la victoria, así que Marta, yo y los hinchas nos adelantamos hacia el restaurante. Nada más sentarme a comer echo de menos las gafas. Últimamente las pierdo todo el rato. Doy la vuelta y camino hacia las gradas. Allí están brillando en el suelo, de cara al sol del mediodía, recordándome que ya no soy una niña. Y, sin embargo, hoy me siento capaz de cualquier cosa. La pelota se ha quedado en el campo, así que bajo a buscarla. Mis tacones se clavan en la hierba, pero chuto un gol que entra limpio y directo en el arco. Si Antonio es capaz de ser feliz con el fútbol, yo también lo soy. Ahora comprendo los fines de semana por la tarde oyendo el carrusel deportivo. El gasto de dinero para ir a ver al Madrid, las salidas al bar… todo le trae a ese primer verano en que fuimos felices, en que éramos jóvenes y empezamos a amarnos. Cómo me gusta el fútbol. El vestuario está encalado en blanco igual que aquel cortijo y me excita pensar que estará solo. Me pongo a correr y la puerta de hierro se abre suave, como si me esperara. Por el pasillo oigo el ruido de su respiración, me extraña que esté entrenando. Quiero sorprenderle y avanzo muy despacio para que no me oiga. Antonio está tumbado en el suelo y junto a él veo a Roberto que le toca las piernas y se acerca con la boca hacia las pantorrillas, trepa por ellas. Quizá se ha lesionado y no me había dado cuenta. No comprendo por qué las lame, no comprendo por qué las besa.

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uno Nosotros no representamos este escudo. Somos este escudo. Veintidós varones jóvenes y dos hombres en la cincuentena ocupan la parte anterior de un vestuario cuya única diferencia con el resto de los vestuarios del mundo es su tamaño, enorme, y el detalle de que ni una de sus miles de baldosas está rota, ni siquiera agrietada, ni siquiera sucia. Veintitrés de ellos están sentados en banquillos colocados para la ocasión en forma de auditorio, o de clase escolar. Uno solo los enfrenta. Su nombre importa poco. Su función importa. Para llegar a ser el que enfrenta al grupo y lo guía ha debido olvidar las tardes de juegos al sol de su pueblo, en una plaza sin asfaltar a las afueras, mirando de reojo a las niñas. Aquel sol olía a hambre, uno de esos soles que queman los alimentos, que secan los jugos de la tierra, que agrietan la piel de las abuelas aún analfabetas. Nosotros no representamos estos colores. Somos estos colores. Ha olvidado el día exacto en el que lo depositaron en el vestíbulo de aquella institución deportiva a cientos de kilómetros de casa. Tenía la boca seca y la nuca húmeda bajo la mano de su padre, mano acostumbrada al despiece porcino, a tratar con la sangre de los puercos, embutirla, macerarla, mejorar la sangre para convertirla en alimento. En el momento en el que iban a traspasar el umbral del portón, tres muchachos atropellados, unos cinco años mayores que él, se les abalanzaron y salieron al exterior. El estrés que aquel encontronazo provocó en el chaval que él era entonces aceleró el ritmo de su corazón, tensó toda su musculatura, chutó una dosis alta de adrenalina y similares a su organismo, y le provocó un malestar nuevo donde se mezclaban sentimientos que, de haber sabido y querido analizar, habría reconocido como vergüenza, miedo, desamparo, arrojo

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y cierta dosis de alegría que el publicista en el vestuario llamaría aspiracional. No recuerda que galopando esas emociones, trepado en ellas, miró hacia abajo y allí había un hombre tosco y obeso no del todo limpio, una mujer envejecida con exceso de grasa y rostro cansado, ropas sin gracia, gestos sin gracia, cuerpos sin gracia, y no se dijo, pero era eso: yo soy de aquí, yo pertenezco, algo ha crujido y el aire y la luz son los míos. No pensó pero era eso, la importancia del esqueleto, el músculo y la gracia. Nosotros no representamos a una nación. Somos esa nación. Entre los veintitrés varones restantes, además de los jugadores, a quienes él prefiere llamar combatientes, y el famoso publicista, hay un especialista en semiótica, un psicólogo y un neurólogo. Ellos han sido los elegidos para elaborar la píldora que, en forma de imágenes y sonidos, consumirá el equipo antes de saltar a la hierba. Tras meses de trabajo y pruebas en animales y humanos, creen haber dado con la fórmula exacta. No sabrán si funciona en condiciones extremas como las del día presente, todo el planeta atento, pero sí saben que la respuesta en encuentros de menor estrés pero cercana relevancia ha sido óptima. Nada de vergüenza, miedo, desamparo, coraje y cierta dosis de alegría aspiracional. Pulir las respuestas, hallar a la bestia en el hombre, manejar la bestia, realizar una nueva doma del ser, manejar los impulsos nerviosos, diseñar su cuadro. Sin esa estimulación previa intensiva de la mecánica cerebral, todo entrenamiento muscular y táctico, lo saben, resulta insuficiente. Nosotros no representamos a ninguna raza. Somos una raza única. Somos una raza superior. Nosotros somos los elegidos. dos El hombre, algo ridículo con su sombrero, está serrando un tronco a la puerta de su casa. La niña se despide llevando un gatito en las manos. Bye, daddy! Sorprende que lleve medias oscuras con un vestido de manga corta y con esa sensación de calor. Allá va, la vemos de espaldas. A pocos metros de la casa, se acuclilla junto a la orilla del río y, sin soltar el gatito, empieza a formar un ramillete de margaritas. Pero cuando vemos las margaritas, ya hemos visto al monstruo. Frankenstein aparece entre el cañaveral antes que las flores.

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Aunque estoy preparada para sentir miedo, no siento miedo. Es extraño saber lo que tienes que sentir y no sentirlo. No es cómodo, sobre todo, si tienes siete años. Hay algo en ese monstruo desamparado que conecta con los niños, con las pulsiones primeras antes de que la doma definitiva dibuje las respuestas necesarias a los estímulos básicos. La niña se incorpora y se dirige hacia él con sus flores, pero ya sin el animal. Se presenta, le pregunta si quiere jugar con ella y agarra la manaza de la bestia sonriente. Le da una flor y le invita a olerla. Frankenstein la huele y sonríe. Entonces se sientan en la orilla. Cuando ella le vuelve a dar una flor, el gigante retiene su manita durante dos segundos gloriosos. Van a jugar. La chiquilla echa una margarita al agua. Él se fija y hace lo mismo, echa su flor. Las miran flotar. La niña repite el gesto, y él también. Pero sucede que Frankenstein solo tiene dos flores, de modo que la tercera cosa que lanza al agua es a la niña. Que desaparece. El monstruo intenta rescatarla y, al no conseguirlo, se aturde, sale corriendo, siente pánico, ansiedad, agitación, tropieza, ¿dónde se encuentra? Recuerdo la cara de aquella pobre bestia en la pantalla del televisor. No a la niña, sí a la bestia. La congoja de los domingos. Los domingos íbamos a la plaza del Pilar de Zaragoza, un lugar desolado con aroma pretecnológico. La Dolores nos llevaba. La Dolores tenía una panza enorme en forma de falda, solo dos dientes, los caninos superiores, y pertenecía al servicio doméstico fijo en casa de mi abuela. Aquel domingo se jugaba un partido importante, qué sé yo de esas cosas, en casa estaban los tíos, los amigos, había puros, cervezas y ginebra con limón, patatas y aceitunas, llévese a las niñas a la plaza de José Antonio, o al parque, que les dé el aire. Las palabras que preceden y acompañan a los partidos de fútbol en la radio y en la tele son desasosegantes, un mantra que suena a dentadura de viudo, extrañeza, abandono, melancolía marrón. Como el camino hacia la plaza donde levantaron la catedral de Zaragoza, una de las dos catedrales para ser más exactos. Lugares marrones, los que acogen las catedrales. Como la Dolores, que creyó que no la estábamos mirando, o le dio igual. Fue un gesto rápido, un zarpazo, ese tipo de movimiento que no ves más que al darte cuenta de que ha acabado. Y la paloma fue a parar a su bolso negro. Muchas veces he recuperado el lugar incómodo en el que me colocaban las visitas a la plaza del Pilar, muy semejante a la orfandad que imponen

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las puertas de los colegios, sobre todo las que tienen hierro y ese cristal traslúcido que les gusta a las monjas, yo no soy de aquí, yo no pertenezco, algo ha crujido y debe de haberse producido un error, las personas que me rodean pertenecen a otra dimensión, y el aire y la luz. La plaza del Pilar, las puertas de los colegios y el sonido de las retransmisiones futbolísticas. El bolso negro de la Dolores era duro y tenía uno de esos cierres compuestos por dos bolas que, al cruzarse, ajustan la abertura. Yo no había visto cómo metía la paloma en el bolso, pero sabía que la paloma, seguramente piojosa, enferma como todas las palomas de iglesia, estaba dentro. Niñas, dadme la mano que nos volvemos a casa. Las manos de la Dolores eran enormes pedazos de carne blanda, y yo agarrada a aquella carnedumbre situada en el extremo de un brazo del que colgaba un bolso en cuyo interior iba muriendo una paloma. Y el temblor del bolso contra mi antebrazo, ligeros estertores de cuero duro negro. Iban ganado los buenos. Iban ganando los nuestros, es decir. Iban ganando los padres y los tíos en un alboroto de copas, dedos, dientes y zapatos. Afuera había empezado a caer un agua fina, lluvia sin gotas, que sirvió como excusa para nuestro regreso. La reacción que la victoria de un equipo de fútbol provoca entre sus seguidores resulta para una niña tan pasmosa como la que provoca la derrota. Alguien dijo la suerte de este país está cambiando, otro contestó para que nada cambie, la mujer de uno de mis tíos se rió tanto que una humedad negra le rodeó los ojos. La relación del seguidor de un equipo de fútbol con sus vástagos, o con los seres menores y vulnerables ajenos a los acontecimientos futbolísticos, es injusta y desproporcionada, tanto tras la victoria como tras la derrota. Recién llegada al salón, recibí un par de abrazos, un cachete cariñoso y un vaso de Coca-Cola, brebaje prohibido a los menores. En mi antebrazo, aún, el aletear de la paloma presa. Dolores, deje que las crías vean la tele, nosotros vamos a salir, no llegaremos tarde, jajaja, pero acuéstelas cuando acabe la película, deles cualquier cosa, que se acaben las patatas, jajaja, hay queso. En la pantalla, cuando todo quedó en silencio, nació la bestia incapaz de distinguir la margarita de la niña. Debió de ser en un intermedio, y fue precipitado porque lo recuerdo, como que tenía la seguridad de no toparme con la Dolores, que se había encerrado en el baño en una operación diaria que duraba muchos, muchos

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minutos, pero aun así temblaba y la adrenalina me echó a flotar. El armario de la Dolores olía a longaniza rancia y a leche agria. Yo sabía que guardaba comida allí porque otras veces había ido a mirar, pero nunca flotando de esa manera, temblando tanto. Una paloma no es comida. El cadáver de una paloma no es comida, no al menos en mi cabeza donde todavía bailaban los pueblerinos de visita en la plaza del Pilar. ¿Qué es el cadáver de una paloma al fondo de un armario que apesta? Un puñado aterrador de plumas que parecen un pañuelo sucio. Y la amenaza pavorosa del movimiento. tres La primera claridad no es una claridad propiamente dicha, sino un eructo que el aire exterior lanza a través de la rendija que los Seres no ven pero saben que está y que rebota aquí y allá desplazando algunas, pocas, minúsculas partículas a las que podríamos llamar luminosidad o no. ¿Qué son los Seres? Seres. Entes vivos antropomorfos aunque no erguidos, carentes de pelo, de un tono gris claro, que yacen desmadejados sobre los montículos menos húmedos. Se podría observar que los seres de mayor tamaño reposan sobre los montículos más alejados del líquido y quizás por eso permanecen más inmóviles, quizás por una menor incomodidad, aunque hay excepciones, y no es verdad que una regla tenga excepciones. El espacio, oquedad o gruta que ocupan los Seres se encuentra a unos doscientos metros bajo la corteza de lo que sea que hay arriba. No viven mucho tiempo, y se alimentan de algunas larvas que crían los cuerpos muertos, de lo que arañan al limo, etcétera. Al no moverse, necesitan poco más. La primera claridad, que ni eso es, permitiría a un observador, en el caso de existir uno, contemplar un movimiento rítmico, constante, mínimo, en uno de los extremos de la gruta, producido por un Ser de los menores, cuyo montículo apenas sobresale del agua y el fango. Sería demasiado afirmar que dicho Ser se mueve, más bien habría que decir que deja que se mueva su extremidad inferior derecha, trazando círculos lentos pero constantes. Nadie puede ver, por supuesto, que bajo la extremidad y debido al movimiento, el Ser menor ha ido creando una acumulación de materia de forma esférica, irregular, pequeña, orgánica. Los Seres hace tiempo que no miran. No ven.

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Han pasado 1.119 años desde que Boris Karloff representara el pánico del monstruo, su huida, tras el placer de sostener la mano infantil, en la película dirigida por James Whale para la Universal. Han pasado 1.076 años desde que una mujer gorda y analfabeta llamada Dolores introdujera furtivamente una paloma viva en su bolso cuyo cadáver pude luego contemplar, en una noche de pena inmensa por el monstruo niño, al fondo de su armario repugnante. Han pasado 1.030 años desde que un grupo de jugadores de un país menor en términos futbolísticos sorprendiera a los espectadores de todo el planeta ganando contra todo pronóstico el Mundial de fútbol. El Ser menudo impulsa la forma esférica que se ha modelado bajo su extremidad —¿alguno de estos actos es voluntario? ¿El modelado? ¿El impulso?—, de manera que echa a rodar hasta la extremidad inferior de otro de los Seres menores del nivel bajo. Y este reacciona tan levemente que podríamos pensar que ni siquiera sabe que ha empezado el juego.

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Cuando mi familia se mudó a vivir a Madrid, dejando atrás la vida amable y conocida de una capital de provincias, la impresión de desmesura, teñida de miedo, me acompañaba en los recorridos por la ciudad. Era un miedo mezclado con curiosidad, un miedo excitante. Las rutinas de mi vida eran casi las mismas, pero el escenario era inmenso y absolutamente desconocido. Miraba a las personas que se movían por las calles y las envidiaba un poco, pisaban con mucha seguridad aquel territorio en el que yo acababa de caer. Parecían vivir allí desde hacía cientos y cientos de años. Sabían cómo era Madrid, dónde estaban los mercados, las iglesias, las plazas. Madrid era el amplio territorio que se extendía, misterioso, ante mis ojos. Aún vivía, como tantos adolescentes, en una nube de fantasía. Mi tío Felipe, a quien hasta el momento solo conocía de sus esporádicas visitas a su ciudad natal, que también era la nuestra, vivía en Madrid, y protagonizó algunas de las primeras escenas de mi nueva vida madrileña. Trabajaba en una empresa de seguros, no sé exactamente cuál era su cometido, porque jamás hablaba de su trabajo. Sea como fuere, no parecía que le ocupara mucho espacio en su cabeza. Cuando, hasta hacía poco tiempo, nos había venido a visitar a Zaragoza, solía alargar sus visitas hasta el domingo para acompañar a mi padre, su hermano mayor, en su rito semanal de ir al estadio de fútbol. Mi padre, en esas ocasiones, rejuvenecía. Parecían dos señores prematuros, enfundados en sus abrigos y cubiertos con sus sombreros de fieltro, disfrazados para parecer mayores. Junto a su hermano, a quien llevaba más de cinco años, mi padre adquiría un aire de chico de buena familia que huye de todo compromiso, que cree que la vida es para disfrutarla, tener éxito con las mujeres, tomar el aperitivo y entender de fútbol o de toros. En el

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caso de mi familia, el fútbol era el tema predominante. Nunca oí hablar de toros. La mujer del tío Felipe no le acompañaba nunca en sus viajes que, sin duda, eran de trabajo, aunque no solo, ya que él los aprovechaba para salir con sus viejos amigos. La tía Gloria era madrileña y todo parecía indicar que no sentía ninguna curiosidad por la vida provinciana que su marido había dejado atrás. Había sido muy guapa, decía mi madre, aún lo era, pero no tenía el don de la simpatía, y siempre estaba enferma o medio enferma. El tío Felipe también era guapo, más que mi padre, que no estaba mal, comparado con la mayoría de los padres que yo conocía, pero, sobre todo, me resultaba muy cercano, como si no estuviera ligado a nosotros por obligatorios lazos familiares, sino de desinteresada amistad. El tío Felipe y la tía Gloria no tenían hijos, y esa carencia y el tono despreocupado de su voz y de sus gestos le conferían aire de soltero. Como, además, yo apenas conocía a la tía Gloria, que nunca venía a Zaragoza, no lo veía como un hombre casado. Y mi padre, como he dicho, a su lado, tampoco lo parecía: ni padre ni hombre casado. Me gustaba verlos a los dos en el momento de la despedida, preparados para su plan dominical de ver el partido que tocara. Eso daba igual. Todos eran una estupenda excusa para sacar a relucir sus conocimientos futboleros. Los nombres de Di Stefano, Puskás, Zamora, Marcelino (algo más tarde), salpicaban las apasionadas conversaciones. Pero, una vez en Madrid, mi visión del tío Felipe cambió. Fue entonces cuando descubrí que, más que un juerguista, como vagamente yo había imaginado, era un solitario. Conocí a la tía Gloria, a quien, según aseguraba mi madre, ya había conocido hacía unos años, no sé en qué ocasión, conocí su casa, y le conocí algo más a él. Lo que más me asombró de la tía Gloria fue que no era nada delicada, como yo creía que debían de ser las mujeres guapas, más aún, y, como es natural, si están siempre enfermas o medio enfermas. Mi ideal de belleza iba unido a cierta idea de fragilidad. No era simpática, en eso no me habían dado información equivocada, pero, más que antipática, parecía un poco ausente, indiferente, quizá desilusionada. El tío Felipe, en su casa de Madrid, estaba apagado. Cuando llegábamos, además, casi nunca estaba en casa. La tía Gloria decía: —Llegará de un momento a otro.

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Cuando llegaba, nos saludaba —con poco entusiasmo, en mi opinión— y aún tardaba un poco en reunirse con nosotros. ¿De dónde llegaba el tío Felipe, con ese aire de calma que lo envolvía, sin inmutarse lo más mínimo porque nosotros, ya fuesemos toda la familia o parte de ella, lleváramos un rato esperando? No parecía que viniera de la oficina a esas horas tardías y, por lo que luego contaba, en los casos en los que no estaba mi padre, con quien invariablemente hablaba de fútbol, se podía deducir que había pasado la tarde en una tertulia de amigos, hablando de arte, de historia, de literatura. No era un juerguista, no. Ni siquiera un solitario. Era un hombre cultísimo, interesado por todo cuando se elevara un poco por encima de la vida cotidiana. Balones incluidos, por supuesto. ¿Me desilusionó que no fuese juerguista sino culto? Quién sabe, quizá sí. Pero era un hombre galante. Algunos atardeceres, se dejaba caer por nuestra casa, siempre con un ramo de flores para mi madre, como si fuera un pretendiente. Compraba las flores en la floristería de la esquina. Mi madre protestaba y él se defendía alegando que cuando se iba de visita a una casa donde había mujeres había que llevar algo, un detalle. Además, la floristería le salía al paso, el esfuerzo que había que realizar era mínimo. No puedo recordar con qué motivo, fui una vez al Museo del Prado con el tío Felipe. Puede que en el colegio nos recomendaran que fuéramos al museo y que el tío Felipe, enterado, se brindara a llevarme con él. Era una mañana soleada de invierno, probablemente un domingo. Yo era una niña de trece años, con el abrigo de paño bien abotonado, bufanda, boina y guantes de lana. En el museo, me quité todos aquellos aditamentos y me desabroché el abrigo. Recuerdo la sensación de cansancio, de sofoco, de leve mareo, ante aquella sucesión de salas cuyas paredes estaban cubiertas por inmensos cuadros. Era como una gran iglesia, algo intermedio entre una iglesia y un palacio. No olía a incienso ni a cera, pero sí a humedad, a oscuridad, a polvo. Nadie vivía allí, se utilizaba para eso, para las visitas, para que la gente se paseara por las salas y contemplara los cuadros. Mi tío hablaba en voz baja, como se habla en las iglesias. Había muy pocas personas, nadie hacía ruido. Era un reino de susurros y sombras. Yo sentía calor por dentro y frío por fuera. Nos deteníamos delante de algunos de los cuadros —los que escogía mi tío— y él me contaba cosas. Le pregunté si nos podíamos sentar. Asintió,

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mientras entrábamos en otra sala. Nos dirigimos hacia el banco de madera situado en el centro. Me solté de la mano de mi tío y me senté. Nos encontrábamos en una de las salas dedicadas a Rubens. El banco quedaba justo enfrente de Las tres Gracias. Me quedé estupefacta. Aquellas mujeres desnudas, tan blancas, que tendían los brazos para entrelazarse, formando un corro, mirándose unas a otras, como si ignorasen que no llevaban ropa o como si la carne blanda, algodonosa, que las cubría no fuera carne sino ropa, me dejaron con la boca abierta. —Las tres Gracias —dijo mi tío Felipe—. Un cuadro magnífico, ¡qué gran pintor es Rubens! Fíjate cómo se destacan las figuras dentro del marco oscuro, un árbol a un lado, una fuente al otro. Están perfectamente enmarcadas, luminosas, plenas. No podía escucharle. Yo tenía trece años y mi conocimiento del cuerpo femenino estaba envuelto en rubor, vergüenza, pudor. Esas mujeres que no le daban ninguna importancia a la desnudez de sus cuerpos no encajaban en mi mundo, ¿qué clase de mujeres eran? Yo no había visto totalmente desnuda a ninguna mujer. Yo no era una mujer, aún era una niña. ¿Sería mi madre así?, no quería ni pensarlo. ¿Cómo podían estar desnudas, con aquella carne blanca que les arropaba blandamente, en mitad de un paisaje? ¡desnudas al aire libre!, ¿estaban jugando a algo? Pero no podía echarle la culpa al tío Felipe de que fuera ese y no otro el cuadro que quedaba enfrente del banco, porque había sido yo quien, sin decirme él nada, me había sentado. El tío Felipe captó mi perplejidad y mi rubor y dijo: —Es una alegoría, ¿sabes lo que es una alegoría? Una especie de representación, como un símbolo. Viene de lejos, de la antigüedad. Son ideas a las que, para comprenderse mejor, les han dado forma humana. Estas mujeres representan la generosidad, por eso están desnudas. El generoso está desnudo, no necesita esconderse de los demás, quiere darlo todo, no se guarda nada para sí. Pero el generoso lo tiene todo, no es pobre. Si fuera pobre, no tendría ningún mérito. Estas mujeres son ricas, mira sus peinados, con hileras de perlas, sus pendientes. Son cabezas de damas que tienen a su servicios doncellas que las peinan. Viven en palacios, con sirvientes de todas clases. Están muy bien alimentadas, duermen bien, no tienen problemas, son perfectamente felices. Y son serenas, eso es lo más importante.

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Por eso pueden dar. La serenidad es una de las cualidades más admirables que se pueda tener. Fíjate, sobre todo, en la expresión de la mujer que queda a nuestra derecha —la apuntó con su dedo huesudo—, ¿a quién dirías que está mirando, a la del centro o a la de la izquierda? Me parece que no le contesté. —No se sabe bien —prosiguió mi tío—, yo creo que está mirando a la del centro, quien, por su parte, mira a la otra, a la de la izquierda, pero es una mirada opaca, sin expresión. Una mirada pensativa, ensimismada. Está colmada. Me encanta esta mujer. Es mi «gracia» preferida. Fíjate, además, que está un poco más separada de las otras dos. Hay más espacio entre su cuerpo y el cuerpo de la del centro que entre la del centro y la de la izquierda. Hay un árbol, ¿no lo ves?, y la gasa que cae, y una sombra bastante grande en el suelo. En cambio, al otro lado, la tela de gasa, más que para separarla de la otra «gracia», sirve para unirla a ella. Y se miran a los ojos. La de la izquierda sonríe y la mira abiertamente, posa una mano sobre el hombro derecho de la otra y retiene el brazo izquierdo con la mano derecha, ¡qué juego de manos y de abrazos! Me fascina este cuadro, sobrina —así era como el tío Felipe me llamaba en momentos claves, solemnes: sobrina—. La generosidad en tres fases, según definió Séneca: dar, recibir y devolver. La «gracia» que da está de espaldas, ¡con qué suavidad se gira hacia la izquierda, manteniendo a la ensimismada en un abrazo cálido, tan abierto, tan esencialmente generoso! Pero, ya ves, su pulgar se hunde en el brazo de la rubia. Su medio perfil de dirige hacia ella, se lo está dando todo, por eso la «gracia» rubia sonríe. Es la «gracia» que recibe y agradece. Si lo piensas un poco, es la más favorecida por el destino. Su única misión es recibir. Es la más pasiva. El moño se le está deshaciendo, pero, ¡qué importa! Unos caballos retozan en el prado, al fondo. Todo está en paz. Yo creo que esta «gracia» es algo más joven que la que está de espaldas, la que da. Y creo que la que está de espaldas es una mujer casada y con hijos. La rubia, la que recibe, es recién casada, aún no tiene hijos. Debe de prepararse para recibir. En cuanto a la otra «gracia», la morena, mi preferida, la más joven, no estoy seguro de si tiene novio o no, no lo sé. Es la «gracia» que devuelve, de forma que está preparada para todo, pero aún no ha entrado en el círculo sagrado. La que devuelve está en otro nivel. Es más dependiente del mundo, menos autónoma. No, aún no ha formado una familia. Las dos «gracias» de la izquierda se entienden muy bien entre ellas, ya

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sospechan de qué va la vida. La morena aún no lo sabe, solo se ha marcado una meta: devolver. Es la imagen de la justicia, a la vez. Y la justicia, ya sabes, no puede casarse con nadie. Es, por naturaleza, imparcial. «¿Has visto que ninguna de las tres tiene los dos pies posados enteramente sobre el suelo? Las tres se apoyan en uno solo. Eso me gusta mucho. Todas, fíjate, se apoyan sobre el pie izquierdo, ¿qué significa eso? Cierta despreocupación, me parece a mí. No están aferradas a nada, no han echado raíces en ninguna tierra, andan, danzan sobre ella. Los pies derechos —todos, los de las tres— tocan el suelo casi de puntillas». «¿Qué representan estas mujeres?, ¿qué nos dicen? Durante un tiempo, pensé que eran las tres mujeres que hay en la vida de todo hombre. Tres mujeres, sí. La primera, la madre. Para mí, más que la madre, es la hermana. En suma, la mujer de tu familia, de tu sangre. Tu estirpe. Lo que tú serías siendo mujer. La segunda, la que se convierte en parte de ti, la que será madre de tus hijos, tu destino. El complemento, la otra mitad. Y, en fin, la tercera es el sueño, lo prohibido, la amante, el amor por el amor, el placer, el juego». El tío Felipe me miró. ¿Estaría yo entendiendo sus palabras?, parecía preguntarse, ¿eran apropiadas para ser dirigidas a una niña de trece años? Pero había una parte de mí que lo escuchaba atentamente y que, en cierto modo, lo entendía. No pensé en mujeres concretas, aunque más tarde sí lo hice. Sentí que era muy verdadero lo que estaba diciendo y, de pronto, se me pasó la vergüenza. Percibí que había algo más allá de la desnudez, una pesadumbre, una imposibilidad. El tío Felipe volvió a hablar. Dijo: —Las tres Gracias son finalmente, para mí, una alegoría del arte, porque el arte implica generosidad. Si no das, no recibes. En el arte, en cualquier arte, hay que darlo todo sin esperar nada a cambio, ninguna clase de respuesta o reconocimiento. El arte, mucho más que el amor, es generoso. El amor, por desdicha, quiere ser posesivo. «¿Son bellas?», se preguntó, para responderse enseguida: «Son verdaderas mujeres. No son las típicas ninfas, no son mujeres idealizadas. En cierto modo, son pura carne. Bueno, han salido de las manos de Rubens. Pero son tan armónicas, tan sólidas, tan generosas. Sí, son bellísimas. El pintor las ha coronado con flores. No posan sobre sus cabezas, están sobre sus cabezas. Las flores son también el símbolo de la generosidad…».

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SOLEDAD PUÉRTOLAS

No pude evitar pensar en el ramo de flores que el tío Felipe llevaba siempre a mi madre. Salimos a la mañana invernal y soleada de Madrid. Me colgué del brazo de mi tío, acaricié la lana rugosa de su abrigo. Anduvimos callados bajo los árboles frondosos del paseo de Recoletos. Aunque nos movíamos y a nuestro alrededor todo cambiaba, me pareció que estábamos dentro de un cuadro, que éramos un cuadro. Me separé del cuadro y vi a una niña colgada del brazo de su tío paseando bajo los árboles del invierno, aspirando el aire frío, olvidando el mareo y la atmósfera enrarecida del museo, con muchas preguntas en la cabeza, pero confiada al fin, casi feliz. Días más tarde, aún habitada por la visión perturbadora del otro cuadro, el verdadero, y al que el tío Felipe había dedicado más palabras y más entusiasmo, esas «tres Gracias» de carnes nacaradas y abundantes, le pregunté a mi madre por la desaparecida tía Magdalena, hermana pequeña de mi padre y de mi tío, muerta, de tuberculosis, cuando yo apenas tenía un año. ¿Cómo era?, ¿a quién se parecía? —No era tan guapa como ellos —dijo mi madre— Pero era listísima, tenía una inteligencia fuera de lo común. Estaba superdotada, sin duda. Sus hermanos la adoraban. Murieron los tres en el mismo año, los padres y la chica. Solo tenía dieciocho años. Un drama. No volvieron a ser los mismos, ni tu padre ni tu tío Felipe. Me habían contado aquella historia. La tuberculosis que se llevaba por delante a familias enteras. Las largas temporadas de los enfermos en sanatorios de la sierra de Madrid. El aislamiento al que eran sometidos los miembros no infectados por el virus. La juventud de mi padre y de mi tío en casa de una hermana de su abuela, la tía Ángeles, una señora muy rica, amante de la buena vida, despilfarradora, que finalmente se arruinó. Pero en aquella ocasión la escuché atentamente, y le pedí a mi madre que me la ampliara. Vi de nuevo, con los ojos del alma, a mi padre y al tío Felipe saliendo de casa los domingos por la tarde para ir al estadio de fútbol con ese aire tan juvenil y despreocupado que los hacía tan atractivos. No parecían dos hombres apesadumbrados ni haber sufrido dramáticas pérdidas ni sobrevivido a penosas y lentas enfermedades. Solo eran dos chicos risueños e ilusionados por tener un plan para la tarde de domingo.

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Elisa Fuenzalida Breve historia del advenimiento de la casi más breve Tercera República Española y su derrota por los contrarrevolucionarios del Leal Madrid

Para Manu Erzgräber y Jhis Escobar, armas letales de la revolución

Debo decir que escribo este cuento para limpiar mi mala conciencia, porque fui de las que dijo que El Rizoma no tenía razón cuando publicó que esto podía pasar. «Ay —se lamentaba Hernández, desde el exilio—, si tan solo hubiera sacado unos helicópteros, unos francotiradores bien ubicados… todo aquel caos se hubiera podido prevenir». Pero era tarde; aunque se hubiera recuperado la paz social y Don Férez ocupara ahora el trono en defensa de la old school Spain, ni el lamento más hondo del más arrepentido de los ex ministros devolvería la cabeza del monarca a su cuerpo mutilado y vapuleado por la turba enardecida. Fue terrible. Y luego se puso peor. Ocurrió la víspera del gran match, que coincidía con una macromanifestación que uniría todos los puntos cardinales de España en un indignado, qué digo indignado, en un revolucionario grito de basta. Y así fue que estudiantes, amas de casa, parados, sin techo, desahuciados y, en la mayoría de casos, ciudadanos que reunían en su sola persona todos estos handicaps y algunos más, salieron a las calles a expresar su rechazo al Estado y las instituciones corruptas que lo legitimaban. Como tantas otras, iba a ser una demostración pacífica, con batucada, reiki y algunos representantes del Nuevo Orden Mundial. ¿Qué fue distinto ese día?, ¿qué desató la furia de la masa, después de haber aguantado estoica, inexplicablemente una, diez, veinte cargas policiales? Podríamos decir, así, a bote pronto, que en resumidas cuentas todo empezó gracias a una colleja bien dada. Qué os voy a contar que no haya contado ya Homero, el orgullo es un reactivo mucho más potente que el

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ELISA FUENZALIDA

hambre. La respuesta de los manifestantes fue inmediata y brutal. Primero arremetieron contra el acollejador, le arrebataron el escudo y se lanzaron contra el cerco. Y fue cosa de segundos, como si una señal secreta hubiera sido acordada de antemano. Una cosa es un porrazo en la cabeza, pero una colleja… Esta vez nadie corrió presa del pánico, ni hubo arengas animando a la resistencia pacífica. Todo lo contrario; los manifestantes, como un único cuerpo, imponente y elástico, cual avalancha, se abrieron paso entre los garrotes, arrebataron los cascos, tiraron abajo las lecheras y marcharon frenéticamente y sin descanso hasta la residencia del rey. Y, ¿qué más podían hacer?, lo mataron. Como es costumbre, los que componían la otra mitad de España estaban viendo la semifinal entre el Leal Madrid y el Farça y no se enteraron de nada. A la mañana siguiente, aquellos entregados fans, resacosos e ignorantes del radical giro que había dado el estado de cosas mientras ellos bebían e insultaban la pantalla de plasma, notaron algo extraño en el ambiente que se respiraba en las calles, pero lo atribuyeron al suspense que suele respirarse el día de la gran final, que era esa noche. Fueron al bar de la esquina, se pidieron el café con churros de costumbre, y en la cara de funeral del camarero leyeron el desastre, el golpe, el gran y apocalíptico suceso. «Se ha cancelado la final de la Copa del Rey, el Rey ha muerto en manos de la turba airada». Oh, Dios mío, no hay palabras. No hay palabras para describir la congoja, el indescriptible clamor al cielo que se elevó por encima de los postes de luz, de las antenas de Telefónica, de las Torres kio, y que sobrepasó la raya marrón-grisácea de polución capitalina, jurando sobre la ciudad una represalia de proporciones nunca antes vistas. Los manifestantes, ahora conocidos como Los Regicidas, habían tirado abajo mientras tanto el portal del ayuntamiento y se asambleaban dentro del recinto, debatiendo sobre el manifiesto consensuado que debía seguir al suceso. Se habló punto por punto de los pros y contras de dar la cara, de autoinculpaciones y nuevas leyes. De una refundación del Estado, de la Tercera República. Manos abiertas se izaron por encima de las cabezas y se agitaron en señal de aprobación. La máxima autoridad del ayuntamiento permanecía maniatada en calidad de rehén y solo de vez en cuando gimoteaba suplicando por agua, pero no de grifo. Uno de Los Regicidas engañaba el mono de tabaco confeccionándole rastas en su cabellera rubia de bote.

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EÑE. FÚTBOL. EL DEPORTE REINA

A la llegada del mediodía, un cuartel se erigía ya en Sol, dotado de sendos vigilantes en cada punto cardinal, con refuerzos especiales en la zona que apuntaba al sur. Ni los helicópteros, ni las tanquetas, ni toda la policía montada que se atrincheraba en Atocha recibían órdenes. Los medios más discretos contabilizan más de ochocientos mil manifestantes atrincherados en zonas claves que cubrían el cerco de las autoridades, lo rodeaban y lo mantenían a raya mediante veladas referencias a la integridad física de la retenida. Ni gritos, ni consignas, ni cánticos, ni djembés. Fuego y un silencio sepulcral, que solo rompió el repentino grito de un grupo de jóvenes anónimos desde la balconada del edificio tomado: «¡Se declara el inicio de una democracia sin Estado! ¡La Tercera República Española!». Y fue tan rápido y confuso que, de no ser por la confesión del entonces Presidente de Club de Fans del Leal Madrid y actual Ministro de Familia, Propiedad y Moral, el disparo habría pasado a la historia de la dinastía monárquica Férez como uno perpetrado por los uniformados. El caso es que el portavoz anónimo cayó de rodillas como un héroe; como un héroe derrotado, claro está. Y para cuando sus compañeros reaccionaron, la máxima autoridad del ayuntamiento se encontraba fuera del alcance de toda negociación, a salvo, en manos de la verdadera guardia realista, los contrarrevolucionarios: los hinchas.

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Festival Eñe SEIS POEMAS Graciela Baquero

La poeta, actriz y performer Graciela Baquero fue voz y coordinadora de uno de los actos más aplaudidos del III Festival Eñe celebrado en Madrid el pasado noviembre. Bajo el título de Sentí/Mental, se trató de «un diálogo entre la música y la poesía, un viaje eterno a través del instante», como ella lo definió, en el que ambos lenguajes hicieron que el público del Festival viajara a través de la emoción, la cadencia, el silencio, la intensidad, la melodía, la pausa y, por supuesto, la voz de los seis poetas que participaron en el acto. «La poesía es un arte creado para ser en la boca», suele decir Graciela. Así, esa noche, fueron —existieron— los poemas de Rosana Acquaroni, Miguel Ángel Solá, Pilar González España, Lorenzo Oliván, Joaquín Pérez Azaústre y los de ella misma. Al piano y al bandoneón, dialogando con la palabra, contaron con el magnífico músico Carlos Morera, y el iluminador y sonidista Daniel Giménez se encargó de crear el ambiente propicio para que «todo fuese posible». Hoy, gracias a Graciela, que nos ha autorizado a publicar seis de los poemas que leyó esa noche mágica, queremos compartir la emoción contigo.

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FESTIVAL EÑE

el amor inunda una habitación a oscuras un lugar sin aristas ni esperanza donde los amantes son sus desapariciones mutuamente la boca abierta a la espesura cósmica. Todo está más cerca en lo invisible allí donde el amor pone sus huevos o revienta Los pone bajo las axilas, en el cerco del ombligo Tanteando en su ceguera, desova sobre los ojos dormidos del amante y el dolor no te toca y el tiempo continúa sin beber. Todo está más cerca en lo invisible más cerca que la piel, está el deseo que te construye virgen una y otra vez Como novia experta de su carne aciertas el contorno de la herida y tomas el sabor de quien se espanta …Derredor el silencio ya huele a su hermosura. Todo está más cerca en lo invisible el corazón borrado y sus lamentos hace que escupas una sangre blanca que lava el lugar de vuestras citas la plena oscuridad de los abrazos la cadencia de un mar que no encuentra su arena.

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GRACIELA BAQUERO

…Vas, no hay camino, parece que regresas… Tu cuerpo y los hilos, sin laberinto alguno girando allí, donde el amor compite con la vida. De Historia de la Fragilidad (2011).

jornada 1 Toma el camino más estrecho y no pises la hierba. Para que la travesía sea favorable debes de contar los guijarros que brillan con la luna y caer rindiéndote en la memoria del agua. Antes de partir has doblado las sábanas donde descansan escenas infantiles y te has tragado las llaves del susto en el armario. Cierra ahora la puerta, toca el silencio sin levantar polvareda y recuerda a cada hijo que no dejaste nacer. De Extravío (inédito).

jornada 2 Desciende la ladera. El camino andado se bifurca pero solo es visible si alguien canta y no hay más que desorientarse para que las bandadas de pájaros te acompañen, siempre hacia el sur, con sus gargantas secretas. No es fácil caminar con los pies desnudos, no es fácil llevarse encima. Te dolerá la espalda, te dolerá el amor de los padres enterrados, los jardines de invierno, la lluvia sosegada nublando la memoria y tendrás que ir curando, apretando allí, justo donde el olvido ha inventado oscuras transparencias. De Extravío (inédito).

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FESTIVAL EÑE

jornada 29 A veces regresas. Sobre la mesa de la cocina hay algo caliente y una ventana amplia para ver la lluvia. Es hora de deshacer los nudos y desplegar tu historia. En la escena, las ollas humeantes del caldo tempranero, la verdura limpia sobre el mármol y tu abuela cortándole el cuello a la gallina. Puedes sentir la música infantil bajando hasta la huerta mientras los perros saltan su alegría doméstica y la tierra empuja todo crecimiento. Es hora de deshacer los nudos. Un murmullo de gaviotas presagia un mar de fondo. Respiras suavemente. Todo está en orden en la casa de la lluvia. De Extravío (inédito).

jornada 11 A veces querrás no estar aquí, a veces el arrepentimiento será la carne que escupir al cielo donde los pájaros continúan su viaje, gritando aire, copulando aire, ciegos infinitos compañeros. Has de serenarte, la historia es una mujer dormida en la cuneta, si la despiertas querrá contarte cada dedo de sus manos perdidas, querrá que la acompañes a su jardín baldío y te besará en la boca hasta tenerte dentro. Así que es mejor pasar sin ruido, con los ojos mansos del consuelo hasta que el mar sea todo orilla. De Extravío (inédito).

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GRACIELA BAQUERO

síntomas de ausencia: me voy enfermando. Mientras, manipulo el escaso calendario de la dicha. Bordes dobladitos de ira, de constancia, de tediosa ternura… No somos inocentes, queremos perdurar sin demasiado dolor. Queremos perdurar y perdemos su sentido. Nada que hacer «Razón que no regresa nunca a tiempo». Materia desmembrada que queda dispersa en la emoción. Larvas laboriosas haciendo los capullos, habitantes desnudos que se agitan (el incesante ruido de sus jaulas), el jadeo del amor, el jadeo de los que van huyendo, el último suspiro. Pérdida también de cosas que nos hacen falta, como las mantas, la piel, el cuchillo de cortar la verdura y algunos momentos de la memoria que consiguen hacernos visibles. Lentos momentos como los éxodos, como las vigilias nocturnas, como la espera de un niño sentado sobre su madre muerta… Lentos como tu mano abierta, tu mano abierta sosteniendo este derroche. De Historia de la Fragilidad (2011).

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BIBLIOTECA PARTICULAR

MIS BIBLIOTECAS Y YO Por Esther Tusquets

Jaime Gil de Biedma comentó una vez (creo recordar que en el curso de una mudanza en la que le echábamos una mano), ante los lamentos de uno de los presentes por tener que deshacerse de tantos libros, que una biblioteca no necesita contener más de cinco mil títulos. He aspirado, pues, estos últimos años, a limitar mi biblioteca a cinco mil títulos, porque si le bastaban a Jaime, tienen que bastarme a mí. ¿Cuántos títulos proyectamos releer en lo que nos resta de vida? Aunque no se trate de releer, sino de consultas parciales, o de esos libros que nuestro fetichismo precisa tener siempre a mano, seguro que no llegan a cinco mil. Y es más práctico comprar dos veces un título que guardar, por si en algún momento nos hace falta uno de ellos, doscientos en reserva. Partamos, pues, de que queremos una biblioteca que no rebase los cinco mil ejemplares, y de que soy una lectora caprichosa, dada al libertinaje y a la variedad. Y, sin embargo, creo que al visitante le resultará sencillo, por poco que me conozca, identificar todas mis bibliotecas como mías, aunque solo sea porque sus falsas o genuinas incoherencias son también las mías. Los estantes, siempre en aumento, que formaron mi primera biblioteca, con la ampliación de otros dos, quedaron eliminados al trasladarse la familia a un piso mucho mayor, y al haber cumplido yo los años que me faltaban para alcanzar la adolescencia. 98

En el nuevo piso se destinó a biblioteca la habitación más espaciosa y silenciosa de la casa. Que no tuviera luz exterior era para mí una ventaja más, porque me gusta moverme en espacios cerrados, a los que no alcanza nunca el sol. Buena parte de las paredes estaban cubiertas de estanterías. Había además un sofá y unos sillones de plumas, una chimenea donde algunas veces encendíamos fuego, y una mesa histórica por ser el único elemento aprovechado del piso anterior y que conservaría yo casi hasta hoy. Aunque yo tenía un espléndido dormitorio con baño, con mucho sol y mucha luz, con un escritorio donde trabajar, siempre hice vida en la biblioteca. Mi parte de libros había crecido, y seguiría creciendo, a un ritmo más acelerado que el de mamá, ganaría espacios, pero manteníamos dos sectores diferenciados. Por ejemplo, yo podía coger un libro de los estantes de mi madre, pero no prestárselo a nadie, ni siquiera sacarlo de casa. Y, dentro de una misma colección, sus títulos y los míos se colocaban aparte. Establecí un orden, por géneros y por lenguas. Y cada libro tenía su ficha donde figuraban los mismos datos que había yo aprendido en otros libros. Cada libro llevaba pegado su ex libris: los de mamá, la lucha entre un musculoso héroe y un feroz león, obra de mi hermano; los míos, una joven romántica leyendo junto a la ventana de un castillo gótico (como veis, a Oscar y a mí nos llevó poco tiempo asumir nuestros


BIBLIOTECA

roles). Para que no faltara nada, empezamos a encargar trabajos a un pequeño encuadernador, y aumentaron mis fetichismos por las primeras ediciones, las ediciones numeradas, las de bibliófilo y, sobre todo, las hermosísimas ediciones ilustradas, algunas de las cuales había yo poseído de niña en ediciones normales y traducidas al castellano. Una de las pasiones que comparto con Ana María Matute es Arthur Rackham, y que cuarenta o cincuenta años después descubría extasiada en las librerías de anticuario de Londres. Durante los quince años que viví en aquella casa leí, con avidez insaciable, todo lo que caía en mis manos. Un libro llevaba a otro, y cuando descubría a un autor que me gustaba, empezaba por la primera línea de su primera obra y seguía hasta el epílogo de la última. En esta segunda biblioteca me sentaba yo a charlar con las amigas, ante unos bocadillos de jamón y una bandeja de dulces y unas tazas de té; o nos reuníamos para discutir de política; o para ensayar las obras de teatro, si no disponíamos de otro lugar. Y en el sofá de almohadones de plumas, a veces con el fuego encendido, y encima del sofá un retrato de mamá vestida de amazona, que debió desaparecer en uno de los traslados, viví mis primeras escenas de amor reales o fingidas. Pero esta biblioteca representó un papel mucho más importante. Fue durante años el local de Lumen. Allí teníamos una mesa

de trabajo, el cómodo sofá del que ya he hablado, en cuyos almohadones de plumas te hundías como en un mar de espuma, una máquina de escribir y unas cuantas carpetas y ficheros. Fueron unos años espléndidos, irrepetibles. Una de las editoriales más prestigiosas del país tenía su sede en la biblioteca de una casa particular. Allí se celebraban las reuniones de trabajo, se recibía a los autores, se ideaban los libros. Mi tercera biblioteca fue, pues, muy distinta. Era, para empezar, una biblioteca dividida. Parte de mis libros tuvieron la fortuna de quedarse en casa de mis padres. Otros debieron quedarse en casa de mi marido. No sé de quién fue la culpa, pero desaparecieron bastantes. Y como seguíamos comprando muchos él y yo, y devorándolos con asombrosa voracidad, nunca logré establecer un mínimo orden: los libros fueron invadiendo el piso (no el de mis padres o el de mis suegros, como la casa tomada de Cortázar, sino sobre todo el nuestro), y nada de ex libris, de ficheros, de encuadernaciones especiales. Terminamos chocando con libros por todas partes. Pero los había de dos linajes distintos. El hombre compraba, y leía a cientos, libros de ensayo, casi siempre en colecciones de bolsillo, a menudo en editoriales sudamericanas. Y yo, en parte porque soy negada para el ensayo, para cualquier tipo de abstracción, en parte porque me habían encantado desde niña los libros ilustrados y en parte 99


ENTRE LA BIBLIOTECA DE MI INFANCIA Y LA BIBLIOTECA FINAL, QUE ES ESTA DESDE LA QUE ESCRIBO AHORA, HAN HABIDO OTRAS MUCHAS BIBLIOTECAS EN MI VIDA. AHORA HABITO EN LA ÚLTIMA

para chinchar a mi compañero, persistí en mi pasión por los grandes ilustradores ingleses del siglo XIX. Primero fue Rackham, al que ya conocía desde la infancia; siguieron Edmund Dulac, con sus bellísimos dibujos orientales, y Charles Robinson, tierno y delicado y sobrecogedor, aunando el horror y lo exquisito; y Harry Clarke, y tantos otros. Y un día me di cuenta de que sin proponérmelo había comprado cuatro o cinco «Alicias», y de que era seguramente la obra más ilustrada (junto con la Biblia y Don Quijote) del mundo de la literatura. Entre la biblioteca de mi infancia y la biblioteca final, que es esta desde la que escribo ahora, han habido otras muchas bibliotecas en mi vida. Ahora habito en la última. La última casa, que he elegido lo más próxima posible a la primera; la última biblioteca, en la que no habrá para vivirlas juntas suficiente espacio, suficiente tiempo, pero que seguramente, me digo ahora, sea la más peculiar, la más mía. En mi biblioteca actual no queda un solo libro de ensayo, ni los que consideramos imprescindibles. Imprescindibles ¿para qué?, me pregunto, si descubrí hace tiempo que ninguno contiene las únicas respuestas que hubieran podido, a mí y acaso al resto de la humanidad, satisfacerme. Guardo también unos pocos poemarios, en los que solo un poema, o solo un verso, me ha hecho tropezar con lo sagrado, y una sección bastante nutrida de libros de teatro, que no 100

releo jamás, testimonio de mi cobardía o de mi pereza, porque fue la única ocasión en la que me retiré antes de que empezara la batalla y en la que me he preguntado siempre si había tomado o no la decisión acertada. Y muchos, muchísimos libros de arte, tampoco para releerlos, sino para mirar las imágenes, para recordar el placer infinito que me dieron las ciudades del norte de Italia, a las que creía volver siempre con frecuencia, y nada pronosticaba nada, y de repente un día supe que no iba a volver jamás. Un día sabes que lo que creíste inmutable no se va a repetir más nunca. Y decides regresar al escenario donde comenzó la historia —de la que no sabías nada y de la que no has entendido casi nada—, porque eres muy organizada, muy simétrica, solo un poco dispersa. Y traes contigo la última biblioteca, la única que sigue viva, que te acompaña hasta el final. La biblioteca de Perrault, de Andersen, de los hermanos Grimm, de Las mil y una noches. Y no se trata en absoluto ya de conseguir y de agregar, sino de deshacerse y repartir, en un intento de que nos pille el final ligeros de equipaje, casi desnudos, como los hijos de la mar. Me he venido a alojar aquí, en un viejo y pobretón pisito del Ensanche, muy cerca de aquella otra casa en que nací, y demasiado lejos para que pudiera ser cierto que oía desde mi cuna el suave cuchicheo de las olas.


PREESTRENO

HERMANA MÍA, MI AMOR Joyce Carol Oates

Skyler, ayúdame Skyler, me siento muy sola en este sitio Skyler, tengo mucho miedo me duele mucho, Skyler no me dejarás en este sitio tan horrible ¿verdad que no, Skyler? Nueve años, diez meses, cinco días. Esa voz infantil en mi cabeza.

«SUPERVIVIENTE» Todas las familias disfuncionales se parecen. Es decir, son «supervivientes». Soy el hijo «superviviente» de una familia americana de infausta memoria, aunque lo más probable es que después de casi diez años no se acuerden ustedes de mí: Skyler. Un nombre pegadizo, ¿verdad que sí? Skyler (sky: cielo). Un nombre elegido ex profeso por mi padre, que esperaba grandes cosas de mí, por ser su primogénito, y varón. Un nombre, según creía Bix Rampike, mi padre, que distinguiría a quien lo llevase del común de los mortales. Mi apellido —Rampike— les ha hecho parpadear, ¿me equivoco? Ram-pike. Un apellido del que, a no ser que sean ustedes intencionadamente obtusos, o finjan estar «por encima de todo» (es decir, por encima de la tierra arrasada que son los Estados Unidos de la prensa sensacionalista), o mentalmente incapacitados, o tremendamente jóvenes, habrán oído hablar sin duda alguna.

«¿Rampike? ¿Esa familia? ¿La niñita que patinaba, la que…?». «Y que quienquiera que lo hiciese, nunca se…». «Los padres, o un maníaco sexual, o…». «En algún lugar de Nueva Jersey, hace años, por lo menos una década…». Que es la razón de que —¡por fin!— me haya forzado a empezar esto que estoy escribiendo y que no sé aún si será algo más que un documento personal —un «extraordinario documento personal»—, algo más que unas simples memorias, para tal vez convertirse en una verdadera confesión. (Dado que en algunos círculos Skyler Rampike es sospechoso de asesinato, pensarán que es mucho lo que tengo que confesar, ¿no es cierto?). Y como corresponde, este documento no será cronológico ni lineal, sino que seguirá un camino de asociaciones espontáneas organizadas por una lógica interior férrea (aunque imperceptible): nada literario, un relato sin pretensiones, de una tosquedad desarmante de aficionado, que estará atormentado por los remordimientos, lo más adecuado para el «superviviente» que abandonó a su hermana de seis años a su «destino» en algún momento de la madrugada del 29 de enero de 1997, en nuestra casa de Fair Hills, Nueva Jersey. Sí, soy ese Rampike. El hermano mayor de la niña de seis años más famosa de la historia de los Estados Unidos, o quizá de toda América del Norte, o incluso del mundo, porque 101


SIENTES QUE SE TE ENCOGE EL CORAZÓN AL VERLA, UNA CRIATURA TAN PEQUEÑA SOLA SOBRE EL HIELO, UN GÉLIDO PAISAJE LUNAR QUE BRILLA POR DEBAJO DE LAS RELUCIENTES CUCHILLAS DE SUS PATINES Y, ¡AH!, DA UN SALTO QUE PROVOCA UN COLECTIVO GRITO AHOGADO EN EL PÚBLICO

consideren ustedes: ¿de cuántos niños o niñas de seis años han oído hablar, en este país o en cualquier otro, cuyo nombre y cuyo rostro gocen de tanto «reconocimiento» como los de Bliss Rampike? ¿Cuántos niños hay con más de 500.000 menciones en Internet y cuántos que estén inmortalizados por más de trescientos sitios web, páginas personales y blogs mantenidos por admiradores leales o devotos enloquecidos? Hablo con estadísticas en la mano. Lo irónico es que esa celebridad, que prácticamente todos los padres de niños de seis años de este país se morirían por conseguir, solo ha alcanzado a mi hermana a título póstumo. ¿Y qué decir de mí, de Skyler? Tan anónimo y tan poco memorable como una pompa de jabón. De acuerdo, una pompa de jabón con un aspecto más bien raro. Si han seguido ustedes el caso de Bliss Rampike, lo más probable es que solo hayan vislumbrado a Skyler de pasada. Habrán hecho caso omiso del hermano en su prisa por devorar, con remilgados y desaprobadores fruncimientos de ceño, los lascivos documentos ofrecidos en Internet, fotos pirateadas de la familia Rampike, fotos de la escena del crimen, y fotos del depósito de cadáveres e informes de la autopsia conseguidos de manera ilícita, además de una provisión, en apariencia inagotable, de secuencias de vídeo de Bliss Rampike en la cima de su breve pero deslumbrante carrera como Miss Princesita del 102

Hielo de Nueva Jersey en 1996, «la más joven de todos los tiempos», patinando camino del triunfo sobre la fría y resplandeciente pista del War Memorial Center de Newark. Muy «parecida a un ángel» en un traje de satén color fresa con lentejuelas, con una alegre faldita de tul y braguitas blancas de encaje que apenas se vislumbran y diminutas chispas —«polvo de estrellas»— en el hermoso pelo rubio con tirabuzones de la niñita, al igual que en sus ojos húmedos y muy abiertos, sientes que se te encoge el corazón al verla, una criatura tan pequeña sola sobre el hielo, un gélido paisaje lunar que brilla por debajo de las relucientes cuchillas de sus patines y, ¡ah!, da un salto que provoca un colectivo grito ahogado en el público, seguido de una pirueta con los dos patines y a continuación con uno, se trata de ejercicios complicados incluso para campeones de patinaje de más edad en los que la más ligera vacilación o titubeo o gesto de dolor puede ser desastroso, y aunque hayas visto esta secuencia innumerables veces (si se tiene la desgracia de estar en mi lugar, Skyler Rampike, quiero decir), sin embargo empiezas a ser víctima del proverbial sudor frío mirando a la niñita sobre el hielo, rezando para que no resbale y se caiga… Pero cuando llegue el momento, la puntuación de Bliss será de 5,9 puntos de un máximo de 6. Y todo esto con la música disco de rock suave de los años ochenta. Do What Feels Right.


PREESTRENO

(¿Hay alguien entre mis lectores, hombre o mujer, que padezca el SRC?1 Las personas que estén en ese caso entenderán mi necesidad de repetir, reconsiderar y revisar hasta la saciedad determinados episodios de mi pasado y del pasado de mi hermana.) En la frenética cima de la fama (o infamia) de mi familia, aproximadamente en los años 1997-1999 era imposible dejar de ver desgarradoras fotografías de la «patinadora prodigio» que había sido asesinada en su hogar en una próspera comunidad de Nueva Jersey, a menos de ciento treinta kilómetros del puente George Washington. Era casi imposible no ver fotos de la niñita con su familia, sobre todo la fotografía favorita de los medios de comunicación —hecha justo antes de la Navidad de 1996—, con los Rampike sentados delante de un abeto de tres metros, adornado en exceso, en la sala de estar de su casa de estilo colonial, «parcialmente restaurada», de Fair Hills, Nueva Jersey: Bruce Bix Rampike, apuesto y ancho de hombros, que es el papá de Bliss; Betsey Rampike, llamativamente vestida, sonriendo entusiasta, que es la mamá de Bliss; la pequeña Bliss con un vestido de terciopelo carmesí y adornos de piel (armiño), tocada con la resplandeciente tiara de 1 Síndrome repetitivo compulsivo. Nombre fácil de entender de una afección que solo recientemente ha sido reconocida por la Asociación Norteamericana de Profesionales de la Salud Mental.

Miss Princesita del Hielo de Nueva Jersey, medias blancas caladas, relucientes zapatos bajos de charol y la famosa sonrisa angelical, dulce y tímida, entre papá y mamá, ambos sujetándola con firmeza cada uno por un codo2; y, en el límite del retrato familiar, en una situación vulnerable que permite hacerlo desaparecer sin problemas de la foto, Skyler, el hermano mayor, sin talentos de ninguna clase. Con «hermano mayor» quiero decir que en diciembre de 1996 tenía nueve años. Tres más que Bliss. Y ahora, de manera sorprendente, soy trece años mayor que Bliss cuando murió. ¿Skyler?, ¿qué te ha sucedido?, ¿qué cosa terrible te ha sucedido también? Me parece que no voy a describir el aspecto que tengo ahora, todavía no, al menos. Un «narrador invisible» me parece una buena idea en este momento. En la fotografía navideña de la familia Rampike de 1996 —que ulteriormente se imprimió para felicitar la Navidad y después pasaría a ser utilizada por mamá como foto oficial de la familia en sustitución de otra anterior, anticuada, hecha cuando aún no se había coronado a mi hermana como 2 Si se examina de cerca con una lupa esta fotografía tantas veces descargada de la Red, y con la minuciosidad monomaníaca que se exige de un admirador de Bliss Rampike, podrá verse que Bix Rampike, el «papá», también ha colocado la mano izquierda debajo del pie de Bliss, al parecer de manera casual. 103


NADIE ME CALIFICÓ DE «ANGELICAL», Y MENOS AÚN DE «MÁGICAMENTE FOTOGÉNICO» COMO A MI HERMANA, Y AQUÍ NI SIQUIERA SOY «FOTOGÉNICO». ¡NADA DE TRAJE NAVIDEÑO EN MI CASO!

Miss Princesita del Hielo de Nueva Jersey 1996— soy un crío más bien canijo con una sonrisa tan entusiasta que se tiene la sensación de que me la han cortado con un cuchillo. En respuesta a la orden del fotógrafo, tediosa y reiterada, ¡Sonrían, por favor! Y de nuevo, ¡sonrían, por favor!, el crío canijo sonríe como si se le hubiera descoyuntado la mandíbula. Calculo —falsa modestia aparte— que, según me han contado, era «mono», «adorable», incluso un «caballerito», pero nadie me calificó de «angelical», y menos aún de «mágicamente fotogénico» como a mi hermana, y aquí ni siquiera soy «fotogénico». ¡Nada de traje navideño en mi caso! ¡Nada de tiara plateada! Dios sabe qué camisa arrugada, corbata de clip, blazer azul y pantalones de lana que picaban consiguió reunir mi madre para que los llevara yo después de consumir ella una hora de ansiedad maquillando la cara de Bliss, que requería que se la maquillara para irradiar aquel aire de belleza de muñeca de porcelana, de fragilidad y de inocencia por el que ha llegado a ser conocida, y para peinarle el pelo lacio y demasiado fino a fin de conseguir una cascada de tirabuzones que realzasen la tiara, y después vestirla, desvestirla y volverla a vestir, por no mencionar los minutos todavía más tensos que mamá tenía que emplear en su arreglo personal con el fin de irradiar el aire glamuroso y sereno al mismo tiempo que cálidamente 104

maternal que Betsey Rampike quería3. Mientras me pasaba, apresurada, un cepillo por el pelo y se agachaba para mirar mis ojos huidizos, procedió a suplicarme en voz baja Skyler, te lo ruego, cariño, hazle ese favor a mamá, ¡trata de no moverte y no pongas caras horribles! Trata de parecer contento, hazlo por mamá, estamos en Navidades en casa de los Rampike y papá ha vuelto con nosotros y queremos que el mundo vea lo orgullosos que estamos de Bliss y qué familia tan estupenda y feliz somos. Traducción de José Luis López Muñoz. Este texto forma parte de la novela Hermana mía, mi amor, de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, que la editorial Alfaguara publicará hacia septiembre de 2012.

3 En esta fotografía, Betsey Rampike solo tiene treinta y tres años, pero parece mayor, no tanto por el rostro (que es el de una chica rolliza de Renoir de mejillas encendidas) como por el cuerpo. Según la confidencia que mamá le hizo a Skyler en los años anteriores a que Bliss pasara por sus vidas como un cometa, siempre había tenido que «sostener» una «guerra con su peso». En aquellos años mamá llevaba su pelo castaño en un elegante estilo «ahuecado», muy de peluquería, por temor a que su cabeza pareciese demasiado pequeña en relación con su cuerpo. Y cuando le empezaron a aparecer las primeras canas, mamá se tiñó el pelo de inmediato. Pero eso vendrá después.


AGENDA EÑE VERANO 2012

ARTE II OJODEPEZ PHOTO MEETING Barcelona. La Fábrica, La Virreina Centre de la Imatge y la revista OjodePez celebran la segunda edición de esta gran cita internacional de la fotografía. Palau de la Virreina. 28, 29 y 30.06. SEIS VISIONES Murcia. Lothar Hempel, Abraham Hurtado, Matthew Ronay, Saelia Aparicio, Oriol Nogués y Markus Schinwald, en Ciclo 8: seis visiones del escenario y su relación con el teatro, la danza y la performance. La Conservera. Hasta el 31.07.

THIS IS NOT THE END Vitoria. La nueva exposición de Ignasi Aballí es un homenaje a la historia del cine. ARTIUM. Hasta el 02.09. A PARTIR DE DURERO Nueva York. Tres siglos del dibujo en Europa es la apuesta del Metropolitan para el verano: Dürer and Beyond. Central European Drawings, 1400-1700. Metropolitan Museum. Hasta el 03.09. EDWARD HOPPER Madrid. Una monumental exposición que atraviesa toda la obra de Hopper y la contrasta con la de sus maestros, como Degas, Henri o Homer. Thyssen-Bornemisza. Hasta el 16.09.

NACHO CRIADO Madrid. Agentes colaboradores se titula esta retrospectiva del que es considerado uno de los epicentros del arte experimental. Museo Reina Sofía. Hasta el 01.10. MARTIN PARR Barcelona. Con el turismo como punto de enlace, la fotografía de Parr se muestra aquí en su relación con el coleccionismo. CCCB. Hasta el 21.10. MADRID SUBTERRÁNEO Madrid. Desde antiguas minas o búnkeres militares hasta ríos subterráneos: la artista Lara Almarcegui desvela lo que existe bajo el suelo de Madrid. CA2M. Hasta el 28.10.

EL GRECO Düsseldorf. El autor de El caballero de la mano en el pecho dialoga a través de su obra con el trabajo de otros 38 artistas modernistas influidos por él. Museum Kunstpalast. Hasta el 12.08.

BP PORTRAIT AWARD Londres. Retratos firmados por Jo Fraser, Aleah Chapin, Alan Coulson e Ignacio Estudillo, entre los 55 trabajos seleccionados por la famosa galería inglesa. National Portrait Gallery. Hasta el 23.09.

JERÓNIMO HAGERMAN Madrid. El artista mexicano presenta Archipiélago (Sistema modular dinámico hexagonal de islas vegetales). Matadero. Hasta el 31.12.

SHARON LOCKHART Castellón. Una recolectora de almejas en su ritual cotidiano es la protagonista de Double Tide, la más reciente instalación de la artista visual estadounidense. Espai d’Art Contemporani. Hasta el 02.09.

UNA VISIÓN MÁS AMPLIA Bilbao. El Guggenheim repasa la obra de David Hockney, pilar indiscutible del pop art, a través de unos 200 cuadros recientes del pintor inglés. Guggenheim Bilbao. Hasta el 30.09.

GENEALOGÍAS FEMINISTAS León. Genealogías de arte y feminismo en España 19602010 propone una novedosa relectura del arte español. MUSAC. Hasta el 06.01.13. 105


EÑE. FÚTBOL. EL DEPORTE REINA

JUAN LÓPEZ Madrid. Superados de confianza: instalaciones de dibujo mural y videoproyección del artista cántabro. La Fábrica Galería. Hasta el 20.07.

CLÁSICOS EN MÉRIDA Mérida. Hélade (Grecia), Anfitrión, Electra, La Odisea, Bacantes y Ayax, en en este clásico Festival de Mérida. Varias sedes. 05.07 al 26.08.

ARTES ESCÉNICAS

EISTEDDFOD Gales. Una competición de poesía y música que se remonta a 1176. En galés, eistedd-fod significa «estar sentado», postura que los participantes deben mantener durante toda la fiesta. Cardiff y otras ciudades. 04 al 11.08.

CINE SOPHIE CALLE Aviñón, Francia. La performer francesa ofrece uno de los cincuenta actos programados este año en el Festival d'Avignon. Varias sedes. 07 al 28.07. ALMAGRO BARROCO Almagro, España. Nueve países invitados y nueve comunidades representadas en el 35º Festival de Teatro Clásico. Varias sedes. 05 al 29.07. HAMLET Madrid. Will Keen, uno de los actores británicos más reputados del teatro actual, se baja del escenario para dirigir el clásico de Shakespeare. Naves del Español-Matadero. Hasta el 29.07. SONRISAS Y LÁGRIMAS Sevilla. El musical por excelencia, estrenado en Broadway hace cincuenta y tres años, llega a Sevilla. Teatro de la Maestranza. Julio. 106

ASIAN AMERICAN FILM FESTIVAL Nueva York. Si quieres conocer a los futuros Wong Kar-wai o Kim Ki-duk, no te pierdas la 35ª edición de este festival. Varias sedes. 25.07 al 05.08. TODOS A LOCARNO Locarno, Suiza. Una pantalla al aire libre en la Piazza Grande con asientos para 8.000 espectadores… El festival suizo llega a su 65ª edición. Varias sedes. 01 al 11.08.

FIESTAS SAN FERMÍN Pamplona. Desde el chupinazo hasta el «Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabao las fiestas de San Fermín», las celebraciones que Hemingway convirtió en literatura transforman la ciudad. Varias sedes. 06 al 14.07.

LA NOTTE DELLA TARANTA Apulia, Italia. El ritmo de tambores, panderetas y castañuelas caracteriza la tarantela, baile popular del sur italiano y protagonista absoluta de esta noche. Varias sedes. 25.08.

LIBROS FESTA LITERÁRIA Paraty, Brasil. Una bonita ciudad de la costa para la más veraniega fiesta literaria. Jonathan Franzen, Ian McEwan, Enrique Vila-Matas y Juan Gabriel Vásquez, entre los autores invitados. Associação Casa Azul. 04 al 08.07. SEMANA NEGRA Gijón. La gran cita de los autores, lectores, directores de cine y fanáticos de la narrativa policíaca y criminal cumple un cuarto de siglo. Playa del Arbeyal. 06 al 15.07.


A PARTIR DE DURERO / DAVID HOCKNEY / JUAN LÓPEZ EL BARROCO EN ALMAGRO / LOCARNO / EISTEDDFOD JOAQUIM GOMIS / PERÚ / MONTREUX JAZZ FESTIVAL

COREA EN CHINA Pekín. La literatura coreana es la invitada de honor en la 19ª Feria del Libro de Beijing. Varias sedes. 29.08 al 02.09. EL GRAN MENSAJE David Hockney. El gran mensaje recoge una década de conversaciones entre el artista y el crítico Martin Gayford. El pintor inglés reflexiona con humor sobre las paradojas derivadas de intentar representar el mundo tridimensional en una superficie plana. www.lafabricaeditorial.com LA CONQUISTA DE LO COOL «Don Draper lee a Jack Kerouac (y nos lo vende)» es la mejor definición que hemos leído de este magnífico ensayo de Thomas Frank. www.alphadecay.org JOAQUIM GOMIS Pasada la retrospectiva que le dedicó la Fundación Joan Miró, quédate con este libro de uno de los fotógrafos más influyentes de la historia. La primera parte, La mirada oblicua, muestra su producción pionera de 1922 a 1939. La segunda, La narración visual, sus series y los famosos fotoscops que realizó junto a Joan Prats. www.lafabricaeditorial.com

PERÚ En 1990, Juan Manuel Castro Prieto viajó por primera vez a Perú para preparar la primera retrospectiva de Martín Chambi en España. Durante diez años, el madrileño volvió en numerosas ocasiones a Lima y al Cuzco, y en todo ese tiempo su fotografía fue madurando y adquiriendo una gramática propia. Este libro recoge el diálogo transoceánico y artístico con su maestro peruano. www.lafabricaeditorial.com

MÚSICA 46O MONTREUX JAZZ FESTIVAL Montreux, Suiza. El festival musical a orillas del lago Lemán es un pretexto para viajar en el «tren de chocolate» desde Gruyères o visitar las casas donde vivieron Byron, Chaplin o Freedie Mercury. Varias sedes. Hasta el 14.07. BENICÀSSIM Castellón. Bob Dylan, New Order, The Horrors, The Maccabees, The Stone Roses, Buzzcocks, Bat For Lashes, Joe Crepúsculo, Los Hermanos Pizarro… Cuatro días de conciertos, en el FIB de este año. Camping de Benicàssim. 12 al 15.07.

AINADAMAR Madrid. Ainadamar, que en árabe significa «fuente de las lágrimas», es la primera ópera del argentino Osvaldo Golijov. Un clásico contemporáneo. Teatro Real. 08 al 22.07. JAZZALDIA San Sebastián. Madeleine Peyroux, Melody Gardot, Bobby McFerrin & The Yellowjackets, Monty Alexander, Sly & Robbie, Ernest Ranglin, Sharon Jones & The Dap-Kings… El festival donostiarra celebra por todo lo alto su 47ª edición. Varias sedes. 19 al 23.07. FRINGE Edimburgo, Escocia. Todos los pequeños festivales de música —y cine, danza, teatro, etcétera— que tienen lugar en la capital escocesa confluyen en el Fringe. Varias sedes. 03 al 27.08. MÚSICA Y ARTE Santiago de Compostela. Un ciclo de conciertos inspirados en los conceptos artísticos de luz, tiempo, repetición y presencia, en la siempre interesante programación del CGAC. Centro Galego de Arte Contemporánea. Hasta el 27.11. 107


LOPE DE VEGA, VICTOR HUGO, RUBÉN DARÍO, ARTHUR RIMBAUD, RAINER MARIA RILKE, CLARICE LISPECTOR, RAY BRADBURY, SUSAN SONTAG, TRUMAN CAPOTE, SYLVIA PLATH, ANDRÉS CAICEDO, STEPHEN KING, DAVID FOSTER WALLACE, ESPIDO FREIRE, NATHAN ENGLANDER, SHANI BOIANJU O MUY RECIENTEMENTE MARIEN DEFALVARD. ¿TE IMAGINAS DE QUÉ VA EL PRÓXIMO NÚMERO DE EÑE? SÍ, DE PRECOCES TALENTOS LITERARIOS. CON LA AYUDA DE BUENOS AMIGOS LECTORES, NUESTRA EDICIÓN DE OTOÑO REUNIRÁ UNA SELECCIÓN DE AUTORES NACIDOS EN LA DÉCADA DE LOS NOVENTA. Y NO SERÁN SOLO POETAS, PUES ES SABIDO QUE LA POESÍA ES LA MÁS ADOLESCENTE DE LAS VOCACIONES LITERARIAS, SINO TAMBIÉN UNA APUESTA POR AVENTAJADOS NARRADORES. A TODO O NADA. EÑE 31. OTOÑO 2012. ESCRITORES MENORES DE 25

Eñe. Revista para leer La Fábrica Editorial España Editor Alberto Anaut Directora Camino Brasa Coordinador Toño Angulo Daneri Director de Arte Pablo Rubio / Erretres Diseño Diseño Wiebke Harzer / Erretres Diseño Maquetación TMori Producción Paloma Castellanos

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