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DESDE LA RED

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viajes por españa

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■ juan antonio iglesias, trysko | En 1930, en Jerez, de madre serrana y padre de los Puertos, nace un gitanillo achocolatado: Antonio de la Santísima Trinidad Núñez Montoya, alias Chocolate.

“Chocolate - Ritos y Geografía del cante flamenco - puro, jondo y gitano”

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De pequeño se traslada a Sevilla, al Porvenir, donde echó su niñez cazando pajaritos y jugando al futbol. Sus primeros fandangos, los canta en la Puerta de la Carne pasando la gorrilla y fraguándose como cantaor junto al Bizco Amate, quien le sacaba los cuartos al chiquillo hasta que este espabiló. En la Alameda, en un ambiente licencioso, comienza a copiarle los cantes en los reservados a los ya eminentes Caracol, Vallejo o los Pavones. Casado con Rosa Montoya, hermana del bailaor Farruco, viajó por el mundo con las compañías de Manuel Morao y Lola Flores, fraguándose en los sesenta como solista en festivales y dejando un fructífero legado y una carrera plagada de reconocimientos.

En esta estampa costumbrista, José María Velázquez-Gaztelu nos muestra a un Chocolate entre los suyos, que nos deleita con una serie de naturales:

7’18”. En el primer lerele nos enseña el metal del que está hecha su afinada voz, su resonancia nasal que roza el armónico.

Ay, más bonita no la he visto (7’53-7’57”): plantea el primer verso directo y valiente, quebrando el cante en la última palabra, caracoleao.

Y la pintan los pintores (8’00”): se queda en un ¡ay! bilabiado, sentido e íntimo.

Yo ¡Dios mío de mi alma! más bonita no la he visto (8’09”-8’17”): repite el primer verso incidiendo preciso en la nota de apoyo.

Sin pintura ni colores (8’19-8’23”): verso de transición que deja en alto para tomar aire.

Lavá con agua del grífo con la que riego mis flores (8’24-8’43”) pellizca el grífo (8’26”), comienza una sucesión de melismas y remata con el estómago y sin aliento.

■ juan antonio iglesias, trysko | En la fotografía que nos proporciona Lamarca para esta edición, vemos el retrato en tres cuartos o americano de un gitano elegante, algo engolado, como si se tratara de un aristócrata de los cañí, y que se agarra firmemente a una silla de enea como un soberbio gallo al tejado de un gallinero. Su mirada desde las alturas, solemne y severa, se enmarca en una cabeza tortuguil de labios apretados que asoma en un robusto torso enchaquetado con pañuelo de seda replanchado y estampado con motivos florales. Las dimensiones de su anillo de oro denotan el natural aprecio de los de la luneta al preciado metal. Están ustedes ante Rafael Romero, el Gallina (apelativo del que renegaba y que es fruto de la mala fe de un marqués). Aunque su padre, tratante de ganado y guitarrista en ferias, no quería que se dedicara al flamenco, su profunda afición a la materia lo llevaría a empezar su trayectoria profesional a los 12 años. Aupado por la multitud, comenzó cantándole a los santos en procesión y, más tarde, a dedicarse al baile y al cante de atrás en los cuarenta de los colmaos madrileños de Villa Rosa y Los Gabrieles, ingresando después en el Tablao Zambra, donde junto a Pericón de Cádiz, Manolo Vargas, Juan Varea, Pepe, el Culata y Perico el del Lunar escribieron páginas memorables del cante grande. De la mano del guitarrista jerezano, afiló los cantes y grabó para Hispavox: alboreás, tonás, peteneras, y seguiriyas en la primera Antología del cante flamenco de Hispavox, bajo el sello francés Ducretet Thomson. El prístino manantial del que han bebido puristas y profanos. Era un cantaor largo, rítmico, de voz afillada y gitana, cuya caña de Chacón, su mirabrás y sus cantes de madrugá (tarantas) lo elevaron al Olimpo del flamenco. Más que el Gallina se merece el sobrenombre de el Gallo.

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