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de José María Gómez Valero y David Eloy Rodríguez

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DESDE LA RED

DESDE LA RED

Alegrías

Que yo conozco los nombres de todas esas barquillas, y en una cualquiera de ellas contigo me perdería.

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No te vayas de mi vera. Vamos juntos a contar esas estrellas que brillan en las olitas del mar.

¿Quién querría ir al espacio, a conocer la galaxia? Si tú estás aquí a mi lado, eso sí que tiene gracia.

Las horitas que pasamos las guardo en el corazón. El cafelito que hiciste ya nunca se me olvidó.

Cada mañana yo quiero tropezarme con la falda que dejaste por el suelo.

Tangos

A ti yo te amo lo mismo que quiero a la libertá. Ni pido cuentas a nadie, ni me dejo controlá.

Querías que fuera tuya, yo no quiero ser de nadie, como un pájaro que vuela por los caminos del aire.

Contigo no tengo miedo a lo que traiga el destino, contigo quiero ir andando poquito a poco el camino.

Cada noche que yo paso enredaíta en tus besos se me olvidan las palabras y todos los pensamientos.

Por los jardines del tiempo somos niñas asombradas que van haciendo recuento de frutas dulces y amargas.

Seguiriyas

Sobre el campanario la vieja veleta esperando que un viento diferente de nuevo la mueva.

Todo lo que empieza un día se acaba. A golpes tú querías convencerme de cuánto me amabas.

Detrás de ti siempre, comiendo en tu mano, como una triste sombra yo tenía los ojos cerrados.

Mujer luchadora, mujer invisible, en el corazón del mundo se escucha tu canto invencible.

Ya no tengo miedo, sólo me das pena. Huyo de ti porque me está esperando una vida nueva.

Fandangos

Aguanta, corazón mío, resiste a este temporal, que un tiempo nuevo vendrá y lograremos vivirlo en paz y con libertá.

Al caló de la candela nos juntamos los cabales. Contando nuestras verdades y cantando nuestras penas, espantamos soledades.

Que de horarios no dependa lo que tenga que venir, ni los pasos ni el sentir, que los días nos sorprendan riéndonos del porvenir.

No siegues con tu guadaña, mala muerte traicionera, lo que nace en primavera. Lo que ese pájaro canta que dure la vida entera.

■ gabriel urbina | La literatura y el flamenco nacieron con un mismo deseo: tenderle una trampa al tiempo, contar historias que no mueran para que nosotros, mortales, acariciemos ese instante eterno que sentimos cuando hacemos nuestras las historias que otros vivieron o soñaron. Por eso, el flamenco y la literatura se enamoraron en el primer encuentro (amor a primera vista, o a primer oído), un día lejano al que nadie ha sabido ponerle fecha. Sin embargo, hoy quiero escribir sobre el primer beso que se dieron, porque ese sí ha quedado grabado en una estrofa métrica concreta: el romance, con versos de ocho sílabas que nos acompañan a compás desde la Edad Media, rimando en los pares con la misma cadencia con la que abrazan la orilla las olas del mar.

Si bien es cierto que son varias las teorías sobre el origen de esa estrofa literaria, la de mayor peso es la teoría neotradicionalista, con investigadores de la talla de Milá i Fontanals o Menéndez Pidal, que defienden que los romances surgen como fragmentos desgajados de los cantares de gesta. Así, un juglar iría cantando y recitando por las plazas poemas épicos, y el pueblo iba memorizando y eternizando los fragmentos que más le gustaban, repitiéndolos y modificándolos de generación en generación, hasta fraguar la estructura y la lengua que presentan hoy día en sus diferentes versiones.

Esa estrofa, que está en los comienzos de nuestra literatura y se fue adaptando a los diferentes territorios de la península, dejó en Andalucía el romance popular andaluz, que sería la semilla de la que nació el flamenco, germinando en el cante jondo de tonás, alboreás, martinetes, soleares, seguiriyas, saetas o nanas que nos acompañan en la actualidad. El romance flamenco se conoce también como corridos, corridas, carretillas o deciduras (nombres que, como señala José Blas Vega en su Diccionario Flamenco, se le daría en Andalucía por la forma de cantarse: seguida y monorrítmica), y comenzaría siendo entonado sin apenas acompañamiento musical («a palo seco»), imitando la forma en que los juglares lo representaban en las plazas. Sería poco a poco, con el tiempo, cuando el romance flamenco se dejó acompañar de guitarra a ritmo de bulería por soleá, de caña o de alboreá.

De esta forma, si uno escucha a los hermanos Alonso y Juana del Cepillo, de El Puerto de Santa María, entonando a dos voces los romances del ciclo carolingio (centrados en Carlomagno, Roldán y Roncesvalles), uno puede sentir esos ecos que aletean desde un pasado remoto, de garganta en garganta, llenando plazas, corrales y patios de vecinos a lo largo de los siglos. En esas interpretaciones, grabadas para la Magna Antología del Cante Flamenco de Hispavox, uno siente, además, la magia de la tradición oral, en la que la fuerza de la memoria desvanece los muros que levantan la falta de recursos y formación, las dificultades para leer o escribir (privilegio de unos pocos hasta no hace tanto tiempo).

Como vemos, el romance nació y creció de forma oral, contado y cantado por juglares en las plazas y por abuelas en las casas. Llevamos tantos siglos escuchando esa estrofa en la voz de nuestros mayores que nos suena tan familiar como los pasos de un amigo o el acento de un hermano. Hay especialistas, como Saavedra Molina, que destacan esa atracción especial que nuestra lengua siente por el verso de ocho sílabas, al que se adapta como un guante el habla y el oído de los hispanohablantes. Los romances, gracias a la tradición oral, desafían las leyes del tiempo y el espacio, bebiendo el elixir de la eterna juventud para traernos al presente esas historias de amores y desamores, de victorias y derrotas, de sueños y soledad que llevan agitando el alma humana desde el principio de los tiempos.

Ya sea a través de narraciones medievales, con ese halo de leyenda que rodea a cada personaje y acontecimiento (Bernardo del Carpio, Durandarte, Conde Sol…), usando los acentos míticos de las historias bíblicas (Romance de Thamar y Amnón) o pintando de luto un paisaje onírico (Romance de la pena negra), los romances, literarios y flamencos, siguen hablándonos en un presente atemporal, en un aquí y ahora perpetuos, y los sentimos tan cercanos como los sentían nuestros antepasados hace unas décadas, dos siglos o setecientos años. Este tesoro está tan vivo en nuestro acervo cultural que sus latidos siguen batiendo con fuerza en la voz de Antonio Mairena, Camarón o Manuel Montoya. Basta escuchar hipnotizado a El Negro del Puerto narrando el Romance de Bernardo el Carpio o dejarse invadir por el «Verde, que te quiero verde», del Romance sonámbulo de Lorca, para volver a sentir ese primer beso, lejano y reciente, que el flamenco y la literatura se dieron un día sentados en esta estrofa.

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