
4 minute read
George Best
La gloria del desvío
Un perfil de George Best.
Advertisement
“He dejado de beber, pero solo cuando duermo”. Lo podría haber dicho una estrella de rock de vida licenciosa, algún astro al que no le asusta el qué dirán, algún ser nocturno que antes y después de sus presentaciones se divierte a sus anchas bebiendo, disfrutando de los efectos de la droga y pasándola bien con sus fans. Pero lo dijo un futbolista. Su nombre: George Best. Los medios portugueses, por su melena y patillas de estilo rocanrolero, además de por ser amigo de John Lennon, lo apodaron “el quinto beatle”. Aunque, por sus excesos, más parecía un Rolling Stone. Nacido en Belfast, Irlanda del Norte, en 1946, fue, por sorpresivo que parezca, un niño aplicado, inteligente. Antes de ser hechizado por el fútbol, jugó al rugby. Y no lo hacía mal. Lo practicó con destreza en un equipo local, el Cregagh. Su apellido era un presagio. Sería el mejor. En todas las canchas. Un día Matt Busby —histórico entrenador del Manchester United y sobreviviente de la tragedia aérea ocurrida en 1958 que había acabado con la vida de ocho de sus dirigidos, promesas del balompié que estaban clasificados a las semifinales de la Copa de Europa— recibió la llamada de uno de sus chacales, un ojeador que había visto a aquel chiquillo irlandés lucirse con el balón. Le dijo: —Acabo de encontrar a un genio. Ni bien frotada la lámpara, así fue. Su habilidad, sumada a la velocidad y sangre fría que demostraba al definir, hicieron que, a su corta edad —17 años—, el cachorro de Belfast se estrenara con el Manchester. No tardó en convertirse en ídolo, en


La gloria del desvío
Un perfil de George Best.

incondicional de hinchas —la mayoría mujeres, algunas amas de casa, que le enviaban cartas para acostarse con él— que iban cada semana a Old Trafford para verlo mover el balón. En el sesenta y ocho, fue figura del equipo que venció 4-1 en la Copa de Europa al Benfica de Eusebio. Habían pasado diez años del accidente que acabó con la vida de los denominados Busby Babes y, por primera vez, un equipo inglés ganaba ese campeonato. Aquella final fue fundamental: ese año le otorgarían el Balón de Oro. Después vino la debacle. “Tenía una casa en la costa, pero para llegar a ella había que pasar por un bar. Nunca llegué a ver el mar”, dijo alguna vez el indisciplinado jugador que, no hay duda, tenía el afán del desvío. De andanzas en zigzag hacia rutas inciertas. A raíz de ello, fueron usuales sus ausencias en partidos importantes. Era una época en que los deportistas no se concentraban antes de disputar los encuentros con la disciplina casi castrense que se exige ahora. En una ocasión, Manchester enfrentaba al Chelsea, pero —por irse de juerga la noche anterior— perdió el tren. Tomó otro y se encontró con la actriz Sined Cusack. Se fueron a gozar durante todo un fin de semana. Sus desenfrenos lo volvieron caserito de la prensa de espectáculos. “Mucha gente va diciendo por ahí que me he acostado con siete Miss Mundo, pero sólo han sido tres”, llegó a decir el incorregible pelotero. Después de una borrachera, una de estas reinas de belleza, Marjorie Wallace, lo acusó de robarle su pasaporte, un abrigo de piel y un talonario de cheques. Lo detuvieron y, al pagar una fianza de 6000 libras, fue liberado. Días después se supo más de lo ocurrido. Manejando en dirección a un bar, él propuso empezar un viaje alrededor del mundo. Cuando llegaron a la cantina, bebieron copiosamente. Luego se fueron en taxi hacia el aeropuerto y, al llegar, empezó una discusión sobre cuál sería el inicio de su itinerario. Ella quería ir a Hawái. Él, a Marbella. En venganza por no aceptar ese destino, Best regresó al auto abandonado afuera del bar, abrió la maletera y se llevó las cosas de la mujer. Una vida digna de ser dirigida con el ritmo vertiginoso de las cintas de Martin Scorsese. La maldición de Best fue ser un animal nocturno con un incontrolable magnetismo (que hacía que se le perdonara por sus frases desafiantes —como aquella de “si hubiese nacido feo, no habríamos oído hablar de Pelé”—, demostración de una lengua hábil para el epigrama. Cansado del cielo gris inglés, solía irse a veranear a las costas españolas. “He gastado muchísimo dinero en mujeres, bebida y autos caros. El resto del dinero lo malgasté”, decía el volante norirlandés sobre su disipado estilo de vida. Hasta el grupo terrorista IRA lo tuvo en la mira — cual James Bond—, motivo que le impidió varias veces jugar con la camiseta de su selección. En el ocaso de su carrera, terminó fichando por Los Angeles Aztecs, equipo que tenía como accionista a Elton John, buen amigo suyo. Años después, durante su retiro, se le haría un trasplante a su sufrido hígado. El reemplazo no resistiría mucho. En el 2005, a los 59 años, feneció. En Belfast, su ciudad natal, multitudes recorrieron el mismo camino del coche fúnebre mientras su cuerpo era llevado hasta el castillo de Stormont, lugar donde se le reconoció con un funeral de Estado. Antes, postrado en una cama de hospital, dejó un mensaje: “No mueran como yo”. El mismo hombre que había declarado en el pasado que “fueron los peores veinte minutos de mi vida” al referirse, irreverente, a un período en el que descansó de las mujeres y el alcohol, terminó dejando una moraleja. //

