Garzón

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comunidad de cocineros

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Por JEANNETTE SAUKSTELISKIS Fotografías de CAMILA G. JETTAR

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Como para todos, tener reuniones laborales durante enero de 2013 en Montevideo, no fue una cosa fácil. Sabemos muy bien el verano que tuvimos; francamente caluroso y, aunque nuestra ciudad es pequeña y durante aquellos días estaba bastante vacía, el sopor cotidiano nos transformó en seres algo desérticos, un poco lentos y por qué no, un touch más pacíficos. Bajo la influencia del aire acondicionado tiramos algunas ideas para nuestra edición de marzo. La imagen de Pueblo Garzón con los cocineros deambulando por las calles se actualizó en mi cabeza y lo comenté. “Hacé esa nota. Me encanta. La crónica de un pueblo lleno de cocineros”, dice la editora. El 28 de enero, a las 10 de la mañana, estoy retirando el auto de alquiler que abollé media hora más tarde cuando fui a estacionar en doble fila para comprar pilas y un bloc de notas. El coche era un poco más grande de los que suelo manejar; “tengo un esquema corporal automotriz de utilitario” pensé, mientras revisaba una y otra vez la abolladura distorsionando mi mirada y queriendo que fuera más leve de lo que era. Entiendo que poco

puedo hacer para remediar la situación más que avisar a las personas pertinentes y paso a buscar mi compañera, la fotógrafa, por el bar Tinkal. Media hora después estamos en la ruta rumbo a Pueblo Garzón para pasar dos días entre cocineros y manjares, bajo un cielo enorme y una temperatura cercana al fuego.

Lo primero que hacemos cuando llegamos es ir a Lucifer, el restaurante de Lucía Soria que funciona desde 2010 en el patio de su casa; un restaurante que está prácticamente a la intemperie, camino a la vieja estación de tren, y que sencillamente es un encanto. Compartimos un carpaccio de remolachas y unas costillitas de cordero con puré de papas. Tomamos vino blanco y agua mineral. La luz natural es maravillosa, el servicio es joven y vital, el punto de la comida es óptimo y naturalmente todo comienza a transformarse en una fiesta discreta pero perfecta. Hoy día, Agustina Gagliardi es algo así como la mano derecha de Soria. Es quien queda a cargo del restaurante, la que hace el pan y la que comanda al personal. Está por salir a buscar provisiones a José Ignacio, así que le pido para conversar un rato en algún lugar que ella elija. Se decide por la vieja estación de tren. La estación está abandonada pero limpia y los escombros mantienen cierto orden. Comentamos algunas cosas al azar. Nos sentamos en un banco de piedra en el que, seguramente, 60 años atrás hubo otras personas sentadas conversando como nosotras en ese momento: “Sería genial que pasara el tren. El tren es uno de los medios de transporte que más me gustan”, dice Agustina. Ella es de Buenos Aires y hace un año se vino a vivir a Uruguay habiendo pasado el invierno entero en La Juanita: “Hace 15 o 16 años que quiero vivir en Uruguay. Quería venir a terminar el secundario acá y mi madre no me dejó. Siempre sentí que Uruguay es mi lugar, que me abrazó desde el día cero que puse un pie acá, tiene una energía especial que me conecta con la naturaleza, el mar, el bosque, el campo. Reúne las condiciones de mi búsqueda en la vida”. Para Agustina, la llegada a Garzón no fue fácil porque nunca es demasiado fácil dejar el mar. Venía de vivir en una casa en el bosque cerca de la costa y pasó a vivir en un cuarto sin ventana, en una casa rústica, típica de pueblo. Pero hoy se siente satisfecha: “Estoy en un lugar con aire puro, rodeada de linda gente, trabajo de lo que amo hacer que es la cocina, me gusta haber dado con Lucía y tener proyectos en común, me gusta estar acá amasando, haciendo la pasta, trabajando en el horno de barro, cada vez que amaso y saco los panes del horno siento

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Volviendo de las vacaciones, de una vez por todas decido entrar a Pueblo Garzón. Pido permiso a mi copiloto para hacer el desvío y, una vez concedido, a la altura del kilómetro 175 torcemos hacia la derecha para recorrer, a velocidad moderada, los 15 kilómetros que separan a la ruta 9 del pueblo, derrapando mínimamente cada tanto. Llegamos a la plaza y paramos en la puerta del Hotel Garzón, el archiconocido proyecto de Francis Mallmann. Pedimos permiso para entrar y mirar, recorremos con discreción –una pareja almuerza en el fondo–, y volvemos a salir. Es 13 de enero, el calor es intenso y nos disponemos a mirar en lontananza. Una de las chicas que trabaja en el salón sale a saludarnos: “Tú conocés a mi hermana”, le dice a mi compañera de ruta, y comienzan una charla. Ambas son muy conversadoras. Mientras, miro hacia la plaza, hacia las calles y hacia el silencio. El pueblo está vacío. Deben ser como las cuatro de la tarde y las únicas personas que se mueven visten casacas blancas; son cocineros. El paisaje es magnético. De a poco voy reconociendo a algunos de ellos; aunque Garzón es un sitio bastante exclusivo, el mundo gastronómico no nos es ajeno y Roberto Piattoni –el Negro– es de esas caras conocidas; alto, flaco y de pelo largo, lo veo atravesar una de las calles tocando unos acordes en una guitarra criolla. Parecería que el sol está a punto de rajar el pavimento. Imprimo esa imagen. Saludamos, conversamos un rato y seguimos nuestro camino.


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