CARLOS Y JOSÉ Bernardo Arriaga
BIENVENIR A LA TARDE CANICULAR Cisneros
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LOS CRÍMENES DE LOS HERMANOS MEDELLÍN
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Valdés
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EL TÚNEL Favela
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OPACO 9 Berrones
CANCIONERO POPULAR Monterrey, tierra de mis cantares, Monterrey, flor de acero y cristal; por tu luz, tu calor y tu ley, es el sol alma de Monterrey. Agustín LARA /MONTERREY Selección: Genaro Saúl Reyes
01 AÑO 0 · JUL-AGO
CADEREYTA, 2005 Guajardo
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LA CONVOY Lugo
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EXPERTO EN EMBOSCADAS
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López Castro
EL GIMNASIO POR LA NOCHE 15
FOTO: CORTESÍA FAM. OLGUÍN GARCÍA/ 1980 o 1981.
Medina
HISTORIAS DEL ARRAIGO-DESARRAIGO
LA SADA VIDRIO
Carolina Olguín
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
HISTORIAS DEL ARRAIGO-DESARRAIGO
LA SA DA V IDRIO ―CAROLINA OLGUÍN
Es una publicación independiente colectivo GASOLINA ¡Litros completos!
C
del
Rodrigo Guajardo Director Carolina Olguín y Édgar Favela Edición Marisa Bustos Diseño
La publicación de este número no hubiera sido posible sin el apoyo de la Universidad Autónoma de Nuevo León a través de la Secretaría de Extensión y Cultura. La Resolana agradece particularmente las gestiones efectuadas por su Secretario, Lic. Rogelio Villarreal Elizondo, para esta realización. NIÑAS DE LA COLONIA CALLE MONTES PIRINEOS, PRINCIPIOS DE 1960.
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Las familias que vivíamos en la Sada Vidrio éramos principalmente hijos de trabajadores, de obreros de la Fundidora, Aceros Planos y la Vidriera, esas grandes fábricas infaltables en la historia industrial de nuestra ciudad. 2
uando era niña no entendía bien por qué a mi colonia la conocían como la Sada Vidrio, si se llamaba Francisco G. Sada. Lo que sí sabía es que las Industrias del Vidrio eran un conjunto de colonias aledañas a la mía, divididas por sectores, y que de ahí venían la mayoría de los compañeros de la escuela secundaria que estaba justo en mi cuadra. La Sada Vidrio era en realidad una zona unida por el imaginario, las vivencias compartidas, las parroquias que se visitaban en Semana Santa, los mercaditos que atravesaban una y otra colonia, los enamorados que podían caminar a pie para divisar a la muchacha en alguna esquina o besarla en algún rincón oscuro detrás de la larga barda de la secundaria y a espaldas de la Conasupo, de preferencia; en esos rincones también se la tronaban unos vagos, decían mis hermanos. Nunca tuve conciencia de vivir en una colonia nicolaíta, pues aunque pertenece a San Nicolás de los Garza, la G. Sada colinda con Guadalupe y Monterrey: sales a la avenida Churubusco, das unos pasos al sur o al poniente y ya estás pisando otro municipio. Las familias que vivíamos en la Sada Vidrio éramos principalmente hijos de trabajadores, de obreros de la Fundidora, Aceros Planos y la Vidriera, esas grandes fábricas infaltables en la historia industrial de nuestra ciudad. Seguramente los historiadores tendrán datos muy interesantes al respecto, pero infiero que la Francisco G. Sada pasó con el tiempo a ser la Francisco Garza Sada porque todos asumíamos que este personaje era algún hermano del empresario don Eugenio Garza Sada; en realidad, la “G.” de Francisco era de Guadalupe y no de Garza. De lo que sí estábamos ciertos era de que este nombre pertenecía a un empresario regiomontano que alguna relación habría tenido con la Fundidora Monterrey. Ese desconocimiento es también una muestra de la distancia que siempre ha existido entre la clase obrera trabajadora y la clase empresarial y política de Monterrey. Pero lo que me interesa es la vida de la colonia, no la de aquellos señores que uno puede hallar en la Wikipedia. La Sada Vidrio era más bien un barrio y bien popular. Nuestros vecinos de la esquina siempre escucharon cumbias y colombianas a todo volumen, y mi padre y mis hermanos, rancheras y corridos que, de algún modo, resultaban de mayor categoría que las canciones de Tropical Panamá o las rebajadas que ponían los vecinos ya entrada la madrugada del sábado. Los vecinos al lado nuestro eran de Gómez Palacio, Durango, y papá y mamá, de la sierra de Chihuahua. Casi todos los primeros habitantes de la Sada habían venido jóvenes a la gran Monterrey en busca de trabajo y sin contar con nada más que sus fuerzas y sus recién formadas familias. Muchos de ellos, como mis padres, habían llegado a vivir primero a colonias de verdad difíciles, como La Industrial, famosa por turbia, insalubre y violenta, cerca de la Cervecería; otros con menos suerte fueron a dar a la Coyotera, apodo que llevaba la colonia Estrella, en el centro de Monterrey. Luego, en la medida en que fueron haciendo experiencia entre una fábrica y otra, doblando turnos —como lo hacía mi padre en los años 60— y juntando sus ahorros, algunos pudie-
ron mudarse a colonias más próximas a sus nuevos empleos para poder ir a pie o en bicicleta al trabajo; y además, en colonias como la G. Sada, había terrenitos no tan caros en los que podrían levantar casa algún día. Cuando era niña, escuchaba el nombre de la Coyotera y toda clase de historias a medias que sucedían ahí y aludían a la prostitución porque, he de decir, si uno crece en un barrio popular, sabe desde chico quién es la prostituta de la colonia aunque uno no entienda casi nada de sexo. Y si uno sabe quién es la prostituta de la colonia, entonces tiene una idea de lo que es la prostitución. La información esencial para una chica o un chico de ocho o nueve años se resumía a mujeres “pintarrajeadas”, “corrientes”, vestidas con ropa corta, que salen de su casa a eso de las seis de la tarde y se dirigen a lugares en los que venden su cuerpo a hombres que toman alcohol y gastan gran parte de la raya o la quincena en una sola noche. Pero es que las prostitutas también tienen hijos que alimentar —decían— y al cabo no se meten con nadie en la colonia. Tengo una imagen inmóvil y una serie de asociaciones cuando trato de recordar la Conasupo de la Sada: veo una construcción rectangular de aspecto frío en una esquina del parque; la fachada, pintada de blanco y con algún logotipo, está rodeada de malla ciclónica, adentro no hay buena iluminación, hay estantes metálicos y semivacíos donde se hallan paquetes de harina, leche en polvo, tal vez aceite para cocinar, sobres de gelatina y… no puedo distinguir qué más; mi madre no acude ahí a comprar y no sé la razón. Escucho pláticas en las que se habla de lo mal que se encuentra la Conasupo, hay alguien que está obteniendo ganancias fraudulentas con la administración de eso que ni es un supermercado como Gigante, ni es una tienda de abarrotes como la de la esquina. (¿Será un recuerdo distorsionado?). Por un tiempo me parece que la Conasupo es una presencia fantasmal en la colonia; años más tarde escucho que la van a cerrar, son asuntos del gobierno, no los entiendo bien. La niña que fui evita entrar o pasar por la banqueta de ese lugar desagradable. Ahí termina el cuadro. La biblioteca del barrio fue uno de esos sitios entrañables de mi niñez y la suerte era tenerla en mi cuadra, salir de casa, cruzar la calle y en menos de un minuto estar ahí. A pesar de sus baños descompuestos casi todo el tiempo, de los libros viejos y las goteras que se solucionaban con cubetas cada que llovía, la biblioteca fue un refugio para las tardes entre semana. La chica bibliotecaria que nos recibía era joven, podría ser una de mis hermanas mayores, y sonreía mucho; nos prestaba libros y platicaba con nosotros, los niños y niñas que amablemente nos ofrecíamos a salir a comprarle una soda y unas conchitas con salsa para su merienda. Ahí miré muchas veces las fotos de esas lombrices que podían crecer en el estómago por la insalubridad, en una enciclopedia; también leí el cuento del rey que no tenía una oreja, y no recuerdo mucho más. La verdad es que en la biblioteca hacíamos la tarea, hacíamos amigos y podíamos jugar un poco. Luego de un tiempo la chica bibliotecaria ya no regresó, llegó una sustituta y tal vez otra más. Al final quedó de encargada una señora poco simpática que más bien parecía secretaria del IMSS: exceso de maquillaje, aspecto sombrío y triste y la cabeza en otro lado. Cada vez más vieja, descuidada y abandonada por los niños, la biblioteca también pasó a ser una suerte de lugar fantasmal en la colonia. Es una lástima. Mi madre sigue viviendo en la Sada, va cada viernes al mismo mercadito siempre que el clima lo permita y aunque sea nada más por jugar unas dos horas lotería, pues la verdad es que los puestos de frutas y verduras no son ni muchos ni buenos, como antes. Por fortuna, dice mamá, todavía hay señores viejitos que vienen con verdolagas, manzanilla fresca y nopalitos tiernitos que traen de sus ejidos, los ponen en el piso sobre una manta y venden a buen precio. Los que sí tienen puestos con estructura y lona son los de la ropa de segunda, que traen pacas del otro lado, rematan todo y aun así les costea el negocio. Las casas de la colonia han cambiado mucho en los últimos veinte o treinta años; supongo que es lo normal. Antes había al menos un tejabán en cada cuadra. Mis padres vivieron en un tejabán de renta
cuando recién llegaron a la Sada, pero papá decía con orgullo que él construiría una casa de concreto y que fuera propia; eso de rentar le molestaba mucho, allá en el rancho donde se criaron eran pobres, pero no había necesidad de rentar casa. Mamá todavía recuerda con claridad cómo es que papá construyó la casa sin consultarla en nada; el día en que vio la casa terminada, ya no tenía sentido opinar, más bien había que meterse en ella con los cuatro o cinco chiquillos que para entonces no eran ni la mitad de los que luego tendrían. Las casas de hoy en la Sada son muestra de las diferencias socioeconómicas que siempre han existido pero que antes parecían matizadas. Los pocos tejabanes que quedan comparten banqueta con casas remodeladas con doble cochera de puerta automática, y con otras más modestas que tienen porche frontal techado y sus mecedoras, un piso y una manita de pintura cada cinco o seis años. Lo que es evidente es que los empleos de los habitantes ya no son en su mayoría de obreros; en todo caso, son los nietos o bisnietos de esos obreros los que ahora van a la universidad o trabajan en una empresa de telefonía, ropa, recursos humanos o cualquier otra cosa, pero ya nadie se dedica al acero o al vidrio. La mayoría de las vecinas de la edad de mamá han muerto y las que viven han enviudado, como ella y como la eterna enemiga vecina de mamá, envenenadora de gatos y algo más. Hace más de 20 años que ya no hay pandillas por ahí. A decir verdad, ese nunca fue un gran problema, muy de vez en cuando se armaban las trifulcas de chavos con palos y piedras. Ahora la vida en la calle es menos movida, con mirar el parque queda probado: ahora éste cumple su función de alojar las caminatas vespertinas de la gente mayor que sabe que entre eso y cuidarse el colesterol está la clave del buen vivir. Sólo cuando la iglesia de la colonia celebra su aniversario cada 12 de octubre se monta una feria, entonces es tiempo de ir a comer enchiladas grasosas, olvidar el colesterol y hacer filas hasta de 40 minutos con tal de comer la ilusión de las enchiladas porque, puedo asegurar, ya no son tan buenas como antaño, pero es que el olor de la manteca caliente con chile rojo inunda esa noche de otoño en la Sada. Mucho tiene que ver el cambio generacional de las señoras que siempre se han ocupado de aprovechar las fechas para recaudar fondos y hacerle arreglitos al templo. Por ejemplo, a la celebración le falta aquella viejecita de largas trenzas negras que se sentaba en un banquito y ponía a sus pies un gran canasto con huevos pintados y rellenos de harina o confeti; doña Juanita, creo que se llamaba. Quién sabe qué esté faltando en la Sada Vidrio además de todas esas estampas en mi cabeza. Pero no quiero que se piense que esto es pura nostalgia, aunque algo tenga de ella. La nostalgia es sólo una pantalla cuyo traspatio muchas veces es ignorado, olvidado, por su poco atractivo, sus deslucidas circunstancias. Bien sabemos que todos los espacios, al final, siempre son ocupados por algo más, sea lo que sea, y eso también es la vida. Tal vez ya no se siente el espíritu de barrio porque ya no está el cine de la colonia, el famoso Dorado (piénsese en proyecciones de películas de Pedrito Fernández, Sergio Goyri, los hermanos Almada y hasta sofisticaciones norteamericanas como Karate Kid); unos buenos años han pasado desde que éste se convirtió en Centro Espiritual de Paz, Amor y Fe, o algo así, es decir, sitio de actividades de los Testigos de Jehová. Tampoco existe la farmacia del barrio, atendida por el dueño y su familia. Hasta la Benavides se mira decadente hace un buen tiempo. Por supuesto que ya no se halla panadería alguna; ahora son ambulantes y sus altavoces llegan a ser molestos por repetitivos cada tarde. Las mercerías están escaseando, ¿alguien todavía se interesa por las planillas de calcomanías o por un metro de elástico? La cantina a donde íbamos a buscar a mi hermano se ve muy sola, parece cerrada. Lo que sí no falla son los elotes calientitos y enteros directamente del triciclo de don Chuy, que nada le piden al mejor elote desgranado de la ciudad.
Quién sabe qué esté faltando en la Sada Vidrio además de todas esas estampas en mi cabeza. Pero no quiero que se piense que esto es pura nostalgia, aunque algo tenga de ella. La nostalgia es sólo una pantalla cuyo traspatio muchas veces es ignorado, olvidado, por su poco atractivo, sus deslucidas circunstancias. Bien sabemos que todos los espacios, al final, siempre son ocupados por algo más, sea lo que sea, y eso también es la vida. Pero no quiero, repito, que se piense que esto es pura nostalgia: empiezo a sospechar las otras razones que desarticulan un barrio y otro, los vuelven homogéneos, y nosotros, ejércitos de nuevos trabajadores, vamos olvidando mientras somos enviados a construir y reconstruir el imaginario de la gran metrópoli. [FOTOS CORTESÍA DE LA FAM. OLGUÍN GARCÍA]
GRUPO 1A DE LA PRIMARIA DE LA COLONIA, 1982.
EN LA COLONIA HABÍA UNA MODESTA ACTIVIDAD CICLISTA. AQUÍ SOBRE LA CALLE MONTES PIRINEOS YA PAVIMENTADA.
#CERVECERÍA CUAUHTÉMOC MOCTEZUMA #CHURUBUSCO #CINE DORADO #CONASUPO #FRANCISCO G. SADA #FUNDIDORA #GUADALUPE #INDUSTRIAS DEL VIDRIO #LA ESTRELLA/LA COYOTERA #LA INDUSTRIAL #MONTERREY #SAN NICOLÁS
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
BIENVENIR A LA TARDE
CA NICULA R ―ISAAC CISNEROS
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#COLÓN #CHIPINQUE #EL OBISPADO #LA SILLA #LAS MITRAS #MATAMOROS #MONTERREY #TERMINAL DE AUTOBUSES
isité Monterrey por primera vez en noviembre de 1995. Vine a un evento, sin sospechar que años más tarde, cinco, sería mi lugar de residencia. De la ciudad me impresionaron tres cosas: la gran cantidad de automóviles de reciente modelo, pues en Matamoros, donde yo vivía en aquel año, la costumbre es comprar carros americanos para regularizarlos, por lo que abundan carros viejos y usados más que nuevos; la segunda, los grafitis en cortinas metálicas y paredes; por último, las montañas, la ciudad rodeada por las montañas. Hasta el año de 1999 regresé a Monterrey. Era casi mediodía en algún momento de junio. El autobús llegó a la central camionera, y para pasar del andén a la terminal atravesamos por un túnel subterráneo. Todo era silencio y sombra. Al salir a la calle, después supe que se llama Colón, salí como quien sale de una burbuja. Pero ésta se había reventado con los rayos solares, con los ruidos del trajín rutinario de una ciudad que parece nunca duerme ni se está sosiega. Recuerdo que al salir entrecerré los ojos porque la luz me encandiló. Era una luz incolora y abundante. La resolana cegaba por un momento, pero luego se podía ver la calle inundada de luz. Había una sensación de amplitud, de gran espacio, como si elevara la luz, por su transparencia, la bóveda del cielo. Los cláxones lanzados como saetas en todas direcciones, el sonido abrumador de automotores arrancando —ya fueran camiones o automóviles—, el adormilado y monocorde carburar de un
carro parqueado; además el chirriar, cual mentada de madre, de llantas al frenar inesperadamente. Pequeños sonidos se escabullían entre el aglomerado sonoro, las voces de los taxistas: ¿quiere carro? Pásele. Tomé un taxi. Me dirigí a donde debía. En el trayecto fui testigo de un carro volcado sin razón aparente. Más adelante un choque. Años después, cuando ya radicaba en la ciudad, mi hermano me dijo: siempre hay choques en Monterrey, a cada rato los anuncian en la tele. Y es cierto, un gran porcentaje de las noticias matutinas y de mediodía son sobre percances viales. Desde entonces y ahora en la actualidad, sigo experimentando esa sensación de amplitud en la ciudad. Disfruto de salir y ver las montañas en el horizonte. La línea dentada entre el cielo y el Cerro de las Mitras o el de Chipinque, el Cerro del Topochico o el del Obispado con su asta bandera; claro, el famoso Cerro de la Silla, que siempre ha sido referencia para saber dónde está mi casa. Cerros que se cubren de niebla. O de nubes, y entonces se dice que si el cerro tiene sombrero, seguro aguacero. La tarde que llegué a residir en Monterrey era una tarde canicular del mes de agosto. Era el aire transparente y la temperatura superaba los 40 grados centígrados. Tomé un ecotaxi, entonces aún había vochos funcionando como carros de alquiler, donde metí todo lo que llevaba, todo lo que se podía considerar mi vida y posesiones. Así llegué a Monterrey, con 19 años y un calor de 40 grados a cuestas.
La resolana cegaba por un momento, pero luego se podía ver la calle inundada de luz.
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LOS CRÍMENES DE LOS HERMANOS
MEDELLÍN
―HUGO VALDÉS
E
l miércoles 12 de abril de 1933, el agente Liborio García y el subteniente Antonio Martínez custodiaron a Eugenio y Juan Medellín al municipio de donde eran nativos y habían asesinado, la noche del sábado 25 de marzo, al señor Eliseo Reta. La tarde de ese sábado Eugenio Medellín, gendarme de Villa de García, le había dicho a un compañero: —Tengo ganas de matar un borrego.
—Oye, Sordo, tengo el latido que en mi temporal hay un tesoro. No te miento: se ven luces en la noche, se oyen ruidos. ¿No quieres ir? —Pos sí. Pero hay que llevarnos algo para escarbar, alguna lámpara... —Lámpara para qué, si vamos ir orita que hay luz. Y para escarbar cargo la pala. Cuando buscaban en el monte, Eugenio le dijo al Sordo: —Mira, Sordo, ese pozo pinta para que en él esté el dinero.
—A ver si me regalas un pedazo. —N’hombre, pero no de ésos. Voy a matar un fulano y quiero que vengas a ayudarme. Mucho cuidado si te rajas. Eugenio no logró convencer a su interlocutor de que lo ayudara en esta tarea. Se lo propuso a otro más y el tal accedió a su petición, pero no se presentó a la hora convenida con Eugenio. Sería Juan, su hermano, quien vivía con él, la persona que lo asistiría en su desempeño. La historia iniciaba aproximadamente cuatro meses atrás, cuando Eugenio Medellín le compró un caballo a Jerónimo Pérez, vecino de San Luisito, por la suma de 75 pesos. Eliseo Reta, suegro de Jerónimo y conocido de Eugenio, sirvió a éste de fiador conviniendo en que se le pagara dicha cantidad en un lapso de tres meses. Vencido el plazo, Eugenio le escribió a Eliseo Reta para suplicarle lo esperase uno o dos meses más. Según lo declararía el propio Eugenio Medellín, Eliseo le dijo no haber recibido su comunicado, pero esperó un mes y salió de Monterrey el viernes 24 de marzo para dirigirse a la Villa de García y cobrar el dinero. Como Eugenio no se hallaba en García, Eliseo sólo pudo hablar con él hasta la mañana del día siguiente. Eliseo lo instó a pagar; si no lo hacía, Eugenio Medellín sería mandado llamar por las autoridades de Monterrey. Así, pues, a Eugenio se le hizo fácil matarlo. Argumentando sus ocupaciones, Eugenio le dijo a Eliseo Reta que sólo podría verlo hasta la noche. “Si quieres vamos a darnos un baño allá en el río”, le dijo. Un compañero de Eugenio los vio caminar por un costado de la plaza. Eugenio le dijo a Eliseo que pasarían por su hermano Juan a la huerta donde trabajaba. Llegaron a buscarlo entre siete y ocho de la noche. A pesar de que habían hablado de ir a darse un baño, no volvieron a tratar el tema porque empezaba a sentirse frío. Caminando siempre por la orilla del río, a Eliseo Reta le hicieron creer que lo llevaban a una casa que los Medellín poseían en las afueras del pueblo. Incluso Eugenio echó mano de otro pretexto para que siguieran avanzado: —Vamos al temporal por un caballo. —¿A dónde? —Al otro lado del charco. Frente al punto que llamaban El Abrevadero, Eugenio golpeó a Eliseo Reta con una piedra en la mejilla izquierda. Ya en el suelo le propinó un macanazo sobre el puente de la nariz. Juan, inmediatamente, lo puso boca abajo y le dio un machetazo tratando de degollarlo. Eugenio le ordenó a Juan que le cortara a Eliseo los músculos del cuello, indicándole el lugar donde debía hacerlo. Luego ambos rodaron el cuerpo hacia el charco, a unos tres metros de allí. Eugenio le pidió a Juan que al otro día viera si el cadáver de Eliseo se hallaba a flote. De ocurrir así tendría que buscar el modo de enterrarlo. Si no quería venir solo, le aconsejó que buscara la forma de hacerse acompañar de alguno de sus hermanos. La mañana del domingo, Juan y Donaciano Medellín vieron, efectivamente, que el cadáver de Eliseo Reta flotaba. Procedieron a sacarlo del agua y a esconderlo a un lado del charco con un montón de ramas. Como se había hecho tarde, dejaron así el cadáver y acordaron en volver por la noche para sacarlo y enterrarlo al poniente del Abrevadero. Una vez detenido, a Eugenio Medellín se le trasladó a la Penitenciaría el lunes 27 de marzo. Eugenio confesó también haber tomado participio en unos asaltos
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN cometidos en la Villa de García a finales de agosto del año anterior. Dijo no conocer al sujeto que hacía de jefe de aquella banda de asaltantes; de los 10 fulanos que la integraban, sólo conocía a cuatro o cinco por tratarse de gente de esa misma villa. Los cargos contra Eugenio Medellín aún no concluían. Ocho o nueve meses atrás se había despachado a Valeriano Villanueva, cuyo remoquete era el Sordo, para no pagarle seis pesos de un préstamo que le hizo. —No sólo no te presto los 50 que me pediste, Eugenio, sino que vengo a que me devuelvas los seis que te adelanté. —Tengo mucha necesidad, Sordo, no puedo pagarte. —A ver cómo le haces. —Hoy viene un tío que me va a traer unos seis o siete pesos. Espérate a que llegue y te pago. —Pos al rato vuelvo. A éste lo sacó fuera del poblado con un pretexto tan distinto como original: —Oye, Sordo, tengo el latido que en mi temporal hay un tesoro. No te miento:
Una vez que terminó la diligencia, la comitiva vehicular emprendió el regreso a Monterrey. A la cola iba el automóvil que trasladaba a los Medellín. Cuando se habían retirado medio kilómetro de la villa, Eugenio le manifestó a Liborio: —Déjeme bajar para hacer del cuerpo. Desde hace rato que ya no aguanto las ganas. —Ándele —lo autorizó Liborio—. Pero no se dilate. La acción que enseguida tuvo lugar se desarrolló muy rápidamente. Según Liborio García, Eugenio portaba una navaja con la que hirió en la mano a su compañero tan pronto se abalanzó contra él. Juan, aprovechando la confusión, aventó un puño de cal en los ojos de Liborio y echó a correr seguido de su hermano. Antonio, con la mano herida, y Liborio, cegado momentáneamente, dispararon hacia las piernas de los fugitivos al tiempo que los exhortaban a no correr. Como no les hicieran caso, ambos oficiales apuntaron de lleno al cuerpo de sus agresores. Juan fue el que cayó primero, encontrándosele una bolsa con cal, y Eugenio después, quien ya difunto y con su humanidad todavía caliente, aferraba en la diestra la navaja con la que hirió a su custodio. Las muertes de Valeriano Villanueva y de Eliseo Reta quedaban así felizmente vengadas.
se ven luces en la noche, se oyen ruidos. ¿No quieres ir? —Pos sí. Pero hay que llevarnos algo para escarbar, alguna lámpara... —Lámpara para qué, si vamos ir orita que hay luz. Y para escarbar cargo la pala.
#EL ABREVADERO #GARCÍA #MONTERREY #SAN LUISITO
Cuando buscaban en el monte, Eugenio le dijo al Sordo: —Mira, Sordo, ese pozo pinta para que en él esté el dinero. —Aquí no hay nada. Fíjate tú si quieres. En esta parte la tierra está muy dura. En la caja del arroyo que colindaba con el temporal de Eugenio Medellín distinguieron una burra. —¿Y la burra ésa? —Es mía, Sordo. ¿Te gusta? —Tendré que verla. —Te la vendo, Sordo, dame dos o tres pesos y quedamos a mano. —No traigo un quinto, Eugenio, por eso te ando cobrando. —Mírala, Sordo, y dime si crees que está buena. Como quiera nos podemos arreglar luego. Mientras se agachaba para verle el colmillo, Eugenio alzó la pala y luego la dejó caer sobre la cabeza del Sordo. Cuando lo vio en el suelo, Eugenio le dio varios golpes en el cuello hasta dejar sin vida a su víctima. Cortó unas ramas de chilindrino y cubrió a Valeriano. Eugenio se fue a su casa para encontrarse con Juan. Le platicó el hecho y acordaron ir por la noche a enterrar el cadáver en un sitio seguro. —o— Fue natural que a la familia de Eliseo Reta le preocupara no saber nada de él desde el viernes 24. Podían no esperarlo el sábado, pero que no estuviera de regreso el domingo alarmó mucho a la señora de Reta. Comisionaron a un propio para que lo fuera a buscar en un punto cercano a la Villa de García; se tenía la idea de que, una vez hecho su encargo, Eliseo había parado en la casa de unos parientes. Pero allí no se tenía noticia de él. Las averiguaciones señalaron de inmediato a Eugenio Medellín como el principal sospechoso por vérsele en compañía de Eliseo Reta la noche del 25. Alguno atestiguó que Eliseo se apersonó en la villa para cobrarle un dinero a Eugenio, pues el difunto tuvo por fuerza que mencionar el propósito de su viaje y aclarar por qué se veía tan preocupado al no hallar a su deudor el viernes por la tarde. A resultas del interrogatorio inicial, Eugenio implicó a su hermano Juan en el asesinato de Eliseo Reta, así como a Donaciano, que ayudó a aquél a enterrarlo. Ellos tres y otro sujeto, ajeno a la familia Medellín, fueron apresados y remitidos a la Penitenciaría del Estado. Careos e interrogatorios circunscribieron la culpa a Eugenio y Juan. Al cabo de dos semanas de detención, se mandó practicar una diligencia en la cual los dos Medellín señalarían a la justicia el lugar donde enterraron a Valeriano Villanueva. (Con Eliseo Reta sólo se procedería a reconocer el cadáver en vista de que casi tan pronto como Eugenio habló del sitio donde fue oculto, los vecinos de Villa de García sepultaron el cuerpo en el Panteón Municipal.) Se fijó el día 12 para realizar la diligencia. A pesar de las recomendaciones que el juez de Autos hiciera al alcalde primero de Villa de García, tocantes a operar con suma discreción, algunos aldeanos advirtieron una suerte de actividad extraordinaria al ver los tres automóviles y la ambulancia que conducían al personal médico y a los custodios de los hermanos Medellín. Por ello fue que numerosas personas observaron cómo Juan y Eugenio escarbaron en el barranco donde se hallaba el cuerpo de Valeriano Villanueva. Cuando lo desenterraron y fue depositado en el ataúd que llevaba la ambulancia del Hospital González, policías, autoridades y vecinos, cada quien según sus medios, se dirigieron a la población, distante de allí una legua y media, para hacer lo propio con el otro cadáver.
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EL TÚNEL ―ÉDGAR FAVELA
E
n el 94 barrenaron el cerro. Un día aparecieron unas grúas arrastrando unos taladros gigantes que parecían animales prehistóricos; una nervadura de cables amarillos les brotaba de la piel herrumbrosa. Los dejaron echados al sol a la orilla de la loma. Olía a plástico quemado y con las vibraciones el tronadero de vidrios, nadie podía dormir: era día y noche la dinamita reventando la montaña, día y noche los camiones con escombros, los bulldózer y el rasguño de las manos de chango y el gruñido de los animales mecánicos masticando peñascos, tierra, raíces. Surcos y lodo, toda la colonia embarrada de lodo. Amaneció una zanja inmensa que empezaba en la loma y abría más profundo en el Santa Catarina; era como si le hubieran extirpado la columna al cerro y la herida todavía estuviera abierta. Algo cambió pero no nos dimos cuenta.
#LOMA LARGA #MONTERREY #NUEVAS COLONIAS
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
CARLOS Y JOSÉ ―BERNARDO ARRIAGA ―¡Chingaada madreee!
―No mames ―murmuró José y empezó a seguir al ministerial―. Hasta presume saber dónde bajaron a los muertos.
―¿Qué traes? ―preguntó José. ―¡Dejé el pinche reloj! ― dijo Carlos y empezó a revisar la guantera y sobre el tablero z la camioneta―. ¡Lulú me va a matar!
No llevaban mucho juntos, acaso tres meses. José había sido operador de ambulancia, se salió para conducir tráileres, pero se enredó en la cocaína y con una enfermera a la que la esposa descubrió, por lo que lo obligó a abandonar a la amante, al tráiler y volver a la Cruz Verde. Como ya estaban todas las plazas ocupadas y faltaban forenses, no tuvo otra opción que aceptar el empleo. Carlos egresó de técnico en emergencias médicas y entró directo al Semefo. Eso fue hace dos años, cuando los sicarios no rescataban cuerpos.
―Háblales, que te lo guarden. ¿Dónde lo dejaste? ―En la pinche barra donde está el bloc de reportes, no mames. ―Háblales, güey. Carlos agarró el celular de la guantera y presionó en Números Marcados. SEND. ―Pily, ¿dejé mi reloj en la barra...? Ah, sale. Guárdalo, ¿no? No, en tu cajón. Luego el pinche Mike lo agarra y lo empeña en Colegio Civil. Te veo al rato... N’ombre, apenas vamos a llegar... No sé todavía, nos dijeron que cuatro... OK... Orita nos vemos. ―¿Qué te dijo? —preguntó José dando un volantazo para rodear un bache. ―Ahí lo tiene, ya le dije que lo guardara —dijo y le dio un sorbo al café del Seven. ―Te mama la ruca, compadrito, qué te iba a dejar colgado. ―Está bien fea la cabrona. Nomás la quiero pa’ amarrarla en el patio y que espante tlacuaches. ―Hijo de tu chingada madre... eres de lo pioorrr...―dijo José agudizando la voz de manera ridícula y cambió a tercera. ―Oye, compadrito, ¿te dijeron en qué lugar de Vallecillo? ―Que Los Laureles. Ha de ser un pinche rancho perdido como La Araña, chingo de brechas. ―No mames, esa vez estuvo de la verrrga... Ojalá no nos agarre la noche y con este frío —dijo Carlos al tiempo que encendió la radio. Apenas empezaba La Diva. ―A ver si ya llegó el puto de Cuevas. Oye, ¿viste a la chavita que entró a Periciales? ―No mames, bien buena. ―No ha de tener ni 19 años, pa’ su madre. Bien chula. ―Chingada madre, ahí está el Cuevas esperándonos... ―Es bien culo, no entra solo ―dijo José al tiempo que encendió las intermitentes. ―De aquí a que llegue Periciales. José detuvo la camioneta al lado del Altima de Cuevas, estacionado justo a la entrada de una brecha. ―¿Qué pasó, licenciado? —preguntó Carlos tras bajar de la camioneta y dar el portazo. Sintió el frío—. ¿Dónde es la carne asada? ―¿Nomás vienen ustedes? ―preguntó el ministerial sin descender del auto y sin dejar de mirar el BlackBerry.
Quizá él y su compañero de entonces fueron los primeros en ser abordados por un comando armado. Carlos se bajó a comprar unos refrescos en un Seven, mientras su compañero lo aguardó al volante con tres ejecutados a bordo por una banda rival. Los sicarios llegaron, le dispararon en la cara y se llevaron los cadáveres. Desde entonces, los vehículos nunca salen solos con su carga rumbo a la morgue. Por esos días llegó José y le dijeron que Carlos sería su acompañante. Aunque los separaban 20 años, se entendieron rápido sobre todo porque ambos tenían sentido del humor, no se tomaban su trabajo con demasiada seriedad y porque se sabían indispensables: nadie quería hacer lo que ellos. Además, pronto empezaron a ser populares: quiénes se llaman Carlos y José y andan juntos para todos lados. “Echénse la de Dados cargados”, les decían los compañeros. “Eh, cabrones, la de Flor de Capomo”. ―Oye, pos hasta dónde estarán estos güeyes ―reclamó José, quien debía conducir a baja velocidad por entre la terracería. Ya habían pasado 30 minutos de camino.
―La otra unidad está en el taller, ¿por qué? ―Dicen que son 24 —dijo y lanzó una colilla encendida a la carretera—. Se lo dije a Cardona.
―No mames, está bien ojete el camino ―dijo Carlos, quien iba sujeto a las agarraderas para no brincar en exceso―. Ya son las siete.
―Ah, la chingada... —expresó Carlos—. Dos vueltas, mínimo ―¿Les tocaron en la mañana los gemelos del panteón y los cinco del Bar Río?
―Vamos a salir a medianoche. Háblales a aquellos güeyes para saber por dónde vienen.
―Y los malandros de Valle de Santa Lucía y un prensado ―dijo José desde el volante de la unidad.
―No hay señal ―contestó―. Chingado, quedé en hablarle a la niña a las ocho.
―Y la viejita de Infonavit La Joya ―intervino Carlos.
―Te jodiste. Yo como no tengo ni perro que me ladre.
―No mames, hasta me siento mal ―se carcajeó el ministerial y prendió un nuevo cigarro.
―¿Y tu mujer?
―No, la putiza fue el sábado en Doctor Coss ―agregó Carlos―. De ahí nos llevamos 26. Talco y La Morena andaban en Cerralvo.
―N’ombre, se puso malo su papá, están ella y mis chavos en la clínica.
―¿Cuando el enfrentamiento con los marinos? Iii... Yo descansé, pero La Tava dijo que la cosa fue rápida porque los malandros iban a ir por los cuerpos.
―Se le complicó su bronca de los riñones.
―Sí fueron ―dijo Carlos y echó el aliento a las manos para calentarlas.
―Pobre viejo, ya no da pa’ más. ¡Chingada madre, pinche camino!
―Sí, ya sé. Los bajaron en La Chueca. Ahí viene Periciales. Juímonos. ―Ámonos de una vez porque aquí espantan ―dijo Carlos y de un salto trepó a la unidad del Servicio Médico Forense.
― ¿Qué tiene el viejo? ―Puta.
El Altima se detuvo en la oscuridad y Cuevas encendió la luz interior. Los forenses hicieron lo mismo. De las sombras salieron unos soldados enchaquetados y con pasamontañas que les pidieron apagar los motores e identificarse, lo que
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―Pongan la camioneta allá adelante y apaguen el motor. Se van a quedar con nosotros.
hicieron credencial en mano y mirándoles el rostro. Enseguida, los militares anotaron placas. Hasta ese momento en que los soldados estaban escribiendo en libretas, bajo la luz de una pequeña lamparita, los forenses se percataron de que en ambos lados del camino había camionetas con militares silenciosos y atentos a cualquier movimiento.
José hizo en silencio lo que el militar le ordenó e intentó poner el vehículo lo más lejos del camino. Apagó el motor.
―¿Cómo están las cosas, oficial? ―preguntó Cuevas y un soldado de atrás, al parecer un superior, también con pasamontañas, dio unos pasos hacia él.
―Ya estuvo que toda la pinche noche aquí ―le susurró a Carlos. ―¿Pa’ qué jodidos nos mandan si esto va pa’ largo?
―Cállese, pendejo. No nos venga a interrogar. ―Discúlpeme ―dijo el ministerial, contrariado, y tras recibir su credencial, subió en silencio al auto y lo encendió para continuar el camino.
En eso se escucharon disparos en la lejanía. Los forenses alcanzaron a oír que los soldados se comunicaban en voz baja a través de radios.
―Póngalo acá en la orilla y apague todo ―le ordenó el soldado, quien avanzó hacia la camioneta del Semefo.
―No se bajen de la unidad ―ordenó el militar y se reunió con sus compañeros. ―Se me hace que ya nos llevó la verga, compadrito ―dijo Carlos. ―Estás en lo cierto, Chaparrón ―murmuró, ya sin humor, en tanto miraba hacia la oscuridad. José echó de menos una luna que lo dejara mirar a sus alrededores. No se veía nada de nada.
―¿Cuántas unidades vienen aparte de ustedes? ―le preguntó a José. ―Nada más nosotros. ―Se van a marear de tantas vueltas. ―¿Son muchos? ―Orita van 42, pero andan buscando más cucarachas en el monte.
A lo lejos se escuchaban gritos y tiroteos. Un par de estruendos los enteró que uno de los bandos estaba usando granadas. O los dos.
―Ah, cabrón ―dijo José. ―No, si fácil van a salir 100, 120 ―comentó el soldado.
―Nos van a dejar puros pedazos ―lamentó José, quien encendió un cigarrillo mientras Carlos cerró los ojos, entrelazó sus manos sobre el estómago y recargó su cabeza hacia atrás. Dormitó.
José se quedó mirando hacia el camino oscuro y empezó a sudar pese a que la temperatura había descendido hasta los cinco grados.
Al despertar minutos después, Carlos le contó a José haber soñado que apenas iban llegando a ese lugar del que, sin embargo, no saldrían en mucho tiempo.
―Y ni cómo llamar a la base ―comentó Carlos, apesadumbrado por la labor que le esperaba. ―Ni pa’ qué, no hay unidades ―dijo José y volteó a ver al soldado. ―No, pero ahorita no se van a llevar a nadie ―alegó el oficial―. Van a esperar a que se acabe y amanezca. ¿Cómo los vamos a escoltar a mitad de la noche?
#CERRALVO #COLEGIO CIVIL #DOCTOR COSS #INFONAVIT LA JOYA #LA ARAÑA #LA CHUECA #LOS LAURELES #VALLE DE SANTA LUCÍA #VALLECILLO
―Pero orita vienen periciales y ministeriales, jefe ―dijo Carlos―. Podemos irle avanzando. ―No, esos cabrones ya fueron detenidos en la entrada de la brecha y ahí se van a quedar hasta que esto se acabe ―repitió. ―¿Y nosotros? ―preguntó José.
H
ace poco menos de 100 años mi abuelo y su mejor amigo, también otro de tantos niños bastardos del pueblo, fueron a comprar una tortilla con sal. En época de lluvias el mercado era todo charcos y lodo, siendo la plazoleta central animada por decenas de niños. Pero ese día no llovía. Una polvareda inmensa ocultó a los caballos, a los hombres y sus carabinas, que atravesaron veloces el mercado. Cuando el polvo se disipó, el amigo de mi abuelo estaba muerto, todavía de pie y mordiendo la tortilla con sal. ¿Quién le asesinó? “La Bola” decían unos. “Bandoleros”, otros. “Los hombres de Don Fulano, es que le deben aquí en el mercado”, otros más explicaban. “Pero al cabo el chamaco era un bastardo”. Opacidad. Así es. Así ha sido.
OPACO
―ARTURO BERRONES
#MÉXICO
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
CADEREYTA, 2005
UN EXTR A ÑA M IENTO ―RODRIGO GUAJARDO —Volví a irme. Y volví a regresar.
Para la ocasión, la información de la bicicleta veta la posibilidad del conocimiento de Cadereyta, por un lado y, por otro, me obligaba a asumir una extrañeza como nata: es decir, inexplicable. Yo era —soy de Cadereyta— y, en tanto lo era, no podía más que ejercitar la función de un extraño —pero de Cadereyta. Listo. O bien, yo jamás debí haber usado una bicicleta o no debí volver aquí. Pero hice las dos cosas.
Yo casi sólo miro por la ventana porque no salgo, ¿cómo podría hablar de Cadereyta? Salvo el trato con mis padres y el único amigo que aquí me queda —al que habré visto 6 veces en 4 años, un día cada vez—, mi contacto con Cadereyta es nulo: se reduce a dormir en algún punto de su extensión. Al parecer, lo que sobre ella diga debe más al choque entre las cosas que se acumularon en mis ojos todos estos años y la impresión que me provoca ver la calle por la ventana o cuando salgo al pasillo. Súmesele, claro, que yo comporto la impresión de una naturaleza de pasado vivido aquí y tenido ahora, que no tiene otra realidad ya que la de pasado —tal como eso, en este momento la escucho. Lo que fue está lejos o perdido; todo lo que yo entienda, en retrospectiva, no ha sucedido aquí; tampoco puedo afirmar que es incompatible con la experiencia, de haber incurrido en ella. Incluso el panorama por la ventana se reduce a un semicírculo que sobrepasa la cortina (siempre cerrada), en donde sucede un fragmento de cielo que las puntas de un árbol seco trillan verticalmente y al que siguen, a una velocidad más lenta, los pájaros de vez en cuando. La miro en directo si abro la puerta y me detengo hacia la noche del oriente y arden las torres, y la calle vacía a esas horas que se prolonga, me gusta mucho —más, con esa sintaxis. El cielo que ya he dicho —muchas veces. Por el norte, hacia donde baja la escalera, casi no veo más que las frondas altas de los árboles del patio y escucho, sobre todo por las noches, el fragor de tráileres alejarse de izquierda a derecha, y viceversa. Hacia el poniente acaba la vista en una distribución de tejas y bardas que más o menos guardan frecuencia y una sensación de espacio baldío en la que, se intuye, colma todo —aunque cuando he pasado por allá existen los montes y las carreteras. Mi ventana ocupa la posición del sur. El verano cruza de sesgo este cubo, la primavera toca una arista; el otoño apenas y alcanza a derrapar sobre la superficie, pero ya todo el invierno pasa por encima. El verano, más que nada, es la hiperrealidad y evidencia de una cicatriz que actúa como ráfaga. La gente me dijo hace mucho que las ráfagas que llegan a sentirse aquí son las del olor a petróleo; pero, o es que yo no tengo buen olfato o alguien miente, lo único que podía deducir era que, entonces, el aire debería tener un ligero azul que el polvo, primero, hacía pesado y, luego, invisible —el polvo, y la desintegración que implica todo proceso de combustión —¿qué sería más el pensamiento? Sí, el azul estaba sucio y la mayor parte del tiempo sólo se percibía el adjetivo; ahora vivo el color rojo o el gris, pero por ese entonces amaba el azul. Otro día supe que lo amaba. Y otro día ya no; pero lo supe otro día. Cada día que supe eran días en lo que yo no estaba: tal verosimilitud tiene el recuerdo. Con la intención de conocer algo de lo que aquí expreso, antes de volver me he comprado una bicicleta. Quería recuperar —creo, más por “profesión” que por sentimiento— su noción. Inmediato presentí que, aquellos años, cuando me movía en la bicicleta, el transcurso por Cadereyta sólo duraba lo que tardaba en salir de ella; no era extraño, entonces, que cuando la compré pensara más bien qué tan lejos de aquí podría irme, en lugar de emplearla para recorrerla o conocer. Eso, sin embargo, era volver; yo, seguía siendo el mismo. La circunstancia abre la pauta para una premisa vital: si tantos años, si más de 18 casas, si tantas personas, un amor para siempre, miles de kilómetros, todo entre mucha velocidad, no habían hecho mella alguna en mí, de tal forma que, en esencia, era el mismo: confirmaba la invalidez de la realidad —eso que pasó— y, ulteriormente, de ésta sobre la identidad que, a fin de cuentas, el hombre termina lastrando de aquí para allá y, peor aun, a él; sobre todo cuando esta cuestión sólo podía ocurrírsele a la realidad, y en una de sus formas favoritas, el recuerdo. A la vez, significaba que la duración de este “yo” —sea quien eso sea—, su insistencia, provenía de una intensidad amemorial, con velocidad de veras. A la postre, la memoria venía a ser una obligación que, en el acto, se tropezaba en necesidad. La maniobra de un prestidigitador cuyo enigma ocupaba el mismo lugar en el espacio —franjado adrede pero nunca roto— que, simultáneamente, la solución. Ello no implica ningún problema; la oración ni siquiera trata de enunciarlo. Que el descubrimiento del juego fuese posterior al enredo, era natural: la carta siempre estuvo ahí; los ojos, no. No caer en la cuenta que lo descubrimos después porque después abrimos los ojos, es triste. Se trata más bien de un candor nocivo para con el mecánico
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ción contraria; la lentitud en el cielo parece estar de acuerdo con que vienen en dirección contraria. Uno, que por la ubicación equidistante de su sombra asume un ser perpendicular al centro de la noche redonda, se preocupa por la existencia de sentidos y direcciones. Y sí existen: para las nubes, para las cosas que pasan; uno, en cambio, está aquí y, sin nada que medie, luego en otro aquí. No hay procesos; incluso la sombra —”esa evidencia”— se mueve con uno. De tal modo que a) el encuentro entre Cadereyta y yo era la cita de nadie con un fantasma; y aa) el fantasma venía del futuro, de algo que todavía... primero, no había muerto y, después, no tenía cómo morir. Un cadáver inmaculado. Un cadáver inmaculado. Mientras en Cadereyta seguían pasando las cosas en su lugar (nos rodeaban un carro en doblar la esquina, otro carro cruzando a 20 ka eme; cinco peatones de irregular transcurso lo presenciaron y no dijeron nada) y yo, yo pensaba en cuánto tiempo que no veía a Lilu, que se avisaba allá, transcurrió el encuentro, de donde yo salí corriendo para abrazar a Lilu y en Cadereyta otra vez anocheció. Fue definitivo. Volver a Cadereyta y ahondar en conocerla es erigir la estatua de una interrupción que sólo podría consolidarse aquí; el renuente himno, que involucra el desprendimiento de la garganta, puede cantarse con estas piedras vocales. Heme aquí boca arriba, pero contra el suelo, levantando una montaña que me asombra. Pero bajo la que sigo igual y que luego dejo caer sin que pase nada a uno ni a otro.
ejercicio de abrir los ojos ante un objeto eterno, apuntalado en y desde todos los polos del espacio; apuntalado él. Adjudicar una consecuencia a la pureza, sacralizar los procesos: escindir. La instalación de distancias: el verbo volver, por ejemplo. Volver al pasado como una casa que nunca se tuvo cuando yo creo que la primera característica de los milagros —la vida incluso— es ser de repente. Que nadie atribuya el descubrimiento de mí—si eso es posible o, desde la realidad, parece— a donde estoy ni a donde ya no; sí, tal vez, a lo que quiero y a lo que cada vez quiero, que es lo que quiero. Qué importa si eso cambia —según alcance a registrar la realidad. Lo único que tiene verdadero peso en mi existencia son las cosas que pasan, no en la realidad sino por mi cabeza. Que cómo he llegado a tener equis cabeza es una cuestión que ya traté de izar. Bien que la readquisición de la bicicleta termina por revelarme una condición de infranqueable, ésta pudo develarse en cualquier momento vacío —mi patria por haber nacido en ese momento de aquí— en el que yo estuviera en la disposición de saberlo. Que lo escriba, es un pretexto un poco más válido. Cuando regresé aquí, oidor del mito del regreso al origen —hijo pródigo de un vacío que me sobreabunda y es mi única pasión— me dispuse a corroborarlo. Pues bien, encuentro que no es Cadereyta lo que me define, sino lo que yo he estado pensando todo este tiempo, cuando no estuve allá, y cuando no estuve aquí. Es que ha podido definirme la ausencia de lo que jamás viví, pregunto. Entonces, eso reafirma la premisa. Para la ocasión, la información de la bicicleta veta la posibilidad del conocimiento de Cadereyta, por un lado, y por otro, me obligaba a asumir una extrañeza como nata: es decir, inexplicable. Yo era —soy de Cadereyta— y, en tanto lo era, no podía más que ejercitar la función de un extraño —pero de Cadereyta. Listo. O bien, yo jamás debí haber usado una bicicleta o no debí volver aquí. Pero hice las dos cosas. Lo que sigue, lo de que eso es consecuente debe ser el nuevo que soy, una novedad que en sí comporta, las veces que ocurre, una situación espontánea, distinta cada vez y que no guarda otra relación con la anterior ni la siguiente —hablando en el argot de la realidad— más que la condición espontánea. O puede guardarla, ser idéntica: equis a ye y, luego, abro los ojos: y otra ye, dispar; pero eso no la cambiaría en nada. Estoy plantado en la noche redonda y las nubes que vienen, vienen en direc-
[2005. Este texto apareció en la gaceta El Grito.]
#ALLENDE #CADEREYTA #CHIHUAHUITA #EL SALETRILLO #REFINERÍA PEMEX #SAN BARTOLO
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
LA CON VOY
―FRANCISCO LUGO
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ener 19 años en una colonia marginada, a principios de los 90, era una gran aventura. Había un odio generalizado contra los policías, en parte porque en ese tiempo existía un operativo llamado La Convoy. La Convoy era una línea de granaderas que entraba a las colonias a “levantar” a quien fuera que tuviera entre 14 y 30 años. Estas incursiones hacían un círculo vicioso: los morros se atrincheraban en las azoteas de las casas baldías esperando a las granaderas: al grito de “riscos, riscos, riscos” las agarraban a peñascazos. Ah, bellísimo espectáculo. Me gustaría decir que era David contra Goliath. Pero en realidad nuestros davides sólo eran morros que se gastaban los pocos pesos limosneados en aguardiente, resistol y tíner, mientras que muchos de esos policías antes habían sido compañeros en la secundaria o vecinos de barrios aledaños que hasta ese momento habían logrado subir en la microescala social. (En todo hay niveles.) Y ahora encarcelaban a éstos o robaban su salario entero a obreros en la calle, sacaban a macanazos y a punta de bala a los posesionarios de predios en las periferias de donde alguna vez ellos o sus padres habían podido escapar; violaban y amedrentaban, les gustaba castigar. No eran Goliath pero sí la ley de las colonias marginales. Lo que seguía de las piedras era que los uniformados huían despavoridos… para regresar minutos después, acompañados de chingo de granaderas iluminando las polvorientas calles taciturnas de rojo y azul. Bajaban de ellas y agarraban a quien podían.
Creo que es lo más semejante a una abducción. Uno estaba cotorreándose con los cuates en la calle y, momentos después, frente a reporteros amarillistas que nos pedían instalarnos como un equipo de futbol; para la foto, para el recuerdo. Había entre nosotros un obrero que fue abducido con todo y lonche, un chavo de 14 años, mi ex compadre La Kikis y otros más del barrio. Yo estaba muy culeado: era la primera vez que caía en el bote; pero de haber sabido que saldríamos en el periódico, hubiera puesto una cara de maldito asesino; el problema es que nadie me avisó. Ya qué. (Y aunque me hubieran avisado. En ese momento sólo pensaba en qué dirían en casa: “¿Ya ves lo que anda haciendo el pinche güerco? Lo sacaste de La Indepe para que no se hiciera mariguano, y anda apedreando casetas de policía”. “Y enardecidamente”.) Ahora, aquellos tiempos son los que añoramos como felices. Qué puta ironía.
#AGENCIA DEL MINISTERIO PÚBLICO EN ASUNTOS VIALES /2 DISTRITO JUDICIAL #COLONIA 31 DE DICIEMBRE #COLONIA COAHUILA #COLONIA NUEVO LEÓN #COLONIA TAMAULIPAS #GUADALUPE #LA INDEPENDENCIA #LÁZARO CÁRDENAS C/ PLUTARCO ELÍAS CALLES #POLICÍA Y TRÁNSITO DE GUADALUPE #SECUNDARIA CLAVE ES 312-27 #VILLA JUÁREZ
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OCURRIÓ RUMBO AL NORTE
H A MER: EXPERTO EN EMBOSCADAS ―RAMÓN LÓPEZ CASTRO
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rancis Augustus Hamer tenía esa impronta de hombre tranquilo tan propia de los asesinos. Hablaba poco, casi siempre en un tono bajo, masticaba calmo las vocales y las dejaba ahí en el aire con el acento texano tintineando en medio de sus conversaciones. Platicaba de caballos, de sus correrías con los Rangers de la otrora república de la Estrella Solitaria y se guardaba de beber licor fuerte cuando trabajaba. En todo caso, participó en una unidad federal durante la época de la prohibición del alcohol; retirándose a lo suyo, a patrullar los llanos texanos, no sin ganarse elogios de Edgar Hoover y otros en el FBI. Era implacable, una suerte de Javert con botas, con mínima piedad para los transgresores y de una rudeza primitiva que al jefe del servicio federal de investigación de Estados Unidos le parecía encomiable. Otro de los motivos de conversación de Hamer eran las emboscadas. Sabía prepararlas con esmero y en raras ocasiones se le escapaba la presa: al menos en una de ellas un mexicano ex villista, acaso metido al negocio de robar conductas con minerales preciosos en Texas y Arizona, se le enfrentó. Del duelo Hamer conservó una cicatriz de una bala que le atravesó el cuerpo en sedal y un respeto a la velocidad para desenfundar que tenían algunos Dorados de Villa. Pero al final, cazó a su hombre. Esta especialidad fue bien aprovechada por el FBI y otras agencias cuando se dieron a la tarea de abatir a los grandes ladrones de la era de la Prohibición. Es válido preguntarse si Hoover no tomó nota de los métodos de Hamer cuando terminó la carrera de John Dillinger, entre otros que cayeron en celadas nocturnas, a plena luz del día o en las horas crepusculares. Todos ellos acribillados. Esa era una marca de la metodología de Hamer: usar una potencia de fuego abrumadora cuando tienes en la mira al objetivo. Y disparar sin cesar. Hamer era dado a los refranes. Decía que los delincuentes eran como coyotes: siempre nerviosos, viendo a uno y a otro lado, sin darse cuenta que el cazador está al acecho, en el matorral de enfrente. También tenía fama de ser duro en su trato con los políticos corruptos, a los cuales identificaba con los cangrejos de río, siempre sinuosos y rastreros; ello lo convertía en un personaje incómodo para los gobernadores de Texas: pasaba por imprescindible cuando había problemas de seguridad pública, pero procuraban deshacerse de él en cuanto la contingencia concluía. A lomo de su caballo desdeñaba los automóviles, los refrescos embotellados y a los banqueros; aunque de éstos últimos cobró cuantiosas recompensas por liquidar a los ladrones de bóvedas que pulularon en los “pueblos de petróleo” surgidos de la exploración de hidrocarburos. Entró a los Rangers para luego salir y dedicarse a imponer la ley —a veces su ley— en muchos poblados que ahora son ruinas fantasmales en el sur y centro de Texas. Regresó al cuerpo de la policía estatal para patrullar la frontera mexicana ―era la época más virulenta de la revolución en nuestro país―; así
Es probable que Hamer no tuviera en buena estima a los mexicanos; era una actitud normal entre el clan familiar que formaban los Rangers; pero tampoco los menospreciaba.
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LA RESOLANA DE NUEVO LEÓN
se hizo respetar entre salteadores, contrabandistas y uno que otro revolucionario renegado que cruzaron la línea en pos de dinero fácil en el otro lado. A los policías texanos les parecía que la frontera era una mera formalidad: no pocos cruzaban a México persiguiendo desperados, adjetivo con el cual agrupaban a un cuatrero, al gambusino que no pagaba derechos a las grandes compañías mineras, al vaquero distraído con la caja de caudales, al secuestrador o al desdichado veterano de las peleas prostibularias; el despojo del viejo oeste el cual, como Hamer, se negaba a morir a inicios del siglo XX. México era su fuente de preocupaciones, su razón de existir, su lugar mítico y el destino de los pocos fugitivos que se escapaban de ellos. Es probable que Hamer no tuviera en buena estima a los mexicanos; era una actitud normal entre el clan familiar que formaban los Rangers; pero tampoco los menospreciaba. Era imposible para él olvidar que Rafael “Rojo” López, el villista de rápidos reflejos, casi lo mata antes de caer en el cepo que él le había tendido. El Rojo López era buscado por la policía de Utah, luego de que el mexicano mató a cuatro de ellos y escapó a una mina cercana al pueblo de Bingham; sitiado en su escondite por 200 ciudadanos de Salt Lake City, “temerosos de la ley”, quienes lo esperaban para lincharlo, el Rojo se atrincheró y procuró desembarazarse de dos de sus perseguidores. Los restantes prendieron fuego al tiro de la mina, con la esperanza de que López saliera acosado por el humo; lejos de amedrentarlo, la humareda le sirvió de camuflaje: nada funcionó mejor para cubrir su retirada. Hamer tomó nota de ello: una emboscada no es labor que deba encomendarse a una turba patibularia, sino una operación militar que no deja cabos sueltos. Y aun así, estuvo a punto de morder el polvo ante el pulso firme de Rafael “Rojo” López. Frank Hamer, con ese entrenamiento en el acecho y la certeza de que el hombre acorralado suele poner bravura ahí donde debería haber sumisión, no se tomó a la ligera su último y más infame ―o célebre― lance: fue convocado de nueva cuenta a Austin, para que terminara con la rocambolesca carrera de otros desesperados: Bonnie Parker y Clyde Barrow. Se dice que Clyde Barrow tuvo un momento de pánico cuando supo que Hamer venía detrás de él y de su amante; otros hablan de una resignación como la que experimenta el condenado a muerte cuando la capucha del verdugo nubla su vista, antes de que el dogal tome su puesto de honor. Bien podría ser que Bonnie también conociera las historias del viejo sabueso texano. Como sea, decidieron seguir huyendo. Es decir, optaron por caer en el lazo que, paciente, les fue tendiendo Hamer. De ahí la gloria o infamia del suceso: así como al Rojo López, Hamer esperó con tranquilidad a Bonnie y a Clyde en el recodo de un camino rural de Louisiana, no lejos de la ranchería de Gibsland. Acaso habló poco con los seis hombres congregados a la vera de la rústica carretera, a buen recaudo entre la vegetación sureña; es lógico que revisara con atención el mecanismo de su rifle Remington calibre .35 modelo 8, personalizado para él por un armero de Austin; sin duda dirigió algunos comentarios al fusil automático Browning que llevaba su segundo al mando, Ted Hinton, un arma poderosa que podría penetrar el grueso metal del Ford de ocho cilindros que transportaba a la pareja de fugitivos.
¿Qué hubiera ocurrido si Clyde o su compañera Bonnie se hubieran rendido sin pelea? Hamer era sin duda insensible a las súplicas de los presuntos delincuentes; pero tenía un extraño código de ética: según se narra en el periódico Lakeland Ledger del 17 de junio de 1985, a propósito de la historia de los Rangers, Frank Hamer tuvo que enfrentarse en 1930, como lo hiciera el “Rojo” López en Utah, a una multitud de texanos “temerosos de la ley” que pretendían linchar a un detenido de raza negra, quien estaba bajo la custodia de Hamer. El viejo policia salió de la prisión preventiva del condado de Sherman y observó a la concentración, para luego hablar con voz calma: ―Bien: vengan si se creen con suerte. Al día siguiente el prisionero y el ranger seguían incólumes. Por otra parte Hamer consideró, en una entrevista llena de monosílabos y silencios, luego de los hechos, que Clyde Barrow nunca se entregaría, habida cuenta los abusos que el fugitivo sufrió en las prisiones texanas. Otro tanto ocurriría con Bonnie. Eran como los coyotes del condado de San Saba: no podían dejar de correr, aunque tuvieran al cazador frente a ellos. La paz de esa mañana del 23 de mayo de 1934 fue violada por el estruendo de los fusiles, cuya descarga masiva dejó a los integrantes del grupo de emboscados momentáneamente sordos; a varias millas del suceso, algunos testigos pensaron que un camión cargado de dinamita había hecho explosión. Bonnie y Clyde yacían reventados, al interior del Ford. Hamer, luego del malestar público ocurrido a raíz de la emboscada de Bonnie y Clyde, incitado por las fotografías publicadas en los periódicos de la época, que daban cuenta de la misma, se retiró del servicio. Ofreció sus artes y experiencia al gobierno británico durante la segunda gran guerra mundial, con la esperanza de enseñar su oficio a los reservistas ingleses que esperaban la acometida nazi, misma que nunca se produjo. Perdió un hijo en Iwo Jima. Su tumba se ubica en Austin: una placa austera que reza “Frank Hamer, 17 de marzo de 1888-10 de julio 1955; capitán de los Rangers de Texas”; al centro de la lápida se advierte un símbolo masónico. No dice nada de sus 17 heridas, la más grave aquella infligida por el villista López, ni de sus casi 70 asesinatos en nombre de la ley. Tampoco refiere su gusto por la conversación parca ni su paciencia en las emboscadas.
Era imposible para él olvidar que Rafael “Rojo” López, el villista de rápidos reflejos, casi lo mata antes de caer en el cepo que él le había tendido.
#ARIZONA #AUSTIN #BINGHAM #EUA #GIBSLAND #INGLATERRA #IWO JIMA #LOUISIANA #NORTE DE MÉXICO #SALT LAKE CITY #TEXAS
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EL GI M NASIO POR LA NOCHE ―VIDAL MEDINA
C Es la hora en la que los que están juntos se abrazan y los que están separados se juntan. Lo sabes porque el árbitro ha dado el silbatazo final.
ruce de Aldama y Juan Ignacio Ramón. Once y media de la noche. De pronto esa sensación de estar en todo mal y estar muriendo, no poco a poco, sino rápidamente. Las ideas se empiezan a secar y el pelo se encanece. Sensación de soledad acrecentada. Algo te salió mal. No sabes qué. No sabes dónde poner el ojo. Dónde está el error, no lo sabes. Piensas en ti como algo irremediablemente torcido. A lo lejos escuchas el silbatazo de un árbitro de futbol. Te acercas y descubres el gimnasio de esa universidad. Entras y subes a un segundo piso. Observas un partido de futbol. (Hace cuánto que no estabas frente a un partido de futbol, algo tan común.) Hacía mucho tiempo que no sentías tan lejana esa sensación de competencia, de poder competir; es decir, de no poder, de no estar a la altura de las circunstancias que exigen los cambios de ritmo, de aceleración y fuerza que se invierten en un partido. Observas con detenimiento algunas jugadas y llegas a advertir que un equipo juega mejor que el otro, corren más rápido, tocan mejor la pelota y meten más goles.
Las once y media de la noche es la hora en la que las parejas se abrazan, las mamás abrazan a sus hijos, y los papás también; es la hora en la que los que están juntos se abrazan y los que están separados se juntan. Lo sabes porque el árbitro ha dado el silbatazo final y los jugadores también se abrazan. Nadie te espera en casa. Sabes que durante algunos minutos todo el mundo por algún motivo se abraza o se busca para abrazarse y tú piensas que existe alguien que te está pensando ahora o te ha pensado algunas veces y que te quiere dar un abrazo cálido. ¿Quién será? Quisieras conocer su rostro, apurar el momento de conocerla y pasar rápidamente por el cortejo y el tiempo en que las parejas se conocen. Quisieras que todo eso pasara muy rápido, como un flashazo, y que el tiempo llegara del abrazo mutuo. Piensas que así como se acabó el partido de fútbol a ti también se te agotó el tiempo, la risa; o las ganas de seguir.
#JUAN ALDAMA #JUAN IGNACIO RAMÓN #MONTERREY
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