La Resolana de Nuevo León - 6

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LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas

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ÍNDICE 3

EL CINE MARAVILLAS Armando SANTOS URUÑUELA

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CHAMPÚ Priscila PALOMARES

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ASAMBLEA DE LA FUNDACIÓN Eric LARA

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LA QUERELLA DE LA FLOR DE LIS III Ramón LÓPEZ CASTRO

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LLUVIA LUCÍA Luis Felipe LOMELÍ

CANCIONERO Y a veces parece que en las hondonadas se oye un ruido extraño, cual choque de espadas, luego un alarido que infunde terror, y se piensa entonces en el indio Cua-pa, que aguerrido bravo con el Ju-Macapa asedian y baten al conquistador. (…) Que lo que parece un choque de espadas y un ronco alarido en las hondonadas, es hoy la estridencia de fuertes motores y el diario silbato de las factorías, recordando el turno de todos los días a grupos alegres de trabajadores.... —”A Santa Catarina, NL” Autor: Leopoldo García Betancourt

DIRECTORIO DIRECCIÓN*: Rodrigo Guajardo EDICIÓN: Carolina Olguín y Édgar Favela FOTOGRAFÍA**: Omar González (pp. 1, 5, 6, 7 y 9) y Carolina Olguín (p.10) ARTE DE PORTADA: Omar González DISEÑO EDITORIAL: Marta Hoyos COLORIZACIÓN: Andrés Villagómez MAQUETACIÓN: Rodrigo Guajardo CANCIONERO: Tomado de “Corridos y canciones de Nuevo León”, de Silvia E. Gutierrez Islas (UANL, 1996) *Los TEXTOS no necesariamente narran hechos reales y no necesariamiente narran hechos ficticios. La Resolana se reserva esa amgigüedad con fines de verosimilitud literaria y para protección de sus autores. **Las FOTOGRAFÍAS no necesariamente guardan relación con el texto: se limitan a fines de diseño. ***Los RECORTES que ilustran el texto “El Cine Maravillas” fueron tomadas todos de la investigación “Las antiguas salas de cine en Monterrey, Nuevo León (1930-1940)” de Lucilda Hinojosa Córdova, disponible en la dirección: http://amic2015.uaq.mx/docs/memorias/GI_09_PDF/GI_09_Las_antiguas_salas_cine.pdf

ANÚNCIATE CON NOSOTROS l a r e s o l a n a d e n u e v o l e o n @ g m a i l . c o m

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EL CINE MARAVILLAS Armando Santos Uruñuela

D

ice un antiguo proverbio que si le diriges a un gitano cien veces la misma pregunta recibirás cien respuestas distintas. Mi padre, de quien heredé nombre y apellido, tenía sangre gitana; su abuela, Inés Amaya, era hija de un cíngaro andaluz que llegó un día al pueblo de Bustamante, Nuevo León. Ahí se ganó un rancho en un juego de baraja, formó una familia, perdió la propiedad en otra partida de cartas y salió del pueblo, abandonando a esposa e hija para no regresar jamás. A mi papá le gustaba contar anécdotas, entre ellas la del Cine Maravillas y cada vez que hacía la crónica de este suceso nos daba una versión diferente, con sutiles y significativos cambios en la trama. Mi tío Homero afirma que la fachada del cine es la imagen que más se le quedó grabada. El volumen de la cumbia apenas permite que escuche su voz. El domingo 28 de marzo de 1948, el último día de las vacaciones escolares, mis abuelos mandaron a sus hijos Armando y Homero –de nueve y seis años de edad, respectivamente–, y a su sobrino Joaquín, de cuatro años, al Gran Teatro Rodríguez (Avenida Benito Juárez, entre José Silvestre Aramberri y José Modesto Arreola), que exhibía la película “Tarzán y la Cazadora”; a 1.25 pesos, el boleto en planta baja. Así que ataviados de sus mejores prendas, los niños tomaron el camión que los conduciría a la aristocrática sala de cine. Sin embargo, mi padre hizo un cambio de ruta; se dirigió al Cine Maravillas, una sala de barrio, donde proyectaban “Tarzán y su Compañera”, una película de 1934 cuyo boleto en galerías costaba 0.40 centavos. Por las tres entradas se ahorraría 2.55 pesos, suficientes para comprar una entrada al Matiné-Concurso del mago Richiardi Jr., dulces y una revista “Pepín” con las historietas de los Súperlocos, Kid Azteca y Alma de Niño (Memín Pinguín). Adentro del cine la galería estaba a reventar, más de 500 infantes y algunas decenas de adultos gritaban enloquecidos. Armando, Homero y Joaquín arrojaban semillas al público del área

SE ESCUCHÓ EL GRITO DE TARZÁN: “¡AAAAAAAAHHH!” Y JOHNNY WEISMÜLLER, COLGADO DE UNA LIANA. REALIZÓ UNAS CUANTAS PIRUETAS EN LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES. SE BALANCEÓ COMO TRAPECISTA Y ATERRIZÓ ENTRE NATIVOS MORENOS, TRAFICANTES BLANCOS Y GORILAS PELUDOS. LOS ESPECTADORES SE PUSIERON DE PIE .

de luneta. Las luces se apagaron y se hizo un silencio. En la pantalla se veían unas chozas africanas donde unos traficantes de marfil hablaban y hablaban y… no aparecía Tarzán. Luego salió una caravana de nativos dirigida por los hombres blancos, que continuaron su charla. Y seguía sin aparecer Tarzán. Los cinéfilos infantiles se impacientaron y comenzaron a abuchear. Y en eso una tribu de salvajes atacó la caravana: los traficantes dispararon sus fusiles, se puso sabroso el combate, los niños aplaudieron y patalearon. La caravana prosiguió su camino y los traficantes se toparon con una manada de gorilas, a quienes encañonaron; luego de 18 minutos de película, se escuchó el grito de Tarzán: “¡Aaaaaaaahhh!” y Johnny Weismüller, colgado de una liana. realizó unas cuantas piruetas en las ramas de los árboles. Se balanceó como trapecista y aterrizó entre nativos morenos, traficantes blancos y gorilas peludos. Los espectadores se pusieron de pie; gritaban desaforados, imitando el aullido de Tarzán. Mi papá se golpeaba el pecho como gorila, macho alfa lomo plateado. Algunos jóvenes pidieron a los exaltados individuos que se sentaran, pues no podían ver lo que ocurría en la pantalla. Los personajes secundarios hicieron su aparición: Chita, el simpático chimpancé, se multiplicó por dos; mientras que Jane, la compañera de Tarzán, interpretada por la bella Maureen O’Sullivan, se lanzó desde un árbol, cual clavadista de la Quebrada de Acapulco, para caer en los fuertes brazos de Tarzán. Jane lucía un vestido-taparrabos que dejaba expuestos sus esculturales muslos. Los enamorados cinéfilos silbaron y lanzaron piropos. Entonces se escuchó un fuerte grito: “¡Fuego! ¡Se quema el cine!”

La primera voz de alarma fue replicada por decenas de exclamaciones: “¡Se incendia el cine!” “¡Corran o se queman!” Niños y adultos entraron en pánico y como todos querían salir primero se empujaban y se daban de codazos. La estampida de gente se agolpó en las escaleras que conducían a la planta baja. Después de la suspensión de la exhibición, la sala quedó en completa oscuridad. Los niños Armando, Homero y Joaquín se quedaron paralizados en sus asientos mientras los espectadores los pisaban y empujaban en su desesperada carrera. Las voces de “¡Fuego!”, “¡Se está quemando el cine!”, se confundían con las de “¡Calma!” “¡No ocurre nada!” Un niño se desplomó en los últimos peldaños de la escalera y sobre él otros fueron cayendo. Los cuerpos se hacinaron hasta llenar por completo el hueco formado entre la escalera, la pared que da al interior del cine y la pared que da al exterior y que corresponde al fondo del vestíbulo. Las luces de la sala se encendieron. La muchedumbre, lejos de calmarse continuó empujando con más fuerza, asfixiando a los que quedaron en medio de la aglomeración de cuerpos. Después de un tiempo sonaron las sirenas de las ambulancias, la de los bomberos y las radiopatrullas. Unos bomberos rompieron las tablas de la pared que unía al vestíbulo con la escalera de la parte superior y por ese hoyo empezaron a sacar a los niños que allí se encontraban. La pelea por descender era encarnizada; niños, jóvenes y adultos se disputaban el turno a fuerza de puñetazos y mordidas. Mi padre, su hermano y su primo trataron de aproximarse al hueco que estaba en la pared de la escalera. La masa de gente los aprisionaba. Un hombre fornido se compadeció de los niños desampa3


rados. Los protegió con su cuerpo y se abrió paso entre el gentío. Una vez que estuvo cerca de la abertura, cargó, uno a uno, a los tres huercos que bajaron al vestíbulo del cine. A las puertas del Cine Maravillas los socorristas condujeron a los chiquillos a una ambulancia de la Cruz Roja, pese a las protestas de mi padre, quien alegaba que no estaban heridos. El vehículo dejó a los infantes en el Hospital Civil en donde decenas de accidentados gritaban de dolor y exigían una atención médica que los doctores y enfermeras se esforzaban en otorgar. Las salas del Hospital se llenaron de familiares angustiados que gritaban el nombre de sus pequeños. Las malas noticias corrían rápido: el niño de 11 años, Rodolfo F. Elizondo, perdió la vida en la sala de operaciones; y, en una cama del nosocomio, los padres de Raúl Cepeda lloraban desconsolados la muerte por asfixia de su pequeño hijo de apenas cuatro años. El padre abrazaba el cuerpo inerte de Raulito, mientras la madre gritaba que, en cuanto estuvieran en su casa, se quitaría la vida. Los noticieros radiofónicos vespertinos ya informaban del trágico “incendio” del Cine Maravillas; alarmados por las noticias y la tardanza de los niños, mis abuelos acudieron al Hospital Civil y recorrieron sus pasillos preguntando por sus hijos y por su sobrino, hasta que los encontraron muy quietecitos y recargados en una pared. Esta vez no hubo reproches ni regaños; los abrazaron, salieron del hospital y se dirigieron a su casa en Albino Espinosa 1536 Ote. Al día siguiente, en lugar de mandar a sus hijos a la escuela, mis abuelos los llevaron de paseo al Cine Maravillas. Los regiomontanos acudían en procesión a contemplar la sala “quemada” de espectáculos. En realidad la imagen del edificio chamuscado sólo se encontra4

ba en la mente de los paseantes. Por la tarde, una segunda edición del periódico El Porvenir, informó que el desastre fue ocasionado por la “broma diabólica de un individuo que dio a voz en cuello la falsa alarma de que había estallado un incendio”. La policía dejó pasar un par de días antes de iniciar las pesquisas para capturar al responsable. Sin embargo, cuando el Circuito del Norte ofreció una recompensa de mil pesos, el Agente de la Policía Judicial Ricardo Condelle aceleró las investigaciones y obtuvo informes de los heridos y recibió pitazos de unos muchachos de la Colonia Modelo, y, el viernes 2 de abril, detuvo a los culpables de la hecatombe del Cine Maravillas. Se trataba de cuatro jóvenes: Lauro González, Gilberto Treviño, Carlos González y Josué Moreno; este último, ayudante del recetario y del mostrador de la Farmacia San Rafael, fue acusado por sus tres compañeros de ser quien lanzó el primer grito: “¡Se está quemando el cine!”. Los detenidos confesaron ante el Agente del Ministerio Público que la tarde del domingo 28 de marzo se paseaban por Calzada Madero cuando se detuvieron en el Cine Maravillas; atraídos por los carteles y las fotografías de la película “Tarzán y su Compañera” —cautivados por la belleza de Maureen O’Sullivan, de quien se rumoraba salía desnuda en dicho filme. Decidieron comprar los boletos para la función. Ya en el interior del cine, cómodamente sentados en la sección de luneta de la planta baja, ellos disfrutaban la exhibición pero unas personas se levantaron de sus asientos y les impidieron ver la película. Josué se puso de pie y gritó: “¡Se está quemando el cine!”, como una vacilada cuya intención era espantar a los de adelante para que se sentaran; desafortunadamente, la voz de alarma produjo la estampida de los

espectadores de la galería. Los cuatro muchachos salieron de la sala de cine y huyeron por la Calzada Madero hasta llegar al Santuario de la Santísima Trinidad; bajo cuyo Altar Mayor cayeron de rodillas, suplicando a Dios que nada malo le pasara al público del Cine Maravillas, e implorando en sus rezos que no los fueran a castigar por la interrupción de la función. Ya que se desahogaron ante las imágenes de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, continuaron su paseo por la Calzada Madero, ignorantes de la magnitud de sus actos. El Agente del Ministerio señaló a Josué Moreno como único responsable y, al no poder establecer el encubrimiento y la asociación delictuosa de Carlos García, Gilberto Treviño y Lauro González, se les dejó en libertad. El padre del niño Rodolfo, el señor Francisco A. Elizondo, sus dos hermanos y otro de sus hijos, siguieron la diligencia. Siempre custodiados por la por la policía, en prevención de un acto de venganza contra Josué Moreno, a quien sacaron por una puerta falsa del Palacio de Gobierno. La catástrofe del Cine Maravillas sacudió la consciencia de la sociedad regiomontana. Nadie se mostró indiferente. El mago de magos, Richiardi Jr., cambió su programa: por primera vez en Monterrey presentó “El Gabinete de los Espíritus”, un espectáculo jocoso-serio de “telepatía” en el que Richiardi Jr. aseguraba tener acceso al pensamiento del autor de la tragedia, ausente de la función por obvias razones. Por su parte, la Delegación Monterrey de la Legión Mexicana de la Decencia publicó en el periódico El Porvenir su habitual desplegado “Apreciaciones Cinematográficas”. En el que advertía y aconsejaba: “El cine bueno es escuela de moralidad, el cine perverso cátedra de criminales y degenerados: ¡NO ASISTA AL CINE INMORAL!”. La película “Tarzán y la Cazadora” fue clasificada como “Clase B1: Buena para todos, pero impropia para niños”. Menos suerte tuvo el filme Marco Antonio y Cleopatra, con la curvilínea María Antonieta Pons, catalogado “Clase C2 (prohíbase ver): proscrita”. Cientos de regiomontanos visitaron la Farmacia San Rafael para dar su “opinión” sobre el ex empleado Josué Moreno. Pocos compraban pues no querían arriesgarse a que “de broma” les dieran cianuro


EL CINE MARAVILLAS. Armando Santos Uruñuela

en lugar de bicarbonato. El Presidente Municipal de Monterrey, Félix González Salinas, ordenó la clausura de los cines que no contaran con salidas de emergencia y, por supuesto, todo quedó en declaraciones: porque el dueño del Cine Maravillas nunca fue sancionado y la sala continuó exhibiendo películas con normalidad. Hasta años después cuando el propietario decidió cambiar la ubicación del cine de Calzada Madero, entre Zaragoza y Zuazua, a la calle Dr. Coss 930 Nte., entre Arteaga y la propia Calzada Madero, y hasta conservando el mismo nombre. Este cine piojito, de un solo piso y butacas de madera, proyectaba en permanencia voluntaria hasta tres películas diarias. Con las estrellas cinematográficas de la época: Tin Tan, Victor Mature, Piporro, Gregory Peck, Blue Demon, Sofía Loren, Sasha Montenegro. Desgraciadamente la sala cinematográfica no soportó la competencia de los multicinemas, y en 1992 se transformó en el Centro de Eventos “Las Estrellas”, un lugar para “las familias regiomontanas” que lo rentaban a módicos precios para salón de bodas, despedidas, posadas, graduaciones o… Fiestas de quinceaños, como la de Susy, la niña-mujer de ojos verdes que baila una cumbia con su chambelán mientras el animador pide una porra para los Tigres. “¿Cuál es su profesión?”; él berrea y una parte de los invitados responde “¡La UUU!”. El dj de cintas pone otra cumbia, es de la Sonora Santanera y nos dirigimos en tropel a la pista de baile. Las bocinas retumban “Bómboro, quiñá, quiñá” y el animador exclama: “¡Hay fuego en la pista!”. El calor invade nuestros cuerpos que se menean en convulsa danza y unas lenguas luminosas, como de fuego, descienden sobre nuestras cabezas en un Pentecostés Guapachoso. Todos vemos el incendio, nadie desea salir.

#Bustamante #Calle Aramberri #Calle Arteaga #Calle Dr. Coss #Calle Juárez #Calle Modesto Arreola #Calle Zaragoza #Calle Zuazua #Calzada Madero #Centro de Eventos Las Estrellas #Cine Maravillas #Colonia Modelo #Farmacia San Rafael #Gran Teatro Rodríguez #Hospital Civil #Nuevo León #Santuario de la Santísima Trinidad

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C H A M P Ú* Priscila Palomares

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cachetada no se compara con Ura. naelHabía trancazo que le dieron a la Güesalido del cuarto con la boca

sangrada y apretando un diente en la mano. Dijo algo como que se había mordido la lengua o que se había golpeado contra el tubo, pero aquí todas decían lo que fuera con tal de ganarse los billetes que escondían entre los pechos. En realidad, el Champú no estaba mal. Había descuentos antes de las 11 en las mejores bebidas; los miércoles la entrada era a dos por uno; los cuartos traseros estaban repletos de flores y cervezas; los tubos estaban limpios, fumigaban cada seis meses, no había ratas ni insectos; la entrada tenía seguridad; había clientes para cada bailarina y los baños de atrás siempre tenían papel. Y a nadie le importaba si había sido o no con el tubo. Lo único que importaba era que por más maquillaje que se pusiera, la Güera no lograba difuminar la mancha morada en su piel; importaba que, cada que sonreía, se le veía el hueco entre los dientes y no faltaba quien le preguntara: ¿qué te pasó? Y, con tal de que no pareciera que en el Champú le pegaban o la maltrataban, contaba la historia de la lengua o la del tubo. La verdad a ella no le importaba el aspecto de su cara; lo que importaba era que esa mancha significaba quedarse sin dinero un mes. Así, terminó con los bolsillos vacíos, y no porque nadie se le acercara, sino porque ni siquiera se subió al escenario: faltó al trabajo. Por eso, cuando oyeron llantos en el baño, todas pensaron que eran los “juju-ju” de la Güera porque no lograba esconderse el moretón entre la nariz y el labio roto. Nadie entró a consolarla, no porque no les cayera bien, sino porque a nadie le importaba cómo le había quedado el rostro.

Sin embargo los sollozos eran de alguien más. Eran discretos, de esos que salen cuando apenas empiezas a llorar. Eran de Fabiola. Cabalgaban uno encima del otro; la garganta quería soltar un grito, pero no podía. Por fuera del baño, sólo se escuchaba cómo entre cada “ju-ju-ju” se tronaba los mocos. Conforme se secaba las lágrimas se le acumulaban pequeños grumos de papel mojado en los cachetes; se le corría el rímel. Se sentía llena, estirada, hinchada. Llena, porque el elote que se comió en la mañana le cayó mal: le pusieron dos cucharadas de mayonesa. Ella se dio cuenta del exceso cuando se manchó los dedos y vio el vaso de unicel desbordarse de mayonesa y salsa roja. Ese tipo de condimentos siempre le habían revuelto el estómago. Nada más de recordarlo, sentía que se le apretaba el abdomen. El que el estómago lo tuviera revuelto no era culpa de ella. Ella no quería comer elote en la mañana, y mucho menos gastar en esos que tienen mayonesa podrida. La culpa era de Armando, porque él le pichó el elote. Sí, ella sabía que estaba prohibido salir con clientes; pero Armando era extranjero. Venía de Argentina unos meses por trabajo y se iba a ir pronto. Así que mientras estuviera en la ciudad, ella le aceptaría una que otra invitación, con tal de exprimirle el dinero que pudiera. Quedaban de verse los sábados entre los gruesos troncos de los álamos del parque, justo después de comer y antes de que Fabiola entrara al trabajo. Sin embargo, las idas al parque se convirtieron en idas al cine, en noches de hotel y en un elote en La Alameda. Dieron vueltas y vueltas entre pantalones de mezclilla y cintos dorados, brillan, plateados. Blusas azules apre-


LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas

#Argentina #Avenida Cuauhtémoc #La Alameda #Monterrey

VIO AL CARRO CONVERTIRSE EN UNA SOMBRA AL DOBLAR POR LA AVENIDA CUAUHTÉMOC

*FRAGMENTO DE LA NOVELA HOMÓNIMA PUBLICADA POR LA UANL

tadas, talones blancos, desgastados, y sandalias casi rotas. Pelos negros, largos, desfibrados en trenza casi tocando la nalga; las cucas, el gel, la ceja delineada y las pequeñas bolsas en las que apenas cabían algunas monedas. Las hormigas subían por los troncos gruesos de los ár- boles; el motor caliente de los carros; “crap” cada que metían una mano a las Sabritas; “tik” cada que oprimen un botón del celular; hombre tatuado, otro rapado, hombres nada más ahí, observando a las mujeres más jóvenes que, entre risas, les regresaban las miradas. Ella se sentó con él en una banca y un chicle se le pegó al vestido. Trató de quitárselo raspando con los dedos, y aunque le pidió un hielo al yukero para despegárselo, terminó lavando la tela en el bebedero. Quedaron residuos pegajosos en los holanes del vestido que ya estaban por deshilacharse. Armando prometió comprarle otro, blanco, largo, con un velo. Dieron otra vuelta. “Sssk”, le picó un zancudo en el tobillo y ahora tenían que pararse cada diez pasos para que se rascara. Él la miraba cada que se agachaba y le caía el cabello negro por encima del hombro. Dieron otra vuelta. Y se volvieron a sentar. ¿Hasta cuándo te vas a quedar? Puso sus dedos entre los de él. El tiempo que tú quieras. Voy a renunciar a mi trabajo para quedarme en Monterrey. Es sólo un cliente, recordó. Pero ya no lo era; dejó de serlo aquella tarde que le contó entre llantos que estaba harta de su esposo, Samuel; que sí podía y no quería regresar a verlo sentado frente a la televisión. Aquella noche que se la mamó por gusto; que lo dejó venirse en su boca sin condón y en el camino a casa sintió la culpa subir desde los talones hasta la nuca.

Aquella mañana que consideró abandonar a Samuel, renunciar al trabajo y escaparse a Argentina. Pero es que no era su culpa que sintiera cosas que no quería sentir, que tuviera que bailar en ese tubo para pagarle las cervezas a Samuel. Y mucho menos era su culpa haberse comido ese elote que le cayó tan mal. Pero es que no tuvo de otra: Samuel apostó el dinero que había juntado esa semana y lo perdió; entre sollozos, regresó a casa explicando que los había endeudado, que lo venían siguiendo y que en pocos días lo iban a levantar. Las monedas que Fabiola había guardado las invirtió en cuatro pruebas de embarazo en la farmacia. Para el viernes que salió con Armando a La Alameda, ya estaba muerta de hambre. Así que, cuando la invitó al elote, su estómago no pudo rechazar la invitación. Dieron otra vuelta. Tiraron los vasos de unicel a la basura. Te tengo que decir algo. Le sudaron las manos; pisó un pedazo de piña molida tirado sobre la banqueta caliente; “briiiiip briiiiip” se oían los carros enojados en el tráfico de fondo. Yo también. Ella le dijo que no le había bajado este mes; que se sentía estirada; que las cuatro pruebas de embarazo habían salido positivas; que las traigo aquí en la bolsa. Él le soltó la mano y se tardó en contestarle que se iba de vuelta a Argentina; que perdón: no planeaba regresar. Las hormigas bajaron “ric ric ric” por los gruesos troncos de los álamos; los residuos pegajosos en los holanes del vestido cayeron al suelo. El piquete del zancudo le dio comezón, pero esta vez no se agachó a rascarlo. Por un momento se quedó inmóvil; después, lo tomó de la mano y, con la voz entrecortada, le dijo:

Te voy a esperar a que regreses; te voy a esperar. Pero él le besó la mejilla y le volvió soltar la mano para meterla en su bolsillo. Ya me voy. Ella le dio una cachetada e, inmediatamente después, se disculpó. Armando caminó hacia la calle donde alzó el brazo para parar un taxi. Ella se quedó sentada entre los “ric ric ric” y lo vio marcharse en un taxi verde, “tik tik tik”. Vio al carro convertirse en una sombra al doblar por la avenida Cuauhtémoc, y ella ahí se quedó, con la mano temblando y los ojos llorosos. La superficie del pie rozaba con la plantilla del zapato en cada choque contra el piso. El calor naufragaba en el aire viciado a gasolina de camión. “Briiiiip briiiiip”, gritaban los cláxones en medio del tráfico; los “swu swu swu” de la gente en la banqueta; el señor vendiendo limpiaparabrisas; “tss” expulsaba de nuevo humo el camión. Cada sonido se acumulaba en la punta de su cabeza hasta que, juntos, giraban como un carrusel. Trataba de recoger la pólvora y diluir el balazo que no le permitía dejar de correr. Pero no, no quería llorar; en menos de una hora ya tenía que estar vestida, maquillada y bailando. Se fue corriendo al Champú. Al llegar se encerró en el baño y desató las lágrimas que había tratado de contener “ju-ju-ju”. “Clasp”. Una cachetada no era nada en comparación con el estómago revuelto; nada a comparación con el trancazo que le dieron a la Güera. Una cachetada no era nada; no era suficiente, ni para llenar el vacío entre los dedos, ni para hacer que las pruebas de embarazo salieran negativas. 7


ASAMBLEA DE LA FUNDACIÓN Eric Lara

L

a marcialidad con que salían del salón representaba perfectamente el por qué la secundaria había ganado tantos premios a lo largo de los años. “Tal disciplina militar no es casualidad, es necesaria por el tipo de alumnado que recibimos, vecinos todos de esta colonia; uno de los sectores más conflictivos en el Área Metropolitana de Monterrey” —se jactó el prefecto ante algún miembro de la avanzada. El sujeto enfundado en un traje gris correspondió con una sonrisa de dientes para afuera y echó un ojo alrededor: estaban en la colonia Independencia. La de hoy era una asamblea más en el año escolar; celebraban el cuatrocientos y tanto aniversario de la fundación de Monterrey. La ciudad que brillara en el mapa industrial del siglo XX había sido colocada ahí en gran parte por los antepasados de estos muchachos. Prole llegada de San Luis Potosí, Zacatecas y Coahuila, en los últimos años del 1800. Como San Luis fue el principal lugar del que arribaron los proveedores de la mano de obra, y debido a que la mayoría de éstos se afincaron con su familia en las faldas del Cerro de la Campana, lo que hoy es conocido como la Independencia, fue llamado originalmente Barrio de San Luisito. La secundaria de ese barrio sería premiada por su esfuerzo y disciplina: hoy, en recompensa a todos los premios obtenidos a lo largo de su historia, recibiría la visita del mismísimo gobernador del estado. Lo acompañarían algunas autoridades de la Secretaría de Educación y otras personalidades del deporte, la industria neolonesa y representantes de la prensa. El evento se preparó con mucha anticipación. Todo debía funcionar como un reloj suizo, de esos que portan el grueso de los invitados a la asamblea, a excepción de los mentores. 8

El maestro de ceremonias es Teodoro Hernández. Alumno de primer grado de secundaria y mejor conocido en el barrio y en la secundaria como El Pollo. Güerillo de rancho, de no más del metro sesenta de estatura, fue elegido con tal distinción por haber visitado el año anterior, al salir de sexto, al presidente de la República. El Pollo fue uno de los ganadores en la Olimpiada del Conocimiento. Desde que nació, así, güero y con los pelos parados, recibió el mote de Pollo por parte de su padre…desaparecido, como tantas personas en Monterrey, antes de que el niño cumpliera un año. A Pollo le gustaba que le dijeran así, era un vínculo para con el padre que nunca conoció. A los maestros les pedía que le llamaran Pollo, sin problema, les decía. Por favor, insistía. No todos aceptaban. Era un chaparro de esos que se dan rara vez, con estrella, que nunca son molestados en la secundaria. Serio y muy inteligente, se ganó rápido la confianza de los y las más cabronas de la secu. Siempre ayudaba al que se lo pedía. Por las tardes llegaban a su casa quienes tenían dudas con la tarea; sin importar el año escolar que estuvieran cursando, los recibía indistintamente: generoso. Pollo para esto, Pollo para aquello. Pollo para lo otro y lo que sigue. Todos en la Colombia Indepewepa, como se le conocía a esta tierra, madre del gusto por la música vallenata en Monterrey, lo respetaban. El blindaje lustroso de las camionetas en que llegaron los invitados brillaba en el estacionamiento escolar poco antes de las nueve a eme. No era raro ver ese tipo de vehículos circulando por las calles de la colonia, pero las que solían andar por ahí, igualitas a las de estos funcionarios, sólo lo hacían de noche y a toda velocidad. Las manejaban los

distribuidores de droga que surtían los alrededores del Tecnológico de Monterrey, donde estudian hijos e hijas de las más prominentes familias del país. El protocolo que El Pollo debía seguir al pie de la letra, marcaba primero la presentación y el agradecimiento a los asistentes, por orden alfabético. El Pollo estrenaba uniforme de gala. Se lo regalaron los directivos de la escuela, para la ocasión. El que llevó con el presidente de la República el año pasado ya le quedaba chico por un centímetro o dos; había dado el estirón. La corbata era la misma y seguía molestándole como entonces; hizo un esfuerzo porque no se hiciera evidente la molestia. A la presentación siguieron los honores a la bandera. La escolta, la banda de guerra, el saludo al lábaro patrio… Bandera / Bandera de México / legado de nuestros héroes… Después el Himno Nacional… Mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón / y retiemble en su centro la tierra / al sonoro rugir del cañón… El Pollo daba muestras de su inteligencia y compromiso para el evento y el cargo encomendado. Se continuó con el primero de los números. Al ser una asamblea en honor a la fundación regiomontana, el grupo de danza de tercer año bailaría “Los jacalitos”: redova de la autoría de Antonio Tanguma establecida a huevo, hacía ya muchos años, como representación del folclor musical de Nuevo León. Folclor de hule, les decía siempre El Pollo a sus compañeros del grupo de danza; folclor sintético, remataba. Apenas pocos días antes de esta ceremonia uno de los empresarios en el quórum había entregado al director del plantel un sistema de audio de la más alta calidad; contaba con entrada para USB. Sin embargo, hoy se usaría la vieja grabadora de batalla: el regalo del CEO


había sido sustraído de la oficina principal anoche. No se forzaron candados ni cerraduras. El enemigo estaba en casa. Los alumnos bailarines de “Los jacalitos” salieron al patio central y se dispusieron quirúrgicamente según las coordenadas que señalara durante los ensayos, el maestro de danza. Ellas, con sus vestidos largos de un color café caca y vivos blancos en la parte inferior de la falda y en los puños de las mangas. Ellos, con chamarras de gamuza en color café mierda, más oscuro que el otro y unas barbas que caían por todo el frente y la espalda, botas y sombreros de ala ancha, tejanos. La pista de baile se encontraba al centro, franqueada por murallas humanas perfectamente formadas con todos los alumnos de la secundaria que, entusiasmados, esperaban el momento. La música comenzó y, como se tenía previsto, todos aplaudieron sincronizados al ritmo de la redova. Pero a los dos minutos de iniciado el bailable, una mano desconectó la grabadora y con ella, desapareció del lugar. Las palmas de los alumnos no dejaron de sonar al ritmo de la extinta música y contribuyeron sin querer a camuflar su ausencia; director e invitados no se dieron cuenta de inmediato. El gobernador no se dio cuenta pues algo revisaba en su teléfono celular. El Pollo, sin inmutarse, con el aplomo que le dio organizar aquello, se acercó al micrófono y, con la voz más fuerte que había usado hasta ese entonces, entonó: En una noche llena de estreeeeeeellaaaaaaassssssss, así bailaba la negra Soledad... El ritmo de las palmas de los alumnos de inmediato cambió a un fuerte siseo vocal al compás del tsh tsh tsh tsh, tsh tsh tsh tsh, tsh tsh tsh tsh imitando una

guacharaca vallenata. Los guaruras de los invitados, se acercaron a sus patrones para escoltarlos velozmente a la dirección de la secundaria. Se parapetaron ahí. Los maestros los siguieron con la misma marcialidad con que el alumnado salió de los salones esa mañana rumbo a la asamblea. Los muchachos formaron casi ritualmente una rueda al centro: la rueda de la cumbia giraba donde ya no quedaba ni eco de “Los jacalitos”. El Pollo, desde el micrófono, gritaba puntualmente un weeeeeee we we we we we pa, weeeeee we we we we we pa, cada que el ritmo del siseo le daba pauta para entrar. Los danzantes se despojaron de su folclórico atuendo, sombrero incluido, y con las ropas levantaron una montañita al interior de la rueda de la cumbia; le prendieron fuego ayudados de un encendedor y un espray AquaNet que uno de los chicos sacó de su morral y sirvió de lanzallamas. En la dirección, rodeado de docentes que no entendían como aquella asamblea había mutado en un mitote vallenato, el gobernador hablaba por teléfono. En una noche llena de estreeeeeeeeeeeellllaaaaaaaaaassssssss así bailaba la negra Sole…pum. Cortaron la corriente eléctrica y El Pollo no se oyó más al micrófono; en respuesta, los tambores de la banda de guerra redoblaron al ritmo del siseo, de la guacharaca vallenata. Aquello explotó en decibeles. El gavilán, la motoneta, en parejas, solos: bailaban todos en la rueda de la cumbia alrededor de aquel fogón encendido. Los tambores animaban de forma tan ensordecedora, que no dejaron escuchar el aullido de las granaderas que raudas subían por las calles de La Indepewepa Colombia, en auxilio del hombre más poderoso del estado.

Con las porras desenvainadas, arremetieron contra todos los estudiantes que no vieron llegar los chingadazos. El Pollo, que minutos antes fungiera como maestro de ceremonias, yacía en el piso: una rodilla forrada de camuflaje le aplastaba el cuello: lo restregaba contra la textura del cemento, y la corbata seguía en su lugar. Se dio cuenta que le había cambiado la voz cuando aun así gritó por sus compañeros con hórrido estruendo: ¡Corran! ¡Corran! Esa demostración de fuerza bruta nunca la contempló en su plan de boicot a la asamblea. El Gobernador, el director de la secundaria y sus maestros, los representantes de la industria y el deporte, y los reporteros, observaban, a salvo, la madriza salvaje que la policía propinaba a los alumnos aquel 20 de septiembre. El jefe del estado fue el primero en anunciar su retirada de la ceremonia. Yo invito la comida, dijo a los reporteros que caminaron detrás de él. El empresario exigió al director el regreso del equipo de sonido robado. Uno de los deportistas pensó que hacía falta fomentar más el deporte. Varios maestros regresaron del estacionamiento para comentar que afortunadamente sus carros no habían sido vandalizados. El director dio la salida temprano. A la mañana siguiente, la prensa mostraba los mismos titulares rojos de todos los días, pero ni una nota de la represión en la Secundaria de la colonia Independencia aquel día de asamblea.

#Barrio de San Luisito #Cerro de la Campana #Coahuila #Colonia Independencia #Monterrey #Zacatecas 9


UN ASESINATO PASIONAL. Hugo Valdéz

#Ciudad de México #Coahuila #Francia #La Bastilla #México #Nuevo León #Madrid #París #Río Bravo #Río Grande #Texas

LA QUERELLA DE LA FLOR DE LIS III Ramón López Castro

El encanto del peón En 1717, ya iniciado el mes de noviembre, se encuentra Saint Denis sujeto a proceso en la Ciudad de México. Mal pintan las cosas para él, pues el virrey no quiere soltarle. En un inesperado giro de su destino procesal, logra poner de su parte ni más ni menos que al Oídor de la Junta, su fiscal, el letrado Oliván. No pocos en la corte virreinal cargan contra su propio fiscal: ¿acaso no advierte que este francés corrompió no sólo a la familia del capitán Diego Ramón, sino además a los padres franciscanos que fueron enviados, de quienes se tiene evidencia que asimismo se dedicaban al contrabando y a confraternizar con los luisianenses? Y, sin embargo, se le da libertad provisional a Saint Denis para que vaya a la frontera, liquide sus empresas, traiga a su esposa y regrese a la capital virreinal. Saint Denis, en efecto, hace todo ello y regresa, pero de mala gana y peor humor. ¿Habrá tenido noticias de que su antiguo jefe, el señor de Cadillac, ha caído en desgracia y regresó lleno de oprobio a París, donde terminaría como huésped de los calabozos de la Bastilla? Ya no podía huir y retirarse; tampoco lo dejaban avanzar. Se volvió imprudente: acusó al marqués de Valero de entorpecer su juicio, pretendiendo mandarlo a ser juzgado a Madrid, dejó caer aquí y allá vagas amenazas de una sublevación de los indios texas, en alianza con los de natchitoches, cuyo instigador no era otro que él y su familia política. Con esos modos y alusiones no podía esperar mejor destino: fue de nueva cuenta apresado.

Rey contra peón Todo este sainete terminó por llegar a la Corte Real de España. Ahí, acaso en el Real Sitio de Aranjuez donde los borbones españoles llegaron a tener residencia, el rey Felipe V, cansado de toda esta opereta que ponía en entredicho la autoridad virreinal –su autoridad, aunque delegada– mandó un decreto fulminante: a ese señor “don Luis de San Dionis” se le tenía que despojar de todo mando, propiedad o capacidad de hacer comercio, intriga o manejos en Texas o en cualquier otra parte del septentrión. “Y habiéndose visto en mi Consejo de Indias, con los autos y antecedentes de la materia”, el rey ordena exilio interno para Saint Denis y toda su familia a Guatemala, “y por este medio y el vivir tan distante de la Mobila [Mobile]” dejaría de instigar y meter cizaña el tal francés en las provincias del noreste. En el decreto el rey hace público reproche al Oídor Juan de Oliván, pues ha permitido con la libertad condicional que Saint Denis persista en “recíproco comercio con los franceses de la Mobila, cuando éste debe prohibirse por cuantos medios sean posibles”, reprende al capitán Diego Ramón y a toda su familia por haber caído en el garlito del francés, a los misioneros franciscanos que lejos de evangelizar se dedicaron al tráfico de mercancías con el enemigo de Louisiana y, de refilón, al mismo virrey, pues se le advierte “en adelante pongáis vuestro mayor cuidado en materias de esta gravedad”. Mal y de malas encuentra el real decreto al nuevo virrey marqués de Valero, pues el puesto ya se lo había abollado ni más ni menos que su mandante, Felipe V, por una falta que en realidad había cometido el duque de Linares, su antecesor en el cargo, y no él. Pero no cabía endosarle nada al antiguo virrey, pues éste ya había fallecido. Toda la infamia del caso del francés caía sobre el marqués de Valero, quien de inmediato mandó traer a su presencia a Saint Denis. Pero el peón tenía reservada otra sorpresa en el tablero. 10


El peón se corona Cuando la tropa enviada a la cárcel de la Real Audiencia regresa ante el virrey, lo hace con los grilletes vacíos. No encuentran a Saint Denis. Ha huido. Por los tiempos de su presuroso escape, puso pies en polvorosa desde septiembre de 1718; el real decreto data de enero de 1719 y las peripecias del viaje trasatlántico lo traen a la capital virreinal hasta agosto del mismo año. Ya para entonces el peón ha tramontado toda la América septentrional usando para ello el camino real de los texas a salto de mata, sin pararse ante el río Grande/Bravo ni siquiera en el Trinidad: llega con sus viejos compinches, los indios de natchitoches. En breve: regresa al amparo del estandarte de la flor de lis francesa. Llama la atención que Saint Denis abandona a su suerte a su familia política; no hay evidencia de que haya huido en compañía de su esposa. Ella y sus parientes sufrirán prisión por haberse unido a él no sólo por matrimonio sino por aventura comercial compartida. El viejo capitán Diego Ramón morirá con sus bienes embargados, sin mayor dignidad que su espada, acaso la nieta sin honra, bajo el estigma de ser contrabandista o negligente. Con pena y algo de gloria, Diego Ramón y su familia son sacrificados en el tablero de ajedrez donde los imperios batallan por el noreste americano. Sin duda Francia no confiaba a plenitud en su doble espía, pues no le da encomienda alguna en Quebec o Nueva Orleans, tampoco en Haití o en la patria europea. Le da una bella e inútil condecoración, lo deja a cargo de los indígenas amistosos allende el Mississippi y lo entierra en vida en un apartado fuerte del vasto imperio colonial francés. Con algo de gloria, quién sabe si con pena, Louis de Juchereau, Señor de Saint Denis, capitán de la congregación de los indios de natchitoches, termina así su aventura. Desaparece del teatro de la historia entre la maquinaria y los bastidores de sombras cuyos resortes lo elevaron por encima de su condición de subalterno para dejarlo peón coronado en el tablero del poder. Su corona es el haber conservado la vida, a pesar de todo y de todos. La flor de lis y él terminaron en tablas la partida.

LLUVÍA LUCÍA Luis Felipe Lomelí

A Lucía Pérez-Duarte Cada vez que alguien se enamora, llueve en Monterrey. —Álvaro Cueva.

D

etrás de la ventana está Lucía, mirando al Cerro de la Silla con sus farallones y ese color verde que desde lejos la hace sentir como si todo estuviera cubierto de un follaje exuberante, de un bosque en donde hubiera podido ir a jugar cuando era niña y usaba esos vestiditos blancos con lazo y florecitas de encaje en punto de cruz. Habría jugado a encontrar duendes que la hicieran reír debajo de un olmo, que la llevaran a donde está la olla inmensa con monedas de oro, en una tarde húmeda y lluviosa, después de la lluvia, al final del arcoiris. Imaginaba ser la niña con tobilleras dentro de los cuentos que le leía su madre, una vez que la arropaba con las cobijas, antes de darle el beso de las buenas noches. En una tarde lluviosa, después de la lluvia; abrazando a “Tin” su perrito de peluche. Y es tan extraño que llueva en Monterrey. Pero Lucía ve cómo se van agolpando las nubes encima del cerro, sobre la antena, las parabólicas, cómo sueltan su vaho en la ventana y cómo es que ya no está “Tin” para abrazarlo. Se perdió en una mudanza y su madre le compró un perrito nuevo, pero no era el mismo ni podía ser el mismo: “Tin” se había llevado su aroma en el aroma del sueño, en la oreja deshilachada. Tuvieron que pasar varios años para poder recuperarlo y que la piel de Lucía oliera a piel de Lucía. Octavio también se llevó su aroma. Se llevó sus besos, las palabras que decía al levantarse y la libertad de blandear los dedos. Lucía contempla la tarde, se vuelve tarde diluida en un tango de sabor bonaerense, por los muros de su casa. Lucía niña sentada en el balcón, escuchando el mismo tango revuelto con gladiolas. Hace tiempo y luego, entre silencio y silencio, escucha los autos en la avenida pasando como pasan las olas y quiere sentarse sobre un arrecife, salir de vacaciones, beberse una botella de vino. Para ver si así olvida los días que han pasado, el alambre en la patita de sus lentes y las cuentas bancarias. Enumera las nubes sin buscarles forma, recreando las gotas que no han caído y tal vez no caigan, porque así es este valle de lechos secos, los nubarrones pasan y se niegan a tocar la tierra por tristeza. Por eso Lucía no llora, porque sus lágrimas sembrarían grietas en vez de líquenes, porque sus lágrimas se irían secando en las mejillas, en la misma blusa que puede ser otra y que son todas y que traía puesta el día que se despidió en el aeropuerto, el día en que se enteró de lo del viaje, el día que se reventó el teclado de la computadora, el día que se llevaron su carro al depósito, el día, el día. Lucía forma hilos de saliva, quiere enhebrar las causas, la madeja que se fue deshilvanando hace tantos meses que ya no sabe cómo contarlos y, sin embargo, oculta, aprisiona, no ha pasado nada, es sólo por un ratito, una semana y me recupero, dos horas más, un café, sólo necesito dormir. (Necesito). Olvidar. Recordar. Ningún acierto cuando la sangre fluye y los ojos se agrandan. Y se quiere exhalar un por qué desde los pies descalzos hasta los senos dormidos pero no puede, los nubarrones se han aglutinado en la garganta. Olvidar. Recordar. Pega las palmas en el cristal para percibir el frío que se filtra por los poros y evoca cosas imposibles, agazapadas entre sus labios resecos con quienes se distrae arrancando pellejitos, aunque en realidad quisiera arrancar retazos del pasado, tasajear con las tijeras que su madre usaba para hacerle vestiditos de encaje. ¿Qué pasó? 11


VOLVIERON LAS FLORES, LAS LLAMADAS DE CUATRO VECES AL DÍA NOMÁS PARA SABER CÓMO ESTABAS, EL SUDOR MEZCLADO ENTRE LOS DEDOS (...). SE HABLÓ DE BODA.

Se pregunta y se responde con la misma pregunta, recordando sus rodillas raspadas cuando jugaba en el triciclo, cuando chocó de vuelta del aeropuerto y luego llegó la grúa para llevarse el carro. Lloré como una tonta, se repite, el oficial de tránsito no sabía qué hacer para consolarme. Intenta sonreír antes de golpear la frente contra la ventana. ¿Hace cuánto fue aquello? Era de noche y creía nadar entre estrellas por el eje vial, quería estar fuera de todo lo que pudiera verter su nombre como lajas, a mitad del espacio, entre estrellas, pero sola sola sola, sin tener que responder a las preguntas que después vendrían del ¿cuándo se casan? ¿Por qué no trajiste a Octavio? ¿Por qué no vino? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Y un por qué trastabillea en su lengua y se pega al vidrio que cada vez pinta más nubes y colores azules. Lucía imagina el sol que se escondió tras la Huasteca. Tal como lo veía con su madre sentadas en las mecedoras del porche y la Joya de manzana que a veces se caía y se iba rodando hasta desembocar a media calle, se iba rodando como el tornillo de una de las patitas de sus lentes, una vez que se le cayó en la oficina, escalera abajo. Tuvo que ponerle un alambrito provisional que ya lleva tres años. Estaba triste, había sido la gota sobre el vaso lleno, y ella sin poder refrenar las ganas de hablar con Octavio pero él excusándose por padecer una migraña tremenda que lo tenía en cama. La migraña duró varios días. En la oficina de ella hubo recorte de personal y le rebajaron el sueldo. Mi amor, quiero contarte lo que me ha pasado. Pero sólo respondía la contestadora y ella se quedaba con el auricular en la mano, queriendo ver dentro de la casa de él, darle un beso en la nuca. Tuvo que recurrir a las amigas de preparatoria y licenciatura con el pretexto de extrañarlas y saber qué había sido de sus vidas. A cada supermercado el dinero alcanzaba para menos, dejó de comprarse mermeladas, yogurts y Octavio se fue haciendo más distante a través de llamadas esporádicas de hola, ¿cómo estás, mi amor? Bueno, tengo que irme. Y se fue a la Ciudad de México en un viaje de negocios. 12

El cielo está totalmente cubierto. Lucía se moja los dedos en la boca y dibuja por su cara los trazos del maquillaje de payaso que le pusieron en primaria para salir en una obra teatral. Tenía un papel insignificante pero era todo para ella, después de la última función lloró como desatada con su trajecito bombacho de colores y su peluca pelisroja. Esa fue la penúltima vez que lloró y no se ha podido perdonar las grietas sobre el entablillado, sobre el pavimento al lado del oficial de vialidad y tránsito y la grúa remolcando el carro. Así que fue en ese viaje, mi amor. Sí allá la conocí, fue un error. Las lozas pulidas del aeropuerto debajo de la voz de la señorita que anunciaba la salida del vuelo. Los pasajeros corriendo con sus maletas que de repente desaparecieron para sólo dejar el rostro de él con su saco de lana. Todo sonido, color, persona. Fueron desapareciendo. Tengo que cumplir con mis obligaciones, dijo él. Con tus pinches pinches, pinches obligaciones. El puño golpea el ventanal. Retumba. Ha caído un rayo. Y recuerda, mientras se van encendiendo las casas y los faros, cuando se da cuenta de que el “Sabor a Buenos Aires” se ha dejado de oír, del teclado de la computadora en su oficina y cómo brincaron las teclas al aventarlo contra el piso. Se lo descontaron de la paga y la tarjeta de crédito fue engordando con deudas. Deudas para ir al cine y olvidarlo e irreparablemente encontrarlo en la pantalla, en el café, en las flores del mercado y su florero. Deudas de niña adolescente a los veintiocho que quiere recobrar lo que se ha ido. Lucía extiende los brazos y trata de asir la obscuridad, cortar el aire en sus pestañas. Huele el polvo húmedo del pretil de la ventana y reaparece el mismo olor de la malla de alambre que había en la puerta de su casa, a donde repegaba la cara hasta que se marcaran los cuadritos para después ir a enseñárselos a su mamá que le diría qué boba ¿por qué haces eso? Pero mira mi lengua má. Ay, niña, ve a lavarte porque ya va a llegar tu papi a comer. La niña corriendo, paladeando el sabor de la malla de alambre, a óxido, a sangre.

#Argentina #Buenos Aires #Cerro de La Silla #Ciudad de México #La Huasteca #Monterrey #Santa Catarina

El cuello de Octavio en una mordida la noche que volvió de México y se disculpó por el distanciamiento diciendo que le hacía falta, que le sirvió para pensar bien las cosas, para tener la certeza de quererla como a nadie. Y volver al enamoramiento de los colores brillantes y todas esas cosas. Volvieron las flores, las llamadas de cuatro veces al día nada más para saber cómo estabas, el sudor mezclado entre los dedos, las cenas en la noche y esta semana ¿en tu casa o en la mía? Podían guarecerse en último plano los recibos del teléfono, la oficina, tantos y tantos asuntos. Se habló de boda sin importar que le hubieran reducido el sueldo. A él le iba bien con las finanzas. Fueron haciendo preparativos para seis meses con todo y los parientes lejanos que vendrían a la fiesta. Una semana tras otra... Sólo tres meses. De nuevo el aeropuerto. La voz que anuncia el vuelo. El piso lustrado. Los zapatos. La boca de él que explica diciendo. Diciendo sin que se escuchen las palabras. Diciendo. Diciendo nada. Diciendo. Diciendo. Bajo el cielo estrecho de las nubes deambula una ambulancia. Lucía parpadea y trata de guardar al cielo en sus pupilas. Abrazar a “Tin”. Guardar este cielo como los cuentos que leía su madre acerca de hadas y elfos y un país verde en donde llovía todas las tardes para hacer bajar la bruma. La bruma de los gastos inútiles. El dinero que se va achicando más y más a golpe de desorden, de errores en la política económica y sed de olvido. No ha podido salir de vacaciones ni tomarse una botella de vino. La lavadora se descompuso y no la ha llevado a reparar. El calentador. La TV. El auto sigue en el corralón y el alambre en la patita del lente. El olvido. De ella. De él. Las palabras que siguen como péndulo: aeropuerto, tránsito, hubiera, hubiera. Así que embarazaste a la pendeja, imbécil; pensó en decirle. El viaje a México. Obligaciones. Así que embarazaste a la pendeja. Así que pendeja. Así que embarazaste. Así que imbécil. Así que. Así que. Así. Así. Así. Detrás de la ventana está Lucía, mirando al Cerro de la Silla. Ha comenzado a llover. Mañana, con el sol, Monterrey se bordará de grietas.


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