LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas
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CANCIONERO Como a las 11 se embarca Lupita. Se va a embarcar en un buque de vapor... Y yo quisiera formarle un chubasco y detenerle su navegación...
—”Chubasco” (fragmento), LOS CADETES DE LINARES.
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RÍOSANTA I Daniel Salinas Basave
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BREVE TRILOGÍA DEL CENTRO DE MONTERREY Nydia Prieto Chávez y Cristóbal López Carrera
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LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA DEL POLVO José Luis Valdez
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LA CASA DE MIS FANTASMAS Antonio Ramos Revillas
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ESTAFA Paulino Ordóñez
DIRECCIÓN: Rodrigo Guajardo EDICIÓN: Carolina Olguín y Édgar Favela FOTOGRAFÍA: Omar González (pp. 2, 3, 8, 9 y 12), Édgar Favela (pp. 6) y Carolina Olguín (pp. 10)
*Las fotografías no necesariamente guardan relación con el texto: son meramente ilustrativas.
ARTE DE PORTADA: Omar González COLORIZACIÓN CONTRAPORTADA: Andrés Villagómez DISEÑO EDITORIAL: Marta Hoyos MAQUETACIÓN: Rodrigo Guajardo
CANCIONERO: Selección de Carlos Lejaim Gómez
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RÍOSANTA I. Daniel Salinas Basave
RÍOSANTA I
Daniel Salinas Basave
“L
os ríos, aunque estén secos, fueron hechos para llevar agua y algún día, tarde que temprano, agua volverán a llevar”, nos repetía cada cierto tiempo Don Remigio Villatoro. Pero en esas rudas canchas de tierra resquebrajada, tan ricas en piedras filosas y polvo picante, no había siquiera una dosis de humedad cuando el verano mordía. El sol regio caía desparramado en ese enorme río seco sobre cuyo lecho corrían cada día cientos o acaso miles de hombres persiguiendo balones prófugos entre la polvareda. A vuelo de pájaro, aquello era una gran cicatriz surcando el rostro de la ciudad, una tajada de cuchillo que partía en dos el corazón de Monterrey. De un lado, la avenida Morones Prieto y el Cerro Loma Larga, semillero de tantos buenos jugadores. Del otro, la Avenida Constitución en caos perpetuo, la Macroplaza y los grandes hoteles. En medio, el Río Santa Catarina, eternamente seco, invadido por hordas de futbolistas corriendo entre el polvo como enjambres de abejorros. En la tarde de un sábado o domingo cualquiera, ruedan sobre el río más de 100 balones al mismo tiempo, entre uniformes de todos los colores e infaltables descamisados. Río-hormiguero, catedral de atletas y teporochos, de puesteros de fayuca y parafernalia robada, de cazadores de chucherías y exploradores de abismos. La unidad deportiva más grande del mundo, le llama pomposamente el gobierno, con alberca olímpica y una ciclopista de más de 45 kilómetros que corre desde el puente de Santa Bárbara en San Pedro hasta la Fundidora y un mercado con más de 3 mil puestos abajo del Puente del Papa, donde es posible encontrar el estéreo que te han robado en la mañana. Hogar de miles de familias, refugio de prófugos, territorio de pandillas, altar de pasiones futboleras donde aprendí que patear un balón es una de las razones por las que la vida merece la pena ser vivida. Nací y crecí junto al Río Santa Catarina en la colonia Pío X y desde que era un güerquito bajaba a las canchas con mis primos mayores, Celso y Genaro. Bajar al río en las tardes era el único pasatiempo posible en veranos donde era un desafío permanecer sofocado dentro de las casas-horno. En esas canchas de tierra donde las rodillas de los arqueros acaban despellejadas en carne viva, aprendí a tirar a gol y hacerle fintas a mi sombra. En los meses de vacaciones, mis primos y yo nos pasábamos el día entero en el río. Me acompañaban Claudio y Adán, futboleros de corazón que eran de mi edad. Jugábamos en las canchas libres, nos quedábamos a ver los partidos de fin de semana, saltábamos en la bici o de plano juntábamos piedras raras. La verdad es que en el Monterrey de los años 70, cuando ni la Macroplaza existía, no había demasiados lugares a dónde ir. Cuando yo era un güerquillo, Don Remigio Villatoro entrenaba un equipo llamado Gavilanes de Loma Larga, donde mis dos primos grandes jugaban y a los que yo iba a echar porras los domingos. Don Remigio fue un obrero de Fundidora que se pasó la vida entera armando y entrenando equipos en las canchas del Río Santa Catarina con los morros de las colonias Independencia, Pío X, Loma Larga y hasta “La Risca”. Don Remigio no sólo no ganaba nada con su vocación de entrenador, sino que perdía y mucho, pues casi siempre era él quien compraba los uniformes y pagaba la inscripción a la liga. Creo que todos los güercos que crecimos en aquellas colonias jugamos por lo menos alguna vez en algún 3
equipo entrenado por Don Remigio. La primera vez que me dio quebrada en uno de sus equipos tenía yo 14 años. La escuadra se llamaba Puente San Luisito y yo era el cachorro, pues todos los jugadores andaban en los 20 años promedio. Entraba de cambio, a jugar los últimos 15 minutos, aunque al final de la temporada pude jugar algunos partidos completos. La mera verdad es que aquel equipo era malo. Cuatro años después, cuando yo andaba por los 18, Don Remigio me invitó a jugar en Jabatos, equipo bautizado así en honor de la mítica “piara salvaje” de los años 60. Aquel equipo empezó bien, pero luego naufragó en media tabla. Jugué dos años ahí y en los últimos partidos acabamos dando pena. La típica historia del futbol llanero de equipos que no se completan, que pierden por “default”, que juegan con ocho jugadores. Los primeros tres o cuatro partidos todos puntuales y después las fiestas, los antros, las crudas, los compromisos, las novias. Don Remigio estaba acostumbrado. Los equipos siempre acababan por deshacerse, por caer en la inconstancia, por tomárselo a guasa. El equipo se desintegraba y uno o dos años después ahí estaba Remigio convenciendo a otra generación de morros de armar un nuevo cuadro con otro nombre y otro uniforme. Esa era la vida de Don Remigio, que tenía puras hijas y cuyo único hijo varón no gustaba del futbol. Parecía que sus hijos fueron los cientos de morros que entrenó en todos esos equipos sin obtener la más mínima satisfacción, pues hasta donde sé Remigio jamás pudo salir campeón con ninguna escuadra. En 1982, el año en que los Tigres quedaron campeones, yo entré a estudiar a la Prepa’ 2 de la UANL y me inscribí en un equipo que jugaba en los torneos internos de la Uni. En 1984 entré con muchos esfuerzos a estudiar Ingeniería Civil y empecé a jugar en el equipo de la facultad. Me hice novio de Carina, una muchacha de Arquitectura, y agarré trabajo de “correveydile” en una constructora. Para entonces llegaba yo a la casa nada más para dormir y a la gente del barrio dejé de verla. A Don Remigio lo habré visto un par de veces en domingo, cuando regresaba de la cancha con su nuevo equipo. En 1986 una falsa huelga de charros sindicales acabó para siempre con la Fundidora y Don Remigio se quedó sin trabajo. Un año después se puso muy malo del corazón y estuvo a punto de morirse.
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EN MEDIO, EL RÍO SANTA CATARINA, ETERNAMENTE SECO, INVADIDO POR HORDAS DE FUTBOLISTAS CORRIENDO ENTRE EL POLVO COMO ENJAMBRES DE ABEJORROS. EN LA TARDE DE UN SÁBADO O DOMINGO CUALQUIERA, RUEDAN SOBRE EL RÍO MÁS DE 100 BALONES AL MISMO TIEMPO, ENTRE UNIFORMES DE TODOS LOS COLORES E INFALTABLES DESCAMISADOS.
En la vida de todo hombre hay siempre una mujer hechicera capaz de volarnos en pedazos el corazón. Sí, pudo haber habido muchas en tu existencia, pero sólo hay una que te deja un tatuaje en el alma. De igual forma, en la vida de un jugador de futbol siempre hay un equipo con el que se vive una química especial. Es algo que va más allá de leyes racionales de convivencia. De la misma forma que puede existir una mujer con la que se da una forma de comunicación y entendimiento ontológico que va más allá del lenguaje, existen equipos que funcionan como un cuerpo de once extremidades con un acoplamiento casi telepático. En la historia del futbol son más comunes los jugadores superdotados que los equipos perfectos. El auténtico futbol asociación, la responsabilidad compartida, el ritual del once para uno y uno para once, es algo por desgracia atípico. Así existió la mítica Hungría del 54, o la Naranja Mecánica del Mundial de Alemania, equipos de leyenda que paradójicamente tuvieron que conformarse con subcampeonatos, ambos ante escuadras germanas técnicamente inferiores. Ahí están el Milán de Gullit y Van Basten de 1989, el Madrid de la Quinta del Buitre y hoy en día tenemos al Barcelona de Pep Guardiola. Un gran equipo es un accidente tan atípico como el más bello arcoíris. Es una verdadera alineación de astros donde basta un factor en contra para que todo se haga pedazos. Los grandes equipos suelen durar poco, no más de dos años. No basta con juntar a once distintos jugadores, sino con juntarlos en el momento exacto y adecuado de sus vidas y sus carreras. Hacerlo un año antes o un año después puede echar todo por la borda. Un gran equipo es una conjunción de psicología, estado físico y mental. A veces, por no decir con frecuencia, los futbolistas pasan por la vida sin haber encontrado jamás ese gran equipo, como hay gente que muere sin haber encontrado jamás a su gran amor. Yo, por fortuna, encontré ambos. El amor de mi vida, es la madre de mis hijos. El equipo de mi vida, en cambio, fue flor de un verano mágico y al igual que la Hungría de Puskas y la Holanda de Cruyff, no pudo materializar su magia en una copa.
#Avenida Constitución #Avenida Morones Prieto #Arturo B. de la Garza #Independencia #“La Risca” #Loma Larga #Macroplaza #Monterrey #Pío X #Prepa 2 UANL #Río Santa Catarina
A principios del año 1988 se conformó la más fantástica escuadra de futbol llanero que he podido ver jugar en toda mi existencia. Lo mejor de todo, es que yo jugaba ahí como número Ocho, medio armador de un conjunto que dio cátedra en todas las canchas del Río Santa Catarina, hasta que el mismo río acabó prematuramente con su gloria. En enero de 1988, a punto de cumplir 23 años de edad, entré a cursar el último semestre de la carrera. Llevaba tan sólo un par de materias y un seminario de tesis. También en aquel año comencé a trabajar en una constructora cuyas oficinas estaban a unas cuadras de mi barrio. Con Carina yacía inmerso en un enamoramiento propio de novela caballeresca y habíamos decidido casarnos en noviembre. Con más dudas que certezas, había mandado mi papelería buscando obtener una beca en Canadá una vez que me titulara y mi tesis avanzaba fluida e inspirada. Era lo que podríamos llamar un periodo feliz en el que mi vida marchaba viento en popa. Fue entonces cuando reapareció Don Remigio Villatoro. Lo encontré una noche de enero afuera de la tienda de abarrotes. Apenas lo había visto en los últimos tiempos y por un momento me costó reconocerlo. Desde su salida de la Fundidora, dos años antes, Remigio había envejecido pero por lo que pude ver conservaba la misma vitalidad. Sin preguntas de cortesía sobre la familia, los estudios y la novia, Remigio fue al grano apenas me vio: andaba formando un nuevo equipo de futbol, un cuadro que ahora sí sería un trabuco, y me invitaba cordialmente a unirme a sus filas. Creo que no pude evitar sonreír con un dejo de ternura al imaginar cuántas veces en la vida afuera de ese mismo estanquillo había pronunciado Remigio idénticas palabras. Vaya, cada que Remigio quería formar un nuevo equipo se ponía a rondar por afuera de la tienda en donde cachaba a los jóvenes para tratar de convencerlos siempre con el mismo argumento: ese equipo en formación pintaba para grande y estaba armado para ganar la liga del río. Según Remigio, todos sus equipos pintaban para llevarse la copa y al final de cuentas acababan naufragando de media tabla para
RÍOSANTA I. Daniel Salinas Basave
abajo. Imaginé cuántas tardes de sus 73 años de vida las había pasado Remigio parado al lado de una cancha polvorienta del río dando gritos de ánimo a sus pupilos, reclamando a los árbitros, dibujando esquemas tácticos que nadie seguía, soportando jugadores borrachos e irresponsables que faltaban a los juegos. Esa había sido la vida de Remigio Villatoro y todos en el barrio, de una u otra forma, habíamos formado parte de ella. Ahora Remigio me invitaba, una vez más, a formar un nuevo equipo y yo no pude negarme; aunque en el fondo pensara que aquello sería un fracaso de antología. Acepté, pensando en divertirme un poco. Aquel equipo de Remigio fue como subirse a una máquina del tiempo y viajar al pasado de mi barrio. La noche que nos invitó a una carne asada en su casa para ver los detalles del nuevo equipo, me encontré con varios compañeros de infancia a los que tenía ocho o diez años sin ver. Algunos se habían ido del barrio, otros de la ciudad, pero por alguna razón ahí estaban de vuelta al inicio de 1988. Mis primos Celso y Genaro eran los veteranos del equipo. Celso, que se había ido a vivir a Matehuala, estaba de regreso en el barrio y con sus 34 años sería el portero del equipo. Genaro volvía a la vida tras un divorcio de platos rotos y dos años de alcoholismo que estuvieron a punto de matarlo. Claudio recién había salido del penal del Topo Chico en donde pasó casi cuatro años recluido por robo calificado y Adán volvía a la ciudad deportado de Houston, en donde lo sorprendió una redada de la migra. Don Remigio reforzó el equipo con un par de morros de 17 años. La particularidad de aquel cuadro era que todos los jugadores vivíamos o habíamos vivido en la colonia Pío X. A diferencia de los otros equipos que había integrado Don Remigio, ahí no había jugadores de la Independencia o de la Nuevo Repueblo. Ahí había puro de la Pío. La escuadra fue bautizada como Real Pío X y su uniforme fue de rayas negras y amarillas como el del Peñarol de Montevideo. Aunque a duras penas sobrevivía haciendo milagros con su liquidación, Don Remigio fue fiel a su costumbre de elegir y comprar los uniformes con los que nos sorprendió a la semana siguiente. De nada valió nuestra insistencia de pagar cada uno nuestra respectiva camiseta, ni la furia de la esposa e hijas de Don Remigio, que veían al viejo gastar sus últimos ahorros en una nueva aventura futbolística condenada a la derrota. EN EL PRÓXIMO NÚMERO: REAL PÍO X, TODOS LOS GOLES. CONTINUARÁ
FUENTE - CIRCULOA.COM
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BREVE TRILOGÍA DEL CENTRO DE MONTERREY Nydia Prieto y Cristóbal López
Paisaje sonoro
H
ace más de un mes que le caen nueces al gigantesco nogal del patio, en el Cruce de Caminos Ayaguara. El sonido del fin de su trayectoria marca a veces el paso de las horas y la atmósfera exterior de la casa, el espíritu del sitio. Hemos salido y entrado de los territorios del sueño y de la lluvia con el impacto de las nueces en el cobertizo de lámina que tiene el departamento del fondo. Parece que esos frutos vienen del cielo, pero en realidad caen desde los ojos de agua de Santa Lucía y el centro de la tierra. Es increíble la cantidad de nueces que un árbol puede cargar a sus espaldas, entre las calles del centro de Monterrey.
¿Qué haremos para conservar los espacios de nadie?
Como tenemos pocos bienes en este mundo, se nos hace fácil apropiarnos de muchas cosas, incluso regalarlas. La niña Altai es una de las grandes herederas de esta fortuna; más antes, cuando estaba cachorrita y hacíamos largos trayectos en rutas de camiones urbanos, le íbamos obsequiando cosas: a veces un árbol y una nube; otras,
una casa que nos gustara o una torre de alta tensión. Así, durante años, Altai reclamó como suya la sucursal de Soriana Valle Soleado porque nosotros se la regalamos desde que estaba en sus cimientos. Igual pasó con el canal del Santa Lucía: le anunciamos que era de ella desde que estaba en construcción y, recién inaugurada la obra, coincidió que nos cambiamos a vivir a una cuadra del río, por la calle de Riva Palacio. Entonces, recorríamos la ribera con la niña y ella nos señalaba cosas que debíamos quitar, poner o mejorar. Se indignó mucho cierto verano en que los policías la sacaron de un chapuzón en las fuentes bajo el puente de Platón Sánchez. Reclamó airada: “¿Por qué no me dejan bañarme en las fuentes si el río es mío, ustedes me lo regalaron?”. Bueno, pero nos ganó la emoción, regresemos al principio. Nos habíamos apropiado de uno de los últimos espacios vacíos del centro de Monterrey, un terreno abierto que se puede atravesar en diagonal y cuenta con dos hermosos y grandiosos árboles nativos, así como una gigantesca buganvilia. Podríamos escribir una novela polifónica describiendo las bondades del sitio, pero nos limitaremos a decir que está situado entre las calles de Padre Mier, Matamoros, Dr. Coss y Zuazua. A nosotros nos encanta el terreno, cada vez que entramos o salimos de la estación Zaragoza lo atravesamos y es un placer sentir su polvo, hierba o lodo; al parecer, tiene espíritus guardianes muy poderosos porque durante años se mantuvo al borde de la urbanización y depredación comercial e inmobiliaria. La semana pasada regresábamos de la universidad y vimos
#Barrio Antiguo #Callejón Cultural #Cruce de Caminos Ayaguara #Dr. Coss #Estación Zaragoza #Guadalupe #Matamoros #Monterrey #Padre Mier #Paseo Santa Lucía #Platón Sánchez #Soriana Valle Soleado #Zuazua 6
una camioneta con una perforadora en el terreno; la troca tenía el rótulo de una compañía especialista en mecánica de suelos. Dos días después, la perforadora estaba en otra parte del terreno y unos trabajadores ya habían abierto una pequeña zanja. Nos estremecimos: ese espacio metáfora de la nada que era tuyo y nuestro tiene los días contados.
Partes de guerra. La partida del saxofonista
Lo confundieron y lo mataron a dos cuadras de su casa. Después, exhumaron y robaron su cadáver porque quien lo mandó matar quería estar seguro de que el muerto era quien debía de estar muerto. Sus asesinos se dieron cuenta demasiado tarde del error y fueron ellos mismos quienes aclararon que su asesinato había sido producto de una confusión. Así confunden a muchos en estos días. En este caso por lo menos tenemos cadáver, cosa que no sucedió con el Vaquero Galáctico, un mimo de las calles del centro que fue levantado y nunca más se supo de él. El primer fin de semana después de la muerte del saxofonista, los padres y la esposa dejaron una ofrenda en la esquina de Morelos y Mina, su lugar preferido para tocar los domingos. El señor Garza, fotógrafo del Barrio Antiguo, dijo: “Aguas, anda muy cerca la guadaña”. El difunto estudiaba música y tocaba el saxofón en el Callejón Cultural del Barrio Antiguo y en el Paseo Santa Lucía.
LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas
LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA DEL POLVO
José Luis Valdez
E
l olor a polvo me hizo dudar; imposible de ignorar en un espacio tan enseñoreado por el abandono. Lo sentí en los ojos, en las manos, en el cuello. Ya había terminado de echar un ojo. No había motivos para permanecer. “Esta casa, cerrada tras el repentino adiós, es la prueba de la generación espontánea del polvo, que no se posa, sino que emana. Evidencia de la materia del alma”, dije en voz alta y me avergoncé. Frente a la ventana de la cocina miré al patio: la hierba crecida; el piso cuarteado por el sol; los árboles creciendo sin control en un arrebato selvático en plena urbe; la alberca con agua estancada, hojas y animales muertos; y, finalmente, lo que no checaba: el camastro, la mesita y la silla. Su disposición obviaba que ahí se había departido. ¿Cuántas veces?, imposible saberlo. ¿Quiénes?, menos. Era posible que esa disposición fuera la del tío Julián, pero recordé el catálogo y en ninguna aparecen así. “Cosas de corredores de bienes raíces”, volví a decir en voz alta. Negué con la cabeza y volví a mirar la escena. No se intuía un departir frenético, de los allanamientos donde se vacían refrigeradores y orinan y cagan donde sea. Como si no fuera suficiente sustraer. El camastro estaba acomodado al borde de la alberca, a su lado izquierdo la mesita y luego la silla. No se veían rastros de basura; habría que acercarse para buscar colillas, jeringas, cucharas. Me acerqué. Silbé. Silbido, pasos y bastón eran una melodía torpe en el colapso pulverulento. La llave giró y la puerta abrió sin problemas. Una puerta muda a pesar del tiempo. Sospeché que quienes departieron afuera, también lo hicieron, o lo hacían, adentro. Repasé las escenas al echar un ojo. Todo estaba en las mismas condiciones. El polvo me hizo ver que si no fuimos los últimos que estuvimos ahí, había pasado mucho tiempo desde que alguien lo
estuvo. “A menos que el polvo no dé sosiego o a menos que eso que mora, no pese”, volví a negar. Tomé con fuerza mi bastón como si empuñara una espada, presta y dispuesta a blandirse sin importar el motivo; presta y dispuesta a brindar con sangre el agravio. No pude ahuyentar el ir y venir de los niños que fuimos. Siempre corriendo, única manera de desplazarse siendo niño; riendo, llorando, jugando, disparando, muriendo y reviviendo; la imaginación desbordada; hablando de cosas imposibles de recordar pasado el tiempo, como si sólo de niño pudiera hablarse de ciertas cosas y luego fueran inaccesibles; como si lo que ven y hablan y sienten los niños perteneciera a un mundo que colapsa pronto y luego quede el que sentimos nuestro por mucho más tiempo y al final, si acaso, otro de polvo. En el lugar no había indicio de quienes departían. Me sorprendí utilizando “departían” y no “departieron”. Me atemorizó pensar que podían estarme viendo en esos momentos, aguardando a que el intruso se largara. Un intruso que no relajaba el empuñar de su bastón y levemente deslizaba la mano libre hacia su costado, perdiéndola adentro del saco, palpando el pequeño bulto en que se convertía la funda de su pistola. Giré lentamente con ambas manos mojando mango y cacha con el sudor del miedo y la resolana. Un miedo de polvillo gris que seca la calma. No había mucho qué hacer en la escena: restregar la punta del bastón en la hierba para localizar algo que se escapara. Nada. Moví el camastro para ver si el sol, o más bien la sombra, dejara ver la huella de los muebles. A simple vista me tranquilicé. Pero sentí el ahogo de la constatación. Ojos entrenados como los míos, preparados para mirar cueste lo que cueste, pese lo que pese, no me dejaron cantar victoria. Me senté. Constaté que había variaciones
en la sombra dejada por el mueble, cuatro líneas, y no sólo eso, sino que eran iguales unas a otras, más degastada la primera y hacia adentro la más oscura. El mueble había sido movido milimétricamente cada cierto tiempo. El tiempo de los que departían. Moví la mesita y la silla con el bastón. Las líneas sincronizaban con las del camastro. Y ahí estaba yo, como un niño, sentado en el piso cuando había muebles para hacerlo, con las piernas estiradas, abiertas, demarcando el área de un juego que no me di cuenta cuando comenzó. Me quedé ahí fabricando hipótesis de lo que ahora era una prueba contundente. Me paré. Nunca he podido controlar el sudor de ese esfuerzo. Recorrí las paredes con el bastón como palo de ciego. No encontré huellas más allá de la pintura descascarada y las cuarteaduras. Y en el suelo menos. La hierba crecía con desparpajo, ninguna señal de nada. Sólo tenía al camastro, la mesita y la silla. En una ciudad sin sismos sólo la mano del hombre podía mover tres muebles de manera tan meticulosa. Por una extraña vergüenza, volví a poner los muebles en el lugar en el que los encontré. Me recosté en el camastro esperando la suerte de que esa tarde volvieran los que departían. Empuñé el bastón acomodado junto a la pierna que suplía y posé mi mano sobre el bulto de metal dentro del saco. Cerré los ojos. No pude evadir el amasijo de rostros, carcajadas y frases sueltas. Una maqueta escolar de plastilina que termina siendo una gran bola gris. Informes traspapelados de los que ya no estaban y no iban a estar. Como mi tío Julián que un día de pronto no estaba más y luego las conjeturas y el silencio. Y la letra prohibida. Esa Z del Zorro que nunca nos divirtió. Y como niño no entender nada, sólo que a esa casa en Santa Catarina, edificada en un santiamén, no se había de volver. 7
EN EL CAMINO TUVE LA NÍTIDA IMAGEN DE LO QUE DEPARARÍA LA CENA: OMISIONES, TIEMPOS MUERTOS, POLVO. LO MUERTO, MUERTO ESTÁ Y NO HAY PODER QUE REVIVA LO QUE NO QUISO SER.
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Desperté con frío. La misma vergüenza al mover los muebles me calentó el cuerpo. Sentí la boca seca y el regusto a polvo. Me paré para largarme. Después de todo ¿qué importaba lo que ahí sucedía? “Si Román y Marcos quieren venderla, que vengan a echar sus ojos”. Por inercia volví a accionar el interruptor. Nada. Una breve sensación de euforia me invadió, venida de no sé dónde, sin adjetivos. Debía salir y apresurarme si quería llegar a tiempo. En el camino tuve la nítida imagen de lo que depararía la cena: omisiones, tiempos muertos, polvo. “Lo muerto, muerto está y no hay poder que reviva lo que no quiso ser”, me acostumbré a mi voz. Busqué un retorno; debía esperar a los que departen. Mi segunda llegada fue una calca de la primera. Me dirigí a la cocina, a la ventana que me dejaría verlos jugar a los milímetros de sol y sombra. O al menos sus tinieblas. El sonido del celular me estremeció. Constaté el número y miré a Sara entregándome a Caronte. Apagué el aparato y volví a mi guardia. Empuñadura y cacha apretadas. Un custodio envuelto en ausencia, sin tiempo ni espacio. Un mueble que ha de moverse milímetros cada tanto. Quería ver esas manos. La llama hizo un movimiento veloz, una curva ascendente, se posó y dio vida al punto rojo; de éste emergió otro que se separó hasta detenerse a una distancia considerable. Una distancia como de un camastro a una silla con una mesita en medio. Apreté con más fuerza las empuñaduras y me acerqué para distinguir los rostros detrás de los puntos rojos. Estaba seguro que era imposible que pudieran verme, pero el movimiento de aquellos puntos ardientes desmintió mi teoría. Se separaron, como si antes estuvieran inclinados para susurrar. No me moví. Intenté que pasaran de largo sus miradas, que integraran mi silueta a su recuerdo. Empezaron a andar hacia mí. El sudor del esfuerzo al pararme volvió cuando ambos puntos rojos volaron a la alberca. Me moví con la rapidez que podía imprimir para no hacer ruido. Me detuve en el pasillo; el vaivén de la puerta corroboró que su silencio se debía a que era utilizada con frecuencia por esos que venían tras de mí. Escuché la portezuela metálica de la caja de fusibles y la palanca que hacía embonar el cobre. Un error mayúsculo en mi indagatoria, un bochorno, una prueba de que mi pericia me estaba abandonando. El sonido del apagador y la luz me descubrieron encorvado, sacando la pistola, afianzando el bastón al polvo. Luego murmullos, palabras abortadas que indicaron que mejor sin luz; de nuevo el interruptor y la oscuridad. La imagen de relieve verde se difuminó hasta lo negro. El olor rancio, de polvo añejo y sudor nuevo, y la agitada respiración ajena me hicieron disparar. Tres parpadeos de sol cortaron las tinieblas; luz que sucumbió al contacto de la piel, del órgano, del hueso, del borbotón púrpura y de nuevo de la piel. Dos rostros con el terror impreso; detenidos en los seis ojos como ante las luces estrambóticas. El grito desesperado de la otra garganta dirigió los siguientes parpadeos luminosos y se apagó. No más milímetros. Sólo escuché el segundo cuerpo caer. Una ola de polvo se levantó, iría descendiendo hasta volverse a posar, un polvo que se mojaría y haría una superficie inédita. Leves sollozos pidieron clemencia que no otorgué. Bajé afianzado en mis recuerdos y sin más pulsé el interruptor. Por costumbre, más que pulcritud, constaté la sangre y el polvo ajenos. No apagué. Abrí la puerta y salí. “Todo en orden”, le diría a Román, “cosa de desempolvar un poco, ya ves las pinches pedreras”. #Santa Catarina
LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas
H
LA CASA DE MIS FANTASMAS Antonio Ramos Revillas
#Aceros de México #Ciudad de México #La Moderna #Monterrey #San Bernabé
ace varios meses falleció mi abuela. Su casa, sede de un largo matriarcado que sólo disolvió el tiempo (aún en vida de ella) ahora está vacía. En una esquina de la que solía ser la sala donde vio crecer a toda su prole y recibió las visitas de las viejas familias de la colonia Moderna, queda un sucio nicho con una imagen de la Virgen de Guadalupe que ha sido rezada demasiado. Junto a ella, dos, tres veladoras se sostienen, ennegrecidas, además de un vaso de agua con el que se recuerda a mi abuelo y a su largo paso por el mundo de los muertos. El vaso es para que él o mis tíos tengan algo de agua cuando la sed los acose en la muerte: ese largo verano de sombras. Recuerdo la casa de mi abuela porque fue la primera que habité con una cierta independencia. Recién había recibido la primera de mis becas de creación literaria y con ese dinero me armé de valor y charlé con una tía soltera quien me rentó una habitación con salida a la calle. El techo de lámina provocaba que en las épocas de verano el calor volviera un horno el espacio que acondicioné con dos libreros, una sala de dos piezas, una cama y un escritorio en donde monté mi primera computadora en la que jugué también demasiado tiempo al “Age of Empires” —quienes saben de ese vicio me comprenden. José Martí tiene en un bello texto una historia sobre las casas que han habitado los hombres. Describe con precisión las estancias comunes y sobre todo los espacios de provisión como las cocinas, donde al parecer ha ocurrido lo más importante de la historia de la humanidad. Es en una cocina donde Titus prepara a los hijos de su enemigo para ofrecerlos en un pastel de carne; es en una cocina donde se conciben asesinatos y proyectos. La habitación que mi tía me rentó había sido la vieja cocina de la casa de mi abuela años atrás. En ella vi por única ocasión a un fantasma, pero a veces, como suele ocurrirme, no sé si lo vi o fue un ejercicio exaltado de la imaginación, espacio donde por lo general surgen los fantasmas y otros seres; como bien dice el gran filósofo Pico de la Mirandolla, toda literatura es un ejercicio de lo fantásmico. Mi fantasma tomó forma de una mujer que lentamente separaba las tortillas recién compradas. Recuerdo que alzó el rostro al verme, como sorprendida. No sonrió, no dijo más, sino que volvió a su sencillo acto de separar las tortillas para que no se queden pegadas, como lo sabe cualquier ama de casa. Yo volví a la sala donde estaban mis abuelos y les pregunté por esa señora. ¿Cuál? Quiso saber mi tía, que años después moriría en esa misma sala. La que está en la cocina. Acto seguido se levantó y al volver me dijo que no había nadie. Regresé de inmediato y en realidad no había nadie ahí, ni siquiera tortillas. Que había fantasmas en casa de mi abuela, se sabía. Contaban las leyendas, porque toda colonia las tiene, que en casa de mi abuela ocurrían muchas apariciones. La casa se encontraba ubicada al margen de uno de los pequeños arroyos que recorrían la Moderna allá por la década de los 50. Justo en donde estaba la construcción el cauce formaba un recodo para dirigir el agua hasta el valle, en sitio donde ahora se encuentra 9
Aceros de México. Tal vez, por la cercanía con el agua, era fácil que hubiera espíritus en aquel sitio. Era famosa una mujer de blanco que salía, sí, por la puerta de esa cocina a pasear por las riberas. Era famoso también que algunos habían visto duendes columpiándose en los árboles cercanos. Una prima relató que una noche, al despertar, vio a unos pequeños seres que golpeaban en la sien a una de mis tías. Esta misma prima había oído cadenas una noche. Otra de las historias que sucedían en la casa era la aparición de fuegos fatuos. Un tío vio una noche una pequeña columna de fuego que se encaramaba junto a uno de los rosales que tenía mi abuela. Al día siguiente empezaron a cavar. La historia dice que la pala entraba sobre aquella tierra suave. Salían con facilidad el cascajo, la tierra, las viejas raíces de las plantas hasta que llegó una tía que empezó a codiciar aquel tesoro. En ese momento, dicen, la tierra se endureció. Los palazos rebotaban al contacto con la tierra. Nunca más volvió a aparecer un fuego, pero la leyenda seguía ahí. Una parte importante de las historias de fantasmas tiene mucho qué ver con la gran carga mítica que tienen nuestros abuelos. Ellos, a quienes les tocó vivir en otro mundo (uno donde la industrialización y los medios aún no invadían como ahora el espacio íntimo de las familias), son en gran medida los gestores de todo este tipo de historias. Los nietos que conviven con los abuelos, se llenan de fantasmas también. Fue en esa cocina, ahora convertida en un cuarto, a donde me fui a vivir. Al principio mis hermanos se burlaban de mí, primero por mi nula rebeldía de “salir de casa” para nomás irme a la casa del frente, pero también me preguntaban si no se me había aparecido alguna señora de blanco o si no me había mordido un puerco. Esto del puer-
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co venía también de muchos años atrás, cuando un primo dijo que al meterse en la oscuridad un puerco lo había mordido. Mi abuela dijo que no había tal animal y que, si lo de la mordida era cierto, sería más una bobada que cualquier otra cosa. Nadie le quitó a mi primo la idea de ese incidente que, cierto o no, ayudó a aumentar la historia de los fantasmas en casa de mi abuela. Al menos a mí, durante la larga temporada que estuve en esa habitación (casi dos años), nunca me sucedió nada. Tras un par de primeras noches con ciertas dudas, mi sentido de alerta ante los fantasmas desapareció. Me preocupé más por escribir, por leer, por recibir a amigos y visitas. Una noche terminé una novela que después iba a destruir. Tras poner el punto final a aquella versión, era una novela inverosímil sobre luchadores; salí a la puerta y abrí un par de cervezas. La calle estaba en silencio y hacía mucho calor. Al rato apareció una patrulla. El oficial me aluzó y me preguntó qué estaba haciendo. Aquí vivo, le dije. No creyó, pero cuando se encendieron las otras luces de la casa y salió mi tía, me dejaron en paz. Meses después me habló un primo del otro lado de la familia y me pidió permiso para quedarse en la habitación porque andaría en una fiesta y le quedaba mejor llegar conmigo que ir hasta su casa, allá por San Bernabé. Le dije que sí, pero que esa noche yo también llegaría tarde. Le dejé unas llaves en casa de mi madre y me olvidé del asunto hasta que volví pasadas las dos de la mañana. Lo que encontré no me enojó pero sí me extrañó muchísimo. Mi primo había revuelto todo. Las cobijas estaban tiradas, la cama pegada al escritorio, el sillón movido de su sitio. Mi primo arañaba el suelo. Alzó el rostro cuando encendí la luz y me dijo, entre apenado o aún en la ensoñación: Aquí hay dinero, Toño; en serio,
aquí hay dinero: míralo, está ahí abajo. No recuerdo qué le contesté pero terminamos por acomodar todo en su sitio. Me dormí en el suelo, como buen anfitrión. Pensaba en el oro ahí abajo, en la imposibilidad de que mi primo supiera de las leyendas en casa de mi abuela. Como sea, nunca busqué el dinero. Meses más tarde me mudé a la Ciudad de México y una prima, junto con su esposo, ocuparon mi lugar. Aún escuché un par de historias de fantasmas, pero ya no les di seguimiento. Ahora que he vuelto a Monterrey y que la casa, de alguna manera, también ha regresado a mí, recuerdo que está habitada por los fantasmas de mi familia. En el nicho sigue la Virgen de Guadalupe que mi madre quiere quitar. Hay que revisar paredes, cimbrar de nuevo, ajustar las vigas, el cableado eléctrico. Ya vi que hay que tirar un techo de lámina. En la que fue mi habitación queda un cunero y gruesas placas de hielo seco con las que mi prima intentó, sin éxito, ahuyentar el calor. Las paredes siguen pintadas del mismo color con las que yo las vestí por primera vez hace ya 15 años. Tal vez, como antaño, busque remodelar ese espacio que tuve; tal vez volveré a poner un escritorio, un librero y me iré a escribir los sábados por la tarde, debajo de esa lámina caliente. Tal vez escriba sobre los fantasmas y sobre el dinero; una buena parte de la literatura está escrita de ambos temas. O tal vez sólo escriba de mi abuela, de su gran casa matriarcal y escriba que una tarde de junio, antes de una gran tormenta, mi abuela me mandó llamar y me dijo que escuchara el canto de las cigarras. Son tu abuelo y tu tío, que vienen a visitarnos, me dijo. Ojalá las memorias tuvieran siempre ese sonido.
PRESENTACIONES DE NUESTROS AUTORES en la
ENSAYO A ROSTRO DESNUDO de Ramón López Castro Presentan: Tirso Medellín y Eduardo Antonio Parra.
7/OCT/2O17 16:30 horas Sala 102
CUENTO SÓLO LOS NOMBRES SE REPITEN de José Luis Valdez Presentan: Coral Aguirre y Pedro de Isla.
8/OCT/2O17 13:30 horas Sala 103
POESÍA
15/OCT/2O17 16:30 horas Sala 103
ESTÁNDAR. UN LIBRO INFAME Y CANCIONES AUSTERAS QUE ESCRIBIÓ RG
de Rodrigo Guajardo Presentan: Carolina Olguín y Genaro Saúl Reyes C.
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ES TA FA Paulino Ordóñez #Monterrey #Reynosa #Tamaulipas
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s cierto, ciertísimo, pensó Priscila, y debió haberlo suscrito con un gesto, porque Lucía, una desconocida para ella, quiso ser su cómplice colocando una sonrisa entre ellas. No fue el caso de Cuauhtémoc, que algunos pasos más allá, no encontró una mirada correspondiente a la celebración de la ocurrencia, del anticumplido, del comentario juguetón y agudo a la vez. Motivado por el desparpajo, Meme decidió inmediatamente darse un día de descanso en su búsqueda de empleo; soplándose el copete se dijo que lo tenía bien merecido. Aarón continuó bailando y no fue necesario para él levantar la vista cuando Arturo, con un codazo, le señaló que algo importante acababa de suceder. En Odvidio se quedó una mentada de madre motivada por lo caro que resulta casarse. Luego vino otra que desatoró la primera, porque también le pareció alto el precio de estar soltero. Eva tragó su chicle sin querer. Isabel imaginó moretones de macanas policiacas en el cuerpo de un grafitero; firmas infames de una pandilla contraria llamada injusticia, reclamando un territorio moreno que ella, más que encantada, curaría con besos. Con un trago y moviendo un pie al ritmo de la música, Fernando intentó distraerse de una certeza punzante: vivía con un miedo que desde los nueve años ha crecido con él, a partir de la noticia del secuestro y asesinato de Hernán, un niño de su misma edad a quien no conoció. En su mente, Án12
gel escupió sobre las madres de todos los que no estaban ahí esa noche. Desde el baño, Liz escuchó la exaltación. David deseó que su jefe entendiera que cuando ha llegado tarde al trabajo, se debe a que las avenidas cerca del colegio de su hija son comúnmente bloqueadas por delincuentes. Pestañeando mucho, Marcela buscó una razón por la que, como ella, muchos de sus amigos y conocidos no tenían pareja, y quiso saber por qué siempre veía solos a los que sí. Empleado aburrido o emprendedor optimista, sólo dos opciones calculó Nicolás como caminos viables en esta ciudad, basándose en lo que ha oído de cualquier persona cinco años mayor que él. Gildardo lamentó la falta tanto de carriles para ciclistas como de chicas ciclistas. Héctor Ricardo derramó un poco de cerveza e intentó ignorar que algo le hizo sentir temor. Los enormes cráteres en las montañas, vistos por primera vez desde la ventanilla del autobús en el que llegó a la ciudad, le parecieron nuevamente una desgracia a Diana. El autobús en el que pensó Mario iba en dirección contraria, con todos los asientos ocupados por su familia. Dulce, que es muy positiva, se dijo que las cosas tenían que cambiar, que iban a cambiar, que ella las iba a cambiar. Juventino se rascó la barba y concluyó que sus mejores amigos eran foráneos. Hubiera querido ocupar sus manos en algo mejor, pero fue inevitable para Gustavo hacer cuentas: una yema para su
padre, comerciante amenazado, otra para su madre asaltada, otra para la tía a la que golpearon para robarle el auto, otra por la amiga de su hermana, secuestrada a la salida de un antro y liberada dos días después en Reynosa y la última, la del meñique, para él, a quien esa misma noche un niño armado le quitó un reloj barato y su celular. Por primera vez, a Carlos le causó gracia que dos novias consecutivas, ni guapas ni feas, lo dejaran con la excusa de buscarse alguien más exitoso (la primera), con ambiciones en la vida (la segunda). Adriana, en el extremo opuesto y escondida tras su cabellera, maldijo lo pronto que el ingeniero con futuro por el que cambió a Carlos se topó con la muchachita seria, católica, que su madre siempre quiso para él. Nada más triste que lo de Enrique y quienes lo extrañan, pues no se sabe de él desde que subió a una van empujado por una metralleta; Alejandro, amigo de la infancia, lo recordó. Luis sintió que venció sobre quienes desde la escuela primaria y hasta estos días le han llamado puto, pues ahora, este grupo de gente, conformado por seres tan iguales y diferentes a él, hermosos a su parecer, estaba reunido celebrando borracho a un extranjero en tacones, el mismo que desde el escenario cantó lo que el público asistente consideró una verdad arrojada a la cara: “¡Estafa!… ¡Está fatal Monterrey!”. Quienes tenían libres las manos, aplaudieron.