LA CASA DE MIS FANTASMAS. Antonio Ramos Revillas
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ÍNDICE 3
LOS MAGUEYES Joaquín HURTADO
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EL BALCÓN Carmen AVENDAÑO
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MONTE Carlos Lejaim GÓMEZ
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SEBASTIÁN SIN PARADERO Bernardo ARRIAGA
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MISA NEGRA I Rodrigo GUAJARDO
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CANCIONERO He vagado intensamente por este mundo de Dios. Me detuve en Cadereyta Lo digo de corazón. —”Corrido de Cadereyta” Autor: Benjamín GUTIÉRREZ SOSA
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DIRECTORIO DIRECCIÓN*: Rodrigo Guajardo EDICIÓN: Carolina Olguín y Édgar Favela FOTOGRAFÍA**: Omar González (pp. 1 y 2), Ximena Subercaseaux (pintura, p. 6), Carolina Olguín (pp. 8 y 9) y Édgar Favela (pp. 10, 11 y 12) ARTE DE PORTADA: Omar González DISEÑO EDITORIAL: Marta Hoyos COLORIZACIÓN: Andrés Villagómez MAQUETACIÓN: Rodrigo Guajardo CANCIONERO: Tomado de “Corridos y canciones de Nuevo León”, de Silvia E. Gutierrez Islas (UANL, 1996) *Los TEXTOS no necesariamente narran hechos reales y no necesariamiente narran hechos ficticios. La Resolana se reserva esa amgigüedad con fines de verosimilitud literaria y para protección de sus autores. **Las FOTOGRAFÍAS no necesariamente guardan relación con el texto: se limitan a fines de diseño.
LOS MAGUEYES Joaquín Hurtado
—Para Alfredo Hernández, in memoriam
Amor de la calle que buscando vas cariño con tu carita pintada y tu corazón herido. —Fernando Z. Maldonado; canta Chelo Silva. ,
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os dos callan. Martín es oficial del ejército mexicano. Ha venido con su uniforme verde olivo. Es su día franco. El otro es Felipe. La peluca rubia lo hace verse más moreno. “Dicen que tú me engañas desde hace tiempo, dicen que no me quieres, no sé por qué, se me llena de nubes el pensamiento, sácame de esta duda por nuestro bien”. El polvo facial no logra cubrir el acné que le invade el rostro. Su delgadez bien proporcionada es un atributo y lo asume con soberbia. Su estatura se incrementa con los altos tacones que suele calzar. La pareja fuma compulsivamente y bebe despacio la cerveza. Hay silencio en sus bocas y miradas. Felipe tararea la canción que toca el grupo. De vez en cuando saluda con una leve sonrisa a alguien que recién llega. “Hace ya muchas noches que ya ni duermo, los celos me consumen pensando en ti, y de tanto que dicen me siento enferma, piensa que no es posible vivir así”. Entre Felipe y Martín se levanta una muralla de ira y venganza. El soldado bebe de su botella, la vista fija en dos agaves de neón. Felipe sube a la tarima donde amenizan los músicos. Camina de un lado a otro. Se toca la nariz, ve hacia el infinito. Su mano temblorosa sujeta el micrófono. La melodía es lenta y melancólica. “Yo no puedo pedirte que me sigas amando, tampoco he de implorarte amor por compasión, fingiste que me amabas, y yo tan insensata, creí en tus juramentos como se cree en Dios”. Su gruesa voz masculina contrasta con el movimiento delicado de sus caderas. Es confuso lo que Felipe canta. El rostro se le pierde entre la maraña de pelo. El humo de los cigarrillos flota sobre la clientela. Todo está iluminado por la tenue luz de las farolas rojas y azules. La luz blanca envuelve al cantinero que sirve desganadamente. Alguien levanta la voz cantando un corrido y luego lo remata con un grito agudo y lastimero. Felipe prosigue con su canción desentonada. Su cara es inexpresiva. Pasa la mano por la cabellera postiza. “Me enseñaste a querer para martirizarme, partiste en mil pedazos mi amante corazón, sólo un favor te pido, no vuelvas a buscarme, ya no seas tan cobarde, respeta mi dolor”. Es evidente que Felipe se contiene para no llorar. Limpia el maquillaje que se deslava con el sudor. Cierra los ojos. Le duele lo que canta, como le duelen las ofensas de Martín. Concluye la canción. Nadie aplaude. Nadie lo escuchaba. Aun así Felipe pronuncia un “gracias” inaudible. Baja. Felipe regresa junto al militar. Al momento de sentarse se desequilibra y parece que va a caer. Martín lo toma de un brazo y lo sostiene. El apretón de Martín lo lastima. Felipe se aparta con brusquedad y lo mira rencoroso. Martín sonríe complacido. Felipe abre su bolso de mano y saca un espejito y un lápiz labial. Se acicala con violencia reprimida. Un pañuelo limpia el sudor o las lágrimas que bajan por sus mejillas. “Y qué me importa que vivas con otra que te da dinero, si ya terminamos y ya no te quiero, amor comprado del que tú has buscado, no hallarás conmigo, prefiero un mendigo a vivir contigo”. El callado odio vuelve a establecerse entre los dos. Miran hacia la pared. De pronto Felipe se pone de pie. Se va yendo. Martín lo devuelve a su sitio de un tirón. La peluca sale de su órbita. La pulsera de plástico cae y se desbarata. Los labios de Felipe traducen su muda impotencia. Martín se inclina sobre la espalda de su presa y le muerde un hombro. “Amor por dinero es amor malvado y a ti te han comprado besos callejeros, y qué me importa saber que tú tienes una en cada esquina, si esas son mujeres de la mala vida”. Felipe vierte su dolor y coraje en la bofetada que revienta en la cara del uniformado. Luego sale corriendo. Sale a la boca de la noche. A una cuadra de Los Magueyes, en el rincón de una boutique para novias, las siluetas de esta pareja juntan sus cuerpos. Hablan en voz baja. Está lloviendo quedamente. Parece que el abrazo y las palabras de Martín son sinceros. Felipe no sabe si llorar o reír. “Por tener la miel amarga de tus besos, hoy se tiene que arrastrar mi dignidad, por piedad, por compasión no me desprecies, me moriría sin tu amor, no me abandones”. Madrugada, hace frío. El soldado frota los brazos de Felipe quien se deja conducir por esa mano poderosa en su cintura. Regresan a los Magueyes. Esta vez eligen una mesa muy cercana a la pista de baile. Al tercer trago de tequila se unen a las otras parejas que danzan. Bailan despacio aunque el ritmo tropical exige velocidad. “No, por Dios, no te vayas te lo ruego, en la vida como un perro pasaré, sin hablarte, sin llorar, sin un reproche, siempre tirada a tus pies de día y de noche”. El vestido de lentejuelas cruje con la presión de las caricias de Martín. Las bocas se buscan. Un largo beso sella el perdón y el olvido. #Calle Colegio Civil #Calle Juan N. Méndez #Calle Reforma #Monterrey 3
DEL AUTOR DE GUERREROS Y OTROS MARGINALES
VUELTA PROHIBIDA
JOAQUÍN H U R TA D O
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res libros componen este primer volumen de obra reunida: “Guerreros y otros marginales”, “Laredo song” y “Crónica sero”. Prosas breves que nos ofrecen una multitud de personajes reducidos a su corporeidad en forma de deseo, de violencia, de alegría y enfermedad: al ras de su carnalidad más patente. Cholos, albañiles, mecánicos, prostitutas… todos transidos de una calentura que los arroja los unos contra los otros en la pura búsqueda de la alteridad, sin saber si les espera la caricia de un amante desconocido o la puñalada trapera de un escarceo homicida. Reseña de los males del siglo, prosa prosaica que es denuncia y retrato de una sociedad enfermada por su hipocresía, la pluma sardónica de Hurtado nos revela que “el virus” destapó el pudridero moral en que la ciudad continúa viviendo. La peste de la simulación y sus máscaras, que siembra, entre las virtudes públicas y los privados goces, la misma desolación. —Alejandro VÁZQUEZ ORTIZ.
DE VENTA EN LIBRERÍAS DE LA CIUDAD CASA UNIVERSITARIA DEL LIBRO Y WWW.KICHINK.COM/STORES/ATRASALANTE 4
Carmen Avendaño
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a librería Gandhi en Monterrey es como un palafito, con las piernas hundidas en el flujo de autos empeñados en remedar un mar antediluviano. Al resguardo de Hidalgo la caudalosa, y la modesta calle de un carril Martín de Zavala, en el café de la librería se pueden hojear libros, rostros, estilos. Y si estás fastidiado de los libros, rostros y estilos de siempre, puedes mirar, a través de los visillos, los balcones en ruinas del edificio Zambrano. Ejemplo de estilo aerodinámico o streamline, art decó con luz eléctrica, el edificio de departamentos hace curva la esquina. No es el Partenón ni Chichen Itzá, pero ya aguantó dos décadas a medio destruir, lo que algunos amores. Cuando yo me asomaba por el balcón del 202 la Gandhi no estaba ahí. Ahora baja conmigo al estacionamiento y observa en la otra acera el 760, junto a la vitrina rota donde exhibieron aviones, la caligrafía de alumno aplicado de acción poética y el trazo de los pintores anónimos. Entra conmigo en la recepción donde se acumulan restos sin identificar. La escalera sigue igual de oscura. Aprieta el botón del elevador y escucha cómo vuelve a accionar el motor, hay espacio suficiente y tiempo para un beso con agarre. Estamos en el segundo piso y en la sala de un verde gris claro, aparece el sofá en donde duermo. En el balcón está la ciudad trazada por las luces. Deseo conocer gente, haber caído ya en las redes de rutas que transitaré como si fueran las únicas posibles. En el verano el calor borra el invierno y en navidad el frío se desquita. En un rincón de la sala ves el árbol seco, decorado con flores doradas y plateadas que mi madre ha hecho con papeles de los cigarros. Una estación existe sobre la negación de la otra y los días de tregua son preciosos. Cargamento de guerra, bloques de hielo diamantinos son arrastrados sobre la calle sucia con ganchos de fierro atados a la cintura, hacia las hieleras de los bares. ¿Quieres agua con hielo? Entra a la cocina. Es espaciosa para un departamento. Tiene un cuarto de servicio
EL BALCÓN
donde puedes ver dormir al amado, con el ventilador pegado a la cara. Y una ventana que da a un pasillo vertical por donde sube la música del vecino. Su puerta está flanqueada por torres de cajas de refresco. Son del DF. El papá tiene unos dientes triangulares y veo su mano incompleta. No sé si es mi memoria o en verdad le faltan dedos. Convida tequila Don Julio y empieza a contar historias. A medida que se emborracha cambia cada vez más rápido de pista, sin dejar terminar las canciones. A mí también me gustan sólo los comienzos. Con sus hijos cierra la calle y jugamos futbol, sudando cocacola, cerveza y tequila, según el caso. Subamos de nuevo por el elevador. Espera, va a entrar el anticuario del fondo. Sus panes de Zuaza también son grandes y nos va a dar a probar. ¿Sientes el olor a óleo en la sala? Hay atriles alrededor del modelo, un niño que trabaja embolsando en el Azcúnaga es dibujado por un adolescente que será arquitecto, un joven pintor con bucles y una mujer de blanco que le regala a la maestra, mi madre, un anillo de oro con piedras de colores. Es la tarde y puedes verme leer en el sofá mientras mi madre me pinta a la luz de una lámpara de fierro negro junto a dos candelabros de formas sinuosas, que hizo el flaco de arriba. Cada piso es un mundo y cada departamento un continente aparte. Yo vivo en el mundo del segundo, más allá una pareja, ella cantante, él escritor. Más acá un tipo que toca el sax y tiene aire de pelícano. ¿Quieres pasar al baño? Está ocupado. Adentro está una compañera de la escuela. Mi familia anda de viaje y hago una fiesta con tequila Jimador. Gemidor, le dicen. Ella amenaza con vomitar y la llevo al baño. Pero en lugar de vomitar me baja los pantalones. Sigamos por el pasillo. Aquí hay un cuarto grande. En él duerme mi hermana, pero me lo presta para que deje de ser virgen. O tal vez fue en el baño, depende de la postura. Pero la decepción es distinta. La idea de que algo tiene que suceder y sólo cuando ha sucedido te das cuenta que no era algo en sí mismo. Te creía experimentada, o algo así
dice el amante. En el balcón la noche es espesa. Las cortinas del cuarto de mi hermana parecen velas de barco. Ella duerme un sueño intranquilo. A veces encierra los días. Quiere volver a Oaxaca. Al cuarto de mi madre no entra la memoria. El salto de Oaxaca a Monterrey es un mortal. Y el salto de Santiago a Oaxaca que lo precede, otro mortal. No hay memoria que resista. Por eso llegamos como al punto cero al hotel Yamallel, que a pesar de estar limpio y en forma, parece abandonado. Será porque la calzada Madero está abandonada de antiguas glorias, y el río Santa Catarina abandonado por el agua. O será porque nosotras estamos abandonadas a nuestra suerte. A la corazonada de mi madre. Vámonos a Monterrey. ¿Y qué vas a hacer en Monterrey? Le dicen en Oaxaca. Es una ciudad horrible, llena de fábricas y autopistas, con un clima espantoso. Los codos de Monterrey, son tacaños. Está al lado de Estados Unidos, se creen gringos. Y mientras peor le hablan más fuerte hacen su voluntad. Una ciudad cosmopolita, ligera de tradición. Hay un mercado para el arte —al que no sabemos cómo llegar. Una modernidad —a la que nadie sabe cómo llegar. No traemos más que unas maletas y un papelito con nombres de escritores —le contamos por carta postal a la abuela. En la colisión de abandonos, el nuestro y el de la ciudad, se planta al final de la avenida este edificio de cemento y concreto color crema que es por dentro de un verde tenue y tiene un balcón de crucero. Es de día y las bocinas se confunden con gaviotas. Hay una construcción moderna tapando la vista, con un estacionamiento en el primer piso y una librería en el segundo, donde estoy sentada mirando el pasado. Frente al pasado hay una casona rojo tierra, donde venden implementos de cocina. Y más allá unas terrazas donde jóvenes bellos asan carne. Bajamos mi hermana y yo con una canasta cubierta por un paño blanco, tocamos el timbre para verlos de cerca y vender empanadas. Pero no se interesan en lo que hay dentro de la masa. 5
Ximena SUBERCASEAUX: ”El reflejo” —1996, óleo sobre tela.
El vecino que toca el saxofón es un tipo gentil. Yo no lo trato mucho. Hasta que viene a verme desde Chile la amiga con la que fumo mota y se abre la plática. No se me ocurre a dónde llevarla en la ciudad. Me limito a enseñársela desde el balcón. En la pared hay una ventana colgada. O sea que da a la pared. Ventana octagonal, de portillo, le llaman, característica naval del estilo. Es el espejo de los fantasmas de la modernidad. Y ahí se asoma Jorge Teillier a mirarme sentada en el piso, en el acto reptil de recibir el sol en los párpados, la manzana del edén mordisqueada y mi amiga mirando a la ciudad como si supiera algo. Ahora bajemos, vamos a trazar la tela de araña fresca y viscosa de estos días. Sólo hay dos tiendas de conveniencia, como les llaman, donde expenden combustible (cigarros, cerveza, cocacola, café, chocolate, chatarra), y están a varias cuadras Padre Mier arriba, rumbo a la Escuela de Música y Danza donde estudio piano, alzada en ladrillo con un precipicio en el patio, a los pies de El Obispado, que no es otra cosa que un fuerte armado de cañones con una vista espléndida, memoria de hostilidades vigentes. Pero antes pasas el Centro Cultural Alemán, el ciclo de Fassbinder donde están dando El amor es más frío que la muerte. 6
Tenemos esa opción, o el cine Plaza Monterrey, ubicado en la autopista que corre junto al río seco. Preferiría quedarme en Martín de Zavala tocando el teclado con mi amiga recién llegada de Baja California. O conversando con la poeta que se sienta a mis pies y me regala su libro. Pero mi cita ya viene camino a mí con camisa nueva. Bajemos por Padre Mier al Florián, hablando de filosofía. Saludemos al comentarista de cine que está ahí echándose un café. Volvamos a llevar el hilo de saliva a la plaza de La Purísima para un primer beso a la orilla de la banca, ante la fuente francesa de 1864 con delfines de labios gruesos. La noche es de nuevo y vamos a donde algo está pasando. Se llama Los Postigos. Todo el mundo está ahí. Todo el mundo que pocos en Monterrey conocen: un mascarón de proa, enredaderas, lecturas, risas, canto. Por la mañana voy a dejar mi solicitud al Rico’s Antojería, el restaurante de toros. En la barra suena Tin Tan, el barman es su discípulo. Ya está pelado el betabel y pulidos los tenedores. Somos el equipo de futbol del capitán de meseros y nos distribuye entre las mesas. Cruza la avenida Hidalgo conmigo, entremos en este barrio residencial con
casas que te hablan de una mejor vida, donde vive el español para el que hago traducciones, que me muestra una novedad en la computadora. Es internet, dice, puedes encontrar cualquier cosa. Sólo veo una pantalla que cambia de diseño. De regreso en el departamento hay fiesta, con escritores que vinieron a un encuentro o con los amigos que fueron a la exposición de mi madre. El trajín agranda el pasillo. Hay gente hasta en el clóset. En realidad somos nosotros, que no podemos esperar a que se vayan. Comienza a aminorar el ruido y de pronto llega el silencio. Afuera no hay un alma. Hay un colchón abandonado, con sábanas de polvo, una mesa puesta en el piso y un vano sin puerta. Desde el balcón que se extiende a todo el piso derruido miras hacia el café de la Gandhi. #Baja California #Café Florián #Calzada Madero #Calle Hidalgo #Calle Martín de Zavala #Calle Padre Mier #Centro Cultural Alemán #Chichen Itzá #Chile #Cine Plaza Monterrey #Distrito Federal #Edificio Zambrano #El Obispado #El Partenón #Escuela Superior de Música y Danza #Estados Unidos #Hotel Yamallel #La Purísima #Librería Gandhi #Los Postigos #México #Monterrey #Nuevo León #Oaxaca #Rico’s Antojería #Río Santa Catarina #Santiago de Chile #Supermercado Azcúnaga
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Oriente #Huinalá-Juárez
Carlos Lejaim Gómez
MONTE Fontefrida, Fontefrida, Fontefrida y con amor, do todas las avecicas van tomar consolación.
[Llegaste a casa] El primer tramo desde la carretera era de cuatro o cinco cuadras llenas de sol. En la banqueta, bloqueada con lomas de grava y arena que debió escalar o evitar, los pequeños ficus recortados — después consumidos por la helada— no alcanzaban a resguardarlo. Los zapatos, los únicos formales en su guardarropa, obsequiados por los padres para su boda, aún conservaban la rigidez de lo nuevo y hacían más duro el camino. El ancho camellón, lleno de tierra suelta y matojos, no era mejor vía. Albergaba torres de alta tensión, caravana de gigantes descendiendo desde el cerro, incrustándose entre las colonias de cartones, las colonias de madera, las colonias de concreto; transitando entre ellas sobre parques y camellones para perderse en el desierto y después, quizá, escalar otras montañas y transitar otros parques y otros camellones. Tal vez no caminar hacia el futuro. Desandar el camino trazado por estos gigantes, destensar, ya en la iridiscente reverberación en la fuente fría de helechos y de musgos, de pinos y madroños, las cuerdas que los atan, que nos atan a los caminos ya tomados. Después el parque. Un solar adornado con llantas enterradas hasta la mitad y pintadas de colores, ¡qué colores! Un jardín podado por el tránsito, cerrado por profuso zacatal con cadillos y amenazantes mas inocuos racimos de la higuerilla. Un campo de futbol trazado con mojones de blocs quebrados. No hay niños, ningún niño juega al mediodía. El mediodía es el momento de cazar chapulines. El sol los descubre entre las hierbas ralas tallando sus patas, ésas que arrancas para que no salte, para que no escape. El mediodía es la hora de buscar los pocitos cubiertos de telaraña para lanzar al chapulín y ¡raz-
mataj! Es mediodía, no hay niños en el parque, alfombrado de hierba rala. Bajando el barranco, rumbo al río, hay casas de madera de reuso y cercas de ramas de mezquite rodeadas de basura siempre humeante, siempre encendida. Parecieran habitadas por lozanos y vigorosos perros que proliferan, o escasos y cansados caballos y burros. Él las cruza por encima, sobre el puente, como volando sobre láminas picadas; seca el sudor, que de su frente escurre a la nariz, en las mangas blancas de su camisa, donde deja dos manchas pardas. El puente de concreto cruza el río sobre el puente del desmonte, sobre el vacío de sauces y sabinos que crecen en el fondo del barranco. En los charcos más transparentes del río las aves somorgujan; nadan, entre hierbas acuáticas, tortugas y peces, y en los más bajos, turbios y fangosos —que no distingue desde el puente pero imagina— renacuajos y sapos, y las múltiples faces del tránsito de lo uno a lo otro. Renacuajo, renasapo, sapocuajo, sapo. En el valle de tierra amarilla que continúa el tránsito hay un sendero por el que los obreros evitan el largo rodeo de la avenida. Quién sabe si esta tierra vino o nosotros llegamos a ella, pero los ébanos, como arbustos, enterrados hasta media copa, resisten y ofrecen, más que sombra, refugio. Apenas crecen ramajos de menta, angulosas plantas floridas y algunos pequeños cenizos que en su florecencia manchan el valle de violeta. [Llegaste a casa] dice, sobre la loma que circunda la avenida, un ancho letrero en letras rojas. [Llegaste a casa] los hombres, amarillos de tierra y de sol, avanzan. [Llegaste a casa] tu piel, sudada, la dora el polvo. [Llegaste a casa] las ropas áureas de mañana ya cuelgan en tu casa secándose tras desprender lodos de oro en la lavadora. [Llegaste a casa] al fondo el monte.
Al jardín lo preside un ébano bien erguido bajo el que florece la vicaria rosa y blanca. Un bosquecillo de anacahuitas de ramas podadas, casi boinsái, se despliega en el borde. Los senderos de rojos adoquines dibujan geométricos patrones sobre el pasto verde. Camina entre el sueño glauco y geométrico: cuadros dentro de cuadros dentro de cuadros que terminan en marchitos cuadros de zacate mal colocados sobre la tierra amarilla de jardines o en los inmaculados azulejos del baño. El parque, más que geométrico, amorfo, asimila la geometría de las calles y casas. Casa tras casa, todas blancas con vistos de colores, como las popelinas en las tiendas que en la infancia recorrías con tu madre. La casa es una casa. Toda estucada blanca, con sus puertas nuevas y ventanas salpicadas de yeso.
[Plusvalía] A dónde vas que más valgas. Quiso decir mas no lo dijo, dijo sí, sólo sí. Y al voltear hacia la ventana, entre las cortinas que el aire movía, vio un trascabo que en el baldío de enfrente plegaba la tierra en una sola maraña de huizaches y uñas de gato. Nunca me dices nada, nomás huyes. Ya madura, vuélvete hombre. Y se marchó. Llega el coluco bien tumbado, cargando trapos, esponjas y una botella de almorol en una tina vacía de pintura. Anuncia esperanza, ese compa, no te agüites, y presagia riñas y decapitaciones. Extiende al sol sobre las flores rosa del laurel un trapo húmedo, acomoda en la banqueta el almorol y las esponjas, voltea, para sentarse, la tina de pintura y con el mango de un machete abre una caguama. 7
¿Andas jiño? No, todo bien. Préstame un tostón. No traigo nada, es final de quincena. No te agüites, ya sabes que somos camaradas. Tú eres me broder. ¿Pero verdad que sí andas jiñado? A veces no entiendo mi malestar. Ah, jijo, por eso eres mi broder, porque dices cosas bien bonitas, así como del corazón. A mí a veces me pasa así que ando agüitado y me voy todo sandio al monte, me aviento al yerbajal, con cadillos y toda la cosa, y espinas y palos quebrados, hasta que sangro los dolores. Sale de su casa con su perro y en el lote baldío —la tierra violentada y mal repuesta— toma cerveza el que no tiene nombre entre pastos sin nombre. Rhynchely trumrepens: arreboles tornasolados, los de dígitos gallináceos: choloris inflata, cynodon dactylun, hostiles constelaciones: cenchrus echinatus, estrellas envueltas en nubes verdes: cenchrus incertus, largas colas de animales imaginarios: cenchrus multiflorus. La tierra amarilla que vaciaron y aplanaron engendra tímidos brotes de huizaches entre una alfombra de menta y olas de trompillos de cresta lila y fauces amarillas. Más allá comienza el monte. El Patotas avanza hábil entre la breña, corre hacia la sombra dispersa de un chapote y regresa esquivando las ramas y espinos con la nariz húmeda pegada a la tierra, resoplando las hojitas —esa tierra con hojas en el jardín fecundará geranios y rosales— como si comprendiera el lenguaje aromático de las tortugas y tuzas que persigue. Sólo se corre tras lo que no se conoce, recordó Joaquín que pensaba al sentirse frente al abismo cuando ella se aproximaba. ¿Qué sería el abismo, el salto,
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la caída, el correr tras lo ignoto? ¿Sería tomar ahí sus mejillas, sentados en la ardiente banca en la que esperaban el camión, y besarla? ¿O sería saltar al infinito abismo de la ausencia que años después [caes] lo harían recordarla ahí, en el monte, junto a su perro, huyendo —o saltando— de los abismos domésticos? Saltar al abismo, huir al monte. Pero llegas al monte y te instalas y desbrozas con azadón mareas vegetales y podas los árboles con machete. La anacahuita, aunque chaparra y torcida, ya con su tronco bajo mondo es refugio: en las noches llueve flores y en el día sombra. Ya puedes llamar tuyo al monte, es tu casa, tu hogar, tu patria, es un jardín, sí: si lo cruza una tarántula entre las piedras desnudas la pisas o la incendias —se consume rápido—, y arrojas sus despojos a otro lado. Cuando llega Joaquín a la sombra donde el Patotas ya escarba y ladra moviendo la cola y exponiendo la lengua, volteando al pozo y al hombre, y al hombre y al pozo, está la tortuga, pétrea, bien oculta y aferrada a la tierra. La hierba cada vez más espesa: tenazas floridas que se trenzan; y cada vez más alta y hostil: maraña que rasguña. Hasta que se cuaja y yergue en una breve efervescencia de ébanos, que le obstruye toda la luz al suelo terregoso, apenas manchado de verde por manojos que resisten a las tinieblas. Lo que abundan son agujeros en el suelo: abandonados refugios de zorros o coyotes. Le ofrece al patotas los restos de aguay se recuesta. Cierra los ojos y está Marta que desteje y María que teje el lienzo de tu infancia. No es tuya la tierra, tú eres la tierra. Y está Thais con sus vestidos rasgados: sostiene una antorcha sobre montículos de piedras persas, telas de oriente, manuscritos alejandrinos, esculturas atenienses,
brazaletes con niños alados y otros ídolos desnudos, y dice huyes de ti, pero te encontrarás en la fuente cenagosa y en la carroña poblada de gusanos. Te encontrarás en las frutillas silvestres que alimentan mas no nutren y en el dolor de huesos, porque el camino de la huida es largo y sinuoso. Te encontrarás en las hierbas amargas de tus caldos, que cuanto alimentan envenenan, y ya será demasiado tarde para encontrarte. Y está Thoreau, que se ríe. La hybris del hombre común es contra sí mismo, es no saber desatar los nudos y cortarlos y quedarse desnudo a la intemperie. Y está una vieja quien tras la revelación construyó una cabaña en el monte y en las inmensas soledades de peñascos y cavernas se encontró con el mundo. Y estás tú, en un amplio baldío sobre costras de tepetate que crujen a tus pasos y el crujir es lamentos que no distingues, porque tienes la mirada en el horizonte, porque buscas la salida. Y está ella que te dice te quiero aquí, en la montiña, en la tierra negra, húmeda de rocío. No me interesa el trazo perfecto a cordel. Toma estas ramas enjutas de mezquite que rasga tus carnes y te alimenta. Ven aquí; despéñate en este abismo, azuza al cenzontle que duerme en mi espalda. Está, sobre todo, ella: sus lomas de cenizos floridos, sus valles de menta que no ves pero hueles, está ella, que se abre camino entre tus cardos y no se hiere. Ella, quien siempre encuentra entre tus peñas las vaguadas que te nutren, y las desanda hasta los valles poblados de yucas ariscas y quebrantados arroyos para bañarse. La misma que te pide contener el cauce de tus ríos porque a veces llueven, ocultas en la montaña, tormentas que no vemos pero inundan.
SEBASTIÁN SIN PARADERO Bernardo Arriaga
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Sebastián le gustaba pisar las hojas secas. Desde chico, por las tardes, gustaba de caminar por una acera custodiada de árboles centenarios que dejaban caer sus hojas muertas. Andaba muchas cuadras hacia el Parque Santa Rosa, cercano a su casa, y acostumbraba sentarse un rato en una de las bancas a contemplar los juegos de los niños. Algunos vecinos le dijeron años después a Alicia, su madre, que Sebastián iba con frecuencia al parque. Ella no lo sabía. De regreso, Sebastián caminaba sobre el sendero, que ya lucía cubierto de nuevas hojas secas. Al llegar a su casa, se refugiaba en sus lecturas de preparatoria, aunque se daba tiempo para leer literatura. Le gustaban “El muro”, “El ser y la nada”; también los del boom y algo de los rusos, en especial Tolstoi. “Era en otoño”, pensaba siempre en ese inicio de “Tres muertes”. Su padre le inculcó desde chico leer clásicos: “Los miserables”, “El Conde de Montecristo”. En la madurez, sin embargo, aquel ferrocarrilero se volvió una pared con la que no se podía hablar. Se hizo huraño y receloso, sobre todo a partir de que dejó su cargo de despachador para pasar a jefe de patieros. —Es que quedó muy dolido, mijito —le pedía Alicia al muchacho. No fue para menos. Lejos ya los intensos movimientos, Vallejo en la cárcel, una tarde a don Sebastián no le salieron bien las cuentas de los horarios. Despachó un tren de carga, sin cercio-
(Apuntes)
rarse de los minutos, confiado en que todo le salía bien. De pronto, cayó en la cuenta del error: había confundido las horas. Salió corriendo de la estación, pero el tren ya iba a una velocidad considerable. Don Sebastián persiguió a la máquina sin éxito, gritando que alguien lo parara, que no avanzara. Nada. No había forma de detener el tren, excepto enviar un telegrama a la siguiente estación con la esperanza de que evitaran su salida. Don Sebastián se quedó contemplando al horizonte. Alguien dijo que el encontronazo entre los dos trenes se escuchó a lo lejos y que el humo había oscurecido una parte del cielo. Pero don Sebastián no vio nada, recordó después. Acaso el vuelo de algunas golondrinas, la estepa sin novedades. Murieron los tripulantes de ambas máquinas, excepto un garrotero que más tarde se suicidaría al saber que tenía cáncer. Gracias al respeto y la estima de los directivos, don Sebastián no fue a la cárcel ni perdió el trabajo, fuera de una disciplina de dos meses. Los abogados de la empresa arreglaron los pendientes con los deudos y no se volvió a hablar del asunto cuando el viejo tomó el control de los patieros. Pero nunca olvidó la tragedia. —Papá nunca quiere hablar conmigo — se quejaba Sebastián. Siempre está como ausente, como enfurecido. No se le puede decir nada, tiene un carácter irascible.
—Compréndelo —le decía Alicia. Él te quiere tanto como a su vida, pero no puede olvidar lo que pasó. Muchos de los compañeros de don Sebastián le confirmaron a Alicia que después del accidente el ferrocarrilero no volvió a ser el mismo incluso con ellos. De ser un viejo dicharachero y gran líder, se volvió malhumorado. Sólo una vez habló del tema y nadie de la familia hizo comentario alguno. —Ojalá hubiera muerto yo —dijo y no volvió a tocar el tema, aunque volvería a repetir de manera recurrente su deseo de morir cuando Sebastián salió de casa para no volver esa noche de 1978.
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Sebastián entró a la Facultad de Filosofía y Letras. Al egresar impartiría la clase de Sociología de América Latina. Algunos de sus compañeros de generación lo describen como un muchacho carismático, de buena personalidad, de confiar y buen líder. Nadie supo que anduviera en movimientos estudiantiles. Sólo un amigo recuerda haberlo visto en alguna toma de rectoría, pero únicamente de guardia. Nadie confirmó la versión. —Si me preguntas cómo era Sebastián lo único que te puedo decir es que era un muchacho tranquilo, siempre sonriente, que para todo te preguntaba si necesitabas ayuda —dijo uno de sus compañeros, un tipo albino, de mirada siniestra y cabello cortado a cepillo-. Yo
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UN ASESINATO PASIONAL. Hugo Valdéz
tomé una clase de posgrado con él y era un buen maestro. Se ganó nuestro respeto de inmediato, porque aunque muy joven, era brillante y nada presuntuoso. Luego, el muchacho se queda pensando. Recuerda de pronto. —Me estoy acordando de algo que él repetía siempre. Creo que era unos versos de un poeta mexicano, pero no sé cuál. ¡Fíjate nada más! ¡Aún los recuerdo, qué impresionante! Decían: “Un hombre muere en mí siempre que un hombre / muere en cualquier lugar, asesinado / por el miedo y la prisa de otros hombres”. Realmente yo tampoco entiendo cómo pudo recordar aquellas líneas. —¡Qué impresionante no haberlos olvidado! — insiste, aún emocionado, con los ojos enrojecidos por las lágrimas.
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Caminando por Ciudad Universitaria intentaba imaginar los recorridos de Sebastián por las plazoletas; su arribo a los salones de clases, sus conversaciones con compañeros y alumnos. Veo su fotografía que llevo conmigo en la cartera y no dejo de preguntarme en qué momento Sebastián inició la marcha hacia su propio fin. —Nunca voy a saber —me dije y detuve un taxi. —Una de las figuras que más me llama la atención en la historia es Sebastián, el rey niño —me dijo Divagador esa noche, hundido en su sillón mostaza y dándole suaves sorbos al coñac. Condujo a su ejército a una guerra sin posibilidad alguna de triunfo, en Marruecos. Detrás de la barra, casi ebrio como él, trataba de ponerle atención a una larga perorata suya en torno a Camões. No fue sino hasta que mencionó el nombre de Sebastián, que agucé el oído y traté de despejar mi conciencia. —El cadáver del rey nunca fue encontrado –explicó, tallándose los ojos como intentando quitarse el destello. Entonces nació uno de los mitos más poderosos. Se dice que regresará para hacer de Portugal el Quinto Imperio. Bebió de un trago el residuo del licor y encendió un nuevo cigarro. —Puede que los muchachos que buscas un día regresen por su propio pie —dijo y guardó silencio, hasta que se durmió. Fue entonces que caí en la cuenta de la pieza que emanaba del reproductor de discos: Kindertotenlieder. In diesem Wetter, in diesem Braus, Nie hätt’ ich gesendet die Kinder hinaus…
#Ciudad Universitaria #Facultad de Filosofía y Letras #Marruecos #Nuevo León #Parque Santa Rosa #Portugal #San Nicolás 10
*La historia a continuación es real; sin embargo, algunos nombres y lugares han sido cambiados para proteger la integridad de sus protagonistas.
MISA NEGRA I Rodrigo Guajardo
L
#Circuito Cadereyta-Allende #Houston #Nuevo León #UdeM
a Tortuga se balanceaba sobre el travesaño de una noria con una cerveza colgada de la boca y una mochila con más colgada de la espalda como un caparazón que sonajaba a vidrio. La luna estaba naturalmente colgada en lo alto pero balanceaba unas nubes nejas a razón de que nomás se distinguía el canto que los grillos derrapaban en el lomo de las luciérnagas. El evento tenía lugar al costado de una brecha enjuta monte adentro en algún punto de la región cuyo nombre conviene a todos no recordar. Para qué quieres. Nos había oscurecido en casa de La Tortuga a quien también gustaba que lo llamasen Pepe Pecatore y la gente lo complacía mentándolo así o asá con admiración o sorna. Lo estábamos esperando —que oscureciera. Es jueves. Hoy hay misa negra. Habíamos cruzado a comprar las cervezas con don Toño desde que empezó a pardear, y después de reírnos de lamentarnos por haber provocado la huida de la que Edi no volvería jamás con nosotros. Pecatore le había trampeado la puerta con una cubeta de agua pero también lo esperaba con una bolsa de harina que le encasquetó entera cuando el agua todavía chorreaba por su fleco rumbo a los mocasines. Edi parecía un fantasma derruido cuando se dio la media vuelta bajo el umbral y sólo nos dejó ver el espasmo en sus homóplatos conteniendo el puchero. Salió por la cochera y quise detenerlo pero Pepe me alcanzó largando otro cubetazo que tenía bajo la manga. Me preocupó lo que aquél había hecho con Edi porque estaba mal y, casi, porque yo estaba enamorado de su hermana y temía perder la posibilidad por un chiste pesado. En realidad no tenía nada qué perder, ni Pepe. También le gustaba Jéssica pero ninguno se hizo novio de ella por respeto a nuestra amistad: eso tan seguro como que el beisbolista que empezó a cortejarla por entonces no era nuestro amigo y (jonrón) hoy tienen dos hijos que cursan la primaria. Pepe y yo: cero. La fiesta continuó en paz. La fiesta continuó en paz durante la atenta hora que le costó a nuestra esperanza el ascenso a 90ypico en la barra de progreso del minivideo. Pero el frustrante marcaje del rúter interrumpió la conexión y malogró al 100 nuestro esperanza. Otra vez cero. Eso ponía en entredicho las grandes expectativas que había estimulado la adquisición del internet nuevo y catalizó la determinación de Pecatore hasta la madurez. Vamos por una pinche película al videoclub, dijo. Ve tú, ya va a llegar Miguel: aquí lo calmo. A quién crees que te vas a topar, maricón. Esto es un rancho, le dije: A quién no. Ah. Se puso frente al espejo, se caló un suéter oscuro y se peinó formalmente. Salió al videoclub plantando zancadas largas que oí dilatarse hasta que su plazo fue ocupado a contrapelo, cada vez más nítido, por la risa de las gemelas, hermanas de El Gordo Juan. Vaya. Olfatear las huellas de su voz cuenta atrás me llevó a trepar hasta el núcleo de la fuente. Calcé las texturas del enjarre para subir y tras la barda que partía en dos el solar me encandiló el destello doble de las gemelas que nos gustaban a todos. 11
A quién no. ¿Está Juanito, muchachas? Tá jalando en el taller, dijo una y, Beatriz, Ven y ayúdale, Rorro. Pensé en pedirles que no me dijeran así y les contesté con decisión A’i voy. Me metí en el salto y me dejé caer. Me sacudí las rodillas rumbo al taller y Juan abrió por el silbido. Como no le gustaba que lo vieran confeccionando su propia talla de pantalones, azotó la puerta tras de sí y me encaminó a que regresáramos a la casa de Pepe. En el patio saqué la cajetilla cuando llegó por el pasillo Miguel, en bicicleta. Juan le explicó cómo se bajaba el tabaco y le ofreció uno; yo se lo prendí. ¿Raleigh? Pinche trailero, Rodro, dijo pero Miguel fue muy valiente: se arriesgaba a fumar con nosotros por la amistad que nos unía, a pesar de su asma. Qué peligroso. Sólo nos pedía que no le ofreciéramos cigarros frente a Polo, que estaba por llegar. Polo tenía una imagen de él (otra) y era muy sensible. No te apures. Tosió. Más peligroso. Sonrió dejando salir el humo por las comisuras para escalonar una carcajada en su trayecto gris. ¿También tomas? Le destapé una Corona. Miguel pateó la corcholata en el aire. Aunque sea de petroleros. El Gordo dijo ¡Salud! Miguel dijo Juevebes. Sí, hoy hay misa negra, ¿les dije? Un volumen peligrosamente asiático subió en caliente desde la tele de Pepe hasta nosotros. ¿Kurosawa, Won Kar Wai, Sailor Moon? Los caballeros seguimos uno la prisa del otro hasta el cuarto donde, desde su silla reclinable y giratoria, Pecatore administraba la función con indiferencia imperial: un cigarro en la zurda y el control en la diestra. Me topé al René en el videoclub, y al Andy. Y a la mamazota de Judith. ¿Ves? Te dije. No llores; al rato caen. ¿Judith también? Sí, nomás lo que tarda en bañarse, y nos atiende. Conmadre, deja me acicalo. Pero regrésale, luego no le entiendo. Y así fue. La complejidad del filme (eso se apreciaba mejor a solas) no perdonaba a nadie y debió inquietarnos tanto como pronto Pecatore, El Gordo y yo ya estábamos en la sala, jugando ping pong. Miguel, no: el grumo hirviente de pixeles en ve hache lo abdujo con el zoom y, fotograma preso de unas repetición, se estatizó ante la pantalla, pálido y en mute. Mirándolo mirar dijo Pepe: Otro novato en el cine de arte, y casi empotró el envase vacío contra el tablero verde por donde mi botella rodó cuajando larvas de espuma antes de estrellar en el mosaico una flor de ruido con añicos. Juan se aprestó a recogerla pero sus pétalos cortaban. Abrió los dedos como un ramo de bombones con sangre. Así déjale, 12
mamá recoge. Oye, no... Sonó el timbre. A la madre. Es Polo. Ah bueno. Y el pendejo de Víctor. Chingado. No le abras, espérate... ¡Miguel, llegó Polo! Y Miguel salió de su trance y Ricardito de su madriguera en la recámara del fondo: Ya hicieron su desmadre, quién les prestó la mesa. Eso qué, Cochis, ábrele a Polito, atronó Pecatore a su hermano. Ni que fuera tu gato, contestó el pequeñito, Pendejo. Y dijo Miguel Yo le abro. Vengo con Víctor, saludó Polo. Y, Víctor: Qué onda, qué onda, qué onda, qué onda y, a Miguel, ¡Primo! Víctor tenía los suficientes grados de autismo para concentrarse en el estudio de la guitarra clásica y competir fraternamente con Polo, que sacaba de oído lo que le pusieras, por eso lo visitaba cada tarde. Polo a su vez competía conmigo por los primeros lugares en la primaria. Recibí su llamada puntual cada fin de bimestre preguntándome ¿Qué sacaste? Pero esta vez dijo ¿Están tomando! El Gordo Juan caló un cigarro. Miguel tosió. Llegaron Andy y su hermano me preguntó ¿Y esa camiseta de Rayados? No sé: quiero comprometerme más con el equipo. Cool, me dijo; había hecho la secundaria en Houston y quería estudiar en la UdeM. La chocamos pero sonó un chorro: Ricardito exprimía el trapo con la cerveza cenicienta cerca de mis zapatos. Mira, te voy a invitar, cabrón, le dije. Ricardo, y Polo también, René, Andycillo, y Víctor: ustedes no saben por qué estamos aquí pero vamos a ir a una misa negra. ¿Misa negra? se extrañó Polo. Los ojos se le hundieron entre el ceño y los cachetes. Ah’su. No manchen. Eh, síííí... deslizó con suspenso Juan. Se trata de Satanás, Polito, esclareció Pecatore, del meritito señor de las tinieblas, Víctor. El emperador de la oscuridad, para que me entiendas, René. De Lucifer, de Luzbel, de Belcebú. ¿El diablo? preguntó Andy. Eh’eh, le contestó. El que orquesta el dolor, el demiurgo de las lágrimas. Satanás. Lo único que necesitamos es una linterna, dije. La misma que Ricardito desenvainaría kilómetros más tarde. Antes, oímos todavía las campanadas de la parroquia marcar las 11 pero entrados a este punto lo único que se oyó cuando Pepe Pecatore se columpiaba sobre la noria y el haz de la linterna dibujó su sombra como un badajo o un péndulo agotando nuestro tiempo sobre la maleza negra fue la voz de Andy. Está poseído, dijo. Andy no tenía miedo ni temía por qué. Tenía más que ninguno una vida por delante. Tenía 9 años. CONTINUARÁ