La Resolana de Nuevo León / 02

Page 1


LOLYTA Jaime Garza

S

i algo se debe querer con locura es un tipi y un boogie azul. El tipi para esconderse y el boogie para huir. O las dos cosas y no hacer nada. En la fotografía aparezco cayendo adentro del boogie mientras el autito se desliza en reversa hacia el tipi. Era un cono de plástico laminado con un esténcil de un indio norteamericano, flechas, tótem y un búfalo. Luzco fuera de foco y descolorido, una mancha marrón despeñándose hacia un triángulo en una nube azul. Recargado contra la pared, un sable láser y en el suelo un Walkie Talkie. Fuera de cuadro había otro Walkie. Encendía el par, en uno respiraba congestionado y por el otro se escuchaba a Darth Vader. En las noches sintonizaba transmisiones de banda civil, traileros que llegaban a Monterrey y reportaban desde García, Escobedo, Apodaca, Cadereyta y Carretera Nacional. Dormía escuchando claves numéricas y soñaba con gobernar la galaxia. La galaxia: un par de calles y una cancha de fútbol. Más allá estaba la escuela, el supermercado y otras galaxias. Lolyta es su nombre. Lolita. Lola. Ele o, ele a. Lienzo de mi infancia. Patio trasero de mi vida. Paracaídas de pasto y asfalto. Lolita, la colonia donde crecí y se forjó el andamiaje que soporta al ser que me trae puesto. L0ly74, como se dice ahora. Vivía en una casa pequeña que me quedaba grande. Humberto Ramos Lozano, número tres treinta y tantos. Cuando viajen a los ochenta no olviden buscarme, o mejor no, lo más seguro es que no pueda hablar con extraños y algún vecino podría llamar a la policía. En aquellos días no querría a la policía encima, robaba autos y me asustaban las sirenas. Suena pomposo pero fue fácil: salí de casa de mis vecinos con él entre mis manos. Lo tuve casi nada, al enterarse, mi madre me mandó a regresar el coche. Entre tantas cosas mediocres, lo fue también mi carrera delictiva. Cuando salí era de noche y los grillos sonaban amplificados. Antes de regresar a casa caminé a la esquina, del otro lado de la calle había un terreno cubierto de tierra. De día era una cancha de fútbol y por las noches un plano negro con luciérnagas y chillidos. Esa noche hubo luciérnagas y me quedé mirando. En el cielo había una luz que se hacía más brillante y bajaba rumbo a las luciérnagas. El suelo temblaba como temblaba yo, me sentí más terrestre que nunca junto a la piedra que me dio piso firme al nacer. Como todo en la vida es cierto hasta que se demuestra lo contrario, cuando la luz iluminaba por completo la cancha de fútbol, se desvaneció en el aire. Volvieron la oscuridad y las luciérnagas y el suelo siguió temblando. Una bengala, cuyo único misterio es la pistola que la disparó, me tenía imaginando cómo sería dormir en gravedad cero. Cuando el temblor alcanzó el cenit, un tren cruzó por los rieles del campo, a un lado de una calle y delante de la Conasupo. En mi cabeza había hecho las maletas, me sabía capaz de dejar atrás mi colección de Star Wars, para guarrear en las estrellas.

Jaime envió este texto el 28 de febrero de 2015; quizá “en su cabeza ya había hecho las maletas”: apenas 10 días después ya guarrearía en las estrellas. QEPD. 2

#Apodaca #Cadereyta #Carretera Nacional #Conasupo #Escobedo #García #Humberto Ramos Lozano #Monterrey #La Lolita


CORROSIÓN DE LA PLATA Isaac Cisneros Había un mundo para caerse muerto y sin tener con qué, había una soledad en cada esquina, en cada beso; teníamos un secreto y la juventud nos parecía algo dulcemente ruin; callábamos o cantábamos himnos de miseria. Efraín Huerta, “Borrador para un testamento”.

L

a calle Morelos la había conocido años atrás, en 1995 cuando estuve de visita en la ciudad. Y cinco años después, viviendo en Guadalupe, quise ir de nuevo. Era domingo. Fui en metro, de Exposición hice el viaje hasta Cuauhtémoc, luego en el subterráneo en dirección a Zaragoza. Salí de la estación a la esquina de Zaragoza y Padre Mier. Caminé hacia Morelos, pero en lugar de caminar por la peatonal, seguí por Zaragoza hasta llegar al Museo Metropolitano. Ahí doblé a la derecha. En aquel tiempo estaba un restaurante bajo los arcos del Museo Metropolitano, con vista a la Plaza Hidalgo. No recuerdo el nombre del lugar —aunque pensándolo, no sé si lo supe alguna vez—, pero lo que sí recuerdo es que Dulce María en una ocasión me dijo que solía ir a desayunar ahí. Me senté en una mesa junto a la calle y pedí un refresco. Observaba a la gente llegar, irse o atravesar la plaza, esperando que de pronto alguien resultara conocido. A ratos escribía notas —ahora ex-

traviadas—, que leyó un amigo de la familia, profesor de literatura, calificándolas como “producto de la soledad”. Pagué la cuenta y caminé un rato por Morelos; primero de un lado y luego del otro, ida y vuelta. Sin dinero para comprar nada ni para meterme en un café, sin conocer a nadie. Completamente solo. Recuerdo muy bien haberme sentado en una banca y escribir más notas. Después de algún tiempo fue el café Fuenteovejuna donde solía reunirme con amigos. Durante el periodo de 2000 a 2008 empezaba el recorrido por los cafés del centro, que se resumían a los Vips de Hidalgo y Padre Mier y al Sanborn’s de Morelos. Aún la ley antitabaco no existía. Gastábamos la noche hablando de literatura y de chicas, bebiendo café y fumando. El recorrido era sencillo: empezaba en el café, terminaba en el Reforma o el Antrópolis. El año del naufragio, 2008. Entonces ya no se podía fumar en bares ni cafés y los grupos

de amigos se fueron diezmando de a poco. A otros como a don Juanito, los sorprendió la muerte; también al Muerto, que ya lo había estado una vez, pero regresó para contar su historia cientos de veces y, después, morir de veras. Después de oírlo la primera vez uno no sabía si llorar o reír; las equivocaciones de la Muerte son más bien una comedia. A esto hay que añadir la desaparición de la barra del Vips de Hidalgo; sobre ella los mismos parroquianos de siempre hablaban de las mismas cosas cada tarde hasta aquella de 2007 en que se tiraron al suelo. Más allá del ventanal, en la acera de enfrente las balas alcanzaron a dos hombres: mataron a uno y al otro lo dejaron mal herido. Parece que los impactos de bala seguían en el cristal y las paredes hasta hace poco. El centro comenzó a cambiar durante la negra plata de los veinte años.

#Bar Antrópolis #Bar Reforma #Cuauhtémoc #Estación Exposición #Guadalupe #Monterrey #Morelos #Museo Metropolitano de Monterrey #Padre Mier #Plaza Hidalgo #Vips de Hidalgo #Sanborns de Morelos #Zaragoza 3


LA PARAÍSO PERDIDA Marcos Luis Mariano

LA RAZA SE ADUEÑABA DE UNA ESQUINA, PONÍAN UN CARTÓN EN EL SUELO Y UNA GRABADORA ENORME, DE ESAS DE AQUELLOS AÑOS, Y BAILABAN A LA LUZ DE LOS POSTES HASTA QUE LLEGARA LA LEY. SI ALGUIEN TE EMPUJABA PARA ADENTRO DEL CÍRCULO, TENÍAS QUE PASAR HACIENDO CUALQUIER PASO DE BREAK.

A

l pasar el puente mi mamá tocó el timbre del camión. Quise bajar después de ella, pero el chofer no me vio: cerró la puerta y me pescó la pierna. Mi mamá corrió gritándole al chofer que se detuviera; el camión me arrastró varios metros. Afortunadamente sólo me llevé un susto y unos cuantos raspones. Una cuadra antes de donde ocurrió eso, por la entrada a la colonia, está el panteón. Se decía que en tiempos de la Revolución era un gran camposanto que abarcaba el área que hoy ocupan la Paraíso y la Esmeralda, divididas por Triunfo de la República, la calle donde viví con mi mamá y mi hermana por muchos años. Tal vez era una exageración, pero se contaban muchas leyendas: como que vivíamos sobre los muertos y que las brujas lo visitaban para abastecerse de grasa de ahorcado, tierra de panteón y otros ingredientes para sus trabajos. La le-

yenda más famosa era la del bandido Agapito Treviño “Caballo Blanco”, quien nació y habitó en este barrio por años, allá por el siglo XIX. A la medianoche se escuchaban los cascos de su caballo por la calle Independencia; incluso algunas vecinas decían que al fantasma le gustaba ser “cariñoso” con las señoras. Un día fui a casa de mi abuela que vivía a dos cuadras, en la Esmeralda. Hacía muchísimo calor y mi abue me dio un mango petacón en su punto y bien helado, clavado en un palito de madera y con chilito de encima. Me devolví a la casa saboreando aquel manjar cuando, unos pasos antes de llegar, recordé que debía compartirlo con mi hermana. Resulta que en la familia nos trataron de inculcar que fuéramos compartidos, pero nuestra rivalidad nos lo impedía. Así que me subí al pirul de afuera de la casa, para entrar hasta que me lo hubiese termi-

nado. En esas estaba cuando las abejas se dieron cuenta de lo que comía y comenzaron a volarme alrededor. Aquello me aterró porque tiempo antes una me había picado en el párpado y fue muy doloroso. Caí de espaldas con tan mala suerte (o buena) que una de mis piernas se atoró entre dos ramas de aquel árbol fabulesco. El delicioso mango cayó al suelo, lo que ya no me importó: estaba atrapado y no me quedó de otra que gritar por ayuda. Mi hermana y mi mamá salieron a ver qué y al darse cuenta trataron de zafarme entre risas y comentarios irónicos. Tuvo que venir un vecino a separar las ramas con un gato hidráulico para liberar mi pierna. Así aprendí a ser compartido. Ese pirul ayudó en mi educación. Tenía que caminar unos 25 minutos para llegar a la primaria Francisco I. Madero, a la que asistí por seis años. Al salir hacía el mismo recorrido de vuelta a casa pero en

Fotos: ROSARIO ROSAS ESCALONA.

#Avenida Triunfo de la República #Camposanto #Cine Tropical #(Calle) Guadalupe #Guadalupe #La Esmeralda #La Paraíso #Jalapa cruz con Monclova #Pirul #Primaria Francisco I. Madero #Río Santa Catarina #San Nicolás de los Garza 4


LA PARAÍSO PERDIDA. Marcos Luis Mariano

la mitad de tiempo, gracias a la amenaza de los maloras que abundaban en la escuela. Aparte, alrededor de ella vivían varios chavos que habían abandonado sus estudios y se dedicaban a quitarnos dinero o a molestarnos por ser más chicos o sólo por hacerlo. Muchas veces corrí bajo el sol hasta la casa para salvarme de los trancazos. Mi primera pelea callejera fue en Jalapa cruz con Monclova, afuera de la tienda que aún existe y a dos cuadras de la primaria. El otro canijo me traía a pan y agua, revolcándome en el lodo y golpeándome, hasta que la señora de la tienda nos echó una cubeta de agua y me salvé. “¡Váyanse a pelear a otro lado, cabrones!”. A partir de ahí ya no corrí: en mi barrio, si no aprendías a defenderte terminabas siendo el pendejo de alguien. A pesar de todo siempre tuve buenas calificaciones, me gustaba estudiar. En las tardes, después de hacer la tarea, mis vecinos y yo jugábamos al voto, a la roña, al stop, al bote pateado o a las canicas —para lo que nunca fui bueno. También íbamos a bañarnos al río Santa Catarina, siempre a escondidas de nuestros papás, que nos advertían que estaba contaminado. Creo que no lo entendíamos o simplemente éramos niños. Nos hacíamos acompañar de los perros callejeros de la cuadra (mascotas colectivas) para zambullirnos en esas aguas que parecían claras y nunca olían mal. En algunas calles había unas casitas antiguas, numerosas, pequeñitas y muy pegadas entre ellas. Se decía que las había construido la Fundidora para sus obreros. Muchas de ellas aún existen, aunque la mayoría ha cambiado varias veces según sus propietarios. En esas viviendas llegaban a hacinarse familias de hasta ocho integrantes. También había muchas cantinas y violencia. Seguido, algún vecinito llegaba llorando porque en su casa su papá le estaba pegando a su mamá. Recuerdo nebulosamente un episodio muy oscuro: en una de esas casitas el padre de familia había matado a la mamá y a los hijos a golpes; al otro día nuestra colonia era famosa en la nota roja. Hacia el oriente de la calle Guadalupe estaba el Cine Tropical, donde vimos películas como las de Bruce Lee y de los hermanos Almada, La guerra de las galaxias y El exorcista, El resplandor y las de Chuck Norris. Algunos de la cuadra hacíamos mandados para poder ir al cine, y a algunos nos llevaban nuestros papás cuando se podía. Ese mismo cine cambió su programación y después sólo proyectaban películas porno, lo cual coincidió más o menos con nuestro ingreso a la pubertad. Nunca nadie nos prohibió la entrada por ser menores de edad.

Allá en los 80 la música colombiana empezaba a inundar la ciudad. También había muchas pandillas que marcaban las paredes con sus firmas: Los Doors, Los Ratt, Los Satanes, Los de la Bajadita, Los de la Privada, etcétera. Se agarraban a golpes y pedradas rabiosamente, pero hubo una época en que se enfrentaban bailando. Ese fue el tiempo en que se puso de moda el breakdance, entonces ya no era “va a haber bronca”, sino “va a haber reta”. Y la raza se adueñaba de una esquina, ponían un cartón en el suelo y una grabadora enorme, de esas de aquellos años, y bailaban a la luz de los postes hasta que llegara la ley. Si alguien te empujaba para adentro del círculo, tenías que pasar haciendo cualquier paso de break, si no querías que te dieran “baño”. Yo me juntaba con “Los Chuyines”, dos hermanos cuyo papá estaba en el penal; porque, borracho, había atropellado a un peatón con su coche de sitio. También con “Majer”, el de la esquina, y sus hermanas: gente muy agresiva, tal vez porque sus papás estaban siempre riñendo. Seguido peleábamos entre nosotros por cosas sin importancia, pero al otro día volvíamos a ser amigos. Los maloras de la cuadra eran Carlos y su hermano Martín; se dedicaban a molestar y golpear a otros niños que no se juntaban con nosotros. Su papá era judicial. Un día mi mamá nos anunció que nos cambiábamos de casa a San Nicolás, a una colonia totalmente diferente: nueva, sin río, sin ese ambiente que a ella nunca le gustó. Tampoco había niños, ya que éramos la primera familia que viviría en aquella calle.

5


D

e entre las librerías de viejo del centro de Monterrey hay una —sita en Modesto Arreola, entre Guerrero y Juárez— en la que no basta ser cliente potencial para asegurar el acceso a la totalidad de sus libreros. En ese lugar una mujer protege celosa la mercancía reservada para un puñado de compradores distinguidos en un sótano del que solo me he inventado algunas oscuras imágenes. Ni los buenos lectores dispuestos a dejarle dinero son dignos de los libros que con firmeza marcial cuida la guardiana de la librería Atenea, misteriosa de tan obvia y desordenada. La visité por primera vez con un colega comprador compulsivo de libros. Llegamos por referencia de dos amigos: a uno apenas le permiten el paso al sótano por quince minutos, siempre y cuando deje su mochila en la parte de arriba; el otro ha corrido con mejor suerte en el local y puede pasearse con mayor libertad en la planta inferior hasta encontrarse con cualquier ejemplar cubierto de polvo que deba rescatarse de ahí. Para el resto son curiosos los filtros. Como en varias librerías, pareciera que la encomienda es desairar a los lectores. El primero es una cochera con mesas llenas de libros y pocos muebles destartalados a los que no se metería uno a menos que sea muy joven o muy desesperado y que funcionan como un eficiente distractor. El segundo, la «sala principal», en donde los libros atiborran las paredes y protegen las mesas del centro; ahí, igual confluyen libros de Anagrama o Acantilado con novelas de misterio (alcancé a ver un par de Mickey Spillane) escritas por autores desconocidos y con ejemplares caducos de todo tipo de revistas. Pasado eso, el último: buscar algo o nada para despistar la gélida mirada detrás del escritorio. Algo, lo que sea entre las mezclas de ediciones de Porrúa, novelas de detectives y antiguos premios latinoamericanos de novela. Luego del tercero, cuando supusimos que habíamos cumplido con la imagen de clientes decentes, armado del valor del experto, me acerqué al escritorio que sirve para cobrar y atender a los visitantes. La mirada cargadísima de desdén me detuvo en seco. No tenía palabra clave ni referencias para bajar, pero con tartamudeos le pedí el paso. ¿Qué busca? Abajo es bodega, no tenemos luz, no tenemos nada. Bueno, pero… Nada, repitió. Ni una fingida altanería y erudición con respecto a los tomos en pasta dura que (según me contaron mis amigos) tenían abajo, convenció a la guardiana. Nada podía quebrar o doblegar la mirada de la señora. A mis espaldas, mi acompañante removía libros sobre temas esotéricos para, supongo, evitar ser parte de la vergüenza. Ella y yo cruzamos y mantuvimos miradas durante varios segundos, hasta que mejor tomé del brazo a mi amigo para llevarlo afuera. Abandonamos la librería sin libros y con la promesa de nunca volver. Regresamos en silencio. No sé qué pasaba por la mente de mi amigo, pero por la mía revoloteaban varias dudas: ¿en qué clase de juego nos había incluido la señora, o los amigos que me hablaron del sótano de la Atenea? Si existe, ¿quiénes son los «iluminados» con la autorización para descender a hojear los libros secretos? ¿Qué esconden en ese sótano? A nosotros —al menos eso pretendimos— ya no nos interesaba.

EL SÓTANO Efrén Ordóñez

#Guerrero #Juárez #Librería Atenea #Modesto Arreola #Monterrey 6


LOS DESPLAZADOS Luis Felipe Lomelí

a Thomas de Quincey, en memoria

I

nventaron la sospecha. Cuando los paramilitares comenzaron a hacer incursiones en Montemorelos, la población quedó en medio del fuego entre éstos y la guerrilla. Era verano y el verano en el noreste de México supera los cuarenta grados centígrados a la sombra. Unos y otros grupos armados destruyeron las norias y los canales de riego, entre los huertos de naranjo se colocaron minas antipersonales y alambre de púas. También se cortaron las vías de comunicación. De nada sirvió que el alcalde fuera a Monterrey en varias ocasiones a pedir la ayuda del ejército, jamás acudieron. Primero porque no podían descuidar la ciudad y al Estado Mayor le urgía proteger a las clase altas de ésta, la apodada Sultana del Norte, amenazada por el terror de los sicarios y las pandillas encastradas en los cerros cercanos; y segundo porque nunca hay que confiar en los campesinos, tal vez la petición de ayuda era un gancho para una emboscada de la guerrilla o de los paramilitares. En esa época ya no se podía saber quién estaba al lado de quién. Así, se dejó a su suerte a los pobladores de Montemorelos y poco a poco fueron fraguando la fuga. Al inicio hubo mucha reticencia, nadie quería dejar su tierra, se pensaba que pagando tributo a unos y otros podrían vivir en paz. Pero no fue así. Se incrementó el número de muertos, de violaciones, de niños y jóvenes que se perdían en los cerros para no volver. O por lo menos para no volver completos. Así que se consolidó la fuga. Una noche el pueblo salió de sus casas arreando con sus cabras, sus televisiones y los objetos de valor que creían poder cargar hasta el otro extremo de Monterrey, hasta los cerros rebanados de Santa Catarina. La columna se organizó disponiendo a la mitad de los hombres y las armas al frente; las mujeres, los niños y los ancianos al centro, y el resto de los hombres y las armas en la retaguardia. Una autodefensa de Santa Catarina les había asegurado protección una vez que llegaran allá, así que tendrían que andar por lo menos dos días a través de la carretera y luego por las calles de Monterrey. Sin embargo se corrió la voz, la guerrilla y los paramilitares pensaron que era un acto de traición; el ejército y los industriales de la ciudad, que era una avanzada de la guerrilla. Tuvieron que salir intempestivamente, dejaron los víveres pensando que podrían comprar en las tiendas de la carretera y de la capital. Avanzaron. Desde un flanco una columna paramilitar los perseguía y durante las horas que antecedieron al amanecer se podían ver los relámpagos de los fusiles mientras los hombres de la retaguardia repelían. De tanto en tanto un vehículo con una metralleta montada salía de los huertos a disparar contra la columna de campesinos y los hom-

7


bres dividieron la vanguardia para poder detener estos ataques. A las ocho de la mañana había treinta grados de temperatura y decenas de cadáveres regados por el asfalto, junto con televisores y demás bienes que retardaban el paso. Todos los que podían, iban corriendo. Poco a poco los viejos, las mujeres embarazadas y algunos niños fueron quedando atrás, a merced de los paramilitares. A media mañana la temperatura había alcanzado los cuarenta y tres grados a la sombra. Las tiendas estaban cerradas. Tal vez por los rumores de que venía una avanzada de la guerrilla. Tal vez desde antes. El arribo a Monterrey tampoco fue como estaba previsto, un par de hombres de la vanguardia se adelantó y volvió con el informe de que el ejército los consideraba guerrilleros. Cayó la noche antes de entrar a la ciudad. Durmieron tres horas en las faldas de la sierra, combatiendo los ataques esporádicos de los paramilitares y con el temor de que el ejército fuera a enviar un batallón hacia ellos. Ahí cambiaron la ruta, ya no entrarían por la Carretera Nacional sino que bordearían los cerros –los de Sierra Ventana y Loma Larga– por donde lo hacían los sicarios. El día lo pasaron combatiendo de cuadra en cuadra, por las serpientes de tierra y las casas de lámina acanalada del territorio de las pandillas. Las tiendas seguían cerradas, abandonadas, saqueadas por alguien más antes de que llegaran ellos. Cruzaron la avenida Alfonso Reyes y antes del túnel de Carranza volvieron a dormir tres horas. Quedaba menos de la mitad de los que habían partido. Ahí ya no había ataques de los paramilitares pero sí de algunos sicarios, así como la incursión de un pequeño regimiento de caballería que pudieron contener. La mayor parte del ejército se había engarzado en dos batallas: una en el sur con los paramilitares y la otra en Apodaca contra la guerrilla. Esa noche la temperatura no bajó de los treinta grados. Volvieron a avanzar. La sed iba en aumento. Algunos niños se desmayaron y sus madres prefirieron esperar con ellos en brazos a que alguien viniera a matarlos. Cruzaron avenida Constitución, el lecho seco del río, y pasaron entre las calles y las fábricas combatiendo contra los elementos de seguridad privada de las industrias. Al atardecer llegaron a los cerros rebanados de Santa Catarina. La sed hacía casi imposibles los pasos cuando miraron la pileta de agua de una cementera. Corrieron todos al lago pequeñito de agua caliente y ahí, en la fosa, a unos metros del territorio de las autodefensas que les habían asegurado protección, un batallón del ejército los alcanzó. Como si la última decisión de sus vidas se diera entre morir de sed o morir acribillados, la mayoría permaneció tomando agua a pesar de las ráfagas de las metralletas. Unos cuantos alcanzaron a correr hacia el territorio seguro. No miraron atrás. No vieron el agua roja atestada de cadáveres. No volvieron nunca a Montemorelos. Inventaron la sospecha, me dijiste. Esa que se inventa en cada guerra civil, donde todos parecen enemigos.

#Av. Alfonso Reyes #Av. Constitución #Av. Venustiano Carranza #Carretera Nacional #Loma Larga #Montemorelos #Monterrey #Río Santa Catarina #Santa Catarina #Sierra Ventana 8


HISTORIAS DEL ARRAIGO-DESARRAIGO

TALLER DE SAN RAFA Carolina Olguín

AFUERA DEL TALLER BRILLABA TENUEMENTE UN LOTE BALDÍO, ASÍ COMO BRILLAN EN LA NOCHE LOS SITIOS SILENCIOSOS, SIN MÁCULA DE GENTE, PERFECTOS. EL SOLAR ATRAÍA MI VISTA CUANDO ME PARABA EN LA PUERTA DE LA CUEVA, PERO MÁS PODEROSA ERA LA ATRACCIÓN QUE SUFRÍA LA CHAVA DE 20 AÑOS AL TENER ENFRENTE UNA FIESTA PROMETEDORA EN UN TALLER DE TORNO, CON SUS DESTELLOS RÍSPIDOS, SU SUDOR Y SU NATA DE HUMO ESPERANDO.

E

stolas y rostros maquillados en la nata lívida de humo flotaban en el taller. El desfile de las amigas del Dani, la loca de Artes Visuales, comenzaba a declinar. Llegaban ya bien entrada la noche y con actitud de divas, aunque buena onda; pero al final, se perdían en la bola. En las mesas, montoncitos de herramientas; máquinas y cablerío por los suelos: belleza íntima y extravagante. En algún sitio que no era el techo, se encendía un foquito para recibirnos, y aquello era como entrar en una cueva, todos listos para ser otros: ahora somos novios, ahora somos amantes, ahora eres mi amigo, ahora soy tu testigo, ahora ya no me importa mañana. Las mejores fiestas entre el 96 y el 98, antes de que cada quien agarrara su rumbo, se armaron en el taller de Beto, es decir, en el taller de torno del papá de Beto, al que se llegaba en un ruta San Rafael. Ahí llevé a Johnny, el novio que venía desde Las Puentes, sector desconocido, en San Nicolás. Navegamos en un mastodonte de camioneta, la camioneta de su padre, por las noches de mes

desconocido también. Esa noche no tuve que tomar el camión para llegar. En el taller, tardamos en relajarnos como tres horas con cerveza en mano: teníamos una semana y media de novios. Cansados de tanta tensión a causa del noviazgo incipiente, terminamos bailando Riders on the Storm muy despacio; el recuerdo dice que la canción era más lenta de lo habitual, tal vez porque ahora todo se escucha más acelerado. Ese baile fue de una ternura bastante impersonal, de esas que emanan de una mala pareja, al fin. Estábamos buscando no estar solos, pero sin mucho ahínco. Afuera del taller brillaba tenuemente un lote baldío, así como brillan en la noche los sitios silenciosos, sin mácula de gente, perfectos. El solar atraía mi vista cuando me paraba en la puerta de la cueva, pero más poderosa era la atracción que sufría la chava de 20 años al tener enfrente una fiesta prometedora en un taller de torno, con sus destellos ríspidos, su sudor y su nata de humo esperando.

Años después, cuando algunos de nosotros nos topábamos y nos daba por recordar, seguíamos discutiendo si equis hecho había sucedido de tal o cual manera en las fiestas del taller. Seguro que ese rompecabezas ya no será armado por nadie: los hilos de las cabezas que lo armaban ya están muy largos y enredados. Todo se disolvió prácticamente. Los estudios se volvieron carreras y luego profesiones, fracasos, éxitos, matrimonios, divorcios, partidas al extranjero, dinero prestado sin regreso, paternidades, salidas del clóset, viajes por carretera en moto, desempleo, accidentes, aperturas de negocio, tipos irreconocibles, secretos olvidados, estrellas clareando en el ocaso. Y no sería raro que el torno continuara girando, como si nada, en la cueva. Pero no, hace unos años el papá de Beto perdió el taller después de intentar traspasarlo. Fe de erratas de “La Sada Vidrio”: En La Resolana de Nuevo León, edición número 1, el dato que asocia la zona de La Coyotera con la colonia Estrella es incorrecto; en lugar de ésta, se trata más bien de la colonia Niño Artillero.

#Facultad de Artes Visuales UANL #Guadalupe #Las Puentes #Mederos #Monterrey #San Nicolás de los Garza #San Rafael 9


VLADIMIRO MONTALVO Bernardo Arriaga

DEL CORAJE POR LA TRAICIÓN LE DIO DIABETES, QUE ATENDIÓ ALFREDO BALLÍ, EL PASANTE DE MEDICINA QUE DURMIÓ CON CLOROFORMO A UN JOVEN Y LO DESCUARTIZÓ CON BISTURÍ. BALLÍ MANTUVO ESTABLE AL VIEJO Y HASTA LE PROMETIÓ QUE AL SALIR LO INVITARÍA A SU PUEBLO NATAL PARA QUE DESCANSARA. A GERÓNIMO LE DIVERTÍA EL SUEÑO.

Q

uién iba a pensar que se salvaría. Incluso un reportero hizo un seguimiento de su incipiente historia a través de notas sentimentales: su madre, enferma de meduloblastoma, un cáncer visto más en recién nacidos y ancianos, cayó en coma y fue necesario mantenerla estable varios meses para que el bebé alcanzara la madurez. El reportero tuvo al pueblo muy atento a los acontecimientos hasta que el hijo fue sacado del vientre de la madre, quien murió a los días. El reportero estiró la crónica cubriendo el entierro de la mujer en su pueblo de nombre impronunciable y de neblina compacta. Al año buscó al niño, que se veía rozagante al cuidado de la abuela paterna. A don Vladimiro no le gustaba que le recordaran su origen dramático. Alguna vez el tío de un joven que eventualmente trabajaba 10

para él lo comentó en una carne asada. Don Vladimiro, entonces más joven, lo vio como niño regañado, no dijo nada y se metió a su casa. A los minutos, regresó y sin decir una palabra disparó una escopeta en la cara del impertinente. La fiesta se detuvo, la música de Cardenales no, y don Vladimiro esperó a que el cuerpo dejara de tener espasmos. —Llévenselo a la viuda –ordenó ante la mirada del sobrino, quien acaba de salir de unos meses en la cárcel por trasiego. El muchacho no pronunció palabra hasta que se llevaron el cuerpo en una camioneta y le dio varios tragos a una cerveza fría. —Le dije al cabrón que no dijera nada, pero traía la cosquilla de platicarlo –dijo, tembloroso. —Más vale que te vayas tú también, por-

que Vladimiro es impredecible –le aconsejó Mauro y casi no terminó la frase cuando el joven se subió a la camioneta y salió a toda prisa de El Avellano. Al morir la abuela, don Vladimiro fue criado por su padre, Gerónimo, un hombre indiferente que se dedicaba al alcohol y la mariguana. El hombre hizo un pequeño emporio por ser el único de la región hasta que la familia Marroquín empezó a dedicarse a lo mismo y le pagó a la policía mucho más para tenerla de su lado. Los oficiales no tardaron en interceptar a don Gerónimo en plena actividad, en el entronque Las Armónicas. –Se viene con nosotros –dijo uno. –Lupe sabe de lo mío, estamos arreglados –les advirtió de la relación con su jefe. –Ya no, se acabó el arreglo.


VLADIMIRO MONTALVO. Bernardo Arriaga

Gerónimo fue sentenciado a siete años en el Penal del Topo Chico. Del coraje por la traición le dio diabetes, que atendió Alfredo Ballí, el pasante de medicina que durmió con cloroformo a un joven y lo descuartizó con bisturí. Ballí mantuvo estable al viejo y hasta le prometió que al salir lo invitaría a su pueblo natal para que descansara. A Gerónimo le divertía el sueño, pero un infarto en prisión interrumpió su anhelo. Durante los años de su padre en la cárcel, Vladimiro se dedicó a hacer favores, acumular dinero y poder. Pensaba que, al salir aquél, ambos reconstruirían el negocio, pero Gerónimo, aunque le veía capacidades a su hijo, lo consideraba muy chico. –Tú no mueves un dedo mientras yo esté aquí, porque si te llega a pasar algo nadie va a cuidar de Hugo. Hugo era hermano menor de Vladimiro y tenía un retraso mental que le permitía únicamente mirar atónito las cosas, sonreír y tocarse los dientes superiores. Vladimiro obedeció y no se metió en líos, aunque desde su bajo perfil logró hacerse de recursos y tejió influencias. Cuando enterró a su padre, las cosas cambiaron. Vladimiro mandó comprar armas, autos y, a través de Ballí, entró en contacto con doce ex reos de la confianza del médico asesino a quienes entrenó un incondicional de Miguel Nazar Haro, chacal de la Guerra Sucia. En menos de un mes, Vladimiro tenía listo a su grupo de asesinos. Empezó por los Marroquín: mató hasta el último de los adultos, en tanto a los niños los dejó con el Padre Severiano.

NÚMERO 02, ABRIL DE 2017

DIRECCIÓN: Rodrigo Guajardo EDICIÓN: Carolina Olguín y Édgar Favela FOTOGRAFÍA: Rosario Rosas Escalona (pp. 4 y 5) Carolina Olguín (portada, pp. 2, 6, 7, 8 y 10) y Édgar Favela (3 y 9). Las fotografías no necesariamente guardan relación con el texto: son meramente ilustrativas.

DISEÑO EDITORIAL: Marta Hoyos ARTE DE PORTADA: Marta Hoyos MAQUETACIÓN: Marta Hoyos, Andrés Villagómez y Rodrigo Guajardo *El texto de Luis Felipe Lomelí que aparece en esta edición pertenece a su libro “Ella sigue de viaje”, publicado por editorial Tusquets.

–Yo les pago hasta la universidad –le dijo al cura, quien no tuvo más que aceptar sin hacer preguntas. –Dios te bendiga, muchacho –le dijo. Vuelve cuando quieras. –No voy a volver –contestó. Después, Vladimiro fue al cuartel de la rural y mató a cuantos se movieron, incluso detenidos. Es, hasta donde se sabe, la primera masacre de policías en el estado. A los oficiales que no fueron ese día, sus asesinos los fueron a buscar a sus casas y escondites. La noche en que terminó la venganza, Vladimiro se sentó en la sala de su casa, a oscuras, y bebió sereno. Hugo llegó a tientas y le tomó del hombro. –¿Papá…? –preguntó y Vladimiro le tocó también la mano. –Se fue... pero estamos juntos –le contestó. Hugo no respondió y se tocó los dientes frontales con la mano derecha. #El Avellano # Entronque Las Armónicas #Penal del Topo Chico 11



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.