«Aparato reproductor»

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Aparato reproductor Germ谩n Di Pierro

Colecci贸n Hecho a mano

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Aparato reproductor Germán Di Pierro Diseño editorial: Adriana Morán Sarmiento ©Germán Di Pierro 2013 ©La Vaca Mariposa Editora 2013 Colección Hecho a mano Libro artesanal Ejemplar /100

Di Pierro, Germán Aparato reproductor. - 1a ed. - Buenos Aires : La Vaca Mariposa Editora, 2013. 56 p. ; 22x16 cm. ISBN 978-987-29576-0-5 1. Literatura Latinoamericana. I. Título CDD HA860 .4


¿Juráis honrar vuestra patria, con la práctica constante de una vida digna, consagrada al ejercicio del bien para vosotros y vuestros semejantes; defender con sacrificio de vuestra vida, si fuere preciso, la Constitución y las leyes de la República, el honor y la integridad de la Nación y sus instituciones democráticas, todo lo cual simboliza esta bandera? A lo que, al prestar juramento contestarán: Sí, lo juro!!

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Una atracción peligrosa El funcionario tiene que estar para su función Nora Castro

Algo insólito que merece ser relatado ocurrió

el año pasado en la Compañía en la que estoy empleado hace ya trece años. Sin previo aviso, mi jefe (Antonioni B.) se encontraba de repente detrás de mí. En menos de un segundo me tomó la mano como si fuera a medírmela. Por supuesto no me resistí, aunque al principio me costó entender qué ocurría o qué misterio encerraba aquella actitud. —Confío mucho en usted, y sé que no se negará –dijo con una sonrisa cómplice y disipada. Yo me sentí de pronto intrigado: —No sé a qué se refiere… —Es algo confidencial. No puede negarse. —Muy bien. Antonioni estaba inquieto. Noté que procuraba ocultar su incomodidad porque sonreía forzadamente, maquinal, secretamente malhumorado. —Voy a pedirle un encargo… Me sentí infeliz, pero oculté mi desazón. Sonreí hipócrita como mi interlocutor e, inmóvil, me dejé dominar por el otro. —Cómo no. —Espero no molestarlo. Es una curiosidad… —No es molestia para mí, señor. ¿De qué se trata? —Un privilegio. Es privado. Me sentí, de repente, atrapado en satisfacer su disposición. Esperaba que me ofreciera la realización de un viaje al interior o la desgracia de informar una mala .7


noticia a un empleado inferior. Me desagradó descubrir la mosca verde hambrienta –con deseos y hambre de mierda– que había hecho de mí mismo. Las observaciones y aplausos contados de mi director me dieron asco: tuve deseos reales y respetables de pegarle en los dientes. Imaginé la sensación que ocasionaría el impacto de mi puño en sus labios abyectos, oscuros, verdes, negros de mugre e infamia. Pero sólo tuve valentía para disculparme sin sonreír y abandonarlo, dejarlo solo, de pie –no tardé en darme cuenta de que era él quien, con su silencio, me estaba dejando ir, volver a mi trabajo, como un experto que pesca un ejemplar de pez espada para examinarlo, y lo suelta luego de medirlo e inspeccionar sus extremidades. Yo quedé abrumado pero no le di importancia, aunque temí que mi silencio fuera recibido por él como una muestra de desinterés por el puesto o la Compañía. En otro momento me sentí perseguido, pero no podía confesar mi sensación por temor a parecer malpensado –mi jefe me parecía un hombre respetable. Me pidió permiso para medirme el diámetro de la cintura. Pero antes de que yo le respondiera, ya me había rodeado el cuerpo con las manos y sacaba medidas con el metro. Me avergoncé y mis dedos estuvieron a punto de empujarlo desde los hombros, pero me contuve por temor. No quería parecer intolerante o desagradecido. Estaban cerca de nosotros Vico y Darío y me miraron con mirada cómplice como diciendo y ahora qué se trae entre manos este desquiciado. Me pareció notar en Vico cierta expresión de satisfacción al contemplarme a mí víctima de las garras del jefecito. No tengo una buena relación con él y se regocija en el padecimiento ajeno; sin embargo, somos los dos vendedores con mayor antigüedad dentro de la sección y los únicos que tenemos permiso para acceder a las llaves de las lanchas. Ellos por temor y respeto se alejaron hacia donde estaban los demás –muchos no habían notado la presencia del jefe junto a mí y fumaban .8


como caballos mientras hablaban de banalidades. Jerónimo –un ingeniero nuevo, que aunque era muy exigente consigo mismo y se empeñaba en destacarse entre los demás, no abandonaba la mediocridad– relató a los demás el extraño caso de un conocido suyo que estuvo a punto de ser devorado por una boa. La había comprado a un experto a un costo elevadísimo y se enorgullecía de poseerla. Ofrecía fiestas a sus conocidos y exhibía al animal con orgullo. Pero la boa no lo quería desinteresadamente como él, porque según contó aquel hombre, si no hubiera sido por una fatalidad del destino, una noche la boa se lo hubiera tragado entero. Con el tiempo la boa creció. Dormía junto a él –a veces, amanecía por descuido envuelto en el animal. Luego de algunos años, y cuando el animal del infierno tenía ya casi el tamaño del cuerpo de su dueño, el hombre supo, espantado, por un experto, que la boa dormía a su lado para medir su tamaño: el día que alcanzara el largo de su cuerpo, la boa lo tragaría vivo. —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! –exclamó Vico. El experto le advirtió del peligro con el tono que emplea uno cuando relata una desgracia con suerte, pero el otro sintió que un frío de muerte le nacía en la nuca y se expandía a lo largo de la espalda hasta el ojete. No pestañeó y le pidió que le repitiera la información espantado: el animal esperaba alcanzar el tamaño de su dueño; cuando lo consiguiera, se lo tragaría vivo; y le relató el caso verídico de un cubano que estuvo a punto de ser devorado por un dragón de Comodo a quien había alimentado durante siete años. Luego de aquella noticia, naturalmente, el hombre dejó de dormir con el reptil entre las piernas y lo alejó de su cuerpo y de su vida porque lo vendió a un judío. Después de haber conocido el instinto asesino de aquella bestia no podía sentir afecto por nadie. “Se salvó porque Dios quiso” prorrumpió Diva, presa de su fe. —Una historia cautivante… -agregó Antonioni, que no se alejó .9


luego de escuchar el relato, sino que se agachó delante de mí y me midió el largo de la entrepierna al mismo tiempo que me decía sin mirarme: —Es sólo un momento… permítame… Yo me sentí muy avergonzado al encontrarme en aquella situación, pero esperé sin hablarle –no sabía dónde poner los ojos y no deseaba hacer evidente mi incomodidad con mis meneos. Después se alejó diciendo: —Yo confío en usted. Sé que no se negará –le temí a su connivencia como le temo a los caballos o a las arañas o a la envidia, y lamenté que hiciera explícita su complicidad delante de los demás empleados. —No sé de qué se trata… –repuse con cuidado, pero preferí no insistir y no pregunté para no comprometerme. En otra oportunidad me pescó en el puente oscuro junto a la vieja casa de la que se dice está habitada por zombis –en ella un hombre descubrió a su mujer con el arquitecto. —Voy a pedirle un favor, señor… Yo me alegré porque sentí que finalmente se aclararía todo aquel misterio y sonreí, hipócrita, como él. Eran las seis y cuarto de la tarde. Me avergoncé porque estaba junto a Nélida –a ella le habían notificado que la iban a despedir, y yo me había alegrado: era una mugrienta y no merecía el respeto de nadie. Todavía trabajaban algunos empleados con la boca semiabierta –allí trabajó doce años un viejo amigo de D. G. Pintos y ex integrantes de la Cámara de Industrias. Yo me descubrí intrigado a pesar del agotamiento. Al mismo tiempo que sonreía ocurrió algo inesperado. Con sus dos manos me cubrió la cabeza con algo que no me permitió ver. Sorprendido e indignado, estuve a punto de decir pero qué diablos está haciendo, pero me contuve por temor. No supe si quitármelo con las manos y resistirme o dejarme manosear por el otro. En el instante en el que .10


me cubría el rostro, cerré los ojos, como uno que se apronta a sufrir cualquier calamidad y se dispone a tolerarla como una voluntad del destino. No moví mis manos y escuché que dijo: —A ver cómo le queda… Tuve por un segundo temor a lo que hiciera él y temí asfixiarme. Sin embargo no tardé en descubrir que respiraba con normalidad y me contuve. Sentí que Antonioni acomodaba con sus dos manos la bolsa de felpa que me cubría la cabeza. Finalmente me animé a abrir los ojos y observé que la bolsa tenía dos agujeros justo a la altura de mis párpados. En ese momento vi a través de los agujeros diminutos a mi jefe con sus manos sobre mi cabeza acomodando brutalmente el extraño pasamontañas que me había puesto. Yo temí parecer descortés y pregunté no sin verdadero interés: —¿Pero qué está…? —Son experimentos. Estrategias para aumentar la venta al público. Lo he seleccionado a usted para probarlo. Siéntase orgulloso, señor Graciano. —Cómo no - respondí enseguida y volví a cerrar los ojos. —Es una reliquia familiar. Quiero ver cómo le queda… Yo me negué sin vacilar y me quité el disfraz de la cabeza como un atrevido que hace cualquier cosa. A partir de aquel incidente Antonioni se mantuvo un tiempo distante y me hablaba sin mirarme, con enojo y disconformidad. Yo padecí aquella situación; su distancia me mantenía intranquilo, aunque procuraba dirigirme a él con normalidad e intentaba hacer evidente mi aparente indiferencia ante su distancia. Volvió a dirigirme la palabra en el Faro, aunque me habló sin entusiasmo, como si fuera un desconocido –había olor a pescado podrido y yo estaba fastidiado. Al final me solicitó que me desvistiera y me pusiera un mameluco de peluche marrón oscuro bastante estropeado .11


–sobre una de las columnas había colgadas aguafuertes enmarcadas que representaban plantas autóctonas –tilo, olivos o la temible Uña de gato. Por la velocidad de sus movimientos y su sonrisa exagerada y forzada, Antonioni hacía evidente la alegría que le ocasionaba mi presencia en aquel lugar. Yo pensaba: y ahora qué me va a pedir. No ocultaba su excitación. Parecía que estaba por efectuar algo muy esperado o planificado. Sentí miedo y asco del insecto que me rodeaba y de mí mismo, la mierda. —Encontré esto. Quisiera que se lo probara. Yo no oculté mi sorpresa y me negué rotundamente, como un hombre que ejerce un criterio estricto. —No creo que pueda ponerme este… —¡Cómo no! –y sonrió como si yo hubiera relatado un cuento gracioso. A mí me apenó su respuesta e inhibió mi rebeldía. —A usted le entra perfectamente. Quizás debería quitarse la ropa. ¿Qué hacer? ¿Cómo negarse? Se me ocurrió la idea de ponerme a llorar de repente para escapar de aquella situación intolerable. Lloraría sin consuelo si pudiera, si supiera. Las dos manos me cubrirían el rostro. Llorar falsamente para él, como un hipócrita, un actor de comedia, y le confesaría una mentira idiota, trivial, ridícula, para escapar del acto de obediencia que él me imponía. En ese instante me salvó una empleada que entró y habló al director con excesivo respeto –yo sentí fastidio hacia ella porque le habló no con disimulado interés. Mi director formuló una orden con tono de sugerencia, como quien obliga y quiere parecer amable. La empleada no ocultó su disconformidad con las ordenanzas sugeridas de su superior, y se permitió un silencio. Ella se llamaba Lucía pero no sé por qué motivo le decíamos Milka. Su ex marido había sido vicepresidente del Partido Comunista y ahora ella no perdía la oportunidad de loar y promulgar .12


comentarios de corte conservador. En ese instante ocurrió algo inesperado que no dejaré de referir. Ella caminó hacia nosotros manteniendo una actitud digna, pero en un momento se descuidó y me obligué a mirar para otro lado. Yo sentí vergüenza ajena al escuchar aquel ruido infeliz y pesar por aquella mujer, pero ella parecía no haberse dado cuenta de lo que había ocurrido. No me quiero reír, cerda pensé. Me vi como un intruso, ocupando un espacio íntimo. Sentí –o tuve la certeza rancia que me humilla con frecuencia– que yo no debía estar allí, ni Antonioni, o que ella no debía estar allí, o que ella no debió haber hecho eso, o no debí haber escuchado lo que ella había hecho: ruido oscuro, olor a culo de muerto. Esperé que se disculpara y explicara la causa de su descuido: un malestar estomacal, un descuido desafortunado o una angustia indomable. Luego mi pesar se transformó en fastidio. Pensaba: cómo es posible que una mujer de edad no sea capaz de ocultar algo tan desagradable. Y me pareció de repente una mujer mal educada que hubiera perdido el respeto por los demás a causa de sus incontables frustraciones. Finalmente, luego de un incómodo silencio en el que ella no nos miró, el director dijo: —Por favor, Milka, estoy trabajando. Ahora después redactamos el giro. La señora permaneció silenciosa, inmóvil, y se retiró sin ocultar su disconformidad, aunque todos los movimientos eran ejecutados con mucho respeto –ella parecía estar celosa de su superior y se retiró aún con dignidad, como uno que se desvive por su empleo y se enorgullece de ello. Yo decidí no abrir la boca y permanecí de pie, procurando no parecer descortés y desinteresado en las aspiraciones del director, quien esperaba impaciente que yo me pusiera el disfraz delante de él. No podría determinar si me generaba vergüenza o fastidio aquella circunstancia apremiante. —Sólo quiero verlo puesto. Tiene que darme el gusto. Vamos. .13


Cuento con empleados como usted para este tipo de experiencias. Enseguida pregunté pasmado, cediendo a mi capacidad de acatamiento, y sin demostrar el fingido interés que acostumbraba a mostrar por la Compañía delante de mi jefe: —¿Para qué? -ya no ocultaba yo mi boca seria, cuadrada, mi cara inmóvil, estatuaria. Él me respondió con la misma pregunta. Su rostro de repente altanero me atemorizó; su entusiasmo inhibía mi rebeldía. Tuve miedo y mi cobardía me avergonzó. Yo le ofrecí la alternativa de ponerme el atuendo en mi casa, en privado. —No. Yo necesito verlo. Debería sentirse orgulloso de que yo lo elija a usted para este tipo de tareas. Sepa que es sólo una estrategia. Luego le confesé mi vergüenza –era comprensible que no deseara vestirme así en aquel lugar– y se enfureció. Agitó su puño cerrado, me miró a los ojos, y me mostró los dientes. —Debe entender, señor Graciano. Usted es mi empleado. Lo he seleccionado para esto, es un privilegio que debe valorar. La situación financiera del país es preocupante. Hay que buscar estrategias que faciliten el aumento de las ventas. Lo que sea. Se acercó a mi oído y me habló en secreto. Yo creí que me confesaría algo vergonzoso, pero me habló de una noticia. Estaba oscuro y acercó sus ojos a los míos. —¿Supo que renunció De la Rúa? La situación allí es caótica. Me parece que no está valorando en su justa medida esta oportunidad que le doy… ¡Debería agradecerme! ¡Lo he elegido entre todos los empleados a usted! ¡A usted! Yo me mostré interesado y no tardé en responderle: —Le repito que le agradezco la oportunidad que usted amablemente me brinda, pero no acepto… El director me interrumpió enfurecido, escupiéndome con cada acento –cierra los párpados con velocidad; habla .14


reprimiendo su deseo de gritar; tiembla; aprieta labios. No; va a gritar. —¡No acepto! ¡No acepto! ¡Pero parece mentira! ¡Usted trabaja para mí señor Graciano, y aquí se hace lo que yo digooooooooo! Me quedé inmóvil y no lo miré. Estaba avergonzado ante la negativa. Sabía que Antonioni apuntaba hacia mí un rostro serio, acusador, que comprometía mi trabajo, mi puesto de confianza, mis trece años en la Compañía, mi seguridad –yo, como todos, era un hombre endeudado. La Compañía había prosperado inclusive en las épocas de crisis –los mejores años de la firma habían transcurrido en el gobierno de Jorge P. Areco y en el de Jorge B. I., y parecía inmune a la inflación, al diecisiete por ciento de desempleo y al cierre del B. C. O. Yo era su empleado; el dueño de la jaula, el vigilante del calabozo, él. Notó el temor y la sorpresa en mí, porque me habló sin pestañar, y pareció disculparse hablando con tranquilidad y respeto. —No debe avergonzarse. Usted trabaja para mí. Descubrí de inmediato que no sentía vergüenza ni de él ni de mí mismo, y este hallazgo me apenó. Decidí disimular mi incomodidad y me propuse ser amigable para apresurar el trámite. Sonreí y mostré mis dientes enormes, apuntando hacia el otro, como un pico. El jefe se había parado y tenía las dos manos juntas por delante, como prontas para escribir o disparar. —Se trata de estrategias para aumentar las ventas al público. Yo sé que confía en mí. Como ya sabe, cuento con usted para este tipo de experimentos. —Y me alegra –me animé a afirmar no con franqueza. Por un instante no supe si obedecer o negarme otra vez –no quería parecer un empleado haragán que no quiere trabajar. Me mantuve silencioso y no lo miré. En ese momento apareció una funcionaria que no me resultaba .15


amable. Yo sabía algo de ella que nadie conocía: su casa había sido destruida por un viejo eucaliptus que se cayó en el famoso temporal que tuvo lugar en las vísperas del Día de la Independencia y recibió como indemnización un pago descomunal –esta irregularidad se relaciona directamente con su marido: él era un viejo conocido de S. Noachas y se dedicaba a negocios ilegales que todos conocían y de los que nadie hablaba. Ella parecía estar celosa de su superior porque me miraba con fastidio y formuló una pregunta idiota para llamar la atención del otro. Antonioni respondió con dos palabras sin darle importancia y ella advirtió que haría lo contrario –parecía sentir cierto placer en desobedecer o en obedecer a duras penas, como una bestia que no quiere ser amaestrada pero sabe que no puede escapar y termina haciendo caso; el castigo puede ser: un golpe, el hambre, el maltrato, el despido. Antonioni se sentó con las rodillas juntas. Me di cuenta de que en esta posición las piernas perdían dignidad. Después pensé en la dignidad de mi jefe y me imaginé que el disfraz reventado era una representación de ella. Avergonzado ahora sí de mí mismo, me impuse la obligación de negarme a cumplir ese favor. Sin embargo, el entusiasmo que mostraba mi superior inhibió mi rebeldía, tuve miedo de negarme y mi cobardía me fastidió. —Se trata de trabajar por la Compañía, más allá de cualquier precio. Con compromiso y dedicación evitaremos una recesión u otros despidos. Supe con desánimo que no podía negarme –estaba en horario de trabajo– y me decidí finalmente a obedecer sin sonreír. Estoy trabajando, no hay trabajo vergonzoso, lo único infame es robar pensé. Yo no pude más que obedecer y lo miré sin ocultar mi fastidio, mi vergüenza por tener que desvestirme y disfrazarme allí, delante de él, con el riesgo de ser descubierto por cualquiera. Sí oculté la vergüenza que me ocasionaba el ceder a su solicitud. El jefe no disimulaba .16


su entusiasmo e interés –parecía que estaba satisfaciendo un oscuro placer. Él entendió el gesto y sonrió, monstruoso. —Ahora meta sus manos por aquí… Luego se ajusta por detrás. Ya lo verá puesto. Es admirable. Delante de mí, con orgullo e indecencia, desdobló el atuendo despacio, como si estuviera a punto de revelar una reliquia oculta, íntima y vergonzosa. Me contempló un momento y me pidió que girara –en los costados, junto a las caderas, me pareció ver un montón de plumas negras adheridas a la tela. El mameluco se cerraba detrás por un cierre. El atuendo se ajustaba perfectamente aunque temí parecer ridículo e intenté mantener una actitud seria y honrada, aún con el disfraz puesto. Me sentía desconcertado, pero la confianza y la admiración de mi jefe me concedían cierta tranquilidad que me permitía sobrellevar una actitud desvergonzada –inclusive debo admitir que no me arrepiento de aquella aventura. Mantenía las manos caídas, como alas inútiles. Antonioni permaneció varios minutos silencioso, satisfecho, con el rostro atento, vigilante a la satisfacción de su capricho, esperando con hambre y sed el anhelo cumplido, el antojo realizado, sin juicios, sin negativas, sin costos, sin favores, sin miedo al salto de la mierda, sin ensuciarse las manos. —¿Qué…? ¿Es un disfraz? –pregunté. —Ya le expliqué, señor Graciano, es una posible estrategia para aumentar las ventas. Usted confíe en mí. Es una vieja idea. Una ocurrencia. Ya me lo agradecerá. Metía brutalmente sus manos en el interior del disfraz para acomodarlo a mi cuerpo. Yo me sentí avergonzado pero inhibía mis movimientos para ocultar mi bochorno, mi incomodidad, mi ira, y muy muy muy muy muy en el fondo, inútil, mi furia, por él, por su boca, su olor, su madre, su hilaridad; y por mí mismo. De repente descubrí un bulto junto a mí y me asusté. —¡Ah! .17


Cuando conseguí observar con atención, me pareció que el bulto se asemejaba a la cabeza enorme de una rata con los agujeros para los ojos junto al hocico -estaba oscuro y yo estaba cansado. Tenía algunos alambres finos adheridos a la sucia felpa. Los ojos falsos del animal eran de plástico y brillaban, lo que los dotaba de cierta credibilidad. Al ver mi reacción, él se rió. —Póngaselo, vamos. Su rostro adquirió de repente una actitud digna, seria, falsamente respetable, y yo me sentí de pronto atrapado. Brutalmente acomodaba el disfraz sobre mi cuerpo. Lo hacía apresurado, con la boca abierta y la lengua asomando entre los labios, como un animal inútil y estimulado. Yo sentía fastidio por su atrevimiento. Actuaba con movimientos rápidos y nerviosos, como si estuviera haciendo algo a escondidas o como uno que satisface secretamente un placer oculto. En la zona de las muñecas y en los muslos sentí que la tela estaba más fría que en el resto del atuendo, y no tardé en descubrir que estaba húmeda. Sentí asco al percibir olor a humedad y leche podrida, y quise quitármelo de inmediato, pero no me atreví a moverme. Me obligué a formular un comentario antipático, que me alejara de aquel sentimiento de odio, mortificación y desvergüenza –soportaba con pesar el peso del atuendo sucio sobre mi cuerpo cansado, y evitaba moverme para no sentir el frío de la tela mojada. —¿Y por qué yo? El silencio se instaló en aquel lugar como una mujer de peso que se hubiera parado en la oficina y exigiera ser escuchada. —Pocos como usted gozan de mi plena confianza. Su talle es el ideal para el tamaño del disfraz. Sé que, como a mí, le importa el fortalecimiento de la Compañía en esta época de crisis e inestabilidad financiera. Confío en usted como confío en el partido que dirige al país. .18


Saldremos fortalecidos como empresa y como país si nos comprometemos y nos apoyamos. Debe confiar en mí. No nos hundiremos si trabajamos con ahínco y agotamos los recursos para aumentar las colocaciones. ¡Año capicúa de mierda! Sus palabras me atemorizaron y obedecí silencioso. Descubrí, ya sin vergüenza, que sentía un extraño placer en cumplir, cierta satisfacción inexplicable en obedecer, en respetar a quien me aseguraba el bienestar, el pago de las deudas, los gastos, las cuentas, las comodidades o regocijos, quizás lujos o regalos, para los que tanto trabajaba y merecía. Obedecer sin valoraciones, condiciones, con el único fin de obtener el reconocimiento, la seguridad y estabilidad en la época de crisis; no ser parte del diecisiete por ciento. Encerrado en aquel inmundo disfraz, cerré mis ojos. Descubrí mis párpados cansados. Entonces recordé en el medio de aquella demacración –loba presa de sí, vil–, un momento feliz vivido el feriado no laborable del día anterior, el Día de los Trabajadores: la vista inolvidable de una playa, un cerro, una cruz, San Antonio. El viento en la cara. Mi hermano había pescado un excelente ejemplar de pez de San Jorge y lo levantaba con sus manos, con asco y admiración. Pero Antonioni interrumpió aquel sigiloso reparo con una orden: —Es atractivo. Quiero que a partir de mañana atienda al público vestido así –y se alejó sin despedirse.

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Germán Di Pierro nació en Montevideo en 1980. Es profesor

de literatura y escritor. Realizó varias instalaciones, entre las que destaca “Historias de personas que lloraron delante de cuadros”, en el Espacio de Investigaciones de Arte Contemporáneo La Caverna, en Argentina (2006); y en el Ministerio de Educación y Cultura de Montevideo (2007). En el 2007 obtuvo el Segundo Premio de Narrativa Editorial Nuevo Ser, en Buenos Aires, Argentina. En 2009 publicó en la Antología Inaugural de la Editorial Sierra Morena, de Rosario, Argentina Colaboró con textos para varias antologías y participó en Arte Correo en Uruguay, Argentina, Chile, Italia, España y Japón. Los cuentos de Aparato reproductor fueron publicados en Uruguay por la Editorial Yaugurú, en 2010.

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La Vaca Mariposa Editora Colecci贸n Hecho a Mano (Todos los derechos reservados)

www.lavacamariposaeditora.com E-mail: contacto@lavacamariposaeditora.com En Facebook: LA VACA MARIPOSA EDITORA En Twitter: @UnaVacaMariposa ____________ Este libro se termin贸 de imprimir en Buenos Aires, en el mes de mayo de 2013.

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