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joel almeida garcía

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josé luis salgado

josé luis salgado

Í a Joel Almeida Garc

En la penumbra

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Quien haya probado la lluvia sabe lo delicioso que es cerrar los ojos, mirar hacia el cielo y abrir la boca para que las gotas frías golpeen la lengua. Es sumergirte en tu oscuridad. Concentrarse en solo sentir cómo la fuerza de la tormenta te cubre de una capa gélida invisible. Puedes levantar los brazos, simular una crucifixión pagana en medio de la nada y escuchar la tormenta convertirse en un simple aguanieve. Hasta puedes sentir la libertad, no hay ataduras, eres imponente. Nada te puede detener. Haz tocado fondo y como dice el folclor: lo único que queda es subir. Subir y subir. El sonido de la débil aguanieve es arrullador y atractivo. Sabes que es perfecto para que un centenar de secretos abran sus ojos en la penumbra. Un centenar de ojos que guiñan al compás de los latidos del corazón de cada humilde habitante de esta comunidad que duermen plácidos y confiados en su naturaleza infinita. Bajas los brazos y observas a tu alrededor. Tu visión es borrosa por la humedad que envuelve tu rostro. No quieres usar las manos, eso quitaría la diversión de la imagen deforme que quieres dar a los ojos de un observador morboso. Como un niño descubriendo secretos de la naturaleza, observas el agua de la lluvia terminar en la alcantarilla. Un hilo horrendo de basura es arrastrado junto con lo asqueroso que se encuentra a su paso; porque eso sí: comprendes que hay monstruosidades dentro de las alcantarillas. Eso lo sabemos. No te sientes perdido. Imposible. Sabes en dónde te encuentras. Descubres, después de todo, que uno puede recordar la vida pasada. Descubres, después de todo, que uno guarda en la memoria los recuerdos del otro mundo. El mundo que te dio la espalda. El mundo que te abandonó. Tratas de recordar si fue doloroso. Aguzas el oído. ¿Qué quieres oír? ¿Lamentos? ¿Tu nombre?, ¿acaso esperas escuchar «perdón, perdón, perdón, si te queríamos después de todo»? Pretextos. Has muerto. Lo sabes. Pero, acaso, ¿no estabas en tu recámara?, ¿no estabas escribiendo una carta… cómo le llaman… póstuma?, ¿no dejaste el lápiz sobre la hoja en la que le decías adiós a ese otro mundo despiadado, culpable de tus infortunas y derrotas? ¿Cómo llegaste a media calle? Ríes. Te das cuenta que haces preguntas tontas, inútiles cada una de ellas. Recuerdas que estás en el otro mundo y ahora deseas explorar, pero sabes que tienes que estar a la expectativa. Mirar películas de terror durante tu infancia te prepararon para encontrar lo indefinible e innombrable en el mundo del más allá. Caminas. Tus piernas adquieren movimiento y dejas que ellas te guíen. Observas los hogares a tu alrededor. Por un momento sientes coraje y envidia de la tranquilidad que tú nunca tuviste. Ves los autos aparcados. Recuerdas todas las horas extras de trabajo que hiciste, solo por querer un mísero ingreso por darte lujos que jamás tuviste.

Te detienes. Esa es la casa de la chica que te gusta. Corrección. Te gustaba. A tu memoria vienen esas imágenes de las veces que practicaste cómo declararle tu amor y, que por coincidencia, fueron las mismas veces que tu puño golpeó los muros de tu habitación por sentirte idiota, cobarde y poco hombre. Escuchas pasos. Tu sentido de alerta se activa. Solo escuchas el aguanieve caer y el sonido de los arroyos caer por las alcantarillas. Recuerdas la película de Ghost en la que Sam, Patrick Swayze, observa cómo unas sombras se llevan las almas con deudas pendientes. ¿Serás un alma con deudas? De nuevo pasos. No. Caes en cuenta que no son pasos. Pones más atención. Ahí está, de nuevo. Más que pasos consideras un objeto que está pegando sobre el pavimento. «Tienes razón», dice una vocecilla. Giras en dirección hacia la voz. El aguanieve ha adquirido fuerza y es de nuevo una tormenta. Ves una pequeña silueta, pero no distingues si es un niño o una niña u otra cosa. «Tienes razón», dice de nuevo la sombra, «no soy nada de eso que piensas». La pequeña figura a lo lejos deja caer un balón, el cual regresa a su mano. Con cautela detalle te percatas que la figura trae algún tipo de ropa para dormir. «Tienes razón. Son mis pijamas». Deja caer de nuevo el balón.

Caminas hacia la figura. Quizá, piensas, debe tener respuestas a algunas de tus preguntas absurdas. «Algunas, sí», habla la vocecilla. Entre más te acercas, la figura se transforma en tan solo un borrón, una masa amorfa en la penumbra de la noche. Tienes tanto que preguntar a aquella penumbra, bueno, así la has llamado, «gracias», dice la vocecilla, «pero la verdad es que no hay mucho que descubrir, ¿qué pensabas encontrar aquí?». Conversas con la penumbra sobre tu última acción, tus razones y motivos. Le preguntas si este lugar es una especie de cárcel, una zona fantasma, «¿cómo la de Superman?», dice la penumbra. En efecto, como esa zona fantasma que es una especie de limbo para las almas que han perdido el derecho de una vida eterna en el paraíso o en los fuegos fatuos del destierro. La penumbra, sin hablar, deja caer el balón y lo atrapa. Estás seguro que te observa. Te fijas en su rostro. No tiene. Solo percibes un par de cuencos oscuros en el rostro grisáceo sin forma. El balón toca de nuevo el piso. Te desesperas. Deseas tus respuestas. Es inútil conversar con la penumbra. «No, simplemente no usas el canal correcto». Impactado. Perplejo. Entiendes cómo funciona: en la vieja confiable de la mente. Estoy perdido. «Lo sé». No sé qué hacer. «Nadie lo sabe, por lo menos no a la primera. Luego te acostumbras y todo se vuelve natural». Quién eres. «No importa, los nombres no importan después… del cambio».

¿Cómo es que ahora te veo más nítida? «Porque me ves, no lo que crees que ves». ¿Qué debo hacer? «¿A dónde quieres ir?». ¿Tengo elección? «Todos la tenemos». ¿Qué haces en este lugar? «A veces somos el fruto de nuestras decisiones, pero a veces somos el fruto de las decisiones de otros». Lo siento. «No debes, ahora sigue tu camino de regreso. Ve a casa». ¿Y después? «Eso lo descubrirás. Todos lo hacemos». ¿Qué será de ti, penumbra? «Yo ya estoy en casa, ahora es tu turno». ¿Por qué no vienes conmigo? Así no tendré miedo. «No tengas miedo. Será más fácil asimilarlo». ¿Algo que deba saber antes de volver a casa?. «No tengas miedo de lo que eres ahora». Un relámpago iluminó el lugar. Cuando volvió la oscuridad la penumbra desapareció. Atónito, te diriges a tu hogar. Arrastras tus pies. Te deslizas sobre el suelo. La lluvia ha dejado una fina capa que te hace sentir que flotas. Aquí todos flotamos, recuerdas la famosa frase del payaso Pennywise, de la novela de Stephen King. Has llegado a tu hogar. La casa al final de la calle. La miras. Tan sola. Tan oscura. Parece deshabitada. Te preguntas si tu cuerpo sigue ahí sobre un charco de sangre. Decides entrar por la ventana. Piensas en el susto que le darías a tu familia si te viesen entrar por la puerta. Flotas. Como un tenue vaho de bebé te diriges hacia la ventana de tu habitación (¿por qué empeñarse en hablar en presente como si las cosas aún fueran tuyas?). Te acercas. Haces cueva con tus manos para ver en el interior. El lugar estaba oscuro. Una silueta entra de prisa. Te alejas de la ventana. La silueta cerró la puerta de tu habitación. Te acercas de nuevo para observar. Un relámpago ilumina el interior y aparecen tus pertenencias, intactas, tal como las recuerdas, tal como las dejaste. Piensas si habrá pasado mucho tiempo desde tu… cambio de vida. La silueta reaparece. Trae algo en la mano. No distingues. Quedaste encandilado por el haz luminoso del relámpago. Tu habitación, un lugar sin electricidad, ahora brilla con el lumen que solo puede producir una pequeña vela.

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