La imagen de la Navidad no varía mucho y aunque mis recuerdos de niña son muy distintos a los de la imagen de arriba, de alguna manera encontramos puntos en común. El árbol, los colores rojo y verde, los dorados. Pero en Buenos Aires, donde crecí, en general hace calor, comíamos asado y helado de postre y esperábamos la llegada de Papá Noel para abrir regalos, comer garrapiñada y turrón. Aún con treinta grados de calor. Ahora en El Chaltén algunas de esas costumbres tienen más sentido, sobre todo por el clima. Comer, beber, reír son parte de la escena también, con la familia que uno elige. Personalmente siempre me gustó festejar cualquier cosa: cumpleaños, navidades, año nuevo. Pero en especial la Nochebuena tiene aroma a jazmín en mi niñez. Y ese olor me transporta a un lugar en donde uno se siente acogido, amado, etc. Algo parecido a lo que intenta trasmitir la pintura de Thomas Kinkade, ya que en definitiva lo que nos hace sentir en casa es la calidez, que puede venir de un hogar encendido con nieve afuera o de un abrazo o de una copa de vino que con su bouquet nos recuerda algo y enciende así esa luz que se irradia a través de la ventana y nos invita a pasar y a desear felices fiestas.
Picardía for export
Ayer hablé dos horas por teléfono con una vieja amiga. Hacía mucho que no me pasaba eso, ya que una se acostumbra cada vez más a los mensajes instantáneos y a los audios que vinieron a reemplazar las antiguas charlas al tubo. Nos conocemos hace más de quince años, pero ella hace más de diez que vive en otro país. Aunque nunca se desconectó de su argentinidad, logra siempre dar una visión distinta sobre cosas a las que estamos acostumbrados los sudakas. Dos o tres veces me dijo: “eso es muy argentino” y no pude más que asentir. Estamos acostumbrados a maneras de actuar y de movernos que, aunque pueden llevarnos a ser más vivos o adaptables, me hacen reflexionar en que nos perjudican. Estas últimas semanas en todos lados se festeja el mundial de fútbol y lo que significa ser campeones. Reinvindicamos la picardía con la que se lograron ciertos momentos épicos, como las atajadas del Dibu y los festejos en el vestuario; pero aunque el más nacionalista de nosotros lo niegue, no se ganó con lunfardo porteño. Los jugadores que lo dieron todo en la cancha vienen hace mucho o poco jugando en la elite del deporte. Lo que no vio ni el mismo Mbappé, es que las estrellas de esta selección argenta juegan en el fútbol europeo. Y sí, se mezcla con ese ingrediente latino que nos encanta, pero se despierta afuera ya que ninguno de nosotros podemos imaginar una selección argentina con jugadores que sólo se muevan en el fútbol local.
Basta para eso ver, después del mundial, un partido de River o Boca para sentir que retrocedimos diez casilleros. Muchas veces escuché decir con soltura y hasta con orgullo: “no somos Suiza”. Pero siendo un país como somos, en donde los deportistas logran torneos, medallas y trofeos, en donde tenemos premios en ciencia, grandes escritores y artistas; ¿cuál es el factor que no nos haga ser un país más organizado o más seguro económicamente? Podríamos hablar de los políticos argentinos y la corrupción, sí. Pero mirando las políticas que se han puesto en práctica en nuestro país últimamente como el matrimonio igualitario, el aborto legal y hasta la continua búsqueda que se realiza de nietos desaparecidos en la última dictadura militar podemos afirmar que somos un país que se mueve en la vanguardia, que apuesta a los derechos humanos, etc. ¿entonces? Ayer me quedé pensando en eso y, aunque alguien podría acusarme de proyectar psicológicamente, creo firmemente que nos apaña en esta manera de movernos una especie de síndrome del impostor global, nacional. Algo se despierta en el argentino en el exterior, algo que reivindica su valor. En la Argentina le restamos el valor a lo valioso, valga la redundancia. Algo que, creo, todos pensamos alguna vez es que si nosotros llegamos acá, cualquiera puede hacerlo. Y aunque eso, paradójicamente, justifica la meritocracia, en el fondo le quita importancia a lo que sea que hayamos logrado. El famoso «nadie es profeta en su tierra», pero llevado al extremo
argento. Porque seguro algo de lo que conseguimos en la vida fue gracias a un poco de picardía y a un sistema desorganizado que parece permitirlo todo. Entonces sólo ganamos valor al ponernos a prueba con el mundo real, el organizado. Ganarle a México no tiene tanto valor como hacerlo con Francia. Le ganamos a la elite, a los colonizadores, pero sobre todo a quienes tienen la capacidad de discernir el buen fútbol. Pido que no juzguen de una esta idea y pasen de página, sino reflexionen conmigo en cuántas situaciones personales nos pasa. Con más de treinta años de trabajo sin darme cuenta asumo que lo que hago lo puede hacer cualquiera. Y no solo yo, mi entorno me ve de la misma manera. En la búsqueda constante del la valoración personal, me doy cuenta que solo la encuentro en amigos y amigas que no viven en Argentina. Y no por mala voluntad de quienes me rodean, sino porque somos así…porque es muy de argentino subestimar. Y encuentro dos cuestiones en esta costumbre local:la primera es que no se deja de buscar la aprobación o valoración, sino que solo se consigue afuera. En el pueblo no importa si tenemos un
ingeniero nuclear de vecino, si viene un técnico en sarasa de Buenos Aires lo escuchamos atentamente. La segunda apreciación que tengo de esta costumbre es que como sociedad no nos ha llevado muy lejos.
En lo personal, por un lado, pero comunitariamente tampoco. No saber apreciar nuestro valor, que es distinto a creérmelas todas, nos forma como una sociedad incapaz de crecer dentro de nuestros límites geográficos. Y nos lleva a la estupidez de creernos vivos por cagar a alguien o a asumir que ahora me toca a mí aprovecharme del sistema, por ejemplo. El pensar que soy un impostor por estar donde estoy, que tuve suerte, que no se dieron cuenta y me contrataron, etc.; nos lleva a comportamientos nocivos. Pero sobre todo, a menospreciarnos como sociedad y a no ver lo valiosa que es la persona que tengo al lado o la que a más de 15 mil kilómetros de distancia nos dice que podemos lograr lo que nos propongamos, que tenemos con qué, y que eso debería ser «ser argentino».