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Luis Franco
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Centro Editor de América Latina
otros cuentos
Vida y milagros de nuestro pueblo
漏 1971 CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA S.A. Cangallo 1228- Buenos Aires Secci贸n Ventas: Rinc贸n 87 - Buenos Aires Hecho el dep贸sito de ley Impreso en la Argentina - Printed in Argentina
Paulo Morra 1 Se había criado, como todos los hijos de la grande y dispersa tribu de los gauchos, usando a modo de cuna un cuero colgado del techo de la cocina, habitación única. Sus juguetes fueron una taba, unas boleadoras, cuando no un cuchillo. A los cuatro años boleaba o pialaba gallinas y perros, a los cinco galopaba en el petiso de los mandados agarrándose de las crines y trepándosele por las rodillas. Desde entonces vivió más fuera de la casa que adentro, más a caballo que a pie, y casi sin conocer otro manjar que carne y mate. Apenas salido de la adolescencia —aprendiendo a huellar sobre el rastro de su padre— era ya un gaucho hecho y derecho, es decir, capaz de pelearle en cualquier terreno a la pampa y a la suerte. Su padre, Juan Morra, no había sido peón en ninguna de las grandes estancias de la llanura, y solía llegar a ellas solo por el tiempo de la hierra, alguna vez por el de la esquila o contratándose para alguna comisión de arreo.
Paulo Morra se crio, pues, sin conocer patrón más que de vista, y curas vio uno que otro y de lejos. Misas recordaba haber escuchado dos, por casualidad y desde afuera y a caballo, como vio hacer a otros gauchos. La verdad era que un puñado de supersticiones sagradas o legas no llegaron a alterar nunca su fundamental descreimiento en el más allá o, mejor, su fe en que el hombre importaba más que sus tutores, fueran quienes fueren, y que un puñado de esta vida, seguro, valía más que cien de la otra volando. Se había criado en un rancho igual a todos, de adobe y techo de paja, con un cuero seco de bagual por puerta y por todo moblaje tres o cuatro asientos de calaveras de buey, un asador de hierro, un cuerno para la sal y unas cuantas perchas de astas de venado. Su cama era la montura, dentro y fuera de la casa. Ni decir que Paulo Morra era tan versado como cualquiera en los tres conocimientos de escuela primaria de la pampa: el del caballo, el del cuchillo y el de la guitarra. Al cuchillo había aprendido a usarlo en visteos desde niño, como todos. Llegado a adulto, su baquía en su ma-
nejo devino tal como para que la tuvieran en cuenta hasta los más confiados en sí mismos. (Entre los gauchos la esgrima era fundamentalmente cosa de deporte y excluía de suyo la intención de matar, precisándose para esto el odio, la borrachera o la mala entraña.) Morra se ganó, pues, el derecho a que respetasen su mansedumbre. Su don de simpatía y comunicación hizo el resto. La verdad es que no necesitó matar a nadie, y de ello, sin decírselo ni pensarlo siquiera, estaba honradamente satisfecho. En cuanto a la guitarra, podían contarse con los dedos de una mano los que en la pampa no supiesen su manejo. La guitarra fue creada sin duda para ayudar a pelearle a ¡a soledad y a las penas, y también para facilitar la comunicación con los demás, ya que puesta en buenas manos conversaba mejor que la lengua más la dina. Mi guitarra tiene boca, tiene boca y sabe hablar; solo los ojos le faltan para ayudarme a llorar. Cierto, con la voz femenina de las 6
cuerdas tiples y la varonil de las graves, la guitarra parecía llena de preguntas y respuestas misteriosas. La guitarra era como el corazón mismo de la pulpería donde se reunían gauchos venidos de varias leguas a la redonda. Allí tenía puesto de preferencia el payador, que después de templar sin apuro las cuerdas de cuero de potrillo con dedos endurecidos por el lazo, narraba al son de la guitarra —repitiendo largas versadas anónimas o improvisando— las penas del amor olvidado o traicionado, las malandanzas del desertor perseguido por la llamada justicia, las tropelías del último malón. Los demás, en un silencio de misa, escuchaban moviendo sobriamente las piernas, llevando con el tintineo de las espuelas el compás del rasgueo ejecutado por el payador. Pero si había otro cantor de mentas o llegaba traído por el acaso, lo de cajón era que la concurrencia lo incitase al careo, es decir, al duelo poético llamado payada. Era de verse allí no tanto la baquía de los dedos, como la del magín para retrucar a tiempo justo, y como si fuese un golpe devuelto con un revés del facón, la pregunta del adversario. Si las
fuerzas en lidia eran parejas, ésta solía durar horas y terminar en empate, aunque no era raro que el perdedor reconociese altivamente su derrota diciendo: "Ya vemos que maneja bien la lengua y las cuerdas; veamos si maneja igual el fierro". Y venía el zafarse las espuelas y liarse el poncho al brazo izquierdo y el comenzar la segunda parte del contrapunto, que no podía ir más allá de la primera sangre. Los golpes al cuerpo estaban prohibidos: el único blanco era la cara o los brazos. Cuando al cabo de una especie de malambo, más jadeante que el otro, que podía tirar Corto o largo, brotaba la sangre —si no había empate—, el vencido ofrecía el primer vaso de vino a su vencedor, quien devolvíaselo con cumplidos de halago. Paulo Morra llegó a ganar renombre como cantor. Solo que su genio mayor estaba no tanto en el manejo profundo del caballo, el lazo y las boleadoras como en el dominio brujo de las cosas de la tierra, incluidas las estrellas y las nubes. La pampa y el cielo desafiándose a quién le abría cancha a quién. No una llanura, sino decenas, como un
descarte de naipe. Ya no era propiamente la que hicieron mano a mano el mar, el viento y los dioses indígenas. Los contados yeguarizos que desertaron de esa Arca de Noé que vino del naciente con Pedro de Mendoza, cundieron aquí como en otros desiertos cunde la peste, porque la Pampa era sin duda la Tierra Prometida al relincho y al galope, la tierra hecha para el caballo como el cielo para la nube. ¿No comenzó una vida nueva cuando los cielos de la Cruz del Sur escucharon el primer relincho? De hecho la llanura india fue como naciendo de nuevo cuando el pasto hirsuto del desierto comenzó a ser desplazado por el trébol y el alfilerillo. Fue la pampa que se llamó cristiana, porque los descendientes de los primeros llegados del otro lado del mar, y otros con títulos no mejores, se dijeron dueños únicos de todas las crines y astas que arbolaban la gran llanura, y de la llanura misma, aunque los más no la conocían ni a vista de pájaro. En cambio los que habían tomado posesión efectiva y profunda, los gauchos, a esos no se les dejó en propiedad ni la tierra que encuadraban los cuatro horcones de su rancho, o las cuatro 7
patas de su caballo, aunque ellos no se anoticiaron de su tragedia mientras el galope en cualquier rumbo fue libre y su lazo pudo ceñirse al primer par de astas elegido al pasar. ¿Que esa pampa, lisa como los mapas, tardó en entrar en ellos y en la civilización? Así fue. Su poblador desandó la historia. El huérfano que vino de lejos, y sus hijos, se olvidaron del árbol y de la siembra y casi del hogar, y se hicieron medio pastores y medio cazadores, envueltos y tiranizados por la implacable llanura como un islote en el mar. Firmamento de pastos en que no había una piedra para quebrar una nuez y hasta a veces bosta de vaca o huesos por toda leña. La pampa extendiéndose y repitiéndose a todo rumbo sin cansarse jamás, dándose cancha siempre. Todas las distancias abiertas de par en par. En tiempos de bonanza, arroyos cachacientos como una rumia o lagunas con un corazón de agua desnuda en el centro y en todo el resto con un puro oleaje de juncos y achiras, o amarilleando de camalotes en flor, alegrísimos como el pecho del benteveo. Sobre praderas doradas, es decir, de trébol, podían galopar piaras de cientos, 8
cuando no miles de caballos, y a veces el mugir de las toradas se imponía al viento y a veces un silencio tal que no dejaba escuchar otra cosa. La clara pampa, donde hasta los murciélagos, carecidos de cuevas y sombras, se acostumbraban a la luz. La pampa sin árboles, pero donde el ombú reemplazaba a todos, porque era solo una hierba gigante y solo la hierba podía cuerpearle al pampero, ese chasque del demonio, y porque mostraba un aguante parejo para heladas y solazos y tenía una sombra más fresca que los zaguanes, y su alto cuerpo acuoso podía salvar del rayo al rancho vecino. En remansos y arroyos la aurora parecía demorarse en los flamencos. Sí, era donosa y dulce a su modo esa tierra inundada por el cielo, y que los indios definían pasto creciendo y viento soplando". Solo que el clima de la pampa era como una mano que puede abrirse para la caricia y cerrarse para la agresión. Había madrugadas de invierno en que el frío escarchaba el lomo de los caballos atados a soga y heladas que quemaban hasta los abrojos. Si bien el verano, con su sequía y su sed, podía acercarse más al infierno. . . Leguas y leguas a la
redonda en que no había un trago de agua ni para un pájaro. Y limpiones de tierra desnuda como un patio con su tendal de osamentas. Entonces los cardales y los pajonales secos eran una invitación más o menos irresistible al incendio, y éste, una vez que se ponía en marcha, podía abarcar leguas de frente y, arreado por el viento, no lo detenía nadie, ni siquiera los ríos. En los cañadones anegadizos de la costa los mosquitos y jejenes eran más tupidos que una garúa y más temibles que los jaguares, que también los había. Fuera de eso, en cualquier tiempo la pampa era un telar de riesgos: virgen de huellas o con millares de huellas inciertas, volvíase corrediza como soga de horca. La vizcachera o el tucuruzal, que podía desgoznar al caballo y quedar a pie en tamaña llanura, equivalía al naufragio. Ni siquiera se estaba libre de topar de manos a boca con un jaguar agazapado en el pajonal y la sombra y que no le hacía ascos a la carne bautizada. Pero no era eso todo; el mayor peligro estaba en que cualquier polvareda del sur o del suroeste podía convertirse en lanzas emplumadas.
2 En efecto, donde moría la pampa de los cristianos nacía la de los indios, blanda de médanos y ríspida de caldenes o cardones, sin arroyos y tacaña de lagunas, pero sobrada de salinas. Allí sí que la sed era dueña de casa en todo tiempo y lugar. Allí estaban los indios venidos del fondo de la Patagonia, que vivían solo de la caza, como el puma, y los venidos del otro lado de los Andes, que alguna vez dejaban la lanza de diez codos para sembrar un puñado de maíz: ambos eran en América los únicos que se empeñaban en vengar, después de tres siglos, en el blanco y el mestizo. los oprobios inferidos a la carne y al alma indias por la cruz y la espada. ¿Que el indio no era peor ni mejor que el cristiano? Podemos creerlo. Duro, como el caldén, por fuera y por dentro, sin duda. ¿Que si pisaba descalzo dejaba toda la planta del pie en la huella, que su sed desprefería a veces el agua por el degüello de una yegua, que toda su música era el ruido, cuando más discordante mejor? Sí, pero no es seguro que fuera peor que el cristiano. Pero ya estamos tardando en decir 9
que si en la pampa el indio se medía de igual a igual con el blanco era porque el caballo emparejaba todas las diferencias. Tan pronto como el peatón con rutina de siglos se domicilió en el lomo del caballo, advirtió que nacía de nuevo: se sintió dueño de la vida y la muerte. No solo que su fuga iba a escapar a todo estorbo sino que su agresión podía ser tan repentina e inatajable como el pampero. Y la lanza y las boleadoras, que antes manejaba de a pie, se volvieron, combinadas con el galope, una esgrima de alcance sin atajos. Solo que para eso debió hacer del caballo, alimentado menos a pasto que a algarroba, algo más que un caballo: un esclavo y un demonio. Amansarlo, amaestrarlo y aguerrirlo, no con la airosa brutalidad del gaucho, sino con paciencia y tesón, en horas y días inacabables. Hacerlo al hambre y a la sed, como un guanaco. Hacerlo a galopar por el médano a saltos y rebotando sobre el pique, como el guanaco, de tal modo que ni las boleadoras lograran interrumpir su avance. Enseñarle a obedecer menos a la rienda y al látigo que al perneo y a la voz, y a ser montado solo por la izquierda y de un brinco y solo por 10
su amo. Algo más aun: llevando a su jinete pegado a un flanco (prendido con un brazo del cuello y con pie de la cadera) el caballo indio podía dar desde lejos la alevosa ilusión de ir desmontado. El mayor alarde ecuestre de un cristiano en la pampa era salir de pie y cabestro en puño de una rodada de su redomón. El indio hacía algo mejor: enseñar a su caballo a despreciar vizcacheras y toperas, es decir, a no rodar sino por chiripa. A lo largo de los años, desde su infancia a su madurez, Paulo Morra, como tanto gaucho del montón había galopado a todos los vientos lo suficiente para conocer como si fueran sus propias manos o sus propias penas y alegrías, la pampa verde y la otra, que ya no era pampa ni verde. Al lado de su padre, primero, solo después, rodando de pago en pago y de tapera en galpón, arreando ganado o domando potros por cuenta ajena, apareciéndose en las estancias en los días de hierra o de esquila, o boleando avestruces en las más ariscas soledades, Paulo Morra había ido atropando sin sentirlo buena parte de la ciencia del desierto.
Y eso no era alarde o lujo sino necesidad imprescindible. La primera obligación de un hombre en la pampa era no quedar a pie, porque eso, en un oleaje de hierbas tan inacabable como el del océano, equivalía al naufragio, esto es, a la muerte en las garras del indio o del jaguar, y más seguramente en las de la sed o el hambre. En la tierra de la lisura el oculto y la vizcacha socavaban el piso y cada dos o tres leguas el caballo al galope podía rodar con riesgo de quebrarse o quebrar al jinete. Por eso era indispensable viajar con la tropilla por delante, o el ladero y, sobre todo, ser buen parador: es decir, caer de pie y empuñando el cabestro mientras el caballo rueda. Y eso, cuando se corría detrás del ñandú o delante del indio, debía completarse con un salto al lomo del caballo apenas éste saltaba sobre sus patas. Las tareas del rodeo no exigían baquía ni decisión menores. Si el vacuno, demasiado bagual, intentaba la fuga, más de una vez convenía aleccionarlo saliéndole al cruce y tumbándolo a encuentro de caballo. Si gastaba demasiados amagos de matón, lo mejor era acostarlo enlazándolo de astas y patas y sajarle a
modo de visera un pedazo de piel sobre los ojos que lo acegara a medias. El rodeo. ¡Un río de mugidos entre un mimbreral de guampas' Había que estrechar la ronda y exagerar la cautela para prevenir la disparada, es decir, lo peor entre lo malo. El sacudirse de un poncho, un sombrero al viento, qué digo, el vuelo de un pájaro, podía ser la gota de agua que desbordase aquel dique: cuatro o cinco mil astudos disparando enloquecidos a todos los rumbos y tan imposibles de atajar como una manga de langostas, si no era con ayuda de la Providencia o de algún arroyo y, desde luego, no sin que los campeadores agotasen su maña despreciando el riesgo de morir aplastados como cucarachas. Peligro más frecuente era el del enredo del lazo, al que Morra solo debía la pérdida de un dedo. En temporadas en que no había trabajo en las estancias ni comisiones de remesas de ganado, la mayor tentación de un gaucho libre solía ser el acopio de ñandúes y otros bichos de los campos de afuera, es decir, allá donde la ley de los estancieros no llegaba. La aventura solía durar semanas y no se acometía sino por ex11
cepción. Varios gauchos, montando sus caballos de más crédito, dispersábanse a los cuatro vientos para formar al cabo un desaforado redondel que comenzaba a estrecharse poco a poco en torno a un punto señalado por la humareda de un fogón. En el cerco entraba salvajina de toda broza. Cuando el tal se cerraba en brete, cada cazador atropellaba hacia la pieza elegida, con un alarido indio, la melena golpeando los hombros, zumbante sobre su cabeza el remolino de las boleadoras. No bien la víctima (avestruz o gama, y alguna vez puma) se revolcaba en la tierra coceando el cielo con las patas enredadas, cuando ya el boleador, cuchillo en mano, brincaba junto a él como un gato del monte. Ay, eso era ya solo recuerdo de sus tiempos de bonanza. Después todo fue un irse abajo como por la falda de un médano. A los veinte años justos, citado por las autoridades del partido, acudió ganoso, como tantos otros, a incorporarse al contingente que perseguiría a los indios del reciente malón, que se habían retirado después de barrer los campos de vacas y caballos, para no hablar de su golosina 12
predilecta: las mozas cristianas. ¡No los picaba mal bicho! Había ocurrido esta vez lo de siempre: el indio, inatajable como el pampero en la invasión, solo podía ser atacado cuando retornaba a sus pagos estorbada su marcha por el recargo del botín. El jefe de la columna expedicionaria prometió en nombre del gobierno que la mitad de las reses recobradas serían repartidas entre los milicianos. La campaña iniciada en los primeros calores del verano, a gran prisa y sin todos los recaudos del caso, y mal dirigida, a todas luces resultó una pura calamidad para los voluntarios: la sed y la insolación (para no aludir al purgatorio de penurias menores) produjeron muchas bajas que no se les pasaron por alto a los caranchos. Al fin, después de marchas y contramarchas en que comenzaban a derrotarse solos, dieron, casi por chiripa, con la rastrillada de los aucas. Junto a la laguna donde habían acampado fueron sorprendidos y batidos retomándoseles la mayor parte del botín. Solo que la promesa oficial quedó en agua de borrajas y los gauchos licenciados retornaron a sus ranchos
distantes cavilando en silencio —con la amargura del que masticaba hojas de ombú— sobre el zanjón de aguas sucias que separa del gobierno a los pobres.
3 Pasaron apenas algunos años cuando Paulo Morra, acusado de vago, cayó en una leva y, junto con otros gauchos tan agraciados como él, fue a dar con sus huesos en uno de esos fortines de la frontera que en su función de atajar al indio eran como criba opuesta al viento. No podía ser de otro modo, pues el gobierno de los estancieros trataba al soldado más o menos como los indios trataban a los cautivos. Los caballos de exploración y pelea eran los potros —con una oreja de non— los peores mancarrones habidos porque el gobierno los compraba a algún proveedor con buenas relaciones (como el gato zapateado) quien, llevando de aparcero al comandante, daba sotreta de novia por potro de cancha. Las armas, a veces, tenían el caño recortado o no daban chispa o carecían de pólvora. Del
trato diferido al soldado, no se hable. Faltaba con frecuencia hasta la Carne y la yerba del mate, no digamos la paga. Si no se resignaba a morirse de hambre, el soldado debía mantenerse a puro bicho de campo —cobrado a perro o a boleadoras— sin que hubiera que hacerle ascos a una paleta de león o un costillar de mula. Para el mate sobraba con la primera hierba amarga habida a mano. Lo que no sobraba era con qué tapar el bulto y, para mejorar la fiesta, estaba la orden de cubrir el caballo con el iponcho en las madrugadas muy crudas para evitar que la escarcha le quemase el lomo. (¡No se diga que no hay almas compasivas!) Como faltaba también el jabón, casi siempre, nadie extrañe que sobrasen los piojos. De cuando en cuando, para prevenir los golpes de sorpresa del infiel, una descubierta se adentraba leguas en el desierto. Había que comer carne seca o cruda (el humo o el fuego podía servir de alcahuete al indio), capear la insolación o la sed, cabecear bajo la llovizna o la helada. Eso, si no le tocaba algo mejor: morir extraviado entre un cañaveral de lanzas indias. 13
Y por si todo lo dicho fuera poco, la tiranía de los jefes no faltaba ni por error: castigos desmesurados como la estaqueada, crucifixión horizontal inventada por el genio de la pampa (el reo estirado de pies y manos a lonja fresca entre cuatro estacas como Túpac Amaru entre cuatro caballos) o azotes más numerosos que un mimbreral, de modo que lo que quedaba después de eso —si no quedaba el cadáver— era una cosa que se movía encorvada y a quejidos y escupiendo sangre. Del llamado cepo colombiano, no hablemos: el espinazo que no era de mimbre o acero terminaba rompiéndose; mala suerte, pero era fuerza salvar la disciplina. Paulo Morra tuvo que pasar por todo eso —con tan poca esperanza de cambio como pájaro de jaula--- hasta que un día, en una refriega con los salvajes y gracias a un tiro de boleadoras seguido de un tiro de lazo, ambos providencia¡ mente certeros, pudo hacerse del caballo de un capitanejo (apeado de un balazo en un ojo) que iba y volvía en el entrevero esperando a su amo. Fue la suya una hazaña de tantas. Solo que aquel zaino pangaré daba de entrada la impresión de un demonio, y Paulo Morra creyó 14
adivinar que valía todo el oro del inca. Cabeza de base ancha y vértice fino, es decir, de poca cara y mucho cráneo, estaba denunciando sobra de entendimiento y memoria. Sobre eso, ojos muy rasgados y oblicuos de los que ven casi todo sin parecer mirarlo, como si registraran el horizonte, abreviando leguas de llanura. Y orejas temblonas como hojas de álamo, y chuecas, como para encartuchar hasta la menor hilacha de ruido. Si la reciedumbre de los maseteros decía de su estómago de guanaco, no hablaba menos claro la fornidez de su caja con cuerdas y entrenudos a prueba de fierro. Patas cortas para la firmeza combinándose con corvejones saledizos y canillas largas y ollares profundos, a lo venado. Sus cascos, sin fierro como los de todo caballo pampa, parecían ignorar los buracos y excavaban la distancia como un lebrel una cueva. Pangaré comía la hierba que le quedaba debajo de los cascos; bebía agua salada y aun podrida, si no había otra; hallaba el camino en los médanos o en la noche; si galopaba a fondo, el viento le quedaba atrás. Cuando Morra, con la mano debajo
de la derramada crin, le palmeaba al- Tenían los mismos bigotes ralos y la guna vez el cuello, ladeaba hacia él nariz chata y los mismos ojos obliel hocico con un relincho balbuceado, cuos del puma y su misma predilecque decía sin duda de ese compañe- ción cargosa por la sangre humeante; rismo profundo de los hijos de la so- su melena y su empuje eran los de ledad. Morra sentía que quizá nadie sus propios caballos. Parecía ser suya también la aridez de sus tierras sohabía estado nunca tan cerca de él. Solo que llegar a eso había costado ledosas, de sus salinas o arenales arrobas de esfuerzo y paciencia por- sedientos, de sus cardones con sus que el caballo indio solo se deja cien zarpas tensas. montar por la zurda y por ningún otro La risa les abortaba en hipo y el que no sea su amo. Reconocido al llanto en rugido. Como en general fin como tal por aquel hijo del mé- usaban apenas un taparrabo —fuera dano y del viento, cuyos ojos de de la vincha ceñida a la frente para brasa soplada traicionaban algo de evitar que la cerda les atajara la vissus poderes brujos, Paulo Morra se ta— se aforraban el cuerpo con grasa sintió con agallas para la jugada de de ñandú o yegua para pelearle mejor vida o muerte. No lo pensó meses. En a la sed y a la intemperie. No había jinete tan aguerrido como la primera ocasión venida al pelo y, confiando más en el instinto del ca- el indio si no era el gaucho, aunque ballo que en el suyo, rumbeó hacia aquél tenía la ventaja de su caballo. No había, en efecto, sobre la tierra los toldos del desierto. Es sabido que los salvajes admitían caballo más profundo que el del inen sus aduares a los cristianos tráns- dio, un poco por virtud del clima y os pastos, pero decisivamente como fugas solo a condición de lo único resultado de la educación implacable que podía probar su cambio de fe: a que debía someterse: el aprendicolaborar en las excursiones contra zaje paulatino del ayuno, la sed, el las gentes y haciendas católicas. Los indios! De lejos parecían más frío y la fajina, sobre todo la de galopar cada madrugada por los médanos demonios que hombres; de cerca parecían hombres como los demás, sin —a saltos de venado— que era como bailar con grillos un malambo, y la dejar de ser demonios. 15
de aguantar que el indio, cuando quería darle apariencia de caballo suelto, ¡o galopase pegándosele al costillar. Sobre eso, estaba hecho a obedecer más al perneo y al grito que al freno que solía no llevar. Llevaba, sí, las narices sajadas para beber más aire. El indio no conocía más industria que la guerra o malón. ¡Qué mucho que rnanejara esa lanza suya, tan larga como su alarido, con el tamaño de un mondadientes! Al galopar en retirada llevábala arrastrando hacia atrás para anular los tiros de boleadoras; si rodaba el caballo, apoyábase en ella para enhorquetar la osamenta sobre su lomo de nuevo; clavábala en el suelo para auscultar el eco de galopes remotos. ¡El malón! Morra había asistido al minucioso y precautivo apronte de uno de ellos y, forzado a colaborar en el mismo, tuvo que entreverarse con la indiada, no solo emponchando su disgusto sino alardeando un fervor ranquelino: ¿Que solo prestó en la ocasión servicios de baquiano? Sí, pero las cosas que viera le volvían en el recuerdo jaqueándolo de día y aun en el sueño y defenderse de ellas era inútil: quizás estaban tatuadas en su médula. 16
El avance casi sin tregua, bajo un cuarto de luna, de centenares de casi desnudos caballeros con los cuerpos enguantados en esa grasa rancia de ñandú cuyo olor asustaba los caballos cristianos, y con sus lanzas, largas como un álamo joven, de arrastre; de día, el descanso agazapado; de noche, innumerables leguas de desierto árido o fértil (con sus médanos, zarzas, pajonales o arroyos) devorados por el trote de caballos invulnerables a la fatiga; la salvajina y la cimarronada volando como paja al viento delante de aquella inundación. El malón llegaba a los poblachos o ranchos aislados a la media luz del amanecer como llega el pampero, con su misma convulsa intensidad y su grita, pues la indiada, en el ínterin de su horrenda operación de polvo y masacre, vomitaba un alarido palmoteado en la boca con la zurda — 1 ah... ah.. ahah!—, el menos grato de todos los ruidos de la pampa. Quien lo escuchaba una vez no lo olvidaba nunca, pues, el auca, tragador de carne cruda y sangre humeante, había creado el terror herbívoro en la grey cristiana. ¿Leguas y leguas de llanura verde
vaciadas, como un vientre, de sus millares de reses de mugido o relincho? A Morra apenas si le importaba algo. El recuerdo que no lograba apagar, aunque le quemaba la memoria, era el de los ranchos incendiados por el techo y sus moradores tirándose hacia afuera con un grito de socorro, parecido a aullido, que hubiera acoquinado a los ángeles, y las lanzas orladas de plumas levantando en el aire a los hombres y las viejas y atrapando a los niños y las mozas. Aquello había trazado entre Morra y los indios un río sin vado. En verdad nunca llegó a avenirse ni a medias al estilo de vida de los toldos, como otros cristianos. Sí, el indio era un combatiente nato y neto difícilmente alcanzable en firmeza, pero ahí paraba todo. A Morra llegó a disgustarle hasta el asco el que todo el trabajo diario —¡hasta el de carnear las reses!— corriese por cuenta de las mujeres, no menos que el modo de festejar un malón feliz: comer y beber hasta el vómito y el desplome. Pero la causa mayor de su distanciamiento profundo era el trato diferido a las cautivas. Cantor y guitarrista, es decir, poeta a su modo, Paulo Morra sentía la
atracción de la mujer hasta el punto que las penas de amor le habían inferido sufrimientos cotejables a los del fortín. Había sentido siempre que la mujer podía ser más entrañable que el aroma de la albahaca y más turbadora que la guitarra o el vino. Morra sabía o adivinaba que el indio era menos sediento de sangre y de pillaje que de mujer blanca, presa fácil porque los cristianos ricos ponían menos interés en defenderla que en aumentar sus tierras. Ese cristiana más blanco, más alto, más pelo fino; ese cristiana más lindo. ¡Hijos de una...! —rugía en sus adentros Morra—; ¡no los pica mal bicho! Y una vergüenza por la culpa de todos le quemaba la sangre. Para Morra no había purgatorio como el de presenciar los ultrajes y castigos inferidos a las cautivas por maridos forzosos que ellas repugnaban desde lo más hondo de su corazón y su cuerpo —todo sin poder mover un dedo, desconfiando hasta de traicionar un comienzo de compasión o indignación. Y todo eso se le fue haciendo un nudo que amenazaba estrangularlo por dentro. Hasta que al fin, en aquel zaino tragavientos en que cruzara la frontera 17
tantos meses atrás, partió de regreso al filo de una media noche, momentos antes de que un cabito de luna, tan pobre como el de una vela de sebo, aligerase un poco la oscuridad del desierto sin huellas. El desterrado logró salir, pues —sin tiempo para despedirse— de su asilo araucano. De recuerdo traía solo una lanza emplumada. Poco después de tales trajines y experiencias y peligros en la pampa de los fieles y en la de los infieles, Morra traía algo más: volvía con la ciencia completa del baquiano. Acercar galopes remotos pegando el oído al suelo; medir el desplazamiento de un bulto lejano usando de mirilla el filo del facón; deletrear el acercamiento del malón en el movimiento del campo" (fuga de ñandúes, gamas y demás sabandijas); leer de corrida un rastro o más entre miles y aunque fueran viejos de meses; saberse de memoria el atajo secreto entre dos sendas, o el vado incógnito de un río o un pantano, y la ubicación precisa de tal o cual pastizal venenoso; conservar el viento sobre el 'mismo lado de la cara para no perder el rumbo; localizar la cacería del puma por el vuelo o el revuelo de 18
los caranchos o los cuervos; contar, sin verlos, por el espesor y tamaño de la polvareda, el número de jinetes o caballos sueltos; guiarse como en el mar por las estrellas o por una huella más adivinada que vista, o, en plena oscuridad por el tufo del viento o el sabor de la raíz de los pastos o solo por la brújula que se lleva adentro. (Porque tal vez un baquiano sabía mucho más de lo que le enseñaba la experiencia.) Morra, sin saber él mismo cómo, había inventado a veces senderos que ahorraban camino, y descubierto alguna aguada desconocida guiándose por el canto de los pájaros al amanecer, o solía presentir los cambios de tiempo por el cambio de hora o de tono del canto de ciertas aves, o por la inquietud especial del animal montado. Una vez, viendo temblar las hojas de un sauce mientras el aire permanecía dormido, llegó a sospechar, sin error, que la tierra había temblado a gran distancia. Morra, pues, volvió del desierto hecho un baquiano como Dios manda, vale decir, un alguien que tenía con a pampa casi la relación que un pez tiene con el río. Morra guardaba una encorvada sos-
pecha de que su saber —ignoraba cómo— iba bastante más allá del logro de su observación, experiencia y aprendizaje. Eso era todo. El no podía ni imaginar siquiera que en épocas abolidas, cuando el perro era un vulgar lobo que sabía aullar pero no ladrar, el hombre, como otro animal cualquiera, mantenía vírgenes todos sus instintos comenzando por el de la orientación, aunque eso fue yéndose a menos a medida que perdía su intimidad con la Naturaleza y su cuerpo y su ánima dejaban de ser una antena viviente. Pero que bajo la presión de las mismas causas —la soledad absoluta y el peligro en acecho a la redonda como en la pampa— esos instintos, aletargados pero no muertos, resurgían con eficacia más o menos infalible e increíble. Dicho esto, casi está de más agregar que Morra se sentía más a sus anchas en el caballo que en la cama y que manejaba las boleadoras, el puñal o la lanza con no menos pulso que una bordadora su aguja. Morra estaba, pues, de vuelta de las tolderías. Había salvado —con la ayuda de su caballo y de la suerte— los riesgos del desierto, pero no los de
las poblaciones: un desertor no podía acercarse a ellas. Morrá resolvió sentar sus reales en pleno campo, a varias leguas del pueblo donde vivía ahora su madre, a quien se atrevió a presentarse una que otra vez, metiéndose de contrabando, confiando en la complicidad de la noche y las orejas y las patas de su pangaré. Hasta que en esas andanzas conoció el amor de amores por obra del destino y de dos ojos tan sombríos y chisposos como noche sin nubes y sin luna. Entonces se volvió más cauteloso aun, raleando sus entradas al poblacho. Aquello significaba un vivir único, tal vez el más terrible que conociera nunca. Primero, por la perfecta incomunicación con todo ser humano en que debía darse vuelta, semana tras semana, como un náufrago en una isla desierta. El día (con el trajín sin tregua detrás de algo para engañar el hambre) se iba sin mayor agobio y sin necesidad de medir el tiempo a bostezos; pero la ida del sol, despedido por el flauteo 'de los tinamúes y de alguno que otro pájaro del pajonal, hacía tan pesada la 19
soledad que su pecho, para no estallar, parecía exigir el llanto, como el de una mujer abandonada. A veces el silencio era tan hondo que lo que comenzaba a tomar por un galope distante era el retumbo de su propio corazón. Pero el destino del hombre tiene dos caras como la taba: digamos que el riesgo constante en que vivía era su principal ayuda contra tamaña vida, y su mayor ayuda contra aquél era su caballo. Como buen caballo indio —y mucho más en semejante desamparo— Pangaré sentía su relación con el hombre como una amistad y una aparcería: así montaba guardia sobre sí mismo y sobre su compañero a la vez. Vivían ambos sin tregua sobre el quién vive! Pero Paulo Morra podía descansar y aun dormir a pierna suelta cuando era preciso, porque su pangaré pastaba con un ojo sobre la hierba y otro sobre el horizonte, o con las orejas volviéndose hacia adelante, hacia atrás, o a los lados, registrando el menor asomo de ruido. Ante cualquier sospecha de peligro, arrimábase a su aparcero, golpeaba la tierra con un casco y otro o, si era preciso, restregaba su hocico contra él con los • ollares temblorosos. 20
Morra nunca pudo saber si recelaba más de las tacuaras de los infieles que del latón de los fieles. (Lo primero significaba la muerte en menos que canta un gallo; lo segundo, el presidio ambulante y vitalicio con la obligación no escrita de tornarse asesino de profesión: no había escape posible.) En las noches en que el frío volvía peligroso y aun mortal el sueño, sobre todo en la aproximación del alba, excavaba una cueva en el suelo con su cuchillo y encendía fuego en él para no denunciarse con el relumbre de la llama, mientras Pangaré pastaba a algunas brazadas de allí, roznando con fuerza o sacudiendo el cuerpo para evitar que la helada le escarchase las narices o el lomo. Con frecuencia la última noticia suele ser la de más bulto. Ocurría, en efecto, que después de sus innumerables penurias y experiencias a través de las dos pampas, el desertor volvía con una ciencia nueva, menos vistosa y provechosa que la otra, pero de más médula acaso. Paulo Morra creía haber vislumbrado algunos secretos —que en el fondo eran quizá uno solo— difíciles de comunicar porque sin duda nadie le
prestaría fe cabal —aunque santiguándose por si acaso-- como a cuento de brujas. Era el primero que, entre indios y gauchos, había menos distancia de la reconocida y voceada. ¿Codicia, robos, traiciones, asesinatos, borracheras? Eso era común a ambos bandos, como el agua que moja las dos orillas de un río. ¿Que los indios eran ociosos y explotaban el trabajo de la mujer? Bueno, los cristianos ricos habían inventado el arte de no trabajar nunca y escarbar el rescoldo con mano ajena y, en cuanto al trato deparado a la mujer, era mejor hablar bajo el poncho y torciendo la boca. ¿Indios sucios y con olor a enjundia de potro? Lo que quiera, pero entre ellos no había quienes se tuvieran por dioses de campos y bestias, y quienes no tuvieran más hacienda que sus piojos. Al indio le daban el sobrenombre de infiel, pero en realidad él también tenía su fe, y si no creía en un cielo con santos barbados y ángeles lampiños, esperaba otro con caballos y avestruces en que las estrellas llamadas Tres Marías harían de boleadoras. ¿Que los indios eran ladrones de va-
cas y mujeres? Cierto, pero ellos sostenían que los cristianos les robaban sus tierras, y es sabido que los blancos hacían de la india una sirvienta sin voz ni sueldo, es decir, una esclava. (Todo ello sin olvidar que el poncho, el chiripá y las boleadoras —desconocidos en el resto de la tierra— eran herencia india.) En el fondo ocurría algo peor. Paulo Morra había terminado por entrever o adivinar cosas que parecían urdidas por el mismo diablo. Por un lado, que si el indio era una peste para los estancieros, los estancieros eran una peste para los gauchos o, mejor, había que los estancieros dueños de todas las tierras (con todo lo que llevaban encima: caballos, vacas y hasta mulitas), que usaban al gaucho para liberarse del indio, eran en realidad los enemigos natos de ambos, considerándolos tan intrusos como el cardo o el bicho moro. Eso estaba claro para el que se emprestase los ojos a la lechuza y se animara a ver en lo oscuro. Muchos caciques y tribus habían entrado en trato amistoso con los cristianos, aun prestándose a pelear contra otros indios o contra cristianos rivales de sus aliados. Y qué habían recibido 21
en trueque? ¿Tierras utilizables, elementos y enseñanzas de trabajo, ya que muchos indios conocían algo de labrar la tierra y aun la plata? No, sino yeguas viejas, azúcar y caña para que se entretuvieran hasta que llegara la hora de ceñirles el lazo. Y ¿qué podían pensar los indios de la fe de Cristo, si los hacendados católicos de Chile les compraban para esclavos a los cautivos logrados en los malones? Los gauchos no la iban sacando mejor. Después de la llamada ley de vagancia, el gaucho que no se hubiera rebajado a sirviente con espuelas, es decir, a peón de estancia, era declarado vago y enjaulado en el ejército por dos o tres años, que solían alargarse a veinte o treinta, si la invalidez o ¡a muerte no lo jubilaban antes. Vaya si él le conocía los pies a la sota! Morra llevaba dentro de sí como dos abejorros que le estaban agujereando la cumbrera. Uno era que la Providencia tuviese dos hijos tan desparecidos: el estanciero como forrado de leguas y leguas de pasto y de millares y millares de reses, y el gaucho en pelota, es decir, sin más tierra que la que pisaban las patas de 22
su caballo y sin más hacienda que sus fajinas y sus penas. Y eso no era todo. Había un más allá que tal vez colindaba con el infierno: que el gobierno y las leyes (¡ahí estaba la de vagancia!) y los jueces y gendarmes, y los curas que aconsejaban confesión y sumisión, todo eso estaba hecho adrede para que los de arriba no tuviesen nunca de qué quejarse y los de abajo agachasen siempre el lomo. En el fondo, Morra no hacía más que seguir el sendero de su experiencia que llevaba a la huella de los gauchos de verdad, es decir, no enfeudados a la estancia, que veían en el patrón estanciero y en el gobierno que lo representaba las dos astas del diablo. ¿Constituía un crimen —como decía la ley— el que un gaucho con hambre (porque no encontraba trabajo o porque no se resignaba a ser mandadero en una estancia) enhebrase en el ojal de su lazo la cornamenta de alguna de esos miles de vacas que el estanciero llamaba suyas, pero que la pampa las había engendrado sin marca, es decir, sin dedicarlas a fulano o mengano? Mientras Morra, como en tantas otras ocasiones, rumiaba estas cosas, y co-
mo si el destino quisiera darle la razón, una piara de vacunos se asomó a la misma orilla del cachaciento arroyo en el cual él acababa de abrevarse junto con su caballo. Todo pasó en menos que se reparte un naipe. La vacada disparando como en la punta del viento, detrás el zaino acortando distancia, el lazo serpeando y silbando en el aire y ciñéndose al par de astas de un novillo, detenido de pronto en seco, con las patas traseras corridas debajo del cuerpo, bramando, revolviendo los ojos, hilando un fleco de baba, azotándose los flancos con la cola, escarbando la tierra y mandándosela al lomo, mientras el caballo se recostaba sobre el lado opuesto para atesar el lazo, dando tiempo a que el jinete, apeándose de un brinco y corriendo hacia el novillo cuchillo en mano, le cortase' los jarretes y todo amago de fuga en menos que escupe un trompa. Como cualquier gaucho de verdad y repitiendo sus sentencias —su filosofía de la vida— Morra creía en la pareja sustancia de un hombre frente o cualquier otro, fuera quien fuere: "Todos somos de carne. Es cierto que algunos somos carne de perro,
pero a todos nos duele el rebencazo y donde cae brota la sangre". Cortés y comedido hasta la generosidad, su filosofía podía condescender a todo menos a que le ostentasen superioridad y autoridad: ",Y qué tiene un hombre más que Otro para que se ponga en lugar de la Providencia?" Se preguntaba eso, pero no ignoraba dónde estaba la madre de! borrego: "Nada hiede peor que la pobreza, y de ahí que todos se tapen las flances y le huyan como a la peste". Oh, pero él sentía —sin pensarlo ni decírselo— que no sería realmente pobre mientras fuese libre, vale decir, mientras pudiese hacer saltar su caballo sobre la ley custodiada por el cura, el juez y el comisario. Solo que para eso— al menos mientras las circunstancias no mudasen— Morra seguiría condenado a la más desaforada soledad. Ya se sabe que todo gaucho cabal se sentía en el corazón del campo como en el suyo propio. El campo es tan lindo que no da ganas de hablar". Su paganía era la que allí se hallaba más a gusto. "En el campo nadie ha visto mágicas ni luces malas". Todo lo cual no le impedía mirar la otra 23
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cara de la taba. El atrae al hombre, lo encanta y lo aquerencia, pero al fin se lo traga". Eso comenzaba a sentir Paulo Morra. Que amenazaba tragarlo la soledad, ahora más honda a causa de la añoranza de la mujer querida. 'Un buen caballo vale más que oraciones de santos". La sentencia gaucha venía como de molde para su caballo, ese zaino pangaré hijo de la pampa y el viento. Pese a eso, el peligro se volvía cada vez más intenso, y tanto que sus entradas en el pueblo eran ahora tan espaciadas como los ombúes en la llanura. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisible y, por uno de los tantos tumbos de la suerte, pudo reintegrarse a su pago y su gente. Precisábase en la ocasión un hombre que hiciese el servicio de correo entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones: sesenta leguas largas de desierto y sed, y los indios, de tres veces dos, saliendo a tapar los rastros del chasque; sobre eso, una paga que daba apenas para llenar el buche. . . Ni decir que no sobraban candidatos para un empleo en que la jubilación amagaba venir de improviso. Paulo Mórra comprendió que ese 24
era el precio exigido para cancelar su doble deuda de desertor del fortín y de sospechado cómplice de los malones. Lo pensó hondamente —con la imagen de la mujer trenzada a su cavilación— pero no más tiempo del que duró la pitada de su cigarro de chala, y se decidió con un encogimiento de hombros. Había sin duda otras razones en las cuales no se detuvo a pensar. (Eran sus ya inveterados hábitos de soledad y andanza y su confianza desafiante en su propio valor y saber, o mejor, su necesidad de ponerlos a prueba.) Paulo Morra (con su aventada melena bajándole desde el sombrero copudo hasta los hombros y sus ojos zarcos reñidos con su tez aindiada por heladas y solazos) avanzaba montando en pelo su Pangaré. Un cuchillo atravesado al cinto, un par de boleadoras liado a la cintura y el chifle del agua colgado de allí mismo, eran toda su defensa, si no contamos un poncho descolorido como el tiempo. ¿Montar en pelo cuando no pocos indios comenzaban ya a lucir estribo y rienda? La cosa, que escandalizara un poco a un jefe de frontera, se la
había aclarado él en dos palabras: cada vez que lo correteaban los indios y se veía obligado, para capear el riesgo, a saltar en pelo sobre el caballo de reserva. Es lo que había ocurrido en la mañana de ese mismo día en el "Arbol del Gualicho", justo en el punto en que viniendo del sur solía columbrarse ya la Sierra de la Ventana. De allí, hacia el norte, comenzaba la ondulación del pastizal sin fin; hacia el sur, la llanura patagónica barrida por el viento y sembrada de piedras hasta Río Negro. Sobre una toma pedregosa, alzábase, bajo y nudoso y ladeado hacia el noreste por el soplo incansable del pampero, un algarrobo, el único árbol existente en varias leguas a la redonda. Era el árbol sagrado de los indios o de Gualicho, porque ellos tenían más respeto al genio del mal que al del bien. Pero ¿acaso los mismos cristianos no solían frenar sus malos intentos menos por amor a Dios que por temor al infierno, es decir, a la cárcel? ¡indios idólatras! —ponderaban los adoradores de la Cruz. Sin embargo, aquel no era un dios sino un altar. Y acaso era peor adorar un árbol
vivo que dos palos secos? —se preguntarían quizá los salvajes. Sea lo que fuere, los indios no pasaban junto a ese árbol sin dejarle alguna ofrenda. Así colgaban de sus ramas estribos, riendas, cueros de bichos del monte, boleadoras, puntas de lanzas, pedazos de ponchos. A veces ---tal vez el mejor halago para Gualicho— una mano persignadora o una cabellera de mujer rubia. Los indios acampaban en su redor clavando sus lanzas en el suelo, pero jamás se permitían atar los caballos de su tronco ni tocar una rama para haoer fuego. Los mismos cristianos lo temían y no pasaban junto a él sin dejar una prueba de su homenaje, aunque solo fuera una ata de sardinas vacía. Descansando estaba, pues, Morra, a la sombra tacaña del árbol de mentas, dando tiempo a que sus caballos serenaran el resuello, cuando por cierto movimiento de las orejas de Pangaré malició que los indios venían detrás de su huella. Todavía titubeó un momento, aunque terminó saltando sobre su caballo enfrenado, tuando le pareció entrever la polvareda de los salvajes... La persecución fue cargosa como temporal de 25
Cuaresma, y tanto, que hubo de saltar del montado al Pangaré para recobrar la distancia que venía perdiendo. "Ah, hijos de una!". .. Se quedaron con las ganas, aunque también se quedaron con su parejero. Morra marchaba al tranco largo y tendido de su único caballo que, medio blanco de polvo, negreaba de sudor a trechos. Poco a poco la pampa india había ido mermando su rigor. Se anunciaba, casi insensiblemente, el dominio del trébol. Alguna bandada de teroteros, con su porfiado grito de alerta, escoltaba desde el aire la marcha del viajero. O los veía a ratos comer sobre la hierba, con el paso menudito y presto de sus cruzadas canillas de alambre, deteniéndose de golpe para saludar con una venia ceremoniosa. En eso el eco creciente de un tropel comenzó a inquietar al jinete. Se alzó él apoyando las rodillas sobre la cruz del animal y oteó el campo a la redonda. Hacia el naciente distinguió una polvareda. Combinando ojo y oído se dijo que no eran nada más que caballos sueltos, conclusión apaciguadora solo a medias, porque los cimarrones de casco y crin, si for26
maban una gran masa sobre todo, solían dejarse venir sobre los caballos mansos, rodearlos, convidarlos con amistosos relinchos en sordina y llevárselos confundidos con ellos en el envión huracanado de la fuga. Tratábase de poco más de una treintena de baguales. Los vio avanzar como queriendo venírsele encima, tapados de cerda hasta los encuentros. El gaucho profirió un convincente aullido de perro o de aguará, y los cimarrones, llegados a distancia de un tiro de boleadoras, se sentaron sobre los garrones para volcarse en conversión oblicua como arreados por el Viento. Un caballo padre, en rezago, alzándose sobre las patas delanteras hasta besar las hierbas con las mechas del testuz, coceó irreverentemente al cielo de la tarde. Al fin, en menos que se reza un credo, el pajonal los tragó otra vez. El sol estaba ya a pocos jemes del suelo. Sobre el perfil de una lomada, como engastado en el cielo, se destacó un venado. Pero el gaucho no venía en la ocasión dispuesto a dar gusto a sus boleadoras. Por un lado sabía, mejor que nadie, que la pampa fronteriza no permitía descuidos dado que, como el ñandú, el indio podía
surgir en cualquier lugar y momento. Por otra parte estaba casi seguro de que, a raíz de un fugaz cambio de dirección del viento, sintió ¡una algarada de aullidos por el lado de la costa, y eso no era para tranquilizar a nadie.
4 La no escasa frecuencia con que los indios (cuando no las montoneras o el gobierno) limpiaban de moradores los ranchos gauchos, adelantaba ya de suyo la sospecha de que los perros sin amo en la pampa debían volverse con el tiempo una familia más pudiente que la de los zorros. Así, ocurría, en efecto. Solo que los perros libertos no se redujeron a agremiarse en jaurías y a cumplir con el creced y multiplicaos. Se reintegraron totalmente a la vida de sus abuelos del bosque. La variedad de forma y de color del perro doméstico comenzó a borrarse y el desierto terminó por darles esa uniformidad de tipo que da a los hijos de una misma especie. El perro cimarrón devino más o menos lobuno: de mucha cerda
y orejas paradas, hocico filoso y grandes piernas de corredor y peleador de oficio. Agilidad y aguante hasta decir basta. Hipocresía y astucia rivales de las del indio. Solo que eso no fue todo: al cambiar de hogar y de pelo y de estilo de vida adquirió alma de lobo y se pasó al bando de los enemigos del hombre. La tupida ocaSión de cuevas y pajonales para el escondrijo, la tierra toda abierta a la redonda en pista para la carrera y sobre todo la sobra de carne herbívora en la pampa, aseguraron anchamente el porvenir de los canes mostrencos. Cuando a alguna de esas tormentosas jaurías, en el fondo de la noche patagónica o pampeana, le daba por oponer su aullido al retumbo del mar o al silencio de la desbordada luna llanera, parecía que la añoranza del fogón y el techo perdidos les desfondaba las entrañas, y tanto, que, quien acertaba a escucharlo, sentía pasar por su espalda un escalofrío ausente de la tierra ya hace millares de años, y los caballos mismos erizaban la crin. La conducta del lobo, advertimos, sin exagerar casi: las jaurías destacaban ojeadores o campanas, avanzaban en arco, se cerraban en corral sin puerta 27
sobre la pieza elegida: ñandú, venado, potrillo u hombre a pie. Así mermaban un tercio del multiplicio del ganado.
5 Cuando Paulo Morra tuvo la certeza de que la jauría se echaba sobre sus rastros, puso su caballo al galope, aun con riesgo de que se le cansase del todo. Era prudencia aconsejable porque la perrada, muy hambrienta a juzgar por el ardor de los ladridos, podía significarle una cargosa molestia. Acababa de surgir, no lejos, la silueta de un árbol —un chañar, quizá— cuando el diablo metió la cola: un hoyo o cueva invisible hizo rodar al caballo, y aunque el jinete salió de pie y empuñando el cabestro, el animal se enderezó con un sordo quejido y una mano en el aire. . . dislocada. Morra no lo pensó dos veces: se lanzó a lo que daban sus arqueadas piernas en dirección al árbol. Llegó a destino, pero los perros delanteros de la jauría llegaron también pisándole los garrones, y tanto que no tuvo tiempo de intentar un salto 28
a la rama más baja. Buscó respaldo en el tronco y esperó con el cuchillo en la diestra y el poncho ya envuelto en la otra, mientras se cerraba en torno de él un brete de ladridos y colmillos y un erizamiento de pelambres semejante a un pajonal con viento. —¡Erré maula! —rugió el hombre a tiempo que con un quite de relámpago paraba el ataque del primer cimarrón, que gimió y cayó a un costado con la cabeza entre las manos porque un tajo sobre los ojos lo dejó en la oscuridad. Siguió una pausa breve como el canto de un gallo. Acreció de nuevo el aspérrimo hervor de los gargueros y dos perros saltaron casi a un mismo tiempo, y aunque uno corrió la suerte del primer atacante, el otro amordazó el cuchillo y cayó con él entre los dientes. El gaucho arrojó allá lejos suponcho liado en rodete. La perrada, entretenida en disputárselo, dio tiempo justo para que el asediado desatase las boleadoras ceñidas a su cintura y en in decir Jesús quedase armado y en guardia, según la embrujada esgrima de los pampas: la bola manijera engarfiada por los dedos del pie que la bota de potro no cubre, la otra en la mano izquierda girando en moline-
te protector como un escudo y la tercera bola en la diestra lista para el mazazo. Los perros, amenguando su acoso de amagos y ladridos, miraron algunos instantes con interés o con asombro aquella novedad. Hasta que el primero que recomenzó el ataque lo hizo solo para morir con el cráneo cascado como una nuez, en el aire, antes de volver a tierra. AJgo por la fatiga y algo, sin duda, por la vaga sospecha de que aquello llevaba las de resultar un juego inútil, los perros fueron poco a poco apaciguándose, hasta sentarse, los más, sobre el tafanario y mudar el ladrido por el acezo. La bermejez de las ansiosas lenguas colgantes pareció revelar una suerte de parentesco con el ocaso que en ese momento rojeaba sobre la hierba. Un perro de las últimas filas aulló de pronto tan plañidero como si saludase a la desesperación o a la muerte. Morra creyó adivinar que la perrada esperaba ya solo un pretexto para mudar de rumbo. Apenas si se dejó ganar por el gozo de haber salvado su vida, pensando que quizá en ese momento perdía la suya el mejor caballo de la pampa.
Reapertura del bosque La primera sorpresa del que entra en el bosque salvaje es la de su silencio, un silencio de catedral abandonada. Eso no reza, urge advertirlo, para la hora de amanecer, porque entonces es el júbilo como de resurrección de los pájaros, una orgía de música y revuelos. Después la masa de sombra que esconde el bosque parece imponerse al fin y todo calla de nuevo. A través del silencio principalmente es como el misterio comienza a calamos. El silencio y la desorientación. Porque apenas hemos dado veinte pasos más allá del umbral del bosque cuando los puntos cardinales se nos pierden como un alfiler en el matorral. Es lo que sucedió a Antenor en aquel primer día de experiencia selvática. Era el hijo de un hombre de más que mediana instrucción, que corriera mucho mundo y no pocas aventuras y que al fin muriera en la cama, aunque dejando a los suyos en pobreza y menoscabo. Apenas cursada la escuela primaria, Antenor debió ayudar con su trabajo a los suyos. Hortera primero, oficinista después. Había heredado de su padre, sin duda, la 29
afición a los libros junto con una imaginación andariega. Silencioso y reservado de suyo, prefería la camaradería de los libros a toda otra, y buscaba en cuentos y novelas, en libros de viajes y de exploración científica, el desquite vengador de su remansada clausura. Los sedentarios suelen tener la fantasía nómade. Era un prisionero, pero apenas si lo sentía, gracias a los juegos de la ilusión y a la felicidad pasiva libada en la fronda de los libros. Solo que con eso su sed de conocimiento —tal vez heredada como todo lo que uno lleva adentro— acrecía sin pausa y, si leía y estudiaba en todo momento, libre y aun robando horas al sueño, no procedía como un estudiante, sino como un hombre que busca descifrar el derrotero escrito con clave, de un tesoro enterrado. Por razones de atavismo también, sin duda, sus sueños viajeros a regiones incógnitas no están encaminados al mundo civilizado (las deslumbradoras y asordadoras ciudades modernas o las legendarias ciudades con cimiento de milenios) sino a la arcaicas y frescas maravillas de la naturaleza salvaje. Vivía y veía en su magín lo que no 30
conocía ni de vista. El mar con su ir y venir de fiera enjaulada, y su alto enojo constelado de espumas al luchar con el viento, el mar, que hace vibrar como una lira la roca del mundo. Y la gran llanura, gustosa de dejarse inundar más por el cielo que por la lluvia y los ríos, tendida como una pista para los galopes, y silenciada adrede para los relinchos. Y la montaña, en que la tierra se encarama sobre sí misma para ensanchar sus horizontes y frena con nieve el fuego insurgente encarcelado en los bajos fondos. También soñaba con las soledades lívidas del desierto, su piso de rescoldo, sus arenales convertidos en oleajes o trombas por un viento salido de las troneras del infierno. Y por contraste, las soledades de los polos del color de las lápidas, donde los fríos que congelan el vino amenazan congelar la sangre del hombre y tal vez su alma. Pero Antenor, que tenía por encima de todo la pasión entre sensual y mística del árbol, soñaba maniáticamente con el bosque. Y un día Antenor se encontró de huésped en la casucha de un peón caminero, al margen de una carretera que hendía el corazón de la selva sub-
tropical del noroeste argentino. Otro día, en efecto, había conseguido romper el capullo del encierro y la pasividad y la rutina y echarse, aunque solo fuera por un par de semanas, al hondón de la aventura. ( ?,Diremos a pesar que también obraba de por medio un comienzo de amor fracasado?) 1 Oué paréntesis en su vida! Conservaría ese recuerdo para sus años venideros. Y metiendo en el bolsillo el total de sus parcos ahorros, se había encaminado al lejano bosque. La mañana en que con contenida emoción y escopeta al hombro y acompañado de un muchachuelo en papel de lazarillo penetró en el bosque, quedó azorado y medio anonadado a un tiempo. Aquello resultábale quizá más estupendo de lo que supusiera y, sin embargo, no podía ocultar una decepción íntima. El gran bosque, cargosamente sombrío y silencioso, tenía algo de museo, de iglesia vacía y hasta de catacumba. Habíanle hablado de pájaros de lujo, de cerdos y pavas monteses, de corzuelas, y él, después de horas de excursión e i nquisición, no encontraba nada de nada en qué gastar un solo cartucho de su escopeta. Más aun: de aves, con excepción de un alboroto apenas
perceptible, bajado de grandísima altura —que según su guía provenía de una bandada de loros--, no escuchó un canto ni advirtió un vuelo de pájaro. Y él era sensible como pocos al misterio alado y musical del pájaro. Nunca habíase detenido a cavilar sobre esa manía suya, que no consideraba tal, y que no intentó satisfacer dada su antipatía a las jaulas. Sentía que el pájaro era en cualquier ocasión una fresca albricia para sus ojos y sus oídos no menos que para su corazón. Algo como un restaurante edénico para el alma envejecida del hombre. Confusamente, sin dilucidarlo ni formularlo, sentía que el canto y el vuelo y los colores de los pájaros estaban secretamente ligados a lo más inocente, apasionado y mágico de nuestra niñez; a la gracia matinal y a la libertad y alegría sagradas de lo creado, y que sin pájaros tal vez la vida no merecía ser vivida. Y qué era un bosque sin pájaros sino algo como un cementerio o una ciudad asolada por la peste? Pero transcurrieron los días y Antenor en cada uno de ellos, hasta en los de lluvia, se encaminaba al bosque. Sin que él apenas se diese cuenta, el 31
bosque lo había ido subyugando con sus secretos profundos. El primer viraje había ocurrido apenas en el segundo día, al iniciar su excursión con la primera claridad del alba. Fue una revelación, porque no solo pudo conocer los primeros pájaros del bosque —el chalchalero, la urraca—, sino porque sus cantos le llegaban a porrillo y desde todos los rumbos y distancias, y alcanzaba a ver y a escuchar los vuelos de los más próximos. En efecto, estaban atareadísirnos afinando sus cantos para saludar la llegada inminente del sol y celebrar el nacimiento sagrado de la luz. (El canto de los pájaros es, como la aurora misma, un hijo de la luz.) Descubrió que la caja de sorpresas de la creación era la madrugada. El más puro espectáculo de los ojos y del alma. La llegada de cada alba era como si se tratase de la primera alba de la creación. Como un regreso al edén, o un lavado de las penas y las arrugas. La más inocente y viviente forma de alegría. Nuestra capacidad de comunión con la naturaleza —y de toda ésta era la más pura— ¿no estaría en relación con nuestra capacidad de dicha? 32
Poco a poco, ,y cada día más, Antenor fue sintiéndose como en su casa. Y averiguando un sin fin de novedades. No constituyó la menor de ellas el advertir por primera vez la serena majestad y profundidad del árbol. No era solo la soberana estatura de aquellos árboles —tal vez los únicos gigantes de verdad que existieron nunca sobre la tierra—, sino su augusta presencia de dioses benignos con sus barbas de liquen, su estola de flores, su hospedaje tutelar definidos, y algo más: el árbol no era aquí individuo sino pueblo. Ningún árbol podía ser tomado como una criatura aislada, pues estaba en relación entrañable con el resto, y las tentaculares y formidables lianas (finas y resistentes como hilos de telégrafos y robustas como el brazo de un hombre o el cuerpo de una boa) que los ligaban unos a otros, no eran sino como el símbolo externo de una comunión secreta y sagrada. Los árboles eran las columnas —el hombre alzó las suyas a su imagen y semejanza— de un templo viviente que ocupaba lo mejor del haz de la tierra. Sí, un templo vivo y padre de un vivir innumerable. No se lo veía al primer vistazo, eso era todo, porque el bos-
que, como el mar, estaba lleno de reserva y misterio. El bosque —se decía sin palabras— es en cierto modo nuestra infancia, la de nuestra especie. Sus helechos están aun mojados de diluvio. Su espesura tiene algo de la sombría preñez de la tormenta, pero su llovizna de verdor y frescura es la ducha que alivia o restaura nuestro cuerpo y también nuestra alma de toda fiebre y toda sequedad. Una tarde en que sentado frente al rancho mateaba con su huésped, una gallina y su pollada que andaban por ahí cerca estallaron en asordante alharaca lanzándose como una exhalación hacia la casa. Ya era a destiempo. Un halcón —cuya sombra cruzó tan instantánea como la mancha de luz que refocila un espejo— acababa de llevarse un pollo. —Qué barbaridad, señor! —se malhumoró el hombre—. Cada gallina que sale con pollos, cría dos, uno o ninguno... Uno por uno se los levanta el maldito bicho, como acaba de verlo usted.. —Pero no intentó darle caza alguna vez? —Darle caza? Hum.. - ¿Y a dónde lo va a hallar a tiro? Solo se deja ver
cuando se pierde entre las,-copas de los árboles con su presa en las uñas. El volverse invisible —según fue viendo Antenor— era un arte litúrgico practicado con celo devoto por todo animal en el bosque. No menos el M silencio, el arte de caminar con paso alfombrado, de deslizarse por los senderos del bosque con el mínimo de ruido o sin ruido alguno. La gramilla, el musgo y el liquen eran como un forro interior de terciopelo. Sintió más de una vez un canto o llamado desconocido, y por su guía supo que era la voz de las pavas del monte. Anduvieron peleando con la maraña por más de una hora, tratando de localizarlas. Cuando creyeron conseguirlo, les llegó un ruido de alas y gritos y entrevieron a la distancia, entre las ramas bajas, algo que desapareció sin dar tiempo a levantar el gatillo de la escopeta. También vio corzuelas, en dos ocasiones, pero siempre como por la ventanilla de un tren en marcha, es decir, atravesando el sendero como un rebote de pelota. Antenor fue advirtiendo que el hombre no era el concesionario de toda sabiduría como se cree y que en el bosque los animales sabían bastante 33
más que él, es decir, poseían mejor arte de conseguir su propósito, evitando el peligro y sobre todo el de acercarse a la felicidad por las sendas menos pantanosas. Si las lianas parecían serpientes, en igual grado la serpiente se esforzaba por pasar por una mera liana. Su huésped habíales encarecido la necesidad de no descuidarse, porque la víbora llamada de la Cruz estaba lejos de ser escasa, y más lejos de ser inofensiva. Generalmente en el bosque la presencia de una víbora se advierte cuando la ciega e intempestiva proximidad del hombre, le ha dado un buen susto y ella reacciona acudiendo a sus colmillos, es decir, proyectando y recogiendo su cabeza en el movimiento más veloz de toda la zoología. Estas y muchas otras cosas por el estilo fue conociendo nuestro hombre con los días. De lo que apenas pudo darse cuenta fue de que el bos que lo estaba sojuzgando sin prisa y en sigilo, incorporándolo suavemente —como un desliz sobre el musgo— a su vida misteriosa. Sin darse cuenta Antenor estaba identificándose con las criaturas del bosque, con el alma insondable del bosque. Co34
menzó a experimentar la indefinible sensación de haber vivido ya en una época remotísima: miles de años y quizás de siglos. Y no se trataba de algo como una restauración de su sangre y su piel, sino también de su alma: eso que los griegos expresan en el mito de Anteo, el gigante que renovaba sus fuerzas al dar con todo su cuerpo en tierra. Nada de esto llegaba a la conciencia de Antenor, ya que nunca se detenía a pensar en semejantes cosas, pero esa impresión, no por vaga era menos real. Sin tener propiamente una idea de lo que estaba ocurriendo sentía, eso sí, que el bosque constituía, de algún modo, su hogar y su familia, y la añoranza de su casa y de su pueblo apenas contaba o no contaba ya. Digamos de paso que aun las manifestaciones verosímilmente menos gratas llegaban a despertar un vital y ávido interés en él: desde el espectáculo de tal o cual piara de chanchos del monte, saqueando el suelo con su erizada y colmilluda voracidad, hasta la vecindad de los fangales bu¡lentes de larvas, mosquitos y fiebres bajo su caperuza de nenúfares. Justo es consignar también que si el encuentro con un jaguar no era cosa
obligatoria, estaba lejos de ser imposible. Atribuíasele de cuando en cuando la muerte de algún vacuno, y no faltaban leñadores que se habían cruzado con sus rastros, ni algún cazador que llegara hasta su guarida con sus perros. Eso, unido a las ciento y una hañazas atribuidas a la fiera, cuya conciencia aparecía tan pintorescamente manchada como su piel (junto al vampiro, demonio horrible, él era un demonio hermoso), para conservar al bosque su prestigio más profundo: el del misterio y el terror. Junto a los animales, las plantas —según lo consignamos ya— comenzaban a ser para Antenor seres vivientes y su biografía y sus aventuras despertaban hondamente su interés y su emoción. Aventuras... ¿Qué era sino el lance de la semilla de cierta parásita dejada por el viento o los pájaros en la copa de algún árbol —palmera o cualquier otro—, brotada allí a favor del polvo y el rocío, que comenzaba a echar raíces buscando apoyo en el suelo, para iniciar entonces la obra de estrangulación morosa de su huésped, ocultando al fin su cadáver, siempre en pie, bajo un sudario de hojas y flores? Sí, ha-
bía plantas que asesinaban plantas, y flores que comían carne, es decir insectos, y tenían cierto olor de fieras. Sí, por encima de todo (y siempre sin que apenas sospechara el sortilegio) era la hora la que iba cautivándolo con ese poder casi imponderable e insondable que tiene sobre la carne y el alma del hombre. Los helechos, que iniciaron en los orígenes la velluda pubescencia de la tierra. El cañaveral, que esconde la siringa del dios de patas de chivo, viviente aun. El nogal, de ramaje sombrío como nube de tormenta y con rumor de lluvia. El ¡apacho, que empapa sus flores en la aurora, y el jacarandá, que empapa las suyas en el cielo. ¿Para qué alargar la lista? Es sobre todo el ascenso de las savias que parece remontar nuestra sangre, y el respiro de las frondas que es bálsamo para el nuestro. Y algo más. Antenor descubrió que el silencio viviente del bosque era un hermanito mellizo de la música para los oídos y el alma torturados por la radiotelefonía y demás estridencias mecánicas de la civilización. Los de la naturaleza eran rumores vivos. El del agua en las piedras y el del viento en las hojas era un dúo 35
que nadie podía cansarse de escuchar. El estridor cadencioso de los grillos o el coro de los sapos en las noches arrullaba su sueño. El trueno tenía para él, el descreído, un sentido mucho más hondo que los órganos de las catedrales. Y volvía una vez más al diáfano misterio de los pájaros. Ellos que después de doce horas de inercia y modorra, despertaban como si resucitaran, enloquecidos de vuelo y canto. Pero también era la torcaz, cuyo arrullo en la hora más callada del día, parecía el latir mismo del corazón del bosque. Y eran los picaflores que, volando bajo, casi a su altura, parecían querer libar también en sus ojos y en su corazón. ¡Ah, los pájaros! Ellos que cantan con el pico entreabierto y empinado hacia el cielo como si lo sorbieran, y que parecen conservar todo el día en sus picos la humedad del alba, ellos, los pequeños querubes portadores de arpa, le habían enseñado la más iluminada de las pedagogías: la obligación de ser feliz, esto es, de decir nuestra gratitud a la luz. Sin pensarlo ni decirlo, Antenor había llegado a otra comprobación. Y era que el simple olor de la selva (de 36
flores y ramas, de cortezas y troncos y hojas descompuestos, de gomas y resinas en secreción, de polen y carroñas, de insectos y reptiles, de la salvajina agazapada en la fronda o debajo de los troncos caídos, en yacijas o pantanos), el innumerable e insondable olor de la selva era para él lo que el vino, la música, la velocidad o la ruleta para otros: una embriaguez y un transporte. Un espanto le recorría la espalda cuando recordaba algunas de las hazañas de la civilización técnica de hoy con su beatería de la velocidad y su moral de confort y dividendo que solo ve en la naturaleza una fuente de recursos, la inagotable vaca lechera, sin sospechar ni en sueños que no asiste ningún derecho a castrada de sus bosques y sus bestias y sus pájaros, a ensuciar sus paisajes —sin respetar ni las estrellas— con avisos comerciales, a emporcar sus ríos hasta el hedor obsceno, a expulsar el silencio hasta de sus retiros más púdicos, con la estruendosa chatura de sus altoparlantes. El bosque --que conservaba aun en pleno día un poco de noche en sus rincones últimos— y la naturaleza toda, estaban llenos de misterios y de
increíbles revelaciones. (Porque la naturaleza, mucho más vieja que el hombre, es también más fresca que nuestra infancia, y en ella se cumple sin ilusión el misterio de la hembra madre y virgen a la vez.) El rostro del bosque era más innumerable que las olas del mar. El sombrío bosque, bebedor de luz de rocío, era la esfinge verde, con su verde sueño, su verde despertar y sus verdes rumores —su silencio y sus gorjeos—, la forma y tibieza de sus huevos y sus nidos —el salto de sus cascadas y sus corzuelas—, su aire dulce y pesado como los racimos pasando apenas sensible por entre nuestros ca)ellos y nuestros sueños —la tormenta que obliga a sus árboles a luchar unos con otros y deja su olor a rayo y a nubes empapadas—, el movimiento de sus ramas y sus mariposas que vuelven visible el ritmo de los mundos... ¿Qué sabemos de los latidos del bosque, de sus sensaciones, quizá de sus emociones, cuando recibe la lluvia después de una porfiada sequía, o cuando después del desnudo y aterido invierno curiosea de nuevo el cielo con sus entreabiertas yemas, o cuando entre los nidos que abriga entre
sus ramas comienza a rebullir y piar la vida? Somos en cuerpo y alma —sentía más que pensaba Antenor— meras partículas de un todo viviente, al igual que las brisas, los insectos o los astros. ¿No respiramos acaso con el pulmón de los árboles absorbiendo el aire que ellos purifican? ¿Acaso los gritos de los pájaros no salen también de nuestro corazón? ¿No estamos todos encadenados al ritmo de los ciclos y metamorfosis? Somos jungla y bestia aunque no querramos y el modo de avanzar en lo nuestro no es negarlos sino comprenderlos para poder cabalgar sobre ellos. Los hombres de otro tiempo —se decía Antenor— se encerraron en conventos o huyeron a los desiertos, esos camposantos de la naturaleza. Pero el hombre de hoy vive tan encarcelado como los árboles de un convento. ¿Cómo pueden hoy mismo los seres humanos, ellos, los hijos del edén primordial, vivir de espaldas a él durante su vida entera, al alba, a las estrellas, las hierbas, los árboles, las nubes, los pájaros, las cascadas y el aire libre, ese numen ubicuo? Desertan de él o lo calumnian. Hablan de la fealdad y el horror de la muerte, 37
sin atreverse a mirar los materiales fúnebres amasados y transformados de nuevo en creación y luz. La larva desteñida, arrastrada y viscosa, trocada de golpe en mariposa, es decir, en un milagro de color, esplendor y vuelo, milagro equivalente al de una sierpe transformada en ángel ¿no es el más hermoso y profundo de los símbolos? ¿Están o no los dioses detrás de todo eso? ¿Por qué y para qué, si no, tanta belleza y tanto gozo alado? Pero los hombres, imbecilizados de terror religioso, se niegan aun a asumir esa resplandeciente enseñanza y siguen volviendo sus ojos lacrimosos o legañosos hacia un más allá creado por los administradores de desesperación y consuelo. No ignoraba que los zoólogos modernos habían descubierto que cuando el hombre apenas sabía gruñir o chillar y su amor no pasaba de ser una simple agresión reproductora como en las bestias, los pájaros ya ha bían inventado el canto, la melodía, y no solo como pura efusión del gozo de vivir, sino como expresión del requiebro amoroso, aun después de las nupcias; es decir, que el amor era ya en muchos de ellos un sentimiento, 38
y un sentimiento perdurable, según lo indica la duración vitalicia de la pareja en las palomas, las garzas, los loros y tantos más. No menos, sino más acaso, trabajaban la mente y los sentidos de Antenor, el misterio de los perfumes. Los sinuosos y morosos aromas, lazos más envolventes que las lianas y las boas. ¿Por qué tanta variedad y belleza en ese empeño en hacer de cada aroma una delicia distinta y sin igual? El aliento de la rosa y del jazmín silvestres o el del clavel del aire, y mil más, inimitable y único en su po der de evocación y ensueño. Se habla de perfumes deliciosos —se decía Antenor—. ¿Por qué no sublimes, a veces, ya que en su ruta de aéreo ascenso la sensación se trueca en emoción y aun en sentimiento, elevando el alma a un ensueño de melancolía o de felicidad como nuestros más puros recuerdos o ilusiones? Antenor que había metido sus narices en no pocas curiosidades y novedades de la ciencia, no ignoraba que las flores son como los órganos sexuales de las plantas. Ahora bien, ¿qué especie de misterio nupcial era ése que mediaba entre el aliento de las flores y el corazón del hombre, es
decir, esa voluptuosidad celeste que despertaban en él? Si el aroma de las flores producía en nosotros un placer tan puro que podía devenir nostalgia o añoranza ¿no quería decir que a través de las flores la naturaleza ya lograba alzarse sobre sí misma, pues que los sentidos, transportados por la fragancia, suministraban al corazón su más vital poesía y permitían que el alma inventase su propio horizonte? El amor y las flores! La verdad es que muchas corolas se parecen a labios húmedos y temblorosos de deseo. Las plantas moviendo sus corolas tenían algo de incensarios ante el altar del dios de toda nupcia, y la selva, con sus verdes persianas, tenía algo de alcoba. Apenas cabía duda de que el perfume, como el arrullo y la música, era uno de los senderos del amor. Los perfumes de las flores eran como ángeles invisibles levantando a os seres humanos al nivel de su corazón y aun de sus sueños, es decir, al júbilo soñador de permanencia. Aquí se ofrecía a ojos vistas el juego gozoso y terrible de lo creado con su nacimiento y crecimiento, su muerte y resurrección. Pese a sus tragedias
y dolores el mundo y la vida eran un renovado misterio de belleza y felicidad, y por eso el de la generación de las criaturas vegetales y animales, le parecía el sacramento mayor, el fiat de cada día, que permite que la vida triunfe siempre sobe la muerte y que la inmortalidad sea un hecho vivo y no una boba promesa para más allá del mundo y la vida. Poco a poco, sin mucha inquietud ni extrañeza fue descubriendo sentimientos que sin duda llevaba dormidos dentro de sí. El, tan indiferente al Dios de las religiones, sentía ahora una emoción indefinible, tal vez una especie de devoción hacia el gran Desconocido encarnado en la naturaleza de la que todos somos parte integrante. (Más de una vez le pareció que los árboles velludos bailaban en torno suyo tomados de las manos, buscando incorporarlo a su ronda. ..) Un día Antenor reemplazó en su plaza al peón caminero y se quedó a vivir en el umbral del bosque para siempre. Y eso ocurrió porque, catequizado por la selva, no logró sospechar que el hombre como tal es el resultado de una lucha inacabable con la naturaleza, dentro y fuera de sí 39
mismo: con su caos, o su orden, que ya no es el nuestro. Ni que si el beato de la civilización (sobre todo el de hoy, que solo aspira a explotar a la naturaleza como el rufián explota a la ramera) no es ubre, tampoco lo es el mero salvaje. Sin negar ni sofocar sus instintos está obligado a armonizarlos con su mente y su sentimiento, porque así ha logrado las tres creaciones que constituyen el trípode de su real grandeza, de su erguimiento sobre la mera zoología: el pensamiento, la música y el amor. ¿El amor? Postergamos adrede este detalle. ¿Estaba Antenor identificado del todo con su paraíso a ras de tierra y cándidamente feliz, o al menos no echaba nada de menos? Quizá sí, quizá no. El recuerdo de su amor frustrado le volvía apenas y ya no como opresión sino más bien como incitación a hmpiarse totalmente de esa sombra. Tal vez nacía en él una sospecha. ¿No sería la del amor la única alegría sagrada? Eso se preguntó más de una vez cuando la orgía de colores y sornbras, de atas y cantos y sobre todo de silencio y aromas lo dejaban abru40
mado hasta el agotamiento y sin embargo con un ansia misteriosa. Dejamos a propósito sin decir que don Domingo, el caminero, fuera de Bruno, muchachuelo de once o doce años, tenía una chica algo mayor, llamada Silvia. Y que, correspondiendo menos a las atenciones del dueño de casa que a la pendiente de su corazón, Antenor no tardó en evidenciar una cariñosa simpatía a ambos. Recordaba que el día de su llegada le había llamado la atención la extraña belleza de los ojos de Silvia, sonriéndose en sus adentros ante una pregunta: ¿de qué collar de perlas o de qué aderezo de brillantes no se desprendería una gran dama por adquirir ese par de ojos? Siguió tratando a ambos chicos como a hermanos menores con sencillez y afecto que ellos, venciendo su esquivez, se apresuraron a devolver de todo corazón. Pasaron los meses y Antenor, cautivo de la gran fronda, ni siquiera tuvo ojos para ver que Silvia se estaba transformando (anécdota no inferior a las más hermosas del bosque) en una mujercita según lo traicionaban el comienzo de altivez de su busto y la acentuación de la cadencia de su paso, sin que el inge-
nuote advirtiera otro detalle: que en el contraste con la abierta sencillez de los primeros tiempos, ella ahora le alcanzaba el mate o respondía a sus preguntas sin alzar los párpados. Cierta tarde en que él le gastara una broma halagüeña a propósito de una flor que ella se había colocado en el pelo, tampoco pareció advertir el rubor de felicidad que iluminó la cara de su amiguita. El bosque estaba celebrando esos días la llegada de la primavera y todo parecía más penetrado que nunca de la voluptuosidad sagrada de vivir. Los soplos del aire tenían algo de suspiros. Los aromas, como despertando a una nueva vida, emergían a la redonda, trenzando entre sí una intrincadísima red a la que nada escapaba sin duda. Los insectos violaban, con obscena inocencia, la virginidad de las corolas, desparramando después a la redonda el polen pegado a sus atas o sus patas. Aquí un abejorro o un avispón zumbaba junto a alguna flor —begonia, orquídea, clavel del aire, y la mar. . .- que parecía inclinarse para escucharlo. Allá las mariposas robaban largos besos a los jazmines colgados de las ramas de un tala. Hasta las hormigas ha-
bían alquilado alas para celebrar sus nupcias. Ese mediodía, anticipadamente tropical, al salir de su baño en el remanso del arroyo, se quedó desnudo un rato, caminó otro por entre los árboles y terminó acostándose sobre el musgo a escuchar el silencio, tan profundo que hubiera podido sentirse la caída de una pluma o el paso de una hormiga. Sin embargo ese silencio estaba hecho de mil rumores secreteados. Ya en un comienzo de modorra le pareció sentir que la selva tenía olor ¿a qué?.. . a bodega o sacristía. . . a camisa de mujer o de víbora. . . Con los ojos cerrados sintió o soñó que sus axilas y su tórax se cubrían de helechos, que su piel tenía olor a bosque y fiera, que los bejucos trepaban por su columna vertebral, que su sangre, subiendo al modo de la savia, reventaba en pétalos o besos... Se enderezó de golpe con ojos de asombro y maravilla. Una noche de luna llena a Antenor se le ocurrió ir a dar una vuelta por el naranjal silvestre que ocupaba uno de los costados del bosque. Era la época de la floración y el efecto del aroma impar y el de la luna sobre e! 41
bosque y en especial sobre los ramos de azahares —blanco y negro como el amor y el olvido— formaban una suma tan irresistible que el mozo llegó a hallarse en un estado medianero entre la embriaguez y la alucinación. Era como si se hubiera dado cita con una mujer de cuya venida dependía la vida misma de su corazón y que podía llegar de un momento a otro o tal vez nunca. Solo ocurrió al cabo que una figura de doncella le cruzó por la imaginación, y de modo tan patente, que creyó reconocerla aunque ella ocultaba su cara entre las manos. ¿Silvia?... Qué extraño, se dijo. Fue al día siguiente por la tarde cuando se topó a la salida del bosque con la vieja Fermina, la curandera (muchos le sospechaban sus puntas de bruja), quien le contó que venía de casa de don Domingo, a donde fuera llamada porque la Silvia había sufrido un desmayo. —¡Caramba!... ¿Algo grave? —preguntó, pestañeando. —No sé. . . no creo. Pienso otra cosa.
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Ella vino a yerme a casa no hace mucho. No tengo dudas. . . La chica está muy enamorada... —Ah. .. —dijo Antenor con sorpresa y tal vez con un comienzo de malestar—. Vaya... No se me había ocurrido que pudiese tener novio. ¿Don Domingo se opone? —Don Domingo ni nadie sabe nada. Es cosa que yo sospecho, o mejor, adivino. No sé, señor, si hago mal en decírselo, pero... —Diga. Haría lo que pudiera por ellos, siquiera por devolver de algún modo tanta buena voluntad conmigo. ¿Hay acaso necesidad de médico? —Médico?... --sonrió un poco la vieja con ojitos fruncidos de curiosidad o malicia—. Puede ser... Pero no. O yo estoy medio ciega o la chica está enamorada de usted hasta aquí --concluyó con tono seco, señalándole las cejas. Y todo, aunque muy real, terminó como en los cuentos. El edén salvaje terminó su obra de catequización de nuestro héroe valiéndose de los ojos de Silvia, más verdes que las primaveras del bosque.
En el principio fue el polvo
1 Teros que gritan su propio nombre hasta el aturdimiento. A ratos, viento trasminado de humedad y de gustosa hedentina de hierbas de virtud. Olor a nube y surco. Sombras amigas sobre algún gorjear de arroyo y pájaros. Los arrieros habían sacudido enérgicamente sus ponchos, medio ruanos de soles y lluvias, alforjas y avíos de ensillar despidiéndose de las pulgas antes de dejar esos pagos. Amagando una escapada o iniciando una riña, encabritándose aquí y allá, con las colas liándoseles a los garrones (retozos terminados en una coz o una cornada, ademán de cabalijar al que iba delantero, hueco entrechocar de cornamentas) la torada recién salida de la querencia, gorda y de refresco, obligaba a un buen gasto de gritos, pechadas y golpes a los guardamontes, antes de avenirse a la huella. El peligro de una disparada existe siempre en esos comienzos, y puede sobrevenir por una nada: una banda-
da de pájaros que alza el vuelo, el respingo de un chivo disimulado detrás de una peña.. . Incluso a último momento un yaguané de' gran alzada y astas gachas había intentado la fuga lanzándose, como botado por una honda, hacia la loma vecina. Juan Pío, el tropero que iba más a la mano, no se dejó convidar dos veces y se le echó a la zaga y su mula salvó el repecho como un gato del monte. Allá en la ceja, mula y jinete y guardamontes semejaron no sé que pájaro-fantasma de alas entreabiertas. El lazo viboreó silbando en alto, la mula pareció clavar sus cuatro patas, ladeándose hacia la zurda, y & toro, sujeto por las astas, cortó su envión en seco, como golondrina que da contra el vidrio de una ventana. Pero todo anduvo bien, al cabo, y la remesa llegó a Ardalgalá amansada y militarizada por la porfiada marcha.
2 Pedro Carrasco había tranqueado ya más de la mitad del camino de la vida. Hijo de una familia acomodada, como dicen, se había hallado un día, a la muerte de su padre, junto con 43
sus hermanos, casi tuteándose con la miseria. Se agachó a trabajar desde mocito y trabajó de veras como bueno, aunque con suerte tacaña. Solía recordar con sonrisa desganada la copla aquella: A la señora Pobreza tengo de sacarla al campo y preguntarle a moquetes por qué me persigue tanto. En realidad, en esa lidia por espantar la indigencia, la suerte le había sonreído dos veces, aunque sin aquerenciarse con él y sin que él lo extrañara demasiado ni aflojara por eso. Pedro Carrasco, esta ocasión con Agapito Rueda, se habían resuelto, una vez más, a llevar ganado a Chile, es decir, a jugar nuevamente con la Cordillera, que una vez lo tratara muy bien, pero que otra... Bueno, la cosa era fiera hasta en el recuerdo y prefería no evocarla. Las noventa y tantas reses adquiridas en la estancia El Suncho habían llegado, después de dos jornadas, sin novedad. No tenía por qué haberla, si se exceptuaba el peligro inicial de la disparada y el de esa cuesta de la Chilca, áspera como pata de 44
langosta y parada como un descolgadero.
Sí, ahora la cosa iba a cambiar un poco de aspecto. Hay toros cerreros, firmes de manos y aguerridos para la sed como guanacos. Pero éstos no lo eran y se trataba de salvar los campos que median entre Andalgalá y Belén:- una travesía de casi veinte leguas sin una gota de agua, y que, naturalmente, solo podía intentarse a favor de la noche. No es que se tratara de algo habitualmente peliagudo, pero ahora había una novedad que venía amolando como una pajita en el ojo: la sequía porfiadamente larga, y este calor bravío y creciente como nadie viera antes, ya vencido el verano. Y tanto, que los del Fuerte venían refraneando desde hacía una semana: —Si pasa de hoy la tormenta, no pasa de mañana. Pero pasaba. Y no había como quedarse a las resultas y derrochando en pastaje, cobrado a precio de oro, por causa de la sequía.
Al promediar la tarde del último día de marzo estaban moviendo la torada rumbo a los campos del oeste. Eso sí, no sin antes abrevarla a sus anchas en la última represa de las afueras del pueblo. —Beban hijitos, hasta que les duela el garguero, porque no volverán a ver agua de aquí hasta la luna. Eso dijo Pedro Carrasco, bromeando en serio. Era algo tan hondo y límpido como la dicha, ver los astudos adentrarse en el remanso —rodeado de sauces que aumentaban con sus chorros de verdor la frescura del agua— dejar el líquido subírseles hasta las paletas, beber con inacabables sorbos que sonaban a besos de novios, hasta hinchárseles y deformárseles las panzas, dejando escapar un suspiro de entrañuda dicha. Comenzaron a arrear al fin, con pausa de convaleciente. Los bichos rechonchos de pasto y agua, iban satisfechos, sin duda. En algunos que intentaban apresurar el paso, el agua les glugluteaba en la barriga como en un chifle no bien lleno. Pero el calor no cejaba. Al contrario, la sofocación parecía intensarse con la aproximación de la noche.
Una chuña invisible dejó oír a lo lejos su carcajada. ¿Anunciará cambio de tiempo?, se dijo Pedro. Como si lo hubiera adivinado, Juan Pío, al pasar junto a él, rezongó: —El calor nos va a achurar mañana. Pedro semblanteó la noche. La noche como estaqueada, inmóvil y nublada de estrellas. Una lechuza, apenas adivinable sobre un arbusto, chistó Jargamente con sobresalto de vieja, volviendo la cara hacia atrás sin mover el cuerpo. —Eh, brujal.. En un cerro lejano, el incendio que habían observado en el viaje de ida, se mantenía aun. (De día distinguíase su columna de humo semejante a una nube; de noche parecía un corneta.) Era aquello como la bandera de remate alzada por la sequía, porque, en efecto, cuando la vegetación y el aire mismo parecían enjugados hasta la última gota de humedad, y la rabia del sol subía y subía, entonces algún pedazo de vidrio perdido por ahí, o quizá la arista de una piedra, producían la primera chispa y era bastante: el incendio comenzaba a caminar y eso podía ser por semanas y leguas. Pedro Carrasco advirtió de pronto que 45
estaba dejándose ganar por todo eso, más de la cuenta. ¿De dónde, si no, le venía ese mal presentimiento en que la suerte de sus toros y la suya se hacían un nudo? Le pareció que la noche no tenía buena cara, como si disimulara una mala intención. La verdad es que un calor como éste bajo las estrellas no recordaba haberlo padecido sino contadas veces y nunca a campo abierto y menos ya casi en el zaguán del otoño. ¿Mal presentimiento? Tal vez se nacía suertudo o desgraciado, como se nace caballo de paseo o caballo de noria.
4 La verdad es que este emperramiento de la sequía venía jadeándolo sordamente, como si se tratase del castigo de una culpa común. Semana tras semana sin una gota de agua ni para la sed de un pájaro. No digamos las siembras y las plantas de cultivo: el mismo campo bruto, sufriendo comó una carne o un alma. Las lomas más peladas que mollera de cura. Todo cubriéndose de un polvo blancuzco que tenía algo de su46
dario. Juan Pío no carecía de razón. Si el calor de la noche era tal que obligaba a sudar a lw mulas, el sol M día siguiente podía ser algo más que amenaza para los toros. En la vida —cavilaba Pedro Carrasco— las cosas raras a veces eran como cama de recién casados. Al contrario, eran tan frecuentes las perrerías como esa de una helada caída en el corazón de la primavera o un granizo en vísperas de la vendimia. Tal vez no era preciso aprender muchas cosas, pero sí a discutir con nuestro pensamiento, sin darle cuenta a nadie. Le parecía a veces que, al menor descuido, la vida del cristiano venía a ser peor que la del animal. El había pasado por trances en que no pudo agarrar el sueño porque su cansancio había ido más allá que el de los brutos o en que las tripas, de hambre, hablaban solas. De las agonías de la sed no hablemos. De pronto sintió como una especie de vergüenza de dejarse tentar por el mal agüero y la derrota. El se había salvado de tantas a fuerza de hacer pata ancha y esperar que cambiara el viento. Encendió un cigarro y taloneó su mula. El arreo prosiguió por horas y horas
sin novedad mayor. Con cachaza de rumia, envuelto en la nube invisible y el olor sepulturero del polvo. La sofocación no aflojaba ni en la cercanía del alba. Hicieron alto para que- la tropa descansase antes de descender la Cuesta: un sendero de hormigas estorbado por pedruscos gigantes. (Por otra parte era hora de acordarse que venían sin probar bocado desde el mediodía último). Los toros rendidos fueron echándose aquí y allá, con un hondo suspiro de satisfacción, como para no levantarse nunca. A la vuelta M fuego improvisado los arrieros estaban paladeando los primeros mates, mientras el churrasco comenzaba a chirriar en su asador de jarilla. De pronto un ruido irreconocible se cernió sobre ellos y apenas tuvieron tiempo de aplastarse sobre sí mismos cuando un bulto oscuro envuelto en pedregullo y olor de polvo pasó casi por encima de ellos y se perdió cuesta abajo. La torada, rendida al cansancio y al sueño, no mosqueó una oreja. Se trataba de un guanaco echado a pique por un rival cuya cabeza, rematando el largo cogote, pudo entreverse algunas brazadas más arriba, al borde de un peñasco.
No llegó a sospecharse humedad ni en las estrellas del amanecer. Habían notado, con inquietud no disimulada del todo, que el alba alzábase sin el chisme de un solo pájaro. Marchaban ahora por un campo desmesurado y chato, moteado de jan¡las amén de tal o cual zarza o arbusto espinoso y apegado a la tierra. A la vuelta, cerros rugosos y calvos, como de vejez. El sol parecía ya de plantón sobre una sola pata, como las cigüeñas. El campo estaba inmóvil como toro empacado. Solo de cuando en cuando un remolino de viento vestido de polvo pasaba caracoleando a lo lejos o se venía encima, acegando a los arrieros y haciendo estornudar a las bestias. (.No dicen q ue adentro va el diablo sentado en una silla de plata llamando con un pañuelo de seda a los incautos?) Los hombres marchaban con los ojos entrecerrados y casi sin resuello para evitar el polvo. Las mulas ya con las barrigas sumidas y los ijares huecos. El silencio era como un sigilo de emboscada y el calor parecía zumbar al modo de un tábano. Al cielo no lo arrugaban una nube ni un vuelo, si se descontaba el de 47
algún cuervo solitario que trepaba a la altura, por si acaso, a tomar noticias de algún difunto viejo o nuevo adobado por la sequía. Los hombres defendían sus cabezas con sombrerotes de grandes alas y sus cuerpos con ponchos para aliviar el castigo del sol que comenzaba a pesar sobre sus espaldas como una mochila. El agua de los chifles estaba tibia ya. —Parece un arreo de vacas recién paridas —dijo uno, aludiendo a lo arrastrado de la marcha. —Si esto no es purgatorio no sé lo que será —rezongó otro. El sol se encarnizaba sobre la tierra como chimango en la osamenta. El ganado tosía o estornudaba o esbozaba muy de tarde en tarde un mugido abortado bajo la tiranía del polvo y la sed. En el suelo raído solo podía verse alguna vez, bajo las jarillas, un escarabajo pechando su seca galleta de mula. Pedro Carrasco iba con el corazón en un puño temiendo lo peor. El campo parecía muerto, con una tristeza y eternidad de camposanto. —Mire para allá —dijo de pronto Toribio, señalando con el mentón la sierra del noroeste. Una nube color ala 48
de cóndor estaba extendiéndose sobre el filo de los cerros. Al principio y pese a su ansia ceñuda, no tomaron eso en serio. La tierra, delirando tal vez por la fiebre del calor, comenzó a amotinar sus remolinos de polvo, como queriendo nublar el sol. El campo mandaba a ratos un relente a jarillas y retamas chamuscadas como un horno barrido antes de poner el pan. Entretanto la nube se iba oscureciendo y tapando el cielo sin prisa ni demora. Se' oyó de repente un trueno sordo, como encerrado en alguna caverna remota de los cerros. Solo que repercutió largamente en el corazón de los hombres y sin duda también en el de las bestias. ¿Se daría aquello, tan difícil y fácil a la vez? ¿Les alargaría Dios su mano chorreando lluvia? No se atrevieron a creerlo del todo. Pero un nubarrón zaino oscuro venía ganando la delantera. Y todos confiaron en el milagro cuando el nubarrón tapó el sol y fue como si la tierra se cobijara a tiempo bajo la copa de un árbol... Alguno que otro toro intentó mugir. De pronto el trueno retumbó muy cerca ahora, derecho sobre sus cabezas.
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UI 1. El gato, baile campestre, de Le贸n Palli茅re.
Museo Hist贸rico de Buenos Aires.
2. Caricatura de un paisano a caballo.
Caras y Caretas, 1901.
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1 y 2. Estampas riojanas. (A.G.N.) 3. Escena de yerra en una estancia de Buenos Aires. Museo Mitre de Buenos Aires.
4. Gaucho salteĂąo. (Foto k CorbalĂĄn.)
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i 2 1. Escena de esquila en la provincia de Buenos Aires. 2. 'Una hora antes de partir", de Carlos Morel.
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1. Carreras de campo, de E. E. Vida]. 2. Botas de potro y chifle. Museo Pampeano de ChascomĂşs. (Foto 1. CorbalĂĄn.) 3. El paisano, de L. Palliere
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1 y 2. Arreos de ganado en las provincias de Buenos Aires y Corrientes.
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1. Quebrachal formoseño. (A. G. N.)
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2. Carro.
Expuesto en el Museo Pampeano de Chascomús. (Foto 1. Corbalán.)
3. Carnicería de campaña en Entre Ríos. [Foto 1. Corbalán.)
4. Patio de estancia. Foto 1. Corbalán.)
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1. Farol, maza de carreta y balde de cuero. Museo Pampeano de Chascomús. (Foto 1. Corbalán.)
2. Estancia 'Pancho Díaz', en el partido de Magdalena. (Foto 1. Corbalán.)
3. El gaucho.
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Según fotografía del Museo Mitre.
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1. Casa del carancho" del Monte, en la provincia de Buenos Aires.
(Foto 1. Corbalán.)
2. El corral, de L. Palliere. 3. Mortero de mármol con mano de madera.
Museo Pampeano de Chascomús. (Foto 1. Corbalán.)
4. Estancia El pino", de Cañuelas. (Foto 1. Corbalán.)
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1. Trabajando la tierra en El carrizal', Mendoza. (A. O. N.)
2. Escena de un (Foto 1. Corbalรกn.)
3. Veleta de hierro.
Museo Gauchesco J. Hernรกndez. (Foto 1 . Corbalรกn.)
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1. Panadero de campo.
Museo Mitre. (Foto 1. Corbalรกn.)
2. Arreando ganado en la provincia de Buenos Aires. (A. G. N.)
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1. Otra estampa gauchesca.
Museo Mitre. (Foto 1. Corbalán.)
2. Tomando mate en el campo. (A. G. N.)
3. Reja antigua de la campaña bonaerense.
Museo Pampeano de Chascomús. (Foto 1. Corbalán.)
4. Mortero de madera.
Museo Pampeano de Chascomús. (Foto 1. Corbalán.)
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1. Rancho de la estancia Los cerrillos", en Monte. (Foto t. Corbalán.1
2. Escena de Sañagasta, La Rioja.
(A. O. N.)
3. Interior campesino según una acuarela de Pellegrini.
Museo Histórico Nacional.
4. Casa de los Cossio en Tucumán. (Foto 1. Corbalán.)
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Espuelas de plata cincelada.
Museo Histórico Provincial República de Chile. (Foto 1. Corbalán.)
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Y qué!.. Las primeras gotas comenzaron a descolgarse, enormes y pesadas, aunque a desgano, una a una —como pesetas contadas por un aya ro—, haciendo polvear el suelo. Sin saberlo los hombres estaban rezando en sus corazones. Hasta comenzó a sentirse —o era ilusión?— ese olor, más fresco y hermoso que el de todas las flores, con que la tierra, martirizada por una espera demasiado sedienta y tozuda, agradece al cielo su rebautizo en las aguas de la vida. —¡Dios tiene que compadecerse, carajo! —Hágase, mamita! Se sacaron los ponchos y los sacudieron para que el polvo no se les hiciese barro. Pero al cabo todo quedó en nada. Fue como chanza de Día de Inocentes jugada por un guarango. Un golpe de viento —que soplaría el diablo— se llevó el comienzo de nublado. Y el sol apareció como un verdugo que no puede menos que reírse de la cara de difunto de su víctima. Y nada más que el árido siseo del vientecito en el arenal, y el chisporroteo de alguna chicharra y el estridor como de coyuntura de pulgar apreta-
do de alguna ramita cediendo por exceso de calor. Al pasar junto a un chañar de sombra haraposa un chimango se remontó con desgano desde una osamente de burro. Tal vez por una inconsciente necesidad de agarrarse a algo para no desesperar, Pedro Carrasco se encontró reviviendo trozos de niñez y mocedad en su aldea, que ya quedaba a menos de tres leguas, pero que parecía cada vez más inalcanzable. La felicidad verde en el valle oculto como los huevos del nido de la perdiz. Viñas preñadas de jugo rojo. Callejones bordeados de árboles alzándose y extendiéndose para unir sus ramas en bóveda hasta formar un túnel de sombra, solo agujereado por el silbido de los pájaros, y de frescura aumentada por el líquido gorjear de las acequias.
5 De muy distinto modo estaban ocurriendo las cosas del otro lado de los cerros del norte. Allí el sol no había acabado del todo con los restos de humedad de los valles estrechos, y el 73
calor desaforado hizo fermentar al fin la tormenta. El sol amaneció con la cara de déspota que venía mostrando desde tantos días atrás, pero al no mucho rato, las nubes fueron tapando el cielo y parte de la tierra y detrás de ellas comenzó a moverse el trueno con tanto escándalo como si estuviera cambiando la posición de los cerros. Aquello parecía un alerta para que gentes y animales no fuesen tomados demasiado de sorpresa. El río, con sus cuadras de arena frente al pueblo, largo de muchas leguas y emparedado entre cerros, solía acopiar meses de agua en una hora de lluvia y entonces le daba por desbordar como olla de leche puesta al fuego. Viboreó un rayo apenas visible y el trueno que sobrevino se multiplicó por un. profundo rato en los cerros como si fueran huecos y no de piedra maciza. Y la tormenta se descolgó de golpe y en tropel cimarrón como si temiera que le faltase tiempo para su cólera. En menos que se reza un credo las gargantas ardidas de los montes escupían torrentes. ¡Todos los pliegues de los cerros convertidos en arroyos y los arroyos secos en ríos de avería! El cielo devolvía de 74
golpe y porrazo toda el agua que había chupado de aguadas y plantas en tres meses de sequía. Cuando todos esos rebaños de espuma y mugidos se juntaron en la quebrada grande, la cosa se puso fiera M todo, porque las aguas que venían ya arrastrando y entrechocando, como si fueran bochas, pedrones que no moverían tres hombres, esas aguas crecieron hasta poder arrear árboles, cabras, burros —para no contar tal cual rancho de sus orillas— y subieron de tono hasta llegar a un trueno que estuvo ensordeciendo al valle durante horas y horas. Y la tormenta en vez de amainar, parecía crecer, como si los dioses indígenas, desde sus pucarás invisibles, se empeñaran en rodar las nubes falda abajo.
6 Mientras eso ocurría en los valles del noroeste Pedro Carrasco y los suyos, y los toros y las mulas, aguantaban cada vez menos las últimas leguas de aquella procesión de condenados, más largas a medida que el sol se acercaba a su tope.
Tierra de violencia donde hasta los ríos, el zonda, y hasta la tierra misma cuando se sacude por dentro, son armas arrojadizas como las boleadoras. La luz era como un incendio sin llamas. El sol pendía tieso, a modo de plomada de albañil y perseguía sin misericordia aun a las sombras más menudas, que debían esconderse en las cuevas, debajo de las rocas o de las panzas de las bestias. A ratos el aire hedía a chamusquina.
7 Sin quererlo y sin darse cuenta Pedro Carrasco se encontró viviendo Liii pasaje más del infierno que, de este mundo, fue su trajinada y aporreada vida. Hacía de esto ya muchos años, siendo muy mozo él, en un arria de mulas, viajando a Bolivia, una de ellas, en un descuido, habíase apartado de la huella bajando hacia una cañada. Apalabrado con sus compañeros, siguieron ellos con la tropa, mientras él seguía las huellas de la descaminada. Las perdió después de largo rato, al llegar a un pedregal. Lo cruzó este en un sentido y otro, buscando la punta del hilo, digo, la
continuación de los rastros. Y así había dejado entrarse el sol, sin hallar nada, hasta advertir al querer dar vuelta que se estaba enredando en sus propias huellas porque había perdido el rumbo. Lo tapó la noche al pie de un médano y hubo de dormir allí. Y al otro día fue como hallarse en el zaguán del infierno, porque amaneció zondeando. ¡Un día de un viento soplado por el fuelle del diablo en pleno diciembre y en pleno médano y él desorientado ya y sojo con unos tragos de agua en los chifles! Costeó el medanal, buscando salida, siguiendo las huellas por los restos de bosta seca (la única señal que no se borra en las arenas del desierto) hasta que la mula, jaqueada por la calda y el médano —que sorbe las patas de cualquier bestia que no sea el guanaco— se negó a seguir y sudada hasta las uñas y chupada como vaina de algarroba, se echó con un hondo suspiro de alivio o de agonía. El se apresuró a desensillarla, tirándola del cabestro, sin que el animal mostrara la menor intención de cambiar de postura. Entonces tuvo que abandonarla a su suerte y siguió con la montura al hombro, hasta que la 75
fatiga y la sed lo obligaron a aliviarse M estorbo. Como que ya tenía de sobra con el viento que se divertía en levantar polvo a las alturas como el alacrán que arquea sobre el lomo su cola endemoniada. Y ni decir que ya hacía rato que había vaciado del todo su chifle. El día anterior había divagado por un valle olvidado de Dios entre cerros pelados como cabeza de cóndor, bordeando un río seco. Río seco, es decir, desertor, ausente de sí mismo o sea de su lecho que recordaba en sequedad y color a ese resto o camisa que dejan las víboras cuando mudan de piel. Río mudo, cuyo caudal era solo de piedras y arenas. ¿Arboles? Sí, los de estas zonas mendicantes de agua, cuyas flores —se trata de tusca, chañar o picharrilla, de ja. rrilla o algarrobo— son amarillentas como un final de otoño, sin duda en homenaje forzoso a la tiranía del sol. Pero ya no tenían flores y bajo la seca apenas conservaban un resto de hojas. Vegetación resinosa, y tan enjuta en la ocasión que pareciera que la brasa del pecho de la lloica bastaría para declarar el incendio. Al intentar seguir por la falda del cerro más próximo, se había sentido 76
acorralado por las espinas como las reses por el alambre de púa. Los cardones se defendían afilando sus aguijones, ellos que, como los pájaros, beben las gotas de sereno del alba, enviándolas a sus raíces para seguir la porfía. Y ahora era el médano, donde no hay sombras ni huellas, el médano obligado por el viento a arrugarse en oleaje sin rumor ni espumas. La arena, limadura de rocas que, al sol, no se hace polvareda, sino llama de piedra: la arena limpia de toda impureza, hasta de esa llamada vida. Al promediar la tarde divisó una línea oscura en el horizonte hacia la punta extrema del rumbo que llevaba, y el corazón le saltó adentro queriendo seguir más aprisa que él. . - ¿Arboles o qué? Caminó y caminó hundiéndose a ratos hasta media canilla en la arena, aunque pese a ello y pese al calor al rojo blanco, sin una gota de sudor. ¿Era que el zonda le estaba enjugando hasta la sangre y la saliva? Se detuvo un momento porque el acezo le impedía andar y al examinarse un poco advirtió manchas blancas en el pecho y las pantorrillas... ¡Era la sal del sudor evaporado! Continuó la marcha, haciendo de tripas
corazón, porque ya no tenía dudas que el borrón del horizonte eran árboles. Solo que cuadras antes de legar a ellos se dio con otra sorpresa: ranchos de paredes de troncos enterrados en el médano a medias o hasta el techo. . . Entonces recordó aquello escuchado desde niño: la historia del pueblito llamado Pantano Viejo abandonado por sus pobladores —ten qué año?— porque un día las vertientes que lo proveían de agua habían dejado de manar debido a excavaciones y explosiones hechas en el cerro próximo. En cierto instante en que logró poner orden en sus pensamientos, dedujo que él se había descaminado del norte hacia el naciente. ¿Cuántas leguas de arena y sed lo separaban ya de sus compañeros? ¡Un villorrio devorado por la sed como por una peste o un volcán! ¡Oh, aquí había sido el rizado murmullo de las acequias y los álamos, el verdísimo frescor de las ramas y las viñas; aquí los pájaros habían alquilado las ramas para sus nidos y que rumbeaba al naciente! Y así, caminando sin tregua, subiendo y bajando lomadas pedregosas y áridas, con tal cual arbustillo de sombra harapienta, lo alcanzó el mediodía con un sol que
parecía fijo del todo como la mirada del tigre en acecho. Le entró prisa en eso, sin duda porque comenzaba a perder la esperanza. Y siguió caminando, pero ya sin fijarse hacia dónde, entregado al azar, no sin sospechar que cuando más caminase, más lo apretaría la sed. Sí, ¿pero cómo sentarse o echarse a esperar la muerte? Y así fue como entró de nuevo en tierras donde el polvo —no la arena— era señor absoluto. (En el principio fue polvo y quizá también en el fin lo será.) Campo de antes del diluvio, donde el peligro más inminente era el del guadal de polvo, más tragón que el cieno. Hasta que en un bajío creyó advertir plantas y algo como un brillo de agua. . . ¿Qué? Era un salitral con jumes. El jume, la planta acérrima y medio mineral, y el salitre, como sudor cuajado del desierto. Un silencio de camposanto, aunque turbado a ratos por el oculto, con su tambor funeral que él bate debajo de nuestro horizonte, en la noche hundida de los muertos y de las raíces que luchan sin tregua para no morir. Y siguió andando leguas y horas, cada vez con mayor engorro, aunque 77
sabiendo que no podía detenerse. Todo para ser sobrecogido por lo más inesperado: el descubrimiento de rastros de hombre, tan frecuentes o frescos que su corazón paró un momento sus latidos, aunque solo hasta advertir que estaba pisando sus propias pisadas. Entonces se sintió perdido del todo. Le invadió el magín la mar de cosas, todas de pesadilla. Sí, la sed es el mejor anticipo del infierno sobre la tierra. ¿Hasta cuántas horas puede estirarse la sed de un hombre? ¿Quince, veinte? Dicen que en vísperas de morir de sed sobreviene una tosecita peor que la de los tísicos. Y que cuando de los ojos empiezan a saltfr lucecitas, es el comienzo del fin. Entonces, el sediento, ya enloquecido del todo, o tal vez mezquinaodo su carne a los caranchos, se entrega a cavar con sus uñas su propia fosa. Se sintió como planta arrancada y con las raíces ofendidas sin remedio por el sol y el viento. Sintió cerrársele la garganta casi del todo. La lengua más seca que la de un loro. El gaznate como de yesca o esponja. Y más torturante que la sed misma era la tentación del agua. El agua, que no tiene olor, color ni sabor ni 78
forma, como el alma misma. El agua, sangre de todo lo que vive, anterior y mayor que la otra. Sin ella no hay planta ni animal, ni sentimiento ni lágrimas. El agua, más felicidad que el amor, más cielo que el otro: cielo líquido. Y el agua, el gorjeo del agua, más que la música de los ángeles, (Todo esto no se lo decía con palabras, ni lo pensaba siquiera, pero lo sentía de algún modo, mientras su magín, desbocado ya, inventaba lluvias y aljibes, cascadas blancas y sandías rosadas...) Porque el, desierto, amigos, no es cosa así no más, sino el más maula de los demonios, ya que puede burlarse de sus víctimas con la tentación del agua, mucho más irresistible y temible que la de la hembra, el oro o el poder: el agua, cuerpo vivo de la felicidad. Solo que al cabo de un tiempo su ansia pareció irse calmando. Desde luego que la sed lo estaba casi estrangulando como la soga estrangula al ahorcado y quizá su lengua estaba a punto de colgar amoratada y sus ojos amenazaban salirse de su cuenca, pero ocurría a la vez que ya había tocado el fondo de la desesperación y comenzó a sentir una es-
pecie de calma: sin duda esa que demora un instante la tormenta, o la del reo al subir al cadalso. O era la seca ebriedad de la sed, más alucinante que esa otra babosa y lacrimosa del vino? En cualquier caso ya no sentía esa quemazón de todo el ser de horas antes, ni siquiera pena o pujo de llanto, tal vez porque la sed del desierto le había secado hasta el manantial de las lágrimas. . . Y entonces ya no tuvo pensamiento más que para su madre vieja, que tal vez no resistiría el notición del entierro de su hijo por mano propia, y para la Anita, su novia, que alarmando a los mirones, había gemido al despedirlo como si no esperara verlo más. ¿Y al fin? Nada. . . Un sendero de hormigas seguido al azar, más por instinto que advertencia, que fue a dar a un sendero de cabras, y éste a... un canto de gallo, es decir, a un rancho perdido en una quebradita próxima.
Pedro Carrasco acababa de despertar de una pesadilla solo para entrar en otra. De veras el campo se iba
pareciendo a un arrabal del infier1io. La gran sequía era como un incendio reciente, del que solo quedaban la ceniza y el resquemor. Blancos de polvo hasta las pestañas, hombres y bestias tenían algo de amortajados. Los bofes debían estar ya arrugados COMO fuelles. Sed antediluviana de agua. Pisaban polvo, respiraban polvo, paladeaban polvo. Tal vez comenzaban a ser polvo ellos mismos. Pedro Carrasco sentía su corazón cada vez más encogido y tembleque, como mula que baja por un despeñadero. Hacia el sudoeste remoto se distinguió una nubecita blanca como un ángel. Era la cima del Famatina, cuyo cuerpo azul se fundía con el cielo. Había que luchar, sin embargo. El peligro se volvía cada vez más filoso, como vuelta a vuelta los toros amagaban echarse. —i Eh, toro! iEh!... —¡Sigue, caracho, si no quieres que el sol te fría en tu propio sebo! Sí, había que atropellar gritando, escupiendo entre grito y grito, azotando los guardamontes o las ancas de los pobres astudos que dejaban ver a veces un pedazo de lengua reseca como si fuera de loro. 79
Hasta que todo pasó como en una pesadilla y en menos que canta un gallo. El toro que tranqueaba en la punta se detuvo arqueando un poco la cola y levantando en alto el morro fruncido —imitado poco a poco por los más próximos— y de pronto, con un mugido que se le quedó en el gañote, se echó adelante de un brinco con la cola en alto, y a poco trecho la larga procesión, como agarrándose de la cola del diablo, se precipitó detrás. Los arrieros trataron al principio de detener aquella avalancha como de agua que rompe su dique, espoleando sin asco sus mulas, sacudiendo sus ponchos con gritos de indios, como ajenos al peligro de morir bajo tamaña avalancha de patas entre una polvareda más cegadora que humo pero, ni qué decir, todo fue tan inútil como escupir la cara del viento. A los prófugos les faltaba tierra para disparar, como si escaparan de una cárcel o llevaran avispas bajo el rabo. ¿A quién alquilaban semejante brío bestias que venían ya arrastrando las pezuñas y amagando echarse, derrotadas en efecto por la sed y el cansancio? Pero el que huye del incendio se olvida hasta de sus 80
muletas. La tormenta que los burlara en la mañana se había desfondado al otro lado de los cerros del noroeste. Una tufarada de viento les había hinchado los ollares con e T olor del río crecido, es decir, la promesa del paraíso líquido, la de la mayor felicidad que se conozca sobre la tierra y bajo el sol: el encuentro de la sed y el agua. Aquello, peor que el espejismo del desierto, llevaba derecho al muere —como sucedió— ya que abrevándose con furia y sin medida en aquella agua mitad barro de la creciente, casi todas las pobres bestias debían finar con las panzas hinchadas como nubes de tormenta. Cuando las mulas, semiahogadas por el polvo y las toses, no cedieron un tranco más a la espuela que les ensangretaba los ijares, los arrieros se quedaron pestañeando y contemplando como recién despertados de un sueño el atropello de lomos y astas que se perdía en el nubarrón de la polvareda y el trueno del galope bisulco. Se les cayó el alma a los talones. De veras parece que en ocasiones Dios pierde los estribos y entonces es
capaz hasta de echarle una zancadilla a un ciego. Sin saberlo Pedro Carrasco iba llorando lagrimones que abrían surcos oscuros en su cara blanca de polvo. ¡Lloraba barro! Iba con los ojos cerrados. Tal vez se durmió un instante, o fue que soñó despierto. Vio que los toros llegaban al río —los que no habían caído en la huella— casi todos a un tiempo, pardos de polvo y cebrunos de sudor, con las lenguas salidas, para zampar cuerpo y todo en
un agua 4redosa y sus fauces rajateadas por el sol y el polvo. Y bebían, y bebían como bocatomas, con sorbos inacabables, entre borborigmos de caldera, primero, y después con pausas, alzando los morros chorreantes, y seguían bebiendo, y aunque iban hinchándose y criándose, seguían bebiendo y no pararon hasta. . . secar el río, y caer sobre su lecho con estertor rematado en trueno, mientras sus barrigas se alzaban hasta hombrearse con los cerros y las nubes y tapar el sol y el mundo...
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Guitarra adentro
1 Aquel domingo de Ramos —despedida última de carnaval-- la gente había acudido a la pulpería de don Mercedes como hormigas a una chorrera de arrope. Eso sí, era a boca de oración y apenas si había alguno que otro bebido —entre los hombres, se entiende. Cuando yo entré, el baile se movía con ese desgano de los comienzos, y en ese instante se había hecho una pausa para escuchar a uno de los cantores del pago. Alguien me chismeó al oído: — !, Ve aquel mozo que está allí, junto a don Cruz Toledo? —Sí. ¿Un forastero, no? —Bueno, dicen que es alguien de avería para la guitarra. —Ah, sí? ¿Y de cuándo por estos barrios? —De hace un par de semanas, a lo sumo. —Y en qué trabaja? —En cualquier cosa. Lo vi herrando mulas en lo de don Rangel, pero creo
que anda de paso buscando trabajo en alguna mina. —Ah, ah. —Aquí anda ya corriendo un chisme traído por alguna lechuza. En su pago —en San Juan, creo— parece que tenía una novia, o algo así, cuando hubo de ausentarse enganchado con un contratista de los ingenios del norte. Volvió al cabo de dos años, con sus buenos pesitos en el bolsi!lo para encontrarse que la prenda acababa de comprometerse con uno de esos hombres a los que les sobra a plata que nos falta a los que andamos estorbando. —Ah, ya... Pero usted sabe y mejor que yo que novedades de esa laya son viejas como el modo de andar a pie. --No digo que no. Y muchos lo sueen arreglar con alzarse de hombros y una escupida... o con una barrabasada. Con nuestro hombrecito ocurrió otra cosa: fue como si algo se le quebrase adentro. En todo caso abandonó su pueblo y se echó a rodar tierra, sin rumbo fijo, ocupándose de cualquier cosa, mudando de querencia siempre y al parecer importándole de la vida menos que a un gitano.
—Se habrá dado al trago, de juro. —No, creo que no. Ni al juego. Según díceres, todo su metejón es la guitarra. —Y?.. ¡También es hembra y menos maula que muchas! ¿Sabe que se me está despertando la curiosidad corno a las viejas? Me gustaría oír a esa chicharra. —Creo que no se quedará con el antojo. Es cierto que no faltan quienes digan que le gusta hacerse de rogar, por hurañía según unos, y otros que por llamar la atención. Pero no pasan de bolas, según parece. En efecto, lo que menos traicionaba aquel hombre era hipocresía o vanidad. Vestía, por lo demás, muy a lo pobre y su único lujo era un pañuelo de seda al cuello. Al fin mi informante se acercó a él y después de saludarlo con su mejor manera, hablando en voz alta le dijo que ya sus mentas estaban corriendo por todo el pueblo, y que ellas l estaban medio obligando a dejarse oír. El forastero se destosió un poco y demoró en contestar, y al fin dijo que él era un aficionado a la vihuela como tantos y que era mucha honra que le pidieran tocar y que lo haría
pese a su temor de que el ruido resultase más que las nueces. Sacó su guitarra de un estuche muy, pero muy aporreado por el tiempo, y después de una pausa comenzó a tocar. Una zamba primero. Una chacarera después. Y el efecto no tardó en verse: uno a uno todos fueron volviéndose hacia él como la punta de los pastos hacia donde sopla el viento. De la boca de su guitarra, como de un pozo de brujo, iban saliendo cosas que quizás nadie oyera antes. No pasó mucho rato y aquel hombre estaba ya queriendo mandar en todos los corazones, como su patrón, según creí adivinar. Me dije que el cantor estaba intentando anoticiamos de muchas cosas, pero sobre todo de los vientos encontrados de amor —a todos, incluso los que creían saber algo y a los que nunca habían oído hablar de ellos. Yo estaba pensando que no es pura casualidad que la guitarra tenga cintura y voz de mujer, ya que quizá el corazón de la mujer, como la guitarra, puede dar voces muy distintas según quien lo toque. El encordado de la guitarra parecía un puente debajo del cual pasasen, 83
atropellándose, aguas profundas. Pero a ratos era como si pasase todo el caudal que pasa por el corazón. Y a ratos parecía desbordarse la creciente de las lágrimas. Entonces fue cuando alguien, adivinando el pensar de los otros, dijo, con broma cariñosa, que tal vez ya era tiempo de que desenvainase la voz. Y él cantó. Creo que está de más que diga que yo nunca había oído a un hombre poner así tanta alma en su voz y en la punta de sus dedos. En una de las pausas reojeé en redondo a la concurrencia, o mejor, pasé revista de soslayo a las distintas caras. VaIía la pena. Don Toribio, el carnicero, se había olvidado para siempre, con la boca entreabierta, del bolo de coca que rumiaba. El turco Tufí, con sus bigotes caídos, parecía chupárselos de gusto. El pulpero demoraba en volver a rellenar los vasos. Hasta Ramón Pedraza, el cara de vinagre, tenía ahora un ceño despejado y una cara que no era de él. El viejo Braulio, tan callado por lo regular como un árbol sin hojas, fue esta vez el primero en levantar SLI vaso diciendo sentencioso: 84
—Con el permiso de todos, señores, voy a brindar por este hombre —y movió su barba de chivo apuntando al cantor—. Aunque tal vez el pobre no la conozca, nos está regalando la felicidad.. ¿Qué quería decir el viejo que tenía mentas de brujo? Varias voces corearon algo, aprobando. El cantor agachó la cabeza en una media venia tímida pestañeando seguido, corno avergonzado. Y la música y el canto continuaron, porque los concurrentes lo exigían así, con voces como de ruego y mando a la vez. La belleza --se llame música, mujer o priniavera-- es quizá la menos turbia de nuestras alegrías, creo; pero también tiene algo del misterio embriagador y tremendo del vino. Caramba la guitarra y la voz de aquel hombre! Música que caía sobre el corazón como sobre un campo en sequía —que ponía el alma en el fiel de la risa y el llanto, digo una demasía de júbilo y un comienzo de angustia—, que era como una enamorada que diese el último adiós a su amante ya perdido en la lejanía o lo abrazase con alegría extraviada al regreso de una insoportable ausen-
cia —guitarra tan hombruna y mujerenga a un tiempo que parecía querer acercarios algunos de los secretos de la noche y las estrellas, o narrarnos las albricias de los pájaros del amanecer, o era de pronto como si alguien sollozase con toda el alma sacudiendo todo el cuerpo. Que el diablo haga de mi cuero un poncho si miento un chiquito. Fue entonces cuando advertí otra novedad no menor. La Dora, la hija de don Mercedes, el pulpero, parecía al fin interesarse por algo que no fuera su propia personita. ¡La Dorita! Era sin duda más lujosamente linda de lo que tal vez esté permitido a la hija de un simple pulpero, aunque él guardase —se suponía— más plata que varias docenas de tipos como yo. El único defecto —si lo era— lo constituía su engreímiento. Se sabía guapa y de ojos de abrirse cancha hasta en lo oscuro, y codiciada hasta de los muy pagados de sí mismos, y tal vez no olvidaba del todo los morlacos de su tatita. Hasta se había permitido rechazar la oferta de casorio de Panchito Rivas, hijo de uno de los cogotudos del pueblo, y ni decir que había contestado
siempre con un alzarse de hombros y una media sonrisa compasiva a las insinuaciones o declaraciones de más de un tenorio lugareño o de paso. No había faltado alguien —de los dolientes, seguro— que pespunteando las cuerdas zumbase la coplita fisgona: Si un rey buscas para novio cuatro tiene la baraja...
Era cosa seria la Dora, con sus ojos color de moscatel y sus labios color de mosto y que no conocían más beso que el de la bombilla, y la altivez retadora de su talle, y su andar de perdiz presta al vuelo, y su mirar como rehuyendo posarse en alguien. Eso sí, no era menos cierto que SLI vista alegraba los ojos como un ojo de agua en la travesía o un ceibo emponchado de cucuruchos carmesíes. La miré con disimulo. Se había quedado con las manos puestas en el respaldo de una silla, olvidada de su aire de mirar por sobre el hombro, con sus ojos dorados (que parecían más grandes y más hondos, como un río crecido) puestos en el cantor. Eso duró un rato largo. En el silencio 85
que sobrevino se oyó el cric-cric de una de las lechuzas anidadas en el campanario próximo. A mí se me ocurrió pensar que ella estaba esperando y esperando (y tal vez roganjo) que aquellos ojos oscuros de él se volviesen un momento hacia ella. Pero creo que no !a miró ni una sola vez o, mejor dicho, cuando él alzaba la vista no la detenía en nadie sino que parecía mirar muy lejos, como más allá de nosotros, a menos que estuviese mirando hacia adentro de sí mismo, o que no hallase donde esconder la mirada al saberse centro de la atención tragona de todos. Mis ojos tropezaron en eso con el bulto de Cirilo López, el tahúr y mujeriego de mal ganada fama de guapo, con su aire de "a mí no me tose ni mi suegra", que estaba espiándola a la Dora con no sé qué sonrisita cínica y ojos que le brillaban como los de un puma encorvado. Pero, claro está, hubo un nuevo envión de ruegos e insistencias y el guitarrista cedió una vez más. Y lo que vino me pareció que aun dejaba a la culata lo anterior. O quizás era que la música nos había ido entrando poco a poco al corazón como la lima al hierro. 86
Cosas maravillosas y confusas estaban pasando a través de mi magín y mi alma, y sin duda de los de todos. La corcovada tristeza de los cerros —y el cencerro de ia piara en los largos viajes llorando por la querencia remota—, y el canto de la torcaza ahondando la soledad —y la sed arenosa de las travesías—, y la bendición del jagüel con su rumor de risa de niño. Esas y muchas cosas más. La borrachera del corazón en su amor de primavera o en el de un amor capaz de sobornar al olvido y la muerte —y un ruego sin fondo procurando una tregua del destino—, y un golpear de nudillos en la tapa de la guitarra o del ataúd llamando al ausente sin regreso. Y sin embargo el viejo Braulio tenía razón. Por encima de todo aquello era una alegría más límpida que cualquiera otra. Como una cisterna alumbrada en el desierto. Como si en la urdimbre de su instrumento, el guitarrero tramase las fibras más nobles de nuestro ser. Hubo una pausa. Alguien dijo cerca de mí: —Me ha hecho recordar mis tiempos de niño y al finado Paredes, que habiendo matado a un hombre en un
desafío, embrujó con su guitarra al comisario, y tanto, que --según se dijo— hizo la vista gorda para que el preso pudiera limarse los grillos y volar. Pero no oí más porque la música y la voz volvieron con una audacia más larga como de río que crece: Cuando se muera Riquelme dos velas le han de prender: una porque ya se ha muerto, otra porque no ha'e volver. Y Riquelme tocó y cantó una vez más, la última no recuerdo si fue gato o milonga o qué. Comenzó medio al tranquito, lerdeando, y después atropelló a fondo, corno cuando uno clava las espuelas y se alza sobre los estribos, revoleando las boleadoras detrás de un guanaco en el callejón de los cerros. La voz y la guitarra crecían como un río, pasando de un extremo a otro, diría del otoño pisado a pura risa en los lagares al canto de la tórtola del monte intentando poner en música el llanto humano, y creo que todos estábamos más o menos borrachos por dentro, digo menos de vino que de guitarra y de añoranzas. 'Ah, la guitarra, que lo encariña a uno con las
propias penas, y hace olvidar la vida, y también la muerte, como la sed hace olvidar el hambre! El cantor estaba echando el resto, sin duda. Todos seguíamos no solo amontonados sobre nosotros mismos, sino sujetando el resuello, colgados de un hilo. Silencio más santo que el de la misa, y que nadie se atrevía a romper. Ese silencio fue tan hondo que por la ventana entró patente el relincho M cojudo de don Mercedes que pasteaba al Otro lado del río. Algunos respiraron con fuerza como caballo que se le afloja la cincha después de un galope. Otros seguían como ausentes de sí mismos. Uno se había quedado en cuclillas, dibujando algo en el piso con un palito, y otro con la cabeza volcada hacia atrás contemplaba la viga del techo. El pulpero demoraba en volver a sus vasos, y doña Rosa, su mujer, se secaba con la punta del delantal las lágrimas que no le cabían en los ojos. --Eso se llama bravura --sentenció al fin alguien con voz ronca. --Que me rebajen una oreja —gruñó Cirilo López, al vecino suyo, echando un resoplido aguardentoso por entre sus gachos bigotes—. A mí no me 87
la pega, amigo. Este no ha aprendido solito lo que sabe. ¿Cuándo se ha oído tocar así, quiere decirme? (El otro alzó los ojos, pestañeando seguido como lechuza al amanecer. Bien entendía lo que le querían decir. El que vende su alma al diablo en la Salamanca, suele hacerlo por plata, por mujeres, por poder o por algo que puede procurar esas prendas, aunque no falta algún loco que la merca por cosas de mucho menos enjundia, como la de ser un jinete inapeable, por ejemplo.) —Hay gustos, amigos —continuó el fanfarrón metido a zahorí--. íVea que empeñar sin vuelta su alma solo por el capricho de poder, guitarra en mano, enredar el alma de los oyentes en las cuerdas... como la araña enreda moscas en sus hilos!.. . La vanidad, qué maulas, es más angurrienta que la sepultura. Alguien se adelantó sin prisa hacia el guitarrero. Era don Agapito, otro de tos platudos, presumido de mano abierta, aunque no eran pocos los que rezongaban que no soltaba un peso ni a su abuela sin prevenirse que eso fuera visto de muchos ojos y llegase hasta los oídos de los sordos. Sea lo que fuere, el tal, con el 88
sombrero medio echado hacia atrás y hurgando algo en un bolsillo de su vistoso cinturón de carpincho con rastra de plata y medio volviéndose hacia los asistentes, dijo alzando la voz para que lo oyeran todos: —Creo señores, que ni yo ni nadie ha oído jamás tocar ni cantar así. Sírvase, amigo —remató alargándole un papelito de cien morlacos al cantor—, por si le haga falta esto en la huella, y disculpe. .-No hay de qué, y se agradece —retrucó el aludido, recibiendo el chisme al tiempo que se alzaba y se encaminaba hacia el mostrador diciéndole al pulpero: —Aquí está esto, señor, para que lo beban estos amigos conmigo a la salud del hombre generoso. Y volvió a sentarse como si tal cosa. Algunos de la rueda enderezaron las orejas como si hubieran oído mal. Otros se entremiraron de soslayo. Creo que todos pensarían lo que yo. Desbaratar una centena de patacones que le caían como llovidos del cielo ¿no le quedaba grande al hombrecito a quien no le sobraba acaso un par de chirolas para renovar sus alpargatas? (Pero al mismo tiempo pensé que solo un pobre es capaz de
mostrar desinterés cierto por cosa del bolsico. El rico suele ser arrastrado como basura aunque esté sobre la plata. Y lleva su caja fuerte en las espaldas como una joroba.) El cantor volvió a su guitarra sin que nadie se lo pidiese, para despedirse, según dijo.. . Y ahora sí que parecía tocar menos con la punta de sus dedos que con la de su corazón. A ratos parecía un brujo que conociera el sentido de la voz de los pájaros y los vientos, o el arrorró para adormecer a las fieras o las tormentas; otras veces su guitarra parecía estar en el cielo, con sus cuerdas bajando corno hilos de lluvia sobre un secadal. Cuando calló, nadie se atrevió con el silencio. Fue entonces cuando ocurrió aquello que sorprendió o azoró a todos, aunque tal vez no a mí. Entre indecisa y presurosa, con su cinturita y sus caderas de guitarra, la Dora avanzó de pronto hacia el cantor, y desprendiendo de sus cabellos el único adorno que solía usar, un clave! —que entonces me pareció más arrebatado que la pasión y el rubor— se lo puso en el ojal de la solapa. Vi que él palidecía primero
como uña apretada y después que la sangre se le subía a la frente y que apenas atinaba a musitar alao, mientras ella se retiraba de prisa hacia el interior de la casa. Fue poco tiempo después cuando ocurrió el gran reventón. La Dorita se fugó con el forastero. Desde un pueblito lejano escribieron a los padres de ella una carta muy humilde pidiendo autorización para casarse y dando a entender que no esperaban ni querían ayuda. Las lenguas del pago —las veternas sobre todo-- tuvieron comida para rato, condenando o lamentando la cosa. No figuré entre ellas. Salvo mejor opinión, yo pienso que eso que llaman matrimonio de conveniencias o resuelto por los padres, es la misa de difuntos del amor. Con la pareja de mi cuento pasó sin duda al revés. Casi todos llevamos escondido o dormido, no sé dónde, un amanecer con pájaros. Eso fue, de juro, lo que el guitarrero despertó en la Dora con la música que crea cielos que no se ven, pero que se oyen. Y ella debió haber adivinado entonces que la rosa ---el clavel en su caso— es más útil para nuestra alma que la zanahoria para nuestras tripas. 89
El aljibe de los médanos 1 ) El mundo es tan interesado y maula
como juez que marca precio a sus sentencias. Cuando el mucho mérito se da entre alguno de los concesionarios del mando o la fortuna, suelen sobrar en vida los repiques en su honor y a veces en la prisa le inauguran la estatua antes que él inaugure la fosa. Cuando se da entre los carecidos de rango, éstos mueren sin pena ni gloria. Hay muchas batallas ganadas, pese a ¡a ineptitud del general, por el solo empuje de los soldados y los caballos, pero ya se sabe quién siega los laureles. Perdóneseme esta cháchara, que ella se debe solo a que de estar no más se me ha cruzado por las mientes la figura del maestro. José, José Vega, el pocero. Dicho así no más suena a poco o nada, ¿no es cierto? Pero yo que lo conocí bien y también creo conocer un poco el mundo, puedo dar fe de que se trataba de algo más envidiable que una pila de pesos o de títulos. En efecto, el maestro José era hom90
bre sin falla ni desperdicio. Aunque su bondad se parecía al agua y el pan y su honra a la sal, quedaban medio ocultas por sus rasgos más saledizos: su guapeza y baquía en cualquier trabajo u oficio, su artesanía redonda. Sabía tumbar y aserrar árboles o levantar casas, dinamitar y labrar piedras o curar animales, remontar globos de su hechura, cavar pozos en el desierto o hacer a mano trompos para niños. Eso y otras cosas a ratos perdidos. ¿Cuántos pozos y casi siempre en algún lugar en donde el diablo fue a tirar las riendas, alumbró a lo largo de sus años que ya eran muchos? Su corazón también era como cisterna en el desierto. Su último trabajito —como él decía---- hahíalo ejecutado en la plaza de un pueblo, en un valle fragoso que en los veranos, a cada tormenta y por un par de días, dejaba sin agua a gentes y bestias, pues las crecidas arreaban un agua barrosa y bravía que borraba las tomas. Los vecinos habían resuelto probar fortuna mandando excavar un pozo en medio de la plaza. Como llegaran mentas de José Vega, enviaron un propio con una proposición en firme. Y él vino. El maestro cobraba a tanto por me-
tro, aumentando un poco según la hondura y ayudante, herramienta y lo demás, salvo la soga, iban de cuenta suya. Como el precio, más que módico, pareció bajo, el trato se cerró sin demora. —,A qué profundidad cree usted que estará el agua? —preguntó el presidente de la comisión municipal. —Imposible hacer cálculos, señor. —Pero, más o menos, ¿Treinta? ¿Cuarenta?... —Y más también, mucho más, si no tenemos suerte. Solo Dios, o mejor, el diablo, lo sabrá. Y el trabajo comenzó. Cuando a los nueve metros de hondura se dio con una napa de tierra ligeramente húmeda, comenzaron los augurios fáciles y alguien hasta llegó a los parabienes. El maestro creyó del caso prevenirlos para evitar descreimientos prematuros: —Esto no significa nada. Ocurre siempre, al cavar un pozo, que se va alternando con capas muy diferentes entre sí, desde las resecas a las barrosas, desde la pura arena a la roca viva... Y el trabajo prosiguió, semana tras semana y después meses y meses. El maestro tenía por ayudante o peón
a Serapio Maguna, con quien trabajaba alternando el puesto en la común tarea: uno descendía al pozo sobre un travesaño atado a la soga y el otro volteaba el torno en que se ovillaba la soga en cuya punta venía el balde con el material excavado. Cuando pasaron más de dos meses, el interés fue decreciendo. Aquello parecía cuento de nunca acabar. A las capas húmedas y aun aguachentas, que cambiaban la expectación en ansia y en una inminencia de júbilo, sucedía el médano enjuto cuando no la roca que era preciso dinamitar encendiendo la mecha (que se traía durante unos metros consigo al subir dejando el pozo) con la punta del cigarrillo. Cuando se llegó a los cincuenta metros de profundidad y otros tantos metros cúbicos de greda y ripio, excavados a pala y pico y extraídos a balde desde las tinieblas, la comisión administradora se reunió a deliberar sobre la conveniencia de abandonar la aventura. —Es cosa de ustedes —opinó el maestro, al pedírsele opinión—. El agua puede estar a un metro o treinta metros más abajo. —,Y si no estuviera a ninguna pro91
fundidad? —preguntó el de barba más espesa. —Todo puede ser, pero eso me parece más o menos imposible. Por lo menos yo siempre he dado con agua. Y el trabajo continuó. Y el maestro José, en medio de la impaciencia o la indiferencia de muchos, cuando no de la soma de algunos, mostrábase siempre el mismo, sereno y a veces sonriente, sin apuro, pero con el ánimo y el brío habituales, como si recién comenzara la obra. Hasta que un día, al dar vuelta el año, a los noventa y dos metros de profundidad, saltó, con temblor y júbilo de resurrección, un agua límpida corno un diamante. Poco después el mismo maestro José alzaba sobre la boca M pozo algo de más fecunda hermosura que campanarios y pirámides: un molino de hierro cu y o caballo de noria era el viento.
Ese era el hombre contratado esta vez —se confiaba tanto en su baquía corno en su suerte— para excavar un pozo en una travesía de veinte leguas que separaba dos pueblos. 92
No son muchos los que tienen noción exacta de lo que es una travesía, digo una inacabable ringlera de leguas sin una gota de agua ni para un pájaro y en que, durante los veranos, el sol parece inmovilizarse sobre la tierra como una clueca sobre sus huevos. Un rosario de distancias y soledades. Un aire seco, un aire intenso y fijo corno la mirada de la víbora, produciendo a veces una especie de somnolencia alucinada. Leguas de polvo, siglos de polvo, porque en el principio fue el polvo y en el final lo será. Polvo más fino que ese que los insectos elaboran en las tumbas. Sed antediluviana de agua. Los ríos, si los hay, se han ido huyendo de la sed, dejando lechos tan secos como la piel que dejan las víboras en la primavera. Una luna socarrona, y con algo de bruja, que hace aullar o cantar de hambre a los zorros. El viento caliente de los médanos que llega como un toro recién apeado del cerro bramando y echándose tierra sobre las paletas. Sol y sol y polvo y polvo. Parece que la vida también ha puesto pies en polvorosa, pero no es así, porque la vida es más aguerrida que la
muerte. No hay porfía como la de las plantas del desierto en busca de agua. Tras semestres o años de espera cae al fin una lluvia más o menos arisca, y las semillas del desierto se hinchan, y el pasto crece casi a ojos vistas. El cacto gigante, más poderoso que un pulpo, echa horizontalmente sus raíces a distancia de un tiro de boleadoras. Otras plantas extraen del relente la dedalada de humedad que precisan, la absorben por sus hojas, mandan el sobrante a las raíces y de allí la reabsorben cuando llega el caso. Los árboles —los pocos que por aquí se alzan al amparo de las quebradas o de los ríos de &ua antojadiza— se cubren de hojas íinas como pestañas y se arman de espinas para defenderse del sol, el polvo y el zonda. Y no pocos animales —ñandú, perdiz, lagartija, insecto— hallan también modo de vivir o sobrevivir, abrevándose de rocío, cuando no hay otra aguada. Pero el hombre no. Metido entre estas distancias y arenas abiertas de par en par, el viajero extraviado puede perecer de sed en no más de veintitantas horas, según sea el caso.
3 Elegido el lugar, a no mucha distanciá de un viejo camino de herradura, el maestro José y Serapio, su ayudante, dieron comienzo a la obra. Con no poco estorbo y demora, por cierto. Comenzaron construyendo un rancho de quincha, no para resguardo de la lluvia, desde luego, sino de los vientos y también de los fríos cuando llegaran, y para guardar sus provisiones y herramientas. Tenían consigo dos mulas. Serapio —cuando no el maestro— debía viajar cada madrugada con una carga de barriles hasta el único ojo de agua de los contornos, a dos leguas y pico de distancia, cerro adentro. En tanto el otro afilaba las herramientas, buscaba leña y ponía al fuego, para ir ganando tiempo, la ollita con maíz y un poco de porotos y charqui que constituía sus dos comidas al día. Volvía el aguatero y después de sendas jarras de café y pedazos de pan más o menos viejo, recomenzaba la obra iniciada hacía un par de meses. Una pausa a mediodía y abandono al clavarse el sol. Después de forrajear y abrevar las mulas ' mientras se calentaba la comida tomaban mate y 93
conversaban un poco. A menos que a Serapio le diera por atropellar el silencio y la noche con su guitarra y su garguero.
4 Serapio Maguna, rebautizado el Moto (un cartucho de dinamita le había volado el pulgar, de la zurda), era el tipo de hombre pobre de provincia pobre que desde muchacho se echa a rodar tierra en busca de pan y los menesteres que escasean en su casa y su pago, agachándose a trabajar en lo que caiga —peón de caminos o minas o pozos petroleros, cavador de aljibes o hachador de quebrachos, pelador de cañas o arriero— y sea donde fuere, desde la Cordillera al Litoral y desde Jujuy a Comodoro Rivadavia: el peón o hacedor universal que si no muere por accidente o en un hospital, a mitad de cami!o, llega a viejo sin más ahorros que sus arrugas y sus achaques. "He arado muchas leguas y penas", solía decir Serapio para ponderar sus andanzas y trabajos. El Moto era un tipo de agallas, se parecía tanto a los hombres de su laya como se distan94
ciaba de ellos. De letras no conocía ni la o por redonda ni la i por puntiaguda, pero sabía firmar aunque tragando saliva y sudando un poco cuando echaba la rúbrica "con más vueltas que sebo de tripa" que había copiado de un dibujo de carona. Por lo demás, aunque tenía un carácter tan alegre y travieso como el de un chico, el Moto era aprendiz de filósofo, digo, expresaba su experiencia de la vida en sentencias y refranes tan filosos como sus penas y tan machacones como sus andanzas. "Entre flacos no se cuentan las costillas." "La suerte del guaso es como botín cambiado." "El tuerto no debe retratarse de frente ni el ñato de costado." "Barriga de pobre más vale que falte y no que sobre." "A la mujer como al río hay que conocerle los vados." "El ciempiés es lerdo porque las patas le estorban." "Lo mejor que tienen los ricos es la tapa, como el cajón en que viajan al cementerio." De no menos filo o punta eran sus comparancias y sus motes. Todo esto sin contar los casos, sucedidos y percances —reales o maquinados, de su alforja o de la ajena— que le rompían las costuras de los bolsillos.
Al referirse a sí mismo, se llamaba "el hijo de mi madre". Solía decir de los suyos: "Mi padre salió de este mundo (por la boca de un socavón minero) sin esperar que yo llegase a él. A mi madre la conocí apenas, pues para ayudar a la suya, tuvo que dar de mamar a un niño de buena familia, que por serlo se quedó con la leche que a mí me tocaba. Yo mamé de una cabra. Lo de extrañar es que no haya salido más chivateador de lo que soy". Agregaba que tenía la obligación de mostrar siempre cara alegre porque había nacido un domingo de carnaval. Eso sí, como buen filósofo analfabeto y de manos callosas, el Moto era medio hereje o hereje y medio. Según él entre los pobres había de todo —lo mejor y lo peor-- pero todo rico era un maula o estaba obligado a portarse como tal. Los ricos eran como los borrachos: cuando más bebían más se les alargaba la sed. Tal vez allí estaba su castigo. ¿Para qué querían tanta plata si no era raro que muriesen aplastados por ella y por la gordura corno los burros cargueros de las minas? Fuera de eso, los ricos, los patrones, se reservaban el derecho de saberlo todo y anoticiarle
al peón que era ignorante, flojo, chambón y todavía desagradecido. Y eso aunque uno trotara o cinchara como una mula en la faena. Serapio solía resumir su convencimiento en sentencias como éstas: "Los magnates se pasan el mate unos a otros". "El pobre es como caballo rabón atacado de tábanos." ",A qué pobre la suerte no le ha patriado una oreja?" La gran falla de los pobres era la tendencia a buscar alivio o coraje en a chupa. "Eso no sirve para nada como no sea para volvernos más harapientos por fuera y por dentro." También sobre religión Serapio tenía opiniones propias: "Dios, de juro, tiene razón de vivir resentido con los hilachudos y tratarlos como los trata. Creen más en el pulpero que en el cura y se olvidan de ahorrar unas chauchas para un responso que les dé derecho a descansar bien después de haber reventado alquilando su lomo". Con todo, el Moto estaba lejos de ser un amargado o un descreído. Su buen humor era siempre como agüita tragada por el arenal, pero que brota de nuevo. Si bien solía decir que un médico que se respete no puede te95
ner enfermos pobres, él mismo gustaba recordar que había conocido cierto médico que en vez de cobrar a sus enfermos desvalidos les prestaba plata —sin cobrar interés ni capital— para comprar remedios. ',Qué mucho que cuando le llegó la hora sus enfermos tuvieran que costearle el cajón?" Serapio tenía finalmente otra cuerda. En efecto, era guitarrero y poeta, tenía un pozo sin fondo de coplas de todos y algunas Je su marca, y decía que se animaría a payar con el diablo, aunque solo payaba con la soledad de su alma nómade. Fuera a donde fuere, nunca se separaba de su guitarra vieja de cuerdas con más nudos que sus propias manos. Cuando el desamparo y la nostalgia parecían ceñirle un poco las costillas, rascaba su vihuela y con voz semejante al chiflido del viento sobre el arenal echaba sus bárbaras quejas contra la suerte. Otras veces daba curso a la vena de su buen humor y su malicia: Mi señor, si me permite, le haré una pregunta suave: ¿cómo dentra en casa ajena cuando ha perdido la llave? 96
Las mocitas de hoy en día son como el león cebado. Cuando les entrá el amor no respetan ni al cuñado. El cura que quiera amor debe tirar la sotana, aunque es mejor que le corte el badajo a la campana. Pobre pulpero que pierde de andar en la procesión y más pobrecito el piojo que muere sin confesión.
5 El maestro José, siempre parco en palabras --o 'ahorrativo de saliva", como decía su aparcero— sonreía a veces con ligero meneo de cabeza escuchando las salidas del Moto. Solía quedarse, con los ojos entrecerrados por el humo o los recuerdos, rememorando vaya a saber qué remembranzas de su medio siglo de lidia con el destino tuerto de los desposeídos. A veces su silencio rumiaba otras cosas. Sus preocupaciones y visiones volteaban en torno al nuevo pozo y su suerte. Renovaba en sus duermevelas sus sueños de algunas
noches: que al fin habían dado con agua, es decir, con algo que valía más que mil cargas de plata. Y que, como ciudad cruzada por un río, el desierto quedaba redimido por aquel manadero alumbrado en sus entrañas. Lo demás venía solo: alguien —una familia o dos— se establecía allí, al cobijo de un manchón de alfalfa y de un puñado de árboles de fruta, y entonces los viajeros y arrieros y sobre todo sus pobres mulas, aporreados por leguas de polvo, sed y cansancio, podrían sacudírselas de golpe con aquel regalo de sombra y agua, más fresco y dulce que una sandía entreabierta. Todo ello aunque ya nadie recordara los nombres de los cavadores y menos sospechara sus crujías. En verdad que aquel destierro era hecho adrede para probar a hombres duros. La soledad, el desamparo y a ratos un silencio de camposanto. En cualquier otra parte —opinaba Serap10— la pajarada canta y alborota como para cortar el sueño a un borracho. Pero aquí las barras del amanecer alborean sobre el lomo de los médanos sin que se oiga ni un chistido de lechuza. Porque donde no hay agua no hay pájaros ni hay canto. Y
el cielo sin pájaros es como una jaula vacía. "Campos largados de la mano de Dios como la suerte de los pobres", sentenciaba el Moto. Cierto, tierras donde hasta el llanto es seco y asoma a los ojos solo como un relumbre. La fajina era hereje. Al rematar el día los hombres se enderezaban poquito a poco, con las manos en los cuadriles, la cintura vuelta un puro calambre. El calor, ciertos días, entre las doce y media tarde, era desalmado como un castigo. Solían usar entonces un pañuelo mojado debajo del sombrero. La tierra olía a horno recién barrido. Alguna que otra tarde solía verse tal cual nube en los cerros del sudoeste. En ocasiones, que no pasaron de tres, la nube llegó a nubarrón y le tapó la cabeza al sol como hace el arriero con la mula mañera. El campo contuvo el aliento, esperando. El trueno reventó en los cerros lejanos, y su retumbo se despeñó un rato en los ecos. Y las primeras gotas comenzaron a caer, tamañas y cachacientas, humeando en el polvo. Un suspiro de esperanza o alivio pareció alzarse de la tierra. . . Y eso fue todo. 97
Y solía ocurrir algo peor. Ciertas mañanas el aire amanecía como ensimismado y el sol no demoraba su calda, chirriando en alguna chicharra como en plancha escupida. Y de pronto, al promediar la mañana, se dejaba venir el zonda. Y no era solo que sonaba y quemaba como una llama sino que aventaba los médanos hasta el cielo como queriendo nublar el sol para ponerse a cubierto. Y entonces no quedaba más que encovarse en ¡a casucha y taparse bien la cabeza con el poncho y esperar a que se rindiese el zonda --digo a que se hundiese el sol— porque la bien cernida arena del medanal se metía por los ojos, por la boca, por los oídos, por las narices, hasta por debajo de las uñas. Imposible, no digo trabajar, sino cocinar, comer, pitar o hablar. Oíase entre las rechiflas del ventarrón, el roznar de las mulas, defendiendo de la arena sus ollares. "Es como salir de una sepultura", decía el Moto cuando al fin cesaba el temporal de secano y podía volverse a la vida —perdido ya un día de trabajo— comenzando por librarse de las arrobas de arena acumuladas en ollas, monturas y cobijas. [I;I
Entonces, aunque a escondidas, solía morder más hondo en los hombres la añoranza de las verdes aldeas, con su fresco rumor de acequia y su olor a alfalfa y leche, sus pájaros abajando con sus alas el cielo a la tierra y silabeando su contagioso contento de vivir, y los árboles con su rumor de cascada hacia adentro.
6 Había un tercer personaje y era el cuzco de Serapio. Clavel, como todos los perros de su especie, era vivo como un chisquete y robaba la voluntad de los hombres con sus ojillos de luciérnaga, su ladrido de alarma a la pisada de una hormiga, el plumero de su cola en rosca y sus brincos en alto amagando un lengüetazo de afecto. Amaestrado por su amo, lucía entre sus gracias ¡a de hacerse el muerto, dar una vuelta de zamba alzado sobre las patas traseras o ayudar a tapar el fogón barriendo la ceniza con el hocico. Pero no todo lo suyo era pasatiempo o adorno: sabía también ganarle la puerta de la cueva a cualquier quirquincho por
poco que el conchudo demorase en poner la tranca. Solo que también Clavel parecía sentir de tarde en tarde los efectos de la soledad cimarrona. Abandonando su lecho en la noche, sentábase sobre su cola y apuntando el hocico a las estrellas, dejaba oír su llanto capaz de perforar el alma de un violador de tumbas.
IA Sin decirlo y quizá sin conciencia de ello, el Moto sentía por ese hombre profundo que era el maestro José, una admiración pareja a su apego. De noche, antes de tender sus monturas para dormir solían darle a la sin hueso un rato. —A veces pienso —decía el Moto— que de no haberlo conocido tal vez yo no sería yo. - - no sería como soy.. —No te entiendo, Serapio. —Digo, así, volcado a ponerle buena cara al mal tiempo. —Ah, ah. —Sí, y vea que hay, y he visto yo, cosas chanchas en el mundo. Algu-
nas me han dejado como una cicatriz en la memoria. —Está bien, pero cargarse con una preocupación de esa laya, no ayuda a tirar para delante. —Yo solo quiero decirle que un cualquiera como yo sabe carnear una res, arar, segar, tumbar árboles, podar, arriar ganado en los cerros, cortar adobes, hacer un lagar o un arado, cruzar solo una travesía. . . y veinte cosas más. Usted, todos lo ven, se da vuelta como un maestro en cualquier oficio criollo y también gringo. ¿No es capaz hasta de poner al trote un reloj herrumbrado? --Eso no tiene importancia ninguna. ¿Pero a qué viene...? —Digo, don, que los pobres servimos para todo y es corno si no sirviéramos para nada. Usted mismo, con todo lo que sabe hacer y ha hecho, no ha salido de pobre, velay... —Hombre, nunca se me ha ocurrido pensar que pudiera ser más de lo que soy. —Sí, tal vez sea lo mejor que podemos hacer. El pobre es como el gato oue mira la carne colgada, mientras el rico puede hacerse todos los gustos, hasta los más prohibidos. 99
—Y para qué te metes esas cosas en el mate? —Sí... don José. Por eso el pobre que no se vuelve duro como carne de cogote (y no todos pueden hacerlo) está jorobado, y para mejor a veces se contagia de las chanchadas de los platudos. Pero dejemos esto —agregó, encendiendo su cigarro de chala— solo quiero decirle ahora que si soy como una sombra suya, no es tanto, velay, por esa capacidad que todos le ponderan, y yo el primero... —Che, Serapio, es mejor que nos vayamos a dormir. —Déjeme terminar... Es porque usted es un hombre, se lo mire de dónde se lo mire. Y vea que lo vengo espiando por fuera y por dentro. Y hasta ahora no le he podido hallar ni una hebra de interés o falsía en la trama. . . Gran flauta. . . ¿Cuándo los ricos van a conseguir algo de este porte —terminó arrojando con fuerza su cigarro recién encendido— aunque vuelquen todas sus alcancías para comprarlo? —Bah, bah... Pero en cualquier resuello del trabajo y con cualquier pretexto el Moto solía volver a su tema, como el boloo
rracho al trago o el tahúr al naipe. —Los pobres somos como tierra de nadie y cualquiera puede ponernos el talán encima, mientras los ricos pueden darse el gusto en lo que caiga, pues no hay pedo que se les ataje. (Don José fruncía un poco las cejas.) Sí, cualquiera lo ve. . . vaya dónde vaya y por mucho que mezquine el bulto, el pobre, como primeriza en parto, tiene que pasar sus crujías. ¿Qué dice, don José? —Yo... no digo nada. Vos siempre con el mismo tun tun. —Pero, don José, si nosotros no tocamos ese tun tun, quién quiere que lo toque. Fuera de que no nos dejan otro. —Sin embargo no me negarás que hay pobres que llegan a ricos. Ego irá en suerte. —En uñas, don, en uñas. Los pobres que llegan a ricos pierden lo poco de bueno que tienen. Son como las moscas que dejan de amolar al burro vivo para mudarse al burro muerto. . . Los curas... —,Y qué te hacen los curas si no pisas nunca la iglesia, igual que yo? -. .. los curas dicen que Dios está en el cielo, y así será. Pero también es ciertito que él es solo de los rl-
cos, los únicos que tienen propiedad. ¡De dónde van a costearse ese lujo de tener Dios si no tienen más hacienda que sus piojos, si nunca les alcanza para pagar un responso, ya no digo una misa cantada.
8 Los sábados a media tarde los poceros escondían sus herramientas y utilaje en la arena del médano, ensillaban sus mulas y retomaban el camino del pueblo. Los lunes, al promediar la mañana, estaban de nuevo en la, al parecer, inacabable tarea. Respondiendo a los curiosos del pueblo y a los miembros de la comisión del municipio sobre la mayor o menor seguridad en la excavación del pozo, que pasaba ya de los treinta metros de zonda, José Vega había contestado que salvo que el diablo metiese la cola —cosa que no podía preverse— no veía otra amenaza que la de una capa de puro médano, aunque delgada, no más, a dos metros de la boca, que él había calzado minuciosamente para evitar sorpresas. Contestando a los preguntones, el Moto decía que el pozo debía estar
muy hondo porque cuando se salía de él amanecía de nuevo... Solo que. . . Providencia¡ mente fue un domingo y los dos poceros estaban en el pueblo. Serapio, sediento de compañía y charla, hallábase esa tarde en la pulpería respondiendo a la curiosidad de conocidos y amigos sobre la excavación y la vida del desierto. Sus contertulios, gente dispuesta a creer en aparecidos, en tesoros sepultos denunciados por lucecitas, en gusaneras eliminadas por rezos, mostrábanse medio desconfiados por esta vez. ¿Qué contaba el Moto? Entre otras cosas, que desde el fondo del pozo, y aunque fuera a mediodía, podía verse la noche con sus estrellas, sus Tres Marías, sus Siete Cabrillas... El maestro José en el traspatio presenciaba una tabeada, sin mayor interés al parecer, cuando sintió tiritar el suelo. Los jugadores, con los ojos pegados a la tumba-cabezas de la taba, no advirtieron nada, pero al pulpero le pareció como si las botellas de los estantes se codearan un poco entre sí aunque no estaba se guro. El pocero pensó con alguna aprensión en su pozo, pero no dijo una palabra. 101
(Ya lo dijimos, tos hombres prefieren reservar el nombre de héroes a los que exponen o gastan su vida en la glorificadora tarea de atraillar hombres para aplastar a otros hombres o ser aplastados por ellos poniendo en el banderín la palabra obediencia o religión o civilización. A los que se sacrifican todos los días de su vida en la humildad profusa y el anonimato absoluto, por un jornal de limosna, sirviendo al prójimo o a generaciones enteras, a esos no les toca retribución de ninguna laya y su nombre solo queda en los archivos del viento. Quién se toma el trabajo de imaginar siquiera lo que es excavar en la más hueca y enjuta soledad —contra el querer del viento, la arena y el sol, a lo largo de días y de meses-- un suelo que va oponiendo, una tras otra, capas de tierra de ripio, de barro, de arena, de roca, y llegar así, a media cuadra de profundidad o más, y tanto que las estrellas, en pleno día, se acercan curiosas a la boca del pozo: todo eso mientras el mero escape de la soga en que se desciende, la mera caída de un guijarro o una herramienta o el deslizamiento sigiloso de una napa de arena, pueden sepultar al topo 102
humano más irremediablemente, que a los faraones, bajo varios pisos de geología y olvido.) Sin embargo al otro día, cuando él y Serapio llegaron a su lugar de trabajo, del pozo no hallaron ni huellas. Un ligero temblor del suelo al soltar la napa del médano calzada lo había cegado del todo. Solo por lástima o por descuido de la suerte, estaban aun bajo el sol y no bajo un torreón de arena. Podían darse por resucitados. Y fue después de esta silenciosa catástrofe, cuando pudo conocerse algo que el viejo Vega había pedido a Serapio guardar en total silencio para no alarmar a la gente, algo que él mismo, en su medio siglo de túneles verticales, no había oído habkr nunca. 'Algo como para poner los pelos de punta a un calvo", según decía el Moto. Porque siempre lo peor es posible y puede llegar sin presagio. El algo fácil de contar. Un mediodía en que Serapio daba vuelta al carretel del torno recogiendo la interminable soga en cuyo extremo, sentado sobre un travesaño, el maestro viajaba hacia la boca del pozo, -.--Sera-
pio— digo, sintió que la piola perdía peso y por un relámpago del instinto, más que por razonamiento, comenzó a mover el manubrio a la disparada en sentido contrario. Qué había pasado? Nada o casi nada. Al notar, en un costado de la pared del pozo, un guijarro que se había aflojado y sobresalía una pulgada amenazando desprenderse y caer como un aerolito o un plomo de carabina en la cabeza del cavador, el maestro José había tratado de hacerlo caer, apretándolo con un pie, con tan mala suerte, que el travesaño pasó uno de sus extremos por debajo de una corva y se le escapó de entre las piernas. Solo por una réplica ciegamente lúcida de todo su ser y gracias a que su delgado cuerpo era un haz de músculos, y sobre todo a que en casos de extremo peligro el mecanismo humano puede a veces superar la energía del músculo y la del cerebro —se encontró con el cuerpo en equis incrustando literalmente las uñas de las manos y los pies en las paredes del pozo, es decir, suspenso ante el abismo como un picaflor ante una corola. . . Hasta que por una corazonada providencial de su socio vol-
vieron la soga y el travesaño, y el náufrago pudo volver a la superficie salvando la osamenta quizá por un segundo, o menos... "Lo vomité la muerte cuando ya lo tenía tragado a medias. Fue la única cosa medio buena que hice en mi perra vida" --solía decir el Moto, escupiendo a lo lejos.
El regreso del Moro Corno otros tienen la pasión del juego, el alcohol o los dividendos, yo tengo la pasión del caballo, desde niño y siempre, aunque ya haga años que no sienta consonar con el mío el latido del galope. Para mí el relincho no solo es un clarín, con un pulso y vida que no tiene el otro, sino una de las músicas del mundo, que aumenta la hondura del cielo y el verdor de los prados. Para mí el galope solo tiene paralelo en el arrojado brinco de la catarata o del arco iris. He trabajado durante un cuarto de siglo en pastos, lidiando con vacunos y yeguarizos. La Monta —yegua de sangre peruana, mansa como una 103
paloma y arrojadiza como un torrente-- levantaba tan altas las manos al trotar, que cierta vez, cruzando un callejón muy arbolado, advertí un refucilo a mi costado izquierdo y sentí después un tintineo en el techo de ramas. La yegua había perdido una de sus herraduras. Hijo de la Monta y nieto de un caballo de carrera de la región, negro y volador como un tordo, el Moro fue, desde chico, un potro excesivamente avispado y travieso. Lo trajeron a casa, desde los potreros, una mañana muy temprano, a los dos o tres días de nacer, con su madre, que fue atada al tronco del aguaribay del traspatio. Allá corrimos todos, golosos de novedad, a conocerlo. Era negrísimo como una semilla de sandía. Hallábase mamando en ese momento, con las orejitas amusgadas y una de las patas traseras muy apartadas de las otras. De pronto dejó el chupete, se plantó sobre sus diminutos vasos y sus larguísimas canillas, con un quién vive! en las orejas erectas, meneando el breve rabo y removiendo el hociquillo en el paladeo de la última gota de leche. Los ojos: dos gotas de infinito. . . Se oyó un coro de pondera104
ciones y arrumacos, en que distinguí hasta la voz de mi madre. La yegua, ya olvidada del todo del dolor monstruoso y angélico del alumbramiento, estaba pendiente, con toda la dulzura de la leche derramada en sus venas, de aquella carne de su alma que era su hijo. Podía adivinarse que su corazón tenía forma de paloma. Imprevistamente, el potrillo dio un brinco de cervato hacia adelante, deteniéndose ante la cerca solo el instante preciso para adivinar que galopando en redondo nada podía estorbarlo. Así lo hizo un buen rato, deteniéndose al fin, para continuar de nuevo, entre la ponderación casi infantil de los mirones. De ser en un circo lo hubiéramos aplaudido a porfía. Nuestras manos temblaban involuntariamente por acariciarlo, por detener un momento su forma arrojadiza. Era inútil. Su madre seguíalo con ojos avispados y algún ligero comienzo de relincho. El cortaba a ratos el galope para arrimarse a la ubre materna, fiarse una breve chupada a cuenta de mayor cantidad, y partir de nuevo. El juego se repitió con variantes los días siguientes, y, en el potrero, por
semanas y semanas. Verlo era un baño de frescura y regocijo para los ojos y el alma. Con breves treguas, y esbozando de tarde en tarde algún relincho meñique, galopaba horas y horas, lleno de esa sabiduría e inocencia matinales, llamadas salud, rebosante de vitalidad gozosa su angosto cauce, como arroyuelo bajo la lluvia, avivando sin saberlo el ritmo de su corazón para ajustarlo al de su galope, ensimismados su cuerpo y su ímpetu y asomada a los ojos el alma ventanera, descubriendo y adentrándose en el misterio de la vida como en un paraíso inventado para él, como si la primavera fuera solo urea alfombra para su galope.. Había algo misteriosamente ingenuo y salvaje a la vez en su persona y u juego (algo del mundo de las hadas o de los demonios) de un ímpetu tan inatajable como el ascenso del alba. Era como si su madre lo hubiera concebido en ese numen ecuestre que es el viento. Este recién venido a nuestro valle de lágrimas traía en sus ojos, antiquísima y fresca, la luz de las primeras mañanas del mundo y trasuntaba una felicidad física, palpable, desposada,
eso sí, a los espíritus alados que moraban en él. Tenía por delante, como una interminable pista, el tiempo para su galope. Vivía, sin saberlo, algo de la poesía álacre de las auroras futuras. Los dioses de la vida podían estar contentos de él. El Moro vino al mundo con una deportiva propensión a brincar sobre el primer obstáculo a mano: zanja, acequia, cerco o prohibición cualquiera. En cierta ocasión, siendo él de año y meses, saltó sobre un seto espinoso que bordeaba un hondo arroyo de cuya existencia él no tenía noticias, sin duda. Los que asistimos a la prueba, descontamos que se habría quebrado las patas, cuando menos. Al llegar al lugar de la escena, con el corazón en la boca por la carrera y el mal presentimiento, lo hallé de pie, un poco aturdido aun, con el hocico y las rodillas chorreando sangre, y eso era todo. No dio mayor trabajo en la doma. En realidad tratábase de un animal de noble índole, aunque con exceso de bríos y con nervios a flor de piel. Un día que enredó una rama espinuda con su larga cola, dio vueltas en tor105.
no a la cerca del potrero, a saltos, relinchos y coces, todos los que fueron precisos para verse libre del pingajo. Otro día, sorprendido por la gorra de un chico que fue a caer entre sus patas, arrancó el poste a que estaba amarrado con un fuerte cabestro y repitió la escena anterior a lo largo de muchas cuadras con el tramojo a cuestas. Después de tales percances manteníase por algún tiempo sumamente desconfiado y a la defensiva. ¡El Moro! Era sin duda un animal hermoso y decíase que no había nada parecido en muchas leguas a la redonda. Dos o tres de los acomodados del pueblo intentaron separarme de l, adelantándome propuestas tentadoras a su juicio. Hasta me llegó un mensaje en el mismo sentido desde una ciudad remota. Yo decliné toda oferta de esa laya con una fácil sonrisa de desdén o de burla, aunque mis finanzas aconsejaban lo contrario, porque los pobres difícilmente trafican con la amistad y el amor, y el Moro era mi profundo amigo y yo llevo la herencia gaucha en la sangre. Apenas me hubiera extrañado más que me hubieran propuesto comprarme un ojo o un pedazo del cora106
zón. ¿Qué diría usted si le ofrecieran todas las estrellas de la noche a cambio de la mujer amada? Cuando ocurrió su trágica muerte, un filósofo analfabeto creyó dar con la clave: lo había matado la envidia de los ricos. El defecto mayor o único era su humor tornadizo. Tratábase de un animal pacífico y sin mañas, solo que en ciertos días amanecía hecho un haz de nervios y de pie sobre el ¡quién vive! como si hubiera tenido una convulsa pesadilla durante la noche. Entonces el jinete —si no era yo, sobre todo— debía mantenerse con las piernas bien ceñidas y sin descuidar la guardia un solo instante. En efecto, por cualquier incidente, aun mínimo —una mancha oscura en el suelo, el vuelo de un pájaro y hasta la caída de una hoja— solía alzarse sobre los garrones, girando a un costado con ímpetu tan bronco que podía desazonar al jinete mejor sentado. Una mañanita de invierno, con nieve caída en la noche, marchábamos por un largo callejón bordeado de talas. El caballo, que había amanecido con los nervios de punta, iba cada vez más inquieto, haciendo hervir los
ollares, ladeándose a derecha e izquierda, buscando olfatear el suelo, desconfiando quizá del blancor de la nieve o tomando por hoyo las negras manchas de la nieve desatada. Y todo sucedió en menos tiempo que se dice amén. El momento en que traté de hurtar mis ojos a la agresión de una rama espinosa coincidió infortunadamente con una de esas categóricas tendidas, sesgas como el relámpago, del Moro, y yo me encontré en el suelo, aunque por suerte cayendo sobre las puntas de los pies y las Palmas de las manos. El caballo no disparó, sin embargo: hallábase a unos cuantos pasos de distancia, esperándome sin duda, aunque entre rebufes y ojos desorbitados de asombro. Monté de nuevo y creo que fue la única vez que su cuerpo conoció la ofensa porfiada del látigo, porque la humillación de mi caída me había embrutecido. En otra ocasión un conscripto semiborracho, invocando mi nombre, consiguió apoderarse del Moro, ensillarlo, montarlo y partir a todo galope. Cinco cuadras marcharon juntos. Al doblar un recodo, el montado, desconociendo sin duda al montante, resolvió jugarle una de las suyas y el
jinete debió esperar la venida del día siguiente para recobrar el uso cabal de su mollera. Dándome cuenta estaba el muchacho potrerizo de la chicana del soldado, cuando sentimos el eco de un tropel creciente. Es el Moro, me dije. Y era él, en efecto. Traía solo un pedazo de rienda, pues habíase desprendido a corcovos y coces del resto de la montura y, cuando saliendo de las primeras sombras de la noche detúvose de golpe frente a casa, mostraba todo el aire de haber tenido una reciente entrevista con el patrón del infierno. Pese a estas minucias, el Moro, ya lo dije, era una criatura mansa y aun bonachona. Nunca mordió ni pateó a nadie. Creo sinceramente que me sentía su amigo como yo me sentía de él. Cuando yo entraba en el alfalfar o cebadal en que pacía, dejaba de ramonear para venir hacia mí, con un pequeño relincho amistoso. (El afecto y la lealtad transparentes de un animal realzan su precio por contraste con las frecuentes trampas de la amistad o el amor humano.) Gustábale que le palmease el lomo —era fácil advertirlo— o que le peinase las crines o la cola con mis dedos, sacándole de paso algún abrojo. Nun107
ca lo premié con azúcar o con sal, pero sí, muchas veces, con un puñado de ciruelas o de vainas de algarroba que él recogía de mi mano, goloso como un chico. No lo rememoro al Moro por puro y ocioso afán evocativo, sino por gratitud profunda. Le debo, en efecto, algunas de las emociones más hermosas de mi vida, pues mediaba entre nosotros una relación entrañable. Los que han tranqueado buen trecho de su vida a caballo, ya estarán adivinando que la sola figura del Moro —la envergadura de su pecho, la esculpida y potente finura de sus remos, el fogueo de sus ojos a través del tupé— me producía un cosquilleo de gozo. Creo que la curva crinada de su cuello en el galope no era inferior a la de una catarata. Tal vez estas son cosas que solo el que ha trajinado leguas de desierto y penurias logre comprender a fondo, como también que a veces la añoranza del caballo amigo por un hombre solitario pueda ser tan cavadora como la de una mujer. Me gustaba mimarle largamente como a un niño heroico la furia en reposo de sus crines. Aunque una fruición más inocente y honda a la 108
vez era el llevarlo al abrevadero después de un largo trajín en día caluroso y quedarme allí viéndolo hundir el hocico en el agua con ruido y visible gozo de beso, y sentir la pulsación de sus tragos —como si la sed fuera mía— pasando por su garguero, interrumpiéndose a trechos para alzar con pausa el belfo goteante y comenzar de nuevo, hasta parecer que iba a beberse todo el remanso con el cielo que le daba fondo. De pronto comenzaba a dar grandes manoplazos agua adentro, entre un arco iris de rocío, antes de zambullir el cuerpo hasta media crin con un ancho suspiro de satisfacción. Su mera presencia era para mí un alerta y un estímulo: digo el solo espectáculo de esa vitalidad que se le escapaba por los ollares, por los ojos, por las crines, por los cascos. Manso como era, parecía no conocer la necesidad de reposo. Revolvía fulgurosamente los ojos bajo la movible visera del jopo, cambiando sin pausa de postura, sacudiendo la crin, refregando el morro en la rodilla trémula, amufando o irguiendo las orejas, agachándose a comer con un ojo en el pasto y otro en el horizonte, dando aldabonazos en la tierra con
uno y otro casco, como provocando a los dioses del subsuelo o del viento. (Más de una vez creí notar un Darentesco real entre el demonio que agitaba su sangre y sus crines y el que aun desasosiega mi espíritu: tal vez era ese el origen raigal de nuestro apego mutuo.) Las civilizaciones religiosas de ayer, como las civilizaciones mecánicas de hoy, han tendido y tienden no solo a poner al hombre a trasmano de la naturaleza que llaman externa (como si materia y espíritu no fueran los dos extremos de un mismo arco) sino a perseguir a la naturaleza dentro del hombre. Vivimos en desarmonía más o menos total con el ambiente respirante y palpitante que nos envuelve y nos trasciende. Somos criaturas enfermizas porque hemos perdido todo respeto al animal salubérrimo y venerable que somos en la raíz del ser, y que no contradice la ambición humana de ascenso, sino que es su servidor imprescindible, el patrón americano de la cepa noble. Pues lo de instinto y de selva que aun llevamos adentro es lo único que puede ponernos en contacto con la inocencia, la fuerza y la gracia de lo que vive. Volviendo a mi tema diré que había
en mi sentir una relación secreta, pero evidente, entre el numen huracanado que lo poseía al Moro y lo que yo sentía a veces en mi alma: entre el ritmo brutal de su galope y el que yo sentía a veces en lo hondo de mi ser y en la punta de mis dedos. Lo terrible de la domesticidad para el animal es que tiende a perder su iniciativa propia. Lo más noble del caballo no es precisamente su sometimiento incondicional, sino al contrario, el que pese a sus milenias de servidumbre no haya perdido en el potro su rebeldía, es decir, su desenfrenada libertad salvaje. El Moro admitía el freno porque se había habituado a él como a un carozo que uno conserva en la boca, porque no estorbaba su galope ni su relincho, ni le mortificaba en modo alguno, ya que él sabía avanzar o detenerse a la menor insinuación de la rienda, del cuerpo o la voz del jinete. Pero no admitía la espuela, es decir, que le buscaran las cosquillas. Al mero ruido de la rodaja, a veces, se detenía, o sacudía la cabeza o uno de sus cascos, o se erguía en dos patas con las orejas amusgadas al rape y un fulgor casi felino en los ojos. Ni decir que yo respetaba esa dig109
nidad suya, como si fuera la de un hombre. Es que pese a su dulzura, el Moro tenía alma de caballo cimarrón, de bagual. Advertíalo hasta cuando lo llevaba al abrevadero. Olfateaba al agua entre pujantes resoplos, como si le encantasen las ondas que suscitaba con ellos. Bebía después como bebe el borrachón con sorbos profundos e inacabables, levantando al cabo el morro goteante para comenzar de nuevo, todo ello sin descuidar la guardia, es decir, ojeando con celo a los costados, no descontando lo imprevisto. Después, avanzando hacia el centro del remanso, hasta sentir el agua en el encuentro, comenzaba a castigarla como ya conté, a grandes manotadas, entre un menudear de gotas y un estruendo de chaparrón, para terminar acostándose con el cuelo en alto corno un guanaco y un enorme suspiro de anhelo satisfecho. Después, recobrando la orilla, sacudía su cuerpo todo con la pujanza de un golpe de viento sobre una bandera. Su alma era sin duda la de aquellos que repetían cada día esa hazaña que no intentó nadie más (galopar sobre el médano o con las patas trabadas), ME
esos caballos indios cuyo aliento inextinguible no precisaba espuela, látigo ni freno. (Poetas sin freno y sin más espuela que su ímpetu --soñaba yo— ¿por qué no podrá haberlos alguna vez sobre la tierra?) Ni decir que mi admiración por el Moro era humilde y ferviente. ¿Su estampa? Un ajustado equilibrio entre sus líneas longitudinales y transversales y las de través. Cabeza de cráneo grande y cara corta, - orejas finas, - perfil recto, - cuello de estatura ecuestre, - ollares y maxilares potentes, - ojos casi cervales de hermosura y casi humanos de inteligencia, - cruz recia y baja, - dorso, lomo y vientre armoniosos, - grupa de repujada redondez, levemente oblicua¡, - pecho amplio y esculpido de músculos entre los distanciados encuentros, - tórax capaz como una vorágine, muslos y piernas densos y elásticos a la vez, - brazos y codos a plomo, cuerdas netas, - nudos ceñidos como un remache, - cascos de cavador de leguas, perfectos, - crin y cola de corneta de los prados... Un pura sangre criollo! Esos eran su frente y su perfil. Pero yo ponderaba mucho más su fondo: su sobriedad, su aguante, su brío, su coraje, su
advertencia, su personalidad poderosa. Guapo de toda guapeza en su trabajo, sobre todo. Como yo también creía serlo en el mío —al menos así 'lO decían muchos— tal vez no lo desmerecía del todo. Hecho al agua en cubo y al retozo en alfalfares en flor, bebía, llegada la ocasión, agua de charca y aceptaba el pasto que solo roen los guanacos. ¿Mi devoción por él? Como se quiere a un niño y se admira a un gigante. Lo hubiera besado en ciertos momentos, si no fuera porque no hay beso entre hombres que se respeten. Estoy olvidando lo que menos debo olvidar aunque es un secreto: la noche en que con la Malvina nos juramos —aunque sin decir palabra— ser el uno para e! otro como el agua para el sauce (y lo cumplimos hasta que la muerte se entrometió) le propuse traerla desde el rancho del baile hasta su casa en la grupa del Moro. Este jamás se había prestado a tal menester y creí ver en sus orejas su azorada extrañeza. Pero le palmeé el cuello por debajo de la crin y le dije algo al oído, y terminó portándose como un caballero, cuando ella montó a mujeriegas tomándose ligeramente de mi cintura. Me pareció que no debía estar
menos airosa que la luna que acababa de asomar sobre el cerro para alumbrarnos el camino. Del Moro, pensé que no solo su pelaje, sino también su corazón, era de terciopelo puro. (Me dije que un día le regalaría un par de herraduras de plata.) Se pensará tal vez que lo están tran3figurando un poco mi cariño y mi añoranza, pero no hay tal. Entre los régalos del mundo está el de un animal mostrándose en la máxima tensión de sus fuerzas. Y el Moro era como una nube sombría que oculta el reámpago. Lo que costaba con él era evitar el galope, en que le gustaba estirarse hasta casi sacarse el freno con las manos. Lo recuerdo con preferencia saliendo de la noche, en alguna larga marcha —como quien sale de las arenas del desierto para entrar en un remanso— y llevándose todo el campo y el amanecer por delante. Á3ustábame soñar a ratos en las profundas jacas andaluzas y berberiscas que fueron sus abuelas y también en el remoto abuelo del Ned-jed seco y pedregoso o arenoso, amojonado por distanciadas palmeras, y en los siglos de pampa y sierra nuestras que devolvieron a sus padres casi el duro 111
paraíso originario, y los americanizaron hasta el tuétano, entregándoles la libertad sin freno y la personalidad sin tutores. Más de una vez sobre su lomo una noche entera. Cruzar de extremo a extremo una noche a caballo, cuando muchas estrellas parecen quedar debajo de nuestro estribo, es en verdad realizar un viaje de altura, sobre todo de altura poética. La revelación plena del caballo, empero, es el galope, como la revelación M halcón es el vuelo: el galope que levanta al montado y al jinete por encima de sí mismos. El Moro y yo galopábamos por el centro del valle o la playa del río, en un hipódromo de montañas, dentro de un horizonte con perfil de corcovo y galope, de montañas inmensamente azules como desposadas por el cielo en el misterio de la lejanía. En los largos galopes de las largas mañanas de verano, los ollares del Moro tenían rumor de torrente y espuma de torrente orlaba su boca y su pecho. En el galope era yo hombre de carne y hueso y viento a la vez. Caballo y jinete integrábamos un solo ser y representábamos, a nuestro modo, tal vez, algo de la alegría y la mocedad inmortales de la naturaleza: yo me 112
sentía con un pie en el estribo y otro en el viento. El riesgo inherente al galope era otro ingrediente de intensidad y de vida. (En el galope, el aire, entrando a rodo en los pulmones y soplando a dos carrillos sobre la sangre, hace que el alma se columpie a gran altura. Como el esfuerzo del jinete es mínimo y deja la mente libre, el galope resulta un acto contemplativo y activísimo a la vez, y el paisaje con sus cerros y árboles sedentes se echa a andar en sentido contrario en desfile de caravana.) Yo no iba sobre una máquina —auto, motocicleta o avión— sino en una criatura viva capaz de alegría y dolor, de emoción, sentimiento y fantasía como yo. No era esto lo que menos contaba. Si galopábamos contra el viento, entonces la embriaguez aérea del pájaro era nuestra. Porque el galope del caballo, pese a que lleva nuestro hierro en la boca y los cascos, toca y no toca sobre la tierra a un tiempo, es un intermediario entre el cielo y la tierra: un hermano implume del vuelo. En ocasiones el contagio de su rapto era tan loco que llegué a imaginar como no imposible
el que pudiéramos salvar de un salto el horizonte. Confluíamos tal vez en el misterio del centauro. ¿De dónde se les ocurrió a los griegos hacer que Quirón, el centauro, fuese uno de los maestros de la sabiduría humana? ¿Acaso para enseñar a nutrir el intelecto, sin olvidar que el cuerpo y la sangre son también sagrados, y que el eclipse del instinto no es menos fúnebre que el de la inteligencia? Todo esto sin olvidar lo más hondo: como si el ritmo carnal y aéreo del galope obrara con inspirada tiranía sobre el ritmo que todos llevamos escondido en nosotros, yo sentía el verso escandirse por su cuenta en mi mente y mis pulsos. Y ocurrió que un día el Moro no remaneció en el potrero en que pernoctaba con los demás caballos. La noticia no me sorprendió mayormente al comienzo. Otra cosa fue cuando pese a todas las diligencias no fue hallado ni vivo ni muerto. En tonces se recordó que hacía apenas cuatro días que partiera una tribu de gitanos que sentara sus reales en el pueblo por un par de semanas. Entonces hubo que acudir a la policía y al telégrafo, dando informes y pi-
diendo noticias a varios pueblos de la comarca. Al fin logró darse con el paradero de la tribu nómade, en un villorrio distante veintitantas leguas del nuestro, solo que no obraba en su poder caballo del pelo ni la marca indicados. Recibí la noticia como se recibe la de la muerte o la infamia de un amigo o amiga, como una puñalada a traición, pero no quise resignarme. El más maravilloso de los instintos animales es sin duda el de la orientación, que el hombre también debió poseer en sus remotos orígenes aunque ha terminado por perderlo del todo o casi del todo, si bien su recobro es lo único que puede explicar las proezas de baquianos y rumberos. Es cosa de apodo y proverbio el arte de las palomas mensajeras. La abeja vuelve a la colmena desde una distancia de dos o tres kilómetros. Parece guiarse por la vista. ¿Pero qué puntos de referencia le sirven de hilos? Su brújula es el sol", aseguran los zoólogos de hoy día, es decir, el ángulo que ellas advierten entre la tierra y la marcha del sol. A los diez años de permanencia en el lecho del río elegido, las anguilas viajan al mar, allí desovan y mueren 113
y sus hijos, desandan el camino de sus padres, sin conocerlo y sin fallar. Los salmones emulan la hazaña, pero en sentido contrario: van del mar a desovar a los ríos. Las cigüeñas, sin sed guiadas por sus padres, siguen repitiendo el viaje milenario de éstos, desde un continente a otro. Decir que las aves, los peces y otros animales viajan sin equivocarse a un punto remotísimo, conocido o incógnito, porque tienen un instinto de dirección, no es explicar las cosas. La pregunta de la esfinge subsiste: ¿cómo saben la dirección a seguir, qué sentido emplean, por qué sentidos se guían para averiguar un camino que desconocen y que puede abarcar diez o veinte mil kilómetros, a través de llanuras, montañas, mares, nubes? No lo sabemos a ciencia cierta. El regreso del Moro estuvo relacionado con ese gran misterio. Los yeguarizos del campo están ligados por un hilo invisible a la querencia y así pueden retornar a ella desde una profunda distancia. En la pampa de los gauchos podía facilitarse un legüero al viandante en apuros con la certeza de que el animal volvería en cualquier momento al palenque de la casa.
íI!
Mi caballo regresó una madrugada, a los siete días de ausencia, cuando yo estaba perdiendo o había perdido ya toda esperanza. Me despertó su relincho. Lo repitió al yerme, alboreante como una diana, trémulo como el álamo temblón, alto, alto, con el hocico apuntando hacia los cielos. ¿De dónde venía? Nunca lo supimos. Traía consigo, como recuerdo de su gran aventura, un bozal y un pedazo de cabestro. Para mí fue claro que les jugó una de las suyas a los gitapos. Se acordaría de sus pagos, de la fragancia borracha de los alfalfares en flor, del eco rebotado de su alarido entre los cerros y, quiero creerlo, del cariño de mi mano y mi voz. Y 'ntonces pondría en su estirón el mismo ímpetu que ponía en sus brincos sobre cercas y alambrados y, claro es, el torzal cuatrero reventaría como una bordona vieja. El Moro volvió, pues, y su regreso fue una de las alegrías de luz de mi vida. Le acaricié por un larguísimo rato las crines, palmeando mimosa e incansablemente el cuello y el lomo, mientras él, ladeando de cuando en cuando la cara, ponía su hocico sobre mi hombro con una especie de vagi-
do o relincho ahogado. Tal vez yo tenía los ojos húmedos. (No sé si el mío se halla entre los destinos trágicos, pero mi vida está llena de pequeñas tragedias, enormes para mí. Mi mejor amigo de la adolescencia, príncipe de la amistad y la bondad, derribado a balazos por un asesino de profesión; mi madre, muy anciana ya, que sin duda abrevió sus días con el notición del encarcelamiento de su hijo; María Eugenia, primero, y Malvina después, que se fueron del mundo cuando todos mis latidos eran suyos y los suyos míos.) Mi caballo volvió para morir al poco tiempo, asesinado por un rayo como un héroe de mito. Pero ésta es otra historia. Yo había recibido a pasto, por empeño de mi amigo Quesada, artesano chileno, avecindado en mi pueblo, un caballo de un paisano suyo. El bruto del forastero y mi Moro, después de porfiadas discusiones a diente y pezuña, terminaron por hacerse compinches. Solo que el Moro le contagió al otro el gualicho del brinco, y un
día de tormenta, en que anocheció a media tarde, quizás alertados por el redoblar guerrero del trueno en los cerros del contorno, ambos resolvieron darse asueto. Un rayo los acostó a los dos a un tiempo, a la entrada de una represa ajena, sellando su aparcería con la muerte. ¿Quién contagió ésta como punitiva fatalidad al otro? Porque el chileno resultó ser un ladrón de gran envergadura que usaba mis alfalfares para cebar a su gateado pangaré antes de ir a dar su bote de halcón a treinta o cuarenta leguas de mi pueblo. ¡Pobre Moro! Lo lloré en mi corazón como se llora la pérdida de seres a quienes quisimos y tal vez nos quisieron hasta la muerte. Aun lo espero, sin saber y, a veces, en sueños, siento su inconfundible relincho. En ocasiones me despierto escuchando el eco de su galope, pero es solo el de mi corazón que se apresura a reunirse de nuevo con él, quizá en algún rincón del cielo araucano, en que jinetes y caballos galopan la inmortalidad.
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SE ACABÓ DE IMPRIMIR EL DÍA 1 DE MARZO DE MIL NOVECIENTOS SETENTA Y UNO FN LOS TALLERES GRÁFICOS DE SEBASTIÁN DE AMO RRORTIJ E HIJOT, S. A., LUCA 2223, BUENOS A]I'F.S