Libro revision de los griegos

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BIBLIOTECA DE CULTURA SOCIAL LUIS FRANCO REVISIÓN DE LOS GRIEGOS

Sección V III ENSAYOS E INTERPRETACIONES


A Blanca Sabbatiello y al gran recuerdo de VĂ­ctor L. F.


LUIS FRANCO

REVISIÓN DE LOS GRIEGOS

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EDITORIAL AMÉRICALEE BUENOS A1RE8

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Queda hecho el depósito que previene la ley núm. 11.723

Copyright by

EDITORIAL AMÉRICALEE

Buenos Aires, 1960

PRINTEa IN ARGENTINA IMPRESO EN LA ARGENTINA

Se terminó de imprimir el día 17 de marzo de 1960 en los Tucumán 353, Buenos Aires.

TALLERES GRÁFIcos Am£Ric..s T. F.


El europeo es la proporcional media entre el negro africano y un ateniense.

Galion Fuera de las fuerzas ciegas de la naturaleza no hay un móvil eficaz que no sea griego en su origen.

Maine fe savais bien, avaszt mon voyage, que la Grce atait créó la scince, l'art, la philosophie. la cívilisation, mait lóchelle me rnanquait. Quand je vit l'A cropole, j'eus la r'ólation du dcviii... Le monde en! ier alors me parus barbare

Renán


PREÁMBULO La ciencia humana comienza con el hombre arcaico: el invento del fuego, la fabrcación del cuchillo de piedra. Esas creaciones importan más para el ascenso humano que la del avión o la bomba atómica. La cría de animales domésticos, como complemento de la cacería, y el cultivo de semillas alimenticias sucediendo a la mera recolección, están entre los hechos científicos más trascendentes. Los historiadores contemporáneos ponderan justicieramente la alta cultura de los primeros bárbaros, es decir, esa revolución neolítica de hace ocho a diez mil años o más —la mayor de la historia-.---, lograda mediante una serie de inventos y descubrimientos (ordeño, cultivo con azada, molino de mano, horno, alfarería, hilado, tejido) casi todos obra de mujeres. La revolución que vino después, la urbana —hace de cinco a seis mil años—, que agrega nuevos descubrimientos y logra la organización económica y la centralización política de la sociedad, es un mero complemento del progreso neolítico. Dicho está que la madurez del cerebro humano es anterior a toda civilización. Lo anterior es sin duda detalle no descuidable en un intento de interpretación de la tal vez más alta hazaña del hombre civilizado: la cultura griega, es decir, la que parece haber dado el más completo y armonioso tipo de hombre hasta hoy. En la historia, como en la física o en la biología, nada sale de la nada. Los luminosos sabios de Jonia, los lumosos artistas de Atenas, y el pueblo que los produjo, no podían haber surgido por generación espontánea. ¿Qué ocurrió, pues? Las excavaciones de Schliexnann en Troya en 1870 (y las que le siguieron en Micenas, Cnosos y otras ciudades)


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destaparon, por así decirlo, los cimientos de la cultura griega. Unos tres mil años a. C. aparece una civilización náutica en el Archipiélago griego y en las costas continentales vecinas, con profuso uso del cobre y con algo que la diferencia singularmente de lo que se ve en Egipto y

Caldea: la tendencia a la representación de la forma humana, de ambos sexos, desnuda.

Gracias a los escritores griegos, el mundo moderno tenía de Egipto, Caldea y Persia un esquema imperfecto y con perifollos fabulosos, pero que trasuntaba no poco de la realidad, y tanto, que la cronología de Herodoto estaba "basada en pruebas muy parecidas a las que nosotros aducimos" (J. L. Myres). Así, pues, de la historia del mundo nilótico y del mesopotámico se tenían cuantiosos informes. Del acontecer cretense, tal como se lo entrevé ahora, a los griegos apenas si se les alcanzó alguna noticia más o menos mítica del rey Minos, es decir, del penúltimo de los nueve períodos en que los cronistas de hoy dividen la larga y maravillosa civilización minoana o cretense que logró su auge entre los años 2500 y 2000 antes de J . C. Se supone que la palabra Minos tiene acepción genérica como la palabra faraón. En el mito griego, Zeus, disfrazado de toro, rapta a Europa, doncella fenicia, y la pareja llega a Creta. Uno de sus hijos, Minos, rey de Creta, incorpora a sus rebaños al toro que Poseidón le cede para el sacrificio, quien castígalo impulsando a su esposa, Pasífae, a enamorarse del toro sacro, de quien tiene un hijo con cabeza de toro, Minotauro. Minos encierra en el laberinto del inmenso palacio de Cnosos al monstruo, al cual Atenas debe enviar anualmente utr tributo de donceles y doncellas, hasta que un día llega Teseo y mata a Minotauro. De todo ello parece desprenderse que el toro tuvo gran importancia económica y religiosa en la imperial Creta a la cual Atenas, como otros pueblos,


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pagaban tributo, y, de acuerdo con los frescos sobrevivientes, la corrida de toros fué deporte nacional. En efecto, según los testimonios de su cerámica y de sus escrituras, la historia minoica, que comprende toda la Edad del Bronce, se ofrece casi tan antañona y tan original como la misma egipcia. El minoico primitivo corresponde cronológicamente al período que va de la primera a la sexta dinastía del Nilo. Los últimos siglos cretenses, del 1600 al 1400, corresponden a los de la dinastía XVIII y de las tumbas reales de Micenas. El imperio cretense o talasocracia de Minos, implica, de suyo, la más profunda hazaña de las civilizaciones antiguas: el dominio del mar, el sojuzgamiento del abismo de las aguas amargas, es decir, de lo más terrífico y ajeno a la tradición humana hasta entonces. Las otras civilizaciones nacen en la orilla de los ríos; la cretense en el ombligo del mar. Esta inusitada originalidad de su hogar condiciona su genio. Se agrega a ello la rica variedad de su topografía, de su clima, de su vegetación y del paisaje humano que la integra. Creta recibe la influencia epidérmica de Egipto, pero a su vez su interacción y su influencia se ejercen sobre el Nilo, Grecia, el Archipiélago, el Asia Menor y el litoral sirio. El paisaje del cretense "de largas trenzas" es suntuoso de luz y de color como ninguno. Montañas, valles, llanuras. Cerdos y ciervos en los bosques, y también leones. Labriegos, horticultores, pastores, cazadores. El caballo, traído de ultramar, preferido para los carros. Sus guerreros usan lanza, daga y un gran escudo. Sus nautas navegan el mar, primero, en canoas largas y estrechas como flautas; después, por casi todo el Mediterráneo, en navíos de muchos remos, un solo mástil y velas cuadradas. Su intenso comercio marítimo se nutre del aprovechamiento industrial y artístico de la madera, el mármol y el cobre, y de aceite y vino, conchas y esponjas. Su alfarería es primorosa de factura, policromía y formas.


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El imán de su estilo artístico está en su condición realista e idealista a la vez, y en su virtud de inspirarse en la variedad ajena sin olvidar su cuño propio. Mientras Egipto propende a la inmovilidad, Creta tira a la renovación y el avance. Su escritura, como todas, nació del prurito social y comercial de vinculación. Su parecido con la jeroglífica es somero, pues muy desde el comienzo tiene valor fonético. La discontinuidad y diversidad del área cretense, y lo intermitente del predominio de Cnosos, explicarían "la producción de varios sistemas de escrituras, y con ello, por selección, su progreso". Parece obvio que tal fenómeno culminó en un alfabeto consonántico, apto para registrar hablas extrañas. Las escrituras cretenses, la lineal A (indescifrada) y la lineal B (descifrada por Ventris en 1953), antecesora remota del griego clásico, serían las lenguas escritas más antiguas de Europa. Sus principales ciudades —Cnosos, Agia Tiadha, Festos— revelan no sólo refinamiento y esplendor (tan notorios en el atavío femenino que, según Glotz, ciertas toilettes "parecen copiadas de modelos de París") sino una "habilidad en las ciencias aplicadas, mecánicas, hidráulicas y sanitarias, a que sólo se les halla paralelo en los tiempos modernos". Una marina que reina desde Asia Menor a Sicilia, desde los Dardanelos a Egipto. Cloacas magníficas. Ausencia de fortalezas. Culto a la naturaleza. Un pueblo alegre y de tendencia democrática. Mujeres lib res e iguales socialmente a los hombres. Su religión ofrece una diosa universal de consuelo y esperanza, con su niño en brazos, y su oruga y su mariposa, símbolo de lo inmortal. Las religiones orfeica y eleusina son acaso un secreto recuerdo de los misterios minoicos. Cnosos fué destruida a comienzos del siglo XIV a. de Cristo. Dos siglos después una emigración de minoicos y aqueos buscó hogar en la costa de Anatolia, de donde


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salió la civilización jónica, y en la costa de Siria, donde éstos, llamados filisteos, ejercieron fecunda influencia sobre fenicios y helenos. Según todas las probabilidades, el hombre cretense —"verdadero cretense de grande ánimo" de Homeroque navegó el Mediterráneo desde Egipto a Sicilia, fué el primer amo del mar y el inspirador del alfabeto fenicio, padre de los alfabetos modernos. Hacia 1800 a. C., tribus indoeuropeas —aqueos y afines— que sin duda hablan griego invaden Grecia, dominando a los labriegos y navegantes nativos, pero sin destruir del todo sus artes e industrias, aprovechándose a su modo de ellas. Aprovechan también la gran civilización minoica, hasta que en la hora de su declinación (1400 años a. C.) esos grandes bárbaros invaden Creta y saquean el palacio de Cnosos tal como los germanos saquearán a Roma o los turcos a Bizancio. La anexión de Creta a la Grecia peninsular es la partida de nacimiento de la civilización micénica, la cantada por Homero. Los muros de bloques de piedra llamados ciclópeos que rodean a Micenas, Tirinto y demás ciudades congéneres de la época, son anteriores a la civilización miceniana. Después de las civilizaciones originales de Egipto y Sumeria, las que vienen, fundadas allí mismo o en otra parte, se aprovechan de aquéllas, directa o indirectamente. Es evidente un intercambio entre el Imperio Nuevo del Nilo y las civilizaciones de Minos y Micenas, cuyas artes, sin embargo, se caracterizan vigorosamente por el amor al movimiento y la vida, en opsición a la rigidez nilótica. La miceniana es civilización de tipo semi bárbaro, casi analfabeta y de recia filiación militarista. Su economía tiene por base la pequeña agricultura, la apicultura,


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la elaboración de vino y aceite, la cerámica y la navegación y la guerra. • Los príncipes deben su predominio al monopolio de las armas modernas de la época: espadas largas, carrozas de bronce y caballos. Las masas, a pie —peones— y más o menos inermes, están reducidas a la impotencia, en la guerra y en la política. Los príncipes, iguales entre sí, y con una laxa supeditación al rey de Micenas, gastan los tributos o el botín que recogen en comodidades particulares, no en obras públicas, o templos, o tumbas. No aplastan a sus súbditos debido a que su poder político está fragmentado, y contrabalanceado, no reunido tentacularmente en un solo puño, como en Egipto, Babilonia o Asiria. Así ocurre que el desarrollo de su economía y de su comercio marítimo es amplio e intenso y que su cerámica se esparce por Asia Menor, Siria, Palestina, Egipto, y colonias suyas se establecen en Chipre, Macedonia y en las costas cercanas de Asia y en las de Sicilia, España e Inglaterra. Y así es cómo, por obra de su comercio, se pone en intensa comunicación con las tierras y gentes más diversas. Aproximadamente por el año 1100 a. C. ocurre la destrucción de la ya decadente civilización micénica por los bárbaros venidos del norte de Grecia: Edad de las tinieblas o Medievo helénico, de destrucción superficial, no fundamental, pues los prófugos se refugian en Chipre, Chíos y la cercana costa asiática, conservando la cultura niiceniana y algo de la tradición minoica. De allí saldrán Homero y los civilizadores de la Grecia barbarizada. Agreguemos que a lo largo de los siglos ha ido llegando al Asia Menor la influencia sucesiva de las distintas civilizaciones aparecidas en la Mesopotamia. Pasarán cuatro siglos entre la caída de Micenas y la aparición del milagro griego. ***


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Por los tiempos en que tribus dorias, jonias, aqueas y eolias ocupan ya Grecia y el Archipiélago, ocurren dos de las cosas más importantes de la historia. La primera es que en algún punto del Asia Menor alguien —cree saberse que los hititas— encontró el modo de domar y domesticar el fierro como hasta entonces sólo había podido ser hecho con el cobre y el bronce. Recuérdese que Esquilo llama al hierro "el extranjero escita". Pero el cobre es escaso en la Naturaleza. Su empleo, restringido, por Jo tanto, se ha reducido a la fabricación de armas, convertidas en un privilegio de la clase poseyente para afirmar e inveterar su poder. Por el contrario, el fierro natural abunda. Ahora bien, su manejo por la técnica humana se traduce en un empleo amplísimo y al alcance de cualquiera, de armas, utensilios y herramientas de trabajo. El hierro barato, pues, abarató y vulgarizó los productos industriales y agrícolas, permitió que tierras baldías pudieran ser cultivadas, y sobre todo democratizó la guerra: los altos caballeros intangibles hasta entonces pudieron ser apeados con frecuencia por los peatones mayoritarios y bien armados ahora. El otro suceso magno de la época es el invento del alfabeto fenicio, tal vez de remoto origen minoico, es decir, de otro pueblo navegante y comerciante. Nunca se recordará con impertinencia que los inventos decisivos del hombre nacieron siempre de una necesidad económica. El invento del cuchillo de piedra vino porque el hombre arcaico necesitaba agudamente afilar la punta de sus flechas y estacas de caza y rasgar la piel de sus presas. Las matemáticas y la astronomía nacen porque los sacerdotes del templo, los intendentes del rey Y los comerciantes necesitan llevar sus cuentas, y porque labriegos, viajantes y navegantes precisan conocer algo del curso de los astros para desempeñarse mejor en sus respectivos cometidos. Pero las complicadísimas y pesadísi-


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mas escrituras cuneiforme y jeroglífica sólo pueden ser manejadas por escribas profesionales y sedentarios. Se precisaba cada vez más algo sintético, sencillo y transportable para facilitar las pequeñas y varias operaciones de los pequeños comerciantes... No es extraño, pues, que fuese precitaniente el pueblo de comerciantes más andariegos y ágiles el que inventara ese instrumento de las maravilks llamado alfabeto fenicio. El alcance de ese padre de los alfab.tos modernos (algunos de cuyos signos se supone que pudieron haber sido simples marcas de ganado o mercaderías) fué incalculable, pues gracias a la armoní. y simplicidad de sus signos, la escritura y la lectura ho jaron al alcance de cualquiera, dado, además, que su vehículo material no era ya la piedra egipcia o el ladrillo babilónico, sino las volantes hojas de papiro llevadas del Nilo. La escritura, pues, deja de ser cosa hierática y hemética, privilegio de los escribas regios o de los colegios sacerdotales, para democratizarse ampliamente. No sólo que los conocimientos humanos pueden ser trasmiti sin inconvenientes a la posteridad más remota, sino q la cultura intelectual se vuelve asequible a cualquier individuo del pueblo, es decir, puede evadirse de la órbita estatal o sacerdotal, cosa de importancia insondable. Agreguemos que la gigantesca expansión del comercio terrestre y marítimo de la Edad del Fierro, y la constitución en Asia de esos conglomerados de naciones reunidos por la espada llamados imperios, trajo como consecuencia el mejor cambio de noticias entre los más diversos pueblos y la unificación gloriosa de los conocimientos humanos. Ya en posesión de estos antecedentes, tan sucintamente enunciados, podemos intentar una explicación, tal vez no totalmente antojadiza, del milagro griego proponienli


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desde luego que se dió como el resultado de varios factores concurrentes. El medio físico. No cabe la menor duda sobre la ingerencia decisiva en el alma helénica de esa tierra original: una península intervenida profundamente y en detalle por "el mar violeta"; una vasta diadema de islas envidando la audacia náutica, provocando el comercio humano y el aprendizaje del mundo; un cielo casi siempre de un azul absoluto, virgen de toda mancha, que acerca los vuelos y los islotes lejanos; un aire vibrante como a fuerza de cigarras, de cinceles y liras; una tierra escueta y desnuda hasta lo marmóreo, como hecha adrede para Ja gimnasia del hombre, pues sólo da la fronda, el grano o la miel, a fuerza de ingenio y ahínco, como el mármol da estatuas: la vid y el mirto embriagadores; la espiga grávida y leve a un tiempo; el árbol sin fruto, pero glorioso dador de coronas del Musageta; el otro, protegido por severas leyes, el olivo de Palas, con su palidez de frente pensante. "En el campo ateniense —dice Moreas, criollo del Ática de hoy— es donde ese árbol hace ver cómo su gracia se sirve apenas de nuestra vista para llegar a nuestra alma". La tierra griega quería desposarse con un hombre digno; quería ser humanizada. El misterio del bosque se encarnó en hombres de pies de chivo que tocaban la flauta; las fuentes, en danzarinas desnudas, y fecundada por el genio humano, la montaña del Pentélico alumbró la más divina progenie de templos y estatuas que conoció la tierra. La incitación del mar. Los historiadores delanteros de hoy suponen que sólo bajo un estímulo agudo hasta lo trágico —es decir, una encrucijada de vida o muerte— pudo el hombre primitivo dar el gran salto revolucionario, esto es, vencer una barbarie nómade de centenares de siglos e inaugurar la civilización. Concretamente, se da por aceptado que sólo corridos de su habitat por una


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catástrofe natural o social los promotores de las civilizaciones egipcia y sumeria pudieron atreverse a desafiar los deltas del Nilo y el Tigris-eufrates, es decir, una jungla tapizada de pantanos y cocodrilos y coronada de mosquitos y fiebres: y que SÓlO la necesidad de trocar en asilo humano tamaño antiedéri, los obligó al máximo esfuerzo de su ingenio y sus manos —a transformar el medio y transformarse a sí mismos. Se descuenta que causas análogas llevaron a enfrentarse por primera vez al mar, y eso ocurrió en el Mediterráneo este, y que la respuesta victoriosa a la incitación del abismo coronado de espumas —la más profunda hazaña de la antigüedadfué Ja navegación marítima inaugurada por los hombres de Creta. ¿Los griegos se encontraron, pues, con un mar ya domado? No, precisamente, porque esas tribus recién egresadas de su barbarie mediterránea —no litoral— debieron repetir por su cuenta la hazaña de sus maestros cretenses. Fueron, pues, favoritos del mar, los griegos, y eso los define a fondo. De las montañas descarnadas, de los arenales insolados, de las llanuras inmóviles, de los bosques llenos de noche, salen los profetas penitentes y las progenies ascéticas. Del mar de "reír innumerable", salen estos hombres alegres; de las volubles y ruidosas ondas salen estos hijos curiosos y discutidores; de los mil caminos marinos salen estos maestros de la vinculación y el comercio humanos. Como buenos nautas, los griegos se sentían mejor y más seguros sobre el andante abismo que sobre la tierra sedentaria: esto es, mejor en la actividad y el pensamiento operante, que en la mera contemplación o tradición. Pero tampoco repitieron lo de los fenicios; ciertamente no dieron la espalda a la tierra; la sintieron y amaron tanto como al mar. Fueron realmente anfibios. El tercer factor a considerar es el privilegio que sig-


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nifica para los griegos su ernp!azamiento en un trivio en que no sólo yacen los residuos fertilizantes de las civilizaciones minoica y micénica, sino en el que se cruzan las influencias de las magnas civilizaciones de Egipto y Oriente. Los factores cuarto y quinto se refieren a que la llegada de las tribus helénicas a Grecia coincide con la expansión de la técnica del hierro y la del alfabeto fenicio, y las profundas consecuencias que ello implica. El factor último tal vez no es el menos importante: consiste en el contacto con las más altas civilizaciones de la época, y bajo las condiciones ya enunciadas, de tribus auténticamente bárbaras y en avance conquistador. Hay un momento en las civilizaciones en que el proceso innovador y ascendente se detiene: la clase dirigente y poseyente, temerosa de perder sus opulentas ventajas, sólo aspira a la conservación de lo que tiene, es decir, a la perduración inmodificada del orden social. En postura epinieteica, sus ojos y su deseo SC dirigen hacia atrás, a la canonización e imitación del pasado —basta el punto que los muertos asumen el gobierno de los vivos. Entonces ocurre, afortunadamente, que los bárbaros aparecen y derrumban lo que ya estaba muerto por dentro, y sobre sus fertilizantes ruinas, una vida nueva y más clara puede ascender o asciende. Toda civilización —después de las grandes civilizaciones originarias— surge de la lucha victoriosa de un proletariado externo o interno contra una minoría fosilizada, es decir, de un pasar de lo estático a lo dinámico, o como dijo J . C. Smuts después del sísmico impacto de 1914. 18: "la humanidad está otra vez en marcha". Bárbaros de esta clase, sin compromisos anquilosantes con el pasado, son los que invaden toda Grecia y Jonia después de los protagonistas de las civilizaciones minoica y miceniana. ***


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Después de lo que antecede se nos ofrecerá corno mucho menos sorpresiva esa primera realización del espíritu helénico iniciada en Jonia por el siglo VII a. C. con la ciudad de Mileto por epicentro. La magrura y estrechez de la tierra habitable y cultivable en la Grecia continental y el Archipiélago no permitieron en ninguna época un aumento cuantioso de su población sin el correctivo del desagüe emigratorio sobre tierras vecinas o remotas que la familiaridad náutica con el mar facilitaba. Durante la civilización miceniana (años 1500-1100 a. C.) como durante su destrucción por los nuevos invasores del Norte, gentes del territorio griego propiamente dicho, fueron rebasando sus límites y buscaron una nueva patria en Ja costa egea del Asia Menor. No iban desnudos culturalmente, dadas la influencia de Micenas y las reminiscencias de Creta. En Anatolia se encontraron con gentes de quienes podían aprender profusamente: lidios, frigios, licios, canos. Su tercer maestro —ya lo dijimos—, fué su libre impulso hacia el futuro, es decir, su falta de tradiciones carcelarias, aunque algo de la mentalidad tribal perduraba en ellos. Procedentes principalmente del Ática, el Peloponeso, Eocia y algunas islas, los griegos emigrantes conquistaron las islas costeras, ocuparon la costa de Jonia y poco a poco varios valles y promontorios, mezclándose y cruzándose naturalmente con las gentes asiáticas. A las lecciones micénicas que traían de Grecia, agregaron no sólo los usos y enseñanzas de la vieja sabiduría de Oriente sino las técnicas del hierro y una adaptación griega del maravilloso alfabeto fenicio, todo hecho con ágil iniciativa y sin prejuicios onerosos. Se trataba de gente tan activa exterior corno interiormente. Allí comenzó a aparecer un tipo de hombre y de sociedad no conocido todavía en la historia. Allí nació la Grecia inmortal hasta nuestros días en la vivencia, no sólo en el recuerdo.


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Con los años estos grecoasiáticos se han movido tan creadoramente, que apenas si pesa sobre ellos ya la hegemonía de los reyes de Lidia, con sede en Sardis, de modo que logran organizar su vida política según un orden nuevo y de juego más libre que todo lo conocido hasta entonces —en la Confederación Jónica integrada por doce ciudades insignes: Mileto, Kíos, Clazomenes, Teos, Lebedos, Colofón, Focea, Eritrea, Mío, Éfeso y Esmirna. Su crecimiento externo fué tan grande que Jonia se convirtió en un centro colonizador sin par. "En el siglo IV sus colonias estaban diseminadas en toda la costa del Mediterráneo, desde los recónditos recovecos del Mar Negro hasta la remota España". "Mileto sola fué la met:ópoli de ochenta estados" (Sartiaux, Farrington). Su crecimiento cultural —en conexión orgánica con el otro—, fué mucho más poderoso aún. Como el cultivo de la sabiduría en Jonia— al revés de lo que venía ocurriendo en Asia y Egipto —no era un privilegio hermético de colegios religiosos o de escribas enfeudados al servicio de un monarca más o menos absoluto, ni estaba sometido a los inviolables mandamientos de la tradición y el rito, sino que se trataba de un espontáneo y libre cometido de individuos particulares, la sabiduría humana, al prescindir de tutores, entra en su mayoría de edad, es decir, asume su pleno poder innovador y creador. Sí, lo que por sobre todo caracteriza ya al espíritu (le Jonia es eso mismo que constituirá el patrimonio más alto del espíritu de toda la Hélade: su independencia o plena confianza en sí mismo, su voluntad (le no recibir sin beneficio de inventario nada de lo pretérito. Eso —digámoslo una vez más— sólo podrá nacer en la sociedad jónica, heredera de las grandes culturas precedentes, pero firme en su voluntad de no renunciar al ímpetu delantero de los bárbaros y emplazada en la encrucijada misma de los caminos de expansión de las grandes culturas precedentes, en un habitat luminoso


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pero con características que impiden la acumulación centralizada de un gran poder político, y abierta por todos lados a la incitación del mar alejante y vinculante: sociedad llegada en un momento en que las técnicas del hierro, y el alfabeto traducido del fenicio, permiten un gran ascenso en la actividad externa e interna del hombre. Así es como ocurrió aquí Ja aparición de un tipo de hombre desconocido hasta entonces, equilibre de vivacidad y sagacidad, con una sensibilidad quizá única para responder a la armonía y belleza de las cosas y al goce del vivir, pronto a la iniciativa y la inventiva, es decir, sin miedo ante lo nuevo e ignoto, e idóneo para el mar y la aventura, y con ello para la práctica de paisajes y hombres los más diversos: gente cuya dilatación de horizonte externo condiciona la de su horizonte interno, es decir, su confianza en sí misma, su audacia de concepción y ejecución, y su sentimiento endiosador de la persona humana. Sin duda nadie lo traduce mejor que sus poetas. Desde Arquíloco a Safo ellos ponen en tela de juicio la autoridad de la tradición y de los dioses, divorciando lo real de lo mítico, vindicando los derechos del individuo frente a la comunidad, justificando el goce de la vida y Su trascendencia ética, enriqueciendo la esfera de lo subjetivo sin descasarla de lo objetivo, y exaltando la libertad como el clima indispensable para el desarrollo de la planta hombre. Ya veremos que la verdadera ciencia y la filosofía tienen Cuna jónica. Por el propio desequilibrio entre su poderío externo y su anquilosis interna, por la fuga creciente del trabajo libre o servil ante el trabajo de los esclavos suministrados por la guerra, por el empleo de mercenarios que terminan por volverse contra sus empleadores —los grandes imperios de la Edad de Bronce (el egipcio, el babilonio,


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el hitita) terminaron por caer al empuje de los bárbaros. Ocurrió lo propio con la Grecia de la época. Los caballeros micénicos, como sus predecesores los reyes-sacerdotes-mercaderes de Minos, también fueron barridos por los nuevos bárbaros bajados del Norte. En realidad la sociedad miceniana fué empobreciéndose con el tiempo por la doble razón de ser de tipo prevalentemente militar sin que no obstante, sus reyezuelos, más o menos aislados, estuvieran en condiciones de echarse por el campo de las conquistas imperiales. Y al fin ocurrió que los caballeros micénicos, "armados de bronce" (a quienes Homero acogería para siempre en el Elíseo de sus cantos) fueron barridos por los nuevos bárbaros que venían del Norte manejando baratas espadas de hierro. Desaparecieron sus protagonistas, pero la civilización de Micenas, Tirinto y demás ciudades congéneres, no desapareció del todo ni mucho menos. Sobrevivió en sus masas dispersas de artesanos, marineros y labriegos, en las técnicas del cultivo de la vid y el olivo y del arte de la alfarería, la pintura, la apicultura, la metalurgia, la navegación. Estos bárbaros indoeuropeos, llegados a Grecia en la Edad de Hierro, no podían crear y no crearon con la nada, o con la pura barbarie, los fundamentos materiales y espirituales de la Grecia clásica, sino con los haberes de una rica herencia cultural. El arte agrícola cantado por Hesíodo en el siglo VIII a. C. tiene un origen que se remonta a varios siglos atrás. Y durante buena parte de la Edad de Hierro el ejercicio de la labranza fué honrado en Grecia, es decir, fué cosa de hombres libres. Pero esto cambiará fundamentalmente con el tiempo, debido a dos causas coincidentes: 1) la obligación creciente del servicio militar para los labriegos; 2°) el constante incremento de esclavos traídos por la guerra, y su competencia ruinosa para los labradores

libres.


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Los griegos se encontraron con tierras angostas y magras para la agricultura y más para la ganadería. La producción de trigo, forzosamente escasa, no podía bastar para el consumo de la población, de ahí que dieran preferencia al cultivo noble, el del olivo y -la vid, y como complemento, la apicultura. Y desde luego al ejercicio de la pesca y el comercio marítimo. Por lo demás, ya sabemos que la amplia aplicación del hierro a los utensilios de labor permitía el laboreo de tierras duras e ingratas, y el de minas. Esa misma técnica de la fundición del hierro unida a la abundancia de ese metal en las montañas nativas, a la gran herencia micénica no menos que a la vibrante actividad de los griegos, trajo un alto desarrollo industrial en toda la Grecia territorial e insular, según el estilo de lo ocurrido en Jonia.


CAPITULO 1. - HOMERO

Nuestra época cree saber o sabe de la Grecia homérica bastante más que los griegos de los días de Pendes. Del mundo creto-micénico apenas si ellos sabían algo. Más que al análisis de textos y testimonios literarios, la luz se debe —desde Schliemann hasta hoy— al prodigioso aporte de las excavaciones. Por cierto que no hay tal Homero, ciego o vidente, autor de la Ilíada y la Odisea, ambas integradas a lo largo de los siglos con las leyendas y canciones de rapsodas anónimos y ambulantes, refundidas e indudablemente modificadas y puestas en escritura en época posterior. Por otra parte, para la crítica es obvio que la época y el estadio cultural a que se refiere la Ilíada son muy anteriores a los de la Odisea, tal como ha llegado hasta los días clásicos. asta, en su forma definitiva, parece apenas anterior al siglo VII a. de C. El mundo que historia la Ilíada trasunta un estado de guerra permanente que no puede ser otro que el correspondiente a los remotos días de las inmigraciones que abatieron la ya decadente civilización miceniana, y a la época que le sucedió. La Ilíada muestra unificadas o sin solución de continuidad las imágenes de los héroes primitivos, consignadas en tradiciones antiquísimas, y las más recientes de la aristocracia feudal y guerrera organizada después. Naturalmente el hombre ideal o paradígmico es siempre un caballero, el noble, dotado de soberano arrojo, que combate en carro tirado por tempestuosos caballos. Los términos noble y valiente se confunden. También los siervos o plebeyos combaten, mas sólo como peones —infantería— aunque lo magno y propiamente heroico y merecedor de la inmortalidad del canto es el duelo individual de los próceres nobles. Desde luego, los móviles concretos de la guerra son los de siempre: la conquista de la victoria sobre el ene-


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migo para quedarse con sus mujeres, niños, ganados, tierras y riquezas y armas y reducir a esclavo al vencido. ¿Que la reconquista de la raptada Helena fué el romántico motivo de la magna camorra? Homero, en su candor épico, muestra algo más: "Helena y las riquezas que Paris trajo ea las cóncavas naves, esto fué el origen de la guerra". Pues de veras, lo que el poeta nos presenta no son torneos caballerescos como suelen enseñar los profesores, sino cuadros de ese bandidaje de gran estilo que es la guerra o disputa a muerte por la posesión de esclavos y riquezas. "Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra y de todas saqué abundantes y preciosos despojos que di al Atrida, y éste recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes." Son palabras del héroe guerrero cien por ciento, Aquiles, uno de cuyos deportes favoritos es dar caza a los hijos de Príamo y venderlos en las islas: por uno de ellos, confiesa, recibió "cien bueyes". Y desde luego Homero es no sólo el padre de los canonizadores de la guerra sino el maestro insuperado. Por encima de todo la Ilíada tiene por objeto sublimar el asesinato y esa alta suma de bajezas que es el proceso bélico, echando mano de todas las sutilezas del sofisma y especialmente de las filigranas de la mejor retórica, dorando su monstruosidad y su mercantilismo hasta presentarlo como la majestad poética misma: "la lanza, penetrando por debajo de la ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Peneleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco, y como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla y levantó la cabeza, cual si fuese una flor de adormidera". Como se sabe, la ilíada se inicia con una incitación a la Musa a cantar el encono de Aquiles, detalle que decide la acción de todo el poema, pues el retraimiento del héroe primo acarrea la amenaza de derrota de los suyos y la muerte de su entrañable amigo Patroclo, decidiendo al fin


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la intromisión de Aquiles, la muerte de Héctor y la caída de Ilión. Y bien: el sísmico berrinche del Pelida estalla porque en el reparto del botín, Agamenón, el primero entre sus pares, se quedó con la cautiva Briseída por esclava, cosa que Aquiles reputa una injusticia insoportable. No es, pues, que Homero haga Ja vista gorda ante la baja avaricia, la apavonada soberbia y la acérrima crueldad de los héroes, sino que eso queda en la penumbra ante lo que en el mundo iliádico significa la areté o virtud por antonomasia y que debe ser exaltada sobre toda cosa: el denuedo del hombre en el combate y su hambre de fama, es decir, su alado prurito de que se hable de él entre los hombres futuros y que lo tomen por encumbrado modelo. No es que en la Odisea el ideal de hombre sea diferente, pero ocurren dos novedades: primero, Odiseo, si bien se hombrea con los mayores paladines de la ilíada, es aquel en quien el poder del ingenio y la palabra no ceden al de su coraje; en segundo lugar, la visión que informa el poema es menos guerrera que pacífica: el interés lo dan aquí, tanto como las aventuras del héroe, la variada y laboriosa actividad de hombres y mujeres. Cualquiera sea la antigüedad originaria del poema parece indiscutible que su última versión es la de un mundo bastante más moderno y del más rico encanto humano, como que preludia el nacimiento de un tipo de hombre como aún no lo viera el mundo: el de jonia. Para la crítica más moderna Odiseo se presenta ,en sus rasgos cardinales, como un jonio típico. Es indiscutible, asimismo, que la Ilíada se caracteriza por una subida idealización de los héroes o jerarcas de la nobleza, mientras la nobleza de la Odisea aparece con caracteres menos grandiosos, pero más realistas y vivientes. Su moral y su cortesía son también mucho más humanamente amables.


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El hombre-tipo, el hombre ideal concebido por cada cultura, es lo que da el sentido profundo de la misma. El de la época homérica fué el héroe beligerante, esto es, el hijo de una aristocracia que vive naturalmente del tr2bajo de los plebeyos o siervos, y cuya ocupación única y digna es la guerra. Pero a esta concepción y práctica de la vida, común a muchos p ueblos, el noble homérico añadía un profundo sentido del deber ante ese ideal y una vigorosa disciplina física y moral para elevarse hasta él, para ser el primero entre sus pares, mostrándose digno del más alto premio a la arelé. De allí la importancia de la aristeia o duelo individual. Este principio, sin duda el más arcaico, se completaba con otro que confiere ya al héroe homérico una fisonomía totalmente inconfundible y que explica por qué Homero pudo ser considerado un educador de Grecia. Ya es sintomático que Aquiles, el héroe por excelencia, haya sido discípulo de Quirón, el centauro sabio, pero la advertencia de Fénix, su otro maestro, sobre para qué fué educado, es decisiva: Para ambas cosas, para pronunciar palabras y realizar acciones. La virtud guerrera sola, no hace, pues, al héroe si no se mancomuna con la de la palabra que implica la vigencia del espíritu. Del más humano y moderno de los caudillos de la Ilícda se dice: "Mas tan pronto como salían de su pecho las palabras... ningún mortal hubiera disputado con Odiseo". Pero la característica esencial del prócer homérico es su devoción al honor y a la gloria. No se trata propiamente de vanidad sino de temor a la justa reprobación y de exigirse a sí mismo hasta el máximo para merecer el justo encomio. Esa siempre tensa voluntad de honor es voluntad de gloria cuando el héroe sacrifica todo reposo y pone en el tablero su vida sólo por legar un gran ejemplo, porque se hable gloriosamente de él "entre los hombres venideros".


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El caso más preclaro lo consigna ese pasaje del canto IX en que la tiranía absoluta del Hado, que está por encima de los dioses mismos, parece permitir un comienzo de intromisión del hombre en su propio destino: 'la diosa Tetis, de argentados pies, dice que el Hado ha dispuesto que mi vida acabe de una de estas dos maneras: si me quedo a combatir en torno de la ciudad de Troya, no volveré a la patria, pero mi vida será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga. . Fiel a esa terrible areté homérica, Aquiles elegirá el primer camino. Bueno es no olvidar —contra la exaltada ponderación de Jaeger y los comentadores en general— que esta sobrehumana auto-exigencia no invalida el hecho fundamental de que ella se paga con el olvido o menoscabo de otras virtudes más propia y noblemente humanas, y que, pese a todo, esa aristocracia guerrera, esencialmente zángana como todas sus congéneres, no escapa a la definición implacable del duque de Saint-Simón: 'Cette nohlesse accouturnée a n'tre bonne a rien qu'a se faire tu er". De cualquier modo esa conducta más o menos rigurosamente sometida al logro del propio ideal implica una educación y naturalmente ella constituye un privilegio exclusivo de la clase noble: es decir, ésta es la única en condiciones sociales de aspirar al desarrollo de la personalidad, o, mejor, a la plasmación del hombre completo según un tipo preconcebido. Que el ingrediente mayúsculo de la personalidad lo forma el valor guerrero, huelga decirlo; pero no es el único. Aun en el primer canto de la Ilíada, ante los hirsutos y desmesurados excesos de Agamenón y de Aquiles, la intervención razonada y serena de Fénix —como la del viejo Néstor en otras ocasiones— indica que la medida o equilibrio, bajo el concepto moral de sofrosine era ya una virtud griega.


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Por cierto que en la Odisea las virtudes sociales y espirituales son mucho más cotizadas. La formación de Telémaco, bajo el maestrazgo de Mentor, implica casi un tratado pedagógico. Y algo más sorpresivo aún: la mujer en la Odisea ocupa una jerarquía social y espiritual desconocida, no sólo en la Ilíada, sino en la época clásica. El gran poder educador de Homero radica (los griegos lo advirtieron mejor que nadie) en que la poesía, y el arte en general, tienen mucho mayor eficacia para conmover, elevar y educar a la persona humana que la mera preceptiva racional o moral. No debe olvidarse que los rapsodas —el poeta épico, hornero— pertenecen a la clase plebeya; pero como la nobleza les impone, en gran parte, su propia ideología, y su prestigio social y moral es subyugante, el poeta tiende inconscientemente a identificarse con ella. En todo caso, su actitud es de acatamiento y respeto. Ante la crueldad, la impiedad, la avaricia o el impudor de los héroes de la Ilíada (Agamenón rechazando bestialmente al padre de Criseída que ofrece un gran rescate por su hija, Aquiles emperrado en su tirria hasta olvidar la causa común, Diomedes atacando a Venus) o ante la insolente villanía de los pretendientes de Penélope —el poeta se concreta a consignar los hechos callando su opinión, quizá porque no se atreve a tenerla y menos a formularla ante los seflores, A lo más deja que ellos mismos, en la truculencia del enojo muestren al trasluz detalles tan prosaicos como poco heroicos, como cuando Príarno dice a sus propios hijos, entre otras lindezas: "hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos". Hay, con todo, una excepción agresiva, que la crítica supone haber sido introducida en los últimos tiempos, y que significa, nada menos, que el poeta se atreve con los fueros intangibles de los grandes: es la figura de Tersites. El concepto que el combatiente noble tiene del


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plebeyo, lo expresa Odiseo desnudamente en el canto II: "Tú, débil e inepto para la guerra, no eres estimado ni en la guerra ni en el consejo". Pero a Tersites no lo acoquinan ni los más altos héroes: "Aborrecíanle de un modo especial, Aquiles y Odiseo, a quienes zahería". Ni la codicia de Agamenón, rey de reyes, está libre: "iAtrida! ¿de qué te quejas y de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y tienes muchas y selectas mujeres que los aqueos te ofrecimos.. ." Por encima de todo se alza la calidad estética de Homero. Ningún pueblo hasta hoy, en su estadio de barbarie, ha producido nada tan profundamente armonioso y hermoso, más lleno de claridad humana ("la naturaleza de oro" que dice Nietzsche) pese a los acarreos míticos, aunque se reconozca el fenómeno de una larga evolución y que el estado definitivo fué alcanzado en épocas relativamente modernas. Así lo dicen el arte exquisito de la descripción y el orden perfecto del relato, el sutil ingenio y la armonía del lenguaje, el fino escepticismo de ciertos pasajes, la total imparcialidad de actitud ante troyanos y griegos, la cortesía de los combatientes sofrenando el arrebato cimarrón. Por lo demás las propias referencias de la Odisea a los aedas predecesores ("el héroe Demococo" ... "el armonioso aeda venerado por el pueblo, a quien la Musa amaba más que a ninguno y le había hecho conocer el bien y el mal, pues privándole de la vista habíale otorgado el canto admirable") parece indicar que Homero declina su corona de padre de los poetas y que lo del ciego vidente es sólo un símbolo. De todos modos es innegable que en cualquier período de la Grecia clásica (menos en el de la decadencia) la potente raíz homérica está presente. Sentimiento homérico de la vida es esto: arrimo profundo a la naturaleza, pero


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sin extrañarse de sí mismo, buscando la consonancia y el equilibrio perfecto entre lo cósmico y lo humano —aspiración a la personalidad en función del grupo social, no contra él—, sentido religioso de la alegría de vivir, esto es, aceptación alacre o serena de todo lo que vive, aun del dolor, aun de la muerte —inmaculada voluntad de lucha y de victoria—, tendencia apasionada a entrar en posesión de la belleza, entendida no como un ornamento sino como una espiritualización de la materia. Claramente opuesta a la sabiduría asiática en general, hecha de renuncia y de resignación, nace con Homero esa activa sabiduría griega que no renuncia a la lucha o a la pasión, pero que sabe imponerles el ritmo, que significa medida, es decir, armonía. Y como lo revela la descripción del escudo de Aquiles, la visión homérica de la vida ya es filosófica, o tiende a abarcar los más varios aspectos del orbe natural y del humano. "Maravilla al espectador moderno —opina Jaeger coincidiendo con Burkhardt— el hecho de que todas las fuerzas y tendencias caractcrísticas del pueblo griego que se manifiestan en su evolución histórica posterior se revelen ya de un modo claro en Homero". Esto es verdad sólo a medias, pues el tránsito de Homero a Esquilo, del estadio aristocrático al democrático, comporta, decisivamente, un cambio de actitud espiritual, una nueva y más amplia visión y concepción del hombre como hacedor de su propia historia, al soslayo de los dioses o de la fatalidad. Nada lo expresa mejor que la conducta de los filósofos de Jonia, jubilando los mitos homéricos y la cosmología de Hesíodo.

No hay criatura más mísera que el hombre. Eso dice Zeus en la Ilíada. Pero el Prometeo de Esquilo, que anuncia su caída, está muy lejos de pensar lo mismo.


CAPITULO II. - HESIODO

Todo el esplendor de la Grecia está representado en la Ilíada por la vida de la nobleza hasta el punto de parecer que no hubiera otra. Naturalmente hay otra, y aunque mucho menos visible, es más vasta y fundamental. Nos referirnos a la vida del pueblo trabajador de la tierra que transcurre "en los profundos valles, lejos de la mar resonante" (Hesíodo). La vida primitiva de Grecia, corno la de tantos otros pueblos, fué predominantemente agropecuaria, es decir, campesina. El dominio de los litorales y de "el mar infecundo" de Homero, de tan fecundos resultados, vino después, con el comercio. Ya destacamos al comienzo como uno de los factores más decisivos en el destino histórico de los griegos el hecho de que la tierra que ocuparon, sin llegar a ingrata, fué obviamente angosta y pobre, de modo que su cuasi fertilidad en ganados y frutos se dió como resultado de una exigencia tan sensata como tenaz de sus habitantes, es decir, gracias al permanente ejercicio de su inteligencia y su voluntad. Con lo dicho queda indicado que el de los griegos fué un pueblo para quien, más que para cualquier otro, se acuñó el verso fáustico: En el principio fué la acción. Y no sólo tuvieron noción de esa peculiaridad suya, sino de su consecuencia profunda: que la indigencia del suelo, redimida por el ingenio y la disciplina laboriosa del hombre da sillar de mármol a la virtud de la Grecia democrática. "En ello funda su arelé", explica con lucidez zahorí Herodoto. "Gracias a ella se defiende la liélade (le la pobreza y la servidumbre". Ya veremos que la presencia de esclavos traídos por la guerra, y su incremento constante, gracias al poder de adquisición de la riqueza acumulada en pocas manos,


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ocasionará la derrota de los trabajadores libres y la entera depreciación social y moral del trabajo, causa cimental, a ojos vistas, del urgido declinar de la civilización helénica. Pero se estaba aún muy lejos de ello —a tres o cuatro siglos de distancia—, en los días de Hesíodo. Si al hablar de Homero hay que destacar el influjo educador del grupo dirigente o aristocrático, con Hesíodo se inicia, no menos hegemónico, el aporte cultural de las clases trabajadoras. Por cierto que la tierra está principalmente en manos de los terratenientes, mas, con excepción de la Laconia, el pueblo rural no parece descender de un pueblo anterior, conquistado y aherrojado, es decir, no existe propiamente la endemia de la servidumbre. Labradores y pastores, que gozan de bastante independencia, se reúnen en el mercado todos o casi todos los días, hablan y discuten sobre cuanto les interesa, sin perdonar, por cierto, la codicia y prepotencia de los ricachos nobles ni la venalidad de los magistrados. En la Grecia de cualquier tiempo, como en Israel los profetas, los poetas son los intérpretes y mentores de la conciencia pública. Hesíodo, simple cuidador de rebaños al pie del Helicón, siente el llamado de las Musas, pero, aunque él también recibiera su educación primaria de Homero, su inspiración le viene directamente del medio en que vive: la campiña y sus gentes. Y si bien todavía en su tiempo la distancia entre campo y ciudad es mínima y su interdependencia es profunda, no resulta menos cierto que los rapsodas homéricos son poetas cortesanos y su cometido más claro es la evocación idealizadora de los grandes de la nobleza, mientras Hesíodo campea por su realismo más o menos crudo y popular que no disimula, sino al contrario, la prepotencia y la codicia de esos propietarios, seflores y jueces ("devoradores de regalos") a cuya potrosa


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casta pertenecen los próceres de la Ilíada y la Odisea. Homero y Hesíodo se elevan a lo general humano pero sin perder cada uno su respectivo sentido de clase. Como típicamente popular, la sabiduría de Hesíodo es distinta cuando no opuesta en espíritu a la noble o caballeresca de Homero. No se extrañe, pues, que se dé con caracteres clarísimos lo que debía: mientras la Ilíada exalta la virtud del caballero ocioso y expoliador, Los trabajos y los días hacen lo propio con la virtud laboriosa del plebeyo, pues enseñan que sólo por el trabajo largo y tozudo el hombre logra emanciparse de la miseria y conquistar su dignidad: "los dioses inmortales han colocado, antes del éxito, el sudor". A la moral de los ociosos torneos caballerescos y del latrocinio épico se opone ahora la del trabajador libre como único medio de lograr la areté. (Y, detalle muy griego: la exaltación del trabajo libre como una belleza.) Como corolario, a la ética de la fuerza se opone la del derecho. Los historiadores nos advierten que el padre de Hesíodo, campesino de Beocia, fué un inmigrante venido de la culta, libre y laboriosa Jonia y que ésta no pudo ser ajena a la sabiduría de Hesíodo, que inaugura en Grecia la idea de la justicia y el derecho como superación humana de la ley del más fuerte que campea no sólo en la Naturaleza sino también en la Ilíada y que el nuevo aeda pone al trasluz en su apólogo del halcón y el ruiseñor. Hesíodo expresa en ella, valiéndose de un truco literario que después se llamó fábula, la angustia social de los campesinos cada vez más acorralados por los terratenientes. El pathos social de Hesíodo —su sentido de lo social y su sentido de lo justo— es tan obvio que, como alguien lo advierte, denuncia no poco parecido con la actitud de los profetas hebreos. Sólo que, como ya lo dijimos, el poeta beocio tiene probablemente raíz jónica,


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y las bellezas del raciocinio —lo antihebreo por excelencia— prelucen ya en él. En Homero apenas si sospechamos una interpretación de los mitos. Hesíodo la acomete ciertamente, y algo de esa verdadera aurora de la razón humana que será la filosofía milesia se anuncia en la Teogonía. En efecto, el poeta intenta en ella nada menos que una explicación del devenir del mundo y el trazado del árbol genealógico de los dioses. Pero he aquí que la doctrina del aedateólogo es mucho menos mística o literaria que confiadamente racional. Sí, él toma los elementos de ¡a religión tradicional como materiales para su concepción y construcción, pero quienes presiden la obra son la imaginación y la inteligencia del poeta. Bajo la forma mítica es ya el pensamiento quien intenta la interpretación material y espiritual de lo que existe, con audacia tal que bucea sus orígenes más allá del Olimpo y sus dioses: el caos preexistente, el Cosmos, el Eros iniciador y renovador. Hesíodo —cuya existencia real parece indudable-.--, es, pues, un quidam sin autoridad oficial o derecho aristocrático que asume por sí mismo la misión de justificar y prestigiar el trabajo y de exaltar, por encima de las clases, el sentido de la justicia humana. Por él el campo humanizado por el trabajo y la dignidad del trabajador se suman a la herencia de Homero en el haber cultural de Grecia —aunque en su evolución posterior el espíritu helénico logre su expresión plena en las polis de insumergible renombre: Mileto, Efeso, Corinto, Megara, Tebas, Siracusa, Atenas. Como los profetas de Israel —heraldos del derecho popular más que funcionarios religiosos—, Hesíodo en tanto que poeta, es un educador en el mejor sentido de la palabra, el gran maestro antiguo de Grecia después de Homero.


CA PITULO III. - EL A MA NECER JÓNICO

Recordemos una vez más cómo el espíritu de la Hélade comenzó a amanecer en Jonia y también cómo en estas colonias griegas surgidas de la sangre y de la herencia cultural cruzadas de cretenses, micenianos, asiáticos y bárbaros, la actividad humana produjo una vívida eclosión industrial y comercial. La ciudad de Mileto fué el ombligo de ese pequeño gran mundo. Ahora bien, esa actividad fué tan intensa y múltiple en lo manual como en lo intelectual. La industria y el tráfico de mercaderías se movieron de prodigiosa manera justamente gracias a ella. Como el jonio no padece la autoridad cristalizadora de un pasado prestigioso, ni la de una monocracia regia o sacerdotal, ni la de una extrema división de clases —tiene tan libres sus manos como su mente. Adopta las prácticas y los conocimientos ajenos que cree convenientes y casi siempre los supera gracias a la fertilidad de su libre inventiva. Y algo más grande aún, como veremos. Esta Jonia es la patria del espíritu helénico en su hora de aurora, es decir, quizá en su momento más hermoso, cuando hasta sus hombres señeros —filósofos, ingenieros, médicos, políticos— trabajan también con sus manos, y "la exaltación del conocimiento práctico contenido en las técnicas hasta hacer de él un método de conocimiento especulativo" (Farrington) da por resultado la aparición de los filósofos jónicos. Su época, más que la del Renacimiento, se caracteriza por la conjunción del libre e intenso ejercicio manual y el intelectual en una sola persona, y de allí la increíble profusión de inventos y descubrimientos: el nivel, la escuadra, el torno, el fuelle, la llave, la rueda del alfarero, el tallado de las gemas; el fundido del bronce, la soldadura del hierro, una escollera para tener a raya al mar, un acueducto perforando un monte. Para estos hombres no existe esa secesión trágica que vendrá


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después, entre el afán de las manos y el de la mente. Al contrario: parecen presentir lo que la ciencia adivinará veinticinco siglos después: es decir, que con sólo su cerebro, sin la ayuda creadora de sus manos, el horno capul inclimitus no hubiera logrado jamás la vertical humana. El Adán de la filosofía, Tales de Mileto, es el antipolo de un especulador de claustro o de un pensador de academia y gabinete. Hombre práctico y de mundo, comerciante, inventor técnico, observador científico, conocedor de tierras, gentes, trabajos, experiencias y especulaciones —todo eso antes de ser filósofo—. Atribúyesele la medición de una torre por su sombra, la predicción de un eclipse, el cálculo del giro anual del sol en 365 días. Rompiendo con las tradiciones religiosas milenarias le pareció ver que el origen de todo estaba en el agua. En actitud análoga Anaximandro creyó verlo todo en una materia infinita e indeterminada cuyo movimiento engendra los mundos. (Ya puede advertirse que el suyo no es el infinito abstracto de los idealistas.) Su idea del eterno movimiento incluye ya la de la lucha de los contrarios. Anaxímenes creyó a su vez que el padre de todas las cosas era el aire. Y llegamos por fin al más profundo espíritu de los tiempos antiguos, ese Heráclito de Éfeso, quien advirtió no sólo que el movimiento es la esencia misma de la materia, sino que todo está perpetuamente mudando, muriendo y renaciendo, y que la causa de todo cambio es la oposición dialéctica de los contrarios. (Hegel, Darwin, Marx y todo el espíritu científico más delantero de hoy están ya en Heráclito como el árbol en la semilla.) El heraclitismo o concepción del mundo como un proceso es el anticristo de las religiones q'e lo conciben, todas, como una estatua. Digamos que la llegada de los filósofos jónicos constituye el punto de partida de eso que llama Jaeger la hazaña histórica de Grecia, esto es, sin duda, el acontecimiento más grandioso y decisivo en la historia profunda del hombre. No se trata aquí de sacerdotes o de jerarcas


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de ninguna especie, sino de simples "caballeros particulares", pero en quienes el gran espíritu de las gentes de Jonia se ha incorporado y llega a su cenit. Con ellos aparece por primera vez el yo pensante como autoridad suficiente en sí misma y con derecho a desafiar aun a verdades venerables de arrugas y de siglos —es decir, de la filosofía como hija del hombre nuevo venida después de la religión, hija del hombre antiguo—. En efecto, Heráclito y sus grandes pares son los inauguradores de la héjira laica en el mundo, es decir, los que trabajaron por la liberación como el propio Prometeo, pues su filosofía implicaba, a la larga, la negación no sólo de las religiones sino del idealismo de los pitagóricos y eleáticos, los Platón y los Plotino y de todos sus epígonos hasta hoy que vuelven con clandestino u ostensible apego a las tinieblas


CAPITULO IV. - LA ATENAS DE SOLÓN

Como hoy lo reconocen varios historiadores modernos, marxistas o no, la profunda transformación social y polí. tica que se opera en los distintos estados griegos entre los siglos VII y VI obedece a una profunda transformación económica: "el paso de la economía natural a la economía monetaria", corno dice el mismo Jaeger. Ello significa que los plebeyos enriquecidos por el comercio y por la industria incipiente son los nuevos aspirantes al poder político detentado hasta entonces por la nobleza terrateniente. Las familias patricias, en general, decaen económicamente, pero algunas, dedicándose sin remilgos al trueque y la producción manufacturera se enriquecen hasta el punto de convertirse en un peligro para los otros nobles, algunos de los cuales "se ofrecen como caudillos a la masa popular" que ya lucha o está siempre dispuesta a ello por aliviar su empeorada suerte. Veamos lo que ocurre en el pueblo mejor conocido, el de Ática, que está más vinculado a los jonios que las otras estirpes helénicas, aunque su capital, Atenas, sea la última en desarrollar su propia melodía en el concierto panhelénico. Solón, cuya obra fué la de armonizar en lo posible las tendencias y los intereses de la nobleza con los del pueblo cada vez ms consciente de su situación de clase y más proclive a la lucha, es sólo el precursor de la democracia ateniense, pero el que deja, sin designio tal vez, cavados sus cimientos. El gran inspirado político fundió en verso sus pensamientos fundadores, y su influjo persistió vivo siempre. Más aún: la poesía de Esquilo (el mayor poeta de la democracia y el mayor poeta del mundo) no hubiera indudablemente acaecido sin la poesía y la obra de Solón. Solón quedó, pues, como una especie de ánima o musa animadora de la ciudadanía ática.


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Pero la más auténtica poesía griega, su arte y su f ilosofía, son entrañablemente sociales, en el mejor sentido de la palabra: son una expresión de la comunidad y para la comunidad a través del individuo excelso. La relación entre el individuo y el Estado es profunda, casi tanto como en Esparta, pero la diferencia con ésta es más profunda aún. En Atenas esa relación tiene desde el comienzo el sentido y alcance de un equilibrio funcional; en Esparta, lo político prima sobre lo privado —lo externo sobre lo interno— hasta chafarlo, y su evolución comporta un anquilosamiento progresivo hasta anular todo movimiento del espíritu. La armadura excesiva termina aplastando al guerrero. Pero la más frontal antítesis de la polis espartana es la polis jónica. La contribución de Jonia al mundo helénico es creadora en el más alto grado; su idea del derecho de todo ciudadano —es decir, la negación de los derechos tic clase— es el junto de partida de un orden social hasta entonces inédito que implica la entera libertad del individuo público, una nota en un concierto que es la comunidad social y política. Y ocurre así que en la gloriosa Jonia el desequilibrio se da también, aunque en un sentido antitético al de Esparta: la libertad centrífuga del individualismo jónico (con su peligro de anarquía y dictadura a la vez) comporta el debilitamiento de la capacidad política, que es, en última instancia, la garantía de la libertad de cada ciudadano. Atenas, ya lo hemos dicho, es la armonía de esas dos disonancias y sin duda no es un mero azar que Solón, el mayor maestro político de Grecia, el creador de la ciudadanía ática, fuera un fundamental poeta, alguien capaz de concebir la diversidad de lo viviente como una armonía. Las más grandes figuras áticas —Solón, Esquilo, Temístocles, Fidias, Praxíteles, Sófocles, Tucídides, Demóstenes— sólo pudieron darse en la polis del Partenón, con su orgánico y armonioso correlato entre lo individual y


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lo social, y el profundo poder educador de comunidad sobre el individuo y viceversa. Es obvia la ubérrima influencia de la cultura jónica (con su poesía, su filosofía, su autonomía del individuo, su arte industrial y náutico, su sentido del gozo de vivir y aun su fausto) sobre la mayor parte de la atrasada Grecia insular y peninsular de su tiempo y especialmente sobre el Ática de los días de Solón, de economía y vida casi puramente agrarias. Sin esa demiúrgica fecundación por cierto que ni Atenas ni las demás ciudades helénicas hubieran podido llegar a donde llegaron. Mas es igualmente indiscutible que Atenas, a su vez, reaccionó genialmente, oponiendo su vigor y su sobriedad al contagio asiático de lujo y blandura de que Jonia no estaba libre, completando el impulso individual jónico con la capacidad de estructuración política. Como todo poeta de verdad, Solón es auténtico hijo de su época —y toda época es única—, es decir, inaugura algo nuevo. La poesía jónica implica esencialmente una apelación al alma individual; la de Homero al honor heroico; la de Hesíodo al derecho y la justicia aun en manos de los dioses. Pero Solón, tan educador como sus predecesores, busca ante todo despertar y educar la conciencia política del hombre. El modo habitual a los historiadores de presentar a Solón como el creador de las leyes y la ciudadanía atenienses deja un poco la impresión de que hubiera aparecido por milagro; pero no es así. En efecto, Solón surge como el desenlace más o menos feliz de un proceso de presión opuesto por los trabajadores campesinos a la explotación y opresión de Ja nobleza terrateniente, esas que él mismo describe patéticamente. Solón no es propiamente un caudillo o un profeta de la masa; es un hijo de la nobleza y como tal no sueña en abolir su dominio. Hombre preclaramente comprensivo, es decir, muy por encima de la miopía y mezquindad de


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su casta, se propone limitar sus privilegios como el mejor medio de detener la marea popular que amenaza y que las hirsutas leyes de Dracón no lograran conjurar. Claro está que, mirado desde el ángulo opuesto, aparece como un apóstol popular, y en cierto modo lo es. Solón toma las ideas de justicia y derecho del plebeyo Hesíodo, pero su sentido pierde más o menos del todo su tinte religioso para ser decididamente político. Y así como trata de lograr un pacífico equilibrio entre la nobleza y las clases trabajadoras, procura más profundamente poner en armonía los dominios del individuo y los de la sociedad. La sabiduría política de Solón no sólo debe su parte a los jonios y a Hesíodo, sino, decididamente, a la historia de las ciudades griegas hasta entonces. Atenas, como última venida, podía y supo aprovechar esa enjundiosa experiencia de orígenes, desarrollos y cambios muy similares. En cualquier caso esa sabiduría es profunda y límpida como la luz griega. "Si por vuestra debilidad habéis sufrido el mal, no culpéis a los dioses". Pero he aquí que sindicar al hombre como el propio culpable de sus males es declararlo partícipe de su propio destino, es afirmarle su fe en sí mismo y ponerlo en el camino de la responsabilidad. Solón, sabio, poeta y hombre de acción, que ve en el concepto de la medida de cada cosa el principio de todo conocimiento, que no niega los rigores de la Moira, pero advierte que la capacidad de gozo del hombre es una riqueza insuperable —Solón, que acogota la tentación del poder y el dinero, y se retira un día soberanamente libre y pobre, es la primera encarnación plena del espíritu ático.


CAPITULO Y. - ESPARTA

Constituye una operosa tarea para la crítica histórica la dilucidación del fenómeno que ofrece Esparta, la oligárquica y cuartelera, como opuesta no sólo a la polis ateniense sino a todas las democracias del resto de Grecia. El fenómeno fué percibido por los griegos en sus últimos siglos, pero es evidente que su visión estuvo falseada por especiales circunstancias del momento histórico.Nos referimos a la visión y estimación de Platón, Aristóteles, Jenofonte y Plutarco, heredadas por Occidente. Ellas se producen en una época de marcada o de radical decadencia de eso que había engendrado la inimitable grandeza de los griegos: la democracia. Puede darse como comienzo de esa época el término de la guerra del Peloponeso, con el triunfo de Esparta, y su deducción torcida: el estado democrático de Atenas demostraba su inferioridad frente a la oligarquía militarista de Esparta. O más concretamente: el sistema político y social en que el individuo podía moverse con amplia libertad e iniciativa se ofrecía como inferior a la polis espartana en que el individuo hallábase totalmente sometido al Estado-gendarme, y era integralmente educado por él para su fines, hasta el punto de que propiamente hablando la vida privada e individual quedaba abolida. Con la diferencia de que según Las leyes en el estado ideal la justicia debe ser puesta al lado y aun por encima del valor, Platón acepta y reconoce la superioridad de la constitución social de Esparta y de su ideal humano —actitud de romanticismo filosófico que, con diferencias no esenciales, es la de Jenofonte, condotiero de un rey persa, de Aristóteles, cortesano de un rey macedonio, y de Plutarco, ese griego de cráneo romano. Antes de ir a la raíz, bueno es recordar que en la


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Esparta venció después a su rival gracias a la ayuda en dinero y armas de los persas, a quienes abandonó las ciudades griegas del Asia Menor y las Cícladas, y, finalmente, que la hegemonía espartana, tan fugaz como tres décadas, sirvió para reemplazar la democracia por la oligarquía en las ciudades griegas, pero no para resistir a Macedonia ni siquiera a Tebas. Las más antiguas noticias coinciden en presentar a la de Esparta como gente cuya vida diaria y perpetua recordaba la de un campamento militar. En realidad, su constitución social era la que correspondía a la dominación de una clase riesgosamente minoritaria y zángana constituida por los últimos llegados a Laconia sobre una población indígena organizada por los amos en dos pisos: la de los periecos (artesanos y campesinos "libres") y la de los ilotas (siervos). Los dos reyes de Esparta, que en la época histórica carecían de poder político, debían ser un resto de los días de la invasión de las hordas dóricas. El verdadero poder está en manos del Consejo de los Ancianos, y sobre todo, de los cinco éforos, que puestos como poder moderador entre los señores y el pueblo, terminan por decomisar a éste casi de todo derecho. Efectivamente, la asamblea popular, en que campea la elocuencia de los mudos, pues no hay el menor debate, se reduce a decir sí o no a las propuestas del Consejo, el cual puede rechazar la negativa y aun disolver la asamblea. En realidad hay un hiato abismal entre los muy minoritarios señores de la aristocracia, libres de todo trabajo que no fuera el de la guerra y la caza, y la excesiva población plebeya de labriegos y artesanos, y la de los ilotas. Sin el más tenue sentido de humanidad tratan al ilota, no como a esclavo, sino como a bestia dañina, cazándolo por deporte o entrenamiento para mantener bien el pulso y la impasibilidad. En cuanto al estado a que habían reducido al antiguo


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pueblo libre de los mesenios, es Tirteo, ese Homero laconio (es decir de cuartel) quien lo cuenta: "Como los asnos se derrengaban bajo pesadas cargas y se veían obligados, por la dolorosa constricción de los señores, a entregarles la mitad de los productos de sus campos". El patetismo de la descripción no está sugerido por un ápice de pudor libertario o por pecado de compasión sino, todo al revés, por la necesidad de advertir a los esclavócratas la urgencia de quebrar otra vez al pueblo mesenio sublevado o resurrexo después de un lapso de tres generaciones enyugadas. Del horror a la opresión y de la voluntad emancipadora de los sojuzgados habla claro el hecho de que la lucha doblara en duración a la guerra de Troya. Ahora bien, apenas es dudoso para el criterio actual, que precisamente esa situación inicial y permanente de la exigua población espartana de obligarse a mantener bajo el yugo a una población indígena vencida, pero mucho mayor y dispuesta siempre a romper sus hierros, esa situación de amos negreros es la única apta para explicar ese fenómeno de un Estado-caserna. Lo que en la historia griega marca la diferencia fundamental entre el período homérico y el clásico es la aparición de la polis o ciudad-Estado. Y aunque la polis sigue apoyándose en mayor o en menor grado en la tradición campesina y feudal, ya su estructura social y su dirección espiritual son otras, y nada de la cultura clásica puede comprenderse si se prescinde de ese profundo fenómeno político. La polis es el eje de la vida griega clásica. Aun en la época de las grandes alianzas para luchar entre sí o contra Macedonia, cada minúsculo estado-ciudad sigue manteniendo su independencia y soberanía. Naturalmente la polis nació en Jonia. Pero acaso por su mayor proximidad a las hipertróficas formas imperiales de Oriente la polis jónica se singulariza por lo extremoso de la libertad individual del ciudadano y lo mediocre


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de su sentido político, frente al genial de Atenas. Por otro lado la acentuación de su carácter jurídico la opone a Esparta, cuyo férreo militarismo, como ya lo expresamos, se origina en la férrea necesidad de inveterar la servidum bre de las populosas masas mesenias e ilotas. No podemos concebir a un griego clásico si prescindimos de su condición de ciudadano. Ello significa que su libertad personal se articula en su libertad política, es decir, está condicionada por la libertad del estado dentro del cual se mueve. Su educación consiste, ante todo, en sentir y guardar esa armonía. Sólo que en Esparta la vida y la soberanía del estado exigen que los ciudadanos se conviertan en peones de ajedrez suyos, y son educados para ese fin. No hay, propiamente hablando, hombres privados o particulares: todos son funcionarios privados o públicos del estado. La gimnasia, las diversiones, las comidas son públicas; la sencillez de costumbres y vestidos, la resistencia a la fatiga y al dolor son virtudes prescriptas e impuestas por el estado. Frente al pecado mayor de la cultura griega —Ja servidumbre de la mujer— se habla de la libertad de la espartana. No hay tal: se trata sólo de una cuasi equiparación al hombre, esclavo del estado, o sea, que en su condición de madre de futuros soldados, la mujer alivia un poco su servidumbre doméstica en pro de la servidumbre pública que implica el aprendizaje de las virtudes militares. Ahora bien, como la inventiva del espíritu o de las manos es cosa que la colectividad realiza siempre a través de la libre iniciativa del individuo, no nos extraña que Esparta muera un día sin ser sospechada, hasta hoy, de haber incurrido en nada de eso que se llama arte, conocimiento científico, o filosófico, y —lo que no es menos— dulzura y belleza de vivir. Se ha dicho que se difundieron por toda la Hélade los cantos de Tirteo, en que no sólo se canoniza el valor del


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soldado sino también la generosidad sublime del combatiente que muere por la patria. Y que esta arelé ciudadana comporta un ascenso sobre la arelé meramente guerrera del combatiente homérico que lucha o muere por amor a la gloria, por legar un modelo de grande ánimo a la posteridad. Sí, es verdad; pero los ciudadanos de los otros pueblos griegos supieron hacer lo mismo cuando llegó el caso, sin necesidad de vaciarse previamente de toda esencial humanidad para convertirse en peleles heroicos. Y no olvidemos que lo que Tirteo llama patria es la beatificación de un privilegio inglorioso: el de medrar crudamente del trabajo de los vencidos esclavizados. Pero el testimonio de un griego de último hora y semiadmirador de Esparta debe ser consignado: "Licurgo habituaba a los ciudadanos a no tener ni el deseo ni la aptitud para llevar una vida particular. Los llevaba, por el contrario, a consagrarse a la comunidad y a congregarse en torno a su señor librándolos del culto al propio yo, que pertenecía por entero a la patria". (Plutarco.) Todo ello no hace sino confirmar la idea de que la educación espartana, que encontró y aún encuentra admiradores, fué tan sombríamente unilateral y atrofiante como otras que conoció la historia: la pedagogía nazi, por ejemplo.


CAPITULO VI. - LOS TIRANOS

Y a vimos que la constitución de Solón no significó la instauración de la democracia sino una concesión de avizora prudencia hecha a la masa plebeya para quebrar o mellar sus pujos subversivos. Pero la paz sobreviniente no podía durar y no duró mucho tiempo. Por un lado, los plebeyos enriquecidos con la industria y el comercio, aspiraban al poder político; por otro lado, el resto de la masa, más empobrecida con la aparición de esclavos traídos por la guerra, se agitaba y encrespaba peligrosamente contra los privilegios económicos y sociales. En casi toda la Hélade ocurrió algo semejante. Desde el siglo VII el poder público fué pasando a manos de los llamados tiranos —fenómeno que significó la muerte política de la nobleza y una relativa ingerencia de la plebe en los asuntos del estado. A sí aparecieron los tiranos de Mileto, Ueso, Samos, Corinto, Sikyon, Naxos, Eubea. En Sicilia, en las poderosas ciudades de Siracusa, Akragas y Gela, el fenómeno se dió también, y su mayor persistencia se debió sin duda a las amenazas creadas por la profundidad del poderío comercial y marítimo de Cartago. Atenas no fué una excepción, y la tiranía se inició con Pisístrato y terminó con sus descendientes el aío 510. Los tiranos son, sin duda, demagogos típicos, p° el ambiente general, que es de tónica ascendente, y el contralor de un pueblo que ya tiene su experiencia en la lucha social, los convierte en hombres de gobierno en el más eficaz sentido. Dos de ellos —Pitaco de Mitilene y Periandro de Corinto— serán. contados entre los siete sabios de Grecia.

Apoyados en una fuerza armada que despierta naturalmente la desconfianza o la aversión popular, los tiranos ponen el más sagaz empeño en favorecer económica y socialmente a las masas del campo y la ciudad con toda


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clase de medidas, y disimular su autocracia con ostensibles muestras de respeto a la ley. Por otra parte, halagando no menos sutilmente la vocación estética del griego, su acción cultural —desde el embellecimiento de las ciudades a la protección de los poetas— es decidida y amplia. Sin contar que mediante el avizor cultivo de relaciones mutuas, los tiranos desarrollan el sentido de unidad del mundo helénico. De Pisístrato se cree saber que mientras se ganaba el afecto de las masas trabajadoras aliviando sus contribuciones, convertía a Atenas en "la ciudad de las musas". Pese a todo, insistimos en sostener como válida la sugestión de que el fomento de las artes, de los juegos agonales y de los festivales religiosos obedecía al designio secreto de hacer olvidar al pueblo sus preocupaciones y pretensiones políticas. En todo caso no olvidemos que si la cultura de la nobleza fué cosa de ella y para ella, en que el pueblo figuraba casi como mero espectador, la de los tiranos fué preferentemente de tipo cortesano y aunque cortejaba a la masa, su espíritu le fué ajeno. Sólo bajo la democracia sobreviniente, el arte y las actividades del espíritu lograrán dimensión popular. Cabe aquí una advertencia que será válida para lo ya visto y lo que veremos. Desde el Renacimiento y casi hasta nuestros días, el pensamiento más responsable de Occidente —sin excluir el de Goethe— se ha complacido en ver en el acontecer helénico no sólo una especie de milagro (es decir, algo sin precedentes y sin explicación satisfactoria), sino también un paradigma de mesura y armonía, de serenidad y claridad, como una estatua de Fidias. Partiendo de Nietzsche, quien advirtió que detrás del claro equilibrio apolíneo estaba el turbión de lo dionisíaco, la investigación posterior ha ido descubriendo que aquella diáfana y serena euritmia fué siempre más o me-


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nos transitoria o intermitente y, lo que es más, siempre lograda a costa de equilibrar los más agudos contrastes, de pacificar las más violentas discordias. Se había dicho que la Hélade, al revés de las otras civilizaciones, fué parcamente belicosa, y lo único cierto es que fué escasamente militarista —si se exceptúa Esparta—, pues amén de las desmesuradas conquistas de Alejandro, los estados griegos no sólo vivieron en incansables camorras mutuas, sino lo que es más, en inexhaustas revueltas y agresiones de partido y de clase dentro de cada Estado. Sólo que es indispensable agregar, como noticia última, que eso no es una mengua sino al contrario. La lucha de clases es el motor de la historia, y Grecia fué rica como ningún país no sólo en belicosas rivalidades políticas sino también en convulsiones sociales, naturalmente con todo su cortejo, no de brutalidades, sino de algo peor: de horrores humanos. "La psicología de clases, como lo veían claramente Platón, Aristóteles e Isócrates, divide a la ciudad en ciudades enemigas, de las que cada una, con tal de obtener el daño de la otra, no sólo no retrocede ante la ruina general, sino tampoco ante la propia. De ciudadano a ciudadano —observa Jardé—, toda violencia y delito parecen legítimos. En Epidamno los ricos expulsados se hacen bandidos y piratas para hostigar, con el concurso de los bárbaros, a los ciudadanos. En Megara los desterrados, después de haber reconquistado el poder prometiendo completa amnistía, asesinan a los adversarios. En Corcira las matanzas se suceden; los deudores degüellan a los acreedores; los suplicantes son expulsados de los templos; los padres matan a los hijos. Para Creta se ha recordado ya el testimonio de Aristóteles, que define su oligarquía como un régimen de pura violencia. Pero de una lucha de clases espantosa, hecha toda de revoluciones y contrarrevoluciones, matanzas, bandos, confiscaciones, está — como observa Glotz— llena toda la historia griega des-


LUIS FRANCO de el siglo V il hasta la conquista romana y resuenan también en la literatura ecos de furor salvaje que producen estremecimientos: desde A lceo, exultante con la noticia del asesinato del jefe del partido popular, basta Teognis, que sueña con aplastar bajo el talón al populacho y prorrumpe en el grito de caníbal: "¡Pudiese beber su sangre!" Los odios de los oligarcas —que en ciertas ciudades prestan sobre el altar el juramento de odiar al pueblo y hacerle todo el mal posible— son a menudo más tremendos e implacables que los de los demócratas, especialmente en Atenas, donde, aun después de la feroz tiranía de los Treinta, que había impuesto el terror, los demócratas, reconquistando el poder, consolidan con la moderación la victoria. Pero en otras partes, en la exasperación de la lucha, hasta el partido demócrata se abandona a los peores excesos. También en Mitilene, en el furor de la revolución, los deudores degüellan a los acreedores; en Argos los demócratas matan 1.200 ricos; en Sicilia la plebe, con los soldados de Agatocles, asesina en dos días á 4.000 ciudadanos". "¿A qué maravillarse, pues, si entre estos excesos el espíritu de partido se sobrepone al sentimiento de patria...?" (Mondolfo.) ¿Que esto es la más redonda negación del nueden agan (nada con exceso) que fué tenido por siglos como el credo y norma definidores de la idiosincrasia helénica? Sí y no. Contra la tradición humanista y profesoral, aún subsistente, de que la vida griega se pareció a la estatuaria de Scopas (concepto formado a base de exclusión y cristalización y olvido del movimiento y la dialéctica) tenemos que hacernos a la idea de que tal vez no hubo vida histórica más convulsa, intensa, variada y cambiante que la del pueblo griego tomado en la integridad de su espacio y su tiempo, nada tan multiforme y multánime, y que todo eso no niega su equilibrio y armonía, su serenidad y libertad, sino que los explica dialécticamente. Vale decir, que la sopbrosyne (temperancia, sabiduría)


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aparece precisamente corno una conquista, aunque nunca definitiva, sobre la hybris (violencia, soberbia). Ninguna de las radiosas excelencias griegas se ofrece como un gracioso privilegio de estirpe, como una natural emanación de su genio, sino como una victoria sobre una fuerza antagónica o como un trabajado y tenso equilibrio de contrastes. La libertad no fué un sol regalado y permanente del cielo griego, sino el trofeo de una porfiada y sangrienta lucha, triunfal, pero alternada de derrotas. ¿Que esa libertad fué sólo relativa? Claro que sí, pero si queremos medir su grandeza no debemos contrastarla con un ideal absoluto o utópico sino con la realidad de las formidables servidumbres sociales de antes y después, en Oriente, Egipto y Europa, donde bajo el peso de las teocracias, las monarquías o las oligarquías, la autonomía humana lijé reducida a cero y el hombre a papilla. Ni decir que mirado sin gafas clasicistas el más somero inventario de las menguas y fealdades griegas es escalofriante. Violencias y crueldades no inferiores a ninguna de la historia —explotación inmisericorde y creciente de campesinos, siervos y esclavos—; piratería elevada por Homero a categoría heroica —infraestima de la mu-, jer, sometida a una reclusión y un servilismo análogos a los de Oriente, y exaltación de la cortesana sobre la esposa—; relaciones homosexuales toleradas por las costumbres, cantadas por poetas como Teognis y Safo, cuando no establecidas por leyes —una moral desposada a la política, es decir a la polis propia, y de discutible valor en los otros Estados hermanos y de ninguno en los bárbaros—; práctica de abortos, exposición de recién nacidos, fijada por ley y "aconsejada por filósofos como Platón y Aristóteles" —pasión de dominio imperialista, aun en democracias como la de Atenas, que traicionó su entraña despótica en su trato con Melos—; alianza de desterrados con extranjeros contra su propia ciudad —odio de los oligarcas contra el pueblo, jurado en el altar de los dioses...


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Todo lo anterior es cierto, pero la vigencia de esas lástimas no fué ubicua ni permanente, sino briosamente frenada cuando no derrotada por aspiraciones y normas antagónicas. Naciones y clases sometidas, que se resignan a la servidumbre, contagian con su marasmo y sus miasmas a la sociedad entera. Esa terribilidad de las luchas sociales griegas (más homéricas que las de la Ilíada) es lo único que puede explicar el odio santo o heroico a la servidumbre que sienten hasta los espartanos y sobre todo ese concepto de la soberanía de la ekklesia o asamblea del pueblo deliberante, de la isonornía o igualdad de derechos civiles, de la isegoría o igualdad del derecho de hablar, y de esa alternancia del ciudadano en el mando y la obediencia (que celebraron flerodoto, Pendes por boca de Tucídides, y Eurípides) todo ello trocado en la base de oro de la libertad del ciudadano y de esa integral libertad que posibilitó el ensayo histórico más profundo y claro que han conocido los hombres. Lo que la miopía profesoral, demoliberal o nihilista no entenderá nunca es precisamente ese juego dialéctico, esa intensa y endiablada dinámica por la cual la armonía surge del pacto de los contrarios, y que un día, para que fuese posible el paso de la dictadura social de los caballeros que exaltó Homero al mundo mucho menos oprimido y servil de la democracia, volvió inevitable la dictadura personal de los llamados tiranos. ¿Que los tiranos restringieron la libertad tradicional de la oligarquía? Claro es, pero a la larga salió ganando la del pueblo y con ello toda la historia de Occidente.


CAPITULO VII. - LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA

El tiempo no podía favorecer a los tiranos debido no sólo a que muchos descendientes o continuadores devinieron ineptos o dañinos, sino principalmente, por un lado, al creciente descontento de las masas oprimidas por los viejos y nuevos privilegios, y por otro a la envidia e insidias de la nobleza tronada. En Atenas la revolución contra la tiranía de los pisistrátidas fué encabezada por Clístenes (hijo de los Alcmeónidas, familia patricia poderosamente enriquecida con las actividades industrial-mercantiles) apoyándose en el pueblo. Pese a todos los intentos, la nobleza no pudo recobrar su preeminencia pasada, y halló al contrario su defunción política en la nueva organización que respondía en línea general a las exigencias de la aplastante mayoría plebeya, estableciendo un sistema democrático y electivo, basado no en los antiguos lazos de sangre, sino en la división territorial. Al no suprimir el privilegio económico, la igualdad política fué más aparente que real, pero significó de todos modos un ensayo tan audaz como nuevo y de consecuencias profundas. El peligro de caer, como doblados siervos, bajo el dominio del rey de Persia afirmó a los atenienses —como a todos los griegos— en sus propias virtudes, y el triunfo sobre la servidumbre oriental corroboraría más tarde, inmensamente, su confianza en sí mismos. Ello significaba la confianza exaltada en la democracia y en la libertad, pues el ateniense no concebía la vida individual o privada sino en relación orgánica con la vida de la polis. Al griego, en general, le bastó cotejar su dignidad e independencia como ciudadano con la servidumbre del súbdito persa para saber a qué atenerse. Tal vez en parte, al menos —por haber interpretado y expresado como nadie ese glorioso sentimiento—, rayó Esquilo, poeta, a una altura no igualada aún. La más exacta definición de su


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genio y de su creación ha sido dada ya: "La tragedia de Esquilo es la resurrección del hombre heroico dentro del espíritu de la libertad". Volvamos al comienzo. En todo tiempo —desde Homero a Píndaro— la sociedad tuvo un tipo ideal de hombre y se educó para él. La democracia, o sociedad popular y ciudadana, traía naturalmente su ideal de hombre, y sin duda más profundo y humano que el de la nobleza, pero carecía de un método educativo para llegar o acercarse a su meta. Es cierto que así como Ja aristocracia se rigió por el principio de la sangre noble, el estado ciudadano se rigió por el principio de ser miembro de determinada estirpe: ática o cualquiera otra de las estirpes helénicas. Y aunque esto era un privilegio frente a cuantos no fueran de esa estirpe, implicaba ya una superación del antiguo concepto según el cual sólo podían llegar a la arelé o realizarse plenamente como hombres, los pocos que tenían algo de la sangre de los dioses en sus venas. Significaba reconocer a todos los hijos de un pueblo el derecho a aspirar a la nueva areté: es decir, al mayor rango humano. Ya en 1-lomero, esto es, en Ja Grecia preclásica, los lugares doade se mueve el hombre protagónico de la historia son, no sólo los campos de batalla, sino también las asambleas públicas donde el hombre ejercita y desarrolla su personalidad. En las arengas homéricas prelucen las deliberaciones del Ágora. Todo estado griego cabe en una ciudad de no ingentes dimensiones que domina un área geográfica también reducida. Esta circunstancia externa guarda una relación vital con la democracia o gobierno autónomo de todos los ciudadanos. El gran poder político —monarquía egipcia o babilónica u oligarquía romana—, se trueca fatalmente en agente ejecutivo de una ínfima minoría, y entonces la justicia y la libertad son un mito. Tam-


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bién la minúscula ágora de las democracia griegas se ofrece como el antipolo de nuestros parlamentos modernos en que una runfla de chalanes trafica a mansalva con la voluntad popular. El estado democrático había adoptado sin inconvenientes, ampliándolo, la educación corporal de los nobles, estableciendo los gimnasios públicos. Su complemento estaba ya en el ambiente y tenía sus raíces más visibles en la influencia de la cultura jónica: era la educación intelectual y espiritual, y a ella contribuyeron tanto el libre ejercicio de la razón como el profundo poder piasmador de las artes, desde el teatro y la estatuaria a la música. Estos dos aspectos de la formación del nuevo tipo de hombre, con su claro carácter pedagógico y político, integrando un todo indivisible, es lo que en Grecia se llamó cultura. La sofística, que apareció más tarde, considerada como lo que es en el fondo —un esfuerzo por justificar e instaurar una arelé fundada en el saber— tiene naturalmente un presupuesto Político: la necesidad, de parte del estado democrático, de procurar la educación espiritual del individuo, como la vía de ennoblecimiento del ciudadano. Hablar del desarrollo industrial y mercantil de Atenas es hablar de su crecimiento naval y colonial. Ya en tiempo de la guerra con los persas, el Ática puramente agropecuaria de los primeros tiempos se estaba convirtiendo en una potencia marítima. Con la victoria de Salamina y el ingreso de las ciudades del Asia Menor y de las islas en la Liga ática, surgió la Talasocracia Imperial de A tenas, pues, esa su hegemonía sobre sus confederados o aliados, se trocó poco a poco en innegable dominio. Hubo un momento en que la prosperidad material coincidió con el auge cultural de Atenas y con el más agudo sentido de la libertad personal y la disciplina pública, es decir, con un ajuste perfecto entre el hemisferio


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de lo político y el de lo individual. Fué la gran hora de Atenas y la hora más creadora de la historia. Esto último no podía durar, pues el proceso económico (la concentración de riquezas en cada vez menos manos y el trabajo esclavo desplazando cada vez más al trabajo libre) conspiraba en contra. Como ocurre siempre en la historia, aquel gran momento engendró o permitió el triunfo del hombre necesario, es decir, del más capaz y más digno. Cotejado con los caudillos que aparecieron después, Pendes tiene la prudencia e incorruptibilidad de Nicias y el poder de seducción popular de Alcibíades, junto con la virtud primordial del político: la alta previsión. Su cualidad más señera es la de no adular a la masa sino de interpretarla y dirigirla en el sentido de lo mejor. La figura inimitable de Pendes plantea el problema de la relación de la masa y el dirigente en una democracia. Sólo consignemos al respecto que aunque fuera cierto lo que dijo Tucídides que lo de Atenas bajo su mando 'sólo era democracia de nombre, pues significaba en realidad el dominio del hombre preeminente", no es menos verdad lo contrario: que sólo un pueblo con libertad y capacidad suficientes para gobernarse a sí mismo —la democracia efectiva— puede elegir el más idóneo para el mando o corregir a tiempo sus errores.


CAPITULO VIII. - TEOGNIS Y PINDARO

Naturalmente las concesiones hechas por la Constitución de Solón a la plebe significaron sólo un alivio relativo y transitorio para ésta. En Atenas, corno en las demás ciudades griegas, la lucha entre la clase opresora y la oprimida siguió su curso. El pueblo no encontró voceros, pero la nobleza (cuita y con aguda noción del peligro) encontró los suyos en dos poetas insignes. La conciencia de superioridad de clase y de la intangibilidad de sus privilegios, su coraje para defenderlos y su odio épico a cualquier innovación política —todo eso se desnuda en los cantos de Teognis, de Megara, y más aún en los de Píndaro, de Tebas. Teognis expresa que su sabiduría es la que escuchó a los nobles, o sea, es la de su clase que siente su existencia como tal en peligro. Sus cantos están dedicados a un joven amigo, que es su discípulo y amante, pues el Eros homosexual es divinidad más o menos privativa —y a mucha honra— de la nobleza. En Megara, como en las demás ciudades griegas de la época, la nobleza se siente mortalmente atacada por el demos, directamente, o por nobles que le sirven de caporales. No se presiente casi el peligro de la democracia, pero sí el de la tiranía. Su temor se resuelve en tirria y en despecho: "Hombres sin idea de lo que es la justicia y la ley, que cubrían sus muslos con gruesos vestidos de piel de cabra. . son ahora las gentes preeminentes, y los que lo eran antes son ahora pobres diablos. Es un espectáculo insufrible". El poeta se propone, pues, ante todo, agudizar en los nobles su conciencia de clase y señalarles la necesidad de llevar hasta lo heroico el cultivo de sus virtudes tradicionales como la única valla capaz de conjurar el peligro. Tan claro se muestra su sentido de la lucha de clases, que no es la última de sus enseñanzas conminatorias a los nobles la de proceder con higiénico espíritu de clase evi-


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tando el contagio de los malos, es decir, el juntarse con plebeyos. El sometimiento de la aristocracia a las leyes de Solón —que limitaban sus privilegios— no fué hecho de buena gana, dicho está. Pero ahora que las exigencias de la plebe renacen acrecidas, es preciso luchar aún valiéndose de la astucia. Más aún, si la nobleza implicaba, desde luego, la ascendencia ilustre, suponía, como sine q11z non, la riqueza. Pero la evolución económica había traído, por su parte, el enriquecimiento de muchos plebeyos y la insolvencia de muchos nobles. El sentido de la areté, pues, hubo de cambiar. Según Teognis, es el sentido de la justicia lo que constituye por excelencia la virtud de la nobleza, sin olvidar, claro está, que ella viene adscripta a la limpieza de sangre, que es preciso no mezclar con la plebeya, aunque su dueño sea un Pluto... Frente al soberano vuelo intelectual y la temeraria concepción de la libertad que venían de Jonia, la nobleza del Occidente griego tenía como ventaja el ideal heroico del hombre y la tensa voluntad de realizarlo. Como el cultivo del vigor y la destreza del cuerpo y la grandeza de ánimo eran el camino único para llegar a esa meta, los concursos agonales, realizados principalmente en Olimpia, tenían, no un mero carácter deportivo —como ahora entendemos—, sino también cultural y heroico —tal como ocurre en la Ilíada— . No sólo es cosa privativa de los nobles, sino que la tensión en el contrapunto llevaba al más alto grado de exigencia de sí mismo, y el amor a la gloria y los triunfos en tales luchas eran la prueba sin réplica de la superioridad de sangre y espíritu de los nobles, muchos de los cuales descontaban tener en sus venas algunas gotas del icor de los dioses. Y como el triunfo era cosa que los dioses acordaban al más digno, estos juegos, en los que tomaba parte toda Grecia —y que corroboraban la unidad del mundo helénico—, revestían también un carácter religioso. (Los de Olimpia llegaron a cobrar tal


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importancia que los lapsos de su celebración sirvieron para.computar el tiempo.) Se trataba, pues, de esos mismos juegos agonales que los próceres griegos realizaron en honor del difunto Patroclo en la Ilíada. Y el gran Píndaro de Tebas los celebra con estro homérico o más bien con el que corresponde a otro más arcaico: un Homero no tocado por la clarividencia y flexibilidad de Jonia. Más obvio aún es que a través de la grandiosidad lírica de Píndaro se expresa el 'pathos" de una clase que amenazada de muerte por el proceso histórico reacciona exaltando fanáticamente sus virtudes de tiempos abolidos. Porque debemos entenderlo claro: Píndaro, hijo de la nobleza, es algo más que un loador de atletas y de cuerpos desnudos perfectos, que la escultura de su tiempo canoniza en mármol: es el exaltador de la aTeté —privilegio de Ja nobleza— que conjuga con la fuerza y la destreza y la belleza corporales, la forma interior: el espíritu de lucha, de lealtad, de magnanimidad y la más heroica ambición de gloria —virtudes todas inherentes a la sangre de la más antigua y noble ascendencia. Más que al individuo, Píndaro celebra en el triunfador al alto representante de las virtudes de la casta, y de ahí la apelación constante a los grandes antecesores. Porque un hijo de ínclitos antepasados lleva en sí la férrea obligación de mostrarse digno de ellos, y por eso debe exigirse el máximo a sí mismo, someterse a la más vigorosa educación y disciplina. Pero sin el privilegio de la sangre, claro es, no hay areté posible, y toda educación y todo aprendizaje son inútiles: La gloria sólo tiene su pleno valor Cuando es innata. Quien sólo posee Lo que ha aprendido es hombre oscuro e indeciso... En este credo negativo de la cultura (o el concebirla como un apéndice de la biología) Píndaro vocea la fe de su casta. Naturalmente tamaia sabiduría entra en con-


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flicto, a ojos vistas, consigo misma cuando los hijos del más insigne linaje Se portan como los más insignes iiifianes, no menos que cuando en el estadio olímpico, como ocurre con vergonzosa frecuencia, se llevan el triunfo algunos hijos de esas familias plebeyas enriquecidas en el comercio o la industria —cuando el héroe coronado es el nieto de algún providente pulpero o de algún pujante zurrador. Y si Píndaro no mezquina su alabanza a Hierón y Therón, tiranos de Sicilia —triunfadores olímpicos— se debe en parte, sin duda, al hecho de reputarlos un antemural a las crecientes pretensiones del demos. Píndaro, cantor de un tipo de heroísmo arcaico y estrecho, superado ya en sus días por el proceso de la historia, no tuvo ojos ni voz para otro nuevo y más trascendente. En efecto, la más grande aretó heroica de Grecia no fué la de los nobles de Homero ni la de las olimpiadas de Píndaro sino la del demos de Atenas y otras polis que venció en Maratón y Salainina y salvó la mayor belleza de la historia: la libertad griega. Tebas, la patria de Píndaro, guardó en semejante ocaSión una prescindencia infame. Sin duda Píndaro tuvo buena sospecha de que aquella grandeza superaba a la que él cantara, cuando se volvió hacia Atenas exclamando:

Fundamento de Hellas, A tenas, ciudad divina.


CAPITULO IX. - LIBERTAD Y SERVIDUMBRE

La actividad campesina trajo una próvida producción de aceite, vino y miel; la minera, la de metales y mármoles. Casi todas sus ciudades importantes —Corinto, Egina, Tebas, Rodas, y sobre todo Atenas— se convirtieron en colmenas de alfareros, forjadores, tejedores, armeros, carpinteros, constructores náuticos. Poco a poco se llegó a la producción en masa de artículos baratos —pero de la más noble calidad, dada la libertad de invención y ejecución— para la demanda exportadora: jarrones, ánforas, bronces, armas, tejidos, aceite, vino y miel. Ya sabemos que, por consejo de Ja tradición naval de Creta y Micenas y sobre todo por la estrechez del predio patrio, y tal como ocurriera con éstos, la emigración y fundación de sucursales de su patria en tierras más o menos lejanas e incógnitas, fué una de las actividades prevalentes de los griegos. Colonias suyas se fundaron en todo el gran perímetro mediterráneo (es decir, en tres continentes): Asia Menor, Mar Negro, Tracia, Macedonia, Italia, Francia, Sicilia, España y Cirenaica. Tales colonias cumplían una doble misión: absorbían el excedente de población de la metrópoli, y —cosa no menos importante— el copioso excedente de sus productos industriales y el influjo de su cultura. La difusión de esa mercadería alcanzó a tanto que el egregio bronce corintio llegó a ser conocido en todo el orbe mediterráneo y los inimitables jarrones de Atenas llegaron indirectamente en el siglo IV a. C. a ciertas zonas de Alemania. En general las ciudades griegas son menos monumentales y fastuosas que las capitales de Oriente y Egipto, pero tienen comodidades y ventajas que éstas casi nunca conocen: teatros, gimnasios, fuentes y parques públicos y esas plazas capaces para las asambleas populares, llamadas ágoras. Por cierto que la escasez del suelo ático y la alta es-


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pccialiacián agrícola e industrial, urii(laS al gran crecimiento (le la población de Atenas, significó para ésta la necesidad de importar artículos alimenticios en gran escala: de trigo, por ejenmlo, debió comprar cuatro veces más cantidad de la que producía. Entre los siglos X y VIII a. C. las tribus griegas llevaban una vida de estilo casi puramente agropecuario, y por tanto cada familia podía más o menos bastarse a sí misma. El comercio era casi nulo o reducido al trueque, o mejor, estaba casi todo a cargo de los fenicios. La tierra hállase ya en poder de una minoría altamente privilegiada, fenómeno de que Esparta ofrece el mejor ejemplo. Al comienzo, por influencia del comunismo precedente, la tierra es repartida por el Estado entre los ciudadanos, con la obligación de convertirse en defensores armados de la sociedad. Esa sociedad que no trabaja, pues sólo se dedica a las armas, está constituida por nueve mil familias; el resto de la población lo integran doscientos veinte mil ilotas o esclavos que trabajan la tierra, y cien mil periecos que deben dedicarse a la artesanía y al comercio bajo las condiciones que los señores les fijan. Por cierto que es la necesidad de defender un privilegio tan monstruoso como peligroso lo que llevó al espartano a trocarse en el más alto dechado de virtudes militares, a ignorar despreciativamente el cultivo de cualquier rama del pensamiento o de la sensibilidad, a trocarse, como dice Guillaume, en "salvajes brutales, taciturnos, crueles, y a veces heroicos". Atenas, en cierto aspecto, es el polo opuesto de Esparta. En cuanto al aprovechamiento del trabajo esclavo, llega a tener bastante parecido con ella. Como ocurrió en todas las épocas desde la instauración de la propiedad privada, la de Ja tierra ática es un privilegio de los menos, sin que esto vede la existencia del pequeño agricultor libre, que se sostiene largo tiempo gracias a la baratura


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de los utensilios de hierro y al uso de la moneda acuñada. Sólo que aquí, como en todas partes, ese privilegio de la base —injusto, pero imprescindible para la aparición de una minoría ociosa con tiempo para la cultura— ese desequilibrio inicial, se agranda con el tiempo y es causa de aniquilamiento y de ruina cuando el apogeo de la esclavatura. Hesíodo no puede menos que evidenciar en sus cantos la vida de opresión del campesino pobre. ¿Y cómo podía olvidarlo si en el año 640, en desesperada insurrección, los labriegos de Megara habían llegado hasta hacer un escarmiento inolvidable en el ganado de los terratenientes? Para el incremento del latifundismo obraba no sólo la desigualdad creciente de la riqueza, sino el hecho de que (como en la Inglaterra de comienzos de la era industrial) la gran demanda de lana de Ja industria textil significaba la demanda de amplias praderas para el pastoreo y los pequeños propietarios tuvieron que ir cediendo sus fundos. Ya sabemos que la finalidad principal de la guerra antigua era la consecución de esclavos. Pero la riqueza podía obtenerlos pacíficamente: adentro, porque en cierto momento aparecieron leyes que obligaban al deudor a venderse a sí mismo o a sus hijos para pagar sus deudas; afuera, por la compra de esclavos en el mercado internacional. La riqueza exportable del Ática, pues —de que no son detalle insignificante las copiosas minas de plata de Laurión— sirve entre otras cosas para comprar esclavos. Pero la presencia del esclavo significa una competencia aplastante para el labriego libre y la deshonra del ejercicio agrícola. Ello remata, por cierto, en que la propiedad de la tierra pasa casi por entero a manos de los grandes terratenientes, que ya no la trabajan pero la hacen trabajar por esclavos bajo la dirección de otros esclavos erigidos en capataces —si bien Jenofonte sigue llamando labrador


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a ese terrateniente "que alienta a sus trabajadores como un general a sus soldados". La presencia del esclavo en las ciudades significaba una competencia no menos ruinosa para el artesano libre, que fué el creador de la maravillosa cerámica ateniense. El esclavo es, pues, una calamidad para él mismo y una calamidad para el ciudadano pobre. Ahora bien, la esclavitud tuvo como primera consecuencia detener la expansión industrial, pues reducida la masa esclava a vivir en la más ascética estrechez, no podía consumir sus propios productos; la segunda fué paralizar la inventiva técnica y la excelencia artística, pues no tiene intéres en ellas el esclavista sobrado de máquinas humanas. El cambio operado desde Homero, y aun desde Hesíodo hasta Aristóteles, es profundo. Los señores antiguos solían trabajar al lado de sus siervos; el rey Ulises, modelo de artesano magistral, que fabrica sus propios muebles y armas, y la reina Penélope que hila y teje con sus manos, llegan a ser cosa de fábula. Trabajan ahora los muy pobres y los obreros y mayordomos esclavos: los dueños de la riqueza, nunca, pues el más bárbaro de todos los tabúes ha caído sobre la sociedad griega como sobre todas las sociedades antiguas: el trabajo manual está vedado al hombre libre como la máxima deshonra: sólo es digno de él el diagogos, el ocio noble, es decir, todo lo que está al otro extremo de la actividad productiva —el arte, la filosofía, la gimnasia, la dirección del estado. La virtud o areté para el griego es la posesión de las cualidades que capacitan para el gobierno —algo que no puede mancharse con el trabajo, corno Aristóteles lo indica en su Política: "El aprendizaje de la virtud es incompatible con una vida de obrero y de artesano". Y no obstante, pese a tales obstáculos, a tan terrible similitud con las demás sociedades antiguas, Atenas ofrece


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algo que por primera vez ve el mundo: una democracia, un efectivo gobierno del pueblo por el pueblo. Y la libertad e igualdad que ella implica —pese a todas sus limitaciones— son sin duda el muelle real de la grandeza helénica, es decir la que ha dado el más noble tipo de hombre conocido hasta hoy. Sin duda la estrechez y parquedad de la tierra griega, asaz fraccionada, además, por el mar y las montañas, y la falta de tradición servil en los bárbaros que la ocuparon en la Edad de Hierro, unidas a las otras circunstancias coadyuvantes que ya vimos, evitaron en Grecia la constitución de un gran poder teocrático o monocrático, fatales para la libertad individual y colectiva y para la cultura —cuyo ejemplo prócer lo da Roma. El mismo poder de los nobles terratenientes o eupátridas del Ática se ve frenado en su carrera por el poder de los plebeyos enriquecidos en la práctica de la industria y el comercio. La competencia entre los dos sectores de la clase poseyente los obliga a buscar aliados entre los pobres: pequeños propietarios, artesanos o jornaleros, que gracias a la baratura de las armas poseen gravitación militar. Los remeros que mueven los barcos de guerra son también ciudadanos libres. Estos hombres, muy numerosos frente a los pocos privilegiados, exigen el derecho de voz y voto en la asamblea popular y la abolición del requisito de propiedad para aspirar a las magistraturas. Así nació la democracia griega, no sólo con la falla básica de alzarse sobre las espaldas de los esclavos, sino sobre la paradoja que sigue rigiendo en las democracias modernas y que ya Diodoro de Sicilia denunciara en su tiempo: "sólo un loco podría pensar en establecer la igualdad ante la ley sin la previa igualdad de recursos". Y sin embargo ese ensayo de democracia o gobierno sin amos, tan deficiente como fué, basta para demostrar hasta dónde la mera falta o escasez de coerciones políticas y espirituales puede permitir el desarrollo del poder creador del hombre.


CAPITULO X. - EL ARTE

Aludir al prodigioso don de armonía y belleza de los griegos es aludir a su libertad y naturalidad. Son, en efecto, 'os primeros que se atreven genialmente con lo más cercano al hombre: la forma humana de ambos sexos desnuda y no deformada. Naturalmente, nada brota de la nada. Ahora se cree haber destapado en parte las profundas raíces del arte griego. La historia del arte de la Grecia prehomérica puede dividirse en tres períodos: a) el arte egeo (3000 años a. C.) que aparece en el Archipiélago y las costas griega y asiática, cuyo carácter lo da ya su tendencia a la representación en mármol del desnudo humano; b) el arte minoico o cretense (2000 a 1500 años a. C.) que ofrece un rápido desarrollo de la industria y de las artes del dibujo bajo la influencia, sin provocar la obsecuencia imitativa, de Egipto; c) el arte miceniano (1500 - 1100 años a. C.) cuya mejor muestra es la cerámica pintada. En los tres períodos, el arte prehomérico, aunque está lejos de la profundidad y pureza del arte helénico, tiene ya, pasmosamente, sus rasgos típicos: realismo, movimiento, vitalidad y gracia. El año 1100 los bárbaros del norte de Grecia destruyen la civilización miceniana. Después de larga oscuridad el arte abolido comienza a renacer —pero ahora para lograr su madurez suprema y ser la guirnalda del mundo. Es obvia la afortunada influencia de la abundancia local de mármol en la arquitectura y la escultura griegas: no sólo los montes Pentélico e Himeto eran de mármol, también lo eran Paros y otras islas. Y sin mármol ("una materia única", como dice Goethe) la estatua no puede lograr la plenitud de su gracia, su cándido prodigio. Pero hay naturalmente lo que es más y cuya eviden-


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otro —claro ejercicio de la razón y la mirada, veneración mínima del pasado y amor a lo nuevo, peso mínimo del yugo de la religión y del estado, concepción de la vida como un milagro de hermosura y gozo —sin todo eso, el arte griego no hubiera sido lo que fué. "Jamás genio alguno fué menos servilmente imitador", observa certeramente Reinach. Con esto está dicho todo. La libertad innovadora y creadora de su arte es un mero aspecto de su genial aptitud para la libertad general y de su fe en sí mismo. El artista griego no está atado a dogmas religiosos o sacerdotales, a cánones tradicionales, a temas fijos. Más aún: la frecuentación del gimnasio lo había habituado al desnudo, es decir, al vigor, agilidad y belleza del cuerpo humano en viviente armonía con la luz y el aire: ese fué el gran tema, no el de monstruos o dioses monstruosos. Sus dioses fueron meros hombres sublimes. (Y si el gimnasio influyó sobre el arte, éste a su vez, propuso modelos excelsos que el cuerpo del hombre tomó de espejo.) De su arquitectura —bella hasta en sus ruinas— basta decir que está orgánicamente en relación con la belleza espiritual y corporal de los hombres para cuyo albergue o el de sus dioses fué creada. Su cualidad definidora es la profunda armonía de sus proporciones —como en el más perfecto organismo viviente. La A rtemisa de De/os y la Hera arcaica de Samos (del siglo VII a. C.) significan el alba de la escultura griega, muy distante aún de su mediodía, pero ya con su inaugural originalidad. La Nike de De/os (del siglo VI a. C.) avanza ya con un alado movimiento que supera al tremante vigor asirio y que hubiera espantado a la congelada escultura egipcia de todos los tiempos. Y mientras los dioses de Egipto o de Caldea-Asiria expresan sólo impasibilidad, terror o fuerza, los de Grecia traen otra albricia profunda: la sonrisa, es decir, la flor más hermosa y pura de la exnrehn de hvive. T.i T\Tik p Po ,1n trnier


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Pero el triunfo de la fuerza griega —sometida a la disciplina como primera exigencia de la libertad —sobre el servil tumulto asiático (490 - 479 a. C.) trajo como consecuencia el ascenso del genio de la Hélade a su mediodía. La fe en su superioridad, es decir, en sí mismo, llevó al máximum su libertad creadora. Pendes, Esquilo, Fidias, Herodoto, Píndaro —es decir, el gobierno libre, el drama, la escultura, la historia, el himno— saldrán de allí. Más aún: la destrucción de los templos y estatuas operada por los persas obligó a los griegos a la renovación progresiva, a la innovación revolucionaria. Al Partenón de piedra sucedió, mucho más poderoso y hermoso, un Partenón de mármol. La crítica moderna señala que —otro fenómeno de la libertad— cada uno de los maestros de la escultura helénica, al imprimir lealmente, es decir, novedosamente, su personalidad en el mármol, trajo un aporte ascendente: Mirón rompe con la fatalidad del arte egipcio que mueve sus figuras sobre un plano vertical; las criaturas de Policleto se apoyan sobre un solo pie, emancipándose así de la pesadez bípeda de Asiria y Egipto; las figuras de Fidias casan inconsultamente la energía, la serenidad y la hermosura. El Partenón, y todas las obras de los tres grandes de la época y sus discípulos, significaron una Vía Láctea de obras maestras. Pero si un artista sólo expresa su tiempo, no el futuro, en la maestría humana siempre hay un más allá, un nuevo amanecer. No hay perfección absoluta ni en el arte ni en la vida. Ni Mirón, ni Policleto ni el mismo Fidias, con ser quienes fueron, escaparon en su arte a cierto contraste entre la intensa expresividad del cuerpo y la relativa inexpresividad del rostro. También ha sido formulada la perspicaz sospecha de que la pintura —siempre más libre que la escultura"— es decir, la pintura griega, haya contribuído a la evolución de la escultura, sobre todo en lo que a la expresión


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del rostro se refiere. El arte escultórico de la época de Fidias era, o al menos parecía, una culminación. Esa serenidad o "majestad sin énfasis" llamada olimpismo, está igualmente lejos de los dos extremos de la enfermedad: la fiebre y la apatía. Es la expresión misma de la salud del cuerpo y el espíritu en su equilibrio dichoso. Pero ese envidiable estado o es propio de los dioses, o lo es del hombre sólo en instantes únicos. Se echa de menos allí lo más privativamente humano: el entusiasmo, la pasión, el ensueño, el sufrimiento agudo o velado. Praxíteles trae una gracia más ondulosa y una mayor hondura espiritual, visible sobre todo en los ojos —"la ceguera divina de las estatuas". La profundidad de los ojos y Ja undosidad de los labios da a las cabezas de Scopas una expresión misteriosa y casi dolorosa: es la pasión. Algunas estatuas de Lisipo son la prueba de que el vestido griego, inimitable de simplicidad y de nobleza, podía competir casi con la desnudez. La Niké o V ictoria de Samotracia (de la escuela de Scopas) es la más pura encarnación del movimiento helénico, "el de los pies ligeros": el ardiente soplo de la carne y del espíritu infundido en la fría inercia del mármol, y el soplo de Poseidón, el más griego de los dioses, estremeciendo el cuerpo y la túnica de la diosa. La llamada tpoca Helenística, transcurrida entre la muerte de Alejandro y la llegada de los romanos —323 146 a. C.— es de decadencia, pero llena de valor en sí misma, si bien ello sólo pudo darse como saldo digno de la época precedente; la más creadora, acaso, de la historia. En el grupo de Laocoonte, la elocuencia del dolor físico alcanza su cima. La cabeza del A polo Pourtalés es suprema en la expresión del límite en que la inquietud y el dolor pueden alterar la expresión de un rostro hermoso sin deformarlo.


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De la pintura griega apenas si quedan, fuera de los grandes nombres —Apeles, Zeuxis, Parrhasios, Picón—, ciertas muestras que se suponen meras copias de vasos pintados. Ese arte pictórico griego no pudo ser inferior al escultórico, ya que a las formas reveladas por éste debió agregar los gloriosos colores del mundo helénico.


CAPITULO XI. - LA HISTORIA

Como el ejercicio del conocimiento intelectual no era privilegio de castas sacerdotales, o de escribas oficiales, atados a la tradición y al orden establecido y más o menos cristalizado —sino cosa de libres caballeros particulares—, el desarrollo de la ciencia (al igual que el del arte, por las mismas razones) fué prodigioso entre los años 600 y 450 a. C. Nada semejante había visto el mundo ni lo vería después hasta los días del Renacimiento. Fuera de su haber hereditario de las sabidurías cretense, egipcia y oriental, y de aquella aludida libertad inspiradora y rectora, el pueblo griego, físicamente tan móvil como el fenicio, contaba con el decisivo aporte que significa el conocimiento y práctica de las tierras y gentes más diversas—, esto es, de animales, semillas, herramientas, nociones, usos y métodos de trabajo o de cultivo desconocidos que los marineros traían a su regreso. Ante todo el griego —ya lo vimos en Jonia— no apela a la revelación, ni siquiera a la sabiduría tradicional de las escrituras, sino preferente o enteramente a la propia experiencia y al propio raciocinio. Todo ello debía fomentar sincrónicamente el desarrollo de las más diversas ramas del conocimiento. Estrabón sólo es un índice y resumen del ya copioso saber geográfico de los griegos en vísperas de la era cristiana, pero ya la confección del primer mapa parece haber sido hecha seis siglos antes por Anaximandro. La designación de Herodoto corno "padre de la historia" sigue siendo válida en el sentido de que el suyo es el primer ensayo de interpretación y reconstrucción del pasado que aparece con los caracteres típicos que configuran Toque Occidente llama ciencia histórica.


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exaltar el presente —pues, naturalmente, ese intento de representación de lo pretérito está condicionado por la prevalencia de los ideales clásicos del pueblo dominador y así se explica la tan escasa reminiscencia de la gran cultura cretom icen iana. La leyenda misma acusa el alborear del sentido histórico, sobre todo en Homero, cuyo realismo no claudica nunca del todo bajo el manto de la fábula y el símbolo. Y en Hesíodo, a quien no escapan la tensión y las luchas sociales de su época, hay un comienzo de conciencia que después se define claramente en la actividad de los logógrafos, estudiosos que consignan en prosa el resultado de su averiguación de los hechos históricos, realizada, como lo declara Hecateo de Mileto, con el honrado empeño de lograr lo verdadero. La aparición de Herodoto no se produce, pues, por generación espontánea. De él sólo podemos decir aquí que con todos sus relevantes méritos —su vasto esfuerzo informativo que lo lleva a viajar por Egipto y Babilonia, su objetividad y ecuanimidad al enjuiciar ideologías y costumbres de gentes tan ajenas a las suyas, y sobre todo, su perspicaz intuición de que, más allá de lo político y militar, el acaecer histórico implica un profundo proceso cultural—, todo eso nace de la general voluntad de conocimiento del griego, con su idiosincrásica libertad de espíritu y su limpia actitud discriminadora. Tucídides descendía por línea materna de Orolo, rey de Tracia, y de Milcíades, vencedor de Maratón. Militar y político, tenía mando en Tracia cuando debió acudir, con barcos equipados a su costa, en defensa de Anfípolis, atacada por el espartano Brasidas. Acusado por Cleón, el poderoso demagogo ateniense, fué echado al destierro. Convivió con extranjeros y enemigos de su patria, mas sin imitar a Alcibíades y otros, es decir, sin traicionarla. Volvía a Atenas, llamado por ella, después de veinte años, cuando murió absurdamente a manos de salteadores comunes.


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Quizá algunas de las circunstancias precedentes ayuden a explicar su poca simpatía por la democracia, su conocimiento cabal de los lacedemonios y sus aliados, su ocasión de narrador y su olímpica ecuanimidad de historiador de esa gran guerra interna del mundo griego llamada del Peloponeso. Lo que no se explica sino por un doble don —el de la Naturaleza y el de la cultura ateniense— es el haz de cualidades que han hecho de Tucídides el mayor historiador de la antigüedad y que, en cierto modo —según Toynbee —ni siquiera ha sido superado por los modernos: su acerada voluntad de certidumbre, su desnudo objetivismo, su perspicaz idoneidad para hallar los motivos de la acción en el alma de los protagonistas y en las circunstancias condicionantes, y, por último, la precisión, la concisión y la energía del estilo que le dan como un hábito casero de la grandeza. El relato sobre el pasado de los griegos ("que ya tenían de largo tiempo la costumbre de navegar") y sus asiduas emigraciones colonizadoras, y el rey Minos ("que purgó la mar de corsarios y ladrones" e inauguró el comercio náutico), y los debates en Atenas y Esparta en vísperas de la guerra, y el debate en Atenas sobre el castigo de Mitilene, y el diálogo de Milos entre nativos y atenienses, y muchos de los discursos que pone en boca de los actores históricos, figuran entre las buenas muestras de la literatura universal. Y desde luego la figura y el verbo de Pendes, el varón que encarnó como pocos el genio ático y que es quizá, como cree Hegel, el más sagaz y noble político de la historia: Pendes, elegido por su pueblo "como el hombre más competente que pudiera hallar", "que no se dejaba corromper por el dinero", "que regía al pueblo libremente, mostrándose con él tan amigo y compañero como caudillo y gobernador", el antidemagogo, en fin, que cuando alguien proponía halagadoramente algo dañino o inútil "lo combatía abiertamente,


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aunque supiese que ello le traería la indignación del pueblo". Es Pendes el que, por la pluma de Tucídides, hizo el elogio exacto de Atenas: "Todos cuidan de igual modo de las cosas de la República como de las suyas propias", "usamos a la par de la osadía y de la razón más que pueblo alguno"; "no peleamos por cosa igual con los otros sino por cosa tan grande que ninguna se le asemeja"; "ninguno tiene vergüenza de confesar su pobreza, pero tiénela muy grande de evitarla con malas artes"; "la libertad es felicidad"; "nuestra ciudad es totalmente una escuela de doctrina, una regla para toda la Grecia"; "nuestro gobierno se llama democracia porque la administración no pertenece ni está en pocos sino en muchos, por lo cual cada uno de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún conocimiento de virtud, tan obligado está a procurar el bien y honra de la ciudad como los otros, y no será nombrado para ningún cargo, ni honrado ni acatado por su linaje o solar, sino tan sólo por su virtud y generosidad".


CAPITULO XII. - LAS CIENCIAS

Los filósofos de la naturaleza, pese a sus inevitables errores, echan las bases de la geología, de la botánica y la zoología modernas, y au de la anatomía comparada. Aristóteles es sólo su representante máximo. Jenófanes había ya interpretado correctamente los fósiles. Como los caldeos y tantos otros pueblos, los griegos se iniciaron en las matemáticas y la astronomía llevados por la necesidad de averiguar la real conexión entre el giro de los astros y el cultivo agrario. Pero sobre los pueblos negados para el mar —egipcios, chinos, caldeos— tuvieron al respecto una doble ventaja: su necesidad más aguda, como navegantes, del conocimiento estelar, por un lado, y, por el otro, sus posibilidades de observación muchísimo mayores que las del mago o sacerdote enclaustrado en su torre. De cualquier modo, perfeccionaron la astronomía babilónica. Anaxágoras en el siglo V descubre la causa de los eclipses, al parecer por sólo un uso más audaz de la geometría y un contralor más riguroso de las observaciones. Anaximenes descubre el movimiento de los planetas y el de la estrella polar. Mil novecientos años antes de Galileo y Kepler, Aristarco de Samos, desafiando la acusación de "turbar el sueño de los dioses", sabía que la tierra giraba alrededor de su eje y alrededor del sol. (La astronomía ptoloineica que le siguió fué inferior a la helénica, y en cuanto a la medieval, volvió a la inocencia judaica del paraíso.) La ingeniería hidráulica —varios siglos a. C.— llegó en Jonia a desviar ríos y perforar montañas. Si Anaximandro había esbozado una vaga idea de la evolución orgánica, Leucipo y Demócrito entrevieron la existencia de los átomos, y de haber contado con el microscopio hubieran descubierto la existencia de las células orgánicas. Como herencia de la Edad del Bronce y tal vez de la


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de Piedra, en las ci' ilizaciones de Oriente y Egipto, unánimes, seguía mandando la creencia de que la enfermedad era el mero resultado del hospedaje subrepticio, en el cuerpo, de uno o muchos demonios. (Recordemos que Jesús, ya en pleno siglo 1, no tuvo más ciencia médica que la de los brujos de tribu.) También los griegos tenían sus médicos celestes —Esculapio, el mayor— y curas milagrosas... pero poco a poco el criterio laico se impuso y un día se atrevieron a lo que nadie soñara siquiera: a jubilar a los magos y taumaturgos —hazaña bastante mayor que las de los héroes homéricos. Antes de finalizar el siglo V, la medicina griega, con Hipócrates como su Esculapio laico, lograba una hazaña desconocida de chinos, babilonios, hindúes, egipcios o hebreos: emanciparse de la demonología y del exorcismo, ateniéndose sólo a la interpretación racional de la naturaleza, esto es, a la observación rigurosa y sagaz de los síntomas morbosos, de las propiedades y efectos reales de los medicamentos y de la influencia de los agentes naturales sobre el organismo. Como bien se comprende —dada la concepción griega del hombre—, no habiendo una oposición negativa entre lo corpóreo y lo espiritual, la ciencia y la profesión médicas debían tener una directa intervención en la formación del espíritu, es decir, desempeñarse esencialmente como funciones educativas. La medicina griega sólo se concibe como uno de los factores vitales de ese armonioso todo que es la cultura. Eso la diferencia fundamentalmente de la medicina moderna que, pese al monto de su riqueza y posibilidades, no es propiamente un factor formativo, cultural. Como la ciencia médica, más que cualquiera otra, está directamente ligada al individuo, su importancia es principalísima como antecedente en el desarrollo de la


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que la filosofía termina a su vez incidiendo sobre la medicina. Como en la cultura griega la salud, educación y belleza del cuerpo no cedían en importancia a las del espíritu, se explica que, como la gimnasia, la medicina figurase al lado de la filosofía y la música. Si bien la medicina fué ya altamente apreciada en tiempos de Hornero, su categoría de ciencia propiamente tal es un éxito del racionalismo jónico y de su filosofía naturalista. Ese divorcio decisivo del puro empirismo y de la magia es lo que la diferencia específicamente del copioso y valioso saber médico de los egipcios y otros pueblos. La grandeza de los médicos griegos está en su fecunda actitud frente a la naturaleza esforzándose tan denodada como perspicazmente en descubrir los móviles y normas de su conducta, y en comprender a la parte en función del todo. Advierten igualmente el peligro de diluirse en generalidades, pues lo que importa es el individuo: cada enfermo es un caso único. Crean la higiene y la profilaxis, esto es, el concepto de que mejor se defiende la salud previniendo la enfermedad que curándola. Advierten la relación orgánica que la gimnasia y el tipo de alimentación tienen con la salud del hombre, y desde luego que el camino hacia el conocimiento del hombre pasa por la zoología. El cuidado médico consiste principalmente en la aplicación de la dieta, entendida no sólo como reglamentación de alimentos, sino como todo un inteligente y coordinado régimen de vida. No puede olvidarse, desde luego, el apotegma atribuído a Heródico, porque expresa uno de los más hermosos rasgos de la sabiduría y el espíritu griegos tan refractarios al ascetismo oriental como a la orgía romana: y es que no pueden reputarse felices las gentes que por gozar de salud se privan del goce de todas las cosas


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Sabido es que nadie hasta hoy ha valorado tan alto el cuerpo humano como los griegos. Para ellos el vigor, la destreza y la hermosura del cuerpo viviente son virtudes. La salud es, pues, un estado de inocencia y de santidad. De ahí que la gimnasia, que tanto contribuye a conservarla, sea un rito matinal de cada día, un ejercicio espiritual. Y que la medicina lograra en Grecia la eficiencia y trascendencia que tuvo. Si la excelencia del cuerpo fué parte integrante de la virtud en cualquier época griega, es natural que la medicina o conocimiento del cuerpo y de la salud fuese parte integrante de la filosofía o conocimiento de las causas primordiales y generales. Más aún: el concepto médico de que la salud es un equilibrio, una armonía que puede romperse por exceso o por defecto, es trasladado a la ética por Platón y Aristóteles. No nos extrañe, pues, el comprobar que a través del más preclaro de sus médicos, Hipócrates, estaban ya los griegos en posesión de dos verdades cardinales que la medicina moderna no ha superado, ni siquiera dominado con la plenitud hipocrática: 1) que lo somático y lo espiritual son una unidad indivisible en el hombre, y que el médico debe tratarla como tal; 2 9 ) que el organismo humano, como toda la naturaleza viviente, lleva en sí un poder restaurativo o autocurativo, y que el papel fundamental del médico debe ser colaborar con esa demiurgia nativa, facultarla y corroborarla, educando al propio enfermo en ese sentido. La libertad griega, operante en todos los terrenos —el estético, el político, el técnico, el de la mera convivencia— es lo que explica, en el plano intelectual, la audacia y el acierto de las especulaciones científicas. Así, desde los días de Tales, habíase aplicado la ley del ostracismo al azar y la arbitrariedad en la concepción de la Naturaleza, buscando en leyes constantes la explicación de todo fenómeno. Sin los aparatos técnicos y sin las bases paulatinamente


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estructuradas de nuestros conocimientos, pudieron anticiparse aproximadamente a la teoría atómica de Dalton. Se explica, pues, el que Bacon de Verulamio defendiera tan apasionadamente a Demócrito no sólo de los serviles secuaces de Aristóteles. sino de A ristóteles mismo. Sólo después de lo dicho parece menos asombroso el hecho de que, únicamente por cuatrocientos versos de su gran poema didáctico, Jenófanes sea considerado hoy como el primer antecesor de las teorías de Lamarck y de Darwin. Y este mismo Jenófanes no sólo vió en los restos o las impresiones fósiles la existencia remota de seres desaparecidos, sino que denunció el secreto antropomórfico , de la tccgonía, anoticiando al hombre, hace veinticinco siglos, de que Dios es sólo la proyección desmesurada e idealizada de su propia imagen, o como dice Feuerbach: 'El secreto de la teología es la antropología". Únicamente una lata libertad de interpretación pudo llevar al griego desde temprano al convencimiento de que sólo a través de la observación, el análisis y la experiencia se podía llegar a una generalización válida, es decir, a una verdad probable. Sólo así pudieron anticiparse tan largamente a la ciencia de nuestros días. En efecto, se ha necesitado el transcurso de diecisiete o dieciocho siglos para que las conclusiones de Euclides en geometría, de Aristarco en astronomía, de Hipócrates en medicina, de Arquímedes en física, pudieran ser superadas. La filosofía, belvedere de todos sus conocimientos, no sólo había emancipado a los griegos de las mentiras sacras, sino que les había enseñado a tomar parte activa en la conducción de su propio destino. Glorioso fué, pues, el desarrollo de la ciencia griega en sus más diversas ramas. Pero hubo de encontrarse al cabo con una impasse invencible. En efecto, ese maravilloso movimiento de especulación y análisis se tradujo muy pobremente en inventos que hubieran acarreado una triple consecuencia: ampliación del campo de la actividad huma-


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na, creación de herramientas para nuevos descubrimientos, posibilidad de comprobación objetiva de la teoría. Y no sucedió así porque faltó radicalmente el espíritu indispensable: los privilegiados de la riqueza agraria o industrial, cada vez más sobrados de esclavos, no precisaban inventos ni máquinas que ahorrasen trabajo. ¿Dónde hallaría hospedaje el espíritu de Efestos, Hermes y Prometeo? Como resultado de la presencia cada vez más populosa del esclavo en la sociedad griega, el trabajo manual cayó bajo el estigma de indignidad. Claro está que no había sido así en los comienzos, cuando el labriego y el artesano eran libres, es decir, hombres. Así Hesíodo pudo alzar su canto a las labranzas, y el rey Ulises construir él mismo su catre, en la Odisea. Cuando la marea montante de esclavos y riquezas concentrados en poquísimas manos trajo la decadencia de la democracia, la estima del trabajo llegó a su nadir. Entonces Aristóteles puede definir la aretó o virtud como un privilegio exclusivo de los que pueden prescindir del trabajo de sus manos. Otrosí: la libertad de pensamiento y enseñanza se ve restringida a medida que la expansión económica e industrial de las ciudades se restringe y el malestar social se acusa. En el siglo IV cunden las demandas de abolición de deudas y de redistribución equitativa de la tierra. Platón, aristócrata, propone el uso de una "noble mentira" para sujetar políticamente a los ciudadanos; Polibio, más tarde, hablará de la necesidad de aterrorizar la imaginación de las masas; Aristóteles, alquilando su autoridad a una institución infame, asimila el esclavo a la máquina. Ahora comprenderemos cómo en la patria del pensamiento 1L..1,..1... A


CAPITULO XIII. - LAS RELIGIONES

El insobornable sentido de libertad del griego es la causa —o la consecuencia— de que no se dejó embretar por los dioses, es decir, por sus representantes. El que los dioses helénicos parecieran meros hombres olímpicos significa que allí la religión no llegó a ser nunca una red inextricable de dogmas, un beluario para constreñir y sofocar la vida. El templo de las religiones orientales —con su orográfica balumba, tan profusa y sombríamente recargada de ornamentos y símbolos y misterios— estaba hecho adrede para que el hombre se sintiese física y espiritualmente un gusano: ego sum veri;2is el non horno. Era lo opuesto del templo helénico con su austera sencillez y su armoniosa gracia realizadas en cándido mármol, casi siempre, y ante el cual el hombre no sentía minimizada su estatura ni la de su espíritu. "El heleno no se arrojaba al suelo ante divinidad alguna." (Ese testimonio de un gran historiador contemporáneo es el más preclaro certificado de la profundidad humana de aquella civilización.) "La idea del pecado le era enteramente ajena: nunca infamaba su humanidad." Con ello está dicho todo o casi todo. El culto, practicado en plena naturaleza, al influjo sanamente inspirador del aire libre, ante la presencia inmaculadamente azul del cielo y con frecuencia la del mar, significaba ante todo la canonización de la furia y la alegría del vivir. Se explica, pues, que en la génesis de los dioses helénicos los poetas intervinieran más que los teólogos. El criterio histórico más moderno formula la suposición de que toda religión es la supervivencia más o menos modificada de las supersticiones de sociedades sumergidas. Se sospecha así que el orfismo y los misterios eleusinos


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algo más aún: de la más remota religión tribal, o totemismo, quedan inconscientes supervivencias en la religión olímpica. Un ejemplo: la piel de león que lleva Heracles, la de zorro de Orfeo, las palomas de Afrodita, Zeus y lDonisos transformándose en toros, Adonis matado por un jabalí y llorado a grito herido por las ménades, son supervivencias de épocas en que el león, el zorro, las palomas, el toro, el jabalí eran dioses y en que las propias ménades o sacerdotisas sacrificaban al dios y comían su carne para asimilar su divinidad. También cree haberse averiguado que en todas o casi todas las civilizaciones la coexistencia de religiones superpuestas significa la presencia de dos religiones: una de la clase dirigente o pueblo vencedor, y otra de las masas aplastadas, con profunda influencia mutua: así la de Amón Ra y la de Osiris en Egipto, la de los Vedas y la de los cultos precedentes de la India, la de Ormuz y la de Mitra en Persia. Naturalmente la religión olímpica fué la de los bárbaros indoeuropeos que derrumbaron la ya decadente civilización micénica y los restos de la cretense, y los n2sterios orfeicos y eleusinos representaban aún las creencias y los cultos de los pueblos vencidos. Los griegos no divinizan ciegamente a la Naturaleza como los otros pueblos, sino que se esfuerzan por penetrar y expresar su sentido profundo y viviente. En general, carecen de supersticiones propiamente tales, y sus interpretaciones tienen sentido realista. Lo que ellos adoran a través de la naturaleza es la sublimación de lo humano. Su religión está llena no sólo de humanidad, sino, digámoslo, de sentido democrático. Sus dioses son superhombres de vitalidad invulnerable, pero un puente de plata los une a los efímeros: su comprensión, su voluntad y su belleza y sus pasiones, típicamente humanas. En la democracia del Olimpo, Zeus no aplasta ni siquiera menoscaba la poderosa individua-


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lidad de los otros dioses: es apenas, como Agamenón, el primero entre sus pares. Los griegos no sólo superaron el totemismo ancestral, sino también las religiones autóctonas y extranjeras, las teogonías asiáticas y egipcias. Todo lo que de ellas subyace o persiste aún —lo primitivo y bárbaro— se opone ya a lo propiamente griego. Los misterios eleusinos o samotracios quizá enseñaban —sin duda con lujo de charlatanería sacra— la ilusión de la inmortalidad de las almas, con su cielo y su infierno, y más probablemente el animismo o fe arcaica de que el espíritu humano es también el que anima a todo el resto de la naturaleza. Como el espíritu griego superó todo eso, los animales divinos de las teogonías subsisten en su mundo como meros símbolos externos, pues sus dioses lo son de la naturaleza y del espíritu humano a la vez: Zeus, del rayo y la hospitalidad; Palas Atene, de los combates y de la inteligencia; Febo, del sol y del arte; las simples náyades terminan transformándose en musas. Por encima de los dioses está el Hado, que, ciego e inapelable en 1-lomero, se humaniza en Esquilo, hasta el punto que sus sanciones, si no conformes siempre a los deseos humanos, implican ya una moral y una justicia humanas. Los dioses griegos, concebidos como maestros o hermanos mayores de los hombres, implican una actitud opuesta a la de Egipto y Oriente y hasta a la de Roma en su peor época —el degradante miedo humano deificando a sus amos. Tenía que ser un griego —Jenófanes---- el primero que advirtiera que los dioses son criaturas del hombre, no al revés: 'Si los caballos o bueyes tuvieran dioses los representarían como caballos o bueyes". En cualquier caso bastaba ver la meditabunda y radiosa serenidad del Zeus de Fidias para comprender que aquello era el hombre iluminado por su propia divinidad.


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En efecto, nunca tuvieron los hombres dioses más llevaderos y hermosos. Y ya se sabe que fueron los únicos dioses que supieron reír, y reír ejemplarmente. Se comprende así que sus verdaderos ministros o intérpretes fueran los poetas y artistas, no los sacerdotes, reducidos a ministriles. En efecto, nunca se encarecerá bastante el profundo sentido de ese hecho: ci de que a diferencia de todas o casi todas las otras sociedades históricas, la griega no haya reservado al sacerdote sino un puesto de segundo rango —curandero, agorero, o matarife sagrado— sin dejarlo constituirse en clero, sin darle ingerencia en la ciencia ni en la enseñanza. En el siglo VI a. C. la teología homérica pierde terreno irremediablemente, ante la inteligencia griega. Por un lado el ataque viene del idealismo filosófico de Pitágoras y Parménides que quieren reemplazar a los olímpicos por un solo Dios omnipotente y omnividente; del otro lado viene, realmente corrosivo, el ataque de los filósofos jónicos, reemplazando a la teología por la indagación de las leyes que gobiernan el mundo. Pero hay un tercer hecho no menos digno de atención: cuando la democracia griega entra en decadencia, los arcaicos cultos asiatizantes —el orfismo, los misterios de Eleusis— nunca hundidos del todo, recuperan su auge. Todo ello, sin que los griegos dignos de serlo se dejaran llevar por el pavor salvacionista, harto conscientes de que la belleza y la sabiduría nunca salen de los escondrijos preferidos por el buho y el murciélago. Cuando se dice que Grecia es la madre de la filosofía, no todos entienden lo que eso significa; esto es, que la ética, el derecho y el arte son caminos de belleza y claridad hacia lo divino, y que el mundo y el hombre son más importantes que los dioses. Grecia es la creadora del laicismo. El principio de la libertad consciente implica un fin


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clarísimo: la realización de la propia dignidad humana. La naturaleza no hace libre al hombre. Para serlo, debe él elaborarla y transformarla, someterla a sus fines, pero sin negarla. Esa fué la hazaña griega: la cultura concebida y practicada, no como una negación de la naturaleza, sino como su mejoramiento y su corona. Por primera vez el cuerpo y el espíritu del hombre constituyen el objeto de la voluntad y de la sabiduría humanas. Cuando el bárbaro (no dejó de serlo el hombre de las otras civilizaciones) quiere expresarse, no atina sino a ataviarse, es decir, a esconderse, y como todo atavío es pompa y cortinaje, el bárbaro no hace más que emboscarse detrás de lo que posee. El sentido de una estatua griega, casi transparente de desnudez, de candidez y de verdad, es lo que ni el egipcio, ni el hindú, ni el judío, ni el cristiano, ni ningún otro pueblo hasta el Renacimiento, pudo comprender jamás. Desde el papuano, adornado de tatuajes y plumas, hasta el papa romano, adornado de telas, cruces y tiara, todos han sido o son una grosera negación de lo griego. Bajo el mandato del espíritu, sin rehuir jamás la integridad humana, el griego se tradujo a sí mismo como obra de arte, como naturaleza mejorada. Hubo un intercambio entre naturaleza y espíritu no visto antes ni después. La matinal salud y voluntad de los griegos y su instinto de armonía los llevaron a cultivar la perfección corporal como punto de partida indispensable. Traducida en estatuas, éstas fueron el más bello desafío a canonizar la integral belleza humana. Porque, después de todo, importaba más que la del mármol, la otra, la de la carne pulsante de sangre y respirante de espíritu. Todo ello sin olvidar que el canon estatuario busca su prolongación integradora en la danza y el canto. Nadie sintió la naturaleza tan sagazmente como el griego. Pero la naturaleza es sólo su camino: su oriente es su propia individualidad. Su vocación artística, y la


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gimnástica, y la filosófica, y la política, obedecen a lo mismo: a la clara intuición de la armonía entre el individuo y el grupo, o, mejor, al irrefrenable impulso del individuo a revelarse, a exteriorizar la riqueza y el estilo de su capacidad a través de lo social: a gozarse en sí mismo y hacerse valer para los demás. Eso se llama libertad humana, es decir, el rasgo eminente de los griegos —lo irreligioso por excelencia. Lo más decisivo de esa individualidad griega es que está a igual saludable distancia de los dos polos negativos de lo humano: la anulación de la conciencia personal en la objetividad de la naturaleza —corno en la India—, por un lado, y por el otro la subjetividad absoluta del espíritu desencarnado —como en el judaísmo o el cristianismo. Lo que la filosofía teológica de Occidente les ha reprochado como una falla —no haber llegado a la concepción del espíritu absoluto o Dios— es quizá el índice de su mejor sabiduría. Sin duda Schiller lo comprendió bien: "Cuando los dioses aún eran humanos, los hombres eran divinos".


CAPITULO XIV. - LA POLITICA

Nada da mejor idea del equilibrio de la vida griega clásica que el hecho recordado por un historiador: "Una comuna como Atenas gastaba sólo para el fomento de su teatro y de sus espectáculos mayor suma que para la guerra contra los persas". Cotéjese tamaño detalle con la brutalidad del Estado moderno y la gravitación de su burocracia civil, militar y eclesiástica sobre la libertad del ciudadano. En Atenas el hombre manteníase en relación consciente y activa con la vida de la comunidad: todo ciudadano sentíase funcionario público, porque podía tomar parte real —no ficticia o simbólica— en el gobierno. Debido en gran parte a tal atomización del poder político (aunque no únicamente a ello como creen los anarquistas), el individuo no sentía sobre sus espaldas y su espíritu el peso aplastante de la gran concentración del poder. Rodolfo Rocker llega a ponderar invariablemente "la falta de sentido político" del griego, lo cual, dicho así, es inaceptable. En efecto, puede hablarse de la escasa aptitud política del jonio, pero no del corintio, del tebano, del megarense, del plateo, del espartano y menos del ateniense; pues en el griego clásico de la Península y el Archipiélago, es valor relevante justamente su condición de ciudadano, es decir, de miembro activo, no meramente pasivo, de una comunidad socid y política: la polis. Otra cosa es sostener —y en esto llevan razón Taine, Wirth, el mismo Rocker y otros— que la unidad de Grecia fué sólo cultural y que las ciento cincuenta y ocho comunas que inventariaría Aristóteles fueron unidades autónomas que no llegaron jamás a constituir propiamente una nación. O sea, que esa extremosa desmembración política, esa falta de un gran Estado único (los de Grecia fueron Estados de bolsillo), con su asiática concentración de poder


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económico, político, pedagógico y policíaco que trueca al individuo en un corcho en el torrente, está en relación orgánica con la libertad del griego, raíz de su profundidad cultural, o sea del despliegue sinfónico de todas sus posibilidades. ¿Que la falta de dogmas de autoridad e infalibilidad obra ya fecundamente por el solo hecho de no fijar y congelar la actividad creadora del individuo? Claro que sí, sólo que no es justo sostener, como lo hace reiteradamente Rocker, que esa desintegración política, ese "desmenuzamiento nacional", sea la causa única, ni siquiera la capital, en la génesis de la maravilla griega. Como ya lo vimos, hubo una constelación de causas, en venturosa armonía. Recordemos que la laxitud política de las ciudades jónicas fué lo que las llevó al cautiverio. Ella fué la causa de su incapacidad de resistencia a Harpago, que les traía el yugo en nombre del rey Ciro (546 - 554 a. C.) y del fracaso de su rebelión (499-494 a. de C.). La gloriosa Mileto, castigada como esclava, se vió llevada a la indignidad de abandonar a las demás ciudades a su suerte, a fin de conseguir del amo una paz aguantable. No olvidemos, por otra parte, que es justamente Atenas (la más prócer y representativa de las ciudades griegas, la que posee sentido político más agudo, la de conciencia y vigilancia más alertas) quien propicia y acaudilla el movimiento nacional de resistencia, contra el amo persa, primero, contra el macedonio, más tarde. La libérrima y democrática Atenas —no la aristocrática Tebas ni la oligárquica Esparta— fué quien, sin más ayuda forastera que la de los mil hoplitas plateos, infiere al persa en Maratón ese gran golpe terrestre coronado más tarde por la hazaña marítima de Salamina, epopeya bastante mayor que la cantada por Homero. Rocker parece negarse a ver que los empeños de hegemonía política de Atenas son el simple resultado de


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una ley de fierro de toda sociedad de clases: la creciente concentración de riquezas de los privilegiados. Y que la decadencia y la caída fueron el producto, no de la unificación política bajo la monarquía de Macedonia, sino de un fenómeno económico o de base: el reemplazo del trabajo libre por la proliferación masiva de esclavos. Consideremos, en ajustada recapitulación, el aspecto político del fenómeno griego a través de lo que mejor lo representa: la historia ática. 1) El mundo de Homero, que representa un estadio superior de la barbarie, es una sociedad gobernada por una clase propietaria principal de la tierra y exclusiva del bronce y las armas y los caballos, que vive profesionalmente de la guerra - por cierto que sobre el sometimiento de las clases laboriosas: campesinos y artesanos. 2) El mejor rendimiento de la guerra es laroducción de esclavos, y el incipiente trabajo esclavo no sólo agrava aún más la situación de las clases trabajadoras, obligadas también al servicio militar, sino que tiende a desplazarlas. Hesíodo de Beocia no puede menos que hacerse algún eco de la quejumbre de los labriegos oprimidos. 3) La sociedad ateniense está bifurcada en dos clases opuestas: de un lado la aristocracia —los eupátridasnuméricamente escasa, pero propietaria de la tierra y los esclavos; del otro la cuantiosa clase plebeya o trabajadores y mercaderes. La tensión entre ambas clases se expresa en luchas cada vez más francas. 4) Los factores decisivos de la evohmción económica favorecen a la plebe. La difusión de nuevas técnicas, el hierro aplicado a los implementos agrícolas e industriales, el gran desarrollo del comercio y la navegación, la aparición de la moneda acuñada que favorece el trueque (le valores: todo ello trae el enriquecimiento, por el comercio y la industria, de muchos plebeyos. Este reemplazo de la economía natural por la mercantil implica una


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revolución económica y, por ende, una revolución social y política: el poder pasa principalmente a los nuevos favorecidos de la riqueza, que se truecan a su vez en ingentes propietarios de esclavos adquiridos por compra, no por guerra. 5) A la masa siempre mayoritaria de plebeyos pobres se agregan algunos nobles empobrecidos. La lucha social se agrava, y el primer triunfo de los desposeídos se expresa a través de las leyes de Solón. Las décadas sucesivas son de luchas políticas y favorables para la masa de plebeyos libres, hasta que, a través de los tiranos (ricachos que se ganan el favor popular invirtiendo parte de su dinero en obras públicas de utilidad o de belleza, pero cuyo poder no dura mucho) y sobre todo de la revolución de Clístenes, desembocan en el nuevo estado: la democracia. Por la nueva constitución toda el Ática queda dividida en cien municipios o demos, cada uno de los cuales elige su jefe o demarca y los sacerdotes de su templo. El poder supremo lo retiene la asamblea de los demotas o ciudadanos. 6) Esta democracia griega no podía ser sino esclavista. En efecto, el rendimiento del trabajo humano era muy inferior a las necesidades (le la sociedad toda. Sólo gracias al trabajo sometido o esclavo, una pequeña minoría de hombres libres dispone de tiempo para las incitaciones de la cultura intelectual y artística, la práctica del deporte, y la práctica de la democracia que es "la realización política de la inteligencia", según la definición de Tomás Mann. 7) Esa democracia, que constituye el mejor ensayo de autogobierno realizado por los hombres hasta hoy, tuvo, pues, base de cieno. La esclavitud tuvo en Grecia, seguramente, caracteres menos brutales que en otras partes, pero fué, no menos, una inhumana ignominia. Delos llegó a ser una especie de Babilonia internacional de la compra-venta de esclavos traídos de todos los rincones


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del mundo conocido: Mesopotamia, Asia Menor, Siria, Egipto y de toda la costa del Mediterráneo occidental. En su mejor hora, el Ática, por noventa mil ciudadanos libres, contaba con cuarenta y cinco mil metecos o habitantes sin derechos políticos y trescientos sesenta y cinco mil esclavos. Y, naturalmente, el constante aumento y concentración de la riqueza trajo el desaforado incremento de la masa esclava con el mortal desequilibrio consiguiente. Así murió, por asfixia, eso que fué la levadura, no sólo de la democracia, sino de la más noble cultura habida: la libertad griega. El poder corruptor de la esclavitud llegó aún a conspirar contra la misma luminosa razón griega nada menos que en la cabeza de Aristóteles, declarando que la esclavitud era un estado de naturaleza y el esclavo una máquina. Consignemos de paso que hoy puede señalarse una disparidad profunda entre la versión tradicional que por lo común tiende a ver en la vida ateniense de la gran época un marmóreo modelo de lucidez, serenidad y dignidad humanas - y los de ciertos sedicentes marxistas que creen descubrir que aquella sociedad estaba inspirada y dirigida por los propietarios y toda la fauna de los apóstoles del lucro. La honrada verdad no parece coincidir con ninguno de ambos pareceres. Basta considerar que la griega era una sociedad de clases —esto es, erigida sobre el bárbaro privilegio económico— para adivinar que no podía estar quita de las más señeras lacras de todas las sociedades históricas: parasitismo, opresión, explotación, sevicia, robo y mentiras canonizadas. Su democracia, ni en su mejor hora, logró superar sus menguas: su ciudadanía negada a los extranjeros; sus mujeres despojadas de derechos y reclusas tanto o más que las de muchos pueblos inferiores a los griegos; todo el trabajo productor a cargo de los esclavos. Bien, el prodigio consiste precisamente en que, pese a todo aquello, Grecia haya hecho lo que nadie: o sea,


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en un área geográfica apenas equivalente a la de una provincia de los grandes imperios, y en sólo el lapso de dos a tres siglos, haber creado la más preclara y viviente cultura de la historia. O mirado eso mismo desde el otro ángulo: haber posibilitado el despliegue triunfal de todo un sector de la sociedad para gobernarse sin amos creando un tipo humano sin equivalente antes ni después, con una inimitable aptitud para casar la naturaleza y el espíritu, lo social y lo individual: un hombre que prescinde en buena parte de la tradición y de los dioses, cultivando su mundo y su persona como un jardín. Su arte es la demostración sin réplica del valor y la hermosura de la vida, y su filosofía —más pudiente que el tizón de Zeus— inició homéricamente el combate contra las tinieblas antiguas que vuelven intransitable el camino ascendente del hombre. Los revolucionarios de mente dirigida no parecen haber advertido que no son precisamente los propietarios de feudos y talleres y esclavos los que en la mejor hora de Atenas plasman estatuas o escriben tragedias para los siglos, o dirigen el Ágora, o discuten inmortalmente bajo los pórticos de mármol - y que los filósofos jónicos, los mayores de Grecia, trabajaron con sus manos, no sólo con sus cerebros, que Demócrito no se creía abandonado de los dioses cuando se afanaba en la cocina, que Esquilo y Sócrates fueron alguna vez soldados rasos. Hay que convenir en que hasta los más responsables intérpretes burgueses —Burkhardt, Spengler, Jaegermiran un poco (le sosla yo el hecho de que hasta en su hora de cenit la sociedad ática —como sus congéneres— vivía en aguda tensión interna, y que el proceso de esa lucha constituye precisamente la levadura de la cultura helénica, y que son el dolor, la rebelión y la esperanza combatiente de los de abajo los que se expresan en la más gigantesca figura de la literatura: el "Prometeo encadenado".


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Y lo que decisivamente llevó a los griegos a enfrentar al imperio persa (un puñado (le hombres libres derrotando a millones de esclavos: la mayor hazaña militar de la historia) fué, sin duda, la sola amenaza de pasar de la condición de libre integrante de una democracia a la de súbdito servil de un autócrata - pues se trataba de dos actitudes ante la vida polarmente opuestas. La percepción y valoración de semejante fenómeno se ofrece como la musa inspiradora del libro de Herodoto, "padre de la historia", y del Esquilo de La Orestíada, que dice: "La muerte es más dulce que la tiranía", y más aún el de Los Persas, donde a una pregunta de la reina Atossa sobre quién es el señor de los griegos, los oídos de la vieja Asia escuchan la más tonitronante noticia: No se dicen esclavos ni súbditos de hombre ninguno. Y si de todas las ciudades griegas Atenas fué la que beligeró más intensa y eficazmente contra Persia, debió---e menos a su capacidad náutica que a su religión de la libertad. Espiritualmente hablando, el hombre de Atenas y de las ciudades congéneres puede ser considerado como la exaltación (le tres valores que se unen en un equilibrio orgánico: la pasión, la moral y el intelecto. Naturalmente el logos se reserva el papel conductor, pero de ningún modo en mengua del paíhos y el ethos. (Frente a ellos, ya está dicho, se alza lo corpóreo en pie de igualdad.) El estado democrático no es la cárcel de la individualidad, sino justamente el instrumento de realización del hombre concebido ante todo y sobre todo como ciudadano, como esencial animal político, cuya libertad —sin la cual no hay hombre— depende de su orgánica armonía con el grupo, no de su oposición o sometimiento a él. La libertad de cada uno encuentra su garantía en la libertad de los otros. Es una armonía, una belleza.


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El aplastamiento de la personalidad por el estado


CAPITULO XV. - PROMETEO

Tal vez habría más justicia en llamar siglo de Esquilo al siglo designado con el nombre de Pendes. Nada expresa como la literatura el espíritu de una época, y ésta que nos ocupa es sin par en la historia —época en que la cultura se identifica con la libertad humana misma, y los hombres, para defenderla, libran combates más intensos y hermosos que los de Homero— y Esquilo es quizá el mayor poeta de las literaturas, y el conjunto de sus trabajos, dice Swinburne, es "la obra espiritual más alta hecha por el hombre". Si de la Grecia clásica no nos hubiera quedado absolutamente nada, bastaría quizá el "Prometeo encadenado" para medir la luz y el brío de aquellos hombres. Importa poco el viejo contenido del mito de Prometeo. Importa sólo el contenido nuevo de que lo carga Esquilo, soldado de Salamina. Veámoslo en escueto resumen: 1) El crimen por el que Prometeo sufre condena —el de haber robado el fuego celeste para dárselo a los hombres— implica una abierta rebelión contra los inmortales. Pero este Luzbel no cae por vanidosa ambición personal, sino por la de ayudar a los de abajo, y Esquilo canta su grandeza, no la de los dioses. 2) El regalo de Prometeo a los hombres es un símbolo del acaecer más revolucionario de la historia humana: la producción y dominio del fuego —"padre de artes sin número"— por el hombre. jactándose de su obra, Prometeo eleva un himno a la belleza trascendente del trabajo de las manos y del cerebro, al poder creador de la acción y de la inteligencia humanas: en contraste con lo ocurrido según la versión de otros pueblos, a estar a la de Prometeo, el hombre no nació perfecto y sufrió una caída, sino al revés: "Debajo de tierra habitaban. . y todo lo hacían sin tino". Hasta que él les enseñó el conocimiento de "las intrincadas salidas y puestas de


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los astros", y el de "los números, ciencia eminente entre t(>das", y el del alfabeto, y el de la memoria, "madre de las musas", y con ello todas las artes prácticas: las del labrador, del forjador, del domador de caballos, del albañil, de la rueda y la de esos "carros de alas de lino que surcan los mares". Es decir, de todo lo que permite al hombre mejorar su sino e independizarse de la naturaleza. 3) Pero la acción modificadora del medio, el cambio de la realidad externa, determina la conciencia del horibre como tal, modifica al hombre fomentando el desarrollo de su razón, y así un día se yergue el pensamiento humano, que desafía el fuego o infierno de los dioses. Es decir, el invento del fuego, fomentador del progreso externo del hombre, determina de rebote su crecimiento interior. 4) Esta concepción de Prometeo como iniciador de la civilización que emancipa de la naturaleza y ayuda en la lucha emancipadora contra los dioses —o sea el propio genio del hombre— es idea de Esquilo, es decir, de la cultura helénica en su más claro momento. Prometeo lo dice abiertamente: "Yo libré a los hombres del temor a la muerte". Ello significa que Prometeo (es decir, la filosofía jónica por agencia de Esquilo) va a la raíz misma de la idea de los dioses: el miedo, que, según Lucrecio,

motivó entre las naciones a creer en la existencia de los dioses y las ciudades inundó de altares. De los dioses en sus dos funciones esenciales: como reemplazantes y amos de los hombres cuya razón anublan y como instrumentos de las clases privilegiadas, concesionarias de los dioses, para inveterar el sometimiento de los desposeídos. Por eso Prometeo es "un alborotador del pueblo". 5) "Los libré del temor a la muerte". "Puse en ellos las ciegas esperanzas". Eso dice Prometeo. Pero en reali-


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dad hace más, pues que al fomentar su voluntad creadora y su poder de videncia, pone al hombre en condicione, de luchar contra la misma Moira, la fatalidad ciega. 6) Prometeo —desafiando a Zeus y anunciando e fin seguro de su poder— encarna así la voluntad y la inteligencia de los grandes revolucionarios de la historia que saben que de algún modo, contra la común ceguera, el futuro les dará razón. (El poder que prevalecerá al fin sobre Zeus y su tizón alado no es otro que el (le la inte. ligencia y la voluntad humanas.) Ellos nunca fueron derrotados porque no lo fueron interiormente. Su modelo sin ocaso es Prometeo, cuya grandeza llega a su cenit cuando en medio de su martirio escupe su desprecio a sus vencedores: "Ten por cierto que no trocaría yo mis torturas por tu servil oficio" —dice al polizonte celeste—. Estamos en el polo opuesto de la resignación de Job o de Jesús, y toda la distancia que lo separa de ellos es la que separa al espíritu griego de las otras civilizaciones. 7) El espíritu de Prometeo es, pues, la esencia del hombre que confía en sí mismo para lograr su propio crecimiento, rompiendo con el pasado, es decir, con las cadenas cósmicas y las cadenas sociales --que confía en su capacidad demiúrgica para transformar su medio y transformarse a sí mismo, vale decir, en ci poder creador de su mente y sus manos. Es la fe irracional en los dioses trocada por la fe racional en el hombre. Huelga advertir que el verbo libertario de Prometeo transmitido por Esquilo, no sólo expresa el espíritu de la Hélade en su momento cenital sino que constituye el más alto mensaje de dignidad humana escuchado hasta hoy.


CAPITULO XVI. - LO GRIEGO Y LO ANTIGRIEGO

De todo el largo pasado histórico, la época de la civilización jónica —aparecida en el siglo VI a. de C.— es la que ofrece más profunda similitud con la nuestra, ya que consideró al hombre —con su lenguaje, sus ideas, sus técnicas y prácticas sociales— no como una creación repentina de los dioses hecha para su diversión y servicio, sino como el producto de una larga evolución, tanto natural como provocada por el hombre mismo. La ciencia jónica no aparece como una actividad suntuaria y vanidosa del intelecto, sino como una parte de la técnica con que el hombre busca el contralor de la Naturaleza. Obligados por la brevedad de nuestro ensayo, debemos reducirnos al mero enunciado de las verdades fundamentales que una más moderna y desprejuiciada consideración del tema —siguiendo principalmente a Farrington, Gordon Childe y Arnold Reymond— sugiere. En el terreno de la ciencia, entendida como una técnica para el dominio y manejo de la naturaleza circundante, los griegos agregaron poco y nada a lo heredado de las viejas civilizaciones precedentes. Mas en cuanto a la ciencia considerada principalmente como una senda hacia la verdad por la verdad misma, como una clave de interpretación del hombre y el mundo, buscando la liberación y dilatación del espíritu humano, los griegos realizaron la más alta hazaña de la historia hasta hoy. "Comparada con el conocimiento empírico y fragmentario que los pueblos orientales reunieron laboriosamente a través de muchos siglos —opina Reymond—, la ciencia griega constituye un milagro". Ese prodigio (y los hombres geniales a través de los cuales se operó) no aparece en Jonia y el Archipiélago por pura casualidad ni por obra de magia. Débese, sin duda, a dos causas capitales: el tratarse de pequeños estados y ciudades marítimas, de gran actividad e iniciativa, y don-


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de el hombre dispone de una libertad que no ha conocido en los grandes imperios centralizados ni en las teocracias; en segundo lugar, su condición de pueblos predominantemente comerciales e industriales fomenta intensamente el desarrollo de las técnicas y las artes y son éstas las que dan el impulso y las normas al alto pensamiento especulativo de los jonios, que nunca pierden contacto con la realidad concreta y la Naturaleza viva. La ciencia tiene una vinculación orgánica con el proceso social y refleja sus módulos y contradicciones. En Jonia, donde la esclavitud es incipiente o apenas existe, el trabajo goza de alta estima social, y el pensamiento, que nace como hermano siamés de la actividad laboriosa —las manos guían a veces al cerebro— es libre y cumple una función liberadora. En los tiempos de Sócrates, Platón y Aristóteles, en que el incremento cuantioso de la esclavitud desacredita a la vez al trabajo libre y a la democracia, el pensamiento se volverá aherrojador, es decir, cumplirá inconscientemente una función servil: justificar los privilegios de los propietarios de esclavos. Ha sido necesaria la llegada del pensamiento más : ndependiente y moderno para demostrar la grandeza y modernidad de los filósofos de Jonia y sus continuadores, representantes auténticos del espíritu helénico —y que lo más exaltado por nuestra civilización cristiana hasta hoy, fué precisamente lo menos griego, cuando no su negación. En efecto, Sócrates y sus discípulos aparecen en la hora de declinación del alma helénica, en que el sentido de la autonomía y soberanía de la persona humana, por oposición al servilismo gregario del Asia, se pierde cada día más; pues el ciudadano y el artesano libres van muriendo asfixiados entre fa masa montante de esclavos y propietarios de esclavos. Entonces surgen dos novedades radicalmente antihelénicas: el desprecio de los sentidos —o sea de la natura-


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leza y del cuerpo— y el desprecio de la ciudadanía democrática, escudo de la libertad social e individual. "Mi irreverencia. . . —dice Nietzsche— nació en mí precisamente al observar en Sócrates y Platón síntomas de decadencia, y desde luego los consideré como instrumentos de la descomposición griega, como seudogriegos y antigriegos". Concepción del hombre pura o preferentemente como un ente moral —desprecio asiático del trabajo, de la mujer y el arte—, infraestitna de los sentidos, del mundo exterior y de la vida misma ("Vivir es estar largo tiempo enfermo", dice Sócrates), es decir, de la más homérica y esquílea virtud helénica: la jocunda voluntad de vida, esa que oyó carcajadas en el Olimpo y vió en la faz del mar "un reír innumerable". Todo tiene su raíz en la profundización creciente de la división de clases y la creciente concentración de los bienes sociales en cada vez menos manos —y con ello el desconcepto del trabajo y de los oficios productivos. "Las artes mecánicas —reconoce y postula Jenofonte— llevan consigo el estigma social". Aun el ejercicio de la química, la física y la mecánica era desdoroso. La consecuencia no se dejó esperar: una verdadera impasse en la evolución de las técnicas de producción. La filosofía señorial y teologal que encarnaron Platón y Aristóteles no pudo comprender —como no se ha comprendido hasta hoy— que sin el sabio trabajo de las ruanos y los grandes inventos prácticos de la época neolítica, la más revolucionaria de la historia (domesticación de animales, agro y horticultura, alfarería, hilandería, tejeduría y metalurgia) no hubieran sido posibles la civilización, ni la filosofía, ni las artes del espíritu, y que el dominio hitita del hierro y el invento del alfabeto fenicio —ambos provocados por urgencias utilitarias— hicieron más por la evolución ascendente del hombre que las torres de Babel de las filosofías idealistas.


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Esa gran aurora del espíritu humano que fué la filosofía naturalista y ateísta de los jonios no bastó, por cierto, para derrotar la tradición mágica y religiosa de la humanidad. Pitágoras, jónico por su origen, fué uno de los grandes científicos y reformadores sociales de Grecia y al mismo tiempo el primer ensayista de una combinación químicamente impracticable: religión y filosofía. La comunidad pitagórica fué una congregación dedicada a la práctica del ascetismo y las matemáticas como el mejor modo de acercarse a la vida eterna. Con el límpido sentido racional y experimental de los jonios, llegó a descubrimientos tan importantes como el del secreto matemático de la música. Pero la abstracción matemática de la orden desembocó en el vacío sublime y ñoño de la superstición religiosa. Así el puro razonamiento matemático, más o menos apriorístico y abstracto, terminó por volver la espalda a la realidad concreta. Así fué corno para los pitagóricos el principio fundamental de la Naturaleza no fué un cuerpo o un fenómeno real como el aire, el agua o el fuego, sino una abstracción: el número, concebido como un ente real. Llegó a creer en la transmigración de los espíritus y en la eternidad celeste de los astros y en una moral humana vinculada a ellos. Se trataba, pues, de una combinación más oriental que griega de ciencia y de charlatanería con aureola. Los filósofos jónicos aliaron en sus especulaciones la observación sensorial al razonamiento abstracto. Advirtieron el limitado alcance de nuestros sentidos, pero no los rechazaron por eso sino que vieron la necesidad de complementarlos: "Los ojos y los oídos son malos testigos si la mente no puede interpretar lo que dicen" (Heráclito). Parménides, el segundo de los filósofos religiosos de Grecia, fué el encargado de negar totalmente la validez de nuestros sentidos en el sendero del conocimiento. Pitá-


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goras, según vimos, no rechazaba la validez de la observación, es decir, el testimonio de los sentidos. Parménides de Elea funda el absolutismo intelectual, proclamando los derechos de la razón a su soberanía excluyente. Condenó, pues, la observación externa y la investigación, desautorizó a los investigadores jónicos, y, por anticipado, a Bacon y toda la ciencia moderna: "Aleja tu mente de la ciencia de la investigación. Que el hábito desfigurante de las múltiples experiencias no te trueque en instrumento de tus ciegos ojos, de tus oídos resonadores y de tu lengua. Juzga por la razón mi aporte a la gran cuestión". El eleata atacaba concretamente el sagaz y fecundo empirismo de los físicos, astrónomos y médicos de la gran tradición jónica y las conclusiones fundamentales del oscuro e iluminador Heráclito, el vidente del devenir, el primero que burlándose del egipticismo de las religiones, entreviera que nada es, pues todo deviene, que el ser fluye torrencialmente, que el mundo es un acaecer, no tina estatua. Parménides llegó a la misma meta de los teólogos: el universo fué hecho de una vez para siempre, el movimiento y el cambio son un espejismo de los sentidos; el universo permanece desde siempre y para siempre tan orondamente inmóvil como una momia egipcia o un dogma judío. "Lo que es, es, y lo que no es, no es." Nada existe fuera de la plenitud absoluta del Ser. Como las religiones, al negar el movimiento, el eleata negaba la vida y los acontecimientos. Era una cruzada reaccionaria contra el revolucionario ateísmo jónico. En el fondo de este odio religioso a todo cambio ¿no puede sospecharse el temor a las innovaciones sociales, a todo lo que alterase el statu quo y los privilegios de la tradición? De las obras científicas de los griegos lo que se desconoce —casi todo lo anterior a Sócrates— es cuantiosamente más de lo que se conoce. Entre lo último está la colección de escritos médicos llamados de la escuela hipo-


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crática (aunque no todos pertenecen a ella) entre los cuales figura el tratado De la medicina antigua, tenido por uno de los mayores monumentos científicos de la antigüedad. No fué pura casualidad, por cierto, que la cultura de "los hombres más humanos que existieron nunca" llevara la ciencia (le la salud a su más luminoso desarrollo, según ya vimos, libertándola de sus bárbaros ingredientes mágicos y religiosos, es decir, del sacerdote y el manosanta. Dieta, reposo, gimnasia, cambio de clima, baños, tales fueron sus principales recursos —es decir, los de la razón y la experiencia. Pero el autor del tratado aludido, con su preclaro espíritu jónico, no sólo impugna a los curanderos con patente mágica o celeste, sino también a los médicos del Occidente griego —de prevalente espíritu metafísico, cuando no teológico—, confiados más en los grandiosos dogmas apriorísticos que en las humildes verdades de la reflexión hecha sobre los resultados de la observación y la experiencia. "Quienes intentan discutir el arte de curar sobre Ja base de un postulado —calor, frío, humedad, sequedad, o cuanto se les antoja— reduciendo las causas de la enfermedad y la muerte en el hombre a uno o dos postulados, no sólo yerran, sino que merecen una especial vituperación por equivocarse en lo que constituye un arte o técnica, y, lo que es más, algo a lo que todo hombre apelará en los momentos críticos de su vida, honrando debidamente al práctico y experto de ese arte. Se trataba, como se ve, de una fecunda vacuna contra el ascetismo intelectual de los metafísicos. Y no es imposible entrever lo que se esconde en el fondo de la gran cuestión: lo que los médicos dogmáticos lamentan en la medicina hipocrática y jónica en general es que el médico fuera ante todo un práctico, un técnico, casi un artesano —esto es, que incurriera en lo que más podía lastimar el orgullo intelectual de teólogos y metafísicos: someter


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su razón a los datos suministrados por los sentidos meramente corporales, rebajándose hasta intervenir con sus manos, como un jornalero, cada vez que fuera preciso... Sólo falta decir que la verdadera medicina griega se vió obligada a ser la más positiva y práctica de todas las ciencias, la más concorde con la realidad viva, porque aquí un error de teoría o aplicación podía significar la muerte del paciente. Y también que, pese a todo, la mejor medicina griega pecó aún de aristocratizante, dado que sus recetas referentes a la gimnasia, el reposo y la dieta no eran aplicables a obreros, campesinos o artesanos, pues no se había pensado nunca en ellos sino en gentes más o menos acomodadas y desocupadas. Hubo un pensador, empero, entre los griegos occidentales, Empédocles de Agrigento, que no compartió, ni mucho menos, el monaquismo intelectual de Parménides, su filosofía paralizante, esto es, su odio a la realidad sensible y la vida. Reconoció cuerdamente la limitación de nuestros sentidos, mas no menos cuerdamente advirtió que su USO controlado por la reflexión crítica era el único camino de conocimiento válido. Fué, como los jónicos, gran observador y experimentador, y así pudo demostrar la corporeidad del aire invisible, y que la atmósfera influía sobre el movimiento alterno de la sangre. Pensó que la atracción y el rechazo, el amor y el odio, eran las fuerzas que lo movían todo. Su gran enseñanza general fué que nuestros sentidos son herramientas capaces de superar su propio alcance: esto es, que mediante la observación y la experimentación podemos, por inferencia, llegar a verdades no accesibles directamente a nuestros sentidos: de lo perceptible ascender a lo imperceptible. Empédocles estuvo, así, ya en el umbral de la idea de los átomos, el genial presentimiento de Demócrito. Anaxágoras, pensador jónico, coincidió fundamentalmente con Empédocles. Gran observador, llegó a través de la fisiología a la conclusión de que el fundamento de lo


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que existe es incensable en cantidad y variedad, en acción, interacción y cambio. Sostuvo que cada cosa está en las otras, a su modo, y que las cualidades del trigo están en las que componen nuestro organismo y por eso el pan que ingerimos puede trocarse en carne, hueso, sangre, cabellos, piel, cerebro. Anaxágoras advirtió desde luego los límites de la percepción sensible, pero consideró que SU evidencia era absolutamente indispensable para la investigación de la Naturaleza. No trepidó, por cierto, en oponer a la astronomía espiritada de los metafísicos, servidora de los dioses, la suya, racional y atea, y por ello, pese a la amistad de Pendes, vió en peligro su vida. En cuanto a la teoría atómica del gran Demócrito fué una de las cimas del pensamiento jónico, una anticipación tan luminosa que, después de más de veinte siglos, Dalton y los descubrimientos de la física moderna han venido a justificarlo inmortalmente. Fué la coronación gloriosa del sin duda mayor aporte de los griegos a la cultura y la liberación humana: el movimiento científico nacido en Jonia. Cabe advertir, una vez más, que esa hipótesis de Demócrito no fué una casual hazaña del genio individual, sino la culminación más o menos lógica y casi esperable, del movimiento aludido: es decir, de la verdad buscada, no por la revelación religiosa o metafísica, sino a través de la observación directa, controlada y completada por itt inteligencia, de los procesos de la técnica humana y de los procesos de la Naturaleza. Los pensadores jonios establecieron —gracias a la inducción apoyada fecundamente en la observación de los sentidos— lo que la ciencia moderna, gracias a su alto instrumental técnico, ha venido a demostrar objetivamente: que la faz visible de la Naturaleza no es sino el resultado de un trabajo invisible. Así el camino de la libertad de trabajo y de la libertad de pensamiento permitió entrever a los científicos griegos lo que la ciencia de hoy cree haber


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comprobado sobre la constitución de la materia y la mecánica del universo. Lo que nunca se quiso reconocer hasta hoy es que Sócrates trató al hombre un poco a la manera tradicional de los sacerdotes: como un ente casi puramente moral e individual y más o menos desligado del cosmos físico y del cosmos social. Y apenas se recuerda que mientras las obras de Platón y Aristóteles se han salvado al parecer íntegras, las de la edad homérica del pensamiento, que corre de Tales a Demócrito, se han perdido aciagamente en su casi totalidad, y algo peor: se conocen en buena parte a través de la versión sospechosa de sus contrincantes idealistas. Es decir, algo como el pensamiento jacobino interpretado por Metternich o Chateaubriand... Por lo pronto media una anécdota platónica visiblemente equiparable a tina calumnia: es una anécdota simbólica referida a la muerte de Tales caído en un pozo mientras meditaba suspenso de las estrellas, a tiempo que Sócrates es presentado como el realista "que trajo la filosofía del cielo a la tierra". La verdad es diametralmente opuesta: los jonios trataron al hombre como parte integrante de toda la naturaleza viva, humanizando hasta las estrellas, mientras los socráticos y platónicos, abstrayendo de la naturaleza y de la carne al hombre, lo elevaron al cielo de los teólogos, es decir, al más allá de la frontera humana y terrena. Insistimos sobre lo fundamental: en una época en que el trabajo aún no estaba desacreditado y en que los filósofos mismos eran técnicos que usaban sus manos en sus faenas y experimentos, la inteligencia libre advirtió la identidad entre los procesos técnicos y los procesos de la Naturaleza y tendió a averiguar los secretos del universo tan sencillamente como un detective los de un asunto tenebroso. Ese cambio de actitud de la inteligencia humana respondía en lo esencial a un cambio de actividad laboriosa que de la explotación más o menos pasiva y


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casi exclusiva de la tierra y el ganado, pasó a la novedad de un trabajo industrial montado sobre inventos cada vez más ahorradores de trabajo. Solón, el abuelo de la democracia ática, pasó en su tiempo por ser "el que desvió la atención de los ciudadanos hacia las artes y oficios". Que es lo que ya había ocurrido en las activas ciudades jónicas. A las exigencias crecientes de mejoras industriales y náuticas respondió un fecundo período de inventos. El prototipo del sabio no fué ya el preceptor moral y religioso —Moisés, Con. fucio, Buda o Zoroastro-.–, sino el inventor técnico y el organizador social, quien, al pasar a la especulación abstracta no perdió nunca contacto con la realidad concreta. Así nació la filosofía jónica, llamada compasivamente por los académicos de ayer y de hoy "materialismo ingenuo", porque prescindió ascéticamente de ingredientes mágicos y religiosos. Pué, en efecto, un ataque frontal y a fondo a la milenaria y aureolada estupidez humana. Trasmitido por Diodoro Sículo nos ha llegado un esbozo (le cosmología y antropología —atribuído por muchos a Demócrito— que pone en la picota no sólo las fantasmagorías de babilonios, egipcios, hindúes, persas y hebreos, sino que hubiera debido abochornar después todas las aberraciones cultivadas hasta los días de Copérnico y aun de Lyll y Darwin por la sabiduría cristiano-gótica. Los llamados sofistas fueron los propagadores de las nuevas ideas inauguradas en Mileto. Bajo los nombres de Protágoras, Gorgias e Hipias, Platón ha desfigurado sin duda sus doctrinas y hasta sus personas, para rebatirlas y desacreditarlas con mayor ventaja. Al racionalismo historicista y evolucionista de los jonios representado por Protágoras, Platón opone su racionalismo abstracto y sus verdades intemporales. En verdad el sofista sublime pudo haber tildado de sofistas a los mejores espíritus de Atenas en su mejor hora devenida capital espiritual de la Hélade - que imbuídos del revolucionario espíritu jónico, habían


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tratado al hombre, no como una creación ex-nibil de los dioses, sino como un producto progresivo de la Naturaleza y de la historia. El Prometeo de Esquilo, ya lo vimos, se jacta de haber sacado a los hombres del más hirsuto y deforme salvajismo hacia la claridad y la belleza de la civilización y el espíritu mediante la enseñanza de las más diversas artes y prácticas, desde la metalurgia y la navegación, hasta el alfabeto y la música. En la A ntígona de Sófocles se prescinde totalmente del mito, y es el propio hombre, por boca del coro, el que canta su grandeza demiúrgica, esto es, la gloria humanzadora de sus inventos técnicos; "Muchas cosas son admirables, pero nada lo es más que el hombre... Hace uso de los vientos tempestuosos para vencer largas distancias entre olas que amenazan tragarlo. Domina año a año mediante el arado, a la más poderosa de las diosas, Gea inmortal. Con su alta destreza, mediante redes, atrapa las aves del aire, las bestias del monte y las generaciones marinas. Obliga a doblar la cerviz al infatigable toro y al caballo de largas crines. Se ha enseñado a sí mismo a hablar y a pensar... Encontró remedio para todo, si no es para la muerte, aunque sabe curar sus enfermedades. Su ingenio técnico, que a veces lo lleva al bien y otras veces al mal, muestra una sabiduría que

desafía a la imaginación". Vale decir que Esquilo y Sófocles, los poetas antiguos más próximos a nuestro espíritu, sabían ya, como los pensadores delanteros de hoy, que el hombre histórico es un hijo de sí mismo, esto es, de sus manos y su cerebro. Que eso mismo pensaban Herodoto y Tucídides, los dos padres de la historia, lo dice el pensamiento conductor de sus libros. La actitud espiritual e intelectual de Sócrates y Platón es polarmente opuesta a esa gran corriente del pensamiento y el espíritu nacida en Jonia y con la que se


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identifica lo más auténtico y grande de la cultura helénica. La explicación de tan inesperable fenómeno hay que buscarla en dos fuente: por un lado, en la remota tradición religiosa (musa de toda casta opresora) representada en el pasado inmediato por Pitágoras; por el otro, en la ostentosa decadencia de la democracia, es decir, en la necesidad y ocasión, para oligarcas y plutócratas, de recaudar todos sus privilegios. No olvidemos que el tema fundamental de Platón fué la política y a ella están consagradas sus dos obras mayores: La República y Las leyes. Menos olvidemos que para la república ideal que él propone, gobernada por una casta de mandarines filósofos, fué a buscar modelos en la oligarquía sacerdotal de Egipto y en la oligarquía castrense de Esparta. ¿Platón pensador político? Sí, pero descontado que el negocio capital del hombre es la salvación de su alma en Ja eternidad, no su creciente humanización y liberación, es decir, su ascenso sobre la tierra. "Estos griegos —se lee en Genealogía de la moral_ se sirvieron de sus dioses para inmunizarse contra toda veleidad de mala conciencia, para gozar pacíficamente de su libertad, es decir, en sentido opuesto al Dios cristiano". Contra la más auténtica tradición helénica, pues, en Platón el alma se vuelve inmortal y se divorcia aristocráticamente del cuerpo mortal. El alma es un huésped celeste del hombre individual y todo —hasta las guerras internacionales, las crisis económicas y las pestes— se explica por ella. Como el alma, por esencia celestial, es ajena a la Naturaleza y al cuerpo, Platón no busca sus secretos en la historia natural ni en la historia humana, sino en la Verdad, la Belleza y el Bien eternos, a cuyo conocimiento se llega por las matemáticas y la dialéctica. Pitágoras había aplicado lúcidamente las matemáticas al estudio de los astros, pero, leal a su idiosincrasia


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religiosa, siguió creyendo que éstos eran de esencia divina y así no fué raro que llegara a comulgar con las más groseras supersticiones de la tradición sagrada: "No se ven cometas cuando mueren los mendigos, mientras la muerte de los príncipes la proclaman los cielos por sí mismos". Este es un caso prócer de cómo los más gordos intereses sociales y los prejuicios que los encubren se reflejan hasta en las más etéreas especulaciones de los filósofos. Por cierto que esta astronomía teologal y aristocratizante vió su peor enemigo en la astronomía atea y puramente racional y experimental de los jonios. Por eso Platón retornó a la teología astral de Pitágoras que Aristóteles aceptaba sólo con reparos. Naturalmente el testimonio de los sentidos —la observación y experimentación— como cosa del cuerpo, es tenido por falaz, y Platón, vía Sócrates, expresa su desprecio hacia él: "Si alguna vez hemos de saber algo plenamente, debemos estar libres del cuerpo y contemplar la verdadera realidad sólo con los ojos del alma". ¿No es ése el padre de todos los sofismas? Que Platón fué uno de los intelectos magnos de la antigüedad, que contribuyó magistralmente al desarrollo de los estudios matemáticos, y sobre todo lógicos y psicológicos, al de la crítica de la percepción sensorial en su relación con el intelecto, y, a su modo, al esclarecimiento de los fenómenos sociales y políticos, y que fué uno de los más profundos artistas de la palabra griega: todo eso es irrebatiblemente cierto. Pero no lo es menos que su camino no fué el de la verdadera ciencia, pues buscó decisivamente hacer coincidir la dirección de su pensamiento con la de los intereses de la sociedad esclavista en que vivió —y sólo eso puede explicar algunos tenebrosos errores de tan preclaro intelecto. Llegó a decir que un inventor o un artesano nunca crea nada, pues la idea o forma de lo que hace fué ya creada por Dios— y que el verda-


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dero conocirinto d2 una cosa la tiene quien la usa o aprovecha (clase patronal), no quien la hace (artesano), y desde luego justificó fervorosamente la esclavitud, es decir, vió en el trabajo la actividad específicamente denigrante del hombre. Por lo demás, Platón estuvo en contra de sí mismo, pues si la materia prima del conocimiento son las sensaciones maduradas por la experiencia, es obvio que los meros "ojos del alma" no se bastan a sí mismos para encontrar la verdad. Este desencuentro de Platón consigo mismo y con la veraz ciencia de su época expresa sin duda la contradicción mortal de una sociedad en disgregación, que pareciera necesitar el escamoteo de la realidad. En el Tmeo expresa sin tapujos que el mundo fenoménico es sólo la imagen del mundo eterno. Lo cual sale del terreno de la filosofía para entrar en el de la teología y explica el éxito del platonismo en el mundo cristiano. La crítica filosófica de hoy muestra que las primeras obras del gran Aristóteles están inficionadas de lógica puramente dialéctica, de criterio apriorístico, de argumentos ingeniosos, no de demostraciones. Mas con los años, batiéndose en retirada contra el intelectualismo solitario de Platón, fué convenciéndose, cada vez más sin duda, de la necesidad de la observación, de la evidencia de los sentidos y de la prueba. Es decir, por superar la antinomia entre los sentidos y la razón, aproximándose a los jonios. No fué casual que sus últimos años se entregara apasionadamente a la biología. Por ello —no sólo por la eminencia de su mente— pudo llegar a ser uno de los mayores hombres de ciencia de cualquier tiempo. Lo cual no veda que el intento de conciliar a Platón y a los filósofos jónicos —el agua con el fuego-- fuera la fuente de algunos de sus majestuosos errores. Creyó que los animales y las plantas eran mortales, pero que los astros no tenían comienzo ni fin; que la filosofía era cosa de los hombres libres y las ciencias aplicadas sólo dignas de los esclavos;


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y aspiró a suplir del todo a la clase trabajadora libre por los esclavos, ya que éstos han sido hechos por la Naturaleza sólo para eximir a los otros de todo esfuerzo vil. Ya vemos que, tanto como a Platón, el subconsciente clasista le jugó una mala pasada al estagirita. Creyó pensar como un libérrimo dios de la inteligencia, mientras pensaba sólo como un abogado a sueldo de los privilegiados sociales. La mengua mayor del mundo helénico fué el rango servil —mucho más que en Egipto y aun en Persia— que en él se asignara a la mujer. Y el nadir de esa mengua consistió en que ella fuera canonizada por sus dos filósofos de más largas mentas. "La mujer es al hombre lo que el esclavo al amo" (Aristóteles). "De los hombres creados al principio, los que observaron una conducta cobarde e injusta renacieron en la segunda generación con forma de mujer" (Platón).


CAPITULO XVII. - DECLINACIÓN Y CAlDA

La hegemonía de Atenas —o primacía sobre sus pares— terminó trocándose en dominio imperialista. Su verdadero origen no estaba, como lo señalaban muchos, en el carácter emprendedor del pueblo de Atenas, sino en las anchas posibilidades y las más anchas ambiciones de la nueva clase dirigente: ex nobles y plebeyos enriquecidos en la gran industria y el tráfico. Como ya Jo vió el mismo Tucídides, esa relación de prepotencia le enajenó las simpatías del resto de Grecia, simpatías que fijé polarizando la carcelaria Esparta hasta erigirse un día en abanderada (le la libertad. La guerra entre las dos ciudades monitoras duró veintisiete años y terminó con la derrota de Atenas en Egos Pótamos y el hundimiento de su subyugante poderío naval. A poco andar, Esparta, con su militar grosería, se volvió desconfiable o repudiable, y Atenas, aunque trabajosamente, logró recuperarse hasta formar la Segunda ilga ática. El optimismo general renació, pero el testimonio de un contemporáneo —Isócrates— deja entrever que la situación real era de derrumbe, ya que el problema mismo de la supervivencia de la democracia era el que estaba en el tapete. Por Isócrates podemos advertir que el pueblo ateniense hallábase dividido políticamente en tres sectores: el democrático, el oligárquico moderado y el oligárquico radical. Este último, muy reaccionario, por cierto, y constituído fundamentalmente por los ricos de grueso calibre es el que parece expresarse a través de Isócrates y su A rco pagítico. Los intentos de volver hacia atrás no eran nuevos. Las posibilidades de realidad democrática del período de Pendes se dieron en gran parte gracias a que las leyes dictadas bajo su gobierno —debidas al gran respaldo popular— quebrantaron de hecho el poder político del con-


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servador Areópago, especie de Su p rema Corte de Justicia. Después de su victoria sobre Atenas, la oligarquía espartana le impuso el gobierno congénere de los Treinta tiranos que se apresuró a restaurar el poder oligárquico del Areópago. Naturalmente la recuperación democrática que derrocó a los Treinta mandó otra vez a cuarteles de invierno al impopularísimo y alto tribunal. El A reopagílico de Isócrates expresa, pues, el viejo y negro sueño antidemocrático de los monopolistas de la riqueza: volver a "la constitución de los padres", es decir, de los días de Solón: reflotar la autoridad del provecto 9reópago, resucitar el celo religioso arcaico, podar los desmanes del individualismo plebeyo: en síntesis, poner en cuarentena la libertad popular llamada democracia. Asombra forzosamente el ascenso, rápido hasta lo vertiginoso, de la cultura griega a esa cima de belleza humana no conocida por ninguna otra sociedad histórica. Creemos ya haber logrado echar claridad suficiente sobre la coordinada serie de factores que, según el pensamiento histórico más moderno, se conjugaron en la génesis de tamaño fenómeno. El logro fundamental que hizo posibles los otros fué la libertad disfrutada en una medida que los demás pueblos no conocieron hasta entonces, ni han vuelto a conocer después. La democracia fué sólo la realización política de esa libertad, como su realización integral fué la cultura. Naturalmente no es posible dejar de ver, y verlo en su tremendo alcance, el hecho de que la democracia griega (que nunca superó el privilegio de clase que divide a toda sociedad en poseyentes y desposeídos) tenía por presupuesto económico fatal, como todas las civilizaciones antiguas, el trabajo esclavo. Y la presencia de este elemento de corrupción en un organismo con tan honda vocación de libertad, era fúnebremente contradictoria.


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Ya vimos qué serie de antecedentes y factores acarreó un rápido florecimiento industrial y comercial trayendo, Como primera consecuencia, la pauperización de algunos nobles y el enriquecimiento de algunos plebeyos, y la inquietud del gran resto, desembocando todo ello en un tenso proceso de luchas sociales, dando como resultado final la instauración de la democracia, y con ello la eclosión de la cultura de más hondo y viviente sentido humano, es decir, la que produjo el más bello tipo de hombre. Pero el privilegio económico o de clase, germen de toda servidumbre social, apenas disimulado detrás de la democracia política, exacerbó su influjo en el proceso sobreviviente. La concentración de la riqueza en cada vez menor número de venturosos, trajo (mero cumplirse de las leyes de la mecánica de toda sociedad de clases) una doble floración de un puñado de magnates sobornadores y una falange de descamisados sobornables. Por otro lado significó la introducción de esclavos en escala creciente: poco a pcco toda la tierra agropecuaria fué quedando en manos de los terratenientes, y el trabajador libre de los campos, y el trabajador libre de las ciudades se vieron desplazados, es decir, reducidos a la libertad de morirse de hambre por la competencia del trabajo del esclavo que los capitalistas compraban a bastante menos precio que un caballo en la feria internadonal de Delos. Los ciudadanos, empobrecidos hasta la cuasi mendicidad, van formando la clientela electoral de los compradores de votos. Y algo peor: el gobierno, enteramente en manos patronales, segrega leyes que condenan a la cárcel y aun a la esclavitud a los deudores insolventes, cuyo número crece como una epizootia. Salvada la distancia, el fenómeno romano de la decadencia imperial se anticipó aquí: los esclavos se multiplicaron como las moscas en la res gangrenada. Lógicamente, al par de la política interior, la exterior comeaó a ser controlada por la joven casta de "los ricos audaces", y la hegemonía de Atenas sobre muchos estados


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griegos, trocada en señorío imperial, fué obra suya, no del pueblo ateniense. La larga y extenuante guerra del Peloponeso fué provocada por el recelo temeroso de Esparta y otras ciudades ante la amenazante prepotencia naval y comercial de Atenas. De haber triunfado ésta, como bien pudo ocurrir, las cosas no hubieran variado en lo fundamental. El sentido de la libertad —universal numen ático— ya estaba profundamente perturbado. Por Isócrates sabemos que, al mediar el siglo IV, el gobierno de Atenas era ya una burocracia y, como tal, de espíritu fervorosamente regresivo y liberticida. Coetáneas de Isócrates o posteriores, se van dando las especulaciones políticas de Platón, desencantado de la democracia como del realismo de los filósofos jonios; de Aristóteles, cortesano de un rey semibárbaro y casado con una princesa; de Jenofonte, condotiero al servicio del rey de Persia. Los tres, junto con Plutarco (ese griego de cráneo romano) no esconden, ni mucho menos, su admiración por Esparta: Esparta, más plúmbea que férrea como lo acaba de mostrar su fracaso militar en Ceutra y Mantinea ante la fina y ágil táctica de Epaminondas. Atenas había experimentado como ninguna otra ciudad de la constelación helénica, el estímulo de la victoria griega sobre los persas, que llevó al máximo esa dilatación externa e interna que explica su hegemonía sobre el resto de la Hélade. Era un caso de estricta justicia, pues ella había sido la mirada y la voluntad más alertas en la hora del riesgo. Pero cuando la amenaza de la fuerza macedónica se perfila sombríamente en el horizonte, en Grecia toda, sin excluir a la misma Atenas, apenas si alienta un soplo de ese espíritu que había inspirado a la Hélade in siglo y medio antes frente a la oceánica invasión de Jerjes. Eurípides es, por encima de todo, una especie de im-


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perturbable espejo que denuncia, con sus esplendores y sus sombras, los secretos de la Grecia en su cuarto menguante. Ya dijimos que un mundo en que la riqueza general, altamente acrecida, había pasado a muy escasas manos, y en que los trabajadores libres habían sido desplazados por pululantes enjambres de esclavos, era ya un mundo sin equilibrio externo ni interno. Poco a poco, en efecto, la voracidad tentacular de los grandes ricos fué llevando al estado ateniense a una política de poderío inmaculadamente exenta de escrúpulos, y por cierto la inmoralidad pública incidió en la privada, y la hipertrofia del poder del estado no pudo darse sino atrofiando la libertad y el poder del ciudadano. A su vez, la decadencia del individuo y su comienzo de desorientación y desolación refluyeron sobre la vida pública. "La descomposición de la sociedad era sólo la apariencia exterior de la íntima descomposición del hombre". Eso dice el idealista Jaeger, equivocándose; pues, pese a la autoridad del profundo investigador, el proceso fué inverso. La creciente concentración del haber de la sociedad en pocas manos trajo, en marea montante, la proliferación de los esclavos y la audacia de los Cresos: contra semejante ariete nada pudo el valor de la cultura, es decir, el poder del pueblo más altamente espiritualizado que existió nunca y de una ciudad donde hubo banquetes que fueron menos para el estómago que para el espíritu. En efecto, en ningún otro punto de la geografía o de la historia vióse esfuerzo más espontáneo y sostenido para lograr la educación integral de todos los ciudadanos: es decir, de cultura política, moral, intelectual, física, estética: pedagogía armoniosa y profundamente vital. Eso es lo que refleja el muy moderno Eurípides. "La totalidad de la existencia humana, desde las nimiedades de cada día hasta las alturas de la vida social en el arte y el pensamiento".


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La libertad de pensamiento y de palabra en el Ágora es exigida igualmente en la pura especulación intelectual. Como en ningún otro lugar ni época el espíritu gozó de tamaño fuero, se explica que nunca el pensamiento lograra igual profundidad y claridad. En efecto, la libérrima Atenas— no indigna del calificativo pese a la inmortal infamia cometida con Anaxágoras y Sócrates— atrajo a los pensadores, investigadores y sabios de cualquier parte, y se trocó en el cerebro del Mediterráneo, es decir, del mundo. La inteligencia humana tomó carta de ciudadanía ateniense. La razón griega está en su cenit (la crítica de los sofistas fué una escuela de gimnasia ática) con su incontenible ampliación de horizontes y todas sus consecuencias revolucionarias. Es propiamente la hora de Palas Atenea, la diosa de más alta cuna, como nacida del cerebro de Zeus. Es el cierre de la cúpula comenzada en Jonia. El tema de Sócrates no es ya el ciudadano griego, sino el alma del hombre universal. Eurípides siente, mejor que nadie, que la polis resulta demasiado estrecha y que para el hombre de bien el mundo a la redonda es patria, dice, "como el éter indiviso es libre para el vuelo del águila". Eurípides es dramaturgo tan grande como Esquilo o Sófocles, pero, fiel a su época, es también un auténtico pensador, es decir, un demoledor que intenta construir. A través de las figuras míticas tiene ojos para "la fantasía de lo real". A través del mito arcaico abre camino a la verdad nueva, al temido mensaje revolucionario. Hasta los mendigos entran en escena y los más desmesurados héroes sienten y hablan corno meros hombres. ¿Es extraño que la psicología comience con él? Espejo clarividente de su tiempo, las tradiciones y los tabúes más venerandos son reflejados sin hojas de parra, pues, griego genuino, Eurípides siente que nada hay más sagrado que los derechos y garantías de la mente humana.


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Eurípides no cree ya que la sociedad' el destino del hombre están atados por cadenas divinas, sino, casi siempre por otras convenc?onales y transitorias, y que pueden y deben ser quebradas. ¿Se atrevería Eurípides con la más intangible mengua griega, después de la esclavitud —el enyugamiento social de la mujer? Sí, se atreve, y su Medea es ya casi una heroína de Ibsen, el más avanzado dramaturgo moderno. En Esquilo y Sófocles, el hombre, aunque interviene ya en la configuración de su destino, acepta aún el castigo de la fatalidad como una justicia. En Eurípides el hombre protesta airado contra ella y comienza a sentirse responsable único de su propia culpa. Era difícil, pues, que Eurípides no llegase a la última temeridad: la alusión a la fuente y esencia de los dioses, y Jo hace por boca de Hécuba: Ti?, quien quiera que seas, Zeus, lo mismo si eres l:i ley del mundo que el espíritu del hombre. La verdad es que, con aguda conciencia de las cadenas que maniatan al hombre singular y al hombre colectivo, nadie expresó, como Eurípides, el signo definidor de sil la más profunda aspiración a la libertad. Como tal debía toparse con los más arduos obstáculos para ser escuchado, opuestos principalmente por los custodios del viejo orden. Aristófanes fué el más prócer de todos ellos. Para el criterio más moderno es obvia Ja relación entre la mecánica social y los fenómenos espirituales. La poesía, desde Homero a Aristófanes, es la biografía, es la verdadera biografía del espíritu griego. La aparición de la comedia era una forzosidad de aquel mundo, o, por mejor decir, la prueba última de la integral diversidad y profundidad del espíritu helénico. En efecto, la más honda raíz de la comedia está, antes que en su vocación de pedagogía política o moral, en la exalta-


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ción dionisíaca —el desborde jocundo de la vitalidad— no menos que en la transparente voluntad estética de denunciar lo feo y lo grotesco como un pecado contra el espíritu, pecado cuya sanción es la burla. A la par del llanto, del pensamiento y de la palabra, la risa era tenida en la Hélade por uno de los primeros privilegios humanos y... divinos. Y tanto, que sus dioses sabían reír, y reír olímpicamente, como la más dichosa y sabia advertencia hecha a los mortales. Hazaña oída por vez primera y última en el mundo. Aprovechando y superando a sus predecesores, Aristófanes eleva la comedia a un rango no inferior al de la tragedia, es decir, al de un preclaro factor de educación y cultura. A la época de máxima libertad ateniense, respondió, como cortapisa, la libertad de crítica de la comedia. Y no se reduce a lanzar sus flechas con altura al blanco personal, como su ilustre maestra la sátira jónica, sino que su belicidad crítica lo abarca todo: lo político, lo social, lo moral, la filosofía, la educación, la poesía misma. Pero no nos llamemos a engaño. En un mundo que se cuartea y amenaza derrumbarse a menos de trasmutar sus bases —y eso es ya la democracia ateniense de tiempos de Aristófanes—, el temor y el odio a toda innovación aparecen como una epidemia en las ciases monopolistas del privilegio y que peligran perderlo. En su ataque al demagogo Cleón y a sus irresponsables electores, es transparente la prevención aristocrática del autor contra la masa popular. Aristófanes se apoya en los caballeros —señores sobrevivientes de los días feudales— que, por encima de todo, sólo aspiran a recuperar o inveterar sus umbilicales privilegios. Ni Aristófanes ni nadie en sus días ve la raíz del mal: con ciudadanos en asueto forzoso, es decir, en la cuasi mendicidad y el mercenarismo cívico, está rota ya en el


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espinazo la ciudadanía democrática, ese pedestal de la excelencia griega. En el propósito de ridiculización de los dos grandes de la época —Sócrates y Eurípides— está patente el recelo enconoso de los eupátridas y demás rechonchos poseyentes contra ese racionalismo democrático que no deja sin inventario y examen ni las cosas canonizadas por tina veneración de siglos. Claro está que en última instancia la actitud de Aristófanes es explicable y aun justificable: por un lado, sedala que los valores de los más preclaros días de Grecia pierden terreno; por el otro, advierte que el intelecto que usado oblicuamente puede servir para defender lo peor— no constituye una real potencia educadora cuando prescinde de los otros factores correlativos: moral, arte, gimnasia, ejercicio decoroso de la ciudadanía. A fuer de buen griego, el gran Aristófanes ve sagazmente que el dc3tino de la cultura ática y de su hombre inimitable está ligado orgánicamente a la suerte política de Atenas comprometida aciagamente por su creciente desequilibrio funcional, mucho más que por amenazas forasteras. Platón ha sido visto hasta hoy como una especie (le recapitulación y culminación del pensamiento griego. Ello es exacto, en cierto modo, pero está lejos de serlo en absoluto, pues, en un. aspecto esencial, ci gran idealista es sencillamente un antigriego, según ya vimos. En el terreno de la especulación política, y asistido por toda la riqueza de la experiencia y el pensamiento griegos, Platón no deja en la penumbra un solo aspecto del problema, según lo testimonian la visión y la opinión de cada uno de los distintos polemistas de sus diálogos: las de la justicia como una creación de los fuertes, según Céfalos, " q ue entregan a sus súbditos como justicia esas leyes hechas por ellos para servir sus intereses" —las del


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origen de las aristocracias: "cuando un hombre se ha apropiado de la riqueza y convierte a los otros en esclavos, en vez de tramposo y ladrón, lo llaman afortunado y todos lo bendicen"—; las de Calistes, que anticipa la teoría de Nietzsche sobre la moral de los débiles: "esa justicia es una moralidad, no de hombres, sino de lacayos"—; la de la omnipresente bifurcación social: "todo estado corriente es en realidad dos estados: el de los ricos y el de los pobres, en guerra entre sí". A fuer de griego, Platón concibe por un lado lo político como parte integrante de la cultura; por otro, cree que la acción y el pensamiento operante del hombre son capaces de modificar su destino. El plan que se traza para esa empresa, La república, implica el gobierno de "los mejores", elegidos, no por la sangre como en las aristocracias bárbaras, sino por la más alta y probada educación y competencia. El plan del divino Platón sería más o menos inobjetable si no fuera porque olvida aristocráticamente en el tintero la clave mayor de la desarmonía social: el privilegio económico de la gorda minoría contra la flaca mayoría. Por lo demás, la reacción contra la democracia ya en franca decadencia —actitud muy de moda— lleva a Platón a concebir un elenco dirigente con resabios de oligarquía espartana o casta sacerdotal egipcia, comprometiendo así la esencia misma de lo griego: el primado de la libertad. Y dicho está que Platón sigile creyendo en la desigualdad innata de los hombres, ello es, en la justicia de la esclavitud. Lo anterior, sólo alude como reparo a un detalle dentro de un vasto conjunto. En realidad es toda la concepción platónica del mundo la que implica una visión polarmente opuesta a la de los creadores de la filosofía y el realismo jóniccs, esa partida de nacimiento de la libertad helénica y de la libertad del espíritu humano. Contra la milenaria tradición de las religiones ellos enseñaron que el mundo


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s una totalidad objetiva y subjetiva, suficiente en sí misma. El idealismo platónico, paralelo a las concepciones religiosas, tiene su precedente en Pitágoras. En efecto, como observa lúcidamente Childe, muchos de los mejores descubrimientos matemáticos habían sido hechos moviéndose detrás de ilusiones mágicas o místicas. Y ese pecado originario se acusaría aún veintitantos siglos después en la mente occidental. "Los filósofos griegos pensaron que las verdades universales de las matemáticas les revelaban una realidad inmutable y eterna detrás del cambiante panorama de las apariencias históricas; que la geometría proveía un modelo de la Naturaleza intemporal, a semejanza de lo que habían ofrecido un templo sumerio o una pirámide egipcia. Algunos, en verdad, como Platón, dedujeron que las verdades de la geometría no se inferían de hechos experimentales —las figuras que los hombres dibujaban y componían— sino que eran recuerdos de las propiedades de triángulos aprehendidas por la razón. Sobre esta confusión se basó la teoría de un mundo de las ideas suprasensible y eterno, independiente de la observación..." Platón, pues, declara que la naturaleza, la realidad es sólo una objetivación de la Idea o las Ideas preexistentes—, que el pensar es el sujeto y el ser un mero atributo. Una posición regresiva, a fin de cuentas, es decir, homóloga a las fantásticas concepciones del viejo Oriente. Ese germen religioso o místico toma después prevalencia decisiva en Filón de Alejandría, el "Platón hebreo", que se empeña en probar que no sólo Platón y Pitágoras, sino el mismo fluido y dialéctico Heráclito son meros discípulos del monolítico Moisés... El neoplatónico Plotino, egipcio que viaja a Oriente a abrevarse en las iluminadas fuentes de las sabidurías persa e india, tiene un devoto horror a todo lo material


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vil corno el Mediterráneo, termina por asiatizarse del todo: "una teología cada vez más fantástica y supersticiosa sustituye a la especulación filosófica". (Mondolfo). El proceso de disgregación social y moral del mundo griego se refleja también en las escuelas filosóficas de la Hélade que vinieron después. El estoicismo, ligado por origen y carácter a la astrdfornía caldea, es una síntesis greco-oriental (tal vez Zenón fué un mercader de procedencia fenicia y Cleanto un jornalero de origen desconocido) y trae dos novedades. La idea del destino de los hombres ligado a los astros implica la concepción de una cosmó polis mundial que rebasa la la de la polis. La idea de que todos los hombres son hermanos y por tanto libres por naturaleza, inicia de suyo un ataque revolucionario a la sociedad griega, esclavista como todas las sociedades antiguas. El epicureísmo (valoración ética del placer —exclusión de lo sobrenatural y del más allá—, libertad humana opuesta a la dictadura del 1-lado —acción liberadora del conocimiento y concepción del progreso humano—, autarquía moral o sanción puramente intrínseca de la conducta), se ofrece como una de las representaciones más sinceras y hermosamente sabias del espíritu helénico, y Epicuro como uno de los más claros héroes de la humanidad espiritual, pese a la denigración milenaria de los propagandistas de los dos Testamentos judaicos. Su doctrina, su prédica y su ejemplo significan un luminoso empeño por librar a los hombres de la telaraña trascendente: la hipoteca del hombre al más allá y el terror al código penal del infierno. Mas he aquí que las dos doctrinas anteriores son predominantemente éticas, o, en todo caso, carecen de una estima suficiente del hombre como ente político. Para ambas la libertad del hombre es un bien interior y puede prescindir del mundo ambiente —lo cual, dicho al pasar, es antigriego por antonomasia. Y así va a ocurrir que en


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su evolución menguante a través del mundo romano, los estoicos aceptarán como necesaria la superstición religiosa ("una noble mentira", según Platón, "la base de la grandeza romana", según Polibio) y Epicteto se creerá un hombre libre aun siendo esclavo de Epafrodito. En ambos sistemas, corno en el cristianismo que vendrá, está rota esa armonía creadora entre la órbita de la sociedad y la del individuo. La última gran encarnación del espíritu griego es Demóstenes, en quien el integral poder educativo de la polis y de su propia voluntad se muestra con los más ejemplares caracteres. Hijo del pueblo que más profundamente se educó y amaestró a sí mismo, Demóstenes es un selfmade-man perfecto. Ciertamente, la última gran figura de la democracia griega parece haber sido un varón de gran estilo, por encima, no sólo de los retaceos del fariseísmo reaccionario de ayer y hoy, sino aun de las deformaciones de la retórica panegirista. La hora de su aparición es aciagamente trágica para Grecia, mucho más por cierto que la de un siglo y medio atrás, cuando hubo de enfrentarse a la inundación de media Asia. Se trata ahora de una Grecia ya herida en la médula misma: su sentido de la autonomía individual y social del hombre y su capacidad para validarla. En un mundo de pueblos e individuos en quienes se restringe cada vez más esa dimensión profunda del hombre, que es la libertad, aparece Filipo de Macedonia, cuyas armas más belígeras no son sus falanges sino sus dineros. "Quién se hubiera atrevido a decir que un bárbaro nacido en Pella, pueblo entonces sometido y oscuro, debía tener un alma tan grande que aspirase al dominio de Grecia?" Eso pregunta el fiero lamento de Demóstenes. Pero él mismo se contesta con una segunda pregunta: ¿quién hubiera creído que los descendientes de los Mil-


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cíades, Temístocles y Esquilo corriesen "a entregar a Filipo la Grecia encadenada?" Esquines se llama amigo de Filipo, pero su certero adversario tiene que explicarle que un mercenario no es amigo de su pagador sino simplemente su esclavo. Indiferencia, pusilanimidad, venalidad, eso es todo lo que la casi totalidad de los griegos pueden oponer al macedonio. Se trata, sin duda, de una causa perdida. Demóstenes lo sospecha, acaso, y por eso su lucha es más definidamente heroica. Muchas venturas humanas se dan cita en el hombre que burlará la cautividad con su muerte anticipada, Como Solón, o Pendes, o cualquier griego de verdad, es invulnerable al dinero, no por repudio ascético, sino porque para el buen heleno el fausto es carcoma de la belleza y de la libertad, dones soberanos. Como sus dos grandes antecesores, Demóstenes es el más profundo político de su época y, como Solón, su primera lucha la mueve contra la Tyché, es decir, contra esa resignación asiática que implica el echar a los dioses la culpa del infortunio público. Buen griego siempre, apela directa y decisivamente a ese tesoro inagotable que no administran los dioses: la energía y el valor humanos, es decir, la afirmativa confianza del hombre en sí mismo. Su estrategia predica la aproximación a los persas, pues ve con mirar correcto que la amenaza fúnebre no viene esta vez de Oriente, sino de Macedonia. Es, por definición, un antirretórico, un realista. Su conducta con la masa comporta, por un lado, el acatamiento a la necesidad de captar su favor mediante el prestigio de su probidad y de su palabra; por el otro —y aquí Demóstenes es el antidemagogo mismo— placea la más insobornable voluntad de contradecir la ignorancia, la bajeza, el sentimentalismo y la cobardía de la masa, para alzarla por encima de sí misma hasta la altura de su camino de liberación.


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Demóstenes se inicia en la vida pública cuando, recuperado buena parte de su poder y su crédito hundidos en la guerra del Peloponeso, Atenas padece el fracaso de Ja Segunda liga marítima. La nueva realidad se anoticia ya a muchas conciencias: ninguna ciudad helénica —ni Atenas, ni Esparta, ni Tebas— puede pretender la hegemonía. Es igualmente cierto que ningún pueblo griego da muestras de superar el circuito de la polis, trocado ahora en barrera. ¿La hegemonía vendrá desde la periferia, desde un pueblo bárbaro? Eso constituye la sombría amenaza. Y lo que nadie puede sospechar es que detrás de Filipo vendrá, con Alejandro, la dilatación de la cultura griega sobre una desmesurada zona del mundo. Sí, todo eso es cierto, pero en Demóstenes, el último griego de verdad, se recobra la conciencia de la mejor etapa de la historia: que la cultura helénica, antes que un producto intelectual o artístico susceptible de exportación o herencia, es la integración viviente de muchas excelencias humanas --comenzando por la libertad intelectual y política— y que su expresión cabal y final es el sentido griego de la vida, el tipo griego de hombre, el más profunda y armoniosamente humano conocido hasta el día. Y que eso no podrá repetirse sin duda en el mundo. Pero Demóstenes cree que tal vez puede ser salvado de algún modo y por ello lucha hasta el borde del abismo y por eso muere. Demóstenes se propone —y en buena parte lo consigue— curar a Atenas y a toda la Grecia de su miopía y apatía, suscitándoles una clara visión y una clara voluntad de lucha, lis "un despertador de dormidos" como el gran Heráclito. La idea de que hay que despertar al pueblo en un espíritu matinal, semejante al del amanecer de Salamina, es su bandera. Tamaña tarea es tan indispensable como hercúlea, pues en una democracia la resolución de luchar y vencer debe salir de la cabeza y de la voluntad de cada ciuda-


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dano y de todos, y no de la orden o sugestión del amo o los amos. Como en la hora del abismal peligro persa, Atenas —cuyo sentido de la libertad y de la responsabilidad es el más alerta entre sus pares— debe erigirse en principal o única fautora de la unidad del mundo helénico y en su guía. Quizá jamás sintió Desmóstenes satisfacción tan magna como cuando las gentes del Queroneso (salvadas gracias a la longuividencia del tribuno ateniense) decretan, pagando su deuda de gratitud, una corona de oro de veinte talentos a Atenas. ",Dónde está —recuerda Demóstenes, forzado a defenderse— excepto yo, el ateniense. que haya hecho coronar a Ja República?" Por Demóstenes los atenienses se erigen en tutores de la libertad de toda Grecia. Y como ello implica el máximo esfuerzo y sacrificio, Demóstenes no trepida en llevar su filoso ataque al nudo gordiano de la intrincada madeja, es decir, la mezquindad de los ricos y la avaricia de los armadores: "Propuse una ley que sacaba a los pobres de la opresión, obligando a los ricos al cumplimiento de sus deberes y ofrecí a la patria la ventaja de armarse a tiempo". El estilo del orador de las Filípicas es el menos oratorio que cabe en un repúblico; la desnudez, la concisión y el vigor dialécticos aliados a la gracia. Es la densidad de pensamiento y la nobleza de forma de Tucídides, forjadas en contacto con la realidad viviente y tempestuosa del Ágora. Si a esto se agrega el que jamás ciudadano de más varonía usara la bella palabra para defender causa más bella --la libertad cantada por Esquilo— se explica el que Demóstenes siga siendo el primer orador del mundo. Aproximarlo a Cicerón o a sus congéneres es comparar un león intangible con un amaestrado perro de circo. Aristóteles no sólo recoge y unifica el copioso y en-


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jundioso saber de los siglos que Jo precedieron (dada la amplitud de los conocimientos modernos, no podrá repetirse ese gigantismo enciclopedista de Aristóteles) sino que enriquece la herencia y crea una ciencia novísima. En efecto, la Lógica es el fruto más maduro del intelecto griego, de todo el intelecto humano: el arte o método de pensar correctamente. Vale decir, la mayor prueba de la confianza del hombre en sí mismo y el mejor caballo del espíritu en su batalla por librarse de los lazos engendrados a lo largo de los siglos por la imaginación y el terror de lo incógnito. Pese a la presión deformadora de los dogmas siriacos, el Organon aristotélico adiestró la inteligencia infantilista y hechizada de la Edad Media. A través del estagirita, principalmente, la luz del conocimiento helénico terminó por imponerse a las tinieblas sagradas de la cristiandad. Advirtamos, eso sí, que ningún pensador piensa sino a través de su medio y su época. Aristóteles, nacido en las fronteras de Grecia, criado en la corte de un rey semibárbaro, rico y casado con una princesa, y ayo y mentor de un futuro gran rey; Aristóteles, que asiste a la decadencia y la disgregación de la democracia y el auge de la esclavitud o máximo desprestigio del trabajo manual, no podía ser sino lo que fué: un aristócrata ultraconservador y pesimista. Veámoslo a través de seis aforismos suyos. 1 0 ) La costumbre de modificar las leyes a la ligera es un mal... El ciudadano ganará menos con el cambio que lo que perderá adquiriendo el hábito de la desobediencia. 2) Estos males —los sociales— provienen de una fuente opuesta: lo perverso de la naturaleza humana. 3') Desde su nacimiento algunos están señalados para la sujeción y otros para el mando. 49) El esclavo es una herramienta con vida.


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59) La mujer es al hombre lo que el esclavo al amo. 6) El ciudadano debería ser moldeado según la forma del gobierno bajo el cual vive. Ya lo vemos: Aristóteles se parece muy poco a un griego típico y menos a un milesio o un ateniense. El meden agan (nada con exceso) del Apolo délfico se convierte en Aristóteles en la hipertrofia de la moderación. A la genial movilidad helénica y al devenir heraclitiano opone una fobia al cambio y una inmovilidad de tipo egipcio. Ante el desenvainado individualismo del jonio y la armoniosa libertad del ateniense dentro de la polis, Aristóteles prefiere la incondicional adecuación espartana del ciudadano al estado. Su concepto áridamente intelectual de la felicidad es ya el desmentido de esa integración griega de intelecto, imaginación, sensibilidad y sensualidad y volición que constituye la síntesis vital y alciónica de lo humano. Ya vemos que, con pesimismo coincidente con el de las concepciones religiosas, cree en la nativa perversidad del hombre. No nos extrañe, pues, que por siglos y siglos Aristóteles y la Biblia hayan constiruído las dos consagradas


CAPITULO XVIII. - RECAPITULACIÓN Y MENSAJE

Arqueólogos e historiadores modernos —Hebig, Dummber, Fabricius, Nelchkoefer, Tsountas, Evans— creen haber probado en forma más o menos concluyente que la cultura minoana tiene antigüedad tan profunda como la de Egipto, y que ella, como la micénica que le sucedió, muestra desde el comienzo una imperturbable originalidad frente a lo nilótico y lo oriental. Últimamente, que la Grecia clásica, la que marcó su mayor altura en Mileto y Atenas, hunde sus más viejas raíces en los mundos cretense, miceniano y homérico, conservando casi el mismo habitat —es carne de su carne y hueso de su hueso, diríamos— y sin embargo se ofrece tan diferente de ellos como un hijo genial de su padre o de su abuelo. No puede, pues, recibirse sin beneficio de inventario la opinión de Burkhardt de que lo excelente del siglo de Pendes se debía a la herencia homérica y a la educación proveniente de los mitos. Ya veremos que, pese a la solvencia de su autor, tamaño aserto, al pronto, es inconvincente. Homero —"la naturaleza de oro", como dice Nietzsche— está henchido de veracidad natural y humana: por eso hay en él tanta e incisiva variedad de caracteres; por eso los más temerarios corajes no se muestran inmunizados contra "el pálido terror"; por eso sus descripciones hacen fe en el naturalista, el anatomista o el arqueólogo; por eso "la audacia de la mosca" sirve de emulación a los héroes, y la flor rota de la amapola sirve de parangón a una cabeza tronchada, y el garrir de la golondrina al vibrar del arco formidable de Odiseo. Sí, los de Homero son los más vivientes y fehacientes poemas de la literatura —no por otra razón sin duda que la de ser directa o casi directa emanación del pueblo que, hasta hoy, ha desertado menos de los auténticos caminos de la Naturaleza y del hombre.


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Aquiles, rey del vigor y del valor, lo es también de la ligereza; el espantoso e implacable cazador de hombres "llora ruidosamente" y "derrama ardientes lágrimas" y echa "hondos suspiros", pierde el sueño y se niega a comer, cuando muere su amigo Patroclo. Al que "siempre medita cosas feroces", Odiseo, que va a su tienda, lo encuentra "deleitándose con una hermosa lira labrada, cantando hazañas de los hombres". Exactamente como en la Naturaleza, en Homero se equilibran los mayores contrastes y lo más rudo condiciona lo más fino. Así Odiseo, doctor de todo ingenio, es héroe comparable a los mayores en el combate y el peligro. Ya en Homero la voluntad heroica es voluntad de lucha menos en un sentido escuetamente marcial que integralmente humano, esto es, como voluntad de superación y expansión. Dante, tan irreductiblemente cristiano y católico, ha sabido sin embargo sentirlo y concretarlo a maravilla en la confesión de su Ulises, a quien ni la dulzura del hijo ni la amorosa obligación hacia su padre y su esposa lograron vencer dentro di me l'ardore ch'i ebbi a devenir del mondo esperto E degli vizi umani e del valore. Hay un mito que sólo los griegos pudieron inventar: el del centauro. La más esbelta e impetuosa de las formas vivas de la Naturaleza culminando en la frente luminosa y en la sonrisa luminosa del hombre. ¿No fué el centauro Quirón maestro de Esculapio y Aquiles a la vez? También es de raíz homérica ese don helénico de armonizar los extremos, manteniéndose alerta a la misma saludable distancia de la orgía romana o sibarita que del ascetismo búdico o siriaco. Y saber que las mejores condiciones externas de vida para que el hombre pueda desplegar la máxima libertad de espíritu, no son las del


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ayuno y la penitencia, sino las de una delicada sobriedad y de una sonriente disciplina. "Y una risa inextinguible —cuenta Homer— se alzó entre los bienaventurados". ¡Por fin la humanidad ha hallado dioses que ríen, que ríen vuelta a vuelta, dichosa y matinalmente, como los hombres pueden hacerlo en privilegiados y fugaces instantes de su vida! Los dioses de los demás pueblos son casi inevitablemente dioses agrios y llorosos, como hechos de humo. Indudablemente nadie podría negar que, en cualquier fase decisiva de su evolución (fuera de la decadente) en que tomemos la vida helénica, la potente raíz homérica está visible. Sentimiento homérico de la vida, esto es, arrimo profundo a la Naturaleza, para no apartarse de sí mismo, buscando la consonancia y el equilibrio entre la potencia cósmica y la humana —aspiración a la belleza como a una "promesa de felicidad", con el convencimiento total de que el sentido de lo bello es el mayor regalo de los dioses al hombre—, emoción religiosa de la alegría de vivir, o sea aceptación alacre y serena de todo lo que vive, aun del propio dolor, aun de la propia muerte, cuando llega a tiempo —inmaculada voluntad de lucha y de victoria—, y, por encima de todo, el sentimiento de los fueros augustos del individuo humano. Ciertamente, el salterio y el órgano se inventaron para dirigirse a Dios; la lira se inventó para acompañar el movimiento del cuerpo, la voz y el pensamiento sagrados del hombre. Pero no olvidemos que la mezcla de pueblos significa casi siempre un alto excitante y una fertilización, y que los griegos —"mestizos magníficos", como dice un historiador— salieron de una enérgica cruza de culturas y estirpes. Bien, pues, lo que la Grecia de Tales y Esquilo— que no pudo brotar de la nada— debe a Oriente y a Egipto, a cretenses, fenicios, micen ianos y homéridas, es mucho y admirable, sin duda, pero no menos admirable, sino


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más, es que haya sabido leudar con ello su propia sustancia, obteniendo una síntesis superior. Los griegos tomaron de Oriente, Egipto y Creta elementos indispensables para el pensamiento científico y filosófico, y la concepción y ejecución artística, pero la ciencia y la filosofía nacen en Grecia y también el arte propiamente humano. Los cambios económicos y los choques de la creciente tensión social transfiguraron el mundo homérico. Así es cómo los filósofos jónicos pueden prescindir de la burocracia del Olimpo en sus especulaciones, y, lo que es más, una especie de Graco inmortal, Prometeo, se pasa a las filas de los efímeros y se trueca en su caudillo insurrecto. El paso de la poesía desde la epopeya —a través del yambo y del himno— a la tragedia y la comedia es un trasunto de la profunda evolución de la sociedad homérica, acicateada por inventos técnicos, cambios económicos e iteradas luchas de clase. Los poetas esencialmente líricos —Safo, Alceo, Meleagro, Anacreonte— están indagando el alma individual, la intimidad gozosa o dolorosa del hombre. El teatro no aparece casual o caprichosamente, no: es ya la expresión poética de la democracia, como las rapsodias homéricas son la expresión poética del feudalismo caballeresco que le precedió. Ese teatro aún se vale de mitos y leyendas, pero los llena de sustancia nueva, es decir, de humanidad inmediata. Qué duda cabe que el hombre jónico y el ático superan al caballero homérico y al miceniano, o al mercader piadoso y beligerante de Creta, tanto como Esquilo al aeda Demococo, o Fidias y Policleto a los alfareros de Cnosos y Micenas, o los estrategas Temístocles y Epaminondas al mero gran lancero Aquiles. En Homero aparecen dioses y héroes con un gran aire de familia: magníficos, desde luego pero suntuosamente brutales casi siempre, sin olvidar, que los últimos


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se sienten siervos de sus amos divinos y obran como tales. El hombre de Mileto, de Éfeso, de Corinto, de Megara, de Tebas, de Atenas ya no es ni remotamente el de Homero: sujeto laborioso, navegante, traficante y catador de la belleza plástica y rítmica como el cretense y el tniceniano, pero ya radicalmente distinto de ellos, al pesarle tan poco las tradiciones sagradas que se empeña en jubilar a sus amos celestes y terrenos. El hombre nuevo de Jonia, Grecia y las Islas, con una mente mucho más fértil para la innovación y la invención, una sensibilidad mucho más capaz de la belleza y la armonía, y un espíritu para el cual la libertad se identifica sencillamente con la esencial dignidad humana. El hombre y el espíritu griegos de la gran época fueron prometeicos por antonomasia, esto es, protagonistas de un ciclo histórico que reveló como ningún otro la capacidad del hombre para hacer su propia historia. Prometeo es ya la humanidad misma, no sólo en su epopeya de progreso, sino de emancipación espiritual. Nadie, sin duda, ha ido tan lejos como los helenos en cualquier dirección, justamente gracias a la estimación estricta de lo cercano: el propio cuerpo, la propia alma y la tierra en que se vive. "Es un pueblo superficial, que no se preocupa por los misterios sobrenaturales", dice con religiosa ingenuidad Renmn, corregido certeramente por Nietzsche: "Los griegos fueron superficiales por profundidad". Hallaron, ciertamente, que lo cercano es la lente indispensable para ver lo distante, y vieron en lo cotidiano una eternidad al pormenor; captaron a un tiempo lo heroico e idílico de la vida humana, la parte del dios y (Jet fauno en el hombre, y fueron a la alegría a través del dolor. Pudiendo quedarse en cómodos epígonos de las sabidurías predecesoras, los griegos, obedeciendo a su gran impulso ascendente, las usaron para destilar la suya, dis-


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tinta, y, en lo fundamental, opuesta a todas: "esa concepción de la cultura —en oposición a la romana— como una naturaleza mejorada, sin interior ni exterior, sin simulación ni convención, como una armonía entre la vida y el pensamiento, entre la apariencia y la voluntad". En ese aspecto previo y final los griegos anticiparon, con adultez luminosa, lo que sólo el porvenir cumplirá: pues no sólo antes, sino después de ellos hasta hoy ha prevalecido el fasto ornamental sobre la desnudez vital en la concepción de la cultura. No nos extrañe, pues, que la palabra intensidad aluda mejor que ninguna otra a lo señero de la vida helénica. Sí, esos hacedores de estatuas perfectas llevaron la menos marmórea de las vidas, como que nadie puso igual pasión que ellos en sus trabajos, sus combates, sus alegrías, sus problemas y sus sueños. Su versatilidad y ligereza —por las que los plúmbeos egipcios los llamaron niños— fueron las de la vida misma. Sus Tales, Anaximandro, Heráclito, Solón, Temístocles, Pendes, Epaminondas, Arístides, Epicuro, Arquímides, tan parecidos a semidioses, no son sino los tipos de humanidad más lograda y cabal. Nada menos semejante a ídolo que ese Demócrito, de reír olímpico, que ese Esquilo con cicatrices de Salamina, ese Sófocles premiado por su hermosura atlética o ese cumplido self-made man que fué Demóstenes. ¿Superficiales los griegos porque se contentaron con expresar sus almas a través de sus cuerpos de salubre vigor y desnudez eurítmica, y la hermosura y la pureza y la alegría luminosas de la tierra y el mar, en vez de sustraerse a todo eso y caer de rodillas ante fantasmas tenebrosos? Cierto, nadie tuvo un sentido más certero y vital de Ea belleza que ellos. Vieron en todo lo viviente un portento de equilibrio y de gracia. Y que sólo lo equilibre y ecuánime puede llamarse sano, fuerte y hermoso. La


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belleza sin fausto y el placer sin molicie'. ¿Y quién percibió mejor el número profundo que rige cada cosa y el todo, el rigor matemático de toda salud y de toda belleza? Nada con exceso, ni nada antes ni después de tiempo. Ciertamente, los griegos superaron nuestro realismo y nuestro idealismo modernos, y todas nuestras taras académicas o románticas en una síntesis superior. Esos pancraciastas fueron los pensadores más aguerridos, esos gozadores de la vida fueron los héroes más intensos, esos artistas fueron hombres de acción perfectos. Su libertad fué hija de su gimnasia y de su disciplina. Ardientes y serenos, mantuvierun a la misma infranqueable distancia lo charro y lo retórico, el énfasis y la mediocridad. Adivinaron que la verdad desdeña el claustro de los dogmas y trabajando para ellos y el futuro, su pensamiento tuvo la agilidad y elasticidad de sus gimnastas y sus danzarinas. ¿Qué mucho que Atenas dictara el canon de la armonía humana? Atenas. Aquí la razón no constriñe ni desnaturaliza al instinto: lo educa, lo afina, lo obliga a desposarse con ella. Ella mostró a tiempo que la ciencia y el arte no bien pierden su pulso vital, su relación orgánica con el hombre, se vuelven gorgonas petrificadoras. Sin duda nadie sospechó como los hijos de la Hélade que el cuerpo del hombre es de una profundidad tan insondable como su alma, ni veneró como ellos esa unidad sacra e indivisible. ¡El cuerpo humano como espejo del alma, y ambos como espejos v ivientes del cosmos! El culto de la estatua y la danza es sólo el culto de la desnudez, es decir, de la belleza vital. Y el arre del vestido es sólo el arte de evidenciar la desnudez a través de los velos. Y el culto de la estatuaria desnudez no es sólo el culto de la belleza, sino también el del vigor, la destreza y la salud. Por encima de todo, lo helénico significa siempre un perpetuo regreso al hombre —por mucho de supersticiones, magias, pompas y servidumbres bárbaras que aún se mezcle con él—. ¿No pretendían los zahoríes leer los ver-


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sículos místicos dirigidos a los dioses en las líneas fijas o fluyentes de los hermosos cuerpos desnudos? Dóciles a la inspiración y dirección de las religiones (todas pesimistas puesto que cortan los lazos nativos que nos unen a la vida y al mundo) todas las sociedades antiguas coinciden más o menos fundamentalmente con el credo que el Eclesiastés difundió por Occidente: el mundo es efímero y deleznable y vale menos que las hojas secas; la vida es sufrimiento y cárcel y vanidad de vaniclades: la muerte es una liberación. Tan sublime disparate se consideró el sumrnum de la sabiduría, sin decir que tal despego en la mente y la palabra solía compensarse en los hechos con el más fornido apego a las suculentas vanidades de este mundo (Goethe bajó la careta a este saber, más hueco que la pretensa oquedad que impugnaba: "Concluimos por exclamar que todo es vano, sin que a nadie espante esta sentencia no sólo falsa sino blasfema ya que postula una sabiduría irrefutable"). Huelga decir que en Grecia no faltaron, en ningún tiempo, adherentes a esta fe en la inutilidad onerosa de la vida y en la miseria transparente del destino humano. Repitámoslo: desmintiendo la visión unilateral de los clasicistas, la vida y el pensamiento griegos ofrecen fases diversas en su desarrollo histórico, y, lo que es más, una persistente dualidad de orientaciones. El pesimismo griego tiene tanta raíz y constancia corno el alcionismo. Es decir, que también para ciertos griegos y en ciertas épocas la sabiduría pareció más una meditación para la muerte que para la vida. "Fué dicho justamente que el hombre no es nada y nada que sea humano tiene estabilidad. Fuerza, grandeza y belleza son una irrisión y nada valen". Eso dijo Aristóteles coincidiendo con Teognis, Píndaro y Eurípides. Más aún: el misticismo orfeico coincide con la más arrugada y fúnebre sabiduría de Oriente: la vida es la expiación de un pecado original. Pero si ese pesimismo eleusino, conforme a su credo, mira la muerte como una


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redención o una liberación, el pesimismo mundano, más nihilista aún, nada espera al acatar con beatería profana la sentencia que el prisionero Sileno clió al rey Midas: "El mayor bien para el hombre y para la mujer sería el no haber nacido, mas siendo esto imposible, el primero de los bienes posibles al hombre, desde que nació, es el morir cuanto antes". Sólo que es bueno agregar lo que los profesores y la mayoría de los historiadores callan: que el pesimismo laico se nutre del arcaico pesimismo místico y re punta, como en Teognis y Píndaro, cuando su clase social, la nobleza, se halla en peligro de muerte, y en Eurípides y A ristóteles, cuando la democracia se disgrega a ojos vistas.

Pero lo menos posible de negar es que la tendencia general del espíritu griego es de afirmación y exaltación de la vida y del hombre, como se ve en sus momentos (le ascenso matinal, con Homero, o de elevación meridiana, con Esquilo, y como corresponde a criaturas extrínseca e intrínsecamente tan activas: todo ello sin contar que su ferviente y universal devoción de la belleza, indica una consonancia profunda con el gozo de vivir. El alcionismo o complacencia en la exultación solar, que pobló de carcajadas el Olimpo, tiene su fornida raíz en Homero y persiste a lo largo de toda la vida griega. Su argumento justificador más radioso fué el que propuso una mujer, es decir, Safo: la vida no debe ser un mal puesto que los dioses la prefieren eterna...

Porque supieron vivir en belleza —en el sentido menos estilizante y más vital— concibieron la muerte bella. La muerte horrible en cualquier parte, tenebrosa en Egipto, grotesca y espeluznante en la Edad Media, traducíase para ellos en una noble melancolía. No los sobrecogía el espanto del más allá: entristecíalos la renuncia a la bella vida. Los budistas y cristianos, para quienes la muerte es una promesa de libertad, pueden tener nostalgia de la disolución y el más allá. Los muertos griegos, cuando ha-


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blan en el Hades, no ocultan su nostilgia de la dulce vida. Preferiría ser pastor en la tierra a ser rey en el país de los muertos, declara la sombra de Aquiles. Los que enseñan eso que constituye el numen de todos los credos ascéticos —el desprecio o el odio a la vida— son considerados por el buen griego como vesánicos temibles, y reciben, con el nombre, su condena burlesca: Pisithan4tes (consejeros de la muerte). Ese acre sentimiento de la vida ascendente está en relación con el insobornable sentimiento griego de la libertad, concebida como el primero de los menesteres humanos. Eso significa la palabra de Esquilo: "La tiranía es más amarga que la muerte". ¡Qué genial homenaje a la libertad es el ostracismo, ese castigo glorioso impuesto a los mejores, pero que amenazan lo mejor de los otros: su libertad! La más imperial frase escuchada jamás, es sin duda la inferida por Diógenes, desde su barrica, a Alejandro que le pregunta qué favor espera de él: "Que no me estorbes el sol". Nadie, ni antes ni después, trató así a los reyes, y sin duda ello tiene un alcance profundo: es la luz misma de la libertad o dignidad la que los usurpadores del poder social atajan al hombre. Sólo que esa libertad del griego se ejerce igualmente contra los tiranos del más allá. Realmente, Palas, la diosa cerebral, representa el coraje libertario de la inteligencia. Ello explica el anticlericalismo helénico, tan patente en sus historiadores y poetas cómicos, denunciando la rapacidad de los servidores de Asklepios o de los sacerdotes del santuario de Epidauro. La filosofía griega dejó por boca de uno de los suyos su opinión sobre los misterios de Eleusis: "Ya sé que Pataeción, el famoso bandido, fué iniciado. También sé que Epaminondas no lo fué. ¿He de creer que el primero mora en los Campos Elíseos, mientras el segundo padece en el Tártaro?"


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Marx no exageró, de veras: "Los dioses de Grecia, ya trágicamente heridos de muerte en el Prometeo Encadenado de Esquilo, tuvieron que sufrir una segunda muerte cómica en los Diálogos de Luciano". La sabiduría helénica se ofrece ciertamente como una alianza victoriosa entre la sensualidad y la inteligencia, la imaginación y la voluntad. Esa armonía tiene el sentido de una liberación —de ahí la serena alegría consiguiente— de las crueldades y pesadumbres tenebrosas del alma antigua exhumadas en el Medievo cristiano. El Dionysos no griego, desde Babilonia a Roma, es monstruoso. Sólo Grecia sabe oponer, como contrapeso equilibrador al dios sombrío de los bosques y cavernas, el dios de las cumbres coronadas de cielo: Apolo. Con agudo sentido del equilibrio interno de todo lo que vive, sólo el heleno ha logrado percibir a un tiempo la fuerza y la gracia del mundo, creando un estilo de vida heroico y lírico a Ja vez. Heráclito no hace sino llevar al campo de la conciencia esa intuición griega de que ni lo eterno ni lo efímero existen, ni la misma muerte existe, sino que todo está siendo y dejando de ser, en un devenir perpetuo concepción categóricamente opuesta al egipticismo embalsamador de las religiones o manía de despojar a las cosas de su condición vital e histórica y convertirlas en momias.. eternas: reflejo sólo del miedo del hombre a su sino más alto: cambiar, avanzar, superarse. Las comprobaciones últimas y más responsables sobre el helenismo vienen a demostrar que cultura es una palabra griega (no existió hasta entonces en otro idioma) que responde a un concepto puramente griego. Por tal. no entendieron ellos una versión más o menos virtuosa o erudita sobre los aspectos de la Naturaleza o la vida humana, sino esto: el cultivo armonioso de la forma interior y exterior del hombre.

Es claro que para ello se movieron tan intensamente


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que pareció que apenas si hubo algo del hombre o del mundo que escapase a la intervención de su voluntad y de su mente. He aquí, pues, que la plural actividad griega tiene un sentido y una finalidad completamente pedagógicos, por así decirlo: la formación del hombre. Ni la literatura ni las artes griegas son meramente intelectuales; ni la gimnasia sólo deportiva o guerrera; ni el estado únicamente político: todos son principal y finalmente educativos en el sentido más grande: la educación del hombre según las leyes que gobiernan la forma y la esencia más auténtica de su ser.

Mientras los otros pueblos educan al hombre para ser súbdito modelo del estado, o un servidor impecable de la divinidad, o un guerrero pluscuamperfecto, los griegos de la gran época superaron, completándolo, el ideal de la educación heroica de Homero: la hazaña heroica por excelencia es ser profunda y libremente un hombre.

Estos realistas profundos que son los griegos no sólo se muestran como los descubridores del hombre, sino que se mueven consciente y religiosamente hacia un ideal único: la formación del más elevado tipo de humanidad. Estos inigualables arquitectos del mármol, de la palabra, del pensamiento, de las formas políticas, sólo se propusieron, a fin de cuentas, la construcción del hombre según las normas vivientes de la Naturaleza y de la Historia. Esa fué la gran hazaña griega, es decir, la mayor de los tiempos. Ahora bien, ¿es mucho que tamaños hombres fuesen sólo siervos de su libertad, y que como los espíritus más indudablemente modernos de hoy, creyeran que la liberación interna y externa del hombre es el objeto vivo de la cultura? Ahora podemos ver con más claridad que el Medioevo, nacido del cruzamiento del espíritu siriaco con el espíritu bárbaro del Norte en el lecho de la extrema corrupción romana, fué lo anrihelénico por antonomasia.


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Sabemos también qua el limado Renacimiento pudo darse cuando el hombre de Europa, agotado por las pesadillas del ultramundo cristiano-gótico y asistido a la vez por ayudas externas, hizo una vital apelación a la sabiduría helénica, cifra de la cordura humana, con su lúcido arrimo a la Naturaleza y su valerosa confianza en la razón y en las fuerzas creadoras del hombre. Ya en nuestros días, Spengler y otros han intentado establecer una bipolaridad entre la cultura griega o apolínea, que señala como tipo ideal de la extensión el cuerpo singular y actual, y la cultura de Occidente que elige el espacio puro e ilimitado. Pretensión difícilmente aceptable, según Swartz y otros, pues el espíritu que sopló en la musa de la historia de Herodoto, que concibió con audacia sin freno la física de los átomos y la astronomía como una "ciencia matemática pura", y suscitó la aparición del insondable filósofo del Devenir, estaba lejos, según ya vimos, de conformarse con el contorno neto de lo próximo en el espacio y en el tiempo. Sin haber llegado, naturalmente, a la amplitud de la conciencia fáustica, no se dejó esclavizar por lo estatuario o lo neto, aunque su insobornable afán de equilibrio y armonía pueda al respecto inducirnos a error. En esto, como en todo, el pensamiento griego fué dialécticamente dual. Así lo prueban reiterados testimonios de muchos de sus representantes próceres. La reunión del principio y el fin en el proceso cósmico es la definición que Alcmeón da de la inmortalidad. En el campo de lo temporal "los griegos no hacen del límite una perfección sino que conciben y sienten en todo su valor la infinidad o inmortalidad". No menos clara es en la mente griega la concepción de la infinita extensión del espacio en los dos contrastados rumbos de lo infinitamente pequeño ("también lo pequefío es infinito", dice Anaxágoras) y de lo infinitamente grande. "De cualquier manera es innegable que en la cos-


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mología griega está más difundido el convencimiento de lo inconcebible de un límite último absoluto que la aceptación de éste"—, dice con toda verdad un historiador de hoy. Pero la novedad luminosa del pensamiento griego, en esta esfera, sobre las concepciones (le Oriente, está en que supera dialécticamente la antinomia entre lo infinito y lo finito. "Pero este descubrimiento de lo infinito dentro de lo finito, a través (le lo infinitesimal, se presenta en todas las doctrinas recordadas. . . con el interés y novedad de lo maravilloso a cuyo despertar concurre también la idea de la infinita multitud de las diferencias individuales coexistentes y sucesivas, con lo que la infinidad viene a ser incluída también en la concepción de un cosmos limitado y de un eterno retorno del ciclo cósmico, no como un defecto, sino como un valor y una riqueza de la realidad universal" (Mondolfo). La adivinación de esa particularidad o diferencia dentro del todo como un valor es lo que pudo llevar al griego al respeto de la individualidad humana como un valor sagrado y a la potenciación armoniosa de todas sus posibilidades. Por otra parte esa intuición de la relación misteriosa entre lo finito y su opuesto, o entre lo externo y lo interno como dos polos de un todo, es lo que sin duda permitió a Eurípides la sospecha de lo que en Feuerbach sería evidencia: Dios es la propia conciencia humana proyectada sobre el infinito. Ese mismo sentimiento de la poesía del gran Todo, tan vivo en Epicuro, es el que ha llegado hasta nosotros a través de los preclaros versos de Lucrecio. Tienen, pues, razón los que han visto —Lcssing, Goethe, Schopenhauer, Renán, Nietzsche, Amiel y tantos otros— que Occidente, impotente aún para ordenar su caos, no ha logrado todavía hombres tan completos y armoniosos como los dió el mundo helénico. "Llevamos dentro de nosotros —dijo el último— cosas más grandes que los griegos, pero todavía somos más pequeños".


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Cuando Goethe pensaba políticamente, es decir, como ministro del duque de Weimar, era una mentalidad tan medioeval corno cualquiera. Pero todo el resto de su vida y su obra fué una inacabable batalla en pro de la concepción griega de la vida, aunque pecó de marmórea. Por eso Jo llamaron el pagano. El sapientísimo doctor Fausto personifica la tan hereje inquietud intelectual del Renacimiento, y el momento más hermoso del libro, la evocación de Helena —tomada de la tradición popular— significa una gloriosa reivindicación de la visión griega del mundo y del arte griego de vivir. El claro ojo de Lessing iluminó otro aspecto cardinal del alma griega, cual es el de que para ella la conducta del héroe no es incompatible con el llanto y la risa. "No enrojecía ante ninguna de las debilidades humanas", significa que no cegaba en sí las fuentes de su más generosa humanidad. La serenidad y el equilibrio ante el dolor y el terror, sí, son virtudes griegas, pero jamás esa impasibilidad fúnebre cultivada por los héroes bárbaros o los ascetas. Pese a sus compromisos cristiano-germanos, 1-legel vió luminosamente que la mayor hazaña helénica estuvo en haber recuperado la herencia humana de las usurpaciones de los dioses y los monstruos: "El hombre, después de volcarse sobre el mundo y más allá, se reintegra a sí mismo". (En haber logrado el equilibrio perfecto entre lo externo y lo interno: "El hombre ha entrado en sí mismo y actúa libre y productivamente hacia afuera"). Hiperión ("la obra revolucionaria más profunda de los alemanes", como dice Zech) contempló a Grecia con clarividencia helénica, es decir, Hólderlin vió que la parvedad de opresión, violencia o exceso condicionó genialmente a los griegos; que en ellos el amor a la libertad y el amor a la belleza fueron una sola sabiduría; que su gran secreto fué concertar lo natural y lo humano en una


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armonía más alta, y en advertir que el supremo heroísmo está en lograr hi plenitud humana. "Y el hombre es un dios desde que se vuelve hombre". "No es lo mezquino o monstruoso de los egipcios o los godos". Nietzsche, ya lo vimos, fué el que mejor advirtió que la prez sin par de la cultura griega está en haber sido un coronamiento de la Naturaleza, no su negación. Pese a ello, el autor de El Origen de la Tragedia es un buen ejemplo de las limitaciones, aún no superadas, para enfocar lo griego. La Grecia que vió siempre fué la de su muchachez, la de su ensayo sobre Teognis. Es la de la nobleza moribunda que vocifera para disimular su secreto terror al acabóse. En efecto, Nietzsche (siempre embriagado de despotismo aristocrático) nunca quiso comprender que el mundo caballeresco cantado por Teognis de Megara y Píndaro de Tebas debía desaparecer para que surgiera otro mucho más humano y más noble: el democrático, el de Esquilo, Pendes y Policleto, corona digna del glorioso comienzo jónico, es decir, los dos momentos más creadores de la historia. No menos precioso es el testimonio de Renán, justamente porque ese occidental moderno nunca logró liberarse de la enfermiza barbarie judaico-cristiana, es decir, que en más de un aspecto esencial fué un anti-griego, aunque armado luminosamente de dos virtudes helénicas cardinales: el amor sin mancha a la belleza y a la libertad humana. A sí es corno en su Oración sobre la A crópolis —una de las más puras cimas de Ja belleza intelectual de Europa— pudo confesar sus menguas y las de los suyos: "Bien sabía, antes de mi viaje, que Grecia había creado la ciencia, el arte, la filosofía, la civilización, pero faltábame la escala. Ante la Acrópolis tuve la revelación de lo divino. Entonces el mundo entero me pareció bárbaro. El Oriente me chocó por su pompa, su ostentación, sus imposturas. Los romanos no fueron más que groseros soldados. Celtas, germanos, eslavos se me figuraron una espe-


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cje de escitas concienzuda aunque penosamente civilizados. Nuestro Medioevo me pareció sin elegancia ni gracia, aquejado de estrecha suficiencia y pedantismo. Carlomagno se me ofreció como un burdo palafrenero alemán; nuestros caballeros se me antojaron pesados patanes que hubieran hecho reír a Temístocles y Alcibíades".


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