EL CAJON DEL LAVABO Y OTROS CUENTOS

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EL CAJÓN DEL LAVABO ( Y OTROS CUENTOS )

Luis Mª Alfaro



EL CAJÓN DEL LAVABO (Y OTROS CUENTOS)



EL CAJÓN DEL LAVABO (Y OTROS CUENTOS) Luis Mª Alfaro Juan


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: mayo 2018

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.

© Luis Mª Alfaro Juan © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 – 20080 • Donostia–San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana Printed in Spain

I.S.B.N.: 978-84-944554-8-3 Depósito Legal: SS-715-2018


Andrea y Lara: Nunca dejes de ser lo que nunca has sido. Tampoco los equilibristas cabeza abajo consiguen que las cosas caigan hacia el cielo.

Amigo, si la vida sólo es tiempo búscate un reloj que la mida despacio.

tanto tiempo después, sobre la atalaya del puerto de pescadores, al abrigo de los vientos y de la mar enriscada recordó el hombre una vieja promesa tan vieja que ya estaba oxidada



Planta novena

Planta Novena Escucho a mi mujer que se encuentra ya en el descansillo. Ha salido impetuosa del ascensor. No la esperaba tan pronto. Toca nerviosa en la puerta del A. Vivimos en la última planta, la novena. Más arriba los trasteros y el cuarto de máquinas, más arriba todavía el tejado de pizarra. Hace calor en verano, frío en invierno. Al parecer, por lo que deduzco de su voz alterada, ha escuchado en el portal que alguien ha fallecido en la vecindad, precisamente en el noveno. Y se ha asustado. El noveno es nuestra planta y da cobijo a cuatro pisitos prácticamente iguales: A, B, C, D. Orientación norte el A; el D, donde vivimos mi mujer y yo, orientación sur. Entre el B y el C circulan los dos ascensores. En el A vive un matrimonio anciano. El hombre se maneja un poco mejor que su mujer, aunque también lo sacan a pasear en silla de ruedas. Mi mujer insiste tocando con los nudillos en la puerta, sin duda para ofrecerse en estos momentos que supone de tribulación. Es un matrimonio amable, al que hemos atendido en alguna emergencia. Insiste con el timbre, incluso se atreve con unos golpecitos en la puerta. La asistenta, una rusa de cuerpo ancho y andares desgarbados, asoma su cabeza grande y pregunta con su lengua áspera “¿Qué?” Mi mujer se interesa primero por Marciano, porque está algo más consumido, pero tanto Marciano como Adela aguardan en la salita la llegada de los dos colombianos que los saquen a pasear. María, mi mujer, seguro que está algo desconcertada. La conozco muy bien. Llevamos cuarenta años casados y es la primera en avisar a los técnicos cuando se estropea el ascensor o en exigir a la señora de la limpieza que restriegue 9


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con más garbo pasillo y escaleras, esas manchitas de agua escurrida de la bolsa de basura; apaga también las luces del portal dejando las de emergencia para reducir gastos. Es así. El B lo ocupa un matrimonio de mediana edad un poco retraído, no tenemos demasiada relación con ellos. Entre el B y el D hay una separación física que condiciona las relaciones de vecindad. Se decide. Si puede hacer un favor, que sepan que cuentan con ella. El hombre, serio, alto, sale al rellano con el mandil puesto y el tenedor de madera en la mano. Dice algo por educación, y cierra la puerta. Quedan los del C y estos sí que son amigos y vecinos. Ninguno de los dos está enfermo. Jóvenes, trabajadores, responsables. Seguro que mi mujer toca suavemente en su puerta con ánimo de participarles la noticia. Se sorprenden. Tampoco saben nada. Mejor. Se expresan de todas formas en voz baja, como se habla siempre que se pretende guardar un respeto. Una falsa noticia, seguro, porque si no es en el A y evidentemente no es en el A, ni tampoco en el B, y evidentemente no es en el B, ni tampoco en el C, cabe pensar que se trata de una falsa alarma. Entonces, mi mujer dice: lamento las molestias, y comienza a hurgar en su bolso: no encuentra las llaves. Entonces, empieza a tocar insistentemente el timbre del D, me llama a gritos por si me he quedado dormido como es habitual en la butaca, y termina aporreando nerviosa con los nudillos. Pero, lamentablemente, yo ya no estoy en condiciones de abrir la puerta.

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Retrato de muchacha enamorada

Retrato de muchacha enamorada. No sé por qué los recuerdos se entrecruzan en el tiempo. Es curioso. Igual que existe (o dicen que existe) una memoria colectiva, hay un fondo de recuerdos colectivo. He decidido llamarlo así como puedo llamarlo de cualquiera otra forma. Estamos a finales de marzo, en las vacaciones de semana santa, con ese frío pegadizo que anuncia que ha entrado la primavera sin despojarse de los últimos ramalazos del invierno. El sol débil sacude el cobertizo de enfrente convirtiendo el marrón sucio en algo deslavado. Dice la dueña de la casa rural –es su deseo que la denomine doña, simplemente, quizá por establecer una distancia de respeto que elimina la familiaridad del nombre de pila– que al mediodía se estará a gusto en el campo. No dice sano porque lo auténticamente sano es madrugar, aunque tengas que salir envuelto en un tabardo, con la braga de lana alrededor del cuello, el verduguillo tapando las orejas. Ni siquiera las señoras necesitarán al mediodía rebequita, añade Carmen entrando en la conversación, sabiendo que no hay de momento ninguna otra señora más que ella aparte de la doña. Ayuda en las labores (a su cargo corre también la cocina); se pone a ordenar la mesa del comedor, después de vaciar el balde de agua y atacar con el fraile el último escondite de la araña blanca. Es muy dulce, le gusta expresarse en diminutivos. Rebequita, alcachofitas, estas verduritas, estos tomatitos, el café calentito. Este año precisamente el invierno ha sido seco: ni ha nevado ni ha llovido y el norte (lo que viene del norte) la ha tomado con esta zona del país, que por lo que parece cuenta con un microclima especial. Las temperaturas se han desplomado por culpa del cambio climático. Salpican las nubes el cielo, pero descargan en otra 11


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parte. Remigio, el marido de Carmen, que todos los días baja al pueblo, dice que los más viejos comentan que se han conocido inviernos peores, pero la opinión de los viejos apenas interesa a nadie ni siquiera a los mismos viejos. Si han conocido inviernos peores (por la falta de agua y nieve) seguro que también mejores. El periódico que me acerca es mi nexo de unión con la actualidad durante los días que aquí permanezca (la televisión me aburre, sacuden las interferencias como si a las noticias hubiera que rasparles las escamas, la raya horizontal tiembla en el momento más inoportuno). Puedo llevarlo bajo el brazo en mis caminatas diarias, sentarme sobre la hierba, y con el fondo musical de la naturaleza profundizar en los artículos de opinión, hasta que me invade el cansancio o el sueño. A veces, cuando aparece por algún reparto, hablo con la cartera, una muchacha rebosante de salud, de las que gusta en los pueblos, cara redonda, con salero y remango, próxima a los treinta; espera se anuncien pronto las oposiciones para optar a plaza fija. No le importa demasiado obligarse al desvío, es mi trabajo, dice, unos días tengo labor y tardo más, otros salgo antes, me pagan por eso; lo prefiere en lugar de perderse detrás de un mostrador entregando reclamaciones certificadas de las muchas administraciones que hay en el país; aprovecha el viaje para llevarse una docena de huevos de las gallinas criadas en libertad. La yema es más amarilla. ¿Ha visto usted el gallo? Me costó 20 euros pero no vea cómo los luce, dice la doña y la creo. La casa rural se encuentra situada en la falda de un monte dominado por extensas campas y matorrales boscosos, donde predominan las tonalidades de verdes, un color repetido y distinto, difícil de conseguir y con el que experimento. Por tanto no está en medio de un pueblo sino en el monte, a poca distancia de la antigua borda de pastores 12


Retrato de muchacha enamorada

abandonada desde el triste suceso que acabó con la vida del marido de la doña. Una carretera estrecha, pero asfaltada, que atraviesa un riachuelo plateado como de nacimiento de navidad, permite el acceso en veinte minutos al pueblo cercano, que aunque carece de dispensario médico y guardia civil, acerca a la comarcal que conduce a la cabeza de partido. La doña me comentó el primer día de estancia que al principio le costó abrir su casa a personas ajenas. Fue duro adaptarse. La vida siempre supone un reto. Acostumbrada al cuidado de ovejas y cabras, vacas, cerdos, conejos y gallinas, a la labranza, huerta, fallecido su esposo la disyuntiva era o asentarse en el pueblo a lo que saliera (¿y qué podría salirme?) o enfrentarse al reto de emprender una nueva actividad, ya que para una mujer sola constituye tarea ingente la servidumbre de los animales. Le dolía por otra parte dejarlo todo, abandonar los esfuerzos y los recuerdos, que las paredes de la casa donde había sido feliz fueran siendo devoradas por el musgo y las hierbas feraces hasta convertirse en ruina. Gracias a Dios la gente retorna al campo últimamente, aunque sea de visita durante unas semanas, y el ansia por devolverse a la naturaleza permite la supervivencia de negocios de este tipo que no precisan de fuertes inversiones fuera de la primera de adaptación. Además, me confesó con una voz serena, algo melosa, a todos los residentes (invitados nos llama ella, cumplido que se agradece) les apetece contribuir al mantenimiento, bien cortando leña, bien chapoteando con las botas de goma en los orines de las pocilgas. Todos desean pasear al burro, segar a dalle la hierba, quizá porque les recuerde la infancia, saberse capaces de sobrevivir a una emergencia, mancharse las manos arrancando ceñiscos. Aquí ninguno es tuerca o tornillo, ninguno es un engranaje anónimo de la máquina. Coges la azada y cavas, pincharse las bolsas acuosas con un alfiler hasta que 13


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salga el líquido: perderse en los pinares es toda una aventura que implica revivir esa sensación olvidada de peligro que nos persigue en la infancia. Tengo cincuenta y cinco años, se confiesa la doña, con fuerzas para trabajar, mi marido falleció talando un árbol, que he prohibido lo retiren: quiero que permanezca tumbado en el suelo. Un tilo de treinta años al que comenzaba a salírsele las raíces. La soledad tiene que ser terrible, digo. Creo que más terribles tienen que ser las soledades vividas en la ciudad, me dice. Llevo diez días y posiblemente me quede bastantes más, todos los que haga falta hasta terminar el retrato. Me he propuesto acabarlo. De momento avanzo en el fondo de niebla. Entonces también me llevó tiempo conseguirlo. Fue una parte difícil. El fondo es fundamental porque imprime carácter a la figura. Nunca en los últimos años he tenido tanta confianza; ha sido un acierto recluirme aquí. Estoy a gusto. Me reconforta este sosiego. Sigo perfilando bocetos investigando el ángulo de luz, bien situándome bajo la cenital de la claraboya o la lateral de los cristales de las ventanas (biselados para evitar que se estrellen los pájaros). Sé también que estoy llegando al límite soportable de obsesión, arriesgándome a perjudicarme definitivamente la salud, pero debo hacerlo, siento esa necesidad. Tengo una obligación conmigo mismo. Me abraso igual que entonces, igual que cuando brotó de mis manos la muchacha enamorada; cierro los ojos, y el ladrido lejano de alguno de los perros me transporta a otra dimensión que hace meses creía inalcanzable. La niebla (inesperada y deseada) me saludó en el amanecer de mi primera mañana. Daban las siete y Remigio estaba allí, como un fantasma envuelto en una sábana húmeda. Al principio veía el movimiento de sus brazos, luego ya fui concretando más su figura como si al acercarme a él fuera 14


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trazando a carboncillo los rasgos de su silueta. Cortaba los maderos de un tajo con un hacha afilada. El ruido del golpe seco sonaba como una melodía lejana, proveniente de otro mundo. Madruga mucho usted; en tres horas habrá levantado, dijo. Cargó el carrete y lo acercó a la casa. Esto es para la cocina, lo justo para alimentar el fuego del mediodía. ¿Ha vivido usted alguna vez la sensación de perderse dentro de un laberinto? Intenta salir y vuelve usted continuamente sobre sus pasos sin darse cuenta. Aunque gire siempre a la izquierda, aunque gire siempre a la derecha, siempre está en el mismo punto encerrado en un círculo sin salida. La niebla lo envuelve todo. Es como hundirse dentro de un sueño, me dijo, más terrorífica que las pesadillas de los niños inseguros. Dije: quiero experimentarlo. Añadí: necesito experimentarlo. Me miró con cara de extrañeza, seguramente pensó en que como todos los artistas soy un tipo extravagante. Abríguese bien, cálcese unas buenas botas y venga conmigo. Sumidos en una especie de burbuja espesa que se iba dilatando como un chicle a medida que avanzábamos perdimos enseguida la referencia de la casa. Delante, el telón blanco de un cine donde se proyectan sombras difusas que van adquiriendo cuerpo según vas acercándote a ellas. Matorrales, árboles; por detrás, la nada; más allá otras figuras deformes que parecen reclamos de brazos abiertos. En un momento determinado, se detuvo y dijo: no se mueva porque entonces me resultará imposible localizarle, no se aleje, espéreme, aquí no sirven las linternas sólo el sentido de la orientación, y antes de que me diese cuenta había desaparecido dejándome a la intemperie con el chubasquero impregnado de miles de gotitas resbalando hacia el suelo. Era, por fin, el niño inerte que evita tropezarse dentro del vientre de su madre; la mosca atrapada en el vacío de un vaso de cristal boca abajo. Soy libre como la 15


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propia mosca, pero mi libertad como la suya está condicionada por un espacio estremecedor y al mismo tiempo maternal. ¿Y si me quedara allí para siempre? En medio del frío, en medio de la humedad, en medio de la nada y del silencio. Dentro de la niebla anidan la fatalidad y la melancolía. Experimenté entonces la angustia de la impotencia. Intentas impregnarte de esperanza: en dos o tres horas se disipará y entonces el débil sol irá haciéndose fuerte. ¿Y si no sucede así? ¿Y si la niebla persiste todo el día? Remigio apareció a los pocos minutos. ¿Sabe dónde estamos? Apenas unos metros más allá topamos con el pabellón de arenisca roja. Me dijo: su estudio. Se lo he preparado a propósito conforme a las instrucciones de la doña. Remigio y Carmen forman un matrimonio bien avenido y con algún sentido del humor; viven permanentemente en la casa, y sólo en invierno cuando no hay demanda de estancias retornan al pueblo, donde conservan su propia casa. Carmen es una excelente cocinera, aunque muchas veces son los propios invitados los que organizan por turnos su almuerzo. Entonces se encarga, junto con la doña, del orden y de la limpieza general, nada más. Cuando llega un cliente se le entrega la llave de su habitación y como si fuera una celda monacal nadie entra allí hasta su marcha. Puede hacer vida de eremita o de expedicionario: nadie sin su permiso expreso penetrará en su cuarto. Las camas y el oreo de las habitaciones corren a su cargo, salvo excepciones como es en mi caso. Soy un perfecto inútil. Incapaz de freír algo sin quemar la sartén, de joven (cuando no era famoso) siempre me ajustaba en pensiones perdidas en callejas lúgubres, comiendo en tascas de poca luz, donde olvidan el perol en la mesa a la espera de recogerlo cuando otro comensal lo demanda. He asistido a peleas, a insultos, a broncas de borrachos; sobre mis hombros han descansado las 16


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lágrimas de mujeres que mendigan un vaso de vino para acompañar al mendrugo de pan. Me ha tocado durante muchos años estar abajo, mis raíces por tanto están bien asentadas. Al cumplir los cuarenta, me vino el golpe de fortuna que me permitió seleccionar a partir de entonces mejor las casas de comida. De los bajos húmedos y grises a las ventanas a la altura de la calle. Ese sí que fue un buen paso para mi humanidad. La fama de aquel cuadro (“Retrato de muchacha enamorada”) condicionó la venta de los siguientes, aunque fueran manchas toscas, ensayos plásticos. Mi firma adquirió cierto valor, suficiente para disfrutar de la posición desahogada que me ha permitido frecuentar toda la escala de hoteles y viajar, viajar mucho. He venido por prescripción médica como terapia, a recuperarme de los barrancos profundos que acechan a mi cabeza. Estoy en la prórroga de mi tiempo, pero a pesar de sus advertencias debo enfrentarme al proyecto que me desasosiega. Necesito algo de la energía de entonces. Consejo del doctor: recuéstese contra el respaldo del sofá hasta que los minutos no le devuelvan amargura; descanse. Mi cabeza últimamente se empeña en escuchar pitidos, ruidos siniestros, conversaciones fragmentadas, silbidos diluidos, como si actuara de terminal de un poste telegráfico. Estoy en la frontera entre la cordura y la locura. La lógica me envía mensajes para que abandone mi ¿ilusoria? persecución de actualizar aquella obra perfecta que ya ni siquiera me pertenece. Llevo demasiados meses pensando cómo dar forma al nuevo retrato. He tomado la decisión. No pienso renunciar ahora (a pesar de las advertencias médicas) en que el tiempo atropelladamente (quizá por última vez) se ofrece a devolverme emociones. Jubilado de la fábrica, para evitar que le siga aumentando su voluminosa humanidad, Remigio dedica su tiempo a las 17


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tareas de mantenimiento que exigen cierto esfuerzo físico. Cuida los caminos, adecenta la cuadra, refuerza las vigas de madera, parchea el suelo del cobertizo. También se encarga del negocio de la venta de los corderos y de la leche de cabra. Se maneja muy bien en las tareas del exterior, dejando los quehaceres domésticos a las mujeres. Es un excelente electricista. Un día que le acompaño en su trabajo de recomponer un ponedero, me confiesa que él ha sido en la vida todas las cosas por casualidad. Su teoría es la siguiente: todos valemos para todo, solo falta que la casualidad se fije en nosotros. No la suerte, insiste, la casualidad. Si usted nace inglés, habla inglés; si nace en China, habla mandarín. Si al Botella aquel no le echamos del país ahora usted y yo parlaríamos en francés. ¿Me comprende? Porque la gente no piensa, pero si lo hiciese se daría cuenta que sus méritos son mínimos. Si te toca un maestro bueno, aprendes, pero si te cae en suerte un cebadera, comilón y vago, date por cebado, serás un cochino gordo de muchas arrobas, pero un perfecto inútil. Yo encontré a Carmen por casualidad, dice. Fue casualidad que mi hermano regresara al pueblo aquel verano en que ya aparentaba los catorce sin cumplirlos y más casualidad que el capataz, un tipo amargado con una úlcera permanente que odiaba a todo el mundo, necesitara un chispas que no le hiciera sombra, y yo le cayera en gracia. Le gusta hablar y desea que alguien le acompañe mientras clava con destreza media docena de puntas tras humedecerlas en la boca. Dice: ayer en un hueco de la pared de la cuadra descubrí dieciocho huevos; las gallinas los ponen donde les da la gana. Son todas lo que ya sabe usted qué son. Casualidad que encontrara los huevos. ¿Lo ve usted? Casualidad. Según su teoría pinté aquel cuadro por casualidad. Es verdad. Para hoy se espera la llegada de nuevos invitados. 18


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Los dormitorios se encuentran en la parte de arriba. La mejor habitación (precisamente la que ocupo) es el antiguo desván, donde el marido de la doña ponía a secar las uvas negras encima de periódicos extendidos sobre el suelo de madera para que le durasen el año. El armario y el arcón los conserva en la entrada como elemento rústico decorativo. Encima del arcón y para evitar que la gente al abrirlo desencaje los goznes, un platito abombado de aluminio con nueces. Son de mis nogales, aclara la doña con orgullo. Uno, enorme, nacido silvestre, le abastece para todo el año. Conserva las nueces en mallas rojas que cuelga del techo. Las vende a los excursionistas de fin de semana. La campaña que vino con gusano le supuso una seria pérdida. Nunca anteriormente había ocurrido una cosa similar. Los malos vientos, afirma. Posee también manzanos, ciruelos negros, avellanos. Mi habitación cuenta con una ventana que da al sur. En el alero anidan en su tiempo los aviones. Remigio me ha aclarado que la diferencia entre aviones y vencejos es que estos permanecen continuamente en el aire, y que los posados a la caída de la tarde en el cable de la electricidad en fila como camareros vestidos de frac para una boda elegante son aviones. Me sorprende, pero es un hombre que lo mismo arregla la lavadora que cuida los aliviaderos de la perdiz, para que pueda defenderse del acoso del águila. Un día me dijo: venga usted ahora mismo conmigo. Y me llevó por un sin fin de caminos y revueltas a lugares donde jamás me hubiera atrevido a acercarme solo. Me dijo: qué bicho cree usted que es eso. Fue la primera vez en mi vida que me encontré frente a un tejón, muerto al pie de un árbol. Tenía una dentellada en el cuello. El lobo, dijo. Ya lo tenemos por aquí. Ya merodea porque tiene hambre. Cada habitación cuenta con servicio incorporado. Hay cuatro en la parte de arriba, y otro baño comunitario al que 19


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se accede desde el pasillo, dotado también de ducha y calefacción. El depósito de gas–oíl se encuentra en la planta baja, en un pequeño corral abierto que da paso al garaje. Al camión en día seco no le cuesta llegar por el camino estrecho de acceso. Lo malo es cuando se embarra por el desmonte en invierno por las lluvias o por el deshielo de la nieve. Cuando se taja, el agujero lo cubre Remigio con piedra y grava hasta que vienen los camineros. Este año no ha habido problema. Mejor que los hubiera habido, evitaríamos posibles restricciones en verano, comenta Remigio. El depósito de mil litros está al límite. Hay otro de reserva. En la planta baja hay también otros dos servicios completos, y la habitación de la doña y la del matrimonio formado por Carmen y Remigio. En el pabellón de arenisca roja tenía su taller el marido de la doña. Habilidoso, le gustaba hacerse él mismo las reparaciones. Una puerta corredera cerrada por dentro permite el acceso al foso preparado ex profeso para la revisión del tractor o de cualquier otro vehículo. El hombre era meticuloso y ordenado, las herramientas están colgadas, y la fragua y el yunque preparados a propósito para ser usados en cualquier momento. Hay otra puerta corredera interior, me dice Remigio, por lo que puede aislarse usted de la fragua y el foso. Me muestra un cuartucho al que se accede subiendo un par de peldaños. Lo usaba el buen hombre para almorzar. Efectivamente, hay un infiernillo y una mesa; también un sofá cama. ¿Qué le parece a usted? Veo que la luz natural invade el lugar y que el espacio es suficiente para desarrollar mi trabajo. Estará usted completamente aislado. Doy mi conformidad. Remigio lo ha barrido a conciencia y no hay restos de suciedad por ninguna parte. Ni telas de araña ni agujeros en las paredes que pudieran anunciar la presencia de ratones. Todo está encalado y limpio. Podrá usted colocar aquí el caballete. 20


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¿Enamoramiento? Siempre me ha sorprendido que pudiera salir de mis manos aquel cuadro, que fuera capaz de plasmar aquella atmósfera extrañamente posesiva. Nunca he confesado que la muchacha nació de mi imaginación, que nadie posó al natural para mí, ni siquiera me apoyé en otro retrato o en una fotografía. Aquella tarde de hace cincuenta años se apoderó de mí de repente un ansia salvaje, y me puse a correr como un loco en medio de la calle; a los pocos coches pude sortearlos con facilidad; me tropecé con alguien; estaba en otra dimensión; cualquiera diría que poseído por una luz extraña que me empujaba a salir del túnel en el que hasta entonces había permanecido congelado; aquel frenesí me condujo a recluirme como un eremita en mi pequeño estudio un mes entero gozando en la contemplación de aquella muchacha con trenzas que emergía lentamente como una sirena de las aguas revueltas. ¡Brotaba de mi alma, como si la espátula y los pinceles gozaran de vida propia! No recuerdo si comí en ese tiempo ni siquiera si pude conciliar el sueño. Jamás he experimentado después la misma energía de entonces. El resto de mi obra es insignificante, caduca, los grumos de pintura parecen costras de heridas mal curadas. Sólo la esperanza de recuperar en algún momento la violencia creativa de entonces me ha mantenido activo. Es también lo que me enferma. Colocado el cuadro temporalmente en una galería, escuché a un posible cliente decir: esa muchacha aguarda ansiosa el instante de su entrega al hombre que ama. ¡El hombre amado tenía que ser yo! Quizás por eso mantuve el cuadro durante mucho tiempo colgado frente a mi cama; quizá por eso cuando la necesidad me obligó a venderlo lo sustituí por copias inacabadas tan cargadas y pretenciosas que terminaba arrojándolas más tarde a la basura. Esas palabras nunca las he podido olvidar, retumban constantemente en mi cerebro. 21


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El galerista me dijo: búsquese un buen marchante, amigo; si quiere comer caliente búsquese un buen marchante. A unos metros de la casa, pero fuera de ella, la pequeña tenada donde se albergan cabras y ovejas, también el burro, que la doña mantiene más por reclamo rústico que por necesidad. Carmen se encarga de ordeñarlas, después de soltarlas por la mañana. Está el perro Bobo, que es pastor, desgreñado y nervioso, que las maneja con soltura y Listo, que es pastor alemán, de los que te miran para amedrentarte y siempre de frente. Duerme al lado del burro. También hay un par de gatos negros, expectantes aunque parezcan ajenos a lo que les rodea. La doña me ha dicho que espera a un matrimonio de alguna edad. Sé que ha querido decir de mi edad, es decir los que ya hemos cumplido setenta, pero no se ha atrevido, porque piensa que a esa edad somos especialmente sensibles. Molesta que nos llamen ancianos (monto todavía en bicicleta, y aunque me repercute en la ingle, me gustan las largas caminatas por el monte), y perderme sin asumir riesgos estúpidos. La vida, como el agua de río, siempre te empuja a la mar sin darte cuenta que los sucesos que vas abandonando de joven a la espalda terminan volviendo de mayor aunque descompuestos por su lejanía. Lo olvidas todo hasta que salta la chispa del recuerdo. Entonces, te vienen a golpes, como frenados por un cuentagotas, paisajes vacilantes, colores, sonidos, palabras, y te esfuerzas por concatenarlo todo de modo que resulte lógico. Pierdes los nombres de los amigos y a veces hasta los rasgos de sus rostros, pero los temblores que padeciste y sus circunstancias permanecen constantes esperando agazapados lanzarse de nuevo sobre ti. Se rompen demasiados puentes de joven que te hubieran llevado a otros caminos como para que en el fondo no lamentes de viejo tu cobardía de no haber sido 22


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capaz de intentar transitarlos. Ese es el auténtico dolor que te consume cuando amaneces con el desasosiego de lo que pudiste acaso ser y renunciaste a serlo. ¿Qué hubiera sido de ti? Nunca te vuelve el gozo de los momentos de gloria, por ser efímeros, y sí, sin embargo, las vergüenzas de las cobardías, por ser eternas. Mentalmente sigo sintiéndome adolescente, sólo el deterioro evidente de las condiciones físicas me refrena los impulsos de adentrarme en nuevos caminos. La cabeza, siempre la cabeza, ese cúmulo de cañerías que genera lo mismo ideas absurdas que geniales ocurrencias (el médico me ha dicho: si no superamos esos pitidos nerviosos, si no detenemos a tiempo las alucinaciones, si no conseguimos dominarlas, puede que ellas le detengan a usted, puede que le domine a usted ese sordo rumor que circula pegado a sus sueños, hágame caso, asuma que por más que lo ha intentado en los últimos cincuenta años, según me confiesa usted, nunca ha llegado a ser más de lo que fue; es autor de una sola obra sublime, tome conciencia de ello; mucha gente lo es, y mucha más de ninguna; lo que se es, es; descanse entonces, no le digo que se retire y deje de trabajar los colores vistosos y los relieves suaves, hágalo, le digo simplemente que abandone su competición consigo mismo y olvídese de querer ser lo que nunca ha sido), la incipiente artrosis de mi mano derecha, el témpano de hielo en que se convierten las plantas de mis pies cuando me introduzco en la cama. Ya no mancho el calzoncillo. Ya no lo mancho desde hace años. Tiene especial cuidado la doña en no aceptar a jóvenes ni a matrimonios con hijos pequeños si previamente ha concertado el alquiler con personas mayores. Sabido es que los críos tienen por costumbre alterar el orden y por tanto amargarnos la estancia a quienes buscamos paz, sosiego y silencio. Pienso que con los niños disfrutan sus abuelos 23


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(sobre todo de visita), y nunca tanto los padres. Nunca he tenido hijos, nunca he estado casado, tampoco tengo sobrinos, entiendo la soledad como el mejor regalo que puede uno hacerse a sí mismo. Se lo expuse a la doña, y la doña me dijo: descuide. Le propuse alquilar la casa entera pagando incluso el doble, y me dijo: imposible, tengo el compromiso adquirido, y cumplo mi palabra. Agradezco su franqueza. Se cuida, no es mujer abandonada, y eso es gratificante. Sabe sonreír sin parecer amanerada. Nada más desagradable que cruzarte en el pasillo con alguien que no sepa mantener la compostura. Por compostura entiendo fundamentalmente aseo, respeto y presencia física. En ningún momento la he descubierto con los pelos desgreñados, o mal peinada. Es buena conversadora y al mismo tiempo callada cuando el silencio llama a la puerta. Llevo dos semanas y en todo este tiempo no he hecho más que tomar apuntes del natural. No he perdido pulso, aunque ahora, a diferencia de antaño, debo descansar cada cierto tiempo para intentar recuperar la movilidad del pulgar derecho. Se me queda pegado al anular y por más que lo froto y le doy calor sigue empeñado en no soltarse. No es dolor, es incomodidad, segundos de incertidumbre, y al repetirse cada vez con más frecuencia temo que un día despierte medio inválido. ¿Qué será de mí entonces? He intentado trabajar con la mano izquierda. A las cinco de la tarde se espera a los nuevos. No tengo ninguna referencia en concreto de ellos. Ni la he pedido ni me la han dado. Creo que compartiremos mesa porque Remigio ha comentado que seremos seis, aunque la mesa sea de ocho. Tres parejas, ha dicho. Los números pares son siempre más estables que los impares. Me ha hecho gracia esa expresión de estable. Eso es lo que necesito como me24


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dicina para que la cabeza no me atormente con alucinaciones estúpidas. Estabilidad. No sé si al resto de personas ocurre lo mismo. En la antesala del sueño se desencadenan las imágenes desbordantes y más rompedoras, como si alguien en alguna parte me quisiera proveer de colores inexistentes en la realidad, obligándome a traspasarlos al lienzo. Tiemblo entonces y el ansia de atrapar lo inconcreto me obsesiona impidiéndome un descanso relajante. Todo flota en un fondo que nunca alcanzo, rostros que se rompen, verdes que no son verdes, y el silencio. ¿Por qué siempre hay silencio en mis sueños? ¿Por qué la muchacha enamorada nunca me habla? Nunca escucho su voz, nunca la cadencia de una viola ni el degüello excitante de una nota rota por una trompeta. Silencio. Sé que la fuente de inspiración de escritores y artistas muchas veces es el sueño, ese universo onírico que se desparrama como una impetuosa alfombra de lava, que arrastra y devasta en su marcha. Yo no sueño. O sueño que no sueño. Pero minutos antes, cuando el tiempo se detiene, alguien descorre el telón del cerebro y me sumerjo en un paisaje que sólo en ese momento me es permitido aprehender. El verde madroño desfallece lentamente para convertirse en amarillo morera. Me siento impotente. Soy un inútil. Tomo conciencia de mi incapacidad. ¿Cómo atrapar aquello? ¿Cómo armonizar tan maravillosa sinfonía? ¿Cómo será ahora la muchacha? ¡Debo actualizar el retrato! Intento perderme dentro de ese universo extraño que me reclama, convencido cada vez más de su luminosidad. ¡Me volverá de repente la energía perdida! Ahora, según los médicos, estoy a punto de pagar las consecuencias de mi osadía. Estoy obsesionado. Quizá si la retratara de frente, quizá si la dejara mirar hacia la derecha en lugar de a la izquierda. Gracias a Remigio en la uniformidad de la naturaleza 25


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estoy encontrando la diversidad. No hay nada más perfecto que lo imperfecto. Remigio me ha preparado el conocimiento de las hojas de los árboles. Ahora están todavía en los renuevos, y sólo algunos almendros comienzan a florecer. Me dice que el año pasado las heladas supusieron una gran pérdida. Son traicioneras, llegan inesperadamente y hacen que el fruto nazca seco, blando, vacío. Y el poco que se salva se ve envuelto en una verruga resinosa que te refrena el recogerlo o lo taladran a la desesperada los tordos hambrientos. Ha conseguido un cuadro de hojas y va detallándome el lugar exacto donde ese tipo de árbol puede encontrarse. Castaño, chopo, roble, haya, olmo, almendro, incluso olivo. Hay dos me dice, raquíticos, pero no enfermos que nunca darán fruto por no ser este terreno propicio. El hombre aparentemente es de mi edad o acaso un poco mayor. Arbiza es su apellido, Alberto Arbiza, me saluda efusivamente como si nos conociéramos de toda la vida. Parece dinámico y alegre, un animador de fiestas. El clásico relaciones públicas de los bingos para viejas en los trasatlánticos de lujo. Me disgusta este tipo de personas que parecen pasearse por la vida con una sonrisa permanente como si los problemas del resto de mortales fueran anécdotas a deformar con un micrófono en la boca. Nada les afecta. Muñecos sin sustancia. El marchante Senosiain, con su aire de fraile pequeño y amargado, que en su sonrisa de dientes verdes almacenaba todos los matices de la crueldad, me dijo cuando fui a ofrecerme: necesito una segunda obra para contrastar su auténtica valía; las segundas obras son las que abren los restaurantes, las terceras ya permiten solicitar postre. El negocio está montado así. No sé por qué la llegada de Arbiza me ha devuelto el recuerdo de aquel perfecto canalla que soltaba una maldad sonriendo y celebraba con gozo tu humillación, aunque debo confesar que 26


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no me fue mal con sus gestiones. Años después me dijo: haga lo que yo, ¿no tiene ya dinero?, ¿no le liquido lo suficiente?, búsquese entonces una veinte años menor que usted, paséela por la ciudad para dolor de los envidiosos, y a los cuatro días cámbiela por otra, así le venderé bastantes más cuadros. Arbiza parece todo lo contrario, pero la mente que se dice selectiva juega a extrañas asociaciones. Arbiza puede pasar por funcionario municipal contratado para animar las tardes aburridas de los enfermos del hospital. Es un honor conocerle personalmente; he oído hablar de usted, me dice al estrecharme la mano. ¿Y usted de mí? Me obligo a una excusa. He estado mucho tiempo fuera, etc. Y entonces se pone a tararear una canción que hubiera jurado pertenece al acervo popular del país. ¿La reconoce? Soy su autor, me dice, y se acompaña con un paso de baile y una vuelta. No me parece persona seria. ¿Quién no conoce esa canción? Cuando voy a saludar a su mujer, algo me detiene. No es posible. Nos cruzamos una mirada intensa y nada fría. Me viene de repente una cascada de imágenes deslavazadas, sueltas. No tengo preparado el cerebro para seleccionarlas con tanta rapidez como el momento exige. Esos ojos. Creo que especulamos ambos. Durante unos segundos trabajamos nuestras relaciones del pasado buscando un punto de anclaje. ¿Nos conocemos? Ese rostro perfecto que sufre por perder luminosidad se me antoja cercano. Las arrugas disimuladas le confieren un tono de especial distinción. Parece una gran señora y posiblemente lo sea. Tiene el pelo recogido, los labios suavemente dibujados en un rosa tenue. Nada en ella es exagerado. Me atrae de una forma especial y no sé porqué. Toma la iniciativa, alarga la mano desfallecida. Estoy encantada de conocerle, musita y no mantiene 27


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la mirada como si fuera una niña tímida, asustada de que alguien pueda robarla la candidez. Remigio se encarga del equipaje. ¿Van a permanecer muchos días? Mi marido está inmerso en un espectáculo cara al verano, y ahora está cargando, como vulgarmente se dice, las pilas. Y esboza una delicada sonrisa. Y yo me siento desconcertado como si ante mí se abriera un camino desconocido, atractivo y también misterioso. Viste pantalones vaqueros de jovencita y zapatillas deportivas, nada de tacones. Le saco la cabeza. De espaldas nadie por su figura apostaría por los años que se le suponen. Estilizada. Se mueve con soltura, con esa elegancia de movimientos de las bailarinas clásicas. Parece que quisiera desplazarse de puntillas, aleteando arriba abajo las manos. Alaba la disposición del pequeño jardín que rodea la casa. El aire, dice, qué bien se respira aquí, qué sano es esto. La temperatura es muy agradable. La doña la toma del brazo y la acompaña dentro: venga, tendrá usted ganas de ver su habitación; antes el perro Bobo se deja acariciar. Yo también tengo perro, bueno, confiesa, tenía. Se nos atragantó en un descuido con una esquirla de pollo. Fue terrible, como si perdiera un hijo. Los perros son parte de la familia. Carmen, finalizados los saludos iniciales, se ha perdido en la cocina, Remigio se ha retirado con los equipajes y la doña y la señora ya están organizando la habitación. El compositor Arbiza me detiene un momento en el zaguán de la casa. Estamos solos. Me dice: venga usted conmigo. Nos damos la vuelta. Mira a derecha e izquierda como si pretendiera dotar de la máxima confidencialidad al secreto que parece tiene interés en transmitirme. Me confiesa: ha sido una sorpresa conocer de su presencia aquí; es un honor disfrutar de la compañía de un artista de su calidad; ¡santo cielo, qué sensibilidad más delicada la suya!; ¿quién puede 28


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expresar amor más limpio en un retrato?; el motivo de nuestra presencia aquí es mi mujer, la pobre sufre desde hace un tiempo unas malditas alucinaciones que no la dejan descansar en condiciones. Guardo un largo silencio. ¿Nos esperaba usted? No, digo. ¿Seguro que no nos esperaba usted? Seguro. Venimos huyendo del ajetreo de la ciudad. Necesito que la pobre se recupere. Quiero mantener nuestra estancia en la más absoluta reserva, dice, si quisiera publicidad la hubiera internado en un sanatorio. No quiero someterla a tratamiento de pastillas. Odio los somníferos y desconfío de los poderes curativos de lo que arregla una cosa y destroza otra, usted me entiende. El mejor remedio es uno mismo. Uno mismo. Arbiza necesita soltarlo, dice de golpe: usted tiene colgado un retrato en el Prado. Asiento. Un cuadro maravilloso. Es mi único cuadro allí expuesto: “Retrato de muchacha enamorada”, retrato de una joven preciosa de dieciocho años que nunca posó para mí; una muchacha de la que estuve (estoy) enamorado sin conocerla; que me ha perseguido desde entonces; nunca posteriormente he querido encontrarme confundido entre el público admirando aquellos matices cromáticos inverosímiles. Durante años he vivido tensionado por una constante lucha interior por conseguirlos de nuevo. Imposible. Mi derrota la plasmo ahora en esas manchas oscuras, ectoplasmas furiosos que pueblan mi universo desde hace cincuenta años, y que aunque me dan muy bien de comer me recuerdan permanentemente mi incapacidad por volver a dibujar como lo hice en aquella ocasión. Aquel retrato fue un ramalazo sereno en un amanecer de turbulencias. Arbiza se atreve a cogerme del brazo. Todos los años acudimos mi mujer y yo a admirarlo, me confiesa; es para nosotros más que un rito, una auténtica obligación; estoy convencido que a mis espaldas acude mi mujer muchas más veces a contemplarlo; lo descubro por 29


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su estado de ánimo; al principio regresaba exultante, feliz, ahora, ahora se apodera de ella una profunda tristeza; hay noches que no puede aguantar el llanto. Arbiza baja la voz, posiblemente le pueda la vergüenza, pero me acusa: creo que usted es el culpable de sus dolencias. Le miro a los ojos. ¿Yo? Me contengo. ¿Qué puedo decir? El hombre no exterioriza ningún amago de violencia, al contrario, mantiene una fría serenidad que me impresiona. Estoy más sorprendido que irritado. Señor: mi mujer asegura que ella es la modelo del cuadro, que usted la retrató a ella. ¿Cuándo? No lo sabe, pero yo sí necesito saberlo. ¿Dónde? Tampoco lo sabe y yo, compréndame usted, señor, necesito saberlo. Caminamos unos metros acercándonos al pequeño jardín. Me dice: señor, si la muchacha del cuadro hubiese envejecido como ha envejecido ella, le aseguro que entonces mi mujer no tendría motivo para alimentar semejante tristeza. Almuerzan en la cocina los invitados que así lo solicitan. Lo habitual es hacerlo en el comedor. Es una mesa sólida, para ocho comensales por lo que dos sillas están vacías, precisamente las de la cabecera. Las mujeres a un lado, los hombres al otro, como si estuviéramos en un salón de baile del diecinueve. Me resulta graciosa esta disposición. Carmen ocupa la silla próxima a la puerta, porque como encargada del servicio tiene que entrar y salir a la cocina. Enfrente, su marido; luego voy yo, y a mi izquierda el recién llegado Arbiza. A la derecha de Carmen se coloca la doña y a su derecha la esposa del compositor, que nos ha rogado nos dirijamos a ella por su nombre de pila: Isabela. Nada más oír su nombre he sentido como un vuelco extraño dentro de mí. Isabela. Remigio lleva la voz cantante. Siempre se ha sentido considerado en la fábrica y esto le ha dado una seguridad que 30


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manifiesta en todo momento. ¿Qué es más importante, un electricista que te devuelve la luz o un pintor que en la oscuridad es incapaz de distinguir colores? La casualidad. Dice que es una casualidad que nos encontremos compartiendo mesa tres tipos triunfadores en sus cometidos. Dice: yo ya sé que ustedes no van a confesar los codazos que han tenido que soltar para abrirse camino en su campo, y posiblemente hasta el hambre que hayan pasado, pero yo sí puedo hablar por mí mismo: he pisado a quien ha pretendido pisarme a mí, me he reído de los ingenieros y peritos que pretendían sustituirme con barbilampiños inocentes hijos de papá incapaces de arreglar las averías que yo mismo para humillarles ocasionaba en las máquinas en el turno de noche. Calla, que eres un bendito, dice su mujer, no se crean nada; es un parletas; habla por no callar; ¿tú, daño? ¡si te mareas cuando sangro un pollo! ¡churruscar al cerdo y comerte el rabo, eso sí que sabes hacer y muy bien por cierto! Si no me hubiera convertido en imprescindible, me hubieran mandado a la calle a los cuarenta o a los cincuenta, por carecer de título y no usar corbata. Y se rió, y lo hizo con ganas. La modernidad es sustituir a los artesanos de siempre por técnicos que desconocen cómo arreglar un relé. Y se sirvió otro vaso del rosado con respe que conserva bajo una capa de tierra en la pequeña bodega. Esto es muy bucólico, dijo la doña y al emplear esa palabra posiblemente intentara avisarnos de que ella posee también lecturas. Pero en el invierno de nieves hay que resistir aquí. Estos –dijo por Remigio y Carmen– me piden que vuelva al pueblo con ellos, que con una visita de fin de semana se puede mantener la casa en condiciones hasta el inicio de temporada e igual hubiera sucumbido a esa tentación, pero ¿saben ustedes?, se ha puesto de moda últimamente recibir los años nuevos mortificándose con los fríos, en 31


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contacto con la naturaleza que en esas fechas siempre se presenta hostil, como si la gente de ciudad necesitara experimentar las penurias que sufrieron sus padres para, acaso, estar más unidos a ellos una vez que los dejan aparcados en las residencias de ancianos hasta que se mueran. No encuentro ninguna otra razón que justifique que alguien nacido en la comodidad prefiera cambiar aunque sólo por unos días, el confort de su vida habitual por el viento frío que rompe los tímpanos o, ¡fíjense qué excentricidad!, o, disculpen una expresión quizá más cruda, ¡qué locura!, ¡lavarse el torso desnudo en el pilón de agua congelada!, como si el hielo que rompe las cañerías fuera a fortalecerlos. Yo estoy acostumbrada, soy de aquí, aquí tengo mis raíces y la sombra de mis recuerdos. El compositor Arbiza pidió permiso para repetir el plato de alubias. ¿Alubias para cenar?, preguntó primero ciertamente sorprendido. Siempre se ha dicho que la cena ligera facilita el sueño, pero Carmen dijo: después de cenar hay quehaceres, la última vuelta a la cuadra, el cierre de los cobertizos, la preparación del día siguiente, nunca nos dormimos hasta una o dos horas después, y si le da por parir a la cerda ni en toda la noche. Antes, cuando teníamos vacas, dijo la doña, todavía era peor, que si el chote viene cruzado, que si a una novilla hay que pincharla porque está inflada, la mamitis. Ningún día es igual a otro, aunque lo parezca, dijo Carmen. Ningún día amanece a la misma hora que otro. Eso lo notarán ustedes en cuanto lleven unos cuantos días aquí, ¿verdad, señor? Me veo obligado a intervenir. He cruzado sólo una vez la mirada con Isabela en un acto puramente mecánico sin ninguna otra connotación. Soy muy cuidadoso con las miradas porque su tibieza o su fortaleza reflejan el encanto o la repugnancia de cada persona. Digo: se nota día a día cómo la luz se come a las sombras. Arbiza, 32


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dice: este queso es exquisito. Remigio promete acompañarle a la borda de pastores (un poco menos natural ahora, preparada exageradamente para domingueros, y dice con acritud: esos a los que el color vistoso de la vegetación les abre el culo, y pide perdón por la expresión, y Carmen le dice: ¡qué vulgar eres, electricista!) donde lo elaboran artesanalmente, que está a cinco kilómetros aproximadamente de aquí, aunque no a derecho, subiendo sin descanso la cuesta perezosa que no se quiere acabar. Le van a cobrar lo mismo que en la tienda del pueblo, dice, pero le dejan elegir el más mugriento y curado que desee. Precisamente hoy se han llevado la marmita de leche, añade. Sobre la mesa del pabellón tengo extendido el boceto a carboncillo del retrato que me propongo realizar. También el ensayo del juego de colores que investigo para plasmar en mi próxima obra plástica. Me arreglo muy bien con el pequeño estudio que Remigio me ha preparado y al que acudo sin ninguna rigidez de horario y realmente cuando me place. No encuentro la gatera. Constituye para mí un auténtico misterio. Me invade una duda casi existencial ¿por dónde entra el gato negro? O los gatos negros, porque son dos que yo sepa y todavía no consigo distinguirlos. Aparece en cuanto me dispongo a modificar el dibujo. Se asoma, emite un par de maullidos para llamar mi atención, e inmediatamente salta sobre la trébede adquiriendo localidad de primera fila. Cierra los ojos para no intimidarme y de allí no se mueve hasta que decido concluir mi trabajo. Sólo cuando aparece Remigio, el gato baja al suelo para ronronear alrededor de sus piernas. Hablo lo menos posible. Estos días pasados en que como único invitado gozaba de una encendida dedicación la doña ha estado muy interesada en mis dolencias. Sabe de hierbas, me confiesa, pero menos que la santera, que lo aprendió de 33


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su madre y ésta de la suya, y así hasta tan atrás que ni se alcanza en el tiempo. Las cosas en este país vienen por tradición, el hijo del carretero es carretero y el del albañil barruco hasta que aprende a encofrar. Le digo que mi mal está en la cabeza, y la doña afirma que las hierbas te extraen el pus abriéndote los poros del cuerpo sin necesidad de sajarte; que a la mujer de Aureliano, el vecino más próximo, que está al otro lado, kilómetro arriba de monte, kilómetro abajo, comenzó a mermar ella tan salerosa hasta que le secó los golondrinos; si quiero puede acompañarme; Remigio también se brinda a hacerlo y adelanta que la santera está un poco chiflada, que como no se depila los pelos de conejo que le salen en el bigote tiene mala presencia aunque, eso sí, me garantiza que no recurre a cánticos ni a monsergas ni a invocaciones al diablo. Algo de bruja, quizá, pero ha sanado hasta al cura, dice la doña, que ese sí estaba traspuesto cayéndose en redondo al suelo en medio de la misa y había que levantarlo; seguro que eso de la cabeza es cosa de poco. Como soy parco en explicaciones, los silencios se alargan. Carmen no se aguanta más, y me pregunta un poco descarada ¿qué está pintando usted ahora?, ¿una de esas manchas que asustan a los niños y nadie entiende? Le digo que solo esbozos. Pues a mí me gustan los bodegones, dice. Pues a mí las andaluzas con el cántaro de la fuente a la cintura, dice Remigio. ¿Y por qué no pinta usted un paisaje y esta casa en el centro?, insiste Carmen en acosarme a preguntas. Porque los colores que busco no los encuentro. ¿Y por qué no los encuentra? Porque los tengo en mi cabeza pero ninguno me sale a pesar de intentarlo con miles de mezclas. Se queda con la boca abierta, no sé si por admiración o sorpresa. Debo parecerle un ser misterioso. Ah, exclama como si hubiera descubierto algo, la cabeza, claro, la cabeza, ya lo ha dicho usted, eso es lo que le duele, usted está mal de la cabeza, no es extraño con tantos colores den34


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tro, y la doña le dice algo molesta ¿ya está apagado el fuego en la cocina? Estoy muy poco interesado en los grandes museos, porque una obra siempre es algo íntimo, y exige esa complicidad entre autor y espectador, que desaparece en las galerías que deben ser visitadas reloj en mano. No aguanto las elucubraciones de los guías que alimentan lugares comunes, la mayoría de las veces puramente esotéricos; hablan de técnica; hablan de ángulos como si el arte fuera geometría, y nunca de intuiciones y golpes de suerte. Sigo dándole vueltas. La conversación privada con Arbiza me ha desequilibrado momentáneamente. Antes de sentarme a la cena he vuelto a mi habitación, primero a adecentarme un poco y después a hurgar en el fondo de mi maleta. Tengo un apartado cerrado con una cremallera, donde guardo el pasaporte, algunos dólares, alguna tarjeta, fotografías en color de mis últimos trabajos en poder del marchante que pretende colocar en colecciones privadas. ¿Por qué antes de emprender este viaje de descanso puse también ahí la fotografía del retrato, ampliación de la que viene recogida en la guía del museo? ¿Casualidad? ¿Por qué? Recuerdo lo que me costó retirarla en su día de la pared de mi dormitorio (cuando decidí sustituir los bocetos despreciables), donde me acompañaba al acostarme y al levantarme como un icono religioso; era como quedarme desnudo delante del mundo; una ola que te coge descuidado y tras centrifugarte como si estuvieras dentro de una lavadora, se lleva tu bañador depositándote medio mareado en la orilla de la playa. La escondí con sumo cuidado en el último cajón de la consola, bajo la montaña de jerséis. Secuestraba así a la muchacha, a los colores limpios, a mi juventud. Al olvidarme para siempre de su existencia recobraría, ingenuo de mí, la libertad. Vana ilusión. A los veintitrés años terminé el retrato, para mi desgracia 35


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una obra perfecta. Los siguientes años me dediqué a copiarme. Ninguna otra ha seguido después ni con la misma fuerza ni con la misma calidad. Luego, me esforcé en mejorar mi técnica. Frustrado, me puse a experimentar colores y formas. Nada de mi obra posterior arroja tanta fuerza como la mujer hermosa, niña todavía, que ama tanto la vida. Durante años estuve enamorado de ella. Y aún lo sigo. ¿Cómo pude alcanzar semejante perfección? A veces pienso que no fui yo quien la compuso, que sólo soy un intermediario de alguna fuerza lejana que me eligiera a mí por algún motivo que desconozco. Por necesidad tuve que vender el cuadro. Me costó colocarlo. Lo paseé por galeristas y marchantes. Nadie daba crédito a mis palabras. ¿De dónde lo ha sacado usted? ¿A qué copista se lo ha adquirido? ¿Insinúa que este otro que quiere colocarme también es suyo? Aquella subasta fue mi regalo de cumpleaños. A los cuarenta años me llegó el reconocimiento internacional. ¡Diecisiete años después de pintar el cuadro! ¿Cómo apareció en Londres? No lo sé. Luego vino el derecho de tanteo, y fui noticia en los periódicos. Ya había abandonado para entonces los retratos, pero la firma, mi firma, comenzó a ser importante. Subió mi valoración, ciertamente, y comencé a frecuentar otro tipo de casas de comida. Y a viajar. La primera conferencia la di no en un museo no en el aula de la universidad sino en un círculo de personas de la tercera edad que trataban, caballete en ristre, copiar el retrato. Fue una experiencia excitante. Los críticos expertos justificaron mi evolución posterior descubriendo que ya se anunciaba en el incipiente difumino interior de los ojos, y en un fondo desarraigado y turbio, contraste de la serenidad de un rostro perfecto. Yo mismo al terminar la obra (aunque la obra nunca se termine) recuerdo que grité ¡perfecto, perfecto! Pienso en la curiosa concatenación de hechos. Me resisto 36


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de nuevo a mirar el retrato. No me atrevo a desdoblar la fotografía. Lo haré más tarde. Las pinturas no envejecen, los modelos sí. Tengo curiosidad por un lado por descubrir si esa Isabela que ha parecido de improviso en mi vida es la misma Isabela o como se llamara aquella muchacha de mi modelo mental. También tengo miedo. ¿De qué? Estoy montando un espectáculo, dice el compositor Arbiza acabado el segundo plato de alubias y posiblemente hubiera demandado el tercero si no se hubiera empeñado en hablar de sí mismo. De pequeño quería tocar el trombón, dice sorprendiéndonos; sumergirme en el Atlántico con una escafandra de buzo, realizar esas fantasías que jamás conviertes en realidad. Me gustaban los tebeos de Diego Valor y odiaba a Sigfrid (rubia, valiente aunque caprichosa, que ponía en riesgo al Capitán Trueno y a Goliath). Me enamoré de Isabela no sé si porque se parecía a Sigfrid (sonrió dubitativo) o para evitarle al Capitán Trueno mayores quebraderos de cabeza o porque tocaba como los ángeles el acordeón. ¿Tocaba usted el acordeón?, preguntó la doña visiblemente interesada, Isabela asintió: con otras tres chicas del colegio de monjas formé un conjunto y nos lo pasamos bien. Fue una experiencia maravillosa. Arbiza concretó: una gorda, una flaca, coja la de la pandereta. Tenía dieciséis años dijo Isabela; mucho que le dejaran sus padres, dijo la doña. Era angelical, muy guapa, dijo el compositor e hizo una carantoña a su mujer, que ella rechazó mirándome asustada como disculpándose por lo inapropiado del momento: la gorda era más graciosa, manejaba el escenario mejor, ¿verdad, cielo? la flaca, más atrevida, acompañaba con la guitarra, la coja la que mejor cantaba; Isabela era otra cosa. Cuando las salidas en excursiones de cuadrilla, la gorda y las otras gordas, la flaca y las otras flacas y ya no 37


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digamos la coja quedaban descolgadas porque todos rodeaban a Isabela, aunque como reina de la fiesta no los hiciera ni puñetero caso. Se pegaban por llevarla el acordeón, ¿digo bien, cielo? Podía tirarse una hora entera sin abrir la boca pero en cuanto lanzaba la primera nota al aire todos se ponían a saltar y a bailar a su alrededor. Era, es, la alegría que a los hombres nos falta. Estaba convencida de haber nacido para ser algo especial en la vida, confesó ella bajando humildemente sus ojos hasta el plato, posiblemente avergonzada de las palabras de Arbiza; pero ya lo ven ustedes: terminé amenizando romerías; bueno, es injusto quejarme, gracias al acordeón conocí a un genio como mi marido. Posaba sus dedos sobre las teclas, daba el acorde de entrada y allí, encima del escenario sin apenas moverse, permanecía una o dos horas, las que hicieran falta expandiendo y recogiendo el fuelle y pulsando los botones a una velocidad endiablada. Las otras chicas se movían con gracia, incluso la coja, pero el acompañamiento de Isabela con su pie derecho resultaba indescriptible. ¡Nadie ha movido jamás un pie derecho con más estilo, con tanta destreza!, dijo su marido acentuando el carácter de broma. Me estoy sonrojando, dijo ella, y añadió absolutamente sincera: estaba convencida por aquel entonces que el destino me deparaba algo distinto, muy especial. ¡Qué presunción por mi parte! Me imagino que todas las chicas a esa edad sueñan lo mismo. Yo, no, saltó Carmen espontáneamente, y desveló con mucha firmeza en la voz: a los doce ya fregaba platos, a los catorce se me ablandaban las uñas en el lavadero, a los dieciséis aparte de platos fregaba escaleras y a los dieciocho me pusieron una cofia y un delantal y fregaba platos, escaleras, hacía las camas, servía las comidas y salía a tontear la tarde de los jueves sin un duro en la cartera con los soldados, a lo más con un frasquito de 38


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colonia regalo de la señora y un pintalabios usado en el bolso. Así conocí a este, y señaló a Remigio. Al segundo jueves ya me llevó al baile, al tercero me dio un beso en el cine y al cuarto nos prometimos. En aquellos tiempos, aclaró Remigio guiñando maliciosamente un ojo, los soldados rasos nos prometíamos para camelar a alguna tonta, pero con buena intención, que conste; todos nos reímos menos Carmen, que protestó: pues me camelaste a mí y no soy ninguna tonta. No, cielo. ¿O crees de verdad que soy tonta? Estaba haciendo el servicio militar en Caballería, comentó Remigio con ganas de seguir la conversación, allí aprendí a herrar caballos; ¿saben ustedes que a los caballos hay que herrarlos cada tres meses? A los de carrera, cada mes. Se le retiran las herraduras, se les cortan las uñas, se limpia el casco. Las uñas les crecen durante mes y medio. Un herrador sabe al momento si el caballo ha sido montado por un jinete experto o no. Ni traído a propósito, dijo entonces la doña dirigiéndose a Arbiza, su canción más popular trata de un elegante caballo blanco que muere sofocado por el acoso de un perro sin raza, que no le da respiro; ¿cómo pudo componer una historia tan triste? Una alegoría de la sociedad actual, se justificó el compositor; el poder que sucumbe a la desmedida de los pequeños. O si prefiere usted, la fuerza de los pequeños es limitada pero triunfa porque la sobrevaloran por desconocimiento los grandes. Una balada muy triste, insistió la doña, pero preciosa. Lo triste es que el caballo en lugar de correr en círculo no se parara a cocear al cusquejo, dijo Remigio: yo lo hubiera hecho, lo hubiera pateado hasta aplastarlo contra la valle del establo. ¡Qué bruto eres!, dijo Carmen. Y el compositor, dijo, la compuse en minutos; asomado a la ventana, al escuchar la protesta de los cables de alta tensión al ser atacados por el viento; así me vino la inspiración. 39


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Se excusó luego, retirándose un momento de la mesa. Isabela comentó entonces que estaban viviendo semanas de mucho estrés porque los plazos se echaban encima sin conseguir su marido dar con el punto final para concluir la trama. Está agobiado, esperamos encontrar aquí el sosiego suficiente. En realidad, lo tiene todo esbozado menos el clímax final. Acaso liberada por la ausencia momentánea de su marido, me abordó directamente. ¿Soy yo, verdad?, dijo. Noté un cierto brillo acuoso en sus ojos. ¿A qué se refiere?, pregunté mostrando un cierto punto de indiferencia. Estoy seguro me venía observando desde mi entrada en el comedor. ¿Acaso no me ha reconocido? ¿He envejecido, verdad?, dijo temerosa de mi respuesta. Añadió: en el retrato que usted me pintó hace cincuenta años yo llevaba trenzas, ¿se ha fijado usted que para llamar su atención también las llevo ahora? Del aparador, la doña alcanzó unas copas de cristal que distribuyó sobre la mesa. Arbiza me cedió el honor de descorchar el cava que traspasé a Remigio, que lo hizo con maestría, sin derramar una gota, mostrándonos luego la botella como un trofeo de caza. Puestos en pie, con las copas en alto brindamos. La doña, dijo: porque aquí comience una amistad que perdure; amén, contestó Remigio, y Arbiza, mirando al techo como si en las alturas alguien actuara de apuntador escribiéndole sus votos, dijo: por todos nosotros, porque los impulsos que nos empujan en la vida sean positivos, porque esta mujer (y se volvió a su esposa) a la que adoro encuentre la estrella perdida que anda buscando; Carmen pidió que los momentos felices no se acaben nunca; Remigio que llueva cuando se necesite agua, pero nunca dentro del vino, consiguiendo de nosotros una sonrisa que facilitó nos relajáramos todavía un poco más. Había una atmósfera especial, agradable, todos somos buenas personas, 40


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lo sabemos. Isabela, dijo: porque el tiempo no se enfade más con nosotros y nos permita permanecer lejos de la oscuridad. Yo, dije: porque el arte siempre refleje belleza, y sin pensarlo, por ese impulso animal que todos llevamos dentro y nos desborda, concluí: que los retratos de las mujeres hermosas hagan palidecer de envidia a la luz tenue de los amaneceres. Me arrepentí al momento de decirlo como tantas veces en otros momentos de mi vida. La palabra que se escapa, la frase inadecuada. Isabela balbuceó algo incoherente, y luego que lloró en silencio recobró el ánimo, y al segundo sorbo del espumoso se colgó el acordeón comenzando a tocar una canción alegre y festiva. Arbiza pidió a la doña que le acompañara en el baile, y lo hizo sin reparo; Remigio daba saltitos alrededor de su mujer, como un mono grasiento, Carmen se movía con estilo. Yo continué sentado, espectador en primera fila. No sé bailar y menos contorsionarme como los gimnastas en el circo. Isabela me mira insistentemente. Y yo miro a Isabela. Y el cruce de miradas se sobrepone a la algarabía de las notas musicales. Esa noche después de cenar desisto de acudir al pabellón quizá porque me siento algo alterado, a pesar de no haber bebido apenas. Generalmente lo hago para comprobar antes de acostarme lo poco que he avanzado en mi obra. Fui el primero en retirarse, y al llegar al pasillo del piso de arriba, antes de abrir la puerta de mi dormitorio, cesó de repente la música; el silencio entonces cayó sobre mí como una losa pesada que me aplastara contra el suelo. Necesitaba encontrarme solo. Vagaba como un náufrago buscando el asidero para cobijarme. Isabela posee un encanto especial. No habíamos dejado de mirarnos en ningún momento. Tuve la sensación de que el compositor Arbiza era consciente de ello. Yo había intentado disimular, aunque me resultara casi imposible. ¿Puede algo inexistente convertirse 41


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en realidad? ¿Puede algo inexistente retornar cincuenta años después y sacudirte con la misma violencia de entonces? Me senté sobre la cama, descorrí la cremallera del compartimento de la maleta, y esta vez sí, esta vez me enfrenté directamente al retrato. Respiré profundamente, cerré los ojos durante unos segundos; me temblaba el pulso. Nervioso, con reverencia y mucho cuidado coloqué la fotografía lentamente sobre la colcha. Examiné minuciosamente el perfil, la barbilla, los labios, el inicio de los hombros desnudos, el cuello alargado, la mirada serena como si fuera la primera vez. Le buscaba a ella, porque era ella. Estaba convencido. Cuando a los veintitrés años cansado de exponer en colectivos de promoción sin demasiada fortuna, recibía las primeras críticas (“el verdor diluido de esos paisajes no evitan la desagradable impresión que produce la tosquedad de su pintura”), cincuenta años después podía poner nombre a la persona anónima e imaginaria que había entrado inesperadamente una tarde en mi vida para cambiármela totalmente. Amaneció de nuevo envuelto el día en una niebla más espesa que las anteriores. Ni siquiera eran las siete. Remigio concluía su labor diaria de preparar las astillas para alimentar la gloria. Esperé a que se alejara. Me diría de descubrirme: qué poco duerme usted. Lo suficiente, contestaría yo. Si quiere dejarse mecer por la niebla ahora es el mejor momento; no deje de mirar al suelo, no se aparte de ese atajo estrecho abierto entre la hierba si no quiere desorientarse; siga usted el camino, no se separe de él; cuando se detenga no intente otra salida, espere a que levante o regrese sobre sus pasos; no hay otra salida, no cometa errores, téngalo presente. Abandoné la casa con sigilo. Evitaba que alguien descubriese mi ausencia. Caminé de puntillas, esquivando los gui42


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jarros que pudieran delatarme. Realmente no tenía ninguna gana de hablar con nadie esa mañana. Quería perderme para comenzar a arrancar los jirones de niebla que necesito trasladar al cuadro. Con la respiración entrecortada, algo precavido, comencé a penetrar lentamente en la burbuja turbia, con cuidado para no separarme del sendero. Sentí la cercana presencia de algunos árboles, incluso me pareció percibir como un lejano goteo de agua. Seguí adelante. Despacio. En un momento determinado tomé conciencia de haber desaparecido en la niebla. Podía estirar los brazos sin encontrar nada. El suelo terminaba por convertirse en una alfombra gris. Daba lo mismo que tuviera los ojos abiertos como cerrados. Estaba ya dentro. ¡Me había convertido en una sombra dentro de otra sombra mayor! Tanteé el espacio como un invidente con la esperanza de encontrar algo sólido en que apoyarme. Nada. Estoy solo. Por fin. ¡Solo! ¡Solo en medio de una nube ambiciosa que se ha apoderado del mundo! Dije algo o grité algo. La mosca dentro del vaso vacío. Puedo dar vueltas y vueltas, desconcertado. Por mucho que persiga un resquicio para huir estoy condenado a descubrir la inutilidad del intento. Ya no dependo de mí mismo. ¿Qué puedo hacer? Decido sentarme a esperar en el suelo, a pesar de la humedad y del barro. ¿Esperar, qué? ¿No he sido demasiado necio? ¿No he sido yo el que ha propiciado esta situación? ¿No he querido apoderarme ingenuamente de la misma niebla de entonces para colocarla de nuevo como fondo del nuevo retrato? ¿Por qué si necesito desandarme permanezco aquí quieto? Por aquellos tiempos yo era un jovencito inmaduro, y ahora, ingenuo de mí, intento dar sentido a un futuro incierto. ¿Seré capaz de recuperar algo de mi energía de entonces? Enseguida me asalta una pregunta inquietante: si la niebla tarda en disiparse, ¿cuánto podré aguantar aquí den43


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tro? ¿Saldrán a buscarme? El silencio, el maldito silencio. Posiblemente me había alejado demasiado de la casa. Caminar en estas circunstancias resulta peligroso. Esperaría. Fui a gritar de nuevo, pero desistí al momento. El mundo se ha apagado, floto en una nube blanca que por momentos se torna amarilla. Cierro los ojos, los abro. Minutos más tarde me pareció vislumbrar una figura borrosa, un desgarro en la tiniebla. Me puse en pie. Tuve la premonición de que mi vida podía de nuevo verse alterada. Se acercaba la figura con sigilo, como si huyera de algo inevitable. No acudí a su encuentro. Esperé. Apareció sonriente. Isabela avanzó entonces hacía mí, y al detenerse a medio metro me susurró con una dulzura exquisita: cuando posé para usted de modelo ¿recuerda que lo hice desnuda? Y sin esperar mi respuesta, retiró su gabardina mostrándome su cuerpo aterido de frío. Me apresuré a taparla con mi tabardo, y al abrazarse a mí, me dijo: la muchacha enamorada también hoy como entonces se entrega a usted.

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Un cúmulo de circunstancias

Un cúmulo de circunstancias. Madre dobló la prenda con delicadeza y la envolvió con sumo cuidado para evitar arrugas. Luego, dijo: –Llévaselo a la señora Rosario. –¿Tiene que ser ahora? –dijo Tomás. –Ahora mismo –dijo madre. En aquellos tiempos en cualquier familia si padre o madre decían “tírate por el balcón”, te tirabas antes de que te tirasen ellos. Madre cosía lo mismo para gente humilde, pescadoras del muelle y así, como para carniceros y otros con posibles. Cosía a todas horas, dejando la salud entre hilvanes y alfileres. Paraba para calentar la comida, y poco más. Te levantas a mear a medianoche y allí está, en silencio, un alma sacrificada, siseando algunos rezos, con el hilo mordido entre los dientes, el burro de la plancha sobre la mesa camilla, el maniquí con el corte marcado con tiza rosa, los alfileres, el vasito de agua. Unos años atrás padre se había salido de la carretera con el camión gris camino de Madrid cargado de pescado, dejándola viuda y con escaso recursos; conducía de noche, solo, sin acompañante, y por eso, porque se le cansaban los ojos, llevaba el cuentagotas de colirio en la cabina; madre se lo había anunciado: las prisas no son buenas, descansa, echa una cabezadita a medio camino; los guardias (los “grises” entonces) dijeron: no vio lo que tenía que ver. Madre tenía permanentemente la luz encendida del cuarto de costura, y cuando fallaba la corriente (por la restricción o la descarga de la tormenta) prendía las velas de las palmatorias. Puso en manos de Tomás el paquete bien envuelto: –Lo necesita antes de las seis. 45


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–¿Y por qué tengo que ser yo, madre, quien lo entregue? –Porque lo digo yo. –¿Y por qué no viene Chato a recogerlo? –Porque no es mi hijo. –Siempre me toca a mí. –Que te acompañe tu hermano. –No sé dónde está. –Viendo las piernas a la enfermera, ¿dónde crees tú que va a estar a esta hora el sinvergüenza ese? Tomás acudió a por ayuda a casa de Fidel, y Fidel no estaba; a casa de Raúl, y Raúl no estaba; a casa de Marcial, y Marcial no estaba. Intentaba que alguien le acompañase. El puerto según qué horas puede resultar peligroso. Allí vive Chato, el compañero de pupitre en el colegio e hijo de Rosario. Mejor en grupo. La señora Rosario no desaprovechaba la ocasión de estrenar algo. La ropa nueva es como la muda de piel del lagarto: transforma una mujer en otra, incluso hace creer que desaparece por arte de magia el olor mezclado de sardina, verdel, chicharro, alcanfor y colonia barata de baño, que siempre adorna su presencia. Pero necesitaba probársela delante del espejo antes de que le llegara el momento de reclamar con la esquila el inicio de la subasta. Era un día importante, se había lavado a conciencia y la peluquera le había puesto una redecilla para que el mechón blanco del flequillo no le tapara un ojo obligándola a pasar por tuerta. Se reirían los armadores al verla diferente, tampoco le importaba demasiado, sabía que estaba de buen ver, y enseñaba lo que le daba la gana. Como al finalizar la subasta iría justa de tiempo debía tenerlo previsto todo con antelación; la cena, un vaso de vino en lugar de agua para que no le entrasen las ganas, la pincelada a las pestañas, la gotita de perfume que disimule los últimos olores, y al tea46


Un cúmulo de circunstancias

tro. Esa noche en el Principal la compañía de Madrid en gira por el norte cantaba “Katiuska”, y a la señora Rosario la cosa rusa le seguía tirando desde que en Stalingrado un antiguo novio o algo parecido había caído junto al hijo de la Pasionaria. Hoy “Katiuska”, mañana el “Despierta negro” de “La Tabernera del puerto”, también de Sorozábal. La señora Rosario no pensaba perderse ninguna de las dos representaciones, porque había conseguido pase gratuito por prestar para el atrezo un juego de redes, un chinchorro agujereado y un carro de mano. Como lo gratis sale caro, ya tenía asumido que las redes volverían rotas y el carro con el eje forzado. Había que ponerse guapa. El mechón travieso le daba un toque singular, de distinción. Se colocaría el broche de bisutería, tan brillante que pasaba por platino, un collar de dos vueltas, la pulsera de oro mentiroso y el reloj de números romanos. Los cuerpos hermosos se lucen de noche. Al teatro no se acude todos los días. La gente viste bien, y las luces alimentan las motas de la piel por lo que hay que maquillarse en condiciones. Se adornaría también con el mejor clavel rojo sin pulgón cortado de sus tiestos, porque las rosas de este año, por el salitre o lo que fuera, parecen pequeñas coliflores enfermas. Aguantaría en silencio los zapatos de medio tacón con esparadrapos donde aprietan los juanetes. La señora Rosario como toda buena pescadora se disfrazaba para bodas y fiestas y nadie diría en esos momentos que sus morretes encendidos fueran distintos de los de una dama de clase en lugar de los de una verdulera de las de protestar a gritos por la merma en el peso de los garbanzos a granel. Había nacido en el muelle, se había criado en el muelle, había aprendido a engancharse del pelo con las otras en el muelle, a insultarse, a pegarse, a escupirse, a rodar por los 47


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suelos, a jurar por sus muertos y los de las demás, a perseguirse, a mandar a tomar por culo a los descarados fisgones franceses, y encima en su momento la habían hecho mujer en el muelle. ¿Cuándo? Cuando las fiestas. ¿Dónde? En un vaporcito con los gallardetes de adorno. Y del muelle salía cuando le daba la gana, faltaba más. Y no necesitaba ningún otro hombre porque ya tenía al marido en el bacalao que cuando regresaba por Carmen y Navidad la abastecía suficiente. Al teatro y a los bailables arrimados de santa Rita y santa Quiteria se iba del brazo de Juliana, y a las fiestas de septiembre también, marcando culo y echando risas. Había criado ella solita a Chato a base de guantazos (y escobazos, ¡cuántas veces le había perseguido por la dársena!, y de dejarle sin paga) y con la amenaza “se lo diré a tu padre cuando vuelva”. Padre era sinónimo de castigo, por lo que Chato había pensado más de una vez en qué bueno que una ola de siete metros lo engullera por Terranova y no se supiera más de él aunque luego, en la soledad de su cuarto, variara de pensamiento al comprender que nada iba a ganar de huérfano, salvo más bofetadas, porque a su madre, de viuda, no le faltarían hombres que para hacer méritos le cruzaran la cara intentando meterle en cintura. Como todos los del muelle, a Chato no le preocupaba en absoluto el futuro: esperaba la mar, y la mar no se acaba nunca, es una cosa misteriosa. De mecánico naval para evitar los fríos de cubierta, había dicho una vez su padre a la vuelta de su campaña de seis meses sentado a la mesa de la cocina con un trago de más, pero no en un bacaladero, pensaba el hombre y pensaba también Chato, en un mercante de bandera extranjera que le llevara lejos del tedio de esta ciudad gris y lluviosa. Valparaíso, El Callao. Sabía el nombre de muchos puertos. Por eso le parecía una pérdida de tiempo andar entre libros que no enseñan de relés ni de en48


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grases ni de helicoidales ni de pies de rey, metido a la fuerza en un colegio aburrido lo más parecido a una pecera los días de lluvia. Ya había embarcado sin papeles más de una vez a escondidas en dos o tres vaporcitos (haciendo chicarra, naturalmente, a espaldas de su madre o con su complicidad, quién sabe). El brigada del puerto revisaba los certificados y sellaba el rol por su cuenta sin necesidad de que pasaran los patrones por comandancia, y no preguntaba nunca al verle rondar junto al noray de atraque en plena campaña de capturas: sabía de sobra que al darse la vuelta saltaría a cubierta escondiéndose rápidamente donde los motores. Pequeño y nervioso, el brigada, con la chaqueta de trabajo gris y los galones ajados en la bocamanga, hacía la vista gorda. A veces se acercaba al patrón, le pedía un cigarrillo, y decía: –Me parece a mí que llevas hoy mecánico nuevo. –Es el hijo de la Rosario. –Lo sé. –¿Te has dado cuenta? –Qué hacer. Tengo ojos en el cogote. –Para mí como si fuera de segunda y en prácticas –decía el patrón sin cambiar su seriedad habitual–. Todos hemos empezado así. –¿No me darás un disgusto? –Un bonito es lo que te voy a dar y puesto en la pescadería entero con cabeza y todo. O dos si viene bien la faena. Tomás fue a buscar a Ignacio e Ignacio tampoco estaba. En la casa anterior a las del voladizo se venden chichares para los que quieren pescar panchitos en puntas. La casa de la señora Rosario es la siguiente, la primera del voladizo. Pero la anterior a la de los chichares, anexa a la iglesia de san Pedro (la iglesia, sin atrio, huele a cirio, a gato, a podrido, los bancos carcomidos, la alfombra del altar rasgada y des49


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hilachada), es la de la señora Juliana, viuda de ahogado y por tanto temida y respetada, que orea las sábanas en día de noroeste tapando los pequeños rosetones que dan luz al interior de la iglesia. Aita Vicente, que para salir de la sacristía se sujeta para no caerse, solía decirla: en funerales no me tiendas bragas, por Dios, que si vuelan igual me llegan a la cara por la ventana, y de recibo no es, y de mal gusto sí, pero la señora Juliana se ponía con los brazos en jarras bailando sus sayas y decía al cura: tus calzoncillos voy a tenderlos pues, no te jode, pero colgados contigo dentro. Esta señora Juliana era la primera en dar la voz de alarma (desde la ventana vigilaba el adoquinado del puerto, como si fuera la timonel señalero de un vaporcito varado) cuando un celador novato (un pobre hombre llegado de tierra adentro, al que le ha salido ese trabajo de vago, más tranquilo que de barrendero o picapedrero o guardamontes, se trata de comer caliente) pretendía exhibirse en su primer día de trabajo por la dársena. “Guardia con silbato sardina para el gato”, cantaban entonces las pescadoras al lanzarlo al agua con salacot y porra. Los guardias veteranos que custodian el ayuntamiento tan cercano que sólo la anchura de la calle lo separa del puerto se daban la vuelta (guardándose la risa en sus adentros) al escuchar los gritos de auxilio del mojado no fueran a tomarla con ellos también. Si el pobre desgraciado, con sus ínsulas en remojo, no sabía nadar, los de la grúa luego del escarmiento lo sujetaban con el bichero, hasta que alguno se acercara con el chinchorro a recogerlo. La casa de Rosario, como todas las del voladizo, tiene por portal un agujero oscuro, casi un tubo por el techo bajo, por el que se accede a una estrecha escalera de madera desgastada, de peldaños grasientos y resbaladizos, que sólo permite el paso de una persona, de modo que de encontrarse dos, la cortesía del que la tenga invita a la cesión del paso deteniéndose en el diminuto descansillo. 50


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Por ejemplo, cuando se murió de viejo el avinagrado Atorrasagasti, suegro de Rosario y abuelo de Chato, al no dar de sí la escalera, tuvieron que bajarlo los bomberos con una polea por la ventana y con mucho cuidado para que no se bamboleara y terminara cayéndosele la boina. Ni el padre de Chato ni los otros hijos del difunto también forjados en la mar, tíos de Chato, ni los otros parientes anchos como armarios, hubieran permitido jamás despedirlo descubierto. El viejo no se había duchado nunca en la casa de baños para no quitársela; se desocupaba el vientre, dormía, comía, cenaba con ella puesta, y en la sociedad, sidra arriba, porrón abajo, quien intentara capársela resultaba perjudicado. Acudía únicamente a los oficios celebrados en san Pedro, no a los de las otras iglesias, porque el párroco al saludarle en la entrada, decía: Atorrasagasti, cagüen los marrajos, cagüen la mar salada, cagüen los vientos alisios del sudeste, aquí dentro hace una humedad que te cagas, así que te permito la txapela incluso en la Consagración mientras no te pongas la carlistona que guardas en el baúl, y que me revienta. –Calla, aita Vicente –decía el viejo cascarrabias con recochineo– que tú ante el espejo bien te encajas con gusto la borla amarilla. –Cagüen los demonios, cagüen los ratones colorados, cagüen los peces grandes que se comen a los chicos, cagüen los pecados veniales, ¿yo la borla amarilla?, ¿yo la borla amarilla? Mira cómo escupo –decía el párroco Vicente corrido de vergüenza antes de meterse en la sacristía para revestirse el alba y la casulla. Este cura Vicente gozaba de vozarrón pero de poco oído. Daba rienda suelta a sus pulmones en la “Salve marinera” que cantaba o lo que fuera al término lo mismo de bodas que de bautizos, misas o funerales acompañado de un armonio con ganas de jubilarse. Ordenaba primero abrir 51


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la puerta de la iglesia para que se desparramaran por el mundo sus “mares iris de eterna ventura”, asustando de paso a los perros de agua que aguardaban dormidos apaciblemente en cubierta. En las bendiciones de los vaporcitos, después de rociarlos con el hisopo, decía “que te hundas con provecho, amén”, porque mejor barco reventado por exceso de capturas (como la falúa de Pedro, el pescador de hombres) que desarbolado por una tormenta cargada por el mismísimo diablo. Puntual como todos los días apareció la “Iseta”, blanca y ruidosa como una moto acatarrada. La enfermera la aparcaba debajo de casa, para controlarla mejor desde el balcón, no sea que alguien se la llevara casi, casi, bajo el brazo. Entre dos podían acarrearla a un remolque a espaldas del sereno. Destinada a quirófano, guardaba distancia con la gente del barrio, no porque fuese de naturaleza esquiva, sino posiblemente para evitar tener que responder a preguntas indiscretas. Se decía que en los quirófanos pasaban cosas raras, que operaban con música y hasta los anestesistas bailaban milongas arrabaleras, que un día a un cirujano, siendo ella testigo, se le había escapado la mano y en lugar de sajar la verruguita de color antipático había ensartado el corazón como un pincho moruno. Rumores. El muerto era también del barrio. Más rumores todavía. Y joven y lleno de salud. Peor todavía. El caso es que la enfermera abrió sin rubor la puerta frontal del vehículo y Tomás le vio con claridad las piernas. Primero la derecha arriba y luego también la izquierda. Ella no hizo nada especial por ocultarlas. En el fondo las enseñaba a gusto. Las tenía bonitas. Tomás entonces decidió acudir a casa de Isidrín, pero Isidrín tampoco estaba. Chato iba a la cuarta clase con otros treinta y nueve, colocados en pupitres de dos en dos. Aparte de ser su com52


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pañero de pupitre, Tomás como mejor alumno cuidaba la clase a faltas y se encargaba del llenado de los tinteros con el botellón azul. Era un premio por su comportamiento y su condición de buen estudiante. Cambiaba también secantes por moco de ballena y no se dejaba copiar, tapando descaradamente el cuaderno con la mano izquierda. Esto molestaba a Chato, que se arrastraba de mala manera por las cuentas y ponía las tildes al tuntún en las vocales agudas, fastidiándole escuchar palabras nuevas que no entendía y que le hacían de menos. Cuestión de elegir lecturas. Tomás nunca sacaba un cero porque no quedaba ninguno disponible al coleccionarlos todos su compañero. A este le daba lo mismo los que le pusieran, al fin y al cabo firmaba sus propias notas, y cuando la señora Rosario le preguntaba por ellas, decía que no se las entregaban. –Pues al Tomás si se las dan, que me lo ha dicho su madre. –Es que el Tomás es algo retrasado y necesita que le controlen en casa. Y si la señora Rosario insistía, Chato presentaba un papel manoseado y sucio con los ceros milagrosamente convertidos en ochos. A las clases se pasaba por edad, lo mismo suspendieras que aprobaras. Así que el treinta y uno de diciembre podías estar en la tercera y el que cumpliera el uno de enero en la cuarta, aunque desconociera lo del “panal de rica miel” o lo de “los cien cañones por banda”. Primera clase, segunda clase, tercera clase, cuarta clase, y a la puta calle. Catorce años y a trabajar. Había también una particular, especial, separada de las otras, para quien quisiera opositar para auxiliar de banca. Aritmética, cálculo mental y mecanografía en máquinas de escribir de segunda mano, ruidosas, de teclas sin letras. Chato a los catorce y un día se haría a la mar con pa53


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peles en regla y la mirada altiva del que comienza la conquista del mundo. Tenía mentalidad de marino con ganas de curtirse en las borrascas, de descubridor de islas perdidas. Por eso apenas le preocupaba salirse de los renglones del cuaderno de caligrafía o cometer en los dictados más faltas que aciertos o equivocarse continuamente en la prueba del nueve. Tomás, sin embargo, intentaría no vestirse el buzo mahón al que parecía condenado, y colocarse en un banco aunque le obligaran a servir cafés a los mismos ordenanzas antes de comprarse la primera corbata y practicar ante el espejo el nudo americano. Esa tarde el primero en arribar a puerto fue “Vieja Remedios”, con su casco rojo y su cabina blanca y su línea de flotación azul invisible cargado al límite como venía, escupiendo agua a borbotones como si fuera el aire de los pulmones de un asmático. El aparejo roto y los motores roncos por el esfuerzo no auguraban que podría salir al día siguiente, pero tampoco importaba. Llegaba el primero a la subasta y con alguna hora de adelanto. Había sido el último en salir por la bocana y el primero en atracar frente a la iglesia, como si la intención del patrón fuera agradecer la intersección del pescador de las tres negaciones. El patrón, Teófilo, que iba por los cincuenta y tenía las venas saltonas y una sonrisa de zorro despierto, dijo desde cubierta, mientras cinchaban con soltura la estacha: como nunca, cho, inesperado, un banco enorme, un milagro, casi a la vista, no veas tú. –¿Has pasado las coordenadas al otro barco? –le gritó el armador. –¿Cómo? ¡Si se me ha jodido hasta la radio! Y había niebla. –¿Niebla un día como hoy? –Niebla y muy cerrada. 54


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–¿De qué coño me hablas? –De lo que tengo que hablar. –Cabrón, me voy a cagar en tu padre como me venga de vacío la pareja. Se subasta de más a menos. Rosario con sus refajos y sus escamas en el moño, se sienta sobre un taburete al lado del noray, frente a la misma Cofradía de Pescadores en cuyo desván la Comandancia Militar de Marina tiene el sollado. Toca la esquila, ensancha las piernas como las castañeras al contar las unidades sobre la badana y después de decir fuera esas manos, curiosos fuera, necesito aire, fuera, fuera, se mira pero no se toca, lárgate de ahí, ¿te doy una hostia, chaval?, ¿no respetas a los mayores?, haced sitio, pregunto por última vez: ¿quién falta todavía por entrar? Cojones, venga, empiezo, que se hace tarde. Toca de nuevo la esquila. No quiero perder el tiempo. A quince para la fábrica. ¿Vale? ¿Entendido? A quince. ¡La fábrica de harina compra a quince! ¿Tengo que repetirlo? Venga, tú, atrás, que me quitas la vista, a sobar a tu mujer que yo me quito las pulgas sola. Cincuenta, cuarenta y nueve, cuarenta y ocho, cuarenta y siete… El momento de la subasta es cuando el silencio de respeto se hace presente. Aparte de los mirones sin educación que por allí merodean suenan las paletadas de hielo. Los chóferes de los camiones esperan en el murallón cigarrillo va, coñac de garrafón viene, para cargar y salir pitando hacia Madrid, que es el mejor puerto de España. El primero en avistar Cibeles mejora precio. En temporada no pasan ninguna noche en casa salvo los fines de semana; llegan a Madrid, descargan, y si vuelven de vacío, medio viaje perdido, no hay quien los aguante. Tomás cruzó entre callejas a paso rápido. Creyó ver a 55


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Chato escondiéndose y esto le puso nervioso. Por si acaso y para disimular, en lugar de asomarse al puerto se dio media vuelta. Si no fuera por el paquete que tenía que entregar se quedaría en el corazón de lo Viejo. Allí no hay peligro: es su territorio. En los soportales de la plaza del antiguo ayuntamiento aguardó un rato. Las saetas del reloj descansaban tranquilas. Pronto darían las seis. No las tenía todas consigo. Tendría que adentrarse en el puerto solo. Casualidad, pero no había localizado a ninguno de sus amigos. Cerró los ojos y se dijo: ahora. Cruzó a toda prisa la calle y en la siguiente esquina creyó otra vez descubrir a Chato. Aceleró más el paso. Primera bocacalle a la derecha, luego a la izquierda, atrás, adelante. Igual, por fin, había conseguido esquivarlo. Se asomó al puerto. Todavía no era hora de máxima actividad, aunque los del “Vieja Remedios” descargaban las capturas para depositarlas en la Cofradía. Miró a derecha e izquierda; pegado al murallón alcanzó la iglesia. Respiró. Unos metros más y… Rápidamente se introdujo en el portal. Faltaba por lo menos hora y media para el comienzo de la subasta. Resopló. No se cruzó con nadie en la escalera. Subió despacio, colocando con cuidado los zapatos, expectante por si a los escalones les diera por crujir. Ya le había pasado alguna otra vez. Uno de los escalones tenía la parte central hundida. Lo sustituirían cuando existiera peligro de quedarse algún pie colgado en el aire. De vez en cuando un carpintero de los de mantenimiento colocaba un petacho que duraba un par de días, y hasta la próxima. Olía a pescado viejo, a aceite de hígado de bacalao. Lampaceaban los escalones por turnos miércoles y sábados. Pisó con cuidado, se agarró al arambol y alcanzó el descansillo. Escuchó con claridad el desplazamiento sobre el adoquinado del muelle de los carros de mano preparán56


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dose para las próximas entradas. Las capturas se subastan en cajas, las cajas adquiridas se montan en los carros que los transportan a los camiones aparcados a la espera. Cuestión de minutos. Los camiones arrancan, y aceleran a tope para ganar la carretera escupiendo el agua del deshielo por las cartolas. Aunque las puertas de las viviendas del muelle permanecen generalmente abiertas, Tomás tocó con prevención el timbre. En esos momentos siempre albergaba el temor que la puerta se abriera de repente y una mano le agarrara por el cuello introduciéndole dentro (como en las películas que echaban donde los curas el domingo), y que esa mano precisamente fuera de Chato. Esta vez al presentarse solo, sin ninguno de los amigos acompañándole, estaba especialmente intranquilo. Sus temores se disiparon de inmediato: la señora Rosario recogió el paquete. ¡Cómo has crecido! ¡Y qué guapo eres! ¡Te estás haciendo un hombre! Igual vienes tan alto como mi Chato. Y eso que eres más joven. –Un mes. –¿Un mes? Pues vienes muy alto. Lo desenvolvió teniendo cuidado de no rasgar demasiado el papel para darle nuevo uso. Una camisa blanca, con adornos de calidad, mangas anchas, planchada. La acercó a la ventana. La examinó a la luz. Palpó las hombreras. –Tu madre es una gran modista. –Sí, señora. –Muy buena. Y dijo: espera un segundo que me la pruebo. Se retiró a otro cuarto y cuando regresó se paseó delante del espejo. –¿Te gusta? Tomás guardó silencio. –¿Transparenta mucho? –dijo la mujer. –Yo no entiendo. 57


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–Claro que entiendes. No haces más que mirarme las tetas. Tomás se sonrojo. Y Rosario, dijo: –No te preocupes. No me molesta. Para eso las tengo, para lucirlas. Volvió a mirarse, hombro izquierdo, manga derecha, ahora por detrás, luego por delante, ese ojal, y dijo: –Me sienta bien. Dile a tu madre que me mande la cuenta. Y ya se iba a ir cuando Rosario le dijo: –Espera. Toma –y le entregó una peseta–. A ver en qué te la gastas. Seguramente Tomás tuvo ganas de decirle que en putas, que en lo Viejo han abierto un bar de paredes azules en el que ponen música para llamar la atención, pero en boca de alguien al que le faltan pocos meses para cumplir catorce resulta improcedente. La señora Rosario se lo contaría a madre, y madre a su cuñado, también camionero, cuando viniera el domingo a comer el arroz que ella prepara con un culito de vino blanco y unos despojos de pollo (piel, escarbaderas y cuello), y el cuñado, o sea su tío que era como una máquina de escupir palabras gruesas, aparte de preguntar exactamente dónde estaba el nuevo local se descintaría para calentarle las posaderas como lo hizo el día en que le descubrió fumando a escondidas el primer cigarrillo que tampoco era el primero, cuando le dijo: muerto tu padre soy yo el que cuida el apellido, ¿entendido? Ese mismo día cuando Olegario vio a Tomás sin poderse sentar le dijo: si quieres ahora mismo voy a hablar con nuestro tío y le doy dos hostias y ya verás entonces cómo te deja fumar, y no se mete más contigo. Sería muy capaz de hacerlo. Fuerte, alto, ya había cobrado su primer sueldo en un taller como aprendiz y había pasado con éxito por la escuadra de medir 58


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rincones y la búsqueda del ratón sin cola; a la vuelta del servicio militar le ascenderían a oficial de tercera o de segunda porque manejaba el taladro y la soldadora con soltura y se atrevía con el torno pequeño, el que estaba en reserva desde la adquisición de uno más moderno y de bancada enorme. Eso decía en casa. Madre hacía cómo que se lo creía. Tomás admiraba a Olegario (hasta le habían salido pelos negros en el dorso de las manos), aunque le hubieran echado de tres o cuatro trabajos. Le había salvado de tantos contratiempos. Si rondara por aquí, en lugar de estar metido en los bares o a saber dónde… Ya en el vestíbulo, Rosario le preguntó: –¿Has visto a Chato? –No. –Si le ves, que suba a por la merienda. Es lo último que Tomás querría: encontrarse con Chato el día en que precisamente habían repartido las notas finales: como te chives a mi madre te parto la cara. Bajó con cuidado. Resultaba más fácil subir que bajar. Un paso en falso, un resbalón, y puedes aparecer con la cabeza incrustada en una de las columnas del voladizo. Antes de abandonar el portal se asomó con precaución. Miró a izquierda y a derecha. Había entrado un segundo vaporcito. Comenzaba la actividad. En cuanto alcanzara el murallón que separa el puerto de lo Viejo podría respirar tranquilo. Ya no tendría problemas. Se ocultó unos segundos detrás de un carro donde se habían recogido las redes reparadas. Fue cuando escuchó una voz salida desde detrás de una de las columnas: –¡Ahí, ahí está! –¡A por él! Chato y otros dos aparecieron inesperadamente. Le cercaron. Intentó enfrentarse a ellos. Soltó una patada al aire 59


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que fue amortiguada por un cuerpo. No debió hacerlo. Mejor echar a correr, pero seguro que lo atraparían antes de llegar al laberinto enrevesado de las calles de lo Viejo. Sufrió empujones, patadas, intentó defenderse como pudo. Chato le escupió a los ojos, y le apretó con rabia los testículos. –¿Duele, eh, chivato de mierda? Tomás sintió que se le nublaba la vista. Forcejeó sin desasirse. Hizo un último esfuerzo, pero entre los tres lo arrastraron hasta el bidón de gas–oil. –¡No eso, no! –gritó angustioso. –Te vas a tragar el bidón por lo que le has contado a mi madre. –¡Yo no he contado nada a tu madre! –¡Calla, chivato de mierda! ¡Seguro que le has comentado lo de mis notas! Primero, una vez. Meter y sacar. Le sumergieron la cabeza en el bidón y Tomás pensó en morirse. Después, una segunda vez, unos segundos. Estaba mareado. Tenía los ojos vueltos. A la tercera, Teófilo, el patrón del “Vieja Remedios”, saltó como un resorte de la cubierta al muelle, y mostrando un cuchillo de cocina, gritó: –¡Imbéciles! ¡Dejadlo en paz! ¡Lo vais a matar! Cuando Chato y los demás huyeron, Tomás vomitó y tendido en el suelo comenzó a tiritar como una abuela desahuciada a la que llamara la muerte. Rosario se asomó a la ventana, y gritó: –¿Qué sucede? –Nada, tu hijo, pelea de chicos –dijo otra de las pescadoras. –No puedo hacer carrera con ese desgraciado. –Pues es tu hijo. Rosario regresó a casa tarareando lo “de la mujer rusa”. 60


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La función había tenido un éxito enorme. ¡Más de diez minutos aplaudiendo! ¡Diez minutos! Bajaba el telón, subía; bajaba y subía. El director, pequeñito y calvo, enérgico, llamando a los músicos. ¡Qué bailes! ¡Qué coros! Para la próxima función se buscarían las dos unos binóculos de pudiente. Las reverencias de los actores, de uno en uno, en el centro del escenario, los ramos de flores. Baja el telón, sube. Hubo un bis, luego otro. La gente sin gana de irse. Este Sorozábal entiende bien el alma del pueblo. Festivo, alegre, como de romería, te devuelve las ganas de vivir, te olvidas por un momento con su música de las penalidades de cada día, lo contrario de esos compositores tristes que hacen llorar a los mismos profesores de la orquesta. ¡Qué emoción! Juliana había dicho: si yo tuviera marido esta noche no lo dejaba dormir, te lo juro por mis ovarios, que esta noche lo emborrachaba. Rosario se había reído con ganas. Ella tenía marido, pero en el bacalao. No estaba bien dos mujeres solas en el bar, pero seguro que una mistela todavía les alegraría (y alargaría más la noche). Mejor vamos a tomarla a mi casa. Bueno, dijo Juliana. ¿Trae todavía tu marido esos botellines de esencia? No veas tú la colección que tengo; cada seis meses me trae nuevos. A ella también le gustaba cantar en privado lo de “¡atrás! ¡porque muere quien toque a esa mujer!”. Pero cuando Rosario encendió la luz se encontraron a Chato en la cama con un ojo ennegrecido, el otro cerrado, el labio inferior medio colgando, sangre coagulada en la nariz, magulladuras en toda la cara. Temblaba como un ave desplumada recogida del arroyo –¿Qué te ha pasado? –le preguntó Rosario asustada. Chato no quiso responder. –¿Qué te ha pasado? –insistió la mujer. –Me he caído –dijo Chato, ocultando su mirada. –¿Dónde? –preguntó nerviosa la mujer. 61


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–En los urinarios del paseo –mintió. –¿Y qué hacías allí? –Nada, no hacía nada. –¿Has ido al cuarto socorro? –No. –¿Y por qué no has ido? –Porque hacen preguntas. –Vístete y vamos para allá. –Ya se me pasará. Y entonces, Rosario dijo: –¿Con quién te has pegado esta vez, calamidad?

Eran más de las once de la noche. Madre no estaba cosiendo sino a la cabecera de la cama vigilando el sueño nervioso de Tomás. Dijo en voz baja para no despertarle: –¿Sabes lo que le ha pasado a tu hermano? –Lo sé. –Ha estado devolviendo todo el rato. Le han metido esta tarde la cabeza en un bidón de gas-oil. –Lo sé. –Mala gente. –Muy mala. –Ha sido en el muelle. –Lo sé. –Lo han cogido entre tres. –También lo sé, madre. –¿Dónde estabas tú para defenderle? –Por ahí. –Por ahí ¿dónde es? –Por ahí, madre. –¿Dónde? –No pregunte, madre. –Quiero saberlo. 62


Un cúmulo de circunstancias

Madre recogió con mucho cariño el dobladillo de la sábana. Tomás respiraba profundamente. Su rostro todavía reflejaba manchas del gas-oil. Apestaba la habitación a pesar de la rendija abierta en la ventana. Madre quería hablar. Dijo: –Ahora se encuentra mejor. –Me alegro. –Podía habérsenos muerto. –No será para tanto. –¿Has cenado? –No, madre, todavía no he cenado. Fuera del dormitorio, sentados en los taburetes de la cocina, aquello parecía un velatorio. Madre dijo luego de un rato: –No quiero que hagas nada. –¿Hacer qué, madre? –Que tomes venganza. –No la tomaré, madre. –No quiero que te metas en líos. –No se preocupe. –Hartos los tienes para buscarte uno más. –No se preocupe, madre. –Que te pueden las malas compañías. –Y también las buenas. Luego, madre se fijó en lo enrojecido de las manos. Preguntó: –¿Qué les pasa a tus manos? –Nada. No les pasa nada. –Déjame que las vea. ¿Y los nudillos? ¡Los tienes en carne viva! –Es de jugar a la pelota. –¿A estas horas? –Han puesto luz en el frontón. 63


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–Pues yo no me he enterado. –Es que ha sido hoy mismo. –¿Esta tarde? –Sí, madre, esta tarde. Madre se quedó un rato pensativa. Mojó un pañuelo en agua e intentó con cariño limpiar las gotas secas de sangre. Besó luego las manos. Miró uno a uno los dedos y los volvió a besar. Preguntó: –¿Me quieres, hijo? –Sabe usted que sí, madre. La quiero con locura. –Entonces, no me mientas, hijo. Dime ¿desde cuándo a la pelota se le pega tan fuerte con el puño cerrado?

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Un buen contable

Un buen contable. Nadie podría considerarlo como el hombre más divertido del mundo, pero era un buen administrativo. Metódico, riguroso, reservado, tranquilo, estanco en sus expresiones faciales como una pared de cemento, desayunaba siempre lo mismo y en el mismo lugar, a la misma hora. Se sentaba, desdoblaba el periódico y se estaba veintidós minutos exactos leyéndolo tanto si venía vacío de contenido como es habitual o si por casualidad aportaba algún artículo serio y de interés. Menos los anuncios pequeños, los de contacto, los de los chismes y las páginas deportivas, digería todo lo demás. Es posible que hasta contara las sílabas de cada palabra. La camarera Lisa, que ya había tenido algunos desengaños amorosos años atrás y que a esas horas de la mañana aborrecía mirarse al espejo, había intentado muchas veces llamar su atención, pero ni con el mandil rojo ni con el azul. Una vez incluso dejó caer voluntariamente un plato de postre. Nada. El señor García se enfrascaba en aquel carnaval de letras negras acaso para ordenarlas si venían mal dispuestas. La cafetería abre temprano, incluso antes de que el primer autobús articulado municipal juegue a saltarse semáforos; era la primera del centro en levantar la persiana aunque su negocio comenzara realmente a partir de las diez y media cuando los funcionarios de la diputación y de los otros organismos oficiales aparecían para matar un ratito el tiempo y combatir el aburrimiento. Ubicada en la esquina más desagradable de la ciudad, donde se juntan las calles más azotadas por el viento en los días terribles en que la tormenta proveniente del mar vuelve terroso el cielo y descarga su furia descontrolada, el señor García jamás faltaba a su cita diaria con el cruasán. Desde el ventanal podía divisar su 65


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lugar de trabajo que se encontraba precisamente en la siguiente y última esquina de la calle más recta del cruce, encima de un enorme almacén de tejidos con despacho abierto al público, de fechada oscura (a la que el azote de los elementos ocasionaba en los meses de septiembre desperfectos serios), letrero tristemente apagado, y letras en redondilla, a la moda del siglo anterior. El almacén, que generaba el mayor tránsito por esa zona peligrosa para viandantes de peso liviano, abría hora y media más tarde. Para cuando se asomaban las camionetas de reparto, la camarera Lisa ya había distribuido por la barra los bollitos de leche, los bizcochos y los ochos empalagosos, y molido el café con la máquina torturadora que obliga a despertarse del todo. Al señor García le gustaba madrugar, y sobretodo antes de levantarse, después de encomendarse a sus santos familiares en el cielo (el “Bendita sea tu pureza…”, enseñado por su difunta madre lo rezaba incluso cuando le atacaba la jaqueca), enfrascarse en la lectura de dos o tres capítulos del libro de la semana. Porque eso sí, el señor García leía como mínimo un libro semanal y muchas veces dos si el sábado descargaba el aguacero que se prolonga al día siguiente. Iba también a misa los domingos, y ya no daba limosna a los desharrapados de la puerta de la iglesia, fuera lo mismo el sofocado tipo de la bicicleta que aparecía siempre tarde o la gitana de los diez hijos mal escritos en un cartón recogido de la basura, desde el día que se enteró que su pobre habitual (como hombre metódico se había asignado para otorgar su óbolo una señora, siempre la misma, de mirada triste, manos ásperas y cara regordeta, que imploraba caridad humildemente), se había largado de vacaciones a visitar París en Semana Santa. Tampoco alimentaba el cepillo, aunque se mostrara ciertamente generoso en las colectas 66


Un buen contable

extraordinarias (infancia misionera, seminario, tabaco para los presos en navidad, etc). Era siempre el primer cliente de la mañana y a esas horas lo que más necesitaba la camarera Lisa es que alguien le dirigiera una frase amable para hacerle levantar la pestaña con optimismo no el escueto, obligado y cortés “buenos días”. Por ejemplo “está usted muy guapa”, o “¿qué tal ha dormido hoy?”, pregunta estupenda para explayarse a gusto contando los sueños rebeldes de la noche, que consisten generalmente en que los vecinos a las cuatro de la madrugada hacen estallar la bomba del retrete. El señor García como buen administrativo cuando faltaba un céntimo lo encontraba empleara el tiempo que precisara en buscarlo. “Los ricos y los contables nos agachamos para recoger un céntimo del suelo porque valoramos su importancia”, podría decir orgulloso. Seguro que lo pensaba. Seguro también que medía con exactitud milimétrica las palabras a emplear en cada momento. A la camarera Lisa le hubiera gustado profundizar en sus quehaceres. ¿Es que nunca tenía problemas? ¿Es que no sabía conversar? ¿Es que ni siquiera en el periódico venía alguna noticia para comentar en voz alta? Con los otros clientes habituales de las once, por ejemplo, guardaba alguna confianza e incluso hasta se permitía reírles sus inocentes insinuaciones. Conocía gestos, nombres, y por el rictus de sus labios podía adivinar si las mañanas devenían plácidas o cargadas de tensión. Pero el señor García se mostraba siempre impávido, plano, como si su rostro no fuera más que una careta pegada, o como máximo una lata de refresco, sin músculos ni facciones. ¿Casado? ¿Viudo? ¿Tendría secretos? No llevaba anillo. Si la rutina conduce al aburrimiento, lo presumible es que el señor García fuera tremendamente aburrido en su vida 67


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privada. ¿Cuántos años llevaba desayunando allí? ¿Uno? ¿Dos? Siempre en la misma mesa, con el periódico abierto, café con leche, el cruasán que ella misma se encargaba de recoger puntualmente del obrador expresamente para él antes del reparto y de poner en marcha la cafetera. ¿Y si por variar le pidiera alguna vez una bomba de nata o un bollo de leche o un lazo de los empalagosos imposible de despegar de las manos? Imposible. ¿Es que la felicidad consiste en repetir los quehaceres y a las mismas horas? Eso mismo hacía ella todos los días laborables y en absoluto se sentía feliz. Tampoco desgraciada, pero tampoco feliz. Se consolaba un poco pensando que así está montada la sociedad. Por ejemplo, cuando de más joven acudía a casa de su abuela a almorzar ésta le servía exactamente dieciséis garbanzos en el plato; nunca le puso uno de menos y jamás uno de más. ¿Quién sorbía las cañadas? Rutina, rutina, rutina. Pero ¿cómo romper el hielo con el señor García? ¿Cómo penetrar en su universo hermético? Ella detrás de la barra y él sentado en la última mesita, en la esquina, dos almas solitarias sin posibilidad de encontrarse, separadas además por ¿diez, quince años? ¿Cómo saberlo? Entre ellos, el silencio. ¿Eran amigos después de tantos años? Evidentemente, no. Alguna vez entraba en el local a esas horas algún tipo desgarbado frotándose las manos, daba unos saltitos como para sacudirse el agua, se tomaba el café a toda prisa, decía tres o cuatro cosas divertidas, adiós, la puerta que se cierra de nuevo; afuera seguramente continúan los goterones fríos de lluvia castigando cabezas descubiertas, y dentro, el señor García como un carámbano colgado del periódico. Bueno, pues ese tipo en tan poco tiempo había hablado más que el señor García en uno o dos años. Pero con todo, a la camarera Lisa le resultaba particularmente atractivo porque resultaba de fiar. Seguro que jamás 68


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después de una ruptura alardearía de las cosas íntimas. Era un caballero. La camarera Lisa no necesitaba consultar su reloj de pulsera: calculaba la hora exacta de salida del señor García del local por su hora exacta de entrada. Un saludo de cortesía, nada más. Pero aquel día sin duda iba a ser especial: sucedió lo inexplicable, el señor García antes de cortar el cruasán con el cuchillo, levantó la vista del plato y al descubrir que Lisa o como se llamara vestía un uniforme verde, seguramente de estreno, dijo: –Está usted muy guapa. –Gracias –dijo ella más asustada que otra cosa. –Ese color la favorece. –¡Oh, muchas gracias! –¿Tiene usted novio? –No –balbuceó la camarera Lisa un poco desconcertada. –¿Y por qué? –Porque nadie me quiere. –¿Y por qué nadie la quiere? –Porque no soy guapa. –Pues a mí sí me lo parece. –¡Ah! –exclamó la camarera algo ruborizada– Muchas gracias. El señor García introdujo con el tenedor el trocito de cruasán en el café con leche, y después de batucarlo para que escurriera las gotas en la taza y no sobre la superficie de la mesita lo deglutió despacio, saboreando el trozo empapado mientras pasaba despacio la página del periódico. La camarera Lisa se maravillaba de la exactitud y perfección de sus movimientos. Era un hombre de orden. Envidiaba, sin conocerlo, la disposición de su apartamento. Supuso que al contrario del suyo propio, tendría las cosas perfectamente colocadas en su sitio, zapatos en el zapatero, limpios, arriba 69


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los de verano, abajo los de invierno, camisas perfectamente planchadas, pantalones… ¡seguramente hasta un galán de noche al pie de la cama! Todo lo contrario a ella, que, lógicamente, carecía de tiempo para exquisiteces y se desnudaba dejando la ropa revuelta entre sillas y armarios. ¿Y la cocina? Platos amontonados en la pila a la espera de ser colocados en el lavavajillas, que sucedía cuando al ir a buscar un vaso se encontraba que no había en la alacena ninguno limpio. Llegaba a casa tan derrengada que prefería tumbarse en el sofá para dormirse viendo la televisión. El señor García levantó la cabeza y, efectivamente, allí seguía Lisa contemplándolo con los brazos cruzados como una estatua de mármol. ¿Esperaba otra frase amable? Era una muchacha bonita, bueno, una mujer. Pocos le faltarían para cumplir los cuarenta. Como si hubiera sido sorprendida en un acto descortés, comenzó nerviosa a repasar el mostrador con la bayeta de cuadros. No tenía a nadie más que atender. Dijo a modo de disculpa: –Las horas aquí son muy aburridas. –Comprendo –dijo el señor García por mostrarse educado. –Es un trabajo muy monótono. –Todos los son. –No tiene ningún aliciente. –No diga eso. Tiene el contacto con la gente. –Sí, eso sí. ¡Dios santo! ¡El señor García hablaba! La señorita Lisa guardó unos segundos de silencio; se fijó en el reloj de la pared. Generalmente a los relojes de los bares se les retoca la hora para empujar a los clientes a la calle próximo el momento del cierre. Una de sus tareas diarias precisamente consistía en volverlo a la normalidad, y ya no recordaba si lo había hecho hoy. Se introdujo en la 70


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cocina anexa, recuperó el reloj de pulsera que dejaba habitualmente en la taquillita para evitar que se le mojara en el enjuague de vasos y comprobó la perfecta sincronía. ¡Santo cielo! ¡El señor García demoraba la finalización de su desayuno! ¡Tardaba más de lo habitual en marcharse! ¿Le pasaría algo? Intentó de nuevo suscitar una conversación. Dijo: –Supongo que su trabajo será más agradable que el mío. –No lo crea –dijo el señor García–. Depende. –¿Depende, de qué? –De las circunstancias. –¿Las circunstancias? –Sí, señorita. Las circunstancias. La camarera Lisa carraspeó. En realidad, quería avisarle que se le había pasado la hora, pero ¿cómo hacerlo? Era un hombre serio y hasta seguramente importante. ¿Y si le sentaba mal su intromisión? Miró otra vez detenidamente al reloj de pared. ¡Ocho minutos! El señor García había sobrepasado en ocho minutos los veintidós habituales. Comentó para recabar su atención: –Es suizo. Al señor García no le quedó más remedio que clavar su mirada en los números grandes y negros. –¿Por qué los suizos hacen tan buenos relojes? –insistió ella. –Es la tradición. Están comprometidos con la calidad. –¡Ah! –exclamó la camarera Lisa. Se fue al extremo de la barra, cambió el agua de las cubetas, hizo un poco de ruido. Y regresó. Cinco minutos más. –¿No le parece triste la vida de un reloj? –añadió luego con cierta melancolía– El segundero dando vueltas sin descanso como un mulo en la noria ¡y sin poderse salir de la rutina, sin poderse escapar nunca de la esfera! 71


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–¡Ni siquiera para tomar un café con leche! –exclamó amable el señor García levantando la visto del periódico. –¡Señor! ¡No se ría usted de mí! –¡Ah, no! –dijo el señor García– Perdóneme, señorita. No es esa mi intención. Simplemente me ha sorprendido lo del mulo; ha sido una analogía muy acertada y ciertamente expresiva. El señor García sonrió a modo de disculpa y la señorita Lisa por primera vez en tantos años descubrió que el señor García a pesar de cepillarse posiblemente muy bien los dientes necesitaba el complemento de una pasta blanqueadora. Le devolvió ella también su mejor sonrisa, y dijo precisamente cuando el carrillón de la catedral espantaba de nuevo a las palomas: –En realidad pretendía advertirle de la hora por si se le había pasado. Usted siempre tan puntual y hoy parece no tener prisa. Entonces, el señor García confesó con cierta desazón en la voz: –Señorita, hoy no trabajo. Y añadió casi en un susurro, como si le avergonzara confesarlo: –Ni mañana ni pasado y quién sabe si más adelante. Meticuloso, exacto, hormiguita laboriosa, y silencioso, el señor García no usaba gafas y eso ciertamente induce a sospechas. Desde la llegada del nuevo jefe de departamento (un licenciado con un macizo solitario de oro, mucho inglés, poco latín, atuendo moderno) las cosas habían sufrido una gran transformación. No es que se dispusiera quitar las telarañas y jubilar los cortinones carmín que envolvían la planta de la oficina en un aire viejo, como de notaría antigua, sino que se había dado libertad de atuendo, de manera 72


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que las mujeres podían acudir al trabajo vestidas a la última moda y los hombres con camisas de leñador, pantalones vaqueros rotos y zapatillas deportivas. Lo juvenil está en las formas. Había dicho el nuevo jefe en la toma de posesión: –Eficacia, eficacia. La eficacia se mide en expedientes. Señores, ese es nuestro objetivo ¡aumentar los expedientes por cabeza! Lo demás, carece de importancia. Contra la voluntad de los demás, el señor García siguió acudiendo con zapatos de punta perfectamente embetunados, cuando no de traje, con la raya del pantalón más remarcada que la de un uniforme militar. Lucía gemelos en los puños de la camisa y un sujetador de corbata que era como una cimitarra chapeada en dorado. Un gracioso pañuelo en forma de pico asomando por el bolsillo superior de la chaqueta. Con la imposición de la arquitectura móvil de interiores, y la desaparición de ventanas, cada oficinista estaba adscrito a un espacio concreto inundado de luz artificial y limitado por una mampara gris, austera, tan delgada que si intentas clavar un clavo la punta asoma sus vergüenzas en el reservado contiguo. Una mesa en forma de ele, un armario archivador metálico, un teléfono blanco tiza, el nombre bien visible sobre la etiqueta de cristal, el ordenador en stand by, y tres sillas, la propia del titular del recinto y las de los posibles visitantes. Un imperativo: toda mesa de trabajo debe estar saturada de papeles, para quien acuda del exterior sepa que allí se trabaja, la imagen es lo importante, que se sepa que aquello no es una timba de desocupados, que se aplica con rigor el principio de servicio a la sociedad, todo muy americano, muy de refrescos y perritos calientes y música country; una única excepción: la mesa de los jefes. La mesa de los jefes debe estar simplemente para poner los codos 73


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encima (o los pies si eres americano de verdad), nada de cosas que enturbien la visión de la calidad de su madera. Los papeles de alguna manera denotan laboriosidad, facilitando a los mandos intermedios establecer un baremo claro del rendimiento de los trabajadores de la planta. Si la columna de papeles aumenta, buen síntoma: el engranaje productivo está bien engrasado y funciona perfectamente Así que los papeles duermen apaciblemente sus prioridades esparcidos por las mesas y en ocasiones hasta por los suelos. Una salvedad denunciable: la mesa del señor García, que no era jefe sino antiguo y que se esmeraba en tenerla al cierre de la jornada limpia de expedientes y de reclamaciones. Toda excepción supone una ofensa. El señor García, dechado de pulcritud y orden, trabajador de base ni siquiera mando intermedio ni siquiera jefe al conservar siempre la mesa impoluta constituye un reto inadmisible. ¿Qué hacía con los papeles? El nuevo jefe del departamento comenzó a sospechar. ¿Esparcirlos por el aire? ¿Despacharlos como un ventilador las moscas muertas? Lógicamente, triturarlos, eso es lo que haría en un descuido y cuando nadie se fijase en él, o todavía algo peor: archivarlos como si estuvieran tramitados. Pero ¿por qué? ¡Sólo se archivan expedientes cerrados! Todos saben en la planta que es materialmente imposible dar de paso cincuenta expedientes diarios cuando los baremos establecidos desde antes de la guerra señalan uno y con reservas. Siendo la media estándar inferior a cinco a la semana el señor García alcanzaba más de doscientos. ¡Terrible! ¡El señor García seguramente tramitaba los expedientes al tuntún (a lo abulto como dirían las matriarcas que chismorreaban a sus espaldas), sin detenerse siquiera en las excepciones recogidas en letra pequeña! ¿Su infame pretensión?: ¡engañar descaradamente a la superioridad! ¿Por qué lo hacía? ¿Por una mejor 74


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consideración social? ¿Por acceder a un cambio de categoría? ¿Por distinguirse de los demás? Había que vigilarlo, y con mucha atención. Sin duda formaba parte de su estrategia para conseguir, el muy iluso, posicionarse para un posible ascenso sin recabar que los trienios son los trienios y el escalafón algo tan sagrado que sólo se altera por enchufe o por emergencias. Pero esto tampoco parecía lógico: el señor García era soltero, comía frugalmente, carecía de automóvil y pecaba de intelectual. Recitaba poesía para sus adentros porque por fuera era más bien parco en palabras. ¡A veces incluso intentaba llevarse trabajo a casa! Disciplinado, exigente, recto, capaz, un tipo de los llamados intrascendentes. Un modelo, por lo demás, ideal de empleado sumiso. Medía uno sesenta y cinco, acudía a los estrenos cinematográficos, a la ópera retransmitida en directo y a las exposiciones de pintura. Su primera y única novia, Romina de nombre, le duró exactamente los cinco minutos de la declaración. La muchacha le dijo: –Eres demasiado bueno para mí –y se fue con otro. Y la patrona (antes de adquirir su propio apartamento de soltero en el que vivía ahora), cansada de que ensuciase tan poca ropa interior, con el consiguiente gasto de la misma porción de jabón para media colada, decidió subirle un mes el alquiler dos veces, y ante su falta de protesta repetirlo también al siguiente. Si a uno le sirven vino avinagrado y no protesta, carne con mosca y no protesta, guisante con sapo y no protesta, le pisan el pie y no protesta, le empujan en la barra del bar y encima pide perdón, evidentemente no es de fiar. Algo trama. Potencialmente un tipo así es peligroso para la sociedad porque seguro que maquina lentamente una ven75


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ganza. Se guarda para sí las afrentas y el día que explota lo hace con la misma virulencia que si estallara un inodoro tras una deposición. Es capaz de romper el orden constituido y ponerlo todo patas arriba en el momento más inoportuno. Porque lo natural es escupir a la cara del dueño del bar por el bocadillo de tortilla servido sin cebolla y zarandear hasta romperla a la máquina tragaperras que se ha tragado la moneda de más. Sucedió que el jefe del departamento pensó naturalmente que el señor García era peligroso. Hizo una consulta rápida con los otros empleados de planta, y todos le confesaron su animadversión a un tipo que encima les dejaba en evidencia. Conclusión: a sus espaldas se la estaba jugando de alguna manera a él y a todos los compañeros. Y no es que esto alterarse su sueño, porque al fin y al cabo también era él un empleado, aunque jefe, lo que más le molestaba es que no fuera capaz de descubrirlo. Y que el señor García, a quien triplicaba el sueldo y reprochaba sin rubor que no saliera nunca a tomar el café de las once, pudiera ser más inteligente que él clamaba eso al cielo. Le concedió un permiso obligatorio de tres días por motivos higiénicos. ¿Excusa? Una arañita en el suelo y una abeja muerta. Curioso. El habitáculo del señor García era como una especie de cápsula con una única media puerta, sin ventana al exterior. Lloviera o hiciese sol, no tenía posibilidad de enterarse durante el transcurso de su jornada laboral, que se desarrollaba completamente bajo luz artificial. Durante esos tres largos días auditaron minuciosamente y de forma frenética sus papeles. Volcaron con violencia sus archivadores, abrieron los cajones, consultaron sus llamadas telefónicas, analizaron su agenda. Pidieron refuerzos y hasta los nuevos auditores cayeron pronto exhaustos. ¿Cómo era posible? 76


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No encontraron irregularidad alguna, incluso ni en las letras pequeñas. Como el señor García era asquerosamente metódico y exacto, todo estaba archivado, foliado, documentado, justificado y ordenado. ¡El colmo! ¡Un español ordenando papeles! ¿Qué me dice usted? ¡Imposible! ¿Dónde está la trampa? ¡Un aprendiz de esos metódicos y estúpidos alemanes que utilizan normas Din, pictogramas y esquemas! ¿Qué decir de los organigramas y los flujos de información? ¡Un tipo que señala con exactitud en la etiqueta el contenido de los archivadores! ¡Intolerable! ¡Un tipo que no confunde los días con los meses ni los meses con los años y que si alguien le llama por el teléfono exterior contesta amablemente! ¡Inaudito! ¿Adónde vamos a parar? Una cosa es la deontología y otra la revolución. ¡Y el señor García representa el germen de una auténtica revolución! Desde ese momento, para su jefe, el señor García pasaba por ácrata, un trasgresor de las normas establecidas tácitamente. Que se la estaba jugando, evidente. Que seguramente había tejido una tupida red de artimañas, vericuetos, agujeros sutiles y sofisticados, más que probable. ¿Que era más listo que todos los del departamento? No, eso no. Cuando a los tres días el señor García regresó, y se encontró todos los papeles revueltos y los cajones abiertos y archivadores por el suelo, lo asoció al desorden habitual de los colectivos de limpieza. No dijo nada, agachó la cabeza y como un toro embistió al trabajo acumulado hasta ponerse de nuevo al día. Pensó el jefe del negociado y pensaron sus compañeros 77


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que un tipo así de limpio y tan simple es una bomba de relojería. Semejante comportamiento tiene que obedecer necesariamente a algún móvil inconfesable. Los sindicatos fueron claros al respecto. El más antiguo de los delegados, que llevaba cinco trienios sin aparecer por el centro de trabajo aunque sin renunciar a su justo y actualizado salario, que desconocía por tanto la existencia del señor García que ni siquiera llegaba a uno, presentó el caso a estudio en su central y la conclusión fue contundente: el señor García era el tipo estándar reaccionario de la sociedad, el clásico caballo de Troya que pretende socavar la fuerza obrera haciendo ganar descaradamente más dinero a los patronos, y si es funcionario de la Administración aumentando su eficacia, impidiendo con su rendimiento la contratación de otros seis o quince o mil trabajadores más. El escrito sindical avisaba: si el ejemplo cunde, diez descerebrados como ese individuo pondrían en peligro más de doscientos puestos de trabajo, aumentando encima la productividad, que como es sabido es uno de los argumentos más firmes de negociación de los movimientos progresistas enfrentados en su lucha sin cuartel contra la patronal y las fuerzas oscuras del capital. Así que el señor García se encontró el pre-aviso en plazo sobre la mesa. Rasgó el sobre amarillo. Primera ojeada al contenido. Guardó el papel en el sobre y cerró los ojos. Igual es que no había leído bien. Ya se sabe, un punto cambia una oración y una coma todo el sentido. Extrajo de nuevo la nota. Segunda ojeada. Tardó en comprenderlo: estaba despedido. ¿Por qué? “Por reestructuración de plantilla”. Lo ponía bien claro. El señor García nunca había puesto una rodilla en el suelo. En lugar de acudir a llorar sus penas a los compadres o a pedir aclaraciones al jefe de planta ¿cuál fue su reacción? ¡Trabajar con más ahínco du78


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rante los días siguientes para no dejar nada pendiente a quien viniera a sucederle! Cuando cobró el finiquito, se despidió como un caballero de los compañeros, salió a la calle, tragó con ahínco el aire hasta casi emborracharse; estaba en paro, ¡por primera vez en su vida! Una sensación extraña, a partir de ahora no tendría nada que hacer por obligación. Por deformación profesional mientras caminaba se puso a contar los pasos que mediaban entre los baldosines octogonales de la acera y los festones rectangulares. Ocho, siete pasos y medio. Las calles parecían distintas, las gentes con demasiadas prisas. Automóviles, ruidos, encontronazos, cochecitos de niño, bicicletas. No, no se quedaría en casa, porque entonces la magia especial que envuelve sábados y domingos se disipa al no diferenciarse esos días del resto de días de la semana. Se encaminó al paseo del mar, y descubrió que las olas que parecen irse terminan regresando, pero que también alguna ola díscola, igual más pequeña que las otras, menos turbia, más limpia, más independiente, esquiva con soltura las rocas y se separa de las demás…

El reloj daba ahora las siete, con esa liturgia sombría de campanario. Siempre había pensado que las horas de iglesia son pausadas para facilitar a los enfermos un acercamiento a la eternidad. Era su primer día inactivo, pero no pensaba en absoluto alterar su rutina diaria. Desayunaría en la cafetería, como siempre; leería el periódico, como siempre, y aunque se le fuera la vista hacia el almacén de tejidos, un piso más arriba, allá donde estaba su ya ex oficina, podría superarlo. Igual ese era su defecto: nunca considerarse un trabajador más sino parte de la empresa… Se levantó y antes de introducirse en el baño, descorrió la cortina; el día venía turbio, exactamente como el resto de 79


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los días de ese invierno inacabable. De madrugada le había sobrevenido el dolor de cabeza, porque acaso no había ventilado la habitación. La boca la tenía seca por culpa del queso azul cenado la víspera. Había abierto también una botella de cava, pero no estaba acostumbrado… Prefirió esta vez bañarse a ducharse. Diez minutos más. Los recuperaría. Desde hacía años le gustaba formularse por las mañanas preguntas y hasta contestarse. Muchas veces había pensado comprarse un perro o un gato o un canario, un animal que fuera capaz de aguantarle sus largas peroratas silenciosas (aquellas que nunca gastaba con los demás), al tiempo que de hacerle compañía. Incluso una vez se decidió acudir a una pajarería, en realidad un pequeño zoo lleno de perros, gatos, conejos, pájaros y animales exóticos. En la tienda, la vendedora, que también era soltera y pensaba permanecer de por vida en ese estado, le dijo: –Si no quiere ruidos que le molesten y tampoco mujer, cómprese una tortuga. Ya tenía algo que hacer hoy: comprarse la tortuga.

La camarera Lisa no sabía cómo llamar de nuevo su atención. Tomó la bayeta y la dejó. No tenía nada que recoger. Hasta las diez y media las mesas permanecen desocupadas. El viento soltó una bocanada que hizo vibrar los ventanales. Pasar por la esquina resultaba peligroso. Los árboles se estarían cimbreando como marionetas sueltas de las cuerdas. No le apetecía todavía comenzar a preparar los primeros pinchos fríos. Podía esperar todavía un momento. Dentro de media hora vendría su compañera y entonces el extractor intentaría disipar el olor de las frituras. La puerta crujió pero resistió el ataque. –¿Quiere decir que nunca más vendrá por aquí? –dijo entonces ciertamente compungida. 80


Un buen contable

–¡Oh, no! –exclamó el señor García– ¿Quién podría prepararme un desayuno con más cariño que usted? La camarera Lisa por un momento se turbó. ¡El señor García en tamañas circunstancias pretendía ser cortés! Dijo reponiéndose: –Le advierto que también soy una buena cocinera. –No se me hubiera ocurrido ponerlo en duda nunca. Y entonces la camarera Lisa se creció, y dijo: –Me gustaría que lo comprobase por sí mismo. A la una termino el trabajo. Y hoy, fíjese qué casualidad, tengo al igual que usted la tarde libre.

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En el banco La sede central del banco ocupa todo un edificio de la avenida principal. Plazoleta exterior, jardincillo, estanque, gruesas puertas de hierro a prueba de atracos, cotizaciones de bolsa expuestas en una vitrina exterior. El ordenanza salió enseguida de la garita a saludarle: –Buenos días, don Damián. Seguramente don Damián rondaría los ochenta, de uno sesenta aproximadamente, vestía nada elegante, con una chaqueta algo caída, cigarrillo mal enhebrado en la boca y aunque tenía las piernas arqueadas caminaba a paso rápido, por delante de Zumeta, que le seguía a un metro. Por supuesto, no respondió al ordenanza, se limitó a entregarle un puro de vitola grande, de los que se reparten en bodas, y en lugar de continuar por el pasillo central hacia las ventanillas, se dirigió directamente a una puerta medio escondida entre columnas. La señorita Corito emergió de inmediato, como si viniera del fondo del mar. Parecía una libélula por sus andares graciosos. Casi no tocaba el suelo. No era demasiado agraciada, pero flotaba en el espacio. Se desabrochó el botón superior de la camisa, se tocó las mejillas y el lóbulo de las orejas, y dijo: –¡Oh, don Damián! El señor director le está esperando. El viejo hizo una mueca que en otro hubiera semejado una sonrisa, y la señorita dijo: –Pase, pase usted. ¿Y este joven? –Mi ayudante. –¡Oh! –exclamó la señorita Corito, y se abrochó al instante y por si acaso el botón del cuello de la camisa. El señor director aspiraba a ministro. Deseaba envejecer 82


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porque cada día al levantarse de la cama y contemplarse en el espejo, se veía demasiado joven para ser llamado al cargo. Otros compañeros de universidad, con cara de morsa, ya se paseaban por los pasillos de la Administración decidiendo planes estratégicos y la ubicación de polígonos industriales, cobrando comisión por ello. Sin embargo, él ahí estaba, en un banco solvente pero pequeño para las aspiraciones de un hombre de buena familia, que aunque hijo del anterior director era también máster en centros de negocios ingleses y americanos. Pero para su desgracia, en lugar de curtírsele el rostro (y eso que navegaba en su propio yatecito los fines de semana) le seguían atacando las molestas espinillas. Cremas, una docena de potingues y tampoco terminaba por clareársele el pelo; a la voz le costaba alcanzar de una puñetera vez la impostura de las personas de calidad, aunque la forzara exageradamente. Acudió presuroso a recibirle a la misma puerta de su despacho. –Buenos días, don Damián. Un honor como siempre saludarle. El viejo ni siquiera esperó a que se cerrarse la puerta para ir directamente al grano. –Este es el contable del que ya te he hablado –dijo como presentación de Zumeta–, y quiero que le digas que si te pido ahora mismo un millón me lo das. –Y dos. Los que usted precise. –Al momento. –Al instante, sí señor. –Sin firmar papeles. –Por supuesto –dijo el director. –Como siempre. –Como lo dejó establecido mi difunto padre, que en paz descanse. 83


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–Entonces, explícale a éste –dijo el viejo por Zumeta– que cuando yo le llame por teléfono y le diga que quiero un millón no tiene más que venir y pedírtelo. –Así es. –Que no vas a ponerle pegas. –Ninguna. –Díselo tú mismo para que se entere. El señor director entonces se afirmó en su personalidad. Se recostó sobre su mullido sillón de ejecutivo, cruzó los dedos de sus manos, miró en tono condescendiente a Zumeta, y le dijo con voz intencionadamente firme: –El banco está a su disposición para lo que estime conveniente, señor. –¿Has oído bien? –preguntó el viejo a Zumeta, sujetándole la chaqueta como si se fuera a escapar. –Sí, sí señor. –Vienes, pides un millón y te lo dan. –Y también dos –insistió el director. –Eso ya lo sabemos –dijo con acidez el viejo– y también tres o cuatro. Lo que quiero es que le digas que podrá llevárselos como le dé la gana, en el bolsillo si le apetece. –O si lo prefiere se lo transferiremos a la dirección que nos indique. El viejo miró a Zumeta de nuevo. –¿Has oído? Los ojos de Zumeta estaban bien abiertos como si le costara entender la realidad del momento. La cuenta que la empresa mantenía en el banco tenía escaso movimiento y muy poco saldo. El viejo encendió por enésima vez en la mañana la colilla de un cigarrillo nunca terminado. El señor director, avergonzado quizá por no haberse adelantado a la acción, le alcanzó el cenicero de plata. Luego se dirigió de nuevo al contable y en tono servicial, dijo: 84


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–Don Damián es un accionista de referencia de esta entidad, y además algo que sin duda le va a molestar pero que no me aguanto decirlo, muy buena persona. –Y rico –dijo el viejo. –Por supuesto. –Especialmente rico. –Muy rico. –Asquerosamente rico. –Y buena persona. –Pero, rico ¿eh? –Sí, señor, rico. –Se acabaron las flores. Transfiéreme un millón ahora mismo –dijo el viejo un poco arisco como si le molestasen las alabanzas. Le tendió un trocito arrugado del margen del periódico donde tenía anotada la dirección. El señor director tomó con cierta aprensión el papel, lo miró, y dijo: –¿Póquer? –Mus. –¿En Benalmádena? –Como todos los años. El señor director se acercó al intercomunicador, y dijo: –Corito, llame a Martín, por favor. El llamado Martín había engordado demasiado en los últimos meses y todavía no le había dado tiempo de renovarse el vestuario. La corbata se le doblaba graciosamente por encima de la tripa, y los pantalones algo cortos dejaban al descubierto sus calcetines blancos. Acaba de limpiarse los cristales de la gafa por lo que sus ojos azules y glotones brillaban con luz propia. –Un millón a esta dirección, Martín. Y desde ahora atenderá usted a este señor –y señaló a Zumeta, que seguía intentando despertarse del extraño sueño– como si fuera el mismísimo don Damián. 85


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Martín estrechó la mano de Zumeta. –A su disposición en lo que guste. El empleado se volvió cortésmente al director: –¿Por la cuenta de “pasta”, señor? –Como siempre –dijo éste. Cuando abandonó el despacho para cursar la orden, Corito entró de nuevo esta vez con un sobre bastante abultado, que dejó sobre la mesa del despacho. El director dijo al viejo: –Lo solicitado por usted. Zumeta pensó que el viejo estallaría en cólera, porque estaba claro que había solicitado una transferencia de fondos no una retirada en metálico. Sin embargo, el viejo adelantó su mano huesuda, cogió el sobre y se lo entregó. Zumeta no sabía qué hacer si tomarlo o no. –Venga, coño –gritó el viejo. Cuando Zumeta se hizo con el sobre, escuchó la voz del viejo: –Ábrelo y mira lo que hay dentro. Lo abrió casi con un temor reverencial y al ver que estaba repleto de billetes, dijo: –¿Qué hago yo con esto? ¿Quiere que lo cuente, don Damián? –Quiero que tires los billetes al techo y que veas lo bonitos que son cuando vuelan por el aire. Zumeta no sabía qué hacer. Con la misma emoción que un tonto con un lapicero, se encontraba con un sobre lleno de dinero en sus manos. –Que es para hoy –dijo el viejo–. Tira el dinero de una puta vez. Aquella cascada de billetes impresionaba más que los fuegos artificiales del verano. Era el maná del desierto, una fuente de agua fresca, un oasis. Los billetes flotaban, no te86


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nían ganas de bajar. Alguno se hubiera quedado a gusto en el techo luciendo su desnudez como las señoritas de un streap tease. Corito y el director arrodillados en el suelo, comenzaron frenéticamente a recoger los billetes, mientras el viejo contemplaba la escena con auténtica delectación, sentado en la silla de cuero como un patriarca. –Y ahora cuando te los den, los cuentas de nuevo y si están todos se los devuelves.

A la salida del banco, el viejo no pudo aguantarse más, y le dijo a Zumeta: –Todo esto es fachada. En realidad, no tengo un duro, pero los del banco creen que sí. –Estoy seguro de ello. –Mejor. No te creas nada. Y cuando esta tarde te llamen de nuevo los proveedores reclamando que paguemos sus facturas porque no tienen liquidez para las nóminas de su fábrica, ¿qué le vas a decir? –Que hablen con usted. –Mejor que ya has hablado y que te he dicho que como los tiempos vienen malos si siguen molestándome igual me declaro en quiebra, cierro mi empresa, y que se jodan. –¿Quiere que lo diga así? –Coño. ¿Hay alguna otra manera de decirlo?

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El penúltimo vagón del mercancías La vida por entonces se hacía en la calle. El sacristán, Lucas, un hombre aburrido al que le faltaba un brazo desde la guerra, que soltaba premoniciones lo mismo en latín que en castellano, salía al atrio entre misa y misa para fumarse un cigarrillo, y de paso saludar a las gentes que acudían a la mayor de las 12. Los encendía como venían del paquete, sin cambiar de papel, por lo que la mitad de las veces se le cuarteaban dejándole hebras en los labios. Eran tiempos de pan revenido preludio del de los pollos tomateros. Se hizo a un lado por respeto al paso de don Ignacio, entonces apoderado de toreros con renombre, al que saludó con afecto: –Que esto de los toros se acaba, don Ignacio. Que hay crisis y los muchachos prefieren darle al balón. –Antes se acabarán las cosas de iglesia, Lucas. –Que no, don Marcial. Que las viejas prefieren comprarse un nuevo velo aunque dejen al marido sin sopas.

Don Manuel. Al morir el apoderado, su hijo, llamado Manuel, heredó también el don por delante, pero las cosas comenzaban a no ser como antes. Sin deudas importantes, don Manuel convivía con el desgarro interior de no haber alcanzado como apoderado ni la suela de los zapatos de su padre por lo que, cumplidos ya los primeros de los sesenta, los más difíciles, porque ni eres viejo ni joven, suspiraba todavía por dar con un mirlo blanco y retirarse. Nunca había tenido nada importante en cartel, ciertamente, pero gozaba de alguna fama como hombre honrado, al que la dinámica actual de la fiesta había empujado a refugiarse como componedor de festejos locales, baratos, aseaditos y no exentos de emo88


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ción, con toreros fatigados de esperar ese golpe de fortuna que permite sobrevivir a las amargas desdichas que se ocultan en las esquinas de la vida. Con despacho en Madrid, en un piso medio, de una casa con balconada en un barrio todavía con encanto, vestía trajes con brillo del excesivo uso, de alguna calidad pero de corte antiguo. Y aunque quería mantener su porte señorial, el desengaño comenzaba a adueñarse de su cuerpo. En los momentos de melancolía (últimamente demasiados, porque por el tiempo desocupado desfilan como fantasmas las preocupaciones), don Manuel recordaba las concurridas tertulias en vida de su padre. Allí sí que había entusiasmo y entendimiento y respeto y elegancia al hablar de toros y toreros. Eran otros tiempos, los buenos, aquellos que por mucho que uno pretenda se empeñan en no regresar jamás.

Margarita. De Margarita, por entonces niña reseca, de coletas temblorosas, muy tiesa, altita y delgada, con la piel de color más de paja de cebada que de trigo, el bueno de Lucas pronosticó un día al verla saltar a la cuerda en el atrio de la iglesia: nadie conseguirá de mayor casarla. Para los dieciséis ya ordenaba papeles y como era de familia conocida don Manuel la contrató como secretaria. Ahora, al venir las cosas mal dadas se había reducido ella misma y por su propia voluntad, a media jornada salario y trabajo; el negocio no daba para más. Mujer de remango, delgada como un sarmiento, sacaba el cuello a la mayoría de los hombres. Por ejemplo, cuando Rufino el mozo de estoques en paro, le soltó en la misma escalera de madera encerada que subía al despacho: –Que digo yo que tú y yo como que nos llevamos bien. 89


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Margarita que estaba un peldaño más arriba, con lo que casi le sacaba el medio metro, le dijo: –Como hermanos, si te parece. –Que no, que mis intenciones son sanas. –Las intenciones, acaso, pero los pensamientos seguro que son otros. –Margarita, que es que igual yo te quiero. –Rufino –le dijo entonces muy seria la solterona–, te estimo mucho e incluso hasta podría quererte, pero tú eres para mí como un botón. –Con un botón se puede tapar la gaseosa. –Fíjate tú que eres hasta gracioso, hombre. Míralo. Esa debe ser la vena andaluza que de herencia te dejó tu madre. Lo importante en el negocio es el teléfono. Y Margarita permanecía pegada a él. Pero el teléfono de don Manuel estaba encharcado de silencio. Por eso, cuando sonó esa mañana se llevó el mismo sobresalto que si fuera una pesadilla. Se le había olvidado su timbre perverso y engañador. ¡Hacía tanto tiempo que nadie llamaba! Se puso a la defensiva por si fuera equivocación, pero al otro lado la voz serena de un hombre serio, se dirigió sin rodeos: –¿El señor Manuel López? –No se encuentra en el despacho en estos momentos – dijo Margarita simulando la autoridad de una secretaria eficiente. El hombre dijo de acuerdo, envolvió su acento mejicano en palabras de cortesía y citó a don Manuel para el día siguiente. Luego, colgó.

3. El indiano. El indiano le recibió trajeado y muy elegante. Manicura, un espeso bigote blanco, el pelo plateado, los ojos grises y despiertos. Como saludo inicial le dijo que estaba cerrando 90


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los últimos negocios, que en un par de días retornaría a su país de adopción, firmaría unos papeles y para el verano volvería para quedarse o no según fueran las circunstancias. Necesitaba por tanto alguien que se encargara de organizarlo todo. En el hotel, el más lujoso del centro de la ciudad, con las paredes tapizadas en un tono caldera a juego con el alfombrado y donde la gente habla en voz baja con respeto, le invitó a compartir reservado. Era un hombre sin apenas pliegues rugosos, como si se cuidara con esmero. Don Manuel sumó a los suyos cinco años más o algún otro de propina, porque como buen observador descubrió que los ríos venosos de las manos le traicionaban. Le entregó su tarjeta que el indiano leyó con interés. –¿Apoderado, empresario, ganadero? –le preguntó el indiano. –Me encargo de organizar espectáculos de toros en plazas de alquiler o de tercera. –Ya. ¿Y eso da para subsistir todo el año? –A veces tengo números rojos, otras negros. –¿Y ahora? A don Manuel le costó confesarlo: –Rojos. El indiano no dio mayor importancia al hecho. Dijo: –Usted es de mi quinta y a mí me conforta el sosiego de la gente mayor. Odio a esos mozalbetes estúpidos que carecen de defensas ante las humillaciones y que se desinflan los entusiasmos en cuanto una decepción les rompe el ánimo. Yo, señor, he sido un perdedor. –Yo, también –creyó también oportuno don Manuel confesarse. –Disculpe, señor –dijo el indiano suavemente–. Yo lo he sido, usted todavía lo es. 91


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Don Manuel tragó saliva. El indiano, siguió hablando: –Soy hombre exigente, acaso demasiado romántico para los tiempos que corren. Lo que quiero participarle es extremadamente confidencial. Confío en su palabra. –La tiene. –Me gustan las cosas claras. Soy un negociador directo, señor, los circunloquios me enferman. Las palabras dichas de más nunca justifican la ausencia de las que faltan. Y añadió: –Todo mi entorno cree que es una locura. Y no les quito la razón. Estoy, amigo, en esa edad en que si puedo debo hacer lo que me dé la gana. Poseo una estimable fortuna, ganada a pulso, nadando contracorriente en arrecifes donde los demás se ahogan; soy un hombre de suerte montado en el penúltimo vagón del mercancías de la vida. Quiero impresionar a una mujer. –Los sentimientos ni tienen edad ni precio –dijo don Manuel un poco sorprendido de la hondura moral de su propio pensamiento. –Exacto. –¿Y cuántos años tiene la muchacha? –don Manuel se arrepintió al instante de semejante descortesía. El indiano sonrió perezosamente. Lo obvio, lo lógico, es que los mayores pierdan la cabeza por el veneno sensual de una lolita turbulenta. Don Manuel no sabía si disculparse. El indiano es posible que no hubiera encajado bien su impertinencia. Sin embargo, dijo sin ninguna acritud: –Los mismos que yo, señor. Don Manuel palideció, balbuceó nervioso: –Tiene usted que amar mucho a esa mujer para venirse de tan lejos a buscarla. –Lo estoy. Puede imaginarse que he tocado muchas aldabas de muchas puertas –se sinceró el indiano–. Le ase92


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guro que he gozado de los placeres de la vida, pero siempre antes de acostarme, lo confieso con rubor, allá, en la distancia, y para que me recordase esa mujer con la que ahora quiero compartir el último tramo de la vida, me asomaba al cielo cada noche para mandarle un mensaje cifrado con las estrellas. Señor, busco recuperar algo de mi mejor juventud, revivir los sueños que nunca llegaron a ser soñados. Don Manuel, todavía impresionado, inquirió: –Agradezco me participe semejante confidencia, señor, pero permítame que le haga una pregunta, ¿sabe ella ya que está usted aquí? –No. –¿Entonces? –El día que me presente ante ella ha de ser tan especial que resulte imborrable. Y añadió humildemente: –Señor, cuando a los dieciocho años me echaron de criado de su casa, tuve la osadía de lanzarme al ruedo como espontáneo deseando estar muerto más que derrotado, entonces al detenerme los guardias me sobrepuse inesperadamente a la desesperanza y se me rebeló el orgullo; grité ante sus padres, jurándole también a ella escondida en su palco, que algún día volvería con la cabeza bien alta para pedir su mano en público, como los toreros triunfadores, en medio de la plaza de toros. Don Manuel guardó un prolongado silencio. Primero pensó que aquello era demasiado infantil para después de tan larga ausencia tomarlo en consideración; luego, recordó las emocionadas tertulias de su padre, donde se hablaba con admiración de aquellos jóvenes desengañados de entonces, valientes más que locos, que buscaban en el toro la redención de sus desdichas, y que a veces lo conseguían. El toro es más que vida, decían, el toro es filosofía y sustancia. 93


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Dijo por suavizar el momento: –¿Qué sabe en la actualidad de la mujer en cuestión? –Nada. –¿Y si ya no le espera? –Me espera –afirmó con rotundidad. –¿Y si no fuera así? –Señor –dijo severamente el indiano–, es así porque no puede ser de otra manera. Se levantó de la silla y se puso a contemplar las litografías inglesas que adornaban las paredes. Necesitaba unos segundos de reflexión. El ánimo no se recompone con ungüentos sino con convicciones. Jamás había dudado en la vida, porque la duda conduce a la desesperación y la desesperación al abatimiento. ¿Cómo hacérselo entender a un ajeno que aquel viaje insufrible a lo desconocido, más de dos calamitosos meses en un barco al desguace, atacado por pensamientos horribles y desgarros agónicos, tantas privaciones padecidas los años siguientes, lo había soportado exclusivamente por esa mujer? ¿Cómo decirle que en lo suyo había promesa pero también agradecimiento? Ahora era rico. Todo había cambiado en tantos años menos sus sentimientos. Expuso: –Quiero que la corrida se celebre con la mayor verdad posible. A la mitad del festejo, saltaré al ruedo, y le pediré de rodillas que compartamos juntos los últimos años de nuestras vidas. Quiero que sea algo sorprendente, épico, ridículo si quiere en estos tiempos en que ya no hay ni libros de caballería ni caballeros. Todo bien visible, en medio de la gente. Si estoy loco, y a lo mejor lo estoy, que lo sepan. ¿Está usted capacitado para organizarme el festejo? Don Manuel no dijo nada. Se le quedó mirando a los ojos. –Lo estoy –convino luego de un rato. El indiano, añadió: 94


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–Nadie debe conocer de mi persona ni de mi secreto hasta el día del suceso. Hace cincuenta años que salí detenido, sacado del ruedo a empellones, menospreciado, tratado como un maleante. Ahora puedo comprarme el pueblo entero. En el último momento apareceré de improviso. Quiero, pasada la primera sorpresa, descubrir por mí mismo en los ojos de la mujer que amo si todavía recuerda mi juramento. Y antes de despedirse, concretó: –Exijo, señor, hondura en todo esto. Que los toros sean de verdad y que los toreros también lo sean. No quiero ni melifluos ni saltamontes. Hombres de la vieja escuela, que sientan la fiesta, que les emborrache su misterio, que les arrebate su pasión. 4. Margarita se pone a trabajar. Margarita se acercó a la Caja y preguntó y le notificaron lo del primer ingreso en la cuenta corriente. La cosa iba en serio. El indiano era un caballero, había dicho: mañana les transfiero para los primeros gastos, y ese mañana era hoy y allí estaba la cantidad acordada más un suplemento generoso cambiando los habituales números rojos de ese mes por unos negros, redondos, brillantes, con los ceros a la izquierda de la coma bailando zumbones. Margarita esa mañana se tomó el café en el bar de abajo del despacho, pero no con una porra aceitosa, sino con un carajillo de albañil de los de antes de subirse al andamio. Dijo al camarero: –Si me caigo en redondo déjame tirada en cualquier esquina hasta que se me pase, pero no llames por nada del mundo a don Manuel. Sofocos así tampoco él los soportaría. –¿Para tanto es? –Lo que yo te diga, y para que no te asustes, no te lo digo. 95


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Margarita se bebió el carajillo y medio del otro. El camarero, dijo: –Se te ven los ojos brillantes. –Es que hoy hay mucha luz. Siguieron días de intensa actividad. Margarita era un terremoto resolviendo cuestiones. Llenó pronto su mesa de papeles. Se dividieron el trabajo. Don Manuel directamente a lo suyo: toro y toreros; Margarita a la organización y relaciones públicas.

5. El primero de la terna. Juanito. El tabernero, Juanito, había sido el hombre de confianza de don Manuel durante más de veinte años. Estaba un poco grueso, como si los aires grasientos de la cocina se le fueran pegando en el abdomen. Pero con todo, cuando metía la tripa para dentro componía todavía la bonita figura de alguien que ha soñado con venderla más allá de los espejos. Obligado a retirarse por las humedades del campo que carcomen los músculos hasta casi astillarlos, al casarse se hizo con el local. Su mujer sabía del negocio lo suficiente y a él no le costó demasiado aprender los intríngulis del mostrador. Con el palillo entre dientes y el amontillado en la mano, poco tardaba en dar consejos. –Lo que yo le diga, don Manuel. Antes se tomaba la alternativa después de pescar ladillas en todos los burdeles del país. –Y de encararse con el hambre. Que hambre hemos pasado todos. –Usted menos que nosotros, don Manuel, no me venga con cuentos, que en mi casa adquirían el aceite a granel y en la suya por garrafas y envasado. A su padre de usted nunca se le apagó el puro en el cenicero. Las paredes necesitaban encalado. Una galería de foto96


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grafías con el autógrafo visible, y dedicatorias nerviosas con más faltas de ortografía que letras minúsculas. Juanito aparecía en unas cuantas, vestido de plata en las más y de campero en otras. Muy serio, muy puesto. En una portada de revista, él junto al maestro y éste con las orejas y el rabo en la mano, agradeciendo los aplausos del público en aquella tarde imborrable. Fotos recogiendo ramos y mantillas y pañuelos y botas de vino en un barrido de los ruedos. Juanito dijo de repente, como saliendo de una ensoñación: –Para ser figura hay que sentir el arte –y abandonando de repente el mostrador, apuntó un natural con la silla atónita ofuscada con la servilleta. Puso luego unas olivas negras en un platillo con sus ronchitas de cebolla roja, y sirvió un segundo amontillado a don Manuel, que lo miró al trasluz, como si buscara los restos del corcho de la botella. Se estuvieron sin hablar un rato largo. Parecían dos filósofos esperando el tema de discusión. –Parece una bonita historia, don Manuel –dijo luego Juanito–. Soy un sentimental. ¡Yo también me lancé al ruedo y me apalearon como a un malhechor! –Esa es su condición. Quiere tres a los que les hayan amansado, como a él, los huesos en el calabozo. Juanito escupió la pipa de la oliva. Y se lamentó en voz baja sin perder de vista la cabeza disecada del toro: –Lo que hubiera dado por matar a uno como ése. –¿Qué hubieras dado? –le preguntó entonces don Manuel. –Lo que se me pidiera. Y si es en la Maestranza en una tarde de abril, el doble de lo que se me pidiera. –Mucho parece. –Pues todavía es poco. 97


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–¿Y la vida? ¿También hubieras dado la vida? Juanito reflexionó en voz alta: –La vida te la da el toro. Sin toro no hay vida. ¿Qué hay más hermoso en el mundo que pisar el albero? ¿Qué hay más hermoso que verte frente al animal, ponerte de puntillas, vestirte con elegancia ante él y enseñarle a embestir con el mismo cariño que un maestro enseña las primeras letras a un niño en la escuela? ¿Qué puede haber más hermoso en la vida, don Manuel? ¿Qué? –Nada, Juanito, nada. –Decirle al toro: “Ven, que soy el único que te entiende”. –Y el toro se arranca y va. –Y yo le saludo y le llamo para que se vuelva y ya nos abrazamos como dos viejos amigos que sellan la amistad para siempre. –Seguro que hubieras triunfado. –No, eso no. Usted sabe jefe que yo plantarme, sé plantarme; y correr la mano, sé correr la mano. Y citarlo, sé citarlo. Pero las noches locas debilitan las piernas. Y delante del toro lo que hay en el corazón vale lo que puedan soportar las rodillas. Escupió otro hueso de oliva. Tenía húmedos los ojos. –Una sola vez más, Juanito – le rogó casi quedo don Manuel. Juanito se entristeció. –Una vez cuando eres joven es bien poco, pero cuando te sientes viejo es mucho. Por muchas tentaciones que ofrezca la vida, el hombre sabe sus alcances. –Una vez más. Aunque sea la última. Que el indiano quiere hombres recios de su tiempo, que no quiere místicos ni jovencitos. Quiere mirar atrás y comprobar que lo de atrás puede ponerse otra vez delante.

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6. El alcalde. El alcalde al principio estaba asustado. Y los miembros de la corporación, más. Hace muchos años que en los festejos del verano no se programan toros. ¡Están las cosas buenas! Los telediarios magnifican las protestas de tipos amargados que van de plaza en plaza a reventar la fiesta sin pagarse seguramente los viajes de su propio bolsillo. Pero desaparecidas las corridas, la decadencia del agosto festivo en el pueblo ha sido evidente. Charanga, chocolatada, carrera de carretillas... niños saltando en una cama elástica. Todo tan vulgar, tan poco emocionante, tan de todos los sitios. ¿Toros sin costarles un duro? El alcalde dijo: con ellos volveríamos a dar relumbre al pueblo, atraeríamos gente, volveríamos a ser lo que ya no somos. ¿Y pagados por un indiano desconocido? Parece mucha suerte para dejarla pasar. Soñó: cohetes, gente, bullicio, miles de banderitas de papel, con los colores de todas las naciones del mundo más otras inventadas. Toros, toros; toreros, toreros. La plaza tantos años olvidada repintada, limpia de cardos y de las malas hierbas con que se empeña la naturaleza en apropiarse de lo desusado. Teme que se suscite la polémica. ¿Y si es una trampa para moverle el puesto? ¡Una mano oscura! Margarita se puso las gafas de contable, y dijo: –Va en serio. Mi jefe y yo sabemos lo que sabemos y lo que sabemos realmente es lo que he contado. ¿Sabemos nosotros algo más de él que ustedes? Que tiene o ha tenido raíces en este pueblo. Entonces el alcalde y los más viejos comenzaron a contar los nacidos emigrados. Y alcanzaron hasta docena y media o dos, pero ya muertos o pobres o desgraciados. En Suiza se sabía de alguno con posibles e incluso en Alemania, pero de indianos que no fueran pastores y que pudieran regresar 99


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altivos, no salían cuentas. De alguno se decía algo, pero poca cosa. No parece que el pueblo tuviera muchas más costuras para rasgar. De pronto, después de morder nervioso el bolígrafo, el alcalde dijo: – Todo muy legal, ¿eh?, con contrato, para eludir responsabilidades, porque la oposición dice hoy una cosa y la aprueba, y mañana otra y la desaprueba. Todo legal. ¿De acuerdo? Se encargan ustedes de todo, impuestos, seguros, propaganda. Y no se olvide, señorita, del donativo para retejar el techo de la iglesia, ya sabe, y otro para la excursión anual de jubilados. Margarita pidió le enseñaran el pueblo; vio las escuelas y la torre del reloj y la plaza, y enfrente mismo de la iglesia, el alcalde señaló el palacete con sus almenas y el escudo de piedra. Margarita, preguntó: –¿Quién vive ahí? –La Señora –dijo el alguacil con respeto. Y el alcalde, añadió: –Nunca sale de casa. Es como un alma en pena. Dicen que por las noches se asoma al torreón y se pone a conversar con las estrellas. –Hablar con ellas –dijo el alguacil– seguro que habla, y mucho tiempo, porque mueve los labios, lo que no sabemos es si las estrellas le contestan.

7. Segundo de la terna. Alicio. A Alicio le iban mejor las cosas desde que había abandonado los ruedos al menos profesionalmente. Como conservaba su figura mayestática y su mirada triste de cantaor solitario, le llamaban los organizadores de capeas preparadas para turistas. Los montaban en autobuses con la bolsa de la comida y los soltaban por los alrededores para asustarles con un toro enseñado, inocentón, que amagaba perseguirles un ratito. 100


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Tenía la habilidad Alicio de hacer como que se dejaba coger, apretando disimuladamente una perilla para llenarse el terno de tomate. Las japonesas pensaban que estaba malherido o muerto y alguna se desmayaba. Pero las americanas, más prácticas, decían que pusieran otro torero porque el ticket marcaba dos horas y sólo llevaban consumida una. Se encargaba de enseñarles los rudimentos de la corrida. Los capotes eran especiales, menos pesados y los estoques sin filo, y los botijos a veces los llenaban con refrescos de cola en lugar de agua. Se juntaba a una japonesa, se la ceñía bien a su cuerpo y daba con ella los pases contratados del catálogo. Las japonesas siempre retornaban sofocadas a la fila, bien por el maldito sol que caía a plomo o por la protuberancia extraña del torero. La misión de Alicio era inocular en el interior de los lechosos y adinerados asiáticos y de los sheriffs comedores de chicle del viejo Mississippi la pasión por la fiesta de los toros. Don Manuel, le dijo: –Es una oportunidad, porque exige toreros de los carteles de antaño. Y de esos quedáis pocos. Quiere desandarse la vida. No quiere figurines de revista. Quiere hombres. Paga y paga bien. Quiere gente curtida y no mantequillas. –¿Cuánto tiempo para ponerme en forma? –La fiesta es en agosto porque la Virgen cae en agosto y a partir de entonces se levanta el cierzo y la noche refresca. La cosa va de mucho sentimiento, y ya he hablado más de lo que debo hacerlo. Te guardarán las espaldas unos peones guapos, de los que hacen la maratón hasta con ortopédicas. Vas a estar más seguro que un hámster en su jaula Y don Manuel añadió: –Estamos hablando de un tipo con dinero que no escatima gastarlo si encuentra sentimiento y verdad. –Pues yo verdad la tengo y mucha y hasta me sobra, y 101


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sentimiento el mismo que nos embargaba cuando comíamos aquellas sardinas tiesas como una suela de zapato que nos servían en las tabernas viejas.

8. La Señora. Margarita localizó sin problemas al administrador de la Señora. Éste confesó: –Las cosas no marchan bien, ¿para qué engañarle? El palacio es una ruina, pero la Señora no quiere deshacerse de él. Vamos vendiendo algunas tierras, para cubrir gastos. Los padres de la Señora llegaron a tener diez o doce criados. Una barbaridad. Ahora arrendamos o vamos a medias, pero los repartos siempre parecen desiguales. Porque hay trigo, pero no hay paja; porque hay paja, pero no hay trigo. La vida es así. Los pobres de hoy son más ricos que los ricos de antes. Y la Señora es una rica de las de antes. Le pasaré su propuesta y le prometo que le haré llegar la respuesta. Cuando eso ocurrió, la Señora le invitó a tomar el té y una ensaimada. Era una mujer nada ordinaria, culta, que castigaba los ojos de su interlocutor con una mirada limpia y directa. Le agradó Margarita. –¿Y dice usted que es un indiano rico? –Así es. –¿Y quiere conocerme a mí? –Esa es su intención. –¿Y por qué? –¿Qué puedo decirle, señora? –Margarita parecía satisfecha del buen resultado de su ardid– Parece interesado en adquirir, por lo visto, alguna de sus propiedades. De momento ya es seguro que va a aportar alegría a las fiestas. –¡La fiesta! ¡Alegría! ¡Con una corrida de toros! ¡Dios santo, qué vulgaridad!

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9. El tercero de la terna: Tuercas. Penetró en el local un poco avergonzado, mirando con recelo a los lados como si presintiera que le estuvieran vigilando. Sus zapatos no estaban desgastados sino rotos y sucios. La camisa con el cuello vuelto. Por un momento temió que don Manuel no hubiera acudido a pesar de citarle. Avanzó despacio. Una niña rubia vestida de rosa con un lacito ridículo que le llegaba al suelo se le quedó mirando con extrañeza. Tuercas la sonrió, pero la niña rubia se dio la vuelta con desprecio. Don Manuel estaba sentado en la mesita del fondo. –¿Has comido, Tuercas? –No –dijo en voz baja–. Yo hago la comida fuerte por la noche. –Ya. Por el horario del trabajo, ¿eh? –Usted sabe que no trabajo –confesó con vergüenza Tuercas. –Ya porque eres un vago, un dejado y un estropicio de la naturaleza. –Todo eso y más. –Cuando salgas de aquí, ¿qué vas a hacer? –Nada. –¿Y mañana? –Menos. –Lo sé. Sin los toros no sabes hacer nada. –Los toros son la vida, don Manuel. Le había tocado asistir a demasiadas cogidas. La más importante y la que rompió su ánimo en mil pedazos, ocurrió cuando aquel muchacho nacido para no morir tan joven, colgado del aire durante unos segundos eternos, buscaba desconcertado un lugar donde asentarse para escapar al burladero. Aquel novillo estaba loco, ofuscado en el bulto inerte bañado en sangre. Tuercas intentó confundirlo. Pero 103


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el novillo arrastró a empujones al muchacho por la arena. Le corneó sin tregua. Lo lanzó de nuevo al aire con una facilidad que sobrecogió a toda la plaza y Tuercas adivinó en aquellos ojos metálicos, grandes e ingenuos, que ya se iban sin luz, un aire de incredulidad. Se horrorizó al descubrir en la boca desfigurada, el rictus terrible de unos labios que demudan repentinamente de color. Aquel muchacho volaba de nuevo esta vez más lentamente, con esa suavidad de los pájaros que intuyen la despedida del sol para abrigarse. Volaba reclamado por los ángeles del cielo que quieren aprender ellos también a ser toreros. Dijo: –Es que el mundo es un cristal, don Manuel, un cristal roto. Y a mí el día que el bufido eléctrico de un toro me destiló otra gota más de miedo, ese día don Manuel, y usted lo sabe, dejaron de contratarme y ya me rompí para siempre. –Voy a comer, Tuercas. Y no es agradable hacerlo con un muerto de hambre que no deja de mirarte. –¿Esa es una invitación en toda regla, jefe? –Esa es una forma en que hablemos tú y yo de hombrías antes del café.

10. El ganadero. Alto, de tez bronceada y cuerpo de playa, llevaba un pañuelo al cuello para ocultar una verruga negra. –Si me opero igual me muero –dijo de nuevo con aprensión. Tendría que haberse retirado, pero ahí seguía sumando números con una máquina de manubrio de las que marcan en un rollo demasiado estrecho para usarlo como papel higiénico. Según le vio llegar ni hizo amago de levantarse. Don Manuel era un fracasado, lo contrario que él, que había 104


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aposentado toda su vida el culo en sillas mullidas. Ganadero por tradición familiar, pero con estudios; educación en colegio de curas, palco reservado en el teatro, dehesa propia, un coto de perdices, un cebadero de cerdos, un pueblo entero a su servicio. Hectáreas de encinas y alcornoques. Plazas apalabradas. Podía pasarse la tarde de corrida haciendo cuentas, porque las cuentas son más importantes que el espectáculo. Asomaba la nariz en la barrera, veía el tendido de sol lleno y los cuartos traseros de los toros y no necesitaba nada más. Un buen armagnac en copa caliente. –Así que quieres que te cubra las espaldas. Un cartel de categoría para una plaza de mierda en un pueblo de mierda. ¿Y quién va a masacrar mis toros? ¿El Alicio? ¿El Tuercas? Te tomaba por hombre cabal, Manuel, pero o la sofoquina te enturbia las ideas o la fuerza del sol te da insolación. –Necesito una corrida de las antiguas, aunque sean desechos, pero de cabeza descarada y con casta. Tengo que poner verdad en esto. –Mis toros son todos de verdad –dijo el ganadero. –¿Lo dices en serio o tengo que echarme a llorar? Has vendido en tu vida más ovejas machorras que un pastor cargado de hidatídicos. ¿Te he protestado alguna vez? ¿Te he retenido la bolsa como a los púgiles fulleros? Soy hombre de palabra, compro y pago. Y los engaños me los trago, porque el culpable del engaño es siempre el engañado por no saber comprar. ¿Me entiendes? –Acalla la voz. Hablemos sin crispación. Yo tengo la mercancía y tú el cliente con dinero. ¿Digo bien? –Dices bien. –¿Y mi prestigio? ¿Cuánto vale mi prestigio? –Vamos a dejarnos de indecencias. Venderías a tu madre para torear si alguien la comprara. Así que cerramos el trato o me voy de paseo, que en este país, por si no lo sabes, hay muchos platanares dando sombra. 105


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–Mi nombre tiene un precio. –El que quieras ponerte. Sabes lo que busco, sé lo que tienes. Y sabes también cómo pago. Me ha tocado la lotería, y eso me levanta la cabeza. Si salgo por esa puerta y no me espantas las moscas, nos decimos adiós sin darnos la mano. Y no me invites a tu mesa cuando tengas que comerte tú solo el estofado de uno de tus sobreros meado. –Coño, Manuel, que nunca has pegado tan fuerte. El ganadero le puso una mano en los hombros. –Es la aceleración histórica, Manuel. Entiéndelo. Nuestros abuelos pensaban unas cosas y nuestros padres otras distintas. Nosotros, por tanto, parece que también tenemos derecho a tener ideas propias. Las cosas que no mudan se apoltronan. Cagüenlaleche. ¿Sabías que hay ciento cuarenta mil millones de galaxias en el universo visible? Y cada una repleta de estrellas que nunca se caen. Y aunque parezcan iguales seguro que todas son distintas. Antes se iba en calesa a la plaza, luego en “haigas” americanos y luego en utilitarios y ahora en el metro o en los buses urbanos. Jodé. Igual pongo una cruz negra en el apellido, pero eso es la aceleración histórica, ¿lo comprendes? Me gusta la flexibilidad de los nuevos tiempos. Así que vamos a repartir las cartas y a razonar para llegar a un entendimiento. Esto es un negocio, coño. Tú quieres ganar dinero, yo quiero ganar dinero, todo el mundo quiere ganar dinero. ¿Cómo no ponernos de acuerdo? Recapacitemos. ¿Un poco de licor de whisky o compartes mi armagnac?

11. Se prepara la fiesta. El día amaneció hermoso. Los dulzaineros hicieron el pasacalle para despertar a la gente mientras el alguacil disparaba los cohetes con soltura desde un lanzador de madera. Detrás de los músicos marchaban los chavales y los 106


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perros. Desde primeras horas se notaba presencia de forasteros. Coches aparcados hasta en la ladera de las bodegas. Autobuses. El alcalde estaba satisfecho de sí mismo. Se miraba el abdomen y se veía como una abeja enorme generadora de toneladas de miel. Luego, desencajonaron los toros. Bien presentados, con el pelaje limpio, aunque algo despuntados. Los toros medio aburridos se dieron una vuelta por el coso, buscando de nuevo la rampa del camión. Al que hacía de mayoral una cicatriz le bajaba del ojo izquierdo al labio: el certificado de su profesionalidad. Valiente, se liaba a palos con los animales obligándolos a moverse. Los azuzaba por detrás hasta conseguir introducirlos en los chiqueros. Comprobó la seguridad de los tablones de madera y los candados de las puertas. –Como a alguien se le ocurra la broma de abrirme los chiqueros, lo mato –dijo. Y secándose las manos en el pantalón, añadió: –No se piensen ustedes que tienen menos peligro que una vieja en misa. Ahí donde los ven, estos bichos dejan en ridículo a esos carifoscos que han pastado cinco hierbas y son toreados algunos domingos en Las Ventas. Don Manuel, le saludó: –Te veo bien, Marcelino. –Y yo a usted, Don. Años que no coincidíamos. La modernidad no consigue aparcarnos como a los carreteros, ¿eh, jefe? Aquí seguimos usted y yo, al pie del cañón. Alicio, Tuercas y Juanito, como el resto de la cuadrilla, aparecerían en el momento preciso, en ternos y coches alquilados. Había un teleclub, que no era otra cosa que un bar pobre disfrazado el nombre, y tabernas en las calles de arriba, para esa hora abarrotadas. La plaza estaba situada 107


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cerca del puente, de modo que si un toro rompía la barrera se encontraba frente al río, con una única salida por el puente a las afueras para que trotara libre hacia su infierno. ¡Toros en el pueblo! Nada menos. La propaganda por la comarca y la capital había surtido efecto. Anunciaba el programa en letras grandes: una corrida romántica; toreros de ayer con el arte de ayer; toros de ayer con la fiereza de ayer; y en el intermedio, sorpresa. La cola de la entrada se alargaba enroscada como la de un perro huidizo. Feriantes, tómbolas, carabinas descentradas, en la esquina de la casa consistorial los del bote. Olía a fritanga, a buñuelos, a gambas a la plancha, a churros resquemados; a charanga y peñas. Alegría. Globos y bolas de azúcar. Desde hacía muchos años por el contorno no se había disfrutado de un ambiente tan bullicioso y festivo. El alcalde, dijo: –Sólo falta que nazcan niños para que el pueblo ya no se nos muera. ¡Y hoy es día propicio para hacerlos! Como don Manuel poco se fiaba de las aglomeraciones, contrató como guardaespaldas al Piques, un tipo de zapatos acharolados que ocultaba una navaja de cinco dedos con el filo amolado. Por si acaso. De su época de mielero de la Alcarria el tipo conservaba un cuello robusto y grueso y unos hombros anchos y fuertes. Parco de palabras, pero resuelto en andares, y muy violento, según le veían los raterillos habituales de las ferias (a los que conocía a todos), a un gesto suyo de cabeza, se alejaban de su presencia. Cuando alguno se remoloneaba, el Piques le ponía la mano encima: – Coño, Luisillo, que parece que se te ha olvidado el código de señales. –Este es un país libre y hago uso de mi libertad. –Pues me parece muy bien. –A mí los sustos se me pasaron hace tiempo –dijo el ra108


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terillo desafiante, espigándose de pies–. Para cojones, los míos. Te advierto que yo no soy como los otros. –Natural. Los otros tienen dos brazos. –Y yo ¿cuántos crees que tengo? –Parece que dos. Pero no sé qué me da, que dentro de cinco minutos uno de ellos en cabestrillo.

12. La fiesta. Margarita acudió por cortesía a recoger a la Señora. Se adornaba con un clavel rojo en el corpiño y otro en el pelo. Los labios discretamente pintados. Muy animada y risueña. La Señora la invitó a pasar; bebieron juntas unos sorbitos de una mistela suave; luego, pidió su aprobación. Había aceptado ponerse la mantilla española y un vestido negro discreto, pero nada vulgar; se acercó a un espejo de cuerpo entero, se examinó por detrás y por delante, se gustó sin duda, y dijo: –¿Cree usted de verdad que mi presencia es necesaria? –Creo que es un momento singular para conocerse y principiar negociaciones. –Y si no acudiera a la corrida ¿qué pasaría? –¡Oh, sería terrible! –exclamó Margarita –¡Un indiano rico! ¿Qué diría mi padre si se enterase que parte de su propiedad puede pasar a manos de un advenedizo rico? –Supongo que de encontrarse en la misma situación obraría de la misma manera. –¡Un indiano! Seguro que es un hombre rústico, sin educación ni sentimientos.

13. La corrida. Sonaron los timbales avisando del comienzo del festejo. A Tuercas le temblaron al principio las piernas, y el mozo 109


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de estoques tuvo que refrigerarle los bajos con el botijo del agua y recordarle lo de más cornadas da el hambre. El traje campero le sentaba bien, apenas había ensanchado, y en cuanto pisó la arena y escuchó el bufido profundo del toro se vino arriba, y sintiéndose temerario hizo que el público comprendiera que aquella corrida era distinta a las demás. Que había honestidad y un coraje y una verdad. Se agarró al toro y bailó con él una y dos veces hasta que las palmas obligaron a la música a espantar a las tórtolas y a las dos cigüeñas. Allí estaba de nuevo él, como los grandes hombres de la tierra, pisando firme en el centro de la plaza, imponiendo la hondura de sus conocimientos. A Alicio tampoco le costó demasiado salir airoso del trance; tenía los brazos lo suficientemente largos como para alejarse con habilidad del cuerno escandaloso. Citó de lejos y cuando el animal resopló como una locomotora a la entrada de una curva, no retiró los pies sino que los clavó todavía más en la arena. Las palmas echaban humo. Luego, se arrodilló y avanzó despacio encarándose con el animal. Ya estaba a pocos metros, la gente expectante guardaba un silencio respetuoso, y como al toro le costaba arrancar, Alicio hizo una cabriola, saltando impetuoso en el aire. El cuerno derecho le pasó rozando, y crecido por el riesgo asumido emborrachó la faena con pases de todos los colores. Juanito, sin embargo, se las compuso con más dificultad. Le sobraban diez kilos. Hizo una brega mentirosa, escapándose del encuentro, empujándose el cuerpo una vez pasado el animal para entintarse de sangre y que las mujeres gimieran histéricas. Cuando terminó su faena, se hizo un silencio profundo. Sonaron de nuevo los clarines. Y cuando todo el mundo aguardaba impaciente, de repente apareció en el ruedo el indiano, vestido de novio, con una flor en el ojal, un pana110


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meño con tafetán en la cabeza y un ramo blanco en las manos. Se acercó lentamente a la barrera como si fuera a rendirle tributo a la Señora, y declaró a gritos: –¿Mariví? ¿Eres tú, Mariví? A la Señora comenzaron a temblarle las piernas. ¡Nadie le había llamado así desde los dieciocho años! Visiblemente sorprendida, vio las risas apagadas de las gentes, al indiano de rodillas en la arena, doblándose con pleitesía, saludándola con el sombrero en la mano, el ramo de flores tendido hacia ella. Se frotó los ojos. ¡Aquello no era posible! –¿Eres tú, Rafael? –acertó a decir. –Lo soy. –¿El Rafael que conocí en mi juventud? ¿El que pretendió mi mano? –El mismo. –¿Y qué haces ahí? –¡He venido a buscarte! –¡Estás loco! –¡Lo estoy! ¡Claro que lo estoy! ¡Loco por ti! ¡Enamorado! –¡Loco y ridículo! La Señora habitualmente impasible, comenzó a sentirse desbordada. La gente tenía clavados en ella los ojos, y el espectáculo del indiano le impedía mantener su compostura siempre serena, de dama importante. Se veía traicionada por los nervios y la vergüenza. –He venido a buscarte como te lo prometí hace cincuenta años. –¿Quién recuerda palabras de hace cincuenta años? –Yo, cariño. ¡Cincuenta años en los que cada noche para que no me olvidaras he estado enviándote un mensaje secreto con las estrellas! Entonces la Señora cayó abatida en el asiento, se tapó de nuevo el rostro con las manos, y profundamente decepcio111


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nada, como si aquel descubrimiento le destemplara el alma, exclamó sollozando: –¡Tantos años leyendo los mensajes apasionados de las estrellas intentando descubrir quién pudiera remitírmelos, y resulta que eras tú, desgraciado!

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Los borrachos en el cementerio. El celador Morales tenía los pómulos metidos para dentro, como si en sus ratos libres se comiera la carne en lugar de las uñas; larga nariz, achinados los ojos. Multaba por la ropa tendida, por jugar a la pelota, por el riego de geranios a deshoras, por romper los cristales, por el volcado de las bacinillas al callejón, por besarse en las esquinas, por jurar en público y hasta por tumbarse a dormir en los soportales. Por todo. Era el más despreciado, arriesgado y desagradable de todos los celadores que se adentraban en el Barrio Viejo; rondaba siempre a pie y no usaba bicicleta. Presumido como una estacha nueva, exhibía un permanente rictus de amargado por culpa de una úlcera que le hacía consumir kilos de bicarbonato. Además no era de aquí, que había venido de otro sitio, pegando a Portugal, por el oeste del país, que lo delataba su acento áspero, de zona de campo. Sus superiores el día de la fiesta del cuerpo (el Ángel de la Guarda) de unos años atrás, le llamaron a consulta y le dijeron: usted se nos casa echando leches y por la iglesia, lo mismo da en la basílica que en la catedral, porque no es buen ejemplo para la sociedad mantener en activo un guardia soltero; porque un guardia soltero de su edad pasa por mirón de jovencitas, y por libidinoso; porque sólo los casados suscitan respeto entre el vecindario. Como le gustaban todas, lo mismo las de forma de escoba que las de piel áspera de melocotón, las de piel embetunada de manzana como las canijas, rechonchas, y también las otras, se volvía con descaro a mirar traseros y, claro, semejante insolencia a las mujeres no les pasaba desapercibida. Las verduleras y las pescadoras la habían tomado con 113


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él y al verle le insultaban en voz baja llamándole pringado, salido, poco hombre, pánfilo y roñoso. Las rederas simplemente le escupían a su paso y en cuanto entraba por descuido en el puerto para controlar las patentes de las bicicletas y de los carros de mano lo empujaban hasta echarlo fuera, restregándole la nariz con los jureles sin venta, diciéndole descaradas: –Búscate una sirena que te amamante, pelado. Así que necesitaba buscarse esposa y en ese afán estaba. Mejor una sumisa y dulce que otra cuarentona y de agallas como las de por aquí. En cuanto aparcaba el silbato merodeaba entre las calles sombrías, todavía empedradas, pensando el muy ingenuo que por su estilo chulesco de medio señorito (prepotente, manos lisas sin callosidades, olor a cualquier cosa menos a grasa o petróleo) alguna de las solteronas con gana de merecer o alguna sirvienta de cofia y delantal podría abandonar el barrio para encargarse de regentar su casa con goteras, a veces hasta sin luz, cedida por el ayuntamiento. Así era de simple. Pero las muchachas se apartaban a su paso y las viudas todavía de buen ver se escondían en los portales. Una mañana de luz gris anunció en voz alta al barrendero del barrio, que ejercía de borracho a viernes sueltos, la gran noticia: –Me caso. La nueva, claro, circuló como la pólvora, y en seguida le sacaron cantares: escondida en portaletas una rubia con coletas saca brillo al pitilín del Morales, ay, jolín Decían que un atardecer después de perseguir a unas cuentas topó con una rubia empalagosa por las cercanías 114


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del ayuntamiento y al colocar lo apalabrado sobre la mesilla, con los ojos turbios por el cansancio, la dijo: –Que no sé todavía tu nombre. –Igual no lo tengo. –¿Y si te llamo Rosa? –Como si quieres llamarme Clavel. –Yo soy Morales. –¿Y qué? –le dijo la mujer desnuda, todavía sobre la cama. –Soy un tipo muy fogoso. –Si tú lo dices. –Y te lo he demostrado. –Bueno. –Y además una autoridad. –¿Y eso para qué te sirve? –repitió la mujer. –Para multarte si me da la gana por practicar lo que practicas o hacerte la vida imposible; sin embargo, ya ves mi buena voluntad, soy un caballero: pago puntualmente el servicio. –¿No pensarías hacerlo gratis? –Pues, sí. En eso estaba pensando. Se sentó al borde de la cama e invitó a la mujer a que lo hiciera a su lado. Y así se estuvieron los dos un rato, desnudos, fumando un cigarrillo, sin intercambiar ni una sola palabra más, buscando algo en las paredes que les sirviera de distracción para aguantarse el silencio. Afuera, esta vez no llovía. El regreso de un carro por el adoquinado de la calleja retumbó de repente dentro de la habitación. Dijo él: –Haré la vista gorda contigo. –¿Y por qué? –Porque me da la gana. –¿A cambio de qué? 115


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–A cambio de nada. –¿No vas a pedirme algo especial, algo depravado? Ya sabes. –No. –¡Ah! –suspiró sin emoción la mujer– ¿Entonces, te conformas con que te dé las gracias? –Sí. –Pues te las doy. –Mejor nos callamos un rato más. –Como quieras. La habitación era un cuarto de luz tenue, con un armario, una mesilla, una palangana, una jofaina, una toallita áspera y encima de la mesilla un cenicero de regalo de la marca de coñac anunciada en el programa espectáculo de la radio de los fines de semana donde un argentino trucaba voces con más rapidez que las pulgas cambian de sitio en la sábana. Cuando acabó el cigarrillo, soltó él de repente: –Cásate conmigo. La mujer ni se inmutó. Aunque en los sábados acontecen las propuestas más disparatadas también los pirados del resto de la semana prometían convertirla en dama como si, carajo, ya no lo fuera. Dama de alterne, de pasearse por la Avenida, de las que caminan muy tiesas sobre unos zapatos de equilibrio peligroso pero que no afectan a sus delicados juanetes. Los sábados y los viernes al amontonarse la demanda cortaba bruscamente con las milongas, y los sentimentalismos infantiles para aplicar rotación al negocio. Pero, casualidad, el día de la declaración de Morales era miércoles, un día tonto, oscuro, de poco trabajo, igual nada, así que en lugar de cortar por lo sano, le dio por seguirle el juego. A los importantes les priva eso: que se les tenga en cuenta, que alguien los escuche. Pegó una bocanada al nuevo cigarrillo. Fumaba en boquilla corta. Le parecía más 116


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normal que esas largas de vampiresa, de película en blanco y negro tijereteada por otro salido. –¿Para qué? ¿Te alivia tanto el hacerlo gratis? Se casaron a las doce en la catedral, de blanco tiza ella, de uniforme él y con arroz barato servido por los otros guardias para banquete de las palomas. El órgano atacó la marcha nupcial sin romperse ningún tubo y después hubo desfile, con el sargento en traje de gala y penacho a la cabeza dirigiéndolo, y detrás el cabo con el pantalón sujetándoselo con tirantes para que no se la abriera la bragueta. A Morales, como es natural, pronto le abandonó la mujer, y entonces se dio a la bebida seguramente para curarse la úlcera. Como las borracheras que se malgastan en soledad terminan en llorera, comenzó los viernes a merodear como alma en pena por la Taberna de José hasta que los compadres, a instancias del barrendero municipal, decidieron por compasión admitirle haciéndole sitio en la mesa corrida. En el callejón paralelo a la calle que une las dos iglesias, justo en la esquina que las enlaza (a la derecha, la parte alta, la iglesia rica; a la izquierda, la parte baja, la iglesia pobre), la Taberna ofrece dos pequeñas mesas dentro y una corrida en el exterior. Luego, viene el portal de la casa que da número al local, el almacén del trapero donde amontona papeles y trapos y alguna rata kilométrica, y ya la calle, con su ligera pendiente para la caída de aguas. Doblando la esquina, la peluquería con sus fotografías sepia del paseíllo de los alguacilillos en la plaza de toros y más allá el depósito de patatas con su hueco para aparcar la pequeña camioneta de ruedas estrechas medio macizas. El lúgubre y siempre cerrado almacén de aceites queda justo enfrente. Los viernes se obligaban los vecinos a atrancar balcones y ventanas e introducir las cabezas debajo de la almohada para intentar conciliar el sueño. 117


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La costumbre de los borrachos era juntarse ese día alrededor de las nueve, y puntuales allí aparecían también los dos muchachos (por aquellos tiempos la calle resultaba mejor refugio que la propia casa), husmeando como perros hambrientos a la espera de las cortezas ahumadas y los restos sobrantes de la cena para evitar que se perdiesen en el empedrado de la calleja: tortilla de bacalao, tabla de quesos, nueces, a veces anchoas, a veces sardinas, a veces bonito. Y vino, mucho vino pelón, grueso y sucio, todo el vino del mundo. Los dos muchachos acudían a la pública (que estaba detrás de la iglesia pobre) y a veces aparecían con la cara marcada y los nudillos rojos y los ojos amoratados. Expertos en tragarse las raspas de anchoa y diseccionar las cabezas de sardina, jamás hablaban para pasar desapercibidos. Permanecían el tiempo necesario hasta que los borrachos se retiraban rendidos bien por efecto de la bebida o porque se les había acabado para el resto de la semana las grandes soluciones a los enormes problemas del mundo. José, el dueño, daba nombre a la taberna porque jamás se le hubiera podido ocurrir otro distinto; hombre de letras de periódico, buena persona con su palillo permanente en los labios, su manera de recostarse medio cansado en el mostrador y su mirada de morsa perdida en el Atlántico, hablaba lo justo, y siempre de África y de las tortillas sin huevo, con patata cocida y mucha leche. Había estado sirviendo en el ejército allí, y Tetuán y Tánger e Ifni y todo eso eran sus amores perdidos, las joyas de su vida. Recordaba aquella época como la más maravillosa de su juventud. Quizá para no olvidarse de los moros que le hicieron salir corriendo con el rabo entre las piernas, como a tantos otros, tenía a bien colocar en el extremo de la barra próximo a la calle permanentemente un vaso de vino más negro que la tinta china sobrante de una clase de caligrafía, y un vaso de 118


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agua, de modo que cualquier sediento podía penetrar en el establecimiento, acodarse en la barra y sin mediar palabra beberse el vaso entero y marcharse sin pagar ni emitir un gruñido de agradecimiento. Alguno de los parroquianos, para disipar un poco la vergüenza del abuso, le decía: –Cuando deje de ser pobre te pagaré todo lo que te he bebido. Y José contestaba automáticamente: –Cuando seas rico tú, pobre me habré vuelto yo. Las tertulias de los borrachos giraban siempre acerca de los grandes problemas de la humanidad y nunca de las pequeñas miserias de alcantarilla; jamás derivaban en bronca porque para eso estaban los oportunos cánticos y el estricto código no escrito pero de obligado cumplimiento: nada de curas, fuera directores de banco, patrones esclavistas, militares, alcalde, y otros ladrones; y las mujeres, ¡ay, las mujeres!, riguroso silencio porque son unas santas incluidas la propia aunque se acueste con otros. Esto los muchachos lo tenían asimilado, de modo que asistían respetuosos a las discusiones y acompañaban los cánticos en voz tan baja que parecían mudos. Había otra norma importante: alegrarse entre semana, sí, pero no emborracharse, porque si se desgastan arbitrariamente las ideas un día cualquiera pierden respe como las gaseosas abiertas y llegan sin fuerza al viernes. Por ejemplo, el sacristán del ojo cíclope, un intelectual sensato y culto con un agujero en la frente culpa del mal traspiés proveniente de una urgencia originada por el trasiego gratis de docena y media de chiquitos cada uno de distinto cosechero, que de historia sabe la parte que siempre se oculta, fue requerido por García, el barrendero municipal, precisamente por terminar una boda de sábado tumbado en la 119


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cuneta. El buen hombre alegó en su defensa que el tiempo existe, que aunque sea algo intangible –y lo expresó así: intangible, como suena, sílaba a sílaba– camina sin detenerse, huidizo, sin que nadie, ni siquiera él (por el barrendero) a pesar de sus habilidades con la escoba, pueda detenerlo. Dijo casi sollozando en la siguiente tertulia para implorar el perdón necesario para eludir la expulsión de las reuniones del viernes: –Si no existiera el tiempo los jueves nunca serían viernes. Y la verdad aquello les pareció a todos un pensamiento horrible, soltado además así de repente, porque si no hubiera tiempo al permanecer todo atrapado lo cambiable sería inmutable, de modo que allá donde estuvieras allá te quedarías para siempre, como congelado dentro de una barra de hielo, verbigracia en jueves si es jueves, sin alcanzar jamás las alegrías de los viernes ni los lúdicos fines de semana (cuando sacas a pasear a la parienta y la llevas detrás, a dos pasos). Los muchachos en los casi trece años por ejemplo, las mujeres gordas en sus obesidades, las flacas en sus estrecheces, los que no se bañan con más mierda encima, el vino de la Taberna de José avinagrado dentro del pellejo. Y, señalando a los muchachos a los que tenía en estima, sentenció: como en el sin tiempo tampoco hay crecederas nunca estos pobres infelices alcanzarían por derecho propio las condiciones exigidas para un día sucedernos a nosotros como borrachos con educación. Así eran de profundas las reflexiones de los viernes. Criados en la calle, esta calidad de pensamiento maravillaba a los muchachos, que desconocían lo que era el bachillerato ni para qué coño servía. ¡Los borrachos sí que sabían de mundo! Tenían mucho que aprender para de mayores no vomitar en las esquinas como ellos. Había que tener 120


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labia, de la que de momento carecían. ¿Y qué decir de la batería de ideas? ¿Y de las comparaciones luminosas? ¿Cómo era posible que aquellos hombres tuvieran la capacidad de pensar sin cansarse? ¿De dominar todos los temas e inventarse nuevos? Sus voces podían subir de tono, pero nunca mostrarse agresivas. Lo trascendente no es que antes de emborracharse tuvieran un conocimiento suficiente de la realidad para comprenderla, sino que gracias a la bebida eran capaces de mejorarla. Y ya cuando nadie podía sustentar un argumento diferente, como colofón, Paco Forastero conseguía su particular momento de gloria, anunciando medio llorando: –Quiero mucho a mi mujer. Entonces, todos le daban el pésame, le pasaban la mano por el hombro y le decían compungidos, que lo sentían y que como consuelo supiera que en la escala de la vida hay más desgraciados que felices, como hay más hindúes que europeos, más curas que feligreses y más tábanos que mulos, incluidos los que pierden los ejércitos en maniobras. Este Paco, apodado Forastero por serlo, bonachón y pacífico, al que pegaba su mujer los domingos que no la acompañaba a misa, era, por ejemplo, un elemento curioso. Advenedizo en el barrio y en la ciudad como el celador Morales, nacido en el sur, pero integrado hasta el punto que su borrachera no difería de la de los demás, trabajaba adscrito al despacho de buques lo que le permitía congeniar entre semana con capitanes y contramaestres y estibadores de la grúa. Asimilaba sin pestañear, con ingenuidad infantil, las terroríficas exageraciones de aparecidos y desaparecidos en ese puñetero mar Cantábrico, de modo que se creía hasta lo que se imaginaba. De vocación marino, había terminado encerrado en una oficinita estrecha con un ventanuco abierto en la pared para 121


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ensoñarse como consuelo con las galernas de septiembre. Pequeño como una bolita de carne, tenía la sonrisa pegada en los labios como otros una nube de pecas. Caminaba a saltitos como un mono arrastrado por la parienta, mujerona del puerto a la que miraban todos tetas arriba por si acaso (¿qué pasa?, ¿sólo tengo tetas?, ¿ni siquiera culo?), que había sido pretendida por un bombero, un pirulero, un toldero, un vendedor de patatas fritas, un casero de la provincia de los que pagan la renta por santo Tomás y algún otro. Que lo eligiera después de tontear siete años en la parada del trolebús sin arrancarse es un misterio insondable, y que le diera libertad los viernes para emborracharse, más. Comprensivo con el hambre, y maravillado por el innegable interés de los muchachos por aprender a ser borrachos de provecho, se sentaba siempre en la esquina de la mesa corrida, como un guisajillo que pretendiera pasar desapercibido precisamente para alcanzarles con más facilidad el culo del porrón. Agradecidos, los muchachos le llamaban don Paco, y él decía: –Don sin dín poco calienta al cacharrín. Aquel viernes, tocaba tertulia de altura y aunque trataban a Dios con mucho respeto porque está en todas partes, no así a los santos, que muchos ni siquiera han existido. Dijo el sacristán que se anunciaba para el mes siguiente la llegada de un hueso, y que lo iban a exponer para devoción de los fieles. Entonces, don Alberto le preguntó con gravedad impostada: –¿Cráneo, tibia, peroné, falange, mandíbula? –¡Y yo qué sé! –dijo el sacristán. Y como alguien dijo que hay más huesos que santos, se armó la buena. Envarado como un figurín, provocador de situaciones, pajarita, aunque con el cuello de la camisa vuelto, y de traje, 122


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aunque raído y viejo, con tantos apellidos compuestos reales y ficticios como para regalar, don Alberto era el artista, el único, no existía otro en el mundo y menos que apestase tanto a aceite de linaza. Se anunciaba como desheredado de una familia de besaculos, de marca caprichosa en la nalga, a la que los republicanos habían intentado pasear una madrugada por la playa. Miraba al mundo con suficiencia, seguro de la incapacidad del universo entero para comprender sus innovaciones con los cordones de las botas usados como pinceles de un solo pelo. Pintaba sobre contrachapeados de armarios y cajones recogidos del depósito municipal. Desde la altura de sus ojos vidriosos y su bigote engominado en cuanto aparecía golpeaba violentamente tres veces con su bastón de empuñadura metálica sobre la mesa corrida, obligando a los muchachos a salir de debajo a toda prisa para alcanzar el banzo de la casa de al lado. Consideraba inculta a toda la humanidad incluidos zapateros, herreros, barberos, periodistas de los ecos de sociedad y otros charlatanes y más gentes del mal vivir, incapaces todos de comprender la profunda hondura de su arte, reflejada siempre en unos cuadros enormes, bodegones de uvas que parecen sandías y retratos donde resulta difícil descubrir al retratado. Aquel viernes, después de los tres golpes, caliente por la discusión teológica, dijo con la solemnidad requerida para la ocasión: –No hay nadie entre ustedes, señores, capaz de venirse conmigo dentro de dos viernes, noche de luna nueva, a la hora mágica de las doce a buscar huesos en el camposanto y luego jugar una partida de cartas a la luz de la verdosa fluorescencia encendida. Lo digo, lo repito e insisto. Me temo que son ustedes unos pusilánimes, gente temblona, hasta demasiado cobarde para acompañarme. 123


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Acaso por haber vendido un cuadro o acaso por haberse comido las uvas del bodegón antes de pintarlas, exultante y sereno se puso a disertar, como si su reto fuera una simple fanfarronada, acerca de las luces, los encuadres, las profundidades de campo, los cielos azules y las ramas marrones de los árboles resecos. El patatero, con las espaldas molidas de acarrear sacas, el único que en las inundaciones cuando las mareas vivas con el agua hasta la cintura levanta con un pincho las tapas de las alcantarillas aun a riesgo de perder el equilibrio y perderse por el sumidero, esperó a que terminara de hablar, y serenamente sin dejar de mirar el nivel negro cada vez más descendente de su propio porrón, dijo: –¿Al mus, al julepe, al subastado, a las siete y media, al tute cabrón, a la escoba, a la brisca? ¿A qué clase de juego apuesta vuecencia la hombría? Acaso por no esperárselo el pintor se mostró sorprendido: –¿Decía usted? –Juego, fecha y hora, y menos bravuconadas que todos nacemos de madre –le conminó el patatero, al que el vivaracho ojo izquierdo intentaba salirse de órbita. –¿Le conozco a usted, caballero? –dijo impertérrito el pintor. –Digo, don Alberto, y perdone el atrevimiento de este humilde aunque no asalariado patatero, que si los vivos no me dan miedo, menos los muertos. Me cago en ellos y no hago excepción. Me cago también hasta en los vivos que enterraron como muertos. Ya lo ve usted: no me tiembla la voz con las cosas del más allá. Cuando estoy sereno son otros los que tiemblan. Recojo su reto y espero que concrete la apuesta. Un saco de patatas contra uno de sus cua124


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dros obscenos que no consigue colocar ni con recomendaciones en ningún museo. El pintor se soliviantó. –Admito su ironía porque es viernes; cualquier otro día de la semana le enviaría mis padrinos. ¡Comparar un saco de patatas con uno de mis cuadros! ¡Qué insolencia! ¡Qué descaro! ¡Qué desvergüenza! ¡Esta incultura es lo que mata al país! ¡No me reto en duelo con usted porque usted no es noble! ¡Seguro que a lo más judío converso o musulmán de chilaba! ¿Pero cómo se atreve? ¡Patatas! ¡Simples y sucios tubérculos! Sepa que he sido medalla de oro en París, medalla de oro en Madrid, medalla de oro en Bruselas. –Y que nos acompaña los viernes porque le pagamos la cena. –¡También! ¿A qué negarlo? El caché es el caché, señores proletarios. Pero sólo porque este señor –y señaló a Paco Forastero– es un caballero. Un espécimen sin cólera. Casi un santo. Sepan que gracias a su exquisita educación soporto presencias de gente basta y de tan poca corteza intelectual como la que le adorna a usted, inculto y poco leído señor patatero. –Como usted quiera, don –dijo el patatero–. Si la partida es por parejas, puede llevárselo de compañero. Le doy esa ventaja. –Elija entonces usted el suyo. Y no se hable más, que los huesos y los muertos ese viernes nos esperan. Entonces el celador Morales arqueó la ceja izquierda, y dijo las pocas palabras que la úlcera le permitió en ese momento: –Si necesitan pareja para el mus, me ofrezco. Pasaron los días y otro viernes y llegó el viernes de luna nueva. Y el celador Morales que no era de hombre de olvidos, recuperó su interés por la apuesta, y dijo: 125


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–El sepulturero a las doce nos abre el camposanto. Enmudecieron todos de repente; las voces roncas descansaron obligadas unos segundos casi eternos. Realmente, hasta el patatero tenía olvidado el reto. Morales insistió: –Alguien habló de hombría aquí comprometiéndose a una apuesta. Hubo como una conspiración de sordos. Nadie se atrevía a levantar la voz. –Lo tengo incluso anotado en mi libreta. Don Alberto asestó entonces dos bastonazos de conformidad sobre la mesa y cesaron los murmullos. Dijo: –Las apuestas que se cruzan hay que cumplirlas. Inmediatamente comenzaron los preparativos. Primero, terminar con la tortilla, dejando la parte de patata negra a los muchachos; segundo, atacar el queso sin comerse entera la corteza; tercero, limpiar de pulpa las nueces, hurgando hasta con la uña del dedo meñique. Tocaba también pastelito de manzana. El tabernero retiró con habilidad los cubiertos, repartió las velas y entregó la baraja de naipes usados y unos garbanzos para utilizarlos como piedras, y dijo: –Cando la taberna, cojo un pellejo y para allá nos vamos. –Ocho reyes y vale la real –dijo don Alberto. –No vale la real –dijo el patatero. –Ocho reyes y vale la real –insistió el pintor aristócrata. –No vale la real porque somos republicanos –dijo el patatero, y se pusieron en marcha. Como una triste procesión de borrachos mudos, la comitiva abandonó el barrio para acercarse despacio y en silencio al camposanto, que estaba en lo alto, en un otero desde donde podían divisarse las luces mustias de las farolas de las calles principales de la ciudad y al fondo la mancha aceitosa del mar. 126


Los borrachos en el cementerio

Delante, el celador y casi a su altura el barrendero, luego el sacristán, el pintor, el patatero, el dueño de la taberna, alguno más y cerrando don Paco Forastero, guiando con sus saltitos ridículos a los dos muchachos. Se supone que la luna contemplaría atónita desde su oscuridad el espectáculo de unos hombres reunidos como maleantes ante la verja roñosa, con los pájaros asustados y los murciélagos rondando en derredor de sus cabezas. A la leyenda escrita en el frontispicio el tintineo insolente de las velas alargaba trágicamente las sílabas: EL QUE ENTRA AQUÍ HORIZONTAL, NUNCA SALE DE PIE. De repente, y como si estuviera convenido para dotar de mayor dramatismo al paisaje, le dio por soplar a ráfagas el viento simulando acaso el ulular intermitente de un lobo escondido. Los muchachos ocultos tras el pretil del acceso se repartían nerviosos la última colilla recogida del suelo. Las doce. El silencio. La voz lúgubre del reloj de una iglesia lejana. La hora mágica, la luna desaparecida, pero también mágica. El celador Morales, anunció: –Puntual como siempre. Ya está aquí. El sepulturero apareció medio embozado, corriendo a pasito corto como si le persiguiera la angustia, resoplando como un toro herido, con el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba y la mirada recelosa. Llevaba un manojo de llaves. Se dirigió a Morales, y le dijo: –Hora y media y por un favor personal, que conste. A la una y media cierro hasta los pestillos y el que se quede dentro que aguarde escondido para salir con el entierro de la mañana. No quiero líos. Me juego un expediente. Este tra127


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bajo mío no está muy demandado, la verdad, pero siempre hay alguien más necesitado. Ya me entiendes. Que a nadie se le ocurra hacer bromas con el muerto del depósito. Quien lo saque para darse una vuelta con él que lo vuelva a colocar de nuevo dentro. –¿Y los fuegos fatuos? –preguntó algo asustado Paco Forastero, medio oculto tras el barrendero, el tabernero y el sacristán. –Los apagas, coño –dijo el sepulturero. Y añadió con firmeza: –Cerraré por fuera. Pero a la una y media el que no esté en la verja se queda dentro, aunque le chirríen las entrañas. No pienso esperar ni un minuto más. Ya iban a traspasar la puerta, cuando el sepulturero al fijarse en los muchachos les negó el paso. –¿Y vosotros? –Venimos a aprender. –Aprender ¿qué? –Señor, a ser de mayores borrachos con sentimiento.

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Por las nubes

Por las nubes El abogado alegaba ante el juez: –¿Por dónde podría haber pasado? ¿Por las nubes?

Compadre Eusebio. Todos los atardeceres de agosto, cuando los cínifes marrulleros acechan en la orilla del río, Eusebio, el viejo compadre, se acercaba despacio al majuelo de la ladera del cotorro para comprobar el grado de madurez de la uva tinta de ese año. Picoteaba en los racimos hermosos, seleccionando con cuidado los granos intermedios, los que al aplastarlos ofrecen una carne sin terminar pero voluptuosa y dulce; troceaba el pan sobrante del mediodía y, luego, tumbándose al lado del camino, asistía en silencio al ocaso de un sol que se sacrifica para renacer vigoroso allá donde el infinito semeja un mar sereno, lejano y desconocido, fuera de la tierra caliza y de las grises montañas perezosas. Miraba al cielo rogando para que nada en los próximos días ocultara su desnudez, ni siquiera las bandadas de pájaros ruidosos que amargan el silencio.

Martín, hijo de Damián. Desde hacía unos años, también en agosto, Martín regresaba a la tierra que le vio nacer. Se había ido a temprana edad del pueblo, recogido por la misericordia, a conocer otros lugares, los que el viejo maestro de mirada cansada decía que existían señalando cualquier punto perdido del mapa colgado entre telarañas de la pared. Hablaba aquel hombre de ciudades donde sólo la tibieza encoge el ánimo y nunca la vergüenza, inoculando en el muchacho esa fiera ansiedad que obliga a caminar en busca de los otros mun129


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dos donde la vida está para vivirla y no para entretenerla con amarguras. Ahora, cumplidos los cuarenta, sin ninguna ansia de venganza, regresaba puntualmente en agosto para sorprenderse de nuevo con la aparición súbita de los millones de estrellas que anuncian la noche, escuchando de los labios del viejo compadre la historia que condenó al hombre que fue su padre. De cómo a los días malditos suceden otros días penitentes que luego devienen en otros más malditos y cómo los errores se encadenan, como una máquina tractora ansiosa de engancharse a nuevos vagones, y de cómo los hombres llamados a cambiar las cosas prefieren excusarse en orgullos monstruosos, tan estúpidos como banales, antes que modificar sus comportamientos. El mismo saludo repetía el viejo compadre al verle acercarse por el camino: –Fue el nublo maldito el que condenó a tu padre. Y se quedaban entonces ambos un rato en silencio mirando al punto de la orilla donde aconteció el drama y se torció el destino. –Todo depende de la casualidad, todo depende de la suerte.

El abogado. Acobardado por la responsabilidad de su primera actuación profesional, el abogado de oficio, menudito, joven, algo insensato, intentaba por todos los medios un alegato convincente. Fumaba, removía los papeles mostrando en público sus manos blancas sin callosidades. Las gafas de concha le conferían un aspecto de estudiante aplicado. Iba y venía buscando el clavo dónde asirse, sin encontrar demasiadas respuestas a sus preguntas. El compadre Eusebio fue el único que dio el paso adelante para ofrecerse de tes130


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tigo. Dijo que había escuchado las voces mientras aguantaba el temporal bajo el alero de la casona de las afueras y dijo también que nadie más acudió a la demanda de auxilio. El abogado consiguió que se prestara también a acompañarle a la cárcel para intentar convencer al padre de Martín de la necesidad de la defensa. Y allí se presentó tres o cuatro veces, pero aquel hombre que iba a ser condenado, de mirada triste, curtido por los fríos y los sinsabores, admitía con la misma tozudez con que se había enfrentado siempre a la vida que toda culpa exige un castigo. Y él era culpable. Y merecía por tanto el castigo. –Déjate aconsejar, Damián –le suplicó el compadre–. Lucha aunque sea por el futuro de tu hijo. El abogado, insistía: –Hay resquicios legales. Hay atenuantes. Pero Damián, invariablemente, confesaba: –Le busqué el gañón y le rajé muy profundo. Lo hice yo solo. No fue una reyerta entre iguales. Quería hacerlo, y lo hice. –Me ha tocado defenderle a usted –le dijo el abogado, disimulando el ligero temblor de la voz y el nerviosismo de sus manos–. Sepa que yo no le he buscado. Pero sepa también que es un honor hacerlo y un deshonor perder mi primera defensa. Reconozco mi desventaja. Usted no quiere ayudarme. Pero le garantizo que voy a dedicarme al caso en cuerpo y alma. –Le clavé hasta los adentros –confesó compungido Damián, en el recinto de visitas–. Él llevaba las manos desnudas. –Pero usted se arrepiente. –No. Jamás. ¿Cómo voy a arrepentirme? Era su vida o la mía. Martín recordaba todos los agostos en la dramatización 131


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del compadre Eusebio aquellos ojos enfermos, aquellas palabras de súplica también enfermas. Tenía por aquel entonces doce años y no era un niño diferente a los demás. Más estrecho, más oscurecida la piel, de botas usadas, de zapatos desgastados los domingos. La vida no es que tampoco les sonriera, estaban los dos solos, padre e hijo, y las cosas en los años difíciles se llevan de peor manera. El hombre salía al campo de madrugada, como tantos otros, regresando al atardecer. Martín se encargaba de todo. Su padre estaba enseñado a trabajar, y siempre le tocaban los trabajos de pobre, los que doblan las espaldas. Dormían en habitaciones separadas, la de Martín sin puerta, simplemente una manta sin pelo para frenar la friura de los inviernos cortados por el viento del norte. El día que quiso saber, su padre le dijo escuetamente: –Tu madre murió para que nacieras tú. Agradéceselo en tus oraciones. Limpia la cocina y acuéstate. La casa, por lo demás vieja, estaba próxima al último palomar. Contaba con un altillo para la paja sobre el cobertizo de la mula y una cocina con suelo de baldosa roja. El suelo del resto era de piedra; la escalera de acceso a la planta superior con peldaños de madera carcomida, de escasa altura, como si estuvieran preparados exclusivamente para el servicio de gente cansada. Un día, Martín dijo a su padre: –¿Cuándo podré acompañarle al campo? El hombre se tomó un tiempo. La bujía ensanchaba los pliegues espesos de su rostro, aplastando su sombra en la pared mal encalada. –Si te enseñas a trabajar mala vida te espera.

El hecho. –Cuénteme cómo sucedió –pidió por enésima vez el abogado. 132


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El padre de Martín agachó humildemente la cabeza, y se lo volvió a explicar. Era cíclico. Al río, estirado como un lagarto desnudo y siempre hasta entonces dormido, le daba ahora por desbordarse desde que habían desplazado los ingenieros el recodo para beneficio de unas tierras que ya antes eran de primera y ahora con la toma de agua pasaban a mejores. Vinieron un año con sus proyectos y sus suficiencias, comieron bien y bebieron cuanto quisieron, hicieron reuniones sin descubrir lo que guardan los silencios, y después de terminar la obra la certificaron sin medir consecuencias. Aquello era bueno para todos, dijeron sin cansarse de repetirlo, aunque al padre de Martín y a otros no se lo pareciese, porque en los años lluviosos, comentaron, anegaría los caminos volviendo dificultoso el tránsito por el único camino de regreso al pueblo, el de la vadera. Entonces habría que enfangarse en la tierra hasta encontrar un paso menos peligroso, donde las aguas violentas se arremansaran. Ocurrió. Aquel año del suceso se rompió el cielo y el agua marrón se desparramó con fuerza arrastrando consigo ramas desnudas y animales muertos. –Tu padre volvía con la mula –dijo el compadre Eusebio. Y después de expulsar el último hollejo, añadió: –En esos momentos lo mejor es descabalgarse de la mula y dejarla que busque el mejor camino de regreso. –¿Y así lo hizo padre? –Así lo hizo. La mula le condujo a aquel paso. El cielo negro justificaba el riesgo. Atronaba. De vez en cuando, el latigazo de la serpiente eléctrica iluminaba las ramas agónicas de los árboles, devolviendo al mundo una agitación abrasadora. No había otro posible cruce que por aquella era. 133


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El criado del señorito aguardaba en la caseta. Era un hombre simple acostumbrado a obedecer y poco pensar. Vigilaba por la tronera para espantar en verano los tordos y alertar de noche a gitanos y furtivos. Salió de la caseta y se enfrentó bajo la lluvia torrencial a la sombra que se acercaba: –Por aquí nadie puede pasar –gritó. –Soy el Damián –respondió el padre de Martín desde la otra orilla, de nuevo sobre la mula. –Lo sé y te he reconocido, pero estás en lugar equivocado. –No hay otra salida. ¿No sientes cómo atruena? Todo está anegado. La vadera está imposible. –Tengo órdenes de que nadie pase, y yo las órdenes las cumplo. –Es solo un momento. La mula ha buscado el camino. –No pasarás. –Déjame llegar a casa. Mira cómo estoy de perdido. –Busca otra salida orilla abajo, que aquí no se da paso a nadie. Y si el agua te llama, allá te vayas con ella. El compadre Eusebio aclaró a Martín: –Tu padre a pesar de todo decidió cruzar por aquel punto. No le quedaba otro remedio. –¿Y cruzó? –Casi ganaba la orilla cuando el criado se metió en el agua para espantarle la mula y obligarle a desistir. –Le ataqué con toda la fuerza que me dio el alma– repitió el padre de Martín por enésima vez al abogado. Y confesó otra vez: –Le clavé el cuchillo, y la primera sangre me volvió loco. –Puedo alegar que fue la mula la que le arrastró a ese punto del río –dijo el abogado. –Pero yo le clavé el cuchillo, y la sangre me volvió loco –repitió. 134


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El abogado ante el juez. El abogado, delante del juez, proclamó su inocencia alegando cosas que el compadre no entendía. El juez con su toga impoluta esperaba quizás algo más convincente. El abogado sólo decía palabras acerca del río, de la vadera, de las tormentas, de los enfados del cielo, de la tierra empantanada, de las servidumbres del campo, de la vida de aquella gente, en definitiva, nada lamentablemente soportado por los artículos de la ley. –Abrevie –le conminó. El abogado entonces miró al acusador, encontró en los ojos de la viuda el odio de la vida truncada; miró también al señorito, al juez, a la gente; miró finalmente a Damián y vio en su humillación que aquel hombre en el fondo necesitaba ser condenado. Esperó unos segundos, y gritó desgarradamente: –¿Por dónde podría haber pasado? ¿Por las nubes? Eso es lo único que recordaba el compadre como argumento de la defensa. Eso y que cuando escuchó el veredicto de condena comprendió que jamás volvería Martín a ver con vida a su padre.

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Morrongo Lo recuerdo como hombre sabio. Trabajaba en el portal de casa, en una garita reservada en otro tiempo para la señora María y libre al abandonar ésta por razones de salud y edad sus obligaciones de cuidadora voluntaria del inmueble. Baldomero había estado no sólo en nuestra guerra sino en todas las guerras anteriores. En una de ellas, por Rusia o Siberia o por ahí, en un lugar de veranos helados, le habían extirpado por congelación el dedo meñique del pie izquierdo. Por ejemplo, la reina Isabel, la Católica, resultaba en su boca tan familiar como los malditos treinta y tres reyes godos, Ataúlfo y Sigerico a la cabeza hasta Rodrigo pasando por Atanagildo y Chisdanvinto. Buena persona, nos reforzaba gratis punteras y tacones con chapitas de metal que al chocar contra el suelo generaban unas chispas anaranjadas que obligaba a saltar del susto a las chicas. Esa era nuestra diversión, esa y los garbanzos de pólvora que explotábamos asustando a las viejas a la entrada a misa. Apreciaba que nos acercásemos a la garita para poder hablar con nosotros, aunque al pegar la nariz a los cristales le robásemos algo de la luz natural del día. Nos gustaba verle machacar el cuero contra el yunque y coser las suelas con pita y disolver en un infiernillo la cola de caballo, y el olor mareante del tinte, y también el calendario de las bañistas con faldita. Todos los años cambiaba de calendario y de chicas. En el otro extremo tenía expuesto otro de santos atemporal porque estaba anclado en el primero de los cincuenta y en enero. Como buen remendón cuando no tenía clavos en la boca susurraba canciones en que una pulga o subía y subía o bajaba y bajaba, que nunca se estaba quieta. Noso136


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tros nos dábamos un codazo de complicidad, porque las pulgas que atrapábamos en la cama en lugar de aplastarlas con la uña (hacían curiosamente crac al matarlas, como las apurras de patatas fritas en la boca) las conservábamos en cajas de cerillas para enseñarlas a saltar del medio metro para arriba y llevarlas al circo cuando regresara en verano. Baldomero sabía de una pulga, pero el que menos de nosotros guardaba diez. De pulgas, cucarachas y ratones éramos expertos. De lagartijas con cola al cogerlas y sin cola al soltarlas, también, pero de piojos algo menos, sólo que lo mejor es bucear en el muelle para que se ahoguen las liendres y deje de picarte la cabeza. Un día Baldomero nos descubrió que los siete sabios de Grecia eran diez, que el caballo blanco de Santiago era negro, que los norays donde se amarra la estacha de los pesqueros son en realidad cañones de la Armada Invencible, que los hermanos Pinzones, a pesar de la rima fácil, eran tipos con pelo en pecho y espada suelta y que los aztecas arrancaban en vivo el corazón a los conquistadores presos. Y también algo que iba a suscitar nuestra vocación de investigadores: que los sueltes desde la altura que los sueltes, los gatos caen siempre de pie. –¿Todos? –Todos –dijo–. Hasta los tullidos. Y añadió luego ex cátedra: –Aunque los sujetes de revés, boca arriba, con los ojos mirando al cielo, en cuanto los sueltas se dan la vuelta y caen de pie. –¿A cualquier altura? –Lo mismo a veinte centímetros del suelo que a dos metros –dijo. Vivíamos en el segundo piso de una casa propiedad en otro tiempo de unos marqueses venidos a menos, pero que 137


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aún conservaba rasgos señoriales. La casa poseía cuarto de baño propio. Un pasillo en forma de ele invertida conducía al retrete. El inodoro estaba incrustado en un curioso armazón de madera, casi un cajón, de modo que al sentarse sobre él las piernas colgaban en el aire. El balcón corría a lo ancho de toda la fachada principal, que se abre a la calle importante, la que une las dos iglesias. Sobra decir que por su parte trasera la casa quedaba separada de la vieja abadía convertida en museo y más allá del monte que detiene al mar por un callejón insalubre y que poca gente se atrevía a utilizar por temor de que al grito de “agua va” terminaran por bañarle de orines y excrementos. En ese callejón hacía Baldomero sus necesidades y a veces también nosotros. Las habitaciones, doce o trece, colgaban todas de un pasillo largo como una lombriz de campo, lo suficientemente ancho para recorrerlo en bicicleta sin temor de estamparnos la cabeza contra las paredes decoradas con un papel medio roto pintado en tonos sepia a base de flores mustias y pajaritos. Había habitaciones que se usaban y otras que no. En concreta una, “el cuarto oscuro”, estaba en un recoveco de otra, carecía incluso de luz, y era el lugar favorito de Morrongo, el gato, para esconderse. Contaba con una ventanita abierta al rellano de la escalera, defendida con cuatro barrotes de hierro. Teníamos gato porque los ratones celebraban asamblea por las noches, y además una tortuga porque las cucarachas disfrutaban también de excursiones nocturnas, ocultándose de día en la carbonera, que era otro cuartito pegado a la fregadera, donde se amontonaban el carbón, el papel y la leña que alimentaban el fogón de la gran cocina. El gato se llamaba Morrongo y a la tortuga nunca la pusimos nombre, entre otras cosas porque hacía vida inde138


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pendiente y pasaba de nosotros. De buen tamaño y caparazón gordo, con cara de pocos amigos y mirada amenazadora, desaparecía a veces durante meses enteros, suponemos que escondida debajo de algún armario; a pesar de que la buscábamos con el reclamo de una hoja de lechuga y una rodaja de tomate aparecía cuando le daba la gana. Pero esa es otra historia. Fidel se tomó muy en serio las palabras de Baldomero. ¿Cómo era posible que los gatos cayeran siempre de pie? Acólito de la iglesia, siempre que venía una excursión de curas tenía que ayudar en los siete altares, tocando simultáneamente la campanilla, abandonando el templo justo para la hora de comer. En aquellos tiempos de sotana y respeto las misas se oficiaban en latín, siempre por la mañana, con el sacerdote de espaldas y el sanctus, la consagración y la comunión anunciados con el vibrante toquiteo de la esquila, así que según terminaba el repique en un altar salía corriendo al siguiente para cumplir con el precepto. Ese día precisamente aparecieron orgullosos bajo sus anchos sombreros de teja negros veinte o treinta curas jóvenes, de viaje a Santiago o por ahí. Se bajaron de un autobús desvencijado y se introdujeron, breviario en mano, en la iglesia. Fidel nos dijo al vernos por la tarde: –Esto es lo que me han dado de propina. No te jode. Y nos enseñó un duro de papel, que pensaba convertir en garbanzos de pólvora y en un coche pulga, de los que das cuerda y anda. Estábamos en el balcón hablando de nuestras cosas, cuando enseguida apareció Morrongo. Era lo habitual. Era un gato amable, familiar, se acurrucaba a nuestro lado y nos maullaba levantando permanentemente el rabo. Le dábamos de vez en cuando una patadita en el culo para que se fuera o lo bajase, pero nos tenía querencia y regresaba en139


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seguida con el rabo de nuevo en alto y su maullido extraño. Fidel no se lo pensó más. Lo atrapó, lo cogió por las patas y lo puso boca abajo y me dijo que lo cogiera yo también por las manos. Así lo hice. Dimos la vuelta al gato, que seguía maullando mirando al techo, y a la altura de nuestras rodillas, al grito de a la de tres, lo soltamos. Increíble. Morrongo se dio la vuelta en el aire y cayó de pie. Nos miró un poco aturdido, sacudiendo una de sus orejas y salió corriendo a esconderse debajo de una cama. Un par de minutos más tarde, ya estaba allí de nuevo, entre nosotros, con el rabo arriba, los pelos echándonos en los zapatos y culebreando entre nuestras piernas. Lo volvimos a coger, lo elevamos a la altura esta vez de la cintura. ¡Zas! ¡De pie! Fidel, dijo: –En algún momento tiene que pesarle más la cabeza y desequilibrarse. Repetimos la operación dejándolo caer desde más arriba todavía; subidos en la cama, en una silla. Nada. Imposible. Morrongo aterrizaba siempre de pie, sacudiendo tan pronto la oreja izquierda como la derecha. Entonces, Fidel dijo: –Vamos a probar tirándolo por el balcón, a ver qué pasa.

Precisamente, esa noche escuchamos un maullido débil, casi enfermo, como un lamento. Fidel y yo nos miramos confundidos. ¡Provenía del cuarto oscuro! ¿Sería posible? Nos hicimos con un par de velas, y algo atemorizados por el revuelo de los ratones nos acercamos al cuarto. Yo dije a Fidel que abriera la puerta y él me dijo que la abriera yo. Decidimos hacerlo a un tiempo. Cogí la manilla, la giré con cierta prevención y él empujó con el hombro. Resulta que Morrongo en lugar de gato era gata y nos 140


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había dejado allí en herencia un vástago pequeñito y también negro, con unas manchitas blancas curiosas adornándole el cuerpecito blando. Temblaba. Lo criamos con mucho cariño a base de leche y migas de pan, le enseñamos a comer no sólo las raspas del pescado sino a lamer incluso los platos; decidimos llamarle también Morrongo y cuando tuvo peso y contextura suficiente continuamos con el experimento probando desde distintas alturas. Efectivamente, el muy tunante sabía también cómo aterrizar de pie. Pero esta vez a ninguno de los dos se nos ocurrió probar a dejarlo caer desde el balcón del segundo piso.

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La señorita Elisa La señorita Elisa apareció aquel día como más juvenil y radiante. No se sentó como lo hacía siempre al llegar a clase; se colocó suavemente las gafas, y de pie, delante del encerado, dijo: –Niños y niñas estamos en vísperas de Navidad. Y los días de Navidad son maravillosos por lo que representan y también por las vacaciones y los regalos. Pero también estos días son adecuados para reconocer en público las bondades de las personas que nos rodean. Los niños y niñas estaban expectantes y algo sorprendidos. La señorita Elisa era muy directa y nada propensa a discursitos. No se cansaba de repetir: “las palabras que sobran entorpecen los silencios de quienes escuchan”. Al grano y al grano. Los niños sabían que era de hechos, no de palabras. Pero ese día, ¡oh, qué curioso!, tenía ganas de hablar. Dijo: –Hoy, aquí, aprovechando las próximas fiestas quiero que todos vosotros reconozcáis en público las bondades de quien consideréis vuestro mejor compañero de clase. Y para eso se me ha ocurrido un juego. –¿Qué juego, señorita? –preguntó una de las niñas, que acababa de estrenar unas deportivas que hacían ruido al andar. La señorita Elisa no se mostró molesta por la interrupción, y prosiguió: –Tengo que ausentarme media hora y debo dejar la clase al cuidado de alguien. Propongo que elijáis entre vosotros al que se encargue de ello. ¿A quién elegiréis? ¿Al más trasto, al más pillo, al más gamberro? –¡Oh, no, señorita! –dijo una de las niñas de la última 142


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fila– Elegiremos al más listo para que nos ayude a preparar la evaluación. –Muy bien. –Al más tranquilo para que no se enfade –dijo uno de los muchachos. –Estupendo. –Al mejor amigo –dijo otro– para que no se chive si hablamos en clase. –Bueno, bueno –la profesora se mostró comprensiva: estamos casi en Navidad y se deben permitir ciertas licencias. Entonces, la señorita Elisa, todavía de pie, dijo: –De acuerdo. Siempre hay que elegir a los mejores, porque si en la sociedad mandan los mejores todo irá mejor. Para que aprendáis lo que es una democracia y la importancia de saber elegir como representantes siempre a los mejores, os voy a dejar cinco minutos para que discutáis entre vosotros los nombres de los compañeros que consideréis adecuados para custodiar la clase. Eso los mayores llaman consenso. Luego, procederemos a la votación secreta mediante una papeleta que cada uno introducirá en esta caja de zapatos y el que más votos saque ese será el elegido. La señorita Elisa mostró la caja de cartón y los niños se fueron a un rincón a discutir los méritos de quien fuera a ser propuesto. Pasados los cinco minutos, la misma señorita comenzó al recuento: Jacinto, un voto; Jacinto, otro voto; Jacinto, otro voto más; Jacinto, otro más; Jacinto, Jacinto, Jacinto… y así la totalidad de las papeletas. La señorita Elisa se mostraba desconcertada. –Pero ¿hay unanimidad? ¡Pero si Jacinto saca malas notas! –exclamó. –Sí, señorita –dijeron los niños. 143


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–¡Pero si es un descarado y no atiende en clase! –Sí, señorita. –¡Pero si es un gamberro y a veces lanza el gorro al aire! –Sí, señorita. –¿Entonces? –la profesora no daba crédito a los niños– Entonces, entonces, ¿por qué lo habéis elegido? Y la niña rubia, de ojos azules, voz argentífera y sonrisa picarona, dijo muy tranquila: –Es que, señorita, es el único que hoy no ha venido a clase.

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Eleonor desaparecida Por ejemplo, cuando Boby apareció por el chalecito del tejón de mármol sobre una peana como figura identificativa, nadie podía imaginarse que Eleonor perdiera la cabeza por él. Sin embargo, eso argumentó al hacerse con el caso el bisoño inspector enviado por la comisaría central. Cierto que Boby tenía todos los ingredientes para enamorar a las convulsas compradoras de seriales por entregas: veintiocho años, uno ochenta, una sonrisa cautivadora, un deportivo rojo de los que quitan el sueño, una anunciada carrera vertiginosa en el mundo del espectáculo (un buen agente colocador de mercancía) y unos casting que le habían servido para ser requerido en presentaciones de cosméticos y en los desfiles extravagantes de calzoncillos de diseño a juego con las camisetas de tirantes. Las revistas decían que flirteaba con señoras maduras, las que se niegan a conversar en la cama. Lo extraño es que merodeara por aquella urbanización de viejos payasos de circo y de gente retirada de la farándula que no parecía, desde luego, lugar adecuado para un actor con aspiraciones. Pero es que encima Eleonor, ya había cumplido la mitad de los sesenta, poseía educación exquisita y ese aire intelectual de las mujeres que no se burlan todavía al saludarse en el espejo. Como mujer reservada, apenas se dejaba ver, y no se le conocía ningún amorío en la actualidad. En otros tiempos, sí, porque las dinámicas de las ciudades son otras; pero los comportamientos, como los escándalos o los arrepentimientos que fueron ya no son. Además todos los residentes de la urbanización conferían al pasado valor de elemento decorativo de la vida, como un cuadro de un pai145


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saje nevado o las tormentosas cascadas de agua de las selvas amazónicas. Un recuerdo, un silencio, una nostalgia, un beso al aire, poco más. Había sido a los veinte actriz secundaria (todavía en algunas películas repetidas por la televisión aparecía en los créditos). Pero pronto comprendió que como a los productores les privaban las starlets de buen culo, piernas largas y desconcertantes y boquita de piñón, nunca pasaría de ser una más del cuerpo de muchachitas tontas con que se adorna la pantalla y el hall de los hoteles, así que se preparó a conciencia para afrontar la madurez enseñando a no triturar los parlamentos a las jovencitas venidas a la capital enloquecidas por las lentejuelas, y a sonreír mostrando sin exagerar la blancura de los dientes artificiales sin levantar las cejas ni girar locos los ojos. Abrió una academia, pagó sus impuestos, acudió a las cenas recaudatorias tanto del candidato demócrata como del republicano, trabajó sin descanso, adquirió justa fama y no le fue mal. Las meritorias estaban encantadas con sus lecciones de dicción: conseguían gracias a sus métodos abjurar del acento campesino e incluso en un mes decir dos palabras completas sin atragantarse, perfectamente inteligibles lo mismo para un borracho de Kentucky que para otro de Ohio. ¡Hasta el agudo chirriante de la voz alcanzaba, gracias a sus lecciones, auténticos sonidos argentíferos! Pero un día, repentinamente, sin aviso, cerró la academia y desapareció. Empezaron a circular rumores. Alguien dijo que las noches de luna llena en la plenitud del acto, una especie de parálisis repentina la inmovilizaba durante unos segundos largos, convirtiéndola en algo así como una especie de cigüeña oteando desde la altura de la cama el infinito como 146


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si en el infinito se estuvieran proyectando exclusivamente para ella y en sesión continua sus viejas películas, para luego sobrevenirle un pasmo terrible que le hacía revolcarse por la alfombra y escupir una espuma más blanca que la pasta de dientes. En esos momentos (un par de minutos o menos) la naturaleza la dotaba de unas fuerzas increíbles, suficientes para levantar al amante de la cama y estamparlo violentamente contra lo que encontrara en medio e incluso arrojarlo volando por la ventana como un avión de papel. El hombre que sacó a la luz tamaño secreto en una rueda de prensa televisada mostró como evidencia la colección de moratones de su espalda y los profundos arañazos que surcaban su rostro. Dijo con orgullo no exento de petulancia: –Eso sucede únicamente en las noches de luna llena cuando alcanza el orgasmo. Y sé de lo que hablo porque de eso entiendo un rato. –¡Es como una mantis religiosa humana! –escribió emocionada la viperina, honorable y centenaria reportera del tabloide de más seguimiento entre las actrices. Completaba el artículo anunciando en negritas que la pobre Eleonor, cansada de justificarse ante los tenderos por el colapso de las aceras en esas noches, debido al continuo ofrecimiento de hombres deseosos de experimentar como cobayas ese frenesí loco que de ella se apoderaba, había optado por un prudente retiro a lo eremita. Y concluía en tono jocoso su reportaje comentando que los hombres ya no podrían acudir a la cura de urgencias de los hospitales con la cabeza alta ni celebrar exclusivas en la televisión. Lo primero que hizo la señorita Eleonor al mudarse a su coqueto chalecito en la urbanización de artistas jubilados fue comprarse un loro perezoso, al que intentaba en la sombra del jardín descubrir diez maneras distintas de suavizar el sonido desagradable de los hiatos. 147


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Si no fuera por la bulla del loro, Eleonor podría permanecer desaparecida meses enteros dentro de su casa sin nadie percatarse de ello. Muchos días ni siquiera salía al pan. La panadera, una espigada antigua alumna que había abandonado sus aspiraciones de meritoria por culpa de un embarazo psicológico, la trataba con tanto respeto que tocaba hasta dos veces el claxon, pero no de manera estridente como el resto de buhoneros en cualquier otro punto de la larga avenida, sino suavemente, con delicadeza y educación. Eleonor tenía indicado que si la puerta que daba paso al zaguán donde se encuentra la principal de la casa, permanecía abierta manifestaba su intención de adquirirle la baguete, pero de encontrarla cerrada, que prosiguiese su ruta sin molestarse en detener por ella el vehículo. El caso es que aquel día la panadera tocó el claxon de su furgoneta azul, aguardó impaciente a que apareciese, eran las diez como siempre, y al comprobar que tardaba en hacerlo, insistió de nuevo. Pensó seguramente que estaría en el tendedero de la ropa o en el jardín exterior (en realidad una prolongación del monte medio salvaje, con árboles, setos y las avenas locas crecidas más arriba de las rodillas) o en el mismo invernadero anexo cuidando las rosas que comenzaban a abrirse; a las diez y cinco cansada de la espera, prosiguió su camino. No dio importancia al asunto. Ocurría a menudo sobretodo con las viejas actrices que se emocionan por las mañanas pintarrajeándose durante horas el rostro como en sus años de gloria (por si un productor desde el mismo infierno las ofreciese un papel de vampiresa protagonista), olvidándose del pan, aunque Eleonor, precisamente, era metódica en las costumbres y seria en los comportamientos. Al segundo día, a la panadera comenzó a resultarle curioso que la puerta permaneciera abierta igual que la víspera, 148


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es decir no de par en par, como se deja habitualmente para facilitar la salida de una persona, sino una cuarta menos, como si nadie hubiera entrado o salido en las últimas veinticuatro horas. Buena observadora, se fijó en que nadie había abierto ni cerrada ventana alguna en las últimas horas, como si la casa estuviera realmente deshabitada. Sabía de la inutilidad de preguntar a los vecinos porque la casa de Eleonor como el resto de las otras edificaciones de aquella zona residencial estaban distanciadas lo menos cien metros unas de otras; era por tanto uno más de los muchos graciosos chalecitos blancos como la leche esparcidos igual que setas al resguardo de la ladera del monte, ocupados todos por gente celosa de su intimidad. Decían los del pueblo viejo, autodenominados pioneros para diferenciarse de los nuevos de aluvión y justificar la posesión de pistolones de la guerra de secesión, que entre los inquilinos había viejas glorias del cinematógrafo, de las varietés, de la televisión, de los barrios chinos, meretrices capaces de cambiar la honra de eméritos y honorables, antiguos deportistas olvidados de sus triunfos, políticos que se habían endurecido la cara para no ser reconocidos por los contribuyentes esquilmados y otros rentistas y agentes de bolsa de riqueza explosiva a los que la cirugía les había producido unos pilares rocosos que sujetaban sus rostros (más estirados que el papel de plata) para que no se les cayeran a trozos al suelo. El promedio de edad superaba los setenta. Cuando paseaban generalmente por sus parcelas acotadas, descubrían enseguida su condición liberal y su vocación de genios por sus vestimentas estrafalarias ellos, y los capirotes de bruja paseando mini perritos con lacito rosa, ellas. Al igual que la panadera y los otros comerciantes de visita semanal, un médico en edad reumática desfilaba como un 149


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mariscal de campo martes y jueves a lo largo de la recta y larga avenida (en realidad, una carretera con arcén peraltado como acera) subido en una ambulancia amarilla de sirena estridente, acompañado de una enfermera tan delgada como la jeringuilla que exhibía descaradamente en la mano. Al tercer día, la panadera ya no pudo aguantarse; se bajó del vehículo, penetró en el zaguán y al tocar con los nudillos en la puerta, percibió como un ruido extraño dentro de la casa. Algo se movía agitado por el vestíbulo. Insistió con los nudillos y entonces un golpe fuerte, como el de un bicharraco que buscara alocadamente la luz, sonó al estrellarse su cuerpo contra los cristales biselados de la puerta. A la panadera le costó reponerse del susto. Estaba acostumbrada a derrapar en los inviernos crudos, a esquivar corzos, atropellar jabalíes, a mirar al oso negro de frente, a esquivar autostopistas viciosos, a sortear drogadictos tumbados en el nirvana de la carretera, pero no a sentirse atacada de improviso por un ectoplasma furioso. Su grito retumbó como un eco en la calle desierta. Cuando al despertarse por las mañanas el ex sargento de policía ex jefe de distrito se miraba el vientre, mientras hurgaba en la hendidura del ombligo para quitarse el trozo de borra dejado por la camiseta, daba gracias a Dios por haberle concedido un retiro con tan buena salud y tan placentero. Jubilado, contaba con el vigor suficiente para beberse de un trago toda la cerveza que cabía en una jarra, eructar como un auténtico hombre de campo y repetir jarra y eructo cuantas veces hiciera falta. Esto le hacía sentirse útil para la humanidad. No le costó ni medio minuto desatrancar la puerta: dio una patada a la cerradura, y saltó el cerrojo. Con el impulso la puerta arrastró el cuerpo del loro bajo el perchero. Fue el primero en entrar guardándose su mano derecha 150


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en el bolsillo de la chaqueta donde ocultaba su pistola oxidada. Gritó: –¿Hay alguien en la casa? Al no escuchar a nadie, insistió con su voz enérgica, muy potente: –Habla un representante de la autoridad del distrito. Si hay alguien en la casa que se identifique de inmediato o que se atenga a las consecuencias. Fue entonces cuando exhibió la pistola. Y dijo: –Tengo un arma en la mano, y la tengo cargada. Y aseguro a los que se encuentren dentro que sé manejarla. Gozo de una buena puntería, no me tiembla el pulso y estoy en acto oficial de servicio a la comunidad. Esta es una propiedad privada. Identifíquese quien se encuentre dentro. Le doy diez segundos para hacerlo. Y comenzó a contar. Todo estaba en orden, recogido con gusto; la cama hecha, la cocina limpia, los suelos encerados, los libros de la biblioteca en su sitio y los cajones ordenados. No había ningún indicio de precipitación ni de lucha. Faltaba Eleonor. El sargento llegó a la conclusión ante la ausencia de signos evidentes de violencia, que no procedía recurrir a los “intelectuales del club”, como despectivamente apodaba a sus antiguos colegas. Se reirían de él de hacerlo. Le volverían a llamar viejo, acabado, estúpido, fósil, cavernario, decrépito y cumplidos así. Ya había sufrido en sus carnes la desafección de su estima. Como sucede a los directores de banco jubilados (con los que compartía las lloreras en el bar, jarra viene, dardo caído en el suelo va) con los antiguos clientes favorecidos por préstamos preferentes que ahora ni les saludaban cuando antes le imploraban mercedes casi de ro151


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dillas, sus subordinados habían dejado de tenerlo en consideración. Ni le invitaban ya a las celebraciones del cuerpo, y esto le dolía profundamente. La señorita Eleonor lo más probable es que hubiera subido a la capital para regresar en unos días. Por otra parte, los del “club” enviarían a un detective joven, experto en nuevas tecnologías, en realidad un cretino en prácticas, para humillarle más a él, un profesional que había detenido a chulos y prostitutas y a media docena de atracadores de carretera. El detective se haría el importante intentando flirtear con las bastas hijas de alguna de las lunáticas cabareteras residentes, y regresaría a la ciudad sin resolver nada, pero con cuatro o cinco aventuras inventadas para narrar entre risas a sus superiores. El sargento tenía referencias sobradas de la señorita Eleonor por media docena de denuncias archivadas en su época de policía en activo, lo propio. Ni era la más visionaria de las residentes ni la más “acosada” en las terribles noches invernales de nieve densa, cuando los ciervos hambrientos pastan en los jardines de los chalecitos, y él se veía obligado a acudir para espantarlos. Entonces le agradecía el servicio con una copita de un licor dulce con sabor a avellana y unas peladillas saladas que le alteraban la tensión. Comprobó que el pozo estaba cerrado con las dos medias ruedas de madera perfectamente ajustadas, lo que denotaba según su criterio ausencia de precipitación. Sabía que a la señorita Eleonor le gustaba regar con agua del pozo, porque opinaba que era más pura, que no contenía contaminantes y que por ser más fresca dotaba de una mayor intensidad al color de las rosas. Extraía el agua con el cubo, la volcaba sobre la regadera, y en esta operación consumía las mejores horas del día. Luego, bajo el mosquitero, se disponía a la lectura o a la declamación delante del 152


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loro o a lo que le viniera en gana. Esta vez, como señal evidente de su voluntad de salir de viaje, había dejado conectado el riego a goteo con agua del grifo, un artilugio que se activa automáticamente como el reloj despertador y que sólo usaba para situaciones emergentes. La señorita Eleonor decía a quien quisiera escucharle: –Las rosas son organismos vivos que metabolizan mejor los nutrientes del agua limpia del pozo que la calcárea del agua doméstica. Por eso evitaba en lo posible el riego a goteo. Por si acaso se acercó a la cochera. La abrió con cautela y descubrió que dentro no se encontraba el pequeño utilitario de la señorita Eleonor sino, sorprendentemente, el deportivo rojo, salvaje, de ruedas anchas y bajas y dos tubos de escape, de Boby. Se sobresaltó. ¿Qué hacía allí el coche de Boby? ¿Qué hacía allí el coche de ese petimetre que gracias a la televisión come caliente? Que Boby era corto de entendederas, lo sabía todo el mundo, que había merodeado con su flamante automóvil por las cercanías de la señorita Eleonor, también. Boby vocalizaba de pena (necesitaba que le doblasen para ocultar su timbre de escocido presumido) y ella había sido una excelente profesora de dicción, de las pocas que exigen cientos de horas de práctica ante el magnetófono, la única que enseñaba a pronunciar sin excepción todas las letras, incluidas las fusiones de sílabas y las terminaciones. Su oído estaba tan firmemente educado como el de los buenos melómanos que diferencian las notas de una partitura según la dirija un director u otro. Pero la señorita Eleonor ya no daba clases particulares, salvo al loro. Boby tenía un problema personal imposible de superar: su oído más que de corcho era de piedra, y esto mermaba sus posibilidades interpretativas. Le habían ofrecido un musical (acaso por reírse de él), pero estaba dis153


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puesto a cantar incluso con la nariz tapada. Nadie como la señorita Eleonor para convertir por lo menos en pómez una piedra rocosa. El sargento inspeccionó muy despacio el vehículo, maravillándose de que se construyeran artilugios así. Como buen policía (aunque jubilado), se hizo una rápida composición de lugar. La intuición es lo importante. Lo que se escapa a primera vista se escapa también a la segunda. En la cochera tampoco había indicios anormales. Algo de polvo en el suelo. Apilada perfectamente la leña, una guitarra colgada en la pared, sobre la repisa tenazas y martillo, una colección de aerosoles etiquetados con imágenes repugnantes de cucarachas con las antenas desplegadas. Una ratonera en desuso y un par de montoncitos con revistas para quemar. Cierto que faltaba un automóvil y estaba otro, pero hay que reconocer que viajar a una determinada edad (por ejemplo la de la señorita Eleonor) en un automóvil deportivo de altura baja hace que los huesos sufran lo imposible. La señorita Eleonor es posible incluso que sufriera de osteoporosis y al intentarlo y sentirse incómoda se habría negado a subirse a una máquina pensada para jóvenes alocados, y no para señoras de su calidad. Boby sin duda la había convencido para que le acompañara a un primer ensayo general. ¿Qué de malo había en ello? Boby era un chico limpio y atractivo, aunque idiota; le gustaba además pisar el acelerador. Eleonor habría impuesto su criterio: sólo acompañaría a Boby en su propio coche enseñado para que al alcanzar las ochenta millas comenzara a temblar. Así que la señorita Eleonor y Boby se habían marchado juntos en el utilitario y juntos regresarían cuando les viniera en gana. Acaso por deformación profesional, el sargento se fijó de nuevo en el pozo. En las películas, en las novelas, cons154


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tituye un elemento dramático esencial. En el pozo el asesino oculta al asesinado, de ahí que exista como una prevención acercarse. Está muy bien como adorno de tarjeta postal, pero en el caso de la señorita Eleonor se utilizaba y esta circunstancia por lo menos exigía mirar por lo menos dentro. Retiró la media tapa. Estaba oscuro. Prendió el mechero de gasolina. La boca era suficiente para arrojar un cuerpo, pero luego parecía que se iba estrechando en forma de cono hasta donde la vista alcanza. Dejó caer disimuladamente el cubo y el encuentro a esa altura con el agua devolvió un sonido limpio, grave, habitual, nada que asemejase haberse estrellado contra una piedra o un cuerpo opaco. Le costó cierto esfuerzo elevar el cubo lleno de agua, y se dijo para sí, que la señorita Eleonor tenía que gozar de unos musculosos bíceps (acaso por eso llevaba siempre los brazos cubiertos) después de tantos meses repitiendo día a día esa operación, sin duda para una mujer de su condición, extremadamente costosa. Volcó un poco de agua sobre el cuenco de su mano y la probó. La encontró fría, áspera, con una acidez demasiado acusada. Seguramente tendría las manos sucias de tocar aperos y abrir puertas. Se fijó en la pajarera, cuya base estaba preparada con un contrapeso de modo que su tendencia natural fuera permanecer siempre de pie, como uno de esos monigotes de feria que por mucho que intentes tumbarlo siempre acaba erguido. Y ya lo que terminó por salvar toda sospecha fue el convencimiento de que la señorita Eleonor, sabiendo que iba a ausentarse durante unos días había preferido dotar de libertad al loro, soltándole la argolla y dejando abierta la trampilla de la gatera para que pudiera en caso de necesidad refugiarse en casa. Así que Boby para destripar definitivamente el musical 155


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necesitaba del concurso de la señorita Eleonor. Esa fue su primera teoría. La segunda, que la señorita Eleonor se interesara por un contacto más personal, más cinematográfico (el muchacho era ciertamente atractivo, a ciertas edades ya se sabe). Como al sargento la existencia de toda esta clase de gente extraña, orgullosa, artificial, vaga y excéntrica, de coloretes exagerados en la cara, le producía cierta repulsión, pensó que a lo mejor ella se había cansado de la contemplación mística de los pétalos de las flores y buscaba emociones más intensas y lubricantes. Vamos, que quisiera practicar sexo pero no dentro de la casa para evitarle al loro el aprendizaje de algún parlamento inadecuado. Dijo: –Todo en orden. Sin problemas. Y ya se daba la vuelta para marcharse cuando se dio cuenta que era imposible cerrar la puerta por culpa de la cerraja desencajada por su patada. Ordenó: –Que alguien localice al arreglador.

El arreglador vestía como un antiguo granjero: peto azul y sombrero de paja y un mondadientes que le podía servir en cualquier momento para limpiarse las uñas. Antiguo ovejero, latino de origen, llamado Tom por Tomás, olía a ajo desde la hora del desayuno; especializado en chapuzas sin factura y en recolocar las puertas instaladas del revés, ajustaba lo mismo la cisterna del retrete que anulaba un enchufe o taladraba la pared, que trazaba figuras geométricas casi perfectas en los setos del jardín con unas tijeras enormes de jardinero que amolaba en el esmeril mientras cantaba habaneras. En los inviernos crudos tomaba también a su cargo la limpieza de la nieve (con un tratorcito preparado con pala para ello) de los caminos de acceso de los chaleci156


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tos a la carretera, evitando que quedaran incomunicados; recomponía los destrozos en los vallados ocasionados por los corzos, mataba las culebras, ahuyentaba a las ardillas y acudía a espantar a los osos cuando hambrientos se acercaban a hurgar en los cubos de basura. Por supuesto, ayudaba también en el mantenimiento de los pozos sépticos y en adecentar las piscinas. Había protestado muchas veces al concejo (sin levantar la voz) por la estúpida prohibición de impedir la limpieza del monte –en realidad un auténtico bosque, cada año más espeso y enigmático, con zarzales y cardos espinosos–, y su forestación alocada de modo que la maleza y los árboles nuevos terminaban comiéndose los senderos abandonados por falta de pastoreo, dejando al monte sin cortafuegos. Acostumbrado a patearse los atajos, los días sin ocupación se dedicaba a la búsqueda de animales heridos, generalmente perros inútiles de pelo cardado y dientes blandos, desorientados por el celo, que lloraban a veces llamando a los coyotes hambrientos. Los recogía, los sanaba, los alimentaba, y luego si no encontraba a nadie que quisiera hacerse cargo de ellos, los sacrificaba. En su vieja casona de más allá del puente de piedra tenía también un señorial búho real con un ala destrozada, y el aguilucho. Aparcó la furgoneta, se acercó con la caja de herramientas, enfundado en el peto con remiendos, remangado hasta casi el hombro, saludó al sargento, parlaron diez minutos y se puso a la faena. El sargento le dijo: –Al terminar me lo dejas todo igual de limpio. –Yo soy muy limpio. –Tú eres un marrano. Todos los que oléis a ojo sois marranos. Me lo dejas bien limpio o te las verás conmigo. 157


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A la media hora Tom ya había recompuesto la puerta. Fue cuando descubrió que el loro permanecía debajo del perchero del vestíbulo como un trapo viejo. Coño, se dijo, y se rascó la nuca. ¿Qué hacía allí? Lo retiró para llevárselo de comida fresca al aguilucho, de modo que por lo menos ese día no tendría que preocuparse en alimentarlo, pero entonces fue cuando descubrió que aunque el loro estaba más muerto que vivo, aún respiraba. Comprobó que no tenía sangre, sólo un trompazo enorme; que estaba delgado, descolorido y con una pequeña herida enquistada en su pata izquierda, seguramente producida por la argolla de la cadena de sujeción a la pajarera del jardincito anexo al invernadero. Lo tapó con una bayeta de cocina, le abrió el pico con cuidado para suministrarle una primera gota de agua y lo acunó en brazos como si se tratara de un niño pequeño. Conocía muy bien la casa porque más de una vez había atendido a los requerimientos de Eleonor acerca de formar allí un hospicio de aves. Eleonor odiaba a los perros (porque defecan en cualquier sitio), a los gatos (porque arañan los muebles de madera), pero adoraba a los caracoles (porque pasean de noche sin molestarla) y a los pájaros (que con sus trinos y cabriolas fortalecían sus recuerdos místicos de la juventud, afinando sus cualidades auditivas). Estaba un poco desconcertado por su comportamiento. Nunca la hubiera imaginado capaz de dejar al loro a la intemperie, teniendo en cuenta que él mismo se había encargado otras veces de su cuidado, al igual que del resto de animales de compañía de los otros residentes cuando visitaban el hospital o se largaban a casa de sus (supuestos) parientes. Efectivamente, la pajarera estaba exactamente en su sitio. Eleonor nunca la hubiera dejado junto a la pared, porque 158


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las paredes al calentarse expelen calor y sofocarían en demasía al loro; el geranio rojo aparcado a un lado; los aperos cuidadosamente situados: tenazas, tijeras, la paleta de retirar lombrices, la escoba, el recogedor. Siempre cubría el pozo (para evitar que moscas, mantis religiosas y saltacapas cayeran manchando el agua) colocando una maceta encima a modo de señal visible desde la ventana de su habitación, precisamente para evitarse bajar a medianoche a comprobar si lo había dejado abierto. Y allí estaba la maceta. Un orden perfecto, demasiado perfecto para una despedida en que por descuido quedaba la puerta abierta. Extraño, muy extraño. ¿Y las rosas? Convencida de que el agua del grifo apagaba su encanto, reduciendo su tiempo de exposición y su fragancia, ¿por qué no le había encargado también que se las cuidase? ¿No acudía a él para otras cuestiones menores? El detalle de dotarlas de riego por goteo anunciaba su intención de estar bastanteo tiempo fuera. ¿Eleonor tenía intención de marcharse acaso para siempre? ¿Y por qué no se había llevado al loro? Meticulosa, ordenada, nunca dejaba nada al azar. El arreglador Tomás se rascó la cabeza al hacerse estas y otras preguntas. El sargento era hombre de convicciones. Los caminos de la vida se transitan o no. Las dudas quedan para los pusilánimes. Le contestó: –La señorita Eleonor previendo el tiempo que pudiera estar fuera decidió dotar de libertad al loro en lugar de cedérselo a usted. De ahí también que dejase la gatera abierta, ¿entendido? ¿Qué iba a hacer usted con el loro? ¿Limpiarle todos los días el culo o comérselo? Y se rió. –Ustedes, los de los ajos –hipó ruidosamente– seguro que cenan loro muchas noches de sábado –y volvió a reírse sin ganas. 159


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Comprobó el ajuste de la nueva cerraja. Y exigió al arreglador que pasara la bayeta por el suelo del hall. Perfecto. Todo en orden. La puerta quedó cerrada hasta que regresara la señorita Eleonor. Y punto. En los días siguientes el arreglador Tomás se volcó en el cuidado del loro. Pasaba horas contemplándolo mientras pensaba en Eleonor. Que era una mujer inteligente, no le cabía ninguna duda; meticulosa, exacta, calculadora, también. Que gozaba de vigor físico, también. Que de vez en cuando le daban unos ataques rarísimos, pues lo mismo. Que nada dejaba al azar, por supuesto. Pero irse de esa manera… No. ¿Entonces? ¿Qué había pasado allí? El loro, el jodido loro. Feo como un sapo gigante, el loro se tambaleaba sobre el palito de la jaula como si estuviera borracho. Comenzaba ya a comer por su cuenta aunque con cierto recelo, como si presintiera que alguien intentara envenenarle; nunca abría los dos ojos a la vez, guardándose siempre uno en reserva ante la posible desventura de perder el otro. Abría el primero con su aro rojito, torcía la cara como un niño inválido, se giraba sobre sí mismo. Y abría el otro después de cerrar el anterior. Se pasaba muchas horas del día silbándole para que cogiera el tono. Pensaba seguramente que al loro le resultaría más fácil emitir un silbido antes que una palabra coherente. Efectivamente, a las dos semanas o así, cuando comenzaba de nuevo a alimentar serias suposiciones sobre el destino sufrido por la señorita Eleonor, y algo menos por el de Boby, al que no tenía en mayor estima (le parecía un pelele de fotomontaje, demasiado guapo y perfecto, que le repelía por su voz aguda, de flautín), el loro le sorprendió con un silbido de pastor tan exacto que le hizo ponerse a la defensiva, temiendo que algún antiguo colega se hubiera introducido sin permiso en casa. 160


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¡El loro había vaciado el comedero y bailaba alegre sobre el palito de la jaula! Intentó entonces que articulase alguna palabra suelta. El loro quería jugar, pero nada más. Trepaba por sus hombros hasta la cabeza, le picoteaba graciosamente en la calva y a veces en la nariz y descendía contento. Había cogido gusto a silbar, ¡y se había olvidado de las palabras! Aguardó unas semanas más: el pajarraco continuaba mudo. Jugaba, bailaba, saltaba. De la señorita Eleonor y de Boby nadie daba señales, por otra parte. Alguien comentó en el bar de la plaza donde el sargento escupía al aire y tiraba los dardos sin acierto que Boby se había saltado las normas del estudio no apareciendo al rodaje, lo que era muy propio de los actores necesitados de publicidad. Al arreglador Tomás le resultaba cada vez más extraño que Eleonor hubiera perdido la cabeza por un tipo que no hacía más que decir estupideces en las tele novelas. ¿Cómo podía atraerle un monigote así? Si necesitaba sexo allí estaba él, dispuesto incluso a facturárselo sin impuestos, como otro trabajo cualquiera. Desde luego, Eleonor era una persona enigmática a la que le privaban los jeroglíficos. Los hacía a pares recogiéndolos de los almanaques semanales. ¿Pero qué había pasado? Estaba desaparecida. ¿Y Boby? Boby también estaba desaparecido, pero eso le daba igual. ¿Y el loro? Viéndolo volar una tarde sintió como una premonición. Había llegado el momento de hacer algo concreto para aclarar el asunto. Convencido de que el loro era el elemento principal del misterio, decidió pasar a la acción. Llamó al sargento. Y el sargento le dijo, con sus modales de despatarrado cansado, que los animales no son inteligentes, que sólo tienen instinto y siempre para obrar mal. Sentenció: –Cuando un animal hace un bien en el fondo cree que está haciendo un mal. 161


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Y añadió con ganas de colgar de inmediato el teléfono: –Si un gato caza un ratón es porque piensa que daña al amo cargándose su mascota. Pero a regañadientes, accedió. Se bebió de un trago toda la cerveza con su espuma, eructó abriendo desmesuradamente la boca, y se presentó en el chalecito de la señorita Eleonor. Abrió con cierto recelo la puerta. En los lugares donde anidan los misterios las maderas crujen inesperadamente. El sargento, gritó por si acaso: –Si alguien se encuentra dentro de la casa, identifíquese. Soy la autoridad y vengo armado. Aguardó unos segundos, y volvió a la carga: –No me importa teñir de sangre las paredes si con eso evito la comisión de un delito. ¡Soy policía y vengo armado! Nadie respondió. Respiró más tranquilo. De todas formas, no quiso pasar del hall hasta que no fuera necesario. El arreglador Tomás tardó poco en aparecer. Situó con cariño al loro sobre la pajarera, donde las rosas. El loro se mostraba inquieto como si hubiese reconocido el lugar. El sargento, dijo: –No me gusta perder el tiempo. Abrevie usted, que estoy muy ocupado. El arreglador regresó a la furgoneta, ató el cordel a una de las patas del aguilucho, retirándole la capucha. Lo ocultó bajo una palangana verde. Entró con la palangana en la casa. Silbó al aproximarse al jardincillo pero el loro rehusó responderle: estaba a la defensiva. Dejó caer la palangana al suelo y el loro al verse frente al aguilucho que le atacaba violentamente, se soltó de la pajarera y comenzó a volar hacia la gatera gritando con la misma voz que la señorita Eleonor: 162


Eleonor desaparecida

–¡Boby, no me hagas eso! ¡Boby, no seas malo! ¡Ah, Boby! ¡Todavía, no! ¡Todavía, no! ¡Oh, Boby! ¡Ah, Boby, ¿por qué me haces esto?! ¡Dios mío! ¡Boby, Boby! ¡Ah, me muero! Y luego hizo como un brruuuuuuunnnn o un fruuuuuummm, asemejando un golpe seco. Inmediatamente, Tomás tiró del cordel para retener al aguilucho, le colocó la capucha, lo ocultó para que se calmase debajo otra vez de la palangana verde y lo apartó a la cochera, lejos de la posible mirada angustiosa del loro. El sargento estaba totalmente descompuesto. Aquello no se lo esperaba. Exclamó verdaderamente horrorizado: –¡Boby mató a la señorita Eleonor! Y comenzó a moverse medio loco por el jardín. –¡Boby mató a la señorita Eleonor! ¡Boby mató a la señorita Eleonor! Se tapó los ojos con las manos, y se preguntó en voz alta casi temblando: –¿Por qué? ¿Dios santo, por qué? Al arreglador Tomás le costó unos minutos alcanzar al loro, que daba vueltas frenético dentro de la casa. Al final, lo atrapó subido al plafón de una lámpara, lo acarició, lo dejó beber para que se calmase, y se lo colocó sobre el hombro. Lo sacó al jardín. Dijo: –Ahora sólo nos falta descubrir su cuerpo. El sargento, repetía desconsoladamente: –¡Boby mató a la señorita Eleonor! ¡Boby mató a la señorita Eleonor! El detective bisoño estaba exultante: era su primer caso y, además de ducharse, había estrenado muda para la ocasión. Compuso enseguida la película: –Las cosas siempre son más simples de lo que parecen, debería usted saberlo. 163


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El sargento estaba avergonzado. El detective siguió hablando: –Vino para implorarle ayuda a la señorita Eleonor, porque estaba en juego su futuro de actor. Ésta se negó. Seguramente pensaría que con semejante voz ese Boby no tendría recorrido fuera de los seriales intrascendentes. Discutieron. Acaso él se violentó. La señorita Eleonor intentó defenderse. Él perdió los papeles. Confundió la realidad con la ficción y la mató, como en la serie de televisión en la que interviene. Seguramente con saña. Un tipo sádico acostumbrado a ocultar sus sentimientos bajo una sonrisa cautivadora. Luego, urdió con su inteligencia asesina la excusa. Dejó su coche aquí para confundirnos, y se alejó con el de la señorita Eleonor. –¿Y el cuerpo del delito? El detective entonces miró con aprensión al pozo. Era más alto que el sargento y más delgado y más petulante, usaba gafas en lugar de lentillas. Le dijo: –Su obligación era habernos llamado antes. Y lo dijo con ese tono despreciativo que por nada del mundo hubiera soportado el sargento en un subordinado. Añadió: –La policía ahora es científica, señor. Nosotros hubiésemos tomado muestras de adn, de las huellas de los zapatos, de la tierra, de la climatología, del polen, de mil cosas que ustedes, los de la vieja escuela, ni se imaginan. Todo muy científico. No dejamos nada al azar. ¿Sabe usted que de un cabello puede obtenerse el adn? ¿Y de una gota de saliva? Nos basta una colilla para forjarnos un retrato robot. ¡Son los nuevos tiempos, señor! Trabajamos las evidencias hasta sus últimas consecuencias. –¿Y la intuición? –se atrevió a decir el sargento. –¡La intuición! ¡Ya! Ese es el recurso socorrido cuando se desconocen otros métodos. ¡Intuición! ¡Qué estupidez! 164


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Lo que vale es la técnica, señor, la técnica. La policía ahora es laboratorio. El olfato, la intuición, los videntes, se lo dejamos a los periodistas con imaginación. Contamos con medios técnicos suficientes para cerrar cualquier caso en escasos minutos. –¿También éste? –preguntó el sargento. –También. –¿En minutos? –se sorprendió. –¡En minutos! –afirmó muy altivo el detective– Le aseguro que no hubiera llegado lejos ese Boby de habernos avisado usted con tiempo. ¡A saber ahora dónde se encuentra! Pero tenga por seguro que lo encontraremos. ¡Y más rápidamente de lo que usted se imagina! Y añadió con la suficiencia de quien se sabe en posesión de la verdad: –Ese Boby habrá hecho desaparecer el cuerpo de Eleonor y del automóvil en cuestión en alguna ciénaga, en algún lugar pantanoso. Pero aunque tengamos que recurrir a los marines y a los voluntarios civiles localizaremos el cuerpo del delito; tenga seguro que también daremos con el asesino aunque tengamos que rebuscar bajo las piedras. El jardincito de la señorita Eleonor se llenó en pocas horas de expertos. Acudieron los de los pozos sépticos, los bomberos, los reservistas. Hurgaron con una sonda y no detectaron nada. Sin embargo, un perro de esos que se vuelven locos cuando descubren el beneficio de su trabajo estaba con las manos en el borde del pozo, ladrando como poseído por un furor asesino. El detective, dijo: –Necesitamos un voluntario. Un enano se prestó entonces a descender como agradecimiento porque la señorita Eleonor le había enseñado a enlazar con continuidad las sílabas, permitiéndole gracias a ello la contrata para un espectáculo circense en gira por el 165


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país donde subido en un elefante indio pegaba un grito más salvaje que el propio de Tarzán. Para ese papel se precisaba una persona ágil y con agallas. Le ataron un arnés; lo bajaron despacio. Al tipo menudo, no le importó mojarse. Dijo: –El agua está muy fría. Desde el fondo del pozo, los rostros asomados del sargento en un lado y del detective en otro semejaban dos gárgolas expectantes de una catedral. Examinó el enano el fondo con una linterna sin detectar nada especial. Aquello estaba como estaba. Ya se iba a volver cuando al apoyarse en una de las paredes, notó algo raro, algo más blando que una piedra. Dijo: –Aquí hay un recodo y encuentro apoyo. Hurgó lo que pudo con el dedo gordo de su pie izquierdo y verdaderamente emocionado, anunció: –¡Es un cuerpo! –¿Humano o de oso? –preguntó el detective bisoño. –Humano, parece humano. –¡Pobre señorita Eleonor! –exclamó conmovido el sargento. –¿Ve en qué poco tiempo hemos descubierto el cuerpo del delito? –le recriminó en público el detective sin dejar de dibujar una sonrisa de suficiencia en su rostro– ¡Ya tenemos a la víctima y pronto al delincuente conducido con grilletes! Costó su tiempo elevar el cuerpo. Hubo que esperar además a que aparecieran los muchachos de la prensa y los fotógrafos. El productor de la televisión local pidió que le permitieran los enfoques más macabros porque aquellas imágenes, sin duda espeluznantes, harían subir la audiencia, facilitándole el acceso al noticiario nacional. Dijo al inspector: 166


Eleonor desaparecida

–Le prometo una entrevista en el telediario de la cena. Y si el cuerpo de la difunta aparece desnudo como así lo espero y me permiten la toma de frente, otra en los desayunos del día siguiente. ¡Le voy a elevar a figura del mes! El juez llegó cuando le dio la gana. Preguntó: –¿Alguien reconoce el cadáver? La médico forense, con el aire profesional de quien está de vuelta de todo, advirtió con total indiferencia una vez examinado el cadáver: –Es un varón –dijo– y está tan corrompido que como alguien haya bebido agua del pozo en los últimos días puede enfermar. El sargento demudó de color. –¿Y la señorita Eleonor? –inquirió casi sin fuerzas. –¡Y yo qué sé! –dijo la forense, en un tono desagradable como si le molestaran las preguntas estúpidas– Este cuerpo es el de un hombre y ese hombre dicen ustedes que se llama Boby. Pues para mí es Boby y punto. Puedo datar de forma aproximada la fecha de su óbito. Debió acontecer entre los días 23 y 24 del mes pasado. Tomás el arreglador, que también sabía de témporas y de dirección de los vientos, dijo algo asustado: –Luna llena. –¿Dice usted? –preguntó la forense. –Que por esas fechas había luna llena. –¿Y qué narices tiene que ver la luna llena con que a este tipo lo arañaran con saña, le sacudieran contra la pared, le partieran el cráneo y luego lo tiraran al pozo? Algunos piensan que Boby mató a la señorita Eleonor, ocultó su cuerpo en la forestación y luego se suicidó arrojándose al pozo. Eso explicaría, a juicio de la policía, el 167


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golpe contundente que tenía en la cabeza y que la forense dictaminó en principio como causado por un objeto pesado, por ejemplo la base de la pajarera. Desde luego el bisoño inspector desechó de inmediato esta hipótesis, porque las cosas son como son y no de otra manera y porque de admitirla implica la existencia de una tercera persona, dado que la señorita Eleonor era una dama casi setentona, de categoría, incapaz de semejante acción. Así que el golpe en la cabeza provenía del choque con el fondo del pozo. Boby preso de sus remordimientos se había suicidado, y punto. ¿Y el utilitario de la señorita Eleonor? El detective fue muy contundente: –Si lo encontramos, seguramente descubriremos dentro también su cadáver. Durante un mes, voluntarios civiles armados de picos y palas patearon el monte, la orilla del río y una cantera abandonada. También desescombraron un terraplén y recuperaron los cortafuegos y los viejos caminos. El arreglador Tomás desistió de acompañarles. No merecía la pena. Las mayores preocupaciones de la señorita Eleonor eran el loro y las rosas; el animal estaba en buenas manos. Había cumplido perfectamente su misión al facilitarles la recuperación del cadáver evitando de esta manera que terminara por corromperse el agua, mermando en el futuro la exuberancia de sus flores. La señorita Eleonor era muy inteligente y el arreglador Tomás lo sabía. Por nada del mundo hubiera dejado que se ajasen las rosas. En el expediente abierto por la policía, al lado de la foto, figura simplemente una leyenda escrita a mano: Eleonor, desaparecida. 168


La liebre joputa

La liebre joputa Los majuelos fueron levantados con los engaños de Europa, y la tierra áspera, de suelo arcilloso bajo el cascajo, quedó condenada a trigo sin paja, cebada sin paja, avena sin grano, cardos mataviejas y colonias de hormigas. Allí no llueve nunca, porque dicen que el pueblo cuenta con un microclima especial; las nieves de antaño han desaparecido como las antiguas profesiones que daban honorabilidad a los artesanos. La mayoría de las parcelas del cerro pertenecen al ayuntamiento, son las peores, las perdidas, porque nadie las arrenda ya que cuesta más la simiente (sin contar gasoil, horas de trabajo y abonos) que los kilogramos por hectárea cosechados (si abajo, de media, superan los ocho mil, arriba ni a tres mil dicen los que saben de esto). El ayuntamiento por obligación las anuncia en un tablón a la salida de misa el domingo y retira el papel cuando amarillea. Producto de una herencia, mi mujer tiene una allá arriba en el cerro desnudo que no llaman páramo, porque el páramo es menos agreste y queda por otro lado. Igual es la única de propiedad privada. Se ha salvado como majuelo porque no acudimos en su día al reclamo del cambio. Los técnicos ni se molestaron en valorarla. Luego, en la distancia la pusimos en venta a subasta, tampoco a nadie interesó. Y entonces decidimos un año conocerla sacrificando parte de nuestras vacaciones. Pasaríamos sólo unos días, por aquello de volver a entroncar de paso con los ancestros. Le quedan a mi mujer todavía parientes lejanos, de alguna edad, de los que invitan a chorizo y vino de bodega cuando los visitas una tarde, de esos a los que se les llama tíos aunque el parentesco provenga de primos segundos o terceros de abue169


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los o bisabuelos o vaya usted a saber; costumbre que la modernidad está desterrando y que nunca sabremos si para bien o para mal. Ciertamente como ni siquiera mi mujer sabe dónde se encuentra ese retal de tierra (no llega ni para enterrar entero a un difunto, nos dijo alguien, a no ser que los pies queden oreados al aire dentro de otra parcela), para conocer de su ubicación exacta recurrimos a la gente del pueblo. Hacía lo menos treinta años que no habíamos vuelto por allí. El pueblo carecía entonces de atractivo para unos recién casados, especialmente para mí que provengo de ciudad. En treinta años ya habría acometida de agua en las casas y no tendríamos para desocuparnos que acudir de noche y a escondidas a la era. El alguacil, después de aliviarse los sofocos con la cerveza a la que fue invitado, me dijo: –Salga con la fresca, llegue hasta el manzano y encare la cuesta. Tendrá que subir a derecho por el camino polvoriento y cuando llegue al balaguero de paja podrida, tome la izquierda. No tiene pérdida. Con suerte oirá el reclamo de la codorniz. Me miró con sus ojos cansados, y me advirtió: –No se asuste por el siseo del ramaje de la orilla. Hay mucha culebra y mucho ratón. En tiempo de muda por allá se quedan pieles de culebra suficientes para fabricar pulseras para reloj. Apoyó las manos en el mostrador. Y me anunció con alguna solemnidad: –Pero de una cosa debo advertirle. –¿Cuál? –pregunté con curiosidad. El hombre bebió primero un trago como si quisiera dilatar los segundos para suscitar todavía más mi interés, y luego, mirándome directamente a los ojos, dijo con aire misterioso: 170


La liebre joputa

–Atraviesan la tierra de su mujer libremente corzos y raposos y perros asilvestrados y jabalíes, pero también la liebre joputa. Tenga mucho cuidado con ella. No supe reaccionar. Me quedé sin palabras. El hombre comprendió mi nerviosismo y después de perderse melancólicamente en la contemplación del baile de las moscas en el borde del vaso, añadió: –Igual usted no ha oído hablar de ella. En el pueblo de al lado la llaman cabrona, pero aquí somos más expresivos y la conocemos por joputa. –Y eso ¿por qué? Y entonces el hombre, aburrido del sol, de las moscas, de la conversación, dijo: –Si acierta a verla lo sabrá. Hizo una pausa. Y dijo: –Pero ojalá no llegue a verla. No pude sonsacarle más información. Le invité a otra cerveza, la pidió corta mezclada con gaseosa, la bebió de un trago, y se marchó. Los parientes de mi mujer tampoco albergan la más mínima duda: la joputa es la liebre cabrona. El pelaje coincide, la arrogancia también y la distancia de apenas tres kilómetros a derecho más o menos entre un pueblo y otro invita a esa suposición. Insistí pero todos se limitaron a escurrir el bulto. Mentar la liebre era como mentar la enfermedad, que llega cuando se piensa en ella. Una prima segunda o tercera se santiguó echando a correr incluso camino de la iglesia. Una liebre en libertad vive por término medio cinco o seis años, pero la joputa a tenor de los parientes debía pasearse por el majuelo de mi mujer lo menos durante los últimos catorce o quince. Uno de los viejos que gustaba de leer de revés el periódico atrasado, que estaba bajo el sotechado del Tele-Club 171


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fumando un puro negro de las veces que lo había chupado para que se pegasen las hojas de tabaco, advirtió de mi interés por el tema. Requirió mi atención y me dijo: –Jamás se ha conocido por estos parajes animal más inteligente. –¿Inteligente? –pregunté. –Y soberbio. –¿Soberbio? –Más que una mula recién cepillada. –¿Y por qué lo dice usted? –Porque nadie ha conseguido atraparla nunca. Y eso que sabemos que los martes se aparece aquí y los miércoles allí. –Mañana es martes –dije. –Pues que le acompañe Dios si se le aparece –dijo el viejo con aire tenebroso, y ya no dijo más. Mi mujer me sugirió: –Lleva el bordón por si acaso, y el móvil por si te pierdes. Después de embadurnarme con crema protectora, me puse un sombrero de paja y el calzado adecuado, llené una cantimplora de agua, cogí una libretita y un bolígrafo por si tuviera que anotar algo y me hice al camino. Procuraba levantar los pies del suelo para que el polvo arenisco no me secara la garganta. Al abandonar el valle, donde unas regaderas de cemento semejan la maqueta de un acueducto romano, el paraje asusta. El balaguero, formado por cientos de fardos de paja ennegrecida cubiertos con lonas de plástico sujetas con ruedas viejas de tractor para impedir que vuelen por el aire, parecía un barco anclado en cuarentena en medio de un mar de desolación. El concierto de tres grajos rompía el silencio. Descansé unos segundos. Hay pájaros que no aciertas a descubrirlos. Juegan a enturbiarte los pensamientos con sus tri172


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nos agudos. Un pedregal inmenso, con algunos árboles agónicos como si fueran cactus sobrevivientes del desierto se abría ante mí. Sentado en un mojón contemplé la desfachatez del sol agostando desde tan temprano aquella tierra. A hora y media más o menos del pueblo, acerté con la parcela. Perdido en la zona más pobre de las tierras de cascajo y la más lejana a lo único verde que por allá se dibuja, un pinar por donde cruzan los animales olisqueando la llamada lejana del río, el majuelo limita con una vaguada –también propiedad del ayuntamiento–, donde los camineros depositaron los tilos que arrancaron de la carretera cuando decidieron ensancharla. Cientos de tocones con sus figuras de extraños equilibrios formando inmensas cuevas que facilitan la cría de roedores. Cuando me acerqué al borde de la vaguada docenas de conejos corrieron rápidamente a esconderse en distintas direcciones. Los había blancos, marrones, grises. Había también fundas de cartuchos esparcidas por el suelo. Parecía buen asiento para la caza. Recorrí despacio el majuelo con temor de que pudiera tropezarme con alguna piedra y acabar con mis huesos besando las miles de hormigas que patrullan alrededor de los hormigueros. Las cepas, descuidadas y casi salvajes, estaban prácticamente ocultas por unas espigas escuálidas que me llegaba al hombro. Lamenté no traerme una cizalla o un machete para abrirme paso. Medí a pasos largos el majuelo. Estaba bien acotado. Nadie se había molestado en estrecharlo moviendo los hitos, lo que habla de su escasa importancia. Descubrí, agachándome, racimos inmaduros con sus frutos diminutos como guisantes. No llegarían a medrar, pero de hacerlo ni siquiera servirían de festín a los tordos. Terminada mi inspección me asomé de nuevo a la va173


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guada. Los conejos volvieron a dispersarse, pero esta vez a más velocidad, cruzándose entre ellos, como enloquecidos, en desorden. Extrañado, me mantuve inmóvil, de pie, como una escultura de piedra, intentando confundirme con el paisaje, pensando que con ese ardid se olvidarían pronto de mí. Ninguno volvió a asomar el hocico. Miré por casualidad al cielo y descubrí al águila volando majestuosa en círculo. Seguramente los conejos también la habían avistado. Jugaba al engaño el águila: hacía como que se alejaba para regresar de inmediato a la vertical de la vaguada. De improviso apareció a lo lejos la nube de polvo. A saltos, como si le persiguiera el galgo, la liebre recorrió impetuosa la distancia hasta acercarse a la vaguada y penetrar en mi campo de visión. Se detuvo en seco a mi altura, justo al borde, al otro lado, y se irguió retadora sobre las patas traseras. Arrogante, orgullosa, provocativa, intimidatoria, salvaje. Pensé que con esa actitud descubría voluntariamente su posición, que quería hacerse notar. Lo comprendí enseguida: marcaba su territorio, no sé si a mí o al águila que planeaba lentamente sobre nuestras cabezas. Decidí no mover ni un músculo de mi cuerpo. Fueron unos segundos intensos, con la respiración contenida y una emoción indescriptible. ¡Asistía a un acontecimiento excepcional en medio de una naturaleza hostil! Cualquier gesto brusco y la magia del momento desaparecería para siempre. El espectáculo resultaba fascinante: el águila arriba, la liebre erguida, y yo como observador impaciente en un pedregal bajo un sol agotador, sin posibilidad de ocultarme. En su señorial vuelo circular el águila se alejó como si desistiera pero regresó al poco. Esta operación la repitió en diez o doce ocasiones. Amagaba. Parecía alejarse con dos o tres bruscos aleteos, pero enseguida la teníamos de nuevo encima y cada vez curiosamente a menos altura, descen174


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diendo en círculo ahora un poco más, un poco más, a menos altura... El momento resultaba mágico. Algo iba a suceder. De repente el águila se lanzó al ataque enfilando hacia la liebre, pero esta entonces salió disparada, hizo un guiño y otro, y otro más, quebró por la derecha, volvió a la izquierda, levantó una pequeña nube de polvo, y, sorprendentemente, en lugar de emprender la huida campo a través bajó vertiginosa por la vaguada y saltando entre tocones ascendió por mi lado para aparecer a pocos metros de dónde me encontraba, y allí detenerse en seco incitándome a que fuese tras ella. ¡Me desafiaba abiertamente! Me agaché a coger una piedra y al volver la cabeza fue cuando descubrí de cerca las poderosas garras del águila y cómo de nuevo con otro quiebro la liebre huía de su alcance, y cómo con sus alas desplegadas el águila comenzaba a cubrirme de sombra, de cómo se me aproximaba peligrosamente, de cómo se ocultaba el sol dejándome sumido en una cada vez más grande y espesa oscuridad…

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La baronesa La vida es un juego de chapas. Lanzas la que apuestas al aire y puede caer cerca del muro o lejos. Si cae cerca, enhorabuena, te llevas las chapas de los otros: durante cinco minutos eres el tipo más envidiado del mundo. Si hay empate, viene la reyerta y por lo menos ocupas otros cinco minutos en discrepar sobre la medición. ¿Qué usamos como baremo? A veces el pie, a veces una piedra, a veces un palo, a veces una lagartija muerta antes de que otro la entierre. Si no llegamos a un acuerdo, dejamos que lo dilucide Antonio, que como es un poco simple y tiene un habla ininteligible nos resuelve la duda sin aclararnos nada, pero nos lo agradece mucho porque se sabe interesante. Se pasea entonces con la cabeza alta, como si fuese el jefe del dormitorio. Se siente popular y se ríe feliz cuando oye que cinco es la medida de todas las cosas importantes, y entonces mueve la mano, hace uh, uh, mostrándonos los dedos, que se los cuenta por si le faltara alguno. Las visitas de doña Aurora duran exactamente cinco minutos. Es una mujer muy ocupada. Más: una hermosa mujer ocupada. Viaja mucho por el mundo. Su marido actual, al que no conozco, y que unas veces se llama Justo y otras Andrés, es rico, y como es rico la lleva de paseo por Brasil y la Patagonia y por otros sitios. Por ejemplo, Roma. Y Londres. Yo siempre he creído que la rica es ella y que sus maridos son los zánganos que acompañan a la abeja reina. En Londres conoció al que se compró los zapatos que al desgastársele las suelas me los regaló para que suscitara la envidia de mis colegas. Todos aquí dentro nos vestimos con cosas usadas, nadie estrena nada porque seguramente no lo merecemos. Los calzoncillos unas 176


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veces resultan anchos, otras estrechos; los pantalones qué decir, te los ciñes a la cintura con una cuerda para que no se caigan. La ropa cuando la reparten las de caridad siempre llega limpia y remendada, es la verdad, alguna camisa incluso con el cuello vuelto. A veces raspa, otras no. Más de una vez se cuela una aguja perdida. La ropa que ensuciamos la lavamos nosotros mismos en el lavadero, un pilón donde combates la friura del agua estrangulando y machacando la camiseta contra la piedra. Es nuestra venganza. Hice, claro, el ridículo no sólo porque los zapatos estuvieran rotos sino porque me quedaban grandes. Me apodaron zapatones y luego alguien comentó con su lengua tropezona que en Londres está la torre donde los reyes mandan decapitar a los enemigos de la corona, llámense bastardos, insurgentes o lores estreñidos. Las horas aquí dentro son muy largas excepto cuando juegas al fútbol. Yo soy extremo derecho y rápido. Nunca llevo el balón pegado al pie porque entonces ya me habrían dejado lisiado de por vida. Lo desplazo veinte o treinta metros por delante y echo a correr tras él como un poseso, como cuando nos persiguen los guardias del correccional si ganamos el partido importante del año: reformatorio contra inclusa. El campo del reformatorio carece de fuera de banda, cuenta con un murete a lo largo de un lado preparado para el uno-dos donde el balón rebota con efecto. Nosotros jugamos con alpargatas, ellos a veces con los pies descalzos. Siempre termino en el suelo porque el defensa izquierdo contrario me placa lanzándose de cabeza contra mi estómago y siempre acierta. La decisión del árbitro les favorece: pita cuando desbordo y me penaliza por caerme. Tengo un hematoma verde permanente en la tripa. Este edificio grande, y por tanto frío, se llama Casa de Misericordia, y es donde recogen a los niños que se aban177


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donan al nacer en los pórticos de las iglesias y en los tornos de los conventos. Se encuentra en lo alto de un monte; por un lado se divisa la ciudad, abajo, y por otro las campas verdes donde acuden de excursión los domingos padres con hijos a molestar a las vacas que pastan felices el resto de la semana. Unas alambradas nos separan. Servimos de ejemplo a los padres. Mira hijo a esos desgraciados, a saber quienes son sus progenitores. Traen cacahuetes para echárnoslos como si fuéramos monos, pero se los comen ellos. Somos los insignificantes, hijos del amor, de deslices de sirvientas solteras, de monjas preñadas en horas intempestivas, de las que no tienen posibles para abortar; unos afortunados, en definitiva; ni nos molestamos en hacernos preguntas: vivimos de misericordia gracia a la Misericordia: este es nuestro presente. Aquí estamos hasta que algún pariente, de tenerlo, quiera cargar con nosotros o cumplamos la edad para ponernos a trabajar de aprendices con alguien que se atreva a enseñarnos. Es curioso, pero la gran mayoría de los que abandonan la institución regresan los domingos para seguir jugando al fútbol: externos contra internos. El campo es de reglamento y el balón también. Yo soy uno de los internos. Alguno de los externos ya luce tripa: le va bien en la vida, pero para que se joda, le mareo fácilmente pasándole el balón por entre las piernas. Soy de los pocos que reciben visitas. Antonio no recibe ninguna. Lo normal es que nadie se acuerde de nosotros, porque precisamente hemos sido un divieso molesto, y a los diviesos molestos se los saja para que no estorben más. Cuando el altavoz del patio cruje, dejo el partido. A veces el aviso me llega tumbado en la mesa de cocina que hace de camilla en la enfermería. El enfermero, que ha sido interno, es también jardinero, cocinero, consejero espiritual, cargador de cojos y bombero. Las letrinas las limpiamos 178


La baronesa

nosotros por riguroso orden. A la cocina sólo nos es permitida la entrada (por turnos o castigo) para desengrasar los peroles una vez consumida la manzana diaria de postre. Esta prohibición es muy razonable. Una vez a uno lo descubrieron dando con su meado consistencia a la sopa minutos antes de servirla, y a otro le apareció un escupitajo colgando en un estofado imposible de masticar por otra parte. Estas desconsideraciones las castigamos entre nosotros mismos y con nuestro propio código, inalterable al paso de los años. El prefecto dice: ha pasado esto, y esto y esto, arreglarlo como podáis; a mí no me participéis más líos que bastantes tengo. Los mayores carecen de compasión hacia los pequeños. Las peleas son habituales. Todo se arregla con yodo. El de la enfermería dice: las heridas se curan mejor al aire, y es porque carece de esparadrapo para taparlas. El que manda entre los mayores es un tipo al que nadie es capaz de romperle la cara. Se ha ganado el puesto con los puños por delante; suelta directos, uno, dos; uno, dos. Hay que sujetarlo para que sus peleas terminen solo con algún ojo tumefacto y unas gotitas de sangre. Jura y lanza con violencia los puños, pero también predica con el ejemplo. El día que aparecieron las paredes de las letrinas pintadas de mierda, nos reunió en el patio y dijo: como no salga el culpable en media hora, lameremos uno a uno la mierda con nuestra propia lengua hasta que desaparezca. Entonces, claro, todo el mundo, culpabilizó a Antonio. ¡Antonio, ha sido! ¡Antonio, ha sido! Y Antonio se reía mostrando los cinco dedos de su mano. La mierda ni sabe bien ni sabe mal. Cuando está seca no sabe a nada. Antonio nació prácticamente en la calle, como casi todos nosotros, así que, como casi todos nosotros, carece de pa179


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rientes salvo las ratas de alcantarilla. Dicen que lo dejaron envuelto en una toquilla elegante, con los bodoques perfectos, hecha a mano, en el torno de entrada de un convento de clausura. Pero que las monjas tampoco lo quisieron porque era chico, que de ser niña que sí, pero que los chicos antes de los doce se ponen ya a espiarlas los refajos y las entradas en el baño, así que lo trajeron aquí. Y aquí está. Yo soy un afortunado porque me visita doña Aurora. Me he preguntado muchas veces qué clase de parentesco me une a ella. Pero en realidad prefiero no saberlo. Es un ángel bueno, y ya está. Desconociéndolo puedo imaginarme cien historias distintas. Tengo bastante imaginación porque soy muy rápido inventándome mentiras sin que se me enciendan las orejas. Lo cierto es que salvo caramelos y chicles de menta y alguna camiseta de Boca Juniors, pocas cosas me regala en sus visitas. Un día me trajo un frasquito de colonia que por vergüenza vacié nada más salir por la puerta. ¡Darme yo colonia! Olía a establo, el mismo olor espeso que nos llega del descampado cuando el viento se empeña en molestarnos. Siempre le doy las gracias agachando sumiso la cabeza, y no pregunto nada por temor a que se haya equivocado de interno, y no sea yo realmente el muchacho que ella piensa que soy. Aquí nadie tiene apellido, somos nombre y número, por eso es fácil equivocarse. El nombre, además, es lo de menos. Realmente todos nos apellidamos igual. Lo único que nos diferencia es la altura; yo soy de los intermedios, y gracias a Dios no destaco en nada salvo en las mentiras. Tengo facilidad para mentir. Antonio, no, pero es que Antonio es muy simple y le cuesta articular una sílaba aunque se componga sólo de dos letras. Arrastra una pierna al andar. Los otros chicos dicen que es algo retrasado, y puede que lo sea, pero también es mi amigo. Y por nada del mundo quisiera perjudicarle. 180


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¿Por qué es mi amigo? Porque doña Aurora un día me ordenó: cuídalo como si fuera tu hermano. ¿Esa cosa, mi hermano? ¿Eso? Como si lo fuera, ¿me oyes? Yo no tengo hermanos y maldita la gracia que me hizo tener que cargar con él. Por ejemplo, enseñarle a cambiar respuestas, y así si alguno de los internos le pregunta cuántas veces hoy, le enseño a decir con su lengua aturdida que catorce o quince, y ya no parece tan idiota y hasta le admiran. Catorce o quince veces es mucho. Igual también exagera él algo por su cuenta. Los inviernos doña Aurora nunca viene a visitarme; los pasa en el mismo Buenos Aires, porque su alma sensible se enriquece con el sol, y los inviernos de acá son veranos allá, con saltos a la Pampa, donde es dueña de una inmensa hacienda, que solo es posible recorrer en avioneta. Eso me cuenta. Culta, sabe desenvolverse por los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. Cuando mueve los brazos, asisto asombrado a su esfuerzo por mitigar el ruido de sus pulseras. Manos delicadas, uñas ligeramente teñidas de un rosa casi transparente, una sortija de plata con ocho piedritas de cuarzo violeta, labios dibujados a pincel, una capa ligera de maquillaje incoloro. De mediana edad. La mujer más guapa y elegante que he visto en mi vida. Y la más distinguida. El día que me confesó lo que quería confesarme vestía falda azul y chaqueta del mismo color a juego y una discreta camisa blanca, sin escote, con una flor bordada como adorno. Unos pendientes de oro en forma de pepita en sus bien proporcionadas orejas. Todo en ella refleja su buena condición social. Me besa siempre que viene estrechándome efusivamente en sus brazos. Sus abrazos se alargan una eternidad, pero nunca más de cinco minutos. Yo al principio estaba un poco desconcertado. Debo formar parte de su familia o algo así. 181


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Sus besos son intensos, prolongados, interminables. Se está un rato peinándome despacio, y cuando me acaricia las mejillas, me abraza tan fuerte como si pretendiera introducirme violentamente en su cuerpo para siempre o simplemente ahogarme. Coloca mi cabeza sobre sus pechos blandos y calientes. Estoy a gusto así. Los demás también estarían a gusto así. Incluso Antonio si pudiera ponerse en mi lugar. Estoy seguro que si tuviera la capacidad de dominar el movimiento de su lengua se vería instintivamente obligado, como defensa, a sacarla fuera de la boca, para jadear como los perros desfallecidos. Hablo mucho con Antonio de doña Aurora después de cada visita, especialmente si me anuncia que emprende uno de sus largos viajes (el último transcurrió peligrosamente a bordo de un barco que quemaba madera y que llenaba el cielo de un humo gris y pegadizo). Le digo: tranquilo, Antonio, que a su regreso me volverá a preguntar por ti. Y Antonio da unos saltitos de gozo. Cuando viene el prefecto con un recado siempre pienso: ya está, se desinfló mi suerte, me he quedado sin doña Aurora y sin los chicles de menta, y ahora seré como Antonio un desgraciado sin parientes. Esta es una característica propia de mi capacidad para fabular emociones: lo negativo. La suerte es para los que la tienen y yo no disfruto de ella. Imagino que tengo una familia en movimiento compuesta por un tío huido de la justicia, otro que se ha hecho francés, otro que desapareció en la legión extranjera y otro pianista, que estoy seguro jamás ha visto un piano. Creo que también un jugador de naipes, de los que se acuestan más allá de las cuatro de la mañana, y salvo el día que me acosa el mal de vientre jamás me lo encuentro por el pasillo. A lo mejor mi abuela tuvo diez 182


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hijos, unos le salieron rubios y otros morenos, muy morenos. No sé quién fue mi abuela, pero seguro que la tuve. Yo soy rubio y ahora que lo pienso, Antonio moreno. Un día de muchos abrazos, doña Aurora me preguntó: –¿Te tratan bien aquí? Y antes de que contestara ya se había ido. Es que cinco minutos, mirándolo bien, apenas dan para un saludo y poco más. Además ¿qué podía decirle? Para conocer si una cosa está bien o está mal hay que compararla con otra que sepas que está bien o que está mal. ¿Cómo voy a aclararme las ideas si desconozco que las tengo oscuras? Ocurre muchas veces que la mentira que estás diciendo no sabes exactamente si también es una verdad. Hay que tener emociones y yo no las tengo habitualmente. Soy un tipo plano. Y si no fuera por doña Aurora pasaría prácticamente inadvertido. Ni siquiera ronco ruidosamente cuando estoy dormido. Sueño mucho despierto pero siempre con cosas banales. Por ejemplo, cuando el prefecto nos anuncia que ha concertado un partido este domingo contra los del reformatorio me imagino minuciosamente todo el proceso que va a conducirme a la enfermería, y si la cosa se agrava también al hospital, de modo que sepa mantener una hombría consistente en todo momento. El prefecto en este aspecto es muy claro. Dice que todos estamos obligados a soportar nuestro destino. Los ricos, el suyo de ricos; los pobres, el suyo de pobres; los malévolos, el suyo de malévolos; y nosotros, el nuestro de desgraciados. Hay que reconocer que posee un léxico enriquecido por miles de lecturas. Desgraciados, muertos de hambre, hijos del amor libre, y vuestra madre furcia ni siquiera se preocupa por vosotros, eso después de las oraciones de la ma183


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ñana. ¿Dónde estaríais sin la caridad de los demás? Cuando nos quejamos porque la ropa de invierno nos hace sarpullidos su respuesta es muy convincente: peor están los indígenas amazónicos, y a nadie entonces se nos ocurre pensar que a lo mejor en aquellas tierras, salvo para resguardarse de la lluvia monzónica y de las picaduras de mosquitos, ¿para qué coño necesitan los indígenas vestirse? Antonio es un cuitado, para qué engañarnos. Abre desmesuradamente los ojos porque todas las cosas le asombran. Si no fuera porque le cuido y le defiendo, los demás se hubieran metido con él hasta hacerle la vida imposible. Tiene las piernas delgadas, de las que se doblan al menor esfuerzo, las rodillas algo metidas para dentro, corre tropezándose como un patizambo, y prefiere tomar el sol buscando margaritas en los bordes de la tapia en lugar de jugar al fútbol. Quisimos una vez hacerle árbitro, pero nunca conseguimos que distinguiese el córner del penalti. Le daba exactamente lo mismo. Y cuando le explicamos la diferencia entre darle con la mano o con el pie se sintió dominado por un temor tal que se lo hizo en los pantalones. Otra vez le propusimos el encargo del marcador; hoy es el día en que todavía desconocemos qué hizo con los números. Cuando nos desinfectan, verle desnudo es la ducha es un espectáculo poco agradable (tiene costra en la parte de la espalda que no alcanza a frotarse con el estropajo). Hay semanas enteras en que nadie aparece por el cuarto de visitas. Claro que los compadres me preguntan a veces por doña Aurora, cuándo vuelve por aquí, todo eso, generalmente a la hora de acostarnos. Les molesta que sus pocas visitas sean de viejas enlutadas, de cara pálida y algo de bigote, que traen membrillos y mermeladas, que lloran al entrar y nunca al salir, mientras que doña Aurora es una mujer atractiva, 184


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que suscita otras emociones. Aunque no me importa en absoluto (porque la realidad real puede ser menos agradable que la inventada, por negativa que fuera esta) claro que me gustaría saber si es mi madre, mi hermana, mi tía o alguna prima lejana. O nadie. Porque si no fuera nadie también me suscitaría a mí cosquilleos graciosos. –¿Quién es usted? –le pregunté por fin a los diez segundos de los siguientes cinco minutos. No le molestó la pregunta ciertamente. Igual es que se la esperaba. Como persona de calidad no saltó enseguida a contestarme, que es la reacción habitual de los que no tienen razón o desconocen cómo expresarla adecuadamente. Sonrió, me miró cándidamente. Y empezó a hablarme de la familia como si perteneciera de verdad yo a la suya. Como goza de cultura, dijo: las personas somos fichas de ajedrez. Unas nacen peones y otras torres. Unos caballeros, otros infantes. Los peones blancos son dirigidos por oficiales blancos en defensa del rey blanco. Nunca un peón blanco defiende a un rey negro. Nunca un caballo negro destroza la vanguardia de un rey de su color. Un alfil penetra en las filas contrarias con la velocidad de la saeta de un arquero. La familia es tradición. Por eso hay una jerarquía y una transmisión de privilegios. Un peón aunque sea hijo de rey seguirá siendo peón porque es hijo bastardo. Y un hijo de rey será rey aunque sea más lelo que el bastardo. –¿Qué quieres saber? –Lo que no sé –dije algo acobardado. Y añadió: –Soy baronesa, tonto –y me guiñó un ojo con tanta malicia que Antonio desde lejos lo descubrió–. Una persona que acude al besamanos de la corona. Me quedé atónito. Y seguramente por eso me volvió a abrazar, para calmar mi sorpresa. Dijo encima: 185


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–¡Cinco minutos! ¡Ay, qué cariñoso eres! Parto hoy mismo para Estambul y el Cuerno de Oro. Y se marchó dejándome envuelto en calores. Al siguiente aviso de la voz acatarrada, dos o tres meses o cuatro después, abandoné el partido rápidamente dejando a mi equipo con diez y con el defensa izquierdo persiguiéndome hasta el vestuario. Fue el día en que doña Aurora apareció con el vestido azul. Esta es la historia que me contó. Resulta que a la baronesa auténtica, una especie de pergamino seco, la daba por embarazarse con preñeces pronto desinflada. Se hizo examinar y los médicos la diagnosticaron: la culpa es del barón, que ha consumido el depósito y está en la reserva, usted está muy sana y en edad de merecer todavía. Pero el barón se dijo: van a ver estos pagados de la arpía. Y preñó a la baronesa, tapándose los ojos y la nariz, un coito más frío que un agujero de nieve. El embarazo le produjo una gran depresión a la buena señora, en lugar de alegrías, porque se daba por imaginar situaciones extrañas. La más esquizofrénica que el barón, crápula y vicioso, le cambiara el niño, dejándole uno tonto para justificarse el divorcio que pretendía de ella. –Pobrecilla –dijo doña Aurora–. Se dio en rezos y en perderse. En su locura, convencida de que en el hospital sucedería el cambio se le ocurrió marcar al niño en cuanto naciese, como a las camisas en el reformatorio para que nadie las confunda. Quería demostrar que era muy capaz de traer al mundo un heredero sano y listo. No le preocupó en absoluto que el niño al nacer, feo y poca cosa, diera síntomas algo extraños, tuviera la boca torcida, pareciera debilucho, un ojo abierto y otro cerrado, y pesara menos 186


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que el más liviano de los otros niños que berreaban sin cuartel. Doña Aurora, comentó: –La pobre mandó llamar a un marcador de reses. El hombre llegó cargado con los aperos, puso el fuego en marcha y atizó al fuelle con la habilidad de un auténtico profesional. El hierro era perfecto, adecuado a la superficie del niño para que creciera en proporción a su desarrollo. Pero cuando ya estaba en disposición le entraron remordimientos y renunció al trabajo Le contó al barón la voluntad de su esposa. Y el barón decidió entonces no volver a encargarla más hijos y castigarla retirándole el nacido. ¡Una fiebre de invierno! Eso le dijeron a la baronesa al anunciarle que el niño había fallecido. El barón, dijo: mejor una mentira piadosa que ofrecer al mundo esa cosa como hijo nuestro. Llorando rogó la baronesa que le mostraran al niño para una última despedida y la matrona gorda, que como las cerveceras alemanas era capaz de soportar sobre sus pechos diez o doce bebés simultáneamente, dijo: ya le hemos dado tierra para evitar la propagación del virus contagioso que se lo ha llevado a las estrellas. Desquiciada, la baronesa entonces tomó hábitos en secreto. Y como no podía retirarse a un convento por temor al escándalo social correspondiente llevó el convento a casa, con lo que la cosa empeoró. El barón, entonces, se dio en cruzar por los pasillos del palacete con monjas austeras y rígidas, tan resecas como la señora y de comportamiento altivo y absolutamente insolente. Le despertaban a eso de las seis de la mañana, para que se le fueran los calores acumulados, y rezara los maitines, y cientos de rosarios. Entonces el barón creía que ya estaba en el infierno al abrir los ojos y encontrarse allí con doce o trece monjas, todas con hábito negro y un rostro 187


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embrujado por el cirio encendido, mascullando latines al pie de su cama. Enloqueció. Creía que le iban a ahorcar en cualquier momento con uno de los rosarios de cuentas negras. Se dio como defensa en perseguirlas, pero las monjas no estaban por la labor de ser alcanzadas. Las vigilaba por la noche y ellas le vigilaban a él. –¡El demonio! ¡El demonio! –gritaban al encontrárselo deambulando perdido por el pasillo. Las monjas, por si acaso de verdad lo fuera, cerraban sus aposentos con llave por dentro. Y se ponían a rezar a voz en grito. Pronto el barón encontró la fórmula para emprender sus correrías sin que le molestasen las religiosas: acercarse completamente desnudo a la puerta, con los colgajos muy flamencos bailando al aire. –Se ponían así –dijo doña Aurora cruzándose las manos delante de los ojos como hacían las monjas para no ver aquello–. ¡Satanás, Satanás! –gritaban histéricas. Doña Aurora sonrió un poco tristemente. –¡Qué feliz hice al barón en sus últimos meses! Y aclaró: –Se fue consumiendo el pobre en mis brazos. Quería más. Y yo se lo daba. ¿Más todavía? Pues, más. ¿Cómo no iba a consolar a un pobre hombre tan necesitado de amor? Y antes de que su mujer y las monjas se lo llevaran todo al convento, puso a mi nombre sus bienes. Suspiró profundamente: –¡Pobre barón! Se mantuvo un rato en silencio, y dijo: –¡Pobre baronesa! A su entierro asistieron muy pocas personas. Lo puedo afirmar porque soy una de las pocas que acompañó su féretro. Llovía, hacía un frío horroroso y al cura se le olvidaron los lentes en la sacristía. 188


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Guardó un silencio profundo. Me cogió de la mano. Y me dijo mirándome a los ojos: –Heredarás el título de barón cuando yo fallezca. –¿Yo? –pregunté sorprendido– ¿Soy acaso hijo del barón? –¿Y eso qué importa? Además, las cosas que no merecen respuesta tampoco se preguntan. La baronesa respiró con fuerza, agachó la cabeza, suspiró, y dijo: –¡Pobre barón, qué bueno era! ¡Qué feliz le hice! Y esta exclamación sentida me llegó al corazón que, por cierto, no sé dónde lo tengo.

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Las afueras de todos los sitios. –Levántense mis vaguitos, que el día amanece hermoso. Venga, despéguenme esos párpados. Matilde, ¿qué haces, bonita? Isidora con ese garbo de celadora corrida por los mil andares de la vida, ayuda a prepararse para el viaje. –¿Sabes, cariño? Esta noche ha venido una tal Atanasia preguntando por ti, porque dice que eres una santa y quiere que le reces una oración. ¿Qué absurdo, verdad? Porque tú ya no recuerdas ninguna. Matilde la miró como la avecilla en la jaula mira a la mano que le va a dar de comer. Isidora, dijo: –También tú eres virgen, hija mía, como yo, que ni a ti ni a mí la vida nos dio ocasión de aprender cómo monta a la yegua el caballo. Matilde ya ni recuerda qué hace allí. Sabe que hubo un hombre de por medio. Que ella quería a ese hombre. Que le amaba con locura. Que estaba dispuesta a todo por él. Que se puso como una loba. La discusión muy fuerte con una mujer más joven. ¿Quién era esa mujer? Que las voces habían sido tan altas, que pronto el zaguán se llenó de gente. Oyó decir “¡cuidado, que tiene un cuchillo!”, ¿o no fue eso?, apenas recuerda quién tenía el cuchillo ni qué hacía ella en el pasillo manchada de sangre. Sabe que hubo un tumulto, y que le salió como una lumbre de dentro. Ella de siempre humilde, de siempre callada, pero incapaz esta vez de tragarse las vergüenzas o lo que fueran. No le dio tiempo a conocer qué fue de la otra. –Vamos, deprisa, muévanse, que esto es una posta, no un hotel de lujo. Uno llamado Gabriel sin embargo estaba como aturdido, 190


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con la cabeza gacha, porque a los humildes la vida aploma y atormenta. Sentado en un banco de piedra. Tenía que ladear un poco el rostro para descubrir el vacío en los ojos grises, casi blancos de Isidora; ojos sólo refulgentes en la oscuridad, como los de los felinos cuando acechan en la cercanía de los arroyos secos. Aunque Isidora le zarandeaba con energía, ya no estaba para sentir dolencias físicas. A pesar de todo quiso protestar y ni siquiera le salió un gemido, como si alguien le hubiese tapado la boca para siempre. Isidora le dijo: –El autocar espera. Es muy confortable. Tiene hilo musical, televisor en color, aire acondicionado para evitar las alergias, puede reclinarse el asiento. Pero el conductor cuenta los viajeros y si falta alguno no arranca. ¡Fíjese qué faena para los demás! Ánimo, despierte, que ya tendrá tiempo en el viajecito para olvidarse los remordimientos. La posta estaba a las afueras de todos los sitios, en medio de algún desierto, porque según se indagaba, el horizonte parecía estar atrapado en una gasa envolvente que filtraba la luz del sol convirtiendo el día en una sombra que rasgaba los lejanos arbustos hasta desdoblarlos y romperlos. Contaba con un diminuto jardín de verdor casi artificial, más de decoración (como las peceras en los halls de las casas ricas) que de utilidad, porque nunca ningún viajero se acercaba a oler sus flores amarillas sin abejas, no fuera que sonase inesperadamente la llamada cogiéndolo destemplado o con la puerta cerrada. Como mujer de remango, Isidora comandaba la posta con la disciplina de un militar experto sin que nada escapara a su conocimiento. Ayudada por unos celadores también vestidos de blanco, con zapatos de loneta, calcetines y uniforme impoluto, controlaba el exacto cumplimiento de los 191


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horarios. Cuando emprendía la marcha un autocar y los huecos de la antesala quedaban vacíos, enseguida entraban otros viajeros a ocuparlos. Era lugar de mucho tránsito. Cierto que a menudo tenía que lidiar con jóvenes que a veces se comportaban de forma impertinente. Hacían demasiadas preguntas (como si no estuvieran preparados para conocer de antemano las respuestas), además todas seguidas e impetuosas como los hablares nerviosos de un tartamudo, acaso porque el sosiego es intrínsecamente perverso a determinadas edades. Estaba acostumbrada a ventilarles las ilusiones, así que siempre decía: –Las preguntas, luego. –¿Cuándo es luego? –Igual hoy, igual mañana. Cuando arribe el autobús. –¿Qué autobús? Había constatado que sólo los jóvenes interesan preguntas sobre el sentido del viaje. Los viejos se olvidan de hacerlo acostumbrados quizá a arrastrar como único equipaje sus melancolías y sus olvidos. Los jóvenes, por el contrario, se comportan como si la posta fuera la meta de salida de otra carrera, generalmente más compleja y posiblemente también más estúpida. –En el que tenéis reservado viaje. –¡No pienso ir a ningún sitio! Lo habitual allí era el silencio. Cada individuo se guardaba para sí mismo su historia, porque desnudarse en público supone confrontarla con la de los demás y descubrirse en la extrema pequeñez de los otros la tuya propia. Nadie es nada si nada ha sido. El silencio en los lugares cerrados crea una atmósfera de respeto. Pero cuando llegó Beatriz se empeñó en que faltaban sus maletas. Subió y bajó escaleras, comprobando que 192


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más que un hotel aquello era como un palacete pintado de blanco, como una casa de reposo. Las columnas blancas y casi marmóreas, los techos blancos, con ventanales en lo alto abiertos para una mejor ventilación. Los filtrados rayos de sol proyectaban sobre la pared la película de partículas flotantes. Intentó localizar en el hall un reloj con horas, porque a las siete en punto comenzaba su concierto, y así como laudes, violinistas y contrabajos necesitan al concertino para afinar sus instrumentos, ella precisaba también desentumecer sus cuerdas vocales antes de principiar la maravillosa función, sin duda la más importante de su vida de artista. –¿Y mi traje? –preguntó algo descarada, intentando buscar un armario por algún sitio. –¿No le gusta el que lleva puesto? –dijo con estudiada indiferencia Isidora. –Por supuesto, que no. No recuerdo habérmelo probado antes. ¡Qué horror de modisto! Me queda ancho de cintura y su caída no me favorece. ¿Y los hombros? ¡Parezco una matrona de hospital! ¡Oh, qué desgracia! No puedo salir así al escenario. ¿Se imagina, usted? Isidora puso cara de circunstancias. Entonces tosió artificialmente Beatriz y sintió como una sequedad extrema en la garganta. –¿Y la acústica? –preguntó asustada. Amagó un trémolo y le salió algo desenganchado, desvanecido, sin emoción. –¡Santo cielo! –dijo– ¿Qué pasa aquí? ¡Ni siquiera reconozco mi propia voz! Había un tipo mirando a la pared como si le hubieran castigado a permanecer así desde los tiempos lejanos del colegio. Calvo, extremadamente delgado, las espaldas cargadas hacían presuponer que las responsabilidades de la 193


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vida le habían roto el equilibrio. Isidora se le acercó con afecto, y le susurró al oído: –Es la hora. El tipo ni se inmutó. Le gustaba más la proyección de su vida sobre la pared blanca que alterar la postura. Isidora insistió: –Es usted muy terco, señor, nada asequible. No sé por qué se castiga de espaldas a los demás. Igual me obliga a llamar a los celadores. Y ya sabe usted que los celadores le llevan en andas si es preciso, aunque usted se resista. –No pienso moverme de aquí –dijo entonces el tipo con una voz dolorosa. Isidora le miró a los ojos poniéndose frente a él. –¿Y por qué, si puede saberse? –Porque ya me conozco esta pared y no necesito aprenderme a mi edad otra. –Pero el autocar espera. –¿Y qué? Seguro que ese es el primero, seguro que la agencia de viajes tiene previstos más. Seguro que luego viene un segundo y luego otro. Sucede así siempre. Cuando uno se llena otro aparece vacío. ¡El mundo está repleto de autobuses! En el colegio de mi nieta hay tres. Azules, con una raya roja que los identifica, y son tres. Recojo a mi nieta los jueves. Y hoy es jueves. O ayer lo fue. La cojo de la mano y me dice que tengo manos de viejo. Y cuando me besa lo hace en la frente, con cierta repulsión, como una despedida para siempre. Mi nieta se sienta en el asiento veinticuatro del último autobús. Por eso yo prefiero también el último. Quiero el número veinticuatro. El primer autobús del día es el más frío y el último el más caliente. Tengo una nieta. Tengo los pies fríos. –Lo siento, el autocar no puede arrancar sin usted. Acuda ya a la puerta, por favor. 194


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Al tipo que acababa de llegar le privaban las broncas. Isidora lo calibró al instante. Según le vio entrar supuso que a los momentos de calma sucederían otros perturbadores. Lo habitual. Por la posta pasaba gente de condición varia; borrachos, viejos dormidos, licenciados, famosos de incógnito, tipos a los que la sorpresa desviste de defensas. Buscaría la cantina y al no encontrarla comenzaría a protestar del servicio y de lo que fuera. Lo bueno: al limitarse la estancia de los viajeros al despacho del tique, el personal siempre se encuentra en tránsito. Lo malo: siendo la estancia de duración tan limitada impide confraternizar, aunque a veces, curiosamente, a alguno de los viajeros se le niegue temporalmente el billete, como si una invisible máquina de detección de errores alertase de su presencia inadecuada pitando descaradamente. En esas circunstancias, aunque Isidora nunca alcanzase las razones de la demora (tampoco le preocupaban demasiado), preparaba al retenido un huequito suficientemente cómodo para que la estancia le resultara soportable. El tipo conflictivo quiso escupir nada más asomarse a recepción, pero no le salió la saliva de la boca. Miró con suficiencia a su alrededor, y se dio cuenta que la mayoría de los viajeros preparados para embarcar eran viejos, cuando él se sentía joven, y que los que parecían más jóvenes que él tenían todos cara destemplada, de trapo roto. Entre ellos nadie hablaba, como si las palabras fueran tan insalubres que les hiciera enfermar. Dijo con ánimo retador: –¿Qué sucede aquí? –Sucede que hace cola en la ventanilla de los tiques –contestó Isidora con aplomo. –Eso ya lo veo. Ya veo que esto es una parada, pero yo tengo mi propio vehículo: una moto con el escape roto. ¿Quieres oír cómo atruena? 195


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–No. –Entonces, ¿qué hago aquí? Me cojo ahora mismo la moto y me largo. A mí me gustan los sitios alegres y este lugar parece un sanatorio de viejos que vienen a enrollarse las arrugas. ¡Alegría! ¿Dónde he dejado la chaqueta de cuero? –Tirada en la carretera. –¿Estoy detenido o qué? Seguro que se la han quedado los polis. Eran dos con unas motos de mierda. ¿Qué pensaban? ¿Alcanzarme? ¡Qué ingenuos! Los esperé en una rasante y cuando se lanzaron a por mí aceleré y aceleré. Una bajada, una subida y ¡a volar! ¿Dónde coño están ahora? Ya ni les veo. Si le cojo al que se ha llevado mi chupa de cuero juro que en su casa le bautizan a partir de hoy con otro nombre. Tengo en la chupa la navaja de cuatro dedos. Lo juro, y lo perjuro: si doy con él lo marco para siempre. Isidora, le dijo: –¿Ve usted ese autocar? –¿Cuál? ¿El blanco? –El mismo. –Parece guapo. Demasiado reluciente. ¿Es de estreno? ¿Cuántos kilómetros tiene? ¿Seguro que no es de exposición? Me gusta que lleve los cristales entintados. Sí, señor. En mi vida he adelantado a uno así en la carretera. Me hubiera fijado. Es muy llamativo. Vio subir a la gente. –¿Y el conductor? –preguntó– ¿Dónde coño está el conductor? –Siempre es el último en aparecer, no se preocupe. Está con el papeleo. Ya sabe. Ni puede faltar uno ni sobrar otro. Esta es una línea seria. –¿Querrás decir sin accidentes? –Eso he querido decir. 196


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–Mejor, porque estaré vigilando al conductor. Como se distraiga, al primer frenazo inoportuno, te aseguro que se las verá conmigo. Un hombrecillo con aire de contable despistado, se acercó a Isidora. Estaba compungido. Exhibía el tique en alto, como si le hubiera tocado la lotería o alguna otra cosa peor. Buscaba a alguien responsable. Dijo visiblemente angustiado: –Este no es mi viaje, señora. ¡Hay una terrible confusión! El hombre llevaba la mano izquierda caída y el puño cerrado como si sujetase férreamente un imaginario maletín. –Yo he contratado un viaje de vacaciones a una playa de descanso. Nunca he visto el mar. ¡Y necesito verlo! Sin mi consentimiento me han cambiado el viaje en el último momento. Eso no está bien. Me desagrada. Ya sé que este es mi autobús, pero quiero explicaciones del cambio. ¡No estoy conforme con el proceder de esta compañía! ¡Quiero saber a dónde voy! ¡Exijo el libro de reclamaciones! El hombrecillo tenía ganas de echarse a llorar. ¡Era la primera vez que se equivocaba o le equivocaban! No era posible. ¿Es que las cosas en el mundo están cambiando? ¿Es que el calentamiento global sólo sirve para alterar a peor las cosas? Ahora los electrodomésticos duran menos años, la luz resulta más cara, los espectáculos, deprimentes; las conversaciones, banales; ninguna previsión puede cumplirse porque nadie, y nadie es nadie (debe usted saberlo, señora), quiere ajustarse a sus propias posibilidades. ¿Y la televisión? –¿Qué me dice usted de la televisión? –gritó fuera de sí, y algunos de la cola se volvieron para mirarle con aire comprensivo. Entonces, el hombrecillo acaso para justificarse, dijo: –¡Me han dado pasillo cuando quiero ventanilla! En una de las esquinas de la sala de embarque, se acu197


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rrucaban los novios. Isidora los había acomodado allí para que se contaran en voz baja sus secretos, sin molestar a los de más edad ni que estos los incordiasen con sus tosidos y sus destemples. La chica todavía tenía la cara como anestesiada por el susto. Les dijo en voz baja, como si no quisiera del todo despertarles: –Os han tocado los asientos de atrás. –Muchas gracias –dijo el joven. Parecía un muchacho educado, bastante sencillo. Isidora se fijó que carecía de tatuajes, que estaba bien afeitado y que las uñas de los dedos las tenía limpias y recortadas. La muchacha, de sonrisa aturdida, se acurrucó todavía un poco más al joven, y miró a Isidora con ojos grandes, asustadizos. Isidora, intentó calmarla: –El viaje es muy agradable. –¿Y cuánto se tarda? –preguntó el muchacho. –Apenas un suspiro. Hay gente que ni se da cuenta. Llegan a destino y se creen que todavía no han partido. –Será porque el autobús es muy moderno –dijo la muchacha cohibida. –¡Ah, seguro que sí! ¡Siempre gustan las cosas nuevas! – exclamó Isidora alegremente– Además como iréis juntos mirándoos a los ojos, seguro que ni contáis los túneles del camino. La muchacha agradeció con una sonrisa débil las palabras de Isidora, e intentó justificarse: –Es que le quiero mucho. No sabe usted cuánto. Más que a mi marido. –¿Cuánto tiempo lleváis juntos? –Un mes. Isidora fue a darse la vuelta, cuando el muchacho preguntó bruscamente: 198


Las afueras de todos los sitios

–¿Y luego? –Ya no hay más paradas en el viaje. Esta es la última. Entonces, el muchacho, suavemente, casi en un susurro, recitó de memoria Para siempre, para siempre, para siempre nos prometimos para siempre y siempre es eternidad –¡Oh, qué hermoso! –dijo Isidora. –¿Le gusta? –Sí –dijo Isidora–, “siempre” es eternidad. –Es poeta –dijo con orgullo la muchacha. Los celadores fueron acomodando con destreza a los viajeros. Isidora se dirigió a una señora sujeta con un cinturón de badana que intentaba atacar con su espalda el respaldo de la silla de ruedas. La señora acompasaba sus golpes, gritando: –¡Quiero salir! ¡Quiero irme ya de una vez de aquí! ¡Quiero salir! ¿Por qué me retienen tanto tiempo? Isidora, le dijo: –Cálmese señora, ya le he conseguido el tique. Igual es que había alguna confusión, pero sus problemas están resueltos: puede emprender el viaje tranquilamente. La señora se abrazó a ella al ser desatada, se puso en pie de repente, y recobró la alegría. Dijo: –Los dolores ya se me han quitado, pero la cabeza, ¡ay!, la cabeza la tengo traspuesta, como girada al otro lado. –Lo siento. –¡Oh, qué tontería! Será cosa del viento sur. ¿Sabe usted que cuando se detiene el viento sur comienzan las lluvias? Y fue al despedirse cuando la dio inesperadamente dos besos. –¿No viene usted con nosotros, bonita? 199


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–No puedo –dijo Isidora, encogiéndose de hombros. –¿Es que no le apetece viajar? Yo no he viajado nunca antes, pero dicen que en los viajes siempre se sueña y que viajando se conocen otros mundos, y que los otros mundos son siempre mejores que el que uno deja. ¿No le parece maravilloso? Cuando fueran acomodados los viajeros, el celador del pasillo comenzó a numerarlos uno a uno. Primero contó unidades, cabeza a cabeza, y los números le salieron; luego pasó lista y los nombres también le cuadraron. Entonces se bajó del vehículo y llamó al conductor. Éste apareció embutido en un guardapolvo rojo. Alto, de edad indefinida, gozaba de una dentadura pareja y una presencia saludable. Sin sentarse todavía al volante, se dirigió amablemente a los viajeros: –Señores, les comunico que el viaje es bastante largo y aunque no van a experimentar fatiga, recomiendo se relajen lo máximo posible. Intenten olvidarse de las bondades por las que en otras circunstancias les gustaría ser recordados y céntrense únicamente en las humillaciones padecidas. Piensen en las personas que les han amargado la existencia porque sólo la venganza, créanme, es el único pensamiento interesante que les aliviará en el futuro. Luego al sentarse se desprendió del guardapolvos para que no le incomodara al conducir, se frotó las manos, sonrió torpemente, marcó la intermitente y cuando el chivato de la marcha atrás avisó del comienzo de la maniobra los viajeros descubrieron sorprendidos cómo por los laterales de su respaldo, inesperadamente comenzaban a asomar unas extrañas, enormes, limpias y livianas alas de plumas negras.

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El anónimo

El anónimo* Su sonrisa dejaba entrever los dientes perfectos de su boca. Por lo demás, era como una muñeca de cera. Estirada, guapa, enigmática, silenciosa. El sobre, escrito a mano; alguien lo había dejado sobre su mesa; lo miró con atención. Qué curioso. Parecía letra femenina. Rasgó el sobre. El anónimo decía así: ANA LA PUTA DE LA EMPRESA SE FOLLA A SU JEFE MIKEL Le costó un buen rato despegar su mirada de aquellas letras. Luego, se fue a llorar al retrete. Estuvo encerrada un buen rato. ¿Qué podía hacer? Se miró en el espejo. Se vio fea, horrorosa, como si le hubieran caído de repente todos los años que le sobran al mundo. Intentó secarse las lágrimas. Tardó en recomponerse. Se corrigió los labios, se empolvó la cara. No podía quedarse allí toda la mañana. Salió más reconfortada; se sentó en su mesa de trabajo e hizo como si no supiera que las demás conocían el contenido de aquel libelo asqueroso. Unas cuchicheaban entre sí; otras y otros espiaban sus movimientos. Cansada de ser objeto de tantas miradas, se levantó muy digna. “Ana se está follando a Mikel”, comentó en voz alta luego sin vergüenza, como si no fuera con ella, mostrando el papel. –Esto es lo que pone aquí. 201


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Y mirando a los compañeros, añadió retadora: –¿Alguien en esta oficina se llama Ana? Y al no recibir contestación, dijo orgullosa: –Yo, sí. Y os confieso una cosa. El día que se me desgaste Mikel y ya no pueda conmigo os lo cederé un ratito para que os sacie a todas vosotras. *El autor posee en su poder el anónimo real, y el sobre escrito a mano con evidente letra femenina.

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Un agujero en vientre

Un agujero en el vientre –Te vamos a quemar el despacho. Te vamos a cortar los huevos. Te vamos a hacer un agujero en el vientre. Dirigiéndose al señor Y, esto dijo el señor X delante de las cámaras de televisión. Lo repitieron innumerables veces en los informativos del día y en los resúmenes semanales. Varios señores entrevistados al respecto dijeron que las palabras nunca había que sacarlas fuera de contexto. El señor obispo dijo que no tenía obligación de definirse. Días más tarde, cuando el señor Y recibió el tiro en la nuca, el señor X se agarró a los micrófonos que le tendían los periodistas, y mirando de frente al mundo asombrado, dijo: –No soy en absoluto culpable de las malinterpretaciones que se hagan libremente de mis palabras. Los señores, entrevistados de nuevo, dijeron ciertamente en tono contrito, que sería conveniente que las fuerzas sociales moderaran su lenguaje. El señor obispo insistió en que no tenía obligación de definirse.

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Han pegado a mi amigo por llevar un lazo azul en la solapa Borgermoor, Lichtenburg, Dachau. Mauthausen, Sobibor, Treblinka. Neuengamme, Struthof, Auschwitz. Maïdanek, Belzec, Gross-Rosen. Ravensbrück. Dor-Mittelbau, Schirmeck, Bergen-Belsen, Flossenburg, Stuthof, Buchenwald, Sachsenhausen, Chelmno-Kulmhof, Kobierzyn, Theresienstadt, Jasenovac, Hinzert, Birkenau, Vught, Aurigny, Papenburg, Esterwegen, Sachsenhausen, Monowitz... Spandau.

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Cargado de muerte

Cargado de muerte A la sombra de la pared de adobe, esperando a que el gato rubio terminara de asomarse por la gatera, Pisones aguardaba sin apenas moverse. La inmovilidad es la mejor arma del cazador. Él lo había sido y bueno. De aguantarse apostado horas a la intemperie. Sabía contenerse la respiración, sabía entender a los pájaros. Dominaba los virajes en el cielo. Ese a la derecha, se decía, y el guión tomaba aire a favor y tornaba a la derecha con los demás siguiéndole. No hay más tonto que el que sigue a ciegas a otro, pensaba aplastando las hebras del tabaco con sus dedos ásperos. Conocía de animales lo mismo que cualquiera al que la vida se le hubiera enredado de parecida manera. Por ejemplo, se debe disparar al último de la bandada para evitar que se dispersen. El sol, rota la neblina inicial de la mañana, ahora pasadas las once, descargaba su furia. Las torcaces se habían acercado al río, que no era más que un hilito perezoso de agua. Cansado de esperar a que el gato se buscara un sitio para tumbarse, hizo el gesto brusco de lanzarle una piedra; el gato se ocultó de nuevo. Esta era ahora su vida. Encendió el cigarrillo. Y miró más allá del puente donde se riza el horizonte para descubrir el posible indicio de alguna gota de nube. El almendro al pie del cotorro semejaba un pequeño grano gris entre calizas enfermas. Si la lluvia le quitara el polvo… Llevaba toda la vida sin que lo trabajara su dueño. Él mismo había acudido muchos años a varearlo. Sonreía recordando. Saludaba al árbol todas las mañanas con respeto y estaba seguro que el almendro desde la distancia correspondía a su saludo. Dos viejos compadres anclados sin tiempo en un silencio profundo. Las únicas 205


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estelas visibles eran, como siempre en esas fechas, las dejadas por los aviones en ruta hacia lo desconocido. Nunca había montado en avión. Ni tenía gana de hacerlo y menos ahora que le pesaban los años como los renuevos verdes a los viejos árboles. Se le estaban acabando los vigores de la vida, y era consciente de ello porque se le marchaban los días sin emociones. Se obligaba a apearse de la bicicleta para superar el repechito, pasado el puente. Acudía por las mañanas, y ya nunca temprano aunque no fuera necesaria su presencia, en una bicicleta desplumada como un gallo sin cresta porque le faltaban guardabarros y el freno izquierdo. El sillín lo tenía algo desplazado y de la bobina del inexistente faro delantero colgaba un cable suelto, que a veces, cuando se desenrollaba de la horquilla, pretendía inmolarse entre los radios de la rueda. Siempre hay algo que hacer (se justificaba a sí mismo, para no sentirse inútil), y además se encontraba más a gusto apoyado en la pared de la cuadra que dormitando como un viejo las horas de luz dentro de su propia casa. Hablaba poco, jamás frecuentaba el bar, sobraban los cinco dedos de una mano para enumerar a los amigos a quien dirigir una palabra de afecto, y en muchas mañanas sólo al gato soltaba cuatro voces enérgicas como necesidad para sentir el sonido de algo humano en sus cercanías. Cuando su hijo, que dormía en un camastro desordenado situado en la cocina y por donde los lirones se paseaban sin vergüenza, accedía a descorrer por dentro el tranco de la portonera, expresaba con un gesto hosco de la cabeza el saludo matinal. Sólo eso. Este año achicharraba más que el pasado. Se fijó en las endrinas silvestres, en los escaramujos, en la caracola insensata pretendiendo cruzar la carretera. Todos los días igual. Pensó que el campo venía malo, las remolachas lacias, que 206


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el maldito calor impede granar al trigo y que sólo las cebadas del páramo salvan el verano. Fumar no le sentaba bien, pero a su edad en realidad pocas cosas sientan bien. Sólo el dinero, y tampoco las mujeres. Le gustaba que el cigarrillo se consumiera lentamente entre sus dedos ásperos, mientras la memoria se esfuerza en ir troceando recuerdos. Estaba en esa etapa de la vida en que los años se multiplican todos iguales, como una partitura sin acordes repetida monótonamente. La vida auténtica, la que merece la pena, pertenece a otros en los otros tiempos (al envejecer se profundiza en el silencio), precisamente los anclados en esas fotografías troqueladas en dientes de sierra por los lados, que rememoran días de fiesta. Pero para su desgracia a veces esos años encierran también sucesos ingratos que fueron tristes o acaso peligrosos, y que por más que se intente alejarlos como a los tábanos molestos, son los que agitan el sueño. No hay desmemoria que los hunda para siempre, porque la herrumbre del balde que contiene la existencia termina por dejarlos escapar para que retornen periódicamente con su podredumbre y sus vergüenzas. A un lado de la carretera comarcal, estrecha, tajada por culpa de las nieves y mal bacheada, que se bifurca en docenas de caminos para dotar de servidumbre a las tierras, la cuadra como último edificio del pueblo quedaba justo pasado el puente, a resguardo de una pequeña loma erigida por la naturaleza ni a propósito para contener las crecidas provenientes de los deshielos. Apenas transitada por tractores, podían pasarse las horas enteras del día sin que por delante circulara vehículo alguno. Era parte de su encanto. Otro, el silencio. Podía escucharse en los días de viento el desplazamiento de un bote de conservas vacío lo menos a setenta metros. 207


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Ensimismado en sus pensamientos percibió a lo lejos el ruido mezquino de un motor cansado. Le pareció extraño que una furgoneta que acaso fuese blanca, con una puerta abollada y rozadas las aletas, con un altavoz sujeto con alambres a la baca hubiera tomado ese camino y más que se detuviera poco después a su altura. Traía cinchados el cabezal de una máquina de coser, los pedales de otra distinta, un envase metálico de melocotón con clavos y tornillos, hierros, tubos y otros aperos. El conductor apagó el motor, se ajustó las gafas hasta entonces caídas, puso un pie en el suelo con alguna dificultad, resopló como para expulsarse el calor y saliendo del vehículo se acercó a la sombra. Dijo: –Se saluda. Se ahuecó el pantalón mahón, y corrió un agujero la hebilla. –Soy el chatarrero de Tarvajoz –se presentó. Ya era mayor, igual hasta de la misma edad que el llamado Pisones, aunque los pliegues rugosos conferían a su rostro un tono todavía más acusado de pergamino mal usado. Sin separarse de la pared, Pisones respondió a su saludo con un gesto mecánico de la cabeza. Pensó seguramente que tenía que ser peligroso un tipo con una furgoneta así en la carretera. Le miró con desconfianza. Tarvajoz estaba muy lejos de allí. Más de sesenta kilómetros. Conocía ese pueblo y la revuelta de las bodegas que conduce a la salida. –Igual ha oído hablar de mí –añadió el chatarrero. Tendió la mano, que Pisones rechazó. –¿Buscas algo? –le preguntó éste secamente. –Estoy de paso, pero si usted tiene algo que vender aprovecho para comprarlo. –Puedes seguir tu camino. –Los hierros que no se necesitan, por ejemplo –dijo el 208


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chatarrero como si no hubiera atendido a sus palabras. Se secó con un pañuelo arrugado el sudor de la frente y luego el cuello y las manos. Se desabrochó los primeros botones de la camisa y se frotó el pecho. –Calienta –dijo. –Es su tiempo. Malo sería que nevara ahora Buscó con ahínco la sombra, y al apoyar un pie sobre el adobe, se fijó en los ojos claros de Pisones, ojos de nieve, recelosos y altivos; se fijó también en el pañuelo de seda medio escondido que adornaba su cuello. Al percatarse de su insistencia, Pisones le dijo: –¿Nos conocemos? –He tenido como un arrebato –dijo el chatarrero–. Pasa muchas veces. Crees que conoces a una persona y resulta otra. Igual en alguna feria; igual nos hemos visto antes. –¿Y por qué habíamos de conocernos? –preguntó Pisones. –Es un hablar. –Hablar por no callar. –El hablar es necesario para entenderse. Pisones le miró de arriba abajo. No le gustaba el hombre, pero tampoco tenía necesidad de mostrarse excesivamente descortés. –Años que no acudo a ninguna feria –confesó. –¿Ni siquiera de maquinaria? –Ni de ganado. –En Tarvajoz tenemos una muy buena. –Si tú lo dices. –Igual de más jóvenes en alguna romería. –Pierdes el tiempo –dijo Pisones–. Yo no te conozco. El chatarrero siguió hablando como si no fuera con él: –Cuando perdíamos al bote en la plaza, la que buscabas bailaba con otro y en el descampado se te escapaba la noche. 209


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–Yo nunca he sido joven –cortó Pisones secamente. –Yo, tampoco –confesó con vergüenza el chatarrero luego de un rato. Se movió para estirarse las piernas. –¿Es de usted esa empacadora? –dijo, señalando la máquina que se encontraba a la vuelta, dentro de la tierra. –Más que tuya, sí. –Eso ya lo sé. ¿Está en venta? –¿Tiene que estarlo? –Es sólo una pregunta. –¿Qué pasa? ¿La quieres cargar en la furgoneta? –dijo Pisones con insolencia. –Ojalá –dijo el chatarrero. Los surcos profundos de su frente reflejaban que la vida no le había resultado nada fácil. La barba de dos o más días le daba un aire de dejadez, de bohemio sucio–. Es una buena máquina, sí señor. –Eso parece. –Podemos llegar a un acuerdo. Entonces Pisones dio una voz y repitió la llamada. No tardó en abrirse el portón y apareció su hijo. Cumplidos los treinta, con la barbilla puntiaguda, una llave inglesa en la mano y la mirada desafiante. Vestía un buzo verde, sin mangas. Alto, también de ojos claros, ancho de espaldas. –¿Pasa algo, padre? –preguntó mirando con descaro al chatarrero. –Aquí, el amigo –dijo Pisones–, está aburrido y le da por parlar. Ahora dice que te compra la empacadora. –¿Y qué va a hacer usted con ella? ¿Piezas? –preguntó el hijo con cierto matiz burlón. Mordisqueaba una paja arrancada sin duda de alguno de los fardos apilados a la entrada. Se acercó con curiosidad a la furgoneta blanca, mirando dentro a través de la ventanilla. Tenía el pelo rubio peinado para atrás, y una sonrisa medio 210


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torcida, de tipo convencido de salir siempre airoso de los desencuentros. Los ojos también grandes, también despiertos y vigilantes, como los de los raposos en la noche. Hablaba despacio, refrenándose en cada sílaba para que no se le escaparan las gotas de saliva. –Le ha cundido bien el día –dijo, haciendo referencia a los aperos cargados en la baca. –No puedo quejarme –dijo el chatarrero. –Y ahora quiere la empacadora. –Parece en buen uso, aunque tiene sus años. –Los que tiene, los tiene con nosotros –dijo secamente el padre. El chatarrero intentó ser cortés. –Se nota que está bien cuidada –dijo. –No se la conocen averías –reconoció el hijo. –Lo creo –dijo el chatarrero–. Apenas dan quehaceres. Estas máquinas dejan sin trabajo a los mecánicos. Hasta bien avanzada la tarde no se levantaría el norte, refrescando un poco la noche. Diez meses de invierno, dos de infierno. En tierra de hombres curtidos por el sol, de rostros tiznados y piel reseca, destacaba la tez pálida del padre y sus ojos descoloridos. Llevaba la camisa apretándole el cuello hasta el último botón, y el pañuelo; el pelo le blanqueaba dejando entrever todavía en algunos mechones perdidos el color rubio de juventud. Aunque su edad ya no fuera propicia para las broncas, seguía portando, por si acaso, la navaja en el bolsillo de atrás. Comenzaba a molestarle la presencia del chatarrero, que no sólo tardaba en irse sino que le quitaba la soledad y el silencio, no dejándole adivinar por el trino diluido por sus palabras el lugar de encuentro de los pájaros dibujados en el cielo. El chatarrero se acercó a mirar la chapa identificativa de 211


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la máquina antes de agacharse a tocar las ruedas. Más tarde levantó la tapa del depósito de la cuerda. –Dos cabos –dijo. –No está en venta –dijo el padre secamente. –Las hay de tres. –No está en venta –repitió el hijo con aspereza. –Todo lo que hay sobre la tierra tiene precio –dijo el chatarrero. –Todo, no –replicó molesto el padre. –Todo –insistió el chatarrero–. Hasta la vida. Hay gente que pone precio incluso a la vida, y mata por dinero. –Parece que entiendes de eso –dijo el padre. –Estoy enseñado. He visto de cerca matar y morir. Pisones se puso tenso. –¿Y usted? –el chatarrero le miró fijamente a los ojos– ¿Ha visto matar? Pisones acusó la pregunta. Se revolvió intranquilo. Se separó un palmo de la pared como si precisara ponerse en guardia. –¿Matar o morir? –preguntó a la defensiva. –Ambas cosas. –Morir muchas veces –dijo Pisones sin emoción–. Y matar alguna vez que la pelea fue a mayores, con el malherido tirado en la cuneta. El chatarrero confesó entonces con cierta emoción en sus palabras: –Yo he visto relucir en una noche oscura una navaja. Fue un asalto a traición. El tipo salió de las sombras y se echó sobre nosotros. –¿Cuántos eráis? –Dos. Pero estábamos en desventaja. –¿Y qué hiciste tú entonces? –Huir como un raposo. 212


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–¿Abandonaste la pelea? –preguntó asombrado Pisones hijo. –Sí –confesó casi sin voz el chatarrero–. Tuve miedo. El asesino iba armado. –¿Y tú? –preguntó el padre. –Un cuchillo de cortar hogazas. Y esa huida después de tantos años me vergüenza todavía por las noches. Clavó el chatarrero los ojos en ese punto del suelo donde los pensamientos enmudecen. Entonces sí que volvieron los trinos locos de los pájaros alegres, y las pequeñas bandadas con el guión delante camino de su extraño destino. El padre pensó y acaso el chatarrero también, que el único animal que tiene dudas en los cruces de la vida es el hombre; los pájaros saben exactamente por dónde virar y los lagartos cuándo esconderse. Padre e hijo estaban cada vez más incómodos, con el chatarrero purgando su vergüenza, sin ganas de marcharse. Dijo el padre con desprecio: –O sea, que fuiste un cobarde y lo vas llorando para que te demos consuelo. El panadero hizo sonar repetidas veces el claxon a la entrada del pueblo anunciando su presencia, asustando de paso a los tordos ocultos en los ciruelos negros silvestres. Precedía los lunes al frutero. Se adentraba despacio por las calles sin asfaltar, machacando el silencio en los cruces. Perdido en una hondonada allá, a la vera del páramo, el pueblo a esas horas se asemejaba a una posta desierta. Los inviernos duros, con la nieve permanente colgada de los tejados, y los raposos, lobos y jabalíes merodeando a la puerta, dejaban paso a veranos terribles, con el sol cayendo a plomo y los buitres carroñeros oteando muladares. Apenas contaba con un pequeño colmado, a faltas, donde comprar sellos y poner las cartas, y una tasca que abría para el 213


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café (donde podía leerse el periódico de la víspera) por lo que los buhoneros abastecían de provisiones a la gente. Con las puertas y ventanas atrancadas, y las fachadas de algunas de las casas deshabitadas cayéndose a cuajarones, sin un alma por la calle, el pueblo tenía a esa hora de calor un aire fantasmal, de decorado de película. –Y media –anunció el hijo. –Y media en punto –dijo el padre. –Igual le acompaña la hija –dijo el hijo por el panadero. –¿Y qué si ha venido? –dijo el padre. –Que me gustaría saludarla. –¿No la saludaste el sábado? –Sí. –¿Y el domingo? –También. –Pues, déjala en paz, que tendrá que hacer. –Padre, es que igual viene por mí. La mirada del padre encerraba mensajes fáciles de desentrañar. El hijo movió de nuevo la paja de la boca y luego la escupió. –De acuerdo, padre. No he dicho nada. Las manos las tenía encallecidas de manejarse en el campo. Grandes, ásperas, cansadas de destrozar tabones y de entresacar remolachas. Cada vez quedaban menos jóvenes en el pueblo, y los pocos, en cuanto casaban emigraban a la capital o se radicaban en el de sus mujeres. Él, sin embargo, estaba condenado a permanecer allí de por vida. Un par de navidades atrás, al calor de la gloria, el padre le obligó a sentarse, le puso una copa de orujo en la mano y se la hizo beber de un trago. Él bebió otra. A la segunda copa, le puso también un cigarro grueso en la boca. Se lo prendió antes que el suyo. Compitieron como dos compa214


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dres de bar acerca de la bocanada más intensa, de los aros más entrelazados y duraderos, de las copas más llenas que vacías. Luego su padre le dijo: –Todo lo que tengo es tuyo, y es bueno que lo sepas. El hijo asintió, echando una nube gris al techo. –No cometas torpezas. –¿A qué se refiere, padre? –A las compañías. –¿A las putas, padre? –Eso he dicho y eso has entendido. –Usted también de joven se iría con ellas. –El dinero cuesta ganarlo. Si quieres mujer, cásate. Bebieron otra vez. –Pues ahora que nos vamos a emborrachar –dijo el hijo después de un rato, mojando las letras y la mesa– igual hasta le doy una noticia. Para los treinta seguro que le hago abuelo. Pisones no expresó tampoco emoción alguna en aquella ocasión. Se fijó en la foto en blanco y negro, enmarcada, que colgaba de la pared, en donde se encontraba de pie escoltando a su esposa enlutada como lo estaban todas en aquellos tiempos con difuntos a rezar, encajes en los puños de la manga, otro alrededor del cuello. Acaso entibiado por el alcohol le sobrevino al momento el recuerdo de la hambruna de entonces. Todo estaba difícil, no había futuro y él estaba desesperado. Tenía que salir a las cartas, al bote, a lo que fuera allá donde hubiera partida. Tenía que jugarse la vida y ganarla. Y para ello ponerse en marcha caminando muchas veces con las botas en la mano para no terminar de romperlas. El hijo siguió la mirada de su padre, que parecía congelada en la pared. Dijo: –¿Por qué no se volvió usted a casar, padre? 215


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El hombre se encogió de hombros. Miró la botella transparente. –Que sea chico –dijo. –Se lo prometo, padre. –Un chico recio, para que pueda enseñarle a silbar a los animales y a dominarse el miedo en las noches cerradas. –Y a usar la navaja como me ha enseñado usted a mí. La pareja de águilas planeaba sin prisa, lentamente, señoras dueñas de un espacio espantosamente azul, como si el tiempo careciera de valor. Sólo la parte de la orilla próxima al río guardaba un poco de verdor apagado, de culo sucio de botella. –Esta vez me he desviado del camino –dijo el chatarrero con ganas de seguir la conversación–. He tenido una corazonada. –Las corazonadas no son buenas para los negocios –dijo el padre. –No lo crea. A veces resultan. Las lejanas yeseras reflejaban la reverberación del sol. –Todo el mundo quiere cosas nuevas– dijo en tono humilde el chatarrero–. Todo el mundo se llena de aparatos nuevos, como si no fueran nunca a estropearse. Nadie quiere remiendos ni alamares. –La quincalla se vende bien en la ciudad, tengo entendido –dijo el hijo. –Cierto. Pero la gente a veces no comprende que las máquinas de segundo uso funcionan mejor que las de primero. En los pueblos se miden los silencios porque las palabras resecan la boca. –Cada uno tenemos nuestra cruz –siguió luego hablando, con la voz fatigada–. Me hubiera gustado tener estudios, aunque sea para obligarme a no leer sólo el periódico. Yo sólo sé lo que no me han enseñado en la escuela. 216


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–Como todos –dijo el padre. –Dice bien. Los de nuestra generación no tuvimos ninguna oportunidad salvo la de luchar por la vida. Alguien había esparcido fuera de tiempo purines en las tierras del cascajo, así que las moscas estaban rabiosas. El llamado Ramón pasó a tal punto por el camino montado en su bicicleta. –Se saluda –dijo. –Hace mucho calor para ir descubierto –dijo el padre–. Y tú ya estás metido en años. –Sesenta y nueve hago en septiembre. –¿No te quitas alguno? –Igual me los pongo. –¿Cómo pinta el año? –preguntó el chatarrero. –Peor que el pasado –dijo Ramón. –Eso cuentan por mi pueblo. –¿De dónde es usted? –De Tarvajoz. –Por allí paramos alguna una vez éste y yo de jóvenes – dijo Ramón por Pisones–. Tienen ustedes una buena feria de ganado. Se hizo un silencio profundo. Ramón, entonces dijo: –Voy a extender la red en el majuelo porque los tordos empiezan a dañarme la uva. Y se alejó. El chatarrero, dijo a Pisones: –Así que usted conoce mi pueblo. –Y otros más. –Claro. Y otros más. Un par de mariposas blancas se posaron sobre el fardo sobrante de alfalfa de la empacadora. El chatarrero se fijó de nuevo en el pañuelo que guardaba el cuello de Pisones. Y dijo: 217


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–¿No tiene usted calor para abrigarse de esa manera? Pisones no contestó. Le miró sin pestañear a los ojos. Se mostraba tenso. El chatarrero supo que le estaba midiendo, dijo entonces para disculparse la impertinencia: –Nuestras madres se llenaban de refajos para combatir el calor. –Yo no soy tu madre –contestó conteniéndose Pisones. –Es un decir. –Dices demasiadas cosas para no estar callado. El hijo, intervino: –¿Qué es lo que compra? –Ando buscando algo parecido a esto –dijo el chatarrero mostrando un engranaje recogido del interior de su furgoneta. El hijo tomó la pieza y la examinó. –¿De qué tractor es? –De un Barreiros. –Difícil lo tiene. –Ya –dijo el chatarrero–. La verdad es que todavía quedan algunos, pero los emplean para regar. Aguantan veinticuatro horas, hasta que se quedan sin gas–oil o desceban el río. Son los mejores. Se recostó contra la pared. Y añadió: –Hay mercado para las cosas viejas pero más que nada para decoración y así. Esa máquina de coser que llevo ahí –añadió– la tengo vendida nada más comprarla. Pero las viejas no quieren deshacerse de ellas. Les encanta remendar las sábanas. Hay que esperar a que se mueran para retirar las cosas viejas. Los hijos sólo quieren quedarse con el almirez y las planchas de vapor y las llaves huecas. Es lo único que cabe en los pisos de la capital. –De Tarvajoz aquí hay una buena tirada –dijo el padre sin poderse contener. 218


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–Sí que la hay –dijo el chatarrero. –Muchos kilómetros para buscar una pieza. –Buscando una a veces se levanta otra. Pisones hizo un gesto con la cabeza, como si le doliera conocer aquello. –¿Recuerda la revuelta? –le preguntó el chatarrero. –Algún recuerdo tengo. Hace forma de horca cerrada. –Así es. –Según entras por un lado no se ve la salida del otro. –Y si no hay luna es una trampa mortal. El chatarrero alargó la pausa. Luego, dijo despacio: –¿Cuántos años hace que no va usted por allí? –Igual pasan de treinta –confesó–. Treinta hace éste –señaló a su hijo– y yo todavía no era padre. –Por aquel entonces mataron a mi hermano –dijo el chatarrero midiendo cuidadosamente las palabras–. Fue una noche sombría de un maldito otoño. Un hombre embozado nos salió al paso para robarnos. Mi hermano se enfrentó a él recibió la cuchillada en el corazón. Fue un asesinato. –Aquellos eran malos tiempos. –Malos tiempos para todos –dijo el chatarrero. –Tiempos de hambre –dijo el padre. –De hambre y de miseria. –La vida era muy dura entonces –dijo el padre. –Siempre lo ha sido. –Nunca como entonces. Dijo el chatarrero: –Veníamos de vender el ganado. Era alegre, muy alegre. Gustaba a las mozas. Alguna también se llevó al descampado. Nos quedamos un rato de fiesta. Éramos jóvenes, ya se sabe. El dinero lo llevaba él consigo. Quien nos asaltó sabía lo que hacía. Mi hermano era muy alegre. Con toda la vida por delante. Había ganado en el juego. Maldigo desde entonces al canalla que se lo llevó. 219


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–Muchos años parece para guardar rencores –dijo el padre. –No hay noche en que no recuerde aquel momento. Hizo una pausa larga como si necesitase encontrar las palabras adecuadas. Dijo: –Mi hermano hirió al asesino abajo del cuello. Un buen tajo, porque sangraba. El hombre que busco viste una cicatriz profunda cerca del hombro. Esa es su seña de identidad. Yo huí como un cobarde. –¿Abandonaste a tu hermano malherido? –preguntó el hijo. El hombre agachó la cabeza. –Lo abandoné muerto. –¿Reconocerías al asesino? –preguntó el padre con cautela, luego de un rato. –Sus ojos tenían un brillo especial. Iba embozado pero sus ojos eran claros, como desteñidos, ojos de nieve. Jamás podré olvidarlos. Jamás. Llevo desde entonces buscándolos. –¿Y los has encontrado? –insistió mirándole fijamente. El chatarrero titubeó un instante. –No lo sé –dijo lentamente–. Pero sé que cada día estoy más cerca. Cuando lo encuentre, me lo tengo jurado, completaré la cicatriz de su cuello. –Muy fanfarrón pareces –dijo mordiendo las palabras el padre– para lo cobarde que dices que fuiste. –Lo fui, es verdad, pero eso no quiere decir que ahora también lo sea. Cuando el chatarrero se alejó con la furgoneta, el padre dijo a su hijo: –Vamos. Rápido. Tenemos labor que hacer. Entraban ya a la cuadra, cuando el hijo se detuvo un instante: 220


Cargado de muerte

–No me ha gustado la expresión de ese hombre, padre. No me ha gustado nada. –No perdamos tiempo –dijo el padre– Salgamos a su encuentro. Ese hombre habla demasiado. Viaja cargado de muerte.

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Abuelo, despierta La vieja llama por teléfono a su hija y a su hijo. Nunca le han faltado remangos, siempre ha tenido vigor físico. Limpia sin ayuda los cristales de las ventanas. Se sube al banquito de la cocina para retirar las cortinas, las frota antes de lavarlas. Una vez tuvo un tropezón, casi se rompe la cadera. Cuando sale al sol ya ha oreado las sábanas. Los días son todos iguales. No llama al viejo porque el viejo sigue en la cama: siempre está presente aunque nadie lo reclame. La vieja toma asiento: esta es su casa. La hija ha dicho a su marido: no sé qué parte del problema me endosará a mí, pero seguro que me toca el muerto. La nuera ha dicho a su marido: presiento que dejaré de hablarme con tu hermana.

El hijo de la vieja y del viejo, hermano de la hermana, marido de la nuera, se ha ido por si acaso de gira. ¿Por dónde? Por ahí. Qué importa. Ya se enterarán por el periódico. Seguro que sale en televisión, se ha hecho una fotografía, se ha dejado un bigote rubio. Que les den. No lo ha dicho, pero lo piensa. Le gustaría salir en la portada del disco sin las gafas negras.

La vieja, dijo entonces: No aguanto más; se lo hace hasta en la cama; siempre fue difícil la convivencia con él. Ahora resulta imposible La hija, dijo entonces: Yo tengo mi familia; no puedo desdoblarme; la vida es muy compleja. Me aburren las obligaciones La nuera, dijo entonces: 222


Abuelo, despierta

Sólo falta que me toque cargar con él; ni que fuera la tonta de la familia; no tenemos vacaciones desde hace años. ¿Quién se ocupará de los niños?

El hijo no quiere ver cómo aparcan a su padre en una residencia de mayores. Está en contra y está a favor.

El viejo parece tonto: sonríe al salir de casa. Lo van a sacar a pasear. Qué bien. Ayer fue domingo, hoy es lunes. La vieja le empuja: vamos. La hija le dice: vas a estar a gusto. Harás muchos amigos. La nuera se calla.

La habitación es pequeña. Las paredes blancas se convierten de repente en mantecados y pastelitos de nata. ¿Qué hace el viejo allí? Tampoco lo sabe. Hay otros viejos como él. Hay muchos viejos como él. Ni siquiera la vieja se imagina que haya tantos viejos en el mundo. Margaritas blancas en el monte verde delante del porche.

La vieja, dijo a la celadora: Pónganle mirando al mar que siempre soñó ser marino; que se atragante de mar ahora que nada reclama en el mundo. La hija, dijo: Carácter áspero, genio suelto. Vigílenlo que no escape, que no se largue por el monte y de noche nos aparezca. La nuera, dijo: 223


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Que no aterrorice a los niños. Que no les levante jamás la mano. Hemos puesto una foto suya en la sala como recuerdo. Atan al viejo, que no se caiga si se vuelca la silla. Las moscas del porche tampoco le molestan.

La vieja dijo a la celadora: Denle de comer cualquier cosa; carece de paladar; le faltan dientes; desprecia los alimentos. Odia la cocina. La hija, dijo: ¿De vestir? Cualquier andrajo; una camisa que les sobre, unos pantalones sin dueño, unos zapatos de pies sudados. La nuera, dijo: ¿Visitas? Para mis niños como si ya estuviera muerto.

Tiempo después, a la entrada del invierno, a la vieja le dio el tirón. Se quedó torcida. Igual es que se cayó de la banqueta. La cabeza se le volvió tonta con la anestesia. También la sentaron en una silla. La hija, dijo: Si sale más barato, júntelos en la misma habitación aunque mejor estarían separados. La nuera, dijo: Lo más económico, lo más económico, que a saber el tiempo que les queda. El viejo ni reconoce a su mujer. La mujer ni reconoce al viejo. A la mujer le asignan la cama de la derecha. Al viejo, la otra cama. En medio, la mesilla. El viejo guarda perpetuo silencio. 224


Abuelo, despierta

La vieja canta como una loca. Un vaso de agua a la derecha; un vaso de agua a la izquierda. Los ducharán por separado.

La hija pensó: Que no espere esa zorra que le ceda sobre la casa de mis padres ningún derecho. La nuera pensó: La sala, los alamares y la cocina, para ella; que yo me quedo el resto.

El viejo esa tarde luminosa sin dolores ni ruidos, durmiendo al abrigo del porche, sueña con la muchacha de talle fino, sonriente, que le alegró en un viaje por los pasillos de la noche; goza con el recuerdo de aquella piel dulce, de aquellos labios sonrosados y abiertos. ¿Dónde la conoció? Ni se acuerda. Cierra los ojos, la mecedora se queda quieta, el viento de los trigales descansa unos segundos.

El nieto se presenta con recelo. Trae un periódico en la mano. Su padre, hijo del viejo y de la vieja, ya es portada de un disco. Es la primera vez que acude a esa residencia de ancianos y no oculta su disgusto. No hay más que viejos. Y sillas de ruedas. Viejos y sillas de ruedas. ¡Tiene tantas cosas que hacer! Le han dicho: esos son tus abuelos. Busca entre los que miran perdidos al infinito al hombre de su mismo apellido. Espera descubrir esos ojos grises que dicen iguales a los suyos. 225


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La celadora, insiste: Esos son. Duda; despacio se acerca. La vieja hoy no canta. Que nadie le exija un beso. ¿Qué pasa aquí?

El nieto atónito zarandea de repente al viejo: ¡Abuelo, abuelo!, ¡la abuela no se mueve!, ¡que se ha quedado traspuesta! ¡Abuelo, abuelo!, ¡la abuela tiene los ojos vueltos!

El viejo mira a aquel que le zarandea, que bien pudiera ser su nieto o bisnieto o su hijo pequeño, un ser para él irreconocible en estos momentos. Balbucea algo. El nieto se separa confuso. ¡Abuelo, abuelo!, ¡la abuela no se mueve!, ¡que se ha quedado traspuesta!

Hay un revuelo. Hay movimiento. La celadora se acerca nerviosa. Trae una sábana blanca en la mano. Y entonces el viejo dibuja en su rostro una sonrisa turbadora cuando al pasar por su lado le roza el culo de la celadora.

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Coja un tique para ser atendido

Coja un tique para ser atendido Aviso en la entrada: COJA UN TIQUE PARA SER ATENDIDO Precavido, el bueno de Colina examinó con recelo el aparatito antes de estirar la mano. Tenía que poner el dedo precisamente allí y no en otro sitio. Le daba miedo equivocarse. En el ambulatorio siempre elegía la peor de las seis opciones, y en el supermercado el tique del pescado cuando deseaba el de carne. Así que antes de dar el paso definitivo evaluó durante unos segundos las posibilidades. Como era muy callado y algo tímido, intentaba pasar desapercibido por la vida (de peatón, jamás se le ocurriría cruzar una calle con el semáforo en rojo ni confrontar su mirada con la de un perro por muy pequeño y atado que fuese), cualquier error supone acentuar el sentido del ridículo. Se moriría de vergüenza si alguien le llamara la atención. Por detrás, nadie; al lado derecho, tampoco; al izquierdo, menos. Cuando comprobó que la acción estaba exenta de peligro, que tampoco había una cámara indiscreta ni un funcionario cabreado ni un chivato dispuesto a vocear en público su actuación, puso el índice de su mano derecha sobre la pantalla táctil y retiró (con la misma urgencia que un avaro de la vista del público un billete de quinientos, aunque fuera falso) primero el tique amarillo, luego el verde y finalmente el blanco. Y más no, porque no había de otros colores. La puerta de cristal del exterior se abrió automáticamente, y a continuación la del interior. El artilugio electrónico no le había puesto en ridículo. Respiró profundamente. Esta vez no se quedaría atrapado como una loncha de queso en una funda de plástico. La sala, espaciosa; por la cantidad de madres amaman227


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tando a sus hijos, podría decirse que hasta confortable y tranquila. Se pondría imposible los días de lluvia, pero el día había amanecido limpio, acaso un poco frío por el maldito viento del norte, que si bien limpia la atmósfera de polución se cuela hasta el tuétano sin pedir permiso. La temperatura regulada con termostato, la mitad de las ventanillas vacías, un silencio de respeto, como si allí el trabajo molestara y fuera lugar de profundas meditaciones. Eso es lo bueno de las modernas arquitecturas de interiores: los hospitales semejan oficinas bancarias; las cajas de ahorro, gotas de leche; los departamentos oficiales, balnearios de reposo. Aquel lugar sin embargo parecía otra cosa, por ejemplo una estilizada, vanguardista y misteriosa estación de tren, con gente esperando en asientos circulares de respaldo frío, suelo reluciente, columnas metalizadas y una docena más o menos de pantallas de televisión escupiendo lentamente numeritos como si fueran horarios con el retraso en la entrada de miles de trenes imaginarios. Vio un asiento libre casi escondido y se sentó, no sin antes comprobar que nadie pretendía ocuparlo antes que él. El hombre a su derecha parecía dormido, y el de su izquierda eructó muy satisfecho al concluir su bocadillo de tortilla de patatas con cebolla, mucha cebolla. Había personas apoyadas en las columnas, unas, y paseando con la mirada perdida otras; otras más rellenaban papeles en unos poyos preparados ex profeso en las esquinas; esto le devolvió la confianza en la Administración. La maquinaria funcionaba, evidentemente. ¿La prueba? La cantidad de gente que aguardaba resolver o, por lo menos, exponer su problema sin reflejar en ningún momento en su rostro ni crispación ni tristeza Estaban acostumbrados a esperar, y esperaban. Venían preparados. Lamentó no haber traído un libro, algo para entretenerse. 228


Coja un tique para ser atendido

De vez en cuando se le acercaba un niño con cara de muñeco de trapo, se le quedaba mirando y luego se daba la vuelta para alejarse corriendo y regresar dos o tres minutos más tarde. Curioso. El niño se había fijado en él y no en otros. ¿Por qué? Estaba convencido que había descubierto su profunda timidez y que intuía que si le asestaba una patada dolorosa en la espinilla no haría nada por reprenderle. Esto le frustró un poquito más. Encogió las piernas a la defensiva por si acaso. Y amagó una sonrisa condescendiente que el niño correspondió con un mohín de disgusto. De una amplia bolsa de compra azul turquesa, una señora extrajo un termo de considerable tamaño y se sirvió tranquilamente un café. Tenía experiencia en hacerlo, porque no derramó ni una sola gota fuera del vaso de plástico. No invitó a los compañeros sentados a su lado, faltaba más. Cuando guardó el termo aparecieron en su mano por arte de magia unas cuantas migas de pan de las que llevan los viejos para alimentar a las palomas del parque, que esparció como un rito sobre el café. Azúcar, no; pan. Dio vueltas a todo aquello con una cucharita de plástico. Sorbió unas gotas. Miró al techo. Igual estaba todavía caliente. Colina se percató entonces que en toda la planta no había ninguna puerta que condujera al “WC” o simplemente que pusiera “Servicios”. A la Administración hay que venir meado, pensó sin duda. Y todos los que estaban allí, incluso la señora del termo, por lo visto lo sabían. Pasada media hora, cuando comenzaba a cansarse de consumirse en pensamientos amorfos, ni positivos ni negativos ni vacíos ni rellenos, en los indicativos comenzó a brincar histérico el primero de sus tres números. El amarillo. Se sobresaltó. Mareante. No daba crédito. Seguro que el funcionario que pulsa el botón se había quedado traspuesto con el dedo apretando y los números habían iniciado 229


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una escapada alucinante por un bosque de ábacos hambrientos hasta detenerse agotados. No se lo esperaba. ¡Ni hacía dos minutos que faltaban cien hasta alcanzar el suyo! Le asaltó la congoja. ¿Y si era una equivocación? ¿Y si al llegar a la ventanilla el funcionario le mandara a freír espárragos dejándole en ridículo y riéndose en su cara? Insolente, el número no se cansaba de brincar reclamando su atención. Tenía el tique en la mano. El del bocadillo, que ahora abría una lata de caballa, podía decirle: ¡muévase, coño, que es el suyo! Las circunstancias le obligaban a adoptar rápidamente una decisión. Como se había percatado que entre llamada y llamada se colaba siempre alguien con prisas le vino como un pronto desconocido, un calentamiento excesivo, y se propuso impedirlo levantándose ágilmente. Se acercó a la ventanilla casi sofocado. Un tipo le dio un codazo pretendiendo cogerle la vez. El tipo, con pinta de pedir para tabaco, dijo: –Tengo una urgencia, ¿sabe usted? –Yo, no –dijo quedamente Colina–, pero es mi turno. –¡Y una mierda! –gritó el tipo. Y entonces Colina levantó en alto el tique, y dijo sorprendentemente: –Ese número es el mío, señor. El tipo protestó, dijo mierda de nuevo, luego algo más insultante, hizo un corte de mangas y para evitar un escándalo a mayores, se alejó a la espera de una mejor oportunidad en otra ventanilla. El funcionario tenía las gafas atadas con un cordón alrededor del cuello, y casi soportadas exclusivamente por la punta de la nariz, de modo que desde su asiento le bastaba con mirar por encima de los cristales para descubrir la condición de hombre o mujer del contribuyente. Colina, acercó la carpeta al funcionario. 230


Coja un tique para ser atendido

Este la abrió, vio que había unos dibujos preciosos estampados en papel cebolla, miró el saluda que los acompañaba y hurgó en los folios de la memoria. Dijo: –¿Y esto qué es? –El diseño de una campaña. –¡Ah! –exclamó el hombre atrapando el puente de la gafa sobre el hueso prominente de la nariz. –Vengo a registrarlo. –Ya. –Para que no me roben la idea. –Comprendo. –Porque en este país se roban las ideas. –Querrá usted decir –le corrigió el funcionario mostrando su desagrado por aquella inoportuna puntualización– que en este país coincide a veces en el tiempo la idea de un mismo proyecto en dos personas distintas. –Eso quería decir. –De dos y hasta de tres personas distintas. –Naturalmente. –Y si me apura hasta de cuatro. –Seguro que sí. –¿Cómo se atreve a sugerir entonces que puedan robarle su idea? –Era una forma de hablar. –¡Ya! Este es un país de mucho ingenio y de mucha sabiduría. Debería usted saberlo. –Lo sé. Discúlpeme. No volverá a ocurrir –dijo Colina realmente compungido. –No tiene importancia. Me hago cargo. Está usted nervioso. –Sí, señor, igual estoy nervioso. –Sosiéguese. El funcionario, agachó la cabeza, comprobó la numera231


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ción de las hojas, se fijo en los encabezamientos en mayúscula, leyó una línea de aquí y otra de allí, volvió una página atrás, y arqueó las cejas: –Pues se ha equivocado de ventanilla –dijo–. Ha cogido usted un tique amarillo y para este asunto corresponde el verde. El verde es para estas cosas. Salga a la puerta, coja el de color verde y espere. Tenga. Y le devolvió el legajo. Cuando le tocó el turno del verde, la funcionaria, con el pelo revuelto como una escarola vieja, muy amable le dijo: –No tenía que haber hecho cola para esto, bendito de Dios. Igual hasta lleva una hora esperando. Tremendo. Ya lo sabe para la próxima vez. Mire, salga a la puerta, verá una garita y a un guardia de seguridad dentro. Se llama Alberto, pero no hace falta que le cite por su nombre. No tiene pérdida. Le dice que va al Registro, el guardia pulsará un botón para facilitarle el paso y le entregará una tarjetita plastificada con un imperdible para que se la coloque usted en la solapa. No se pinche, tenga cuidado. Si se pincha puede coger el tétanos y si no está vacunado morirse antes de resolver su asunto. Suba luego al primer piso y aguarde allí. –¿Al primero, dice usted? –Sí, porque si sube al segundo tendrá que bajar a continuación al primero, así que es mejor que vaya directamente al primero y se ahorre el tiempo de subir al segundo para bajar al primero. El guardia de la garita acristalada apagó momentáneamente su aparatito de radio para escuchar mejor la petición. Dijo: – Ya. Sentado como un patriarca en un trono de sabiduría, desde la altura controlaba perfectamente el arco detector de metales. Le indicó: 232


Coja un tique para ser atendido

–Ponga en la bandeja todo lo que lleve de metálico, sitúela sobre la cinta y aguarde a que se encienda el semáforo. También el móvil. Si salta la alarma, no se me ponga nervioso, no haga ningún gesto extraño, no meta la mano en el bolsillo, no eche a correr, aguarde mis instrucciones, ¿de acuerdo? Colina asintió con la cabeza. El guardia, añadió: –Estas máquinas tienen días buenos y malos. A veces se comportan de forma extraña. Yo creo que lo hacen por llamar la atención. La hebilla del cinturón, la alianza de casado, si yo le contara. ¿Ok? –Ok. Desde la barandilla del primer piso el bueno de Colina contempló el gozoso espectáculo de la sala de espera. Los jefes tienen siempre los despachos arriba para ver a los de abajo como hormiguitas huyendo de un posible pisotón. Una de las madres intentaba en esos momentos esconder sin éxito un pezón descontrolado dentro del sujetador, mientras otra tranquilamente se sacaba los dos para airearlos. Se fijó que su sitio lo ocupaba ahora una muchacha de unos veinte, con unas gafas negras que le conferían aire de intelectual tranquila. Había dejado en reserva un libro al lado del hombre de la caballa (que ahora se hurgaba con un mondadientes que seguramente luego escupiría, antes de la cabezadita de rigor), mientras leía otro ajena al tránsito de personas. Colina pensó que la muchacha gozaría de experiencia en el trato con la Administración, y se maravilló de su forma apacible de afrontar la espera. Aprovechaba el tiempo. Hay tantas situaciones en la vida que desbordan que admiraba a los que saben enfrentarse con serenidad a lo desconocido. El pasillo estaba salpicado de varias puertas laterales 233


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exactamente iguales y desembocaba en una frontal, con un cristal biselado diferente a los otros. Supuso que el original se habría roto de un portazo por una corriente descontrolada y que la partida correspondiente tendría excedente para repararlo. Como no había ningún letrero que sirviera de orientación estuvo dudando en qué puerta intentarlo primero. Le hubiera gustado contar con unos dados para echarlo a suertes. Como la Administración supone que a los contribuyentes les da lo mismo entrar en una que en otra, porque al fin y al cabo acuden a los despachos oficiales simplemente para hacer perder el tiempo a sus funcionarios (como país de ociosos se trata de consumir las horas tontas sin sucumbir a la maléfica depresión), lo prepara todo de manera concienzuda. Entras en una, y preguntas; te contestan de mala manera, casi un gruñido; entonces entras en otra y preguntas y cuando no aciertas a la sexta, te vuelves a casa, y ya has pasado la mañana dejando el quehacer para el día siguiente. Estaba dudando si tocar con los nudillos en la de en medio cuando una señora de rostro desamparado abrió la puerta del biselado distinto y se topó con él en el pasillo. –¿Qué hace usted aquí? –Estoy buscando… La señora le interrumpió secamente: –Buscando ¿qué? –El registro de la propiedad intelectual. –Ya. ¿Y para qué lo necesita usted? –Para registrar el diseño de una campaña. –Ya. Una cosa intelectual. –Sí, señora. Eso es. –Y muy importante. –Eso creo yo. –Muy bien. Lo tiene muy fácil. ¿Ve esa puerta de cristal? –le señaló la especial– Entre y espere. 234


Coja un tique para ser atendido

Cuando la señora se fue, Colina empujó con sumo cuidado la puerta por temor a romperla. Romper cosas era habitual en él. Y más siendo de cristal. Le bastaba con intentar colgar un cuadro en la pared para que temblaran los tabiques. El tostador de pan le había jugado algunas malas pasadas al desenchufarlo de un tirón. Detrás del mostrador no había nadie. El despacho se encontraba vacío. Quieto como una estatua esperando que alguien apareciera, se fijó en el calendario, en el reloj de pared, en el ventanal enorme que daba paso a unas vistas exteriores preciosas, en la colección de archivadores metálicos, en los periódicos amontonados sobre las tres mesas vacías. Carraspeó. Preguntó casi con vergüenza: –¿Alguien puede atenderme? Después de diez minutos angustiosos en la soledad de aquel departamento oficial, el bueno de Colina pensó que algo tendría que hacer más para llamar la atención. Podría sonar el aviso de cierre del edificio y quedarse él dentro, como una cucaracha dormida. ¿Y entonces? Se imaginó él solo una noche entera paseando como un fantasma perdido entre pasillos sin luz. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Se puso a silbar, dio un par de palmadas, golpeó con alguna fuerza encima del mostrador. Finalmente, después de un bronco tosido artificial, se atrevió a decir algo en voz alta. Al no recibir contestación, pensó en marcharse, pero ¿y si la puerta estaba cerrada? Consiguió dominarse. Al fin y al cabo las vistas del exterior eran preciosas. Pasaban autobuses, circulaban coches, paseaba distendida la gente. Se tranquilizó. Esperaría sentado en una de las sillas de respaldo de tela y patas cromadas. Y así lo hizo. A la media hora, un funcionario apareció por una puerta interior cargado de papeles que le llegaban a la boca. Visiblemente molesto, le soltó a bocajarro: 235


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–¿Qué hace usted aquí? Colina dijo temeroso: –Espero. –Lo supongo. Pero ¿a quién? ¿A Rosa? –Vengo al registro de la propiedad intelectual. –¿A qué? –A depositar un proyecto. –¿Un proyecto sobre qué? –Una campaña. –Pues este es su sitio. Espere. El funcionario se fijó entonces en el reloj de la pared, y añadió: –Rosa estará aquí en diez minutos. O como más en quince. O acaso en veinte, pero más de veinte seguro que no. –¿Y quién es Rosa? –preguntó ingenuamente el bueno de Colina. El funcionario le escupió una mirada intimidatorio molesto por una pregunta tan estúpida, y se perdió por otra puerta. A la hora y cuarto de su entrada gloriosa en el departamento oficial, apareció la señora de rostro desamparado del pasillo lamiéndose todavía el café de los labios. –Buenos días –dijo, abrió la portezuela del mostrador colocándose en su papel de diligente funcionaria. Ordenó unos oficios con maestría, se puso las gafas, abrió y cerró cajones, desdobló uno de los periódicos, trazó una marca con un rotulador fluorescente rojo, dobló el periódico como estaba anteriormente y volviéndose le dijo: –¿Todavía aquí? Colina repuso visiblemente molesto: –Sólo una hora. –¿Y en todo este tiempo no le ha atendido nadie? 236


Coja un tique para ser atendido

–Pues ya lo ve. –¡Qué vergüenza! –estalló la mujer– ¡Qué vergüenza! ¡Qué país! ¡Adónde vamos a parar! ¡Una sale un momentito y la Administración se detiene! Luego nos critican y dicen los malhablados que los funcionarios no somos importantes, pues ya lo ve usted, falta una un ratito de su puesto ¡y la Administración se congela! La mujer cogió el legajo que le tendió Colina, soltó el lacito rojo, y los papeles cayeron al suelo. –Esto no se puede presentar así –dijo malhumorada. –¿Cómo dice usted? –preguntó a la defensiva Colina. –Que las cosas hay que presentarlas en condiciones. Aquí no podemos perder el tiempo cosiendo y descosiendo papeles. ¡Sólo faltaba eso! ¡Cómo si no tuviéramos otra cosa que hacer! Debería usted saberlo. El Boletín Oficial del Estado publica todos los años las instrucciones. ¿Ha leído usted el Boletín Oficial del Estado? Pues hay que leerlo, que para eso se publica. Colina dejó que su mirada vagase por el ventanal tintado. La vista ya no era tan preciosa. El mejor edificio de la ciudad en el mejor emplazamiento posible. La funcionaria habló de nuevo: –Su obligación es presentarme todo bien arregladito. Parece mentira que desconozca una cosa tan elemental. No puedo darle pase. ¿Pero esto qué es? Falta la firma de la portada, no encuentro tampoco la fotocopia del carné de identidad. Bueno, está aquí. Ya la veo. Pero faltan más datos. ¿Y la dirección? ¿Dónde está la dirección? ¡Qué horror! ¡Qué mal hace usted las cosas! Y tiene que firmar el titular en unas páginas aleatoriamente en mi presencia. ¿Lo es usted? ¿Usted es el titular? La página diez, la página quince, la página veinte. Se lo repito: en mi presencia. ¡Qué manera de hacerme perder el tiempo! Corrija los defectos y vuelva con el legajo en condiciones. 237


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–¿Cómo dice? –Tómese el tiempo que necesite. Vuelva mañana o pasado o la semana que viene, cuando subsane las anomalías. –¿Y me atenderá usted? –preguntó Colina confundido. Aquello parecía irreal. La funcionaria le miró fijamente a los ojos, y dijo de malas maneras: –Por supuesto. ¿Y quién si no? Yo soy la única funcionaria titular de la plaza en este departamento. ¿O qué se ha creído usted? ¿Que en un puesto tan importante se coloca a cualquiera o qué?

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Burbujitas de la tónica

Burbujitas de la tónica Pido una tónica del tiempo. Tú, una cerveza. La tragaperras se ha vuelto loca, escupe y escupe monedas mientras suena a tope el estribillo de reclamo. Se vacía de monedas. Lucen descontroladas las bombillas de reclamo. Una catarata ruidosa que rompe cualquier conversación. El tipo que ha conseguido el premio nos devuelve una mirada indolente. No oculta su emoción. Viste vaqueros estrechos, chaqueta carmín. El pelo revuelto que fue rubio. Te subes la falda. Estás sentada sobre el taburete. Yo, también. Tus piernas son divinas: haces bien en enseñarlas. Ay, chica, qué poco necesitas depilarte. Estás muy guapa y lo sabes. Chica, qué clase tienes. Apenas necesitas retocarte los labios. Igual un poco los pómulos, ya sabes. Ha acertado el muy cabrito con las alcachofas o con las cerezas o con las fresas o con la huerta entera. El de la barra está cabreado. Qué mala suerte. El tipo, que parece bastante vulgar, no es un cliente habitual. Demasiado basto. ¡Uf, qué poca categoría! Espera al tren o al autobús, podía haberse ido antes. Seguro que ha cavado alguna vez en su vida. Un premio escandaloso. Mira que nos guiña ahora un ojo, mira que junta dos dedos formando una v profunda. Mira que balancea su culo gordo como queriendo ayudar a la máquina a que suelte lo que le quede. Dice: ok. Se pierde por ti. Ay, chica, qué les haces. Nunca le hemos visto por aquí anteriormente. Ya quisiera tener yo tu mismo reclamo con los hombres. Se vuelve a la máquina. Comprueba que las monedas 239


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sigan cayendo en el cestito de mimbre, que ninguna ruede por el suelo. Se ríe solo. Uno de los televisores permanece apagado, el otro destripa vídeos casi en silencio. Sería un bar tranquilo si desapareciera el estúpido reclamo metálico de las monedas. Mierda. Las burbujitas de la tónica trepan en armonía como alumnas de un colegio de monjas de excursión. Me hacen cosquillas, mira tú. Iguales, guapas, redonditas, educadas. Muchachitas que nunca pierden el autobús. Al tipo le cuesta decidirse. Pone los dedos otra vez en uve y te sonríe. Se ha fijado en ti. ¡Ay, chica, qué envidia me das! ¡Cómo atraes a los hombres! Le devuelves la sonrisa, aunque marcando ese estudiado punto de indiferencia que tan bien te sienta. En treinta segundos lo tendrás aquí. ¿Treinta segundos? Seguro que menos. –Es un capullo –dices luego–. Ya tarda el muy baboso. ¿A qué espera? –Ha ganado más que nosotras en una hora –digo. –Tranquilo, tonto, no te pongas nervioso –me dices–, verás cómo nos quedamos con sus ganancias. Entonces, también me estiro yo el escote y me subo la falda.

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La almorrana del señor juez

La almorrana del señor juez El señor juez tenía un mal día porque esa mañana antes de la ducha al sentarse en la taza, por cierto sin demasiada necesidad, se le había vuelto a salir la maldita almorrana. Durante diez minutos había intentado por todos los medios metérsela otra vez dentro haciendo presión con el anular derecho, pero al garbanzo húmedo parecía a cada intentona crecerle más la nariz. ¿Y su mujer, qué? Nunca le había permitido que le cediera una compresa como salvaslip, porque como funcionaria del ministerio de justicia (es bien conocido que el juzgado es un nido de cotorras, decires, zancadillas, envidias y filtraciones), estaba sujeta a infames sutilezas externas y podía irse de la lengua (o separarse). Un médico conocido (los jueces carecen de amigos) le había recomendado que se estuviera el menor tiempo posible en el excusado, porque al situar las nalgas al aire, la tendencia malvada del pólipo sangrante es salir a pasearse. “Que haga lo que tenga que hacer, suelte lo que tenga que soltar, pero que se aleje inmediatamente de la taza como si se hubiera declarado un incendio”, esas fueron exactamente sus palabras referidas siempre, por supuesto, a una tercera imaginaria persona. Pero, ¡ay!, el privado constituía su auténtica oficina: allí repasaba los casos, pensaba las resoluciones y hasta expresaba en voz alta sus considerandos, pero siempre sentado en el trono. Lo había intentado de pie, por supuesto, pero sin resultado alguno e incluso de rodillas o con un cojín en el suelo. La insolente naturaleza otorga sus mercedes como le viene en gana y a él le había tocado administrar justicia desde un lugar tan reservado. 241


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Con el rostro demudado y sin la canícula a mano para aliviarse el dolor, se puso rápidamente la toga, exigió que la secretaria le abriera de inmediato la puerta y caminando a pasitos cortos y abierto de piernas, se introdujo en la sala para sentarse rápidamente y buscar posición antes de que los demandantes (el señor y la señora Alarcia, dos respetables ancianos a los que les temblaba hasta el bastón) penetraran asustados en el recinto. El juez, cargado de prisas, apenas respondió al saludo de cortesía con un gruñido de oso herido. Medía el uno ochenta y cinco, pertenecía a una familia distinguida, acababa de cumplir los cincuenta, le gustaba comer bien y no se privaba de hacerlo. Y ya no le daba tanto al whisky para frenar el coloreado insano de la nariz. Dijo lo que tenía que decir. Y la secretaria también. El letrado del banco exhibía un rostro cansado, regalo de una noche preparando la vista. No tenía ninguna relación con la institución, ni siquiera cuenta abierta ni demasiados casos (más bien ninguno) a los que prestar su tiempo. Así que se había agarrado al asunto con la emoción de un novato. Llevaba por lo menos un año merodeando por el juzgado. Menos mal que con la reforma tenía posibilidades en el turno de oficio. A la puerta de cada sala figuraba la relación de asuntos del día. Sintió como una satisfacción personal descubrir su nombre. Comenzó con las preguntas con las que pensaba desmontar la argumentación de la demanda: los viejos eran viejos pero no tontos. Viejo y tonto no es sinónimo aunque lo parezca. No podían alegar desconocimiento. Estaba todo bien claro: bastaba con leer los folletos publicitarios del banco, expresamente la letra pequeña aunque sea con lupa. Ese mes facturaría algo. El viejo, respondió a una de sus preguntas: 242


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–Nos prometieron el siete. –¿Dice usted que les prometieron el siete? –Sí, señor. –¿Quién les prometió el siete? –El señor director. –¿Y cuánto venían percibiendo ustedes a plazo fijo? –El uno o así. –¿El uno dice usted? –Sí, señor. –¿Y no les resultó extraño pasar del uno al siete así, por las buenas? –No, señor. –¿En qué trabajaba usted antes de jubilarse, señor Alarcia? –Elaboraba croquetas. Las mejores. Mi mujer y yo siempre hemos hecho croquetas. Mi mujer las de jamón y yo las de bacalao. –¿Y a usted se le hubiera ocurrido dar siete croquetas por el precio de una? –Depende. –¿Depende de qué, señor Alarcia? –De si pretendo lanzar una nueva croqueta al mercado. –¿Una nueva croqueta, dice usted? –Sí, señor. Una de chipirón, por ejemplo. El señor y la señora Alarcia estaban convenientemente aleccionados por su abogado, un hombre con los pies cansados de patear los pasillos, con un lecho de canas detrás de las orejas y los dedos amarillos por la nicotina. Dos horas antes los había reunido en su despacho y les había alertado: –En el juzgado miente todo el mundo; unos porque tienen derecho a hacerlo y otros porque desconocen la verdad desde el día de su nacimiento. Es así y así es. Y nadie lo puede cambiar. Miente el juez, miente la acusación, mienten 243


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los demandantes, mienten los testigos y mentimos los abogados. ¿De acuerdo? –Yo no pienso mentir –dijo la mujer, que era un poco simple y de rezos diarios. Sabía de jaculatorias y hasta alguna historia de beatos. El abogado la miró directamente a los ojos y le dijo abruptamente: –Señora, piense que está usted bajo juramento. En esas condiciones responda a mi pregunta: ¿se ha acostado usted alguna vez con algún otro hombre que no fuera su marido? –¡Oh, qué insolencia! –protestó la mujer, subiéndole los colores– ¡Jamás! ¿Pero qué se ha pensado usted? Pues claro que no. ¡Jamás! –Muy bien, señora –dijo el abogado–. La felicito por su honestidad y me congratulo por ello. Esa convicción es la que necesito si la llaman a declarar. ¿Quiere ahora que formule la misma pregunta a su marido? El abogado aguardó unos largos segundos de silencio esperando acaso que el señor Alarcia se incomodara, se defendiera, balbuceara, dejara de mirar por la ventana, carraspeara, se revolviera en el asiento o al menos dijera algo. Pero ante su mutismo absoluto, se encaró de nuevo a la mujer, añadiendo: –Esperemos que ni el señor juez ni el letrado de la parte contraria les sometan a interrogatorio, pero si lo hacen mejor que conteste sólo su marido. La verdad es que la sala del juzgado carecía del encanto rural de las películas americanas proyectadas en la televisión. No había sheriff ni un policía de guardia ni jurado ni espectadores. Más semejaba un palomar vacío. Desangelado, un cubo con aire acondicionado. La secretaria, los procuradores, los abogados y el juez, sentados en un altillo; los señores Alarcia, por el contrario, sobre unas incómodas sillas, en primera fila. Detrás, nadie. 244


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El abogado de los señores Alarcia jugó con los papeles como si fuera un experto prestidigitador; los movió de un lado a otro, se caló las gafas, hizo que los leía de nuevo, y tras pedir la venia al juez, se dirigió a los demandantes: –Señor Alarcia, me ha parecido escuchar que elaboraba usted croquetas. –Sí, señor. Las mejores. –Supongo que cumpliendo rigurosamente las normas de sanidad. –Qué hacer, señor. –Emplearía usted materia prima de la máxima calidad. –Todo bueno. –Y pagaría sus impuestos. –Naturalmente. Soy un ciudadano responsable. –Le voy a hacer una pregunta, señor Alarcia –el abogado endureció su voz para dotar de una importancia excepcional a su parlamento–, fundamental para la causa que nos ocupa. Tómese el tiempo que necesite para contestarla. Hizo una pausa necesaria, y preguntó: –Señor Alarcia, ¿hubiera sido usted capaz, para ganar más dinero, de rebajar la calidad de sus croquetas? El señor Alarcia saltó como un resorte: –¿Las de bacalao o las de jamón? –Cualquiera. –Nunca. –¿Y una merma en el peso? –Nunca. –¿Y un cambio en los ingredientes? –Tampoco, señor –gritó el señor Alarcia visiblemente molesto–. ¡Igual hasta me puedo sentir ofendido! La mujer dio un golpe de complicidad a su marido. –Cariño –le dijo– recuerda aquel día que se nos fue la mano y echamos un poco más de agua a la masa. 245


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–Leche querrás decir, amor mío. –Fue agua. –Fue leche, mi vida. –Agua que lo vi yo. –Leche, amor, aunque un poco desnatada. –¿Y qué pasó entonces? –dijo el abogado a la defensiva, temeroso de que aquello pudiera trastocar sus argumentos. –Que parecían torrijas –dijo la mujer. –Pero, señor juez –dijo el señor Alarcia rápidamente– compensamos al día siguiente a nuestras clientas con una bandejita de regalo. –¿Eso hicimos, cariño? –Sí, cielito. ¿No te acuerdas que como acabamos ese día todas las existencias tuvimos que comprar más jamón y bacalao? Jamón del bueno, señor abogado, no paleta. De cerdo nativo y sin sabor a meado. –No me acuerdo –dijo la mujer. –Hiciste tú misma por teléfono el pedido. –Sigo sin acordarme. –Es que ese día estabas muy cansada, mi vida. ¡Bastante trabajo tenías con elaborar tantas croquetitas de regalo! Cuando concluyeron la exposición los letrados, a la almorrana le dio por significarse violentamente de nuevo y al juez como respuesta a moverse incómodo en su poltrona. La señora Alarcia que tenía también fama de sanadora porque sabía hacer emplastes y curar panadizos, se percató enseguida, y en voz baja le dijo a su marido: –Al juez le pica el culo. –Igual no se lo ha lavado –dijo el señor Alarcia, con los ojos pequeñitos. –Es la almorrana. –Pues lo estará pasando mal. –Peor que nosotros. Ha demudado de color. ¡Pobre hombre! ¡Parece tan buena persona! 246


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–Es un juez, cariño, alguien importante. No te fíes de las apariencias. Buena persona si nos va bien, y mala si nos va mal. –Igual no lleva compresa y ha manchado el calzoncillo. –Alguien se lo lavará. –Así no puede aguantar el pobre toda la mañana. Seguro que se le traspasa la mancha al pantalón. –Para eso lleva toga. –¡Pobre hombre! –¿Qué podemos hacer? –Le podría aliviar mi ungüento. –¿Lo llevas encima? –Nunca salgo sin él en el bolso. Entonces, la señora Alarcia ante el asombro de los presentes, se levantó sin ningún protocolo de la silla, abrió el bolso, mostró en público el tarrito que antes fue de mermelada, y sin pensárselo dos veces, apoyándose en el bastón, se acercó decidida al estrado y dijo con una vocecita dulce y agradable: –Señor juez, lávese primero el culo con agua bien fría y luego póngase este ungüentito preparado por mí. ¡Es mano de santo!

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Las rusas volatineras Todos los años por el patrón el ayuntamiento organizaba el festejo. Tras el cuenco con sopa y el cuarto de pollo seguía un espectáculo. La vez que trajeron langostinos la gente los devoró a pesar de tenerlos al retestero hasta que bajaran los calores, y Rosita, la de la tienda, al acabarse las hojas del diario tuvo que salir pitando a la capital a surtirse de más rollos de papel higiénico, y casi se suspende el baile. Sopa y pollo después de veinte minutos de cola. El año anterior al pasado, de un pueblo vecino se llegaron unos cantores gordos, demasiado rígidos dentro de sus trajes recién estrenados. Cantaron doce o trece cosas y unas cuantas nanas. Luego, el alguacil se puso en medio y como no dio por llover dijo: ya está. Y comenzó el baile. El año anterior al anterior del pasado, fue un grupo de teatro formado entre jubilados, el barbero y antiguos alumnos del colegio comarcal. Uno de éstos, como bis improvisado, recitó seguidas de memoria, sin pausa ni inflexión como las aprendió de pequeño, sesenta y nueve líneas de El Quijote, a viva voz coreadas como padrenuestros por los asistentes, lo que emocionó a Inocencio, conocido como el Cojo, que se dijo: me falla la pierna pero no la voz, ¡eso también puedo hacerlo yo! Y en el anterior al anterior, anterior al anterior, le cupo el honor de presidir la fiesta a la rondalla de la capital, con sus aires tradicionales, sus pesados estandartes dedicados a la patria chica, y los más pesados gigantones, que nadie supo cómo pudieron encajarlos en la furgoneta. Y en el último, ¡ay en el último!, se vinieron unas niñas muy bien cebadas, vestidas con gasas rosa, tirabuzones en sus delicadas melenas rubias, alumnas de un centro de la 248


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cabecera de distrito, que eran capaces de recorrer el improvisado escenario de puntillas todas juntas como una plaga de angelitos. Y como las niñas trajeron a sus amigas, estas también a sus padres, a sus hermanos, tíos, abuelos, y otras gentes, quedaron a falta raciones de pollo, siendo la sopa, por excesivamente bautizada, de no demasiada buena calidad. Así que para este año el ayuntamiento había suspendido el jolgorio por falta de presupuesto y por la extrema ferocidad no olvidada de las críticas. La oposición dijo: pues a la fiesta que se venga comido y el que tenga hambre mande por su cuenta asar el cochinillo en el horno del panadero. Total que ni baile ni rondalla, misa de doce porque el cura sale barato, y desfile al cotorro quitapenas. A Inocencio el Cojo los bailes le removían los adentros más que el vino con cosquillas. Y le pareció mal que los quitaran, pero que muy mal. Se dijo: que os jodan, si no hay fiesta en el pueblo la habrá en la capital. Se montó en el viejo autobús que rompía los tímpanos de los niños pequeños en las calles estrechas. ¿Qué es lo que más le gustaba de los bailes? Los zapateados, el reflujo de las faldas bandoleras de las señoritas del ballet. El conductor que le conocía de años le dijo: ¿adónde vas Inocencio que más te quieran? A ver a las volatineras, respondió él con los ojillos iluminados. Y el conductor que posiblemente entendió lo que no debe, dijo: mucho parece que vas a gastarte tú en volatineras para que te quede algo en la vejez. Aquellas jotas vigorosas, los gritos viriles, los desplantes de las matronas con vocación de celestinas. Y los coros, ¡qué maravilla de coros! Inocencio, conocido como el Cojo, hubiera sido bailarín, estaba seguro de ello, de no mediar el accidente infantil que le condenó a llevar un hierro sujetándole una pierna, y a la 249


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soltería. Tenía entendederas, sabía las cuatro reglas y leía respirando sin atragantarse. Y tampoco le olía la boca. Y poco gastaba en ropa porque para podar majuelos mucho no se necesita. Y aunque se le escaparan los compadres de paso rápido atajo arriba de la bodega luego los alcanzaba. No se había ido a Alemania porque le quedaba lejos, y porque le habían dicho los que volvían con otra maleta distinta a la de cartón que allí no admiten impedidos, ¿de obrero en una fábrica?; ganas no le habían faltado, solo que ¿qué iba a hacer él? ¿Tornillos para su pierna maltrecha? ¿Y en el pueblo? La temporada de espectáculos en la plaza mayor concluía en la capital con la salida del verano, y ya no había más hasta el verano siguiente. Había pensado que de gustarle, vendiendo sus escasas propiedades podía amontonar un dinerillo suficiente para seguir detrás de los comediantes la turné de invierno. ¿Qué le ataba al pueblo? A veces soñaba que todavía tenía tiempo, que un maestro de baile con alguna dedicación podría educarle la pierna hasta conseguir doblarla y elevarla más allá de la cintura, incluso rozando la cabeza. ¿No hay maestros de canto que saben cultivar la voz incluso de tíos tan roncos que parecen acatarrados? Su pasión era el escenario, el baile, la música, también cuando entran los timbales y los instrumentos de viento rompen el mundo. Pero sobretodo el baile. Sesenta años más que cumplidos. ¿Qué podía esperar ya de la vida? Bailar, eso esperaba. Como el tiempo auguraba chaparrón, por el precio de grada le dieron silla. El tipo de la puerta, le dijo: –Hoy debutan los cosacos. Era la primera vez que actuaban en la ciudad. Aparecían a toda velocidad en el escenario, siete u ocho, con sus trajes rojos vistosos, clavaban las rodillas en el suelo, saltaban 250


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hasta casi la altura de los focos, aplaudían, gritaban. ¿Y si sacaban las espadas? ¡Ay, si sacaban las espadas! Luego, uno caminaba de espaldas con las manos en el suelo mientras los otros le animaban con gritos ininteligibles, y a ese le sucedía otro, y otro, y a rodar de nuevo. Luego, salían ellas, todas iguales, todas perfectas, deliciosas, enlazadas por la cintura como las espigas granadas de cebada al compas del viento que las mece suavemente, con sus trenzas rubias, con sus lazos de colores y sus sonrisas cautivadoras; hacían corro, avanzaban con los talones, y al golpe en el suelo perseguían a los cosacos de un lado al otro. Una auténtica fiesta. Y en medio de todas, la más grácil y más menudita, una cara brillante de manzana sana, que sabe cogerse con una delicadeza increíble el pico de la falda verde. La más guapa, la más alegre, la más dulce, la de sonrisa más franca. Y que camina de atrás hacia adelante con una boca abierta y unos dientes blancos y perfectos, y que llega al límite del escenario. Y que le mira. Inocencio el Cojo sintió que la muchacha se había fijado exclusivamente en él, que le decía desde lo alto del tablado: te espero hoy igual que siempre. Y contestaba él, obnubilado: aguarda que me veo impaciente. De regreso al pueblo ni esa noche ni la siguiente pudo dormir. Comenzaron a venirle las amanecidas recordando pasos y movimientos. A las cuatro, despierto; a las cinco, más despierto todavía. Se decía: ahora sale por la izquierda. Y la rusa salía por la izquierda. Ahora por la derecha. Y la rusa inclinaba la cabeza y sonreía. Noche tras noche, en sueños despiertos, la rusa se empeñó en enseñarle a bailar. Pero a él la cojera le venía de cuando de chico. 251


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La rusa le decía: no importa, ven. Y él acudía despacio al encuentro. Y lograban los dos juntos no sólo mantenerse en equilibrio sino trazar unos movimientos vigorosos y excitantes. Las manos sobre los hombros, se agachaban y levantaban cada vez a un ritmo más frenético, mientras los demás rusos palmeaban gozosos incitándoles a continuar. Sorprendentemente, el cuerpo, su cuerpo siempre mezquino, obedecía a las dulces maneras de la rusa, de modo que descubrió que el hecho de ser cojitranco era solo un accidente mental, que si se propusiera volar, volaría, claro que volaría. Y decidió volar. Vendió las pocas tierras, la casa, el ganado, el almirez y las demás propiedades. Y aprovechándose de que era jueves y que los jueves la alguacila oreaba el ayuntamiento, se asomó al balcón del salón de plenos y con todas las fuerzas de que fue capaz gritó a quien quisiera oírle: –Os habéis reído hasta ahora de mí, pues que os den a todos por saco, cabrones. ¡Mirad cómo vuelo ahora! Y voló. De esto hace ya muchos años. Demasiados para pensar que la rusa color de manzana siga ya viejecita cautivando cojitrancos desde el escenario.

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Ratones y lentejas

Ratones y lentejas En las tiendas de ultramarinos las lentejas se apilaban en sacos. Decían los tenderos que venían sucias de origen, con restos de raíces y palos, pajas, piedrillas, granos raquíticos de cebada, cagaditas de ratón y cosas así; que los agricultores ni se preocupaban de adecentarlas; que eran unos vagos y unos marranos. Varela, el dueño del colmado de debajo de casa (un cuchitril insalubre, oscuro, suelo de madera con muchos ruidos extraños, y ventana siempre cerrada para impedir el acceso de ladrones) al que acudíamos, ayudado algunas veces por su mujer que más parecía sargento de primera línea de batalla que tendera, aupaba unos centímetros el saco para nivelar su contenido y al dejarlo caer al suelo levantaba una polvareda que obligaba a taparnos la boca. Este Varela era muy diestro con la romana, pero la sargento usaba una báscula descascarillada que marcaba corridos para arriba los gramos, de modo que los 250 de uno se convertían en 260 o 270 de la otra o más si el cliente era un cuitado al que la guerra había dejado destemples en la cabeza. Decían las viejas, con su sabiduría de estraperlos y engaños, que la sargento tenía como un pedalito bajo el mostrador más pequeño que el de la máquina de coser y que lo accionaba al menor descuido de los clientes. O que presionaba el platillo de la báscula con el dedo meñique. Si sonreía y daba conversación, malo, te estaba engañando; pero si enseñaba los dientes, también; y si no sonreía y tampoco mostraba los dientes, peor todavía. Por eso había que estar atentos, y vigilar sus andares. Su marido era más honrado: prefería equivocarse a mayores únicamente en la suma de la cuenta. Te la daba hecha sobre el papel de estraza y con los números torcidos para resultar confusos. Contaba 253


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a veces un chiste para despistar, con más picantón que el tocino en adobo. Si una clienta protestaba lo decía claramente: ese seis es un nueve por lo que el error es a mi favor por lo que me debes todavía tres más. Y si seguía la pobre un rato más protestando mandaba revisar la cuenta a su mujer para que le soltara tres frescas mientras la empujaba sin contemplaciones a la calle. Impertinente y descarada, la sargento no se casaba con nadie. Si alguna de las que compra a fiado no cumplía el plazo iba a buscarla al mercado o donde fuera para colocarle en público la vergüenza de la deuda. En aquella sociedad de entonces, el engaño resultaba habitual. Por ejemplo, todos teníamos en casa el cangrejo para que desanduviese números el contador de la luz. Lo malo es que se pasara de rosca y la compañía eléctrica tuviera que pagarnos el consumo descubriendo el asunto. Si un trabajador se despedía de una empresa se llevaba consigo además de los clientes las herramientas del patrón. Y cuando el gobierno decretó el cierre en festivo de los comercios, Varela hizo una puerta falsa con salida al portal por donde atendía los domingos sin necesidad de levantar la persiana. No fue el único. Las alubias también se almacenaban en sacos. En la calle, en tinajas de madera, los arenques con sus ojos incrédulos, nos examinaban al vernos pasar. Colgaban en la carnicería los conejos sin cabeza. El pan cada vez más alargado y estrecho, de menos peso. Las miles de moscas atrapadas en la tira pegajosa amarilla que descendía del techo parecían arroces negros aguardando el destino que en su propio beneficio el tendero quisiera darles. Los Varela se hicieron ricos y pudieron pagar estudios a sus hijos gracias a becas del gobierno. Los charcuteros tam254


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bién se hicieron ricos y dieron carrera a sus hijos también gracias a las becas. Y los taberneros, y los panaderos. Los pobres no, porque ni sabían que existían ni tampoco a quién pedirlas. Cuando nos llegaba para ello, abuela adquiría lentejas a peso. Madrugaba para ganar la vez y no quedarse sin género. La primera hora de la mañana siempre es mejor que la segunda, menos en la carnicería por el sebo acumulado en la máquina del picadillo antes de levantar la persiana. Pedía una libra o media libra, y si era aceite a granel un cuartillo o medio, como si fuera vino. De velas estábamos surtidos de candelaria a candelaria, pero de garbanzos y habas secas no. La leche la subía la casera a casa tres días a la semana y la poca cherrijana que generábamos se la cargaba en un balde que olía a demonios. De vez en cuando decía: te regalo pasmobelarra, pues, para que veas, pues, y verbenas para la pus y un poco de perejil que no hay nada mejor para limpiar la sangre. Abuela decía gracias, pero Tía Irene comentaba en voz baja: esta bruja sabe más que los Varela, con la cherrijana alimenta al caballo y a los cerdos los mata de hambre, a saber el perejil con qué lo habrá regado, ni cardo ni borraja, pasmobelarra, que es gratis, lista como el cornudo de Zurragamurdi. Pero el caballo estaba sano y bien enseñado; no hacía falta atarlo a la argolla, aunque supongo porque el carrito tendría el freno echado. Un día apareció con un pollo tomatero que nos lo vendió a precio de ternera. Dijo que era una raza nueva importada del extranjero y que nos hacía la gracia porque éramos buenas personas. Lo dejamos en el suelo y nos costó cogerlo. El muy cabrito se escondió debajo de la cama y puso el suelo perdido. Abuela tuvo miedo de que se quedase enganchado en la ratonera (cada semana caía alguno gris que antes de morirse se despedía moviendo un buen rato la 255


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cola). Su idea es que creciese un palmo más, pero en cuanto lo atrapó le clavó la punta del cuchillo y no dio el pobre ni para media sangrecilla. Lo comimos en domingo con un arroz nada caldoso y un tazón de sopa para limpiarnos por dentro. El capón normal, el amarillo, más duro que una piedra, con escarbaderas como manos de grandes, y unos muslos prietos para dejar los dientes, se servía sólo en los banquetes de bodas y en las primeras comuniones. Alguna vez tuvimos nosotros uno en el balcón para navidad. Igual no era capón sino gallo. Abuela sabía escaldarlo para arrancarle las plumas. Se sentaba en una banqueta y lo desnudaba con garbo. Conejo, no; conejo no era menú de bodas. El consomé, que era agua con gotas brillantes patinando en la superficie y presentado en taza, sí; tarta y mistela también. Tía Irene era hermana de abuela, pero la mitad de mi abuela. Delgada, pequeña, con una barbilla saliente y unos pelos díscolos bajo la nariz que se los arrancaba en vivo con cera líquida, tenía una voz aguda, de ratita de cuento, y hablaba como una ametralladora soltando babas que tropezaban en tu cara. Muy culta y muy leída, había sido maestra; su compañía hacía las tardes más agradables. A decir de abuela tenía una imaginación desbordante y estaba un poco loca. Incluso se había atrevido a fumar una vez el día de su cumpleaños y eso estaba muy mal visto. Abuela fue a comprar garbanzos y vino con lentejas y nos pusimos a la labor sobre la mesa camilla. La mesa cojeaba de una de las patas. Dentro guardábamos el brasero, que servía para calentarnos las piernas cuando quedaba carbón de piedra y también para asar patatas tras cepillarlas el barro seco. Recuerdo cómo me gustaba mirar al trasluz la piel de las patatas antes de llevármela a la boca. Me comía las mías y también lo pelado por tía Irene y olvidado en el plato, e incluso las con ojos y las de manchas negras, pero 256


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claro, estas a escondidas, a espaldas de abuela que tampoco las hacía ascos. El día de las lentejas era como si tocasen a fiesta. Nos reuníamos los tres alrededor de la mesa camilla y tía Irene, que sabía de amores despechados, nos contaba historias de reinas desgraciadas (todas las españolas, menos Isabel II, que era puta y tapón, lo decía encantada, con una medio sonrisa cómplice y un guiño de ojos, bien pronto aprendí la palabra) mientras examinábamos una a una las lentejas y yo, encima, las contaba. Tengo facilidad para los números. Poseen una armonía especial y una vez que la descubres no se hace nada difícil sumar de izquierda a derecha igual que de derecha a izquierda. Todo es cuestión de práctica y de intentos. Abuela se dio cuenta que apartaba las negras, y a veces las rotas o las de mala figura, y me dijo: –Todo lo que no sea piedra y palo, se come. Y tía Irene sentenció: –En casa con hambre ninguno saciado se queda. –Los tiempos pasados –añadió abuela, que al contrario de tía Irene era muy poco optimista– han sido malos, y los presentes peores y los que van a venir igual ni llegan. Así que déjate de remilgos que la que tiene bicho más alimenta. Iba yo por la lenteja ochenta y cinco cuando tía Irene dijo: –Es la hora. –La hora ¿para qué? –pregunté. –Para ver al hombre del saco. Dimas, el hombre del saco, pasaba siempre a la misma hora, con la puntualidad de un reloj de iglesia. Subía la cuesta despacio, con el saco grande cargado sobre las espaldas. Nunca supimos lo que portaba dentro, posiblemente viruta o aserrín o sus muchos pecados. Tía Irene le 257


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llamaba Dimas por lo del buen ladrón; le podía haber llamado Juan o Lucas o cualquier otro evangelista, y hasta Pablo. Me dijo: –Baja y mira si lleva puesta la visera. Gané la calle a toda velocidad. Casi me tropiezo y ruedo por las escaleras. Esperé en la esquina a que Dimas se detuviera para buscar orientarse por el sol; tenía el pelo blanco y una colección de arrugas en la cara. Era muy mayor. Dejó el saco sobre el suelo y haciéndose sombra con la mano buscó orientarse para salir del laberinto. Si no encontraba el sol volvía lentamente sobre sus pasos. Los contaba para que no se le olvidase ninguno. Me acerqué. Me miró, seguro que sin verme. Miró también la aguja de la iglesia. Luego, cargó de nuevo el saco y enfiló con sus pasos cansados por aquella calle. Tía Irene, me preguntó: –¿Te has fijado si lleva hoy zapatos? Bajé de nuevo a la calle. Pude alcanzarlo. Llevaba botas sin lengüeta, mal atadas, incluso una rota. Se lo dije a tía Irene, y esta me preguntó: –¿Y calcetines? ¡Igual se ha olvidado los calcetines! Lo alcancé de nuevo. No llevaba calcetines porque un dedo siniestro se asomaba por la puntera. –¿El buzo cómo es? ¿Nuevo, viejo? Bajé a la calle. –¿Está remendado? Buzo desteñido y remendado, sin calcetines, botines rotos, cabeza descubierta, barba de tres días, camina hacia el sol, está en el cruce de la droguería, ¿qué más necesita saber? Repítelo de nuevo: buzo desteñido y remendado… Tía Irene tampoco esta vez se dio por satisfecha. Dijo: ahora fabúlame la historia de ese hombre, quiero saber todo sobre él. Dijo fabúlame, que era siempre lo que decía 258


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cuando quería obligarme a echar mano de la imaginación. Abuela salió a hacer otras cosas y nos dejó a solas en la salita. Debajo de la cama seguro que acampaba el ratón. Cuando terminé de desarrollar la historia, que era un poco triste porque el sol al esconderse dejaba a Dimas sin cobijo, tía Irene me reprendió: –Has olvidado lo fundamental. –¿Qué? –respondí algo malhumorado. –La nariz –dijo con absoluta seriedad. –¿Qué pasa con la nariz? –pregunté irritado. Y entonces tía Irene puso en marcha su desbordante imaginación. Contaba que no era verdad que todos los hombres se mueren, porque entonces se acabaría el mundo. Las piedras no se mueren, el agua no se muere, ¿cómo van a morirse los hombres? Y añadía con una convicción absoluta: en cada generación nacen algunos que no mueren nunca; igual Dimas es uno de ellos. –¿Y yo, tía Irene? ¿Yo puedo ser uno de ellos? –Naturalmente. –¿Y cómo sabré que lo soy? –pregunté realmente angustiado. –Por la nariz –dijo ella–. Mírate en el espejo. Si la tienes roja como un cangrejo hervido comerás lentejas toda la vida. Y yo entonces me pasaba semanas enteras examinando mi nariz en el espejo del cuarto de baño, dudando si merecía la pena vivir miles y miles de años limpiando y comiendo lentejas. Desde entonces sé que mi nariz es egipcia y que si me acerco a la orilla de un río tengo que beber con la cara torcida para no enturbiar el agua. El día que tía Irene encontró una piedrilla de tamaño respetable –como media docena de lentejas o más– estalló en cólera, ella de por sí tan pacífica: los tenderos, los muy mi259


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serables, esta noche pasada han salido a buscar en las demoliciones que quedan de la guerra piedras como esta para rellenar el saco, dijo mostrándola en alto. –¿Sabes? –me dijo luego– Salen todos juntos, como en la procesión del silencio, de Viernes Santo, para defenderse por si alguien los insulta. –¿Sí? –pregunté asombrado. Había hambre en aquellos tiempos, pero los sacos no mermaban señal de que o nadie comía lentejas o los rellenaban los muy canalla con trampa. Tía Irene cuenta que una noche de insomnio había visto a los tenderos caminar hacia las afueras con sacos al hombro. Si algún otro gremio se les adelantaba, empezaba la reyerta. Los insultos se entrecruzaban con los palos. Las peleas eran muy violentas y duraban hasta altas horas de la noche; concluían o bien porque el sereno hacía sonar su silbato o los alguaciles, para justificar su sueldo, se asomaban como por casualidad cubiertos con sus capas pluviales. Los tenderos expulsados esa noche se veían obligados a machacar tejas o hacerse con lo primero que encontraran a mano. Cada piedrilla a peso es como una docena de lentejas, y dos piedrillas por tanto dos docenas. Para hacerse ricos, y no cabe duda que se hicieron, cada tendero en vida habría vendido como lenteja todos los escombros de un edificio completo. Abuela cada vez que encontraba un trozo de teja, decía: –Esos canallas ya han condenado una casa a goteras. A veces alguno de los sacos mostraba un agujerito abajo. –El hocico del ratón –decía tía Irene. Por eso las lentejas hay que hervirlas tiempo, para ablandarlas y por higiene, por los malditos ratones.

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El patrullero 343 Les hago saber, por si acaso, que soy el patrullero 343 y tengo el talonario de multas preparado. Un silbato, un bolígrafo, una placa identificativa donde pone “Patrullero 343”, una pistola y la cartuchera vacía. Llevo también unas esposas colgando de la parte trasera del cinturón y un aparatito con botones para estar en contacto con la centralita del cuerpo. Soy, por tanto, el patrullero 343. No digo para servirles a ustedes porque sería una exageración inadmisible. Vivo en la barriada de los funcionarios del ayuntamiento, donde esas casas seta que aparentan caerse, las que están subiendo la cuesta, donde las aguas estancas permiten la proliferación suficiente de insectos para el abastecimiento del laboratorio municipal de higiene. Aquí antes se guardaban los carruajes mortuorios y los caballos que tiraban de ellos, y un poco más allá, se almacenan barandillas oxidadas, maderas rotas, bombillas fundidas, cualquier desperdicio del mobiliario urbano antes de catalogarlo y entregarlo al museo municipal. No soy nada impaciente. Quienes me conocen les dirán a ustedes que el patrullero 343 no inculpa a nadie sin demostrarlo. Por ejemplo, puedo asegurarles que jamás me subo sobre el capó de un automóvil para exigirle a su dueño la aceptación de mi denuncia. Es más. Muchas veces ni la entrego si intuyo que el infractor es un tipo navajero, de aire desagradable, al que la incidencia le pueda causar un trastorno transitorio que le incite incluso a atacarme. Rompo en esos casos el boleto, para alegría de mi conciencia, pero nunca la anotación en la matriz, que es por supuesto la única válida para iniciar el expediente. Mis órdenes son pasar desapercibido. Un letrero en la 261


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entrada del cuerpo de guardia (donde el cabo y los retenes rellenan crucigramas sin pisar charcos ni enfriarse los pies) lo indica: “SI OTRO PUEDE SOLUCIONAR EL PROBLEMA, NO LO DUDES: ¡QUE LO SOLUCIONE!; LÁRGATE ENTONCES RÁPIDAMENTE DEL LUGAR Y NO MOLESTES”. Fíjense, con tilde hasta en las mayúsculas. Es una consigna oficial y las consignas oficiales se cumplen a rajatabla, faltaba más. El sargento es un hombre de estudios y lo suficientemente cauto como para no exponernos a situaciones imprevisibles. Antes seguridad que riesgo. Si hay un alboroto, lógicamente, tomo la calle contraria y si por el transmisor comunican que hay un robo en la calle dieciséis, retrocedo a la seis o la siete suponiendo que me encuentre en la quince para dar tiempo a que lleguen primero los del celular si es que han terminado ya el café donde la paisana rubia, y no tienen otra cosa mejor para entretenerse. Como debe ser. Esta es una ciudad digamos que confortable. Pequeña, recogida, cursi, orgullosa, con su falsa catedral gótica que fotografían los turistas y sus iglesias oscuras cerradas durante todo el día para que nadie eche la siesta dentro. Tiene mar, una playa cortada en tres trozos, tiene río y unos montes muy verdes, y un tapón en medio de la bahía para que las olas nerviosas se rompan y se vuelvan por donde han venido. Se come muy bien, faltaba más, se bebe muy bien, qué decir, y los suplementos gastronómicos ocupan más páginas que el resto del periódico. Como ciudad exigente y de alto nivel cívico, los perritos defecan libremente sin que nadie los moleste lo mismo en calles que en jardines. Muy de tarjeta postal. El único museo, y además moderno, está ubicado a las afueras para no constreñir el espacio dedicado a las terrazas de bares. Fue una medida acertada de los señores concejales para evitar que a la gente le asalten incli262


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naciones perversas de visitarlo. Gracias a Dios a ningún profesor se la ha ocurrido hasta ahora organizar visitas guiadas de alumnos. Sinceramente, entre nosotros, lo allí expuesto es exactamente lo que puede encontrarse cualquiera en la calle un patético viernes de borrachera. Zapatos abandonados de suela de tocino blanco, papeleras mutiladas, cristales rotos, cajas metálicas de cacao en polvo abolladas, hierros retorcidos, tijeras, navajas y fotos antiguas donde no puede reconocerse a nadie, también vestidos apolillados confeccionados para su exhibición sobre maniquíes de plástico, y un gato disecado al calor de un hogar alimentado con fuego artificial. Hay una escoba en la que dicen voló una bruja en uno de esos siglos pasados que alguien se ha inventado para que la gente crea en ancestros que nunca tuvieron, y un caldero de alubias. Todo muy ordenadito, muy hogareño, muy de andar por casa, de no hacer ruido, como corresponde a personas ilustradas, con leyendas explicativas en inglés y francés enriquecidas con pictogramas ingenuos muy expresivos, que justifican el costoso ticket de la entrada. El concejo, como es bien conocido por los ciudadanos que votan, tiene concedida las contratas de zanjas a una empresa, por supuesto, muy eficiente –una de esas creadas cinco minutos antes de la concesión y por eso mismo de última tecnología y moderna maquinaria–, que va poblando las aceras de agujeros perfectos con la sana intención de facilitar gratuitamente la buena forma física a invidentes y discapacitados. Cuando acaben con los agujeros plantarán postes metálicos en lugar de árboles para que los ciudadanos oreen públicamente allí sus basuras. Todos los patrulleros –yo soy el número 343, no lo olviden ustedes– hemos sido convenientemente adiestrados en el uso de las lenguas nativas. Por ejemplo, y sin afán de no263


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toriedad por mi parte, soy experto en el lenguaje universal de signos. Tenemos protocolos establecidos para casi todo. Acción, reacción. Eso es lo bueno de pertenecer a un cuerpo profesional. Nada queda al azar. Últimamente hemos aparcado las armas de fuego por temor a que se disparen. Como nuestras actuaciones nunca responden a la improvisación, basta con la identificación del problema para que nuestra reacción sea automática. Así, dice el sargento, somos más eficientes. Fiel a sus proclamas universalistas los señores ediles, por otra parte, inculcan a las personas el espíritu de reunión cerca de las vallas que sujetan las aceras, de modo que si dos personas en plena conversación interesante pueden colapsar toda una acera ¿para qué emplear tres? No importa que llueva. De hecho esta es la ciudad de Europa donde más aceras colapsadas existen. Si usted piensa sortear al grupito yéndose a la izquierda, instintivamente el grupito se moverá a ese lado, obligándole a usted a caminar en zigzag. Un Comité Internacional lo ha reconocido públicamente premiando a la ciudad con una capitalidad francamente merecida. Bien, a lo que íbamos, mi ronda diaria comprende el barrio viejo. El barrio viejo es lo más nuevo de la ciudad. Enlaza una iglesia vieja con otra más vieja a través de una calle recta, estrecha, suavemente inclinada y también vieja. Allí todo lo preparan viejo incluso lo nuevo. Soy por tanto el celador municipal del barrio viejo. En el fondo el barrio es como una ciudad en miniatura. Me conocen los tenderos y yo los conozco a ellos. Me conocen los camareros y yo los conozco a ellos. Me conocen los raterillos y yo también a ellos. Somos como una familia bien avenida. Así que si un día intenta pernoctar un extraño, enseguida me entero. 264


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Por ejemplo, el día que apareció la señora voluminosa fue todo un acontecimiento. ¡Qué decirles a ustedes! Nos dejó realmente impresionados. La gente estaba excitada. Imagínense una mujer enorme como las de antes de la guerra según hablan nuestros abuelos: bien alimentada, con las cosas prietas, con ese aire de francesa libertina que enaltece el espíritu, las piernas torneadas, los brazos desnudos, con una mirada de grandeza y señorío. Arrastraba un poco la pierna izquierda, como si la derecha actuase como reclamo para los piropos de albañil. Vestía una blusa de colores alegres en lugar de los desteñidos añiles de las muchachas del barrio y su falda ceñida le contorneaba las caderas como nunca se había visto antes. Una auténtica conmoción. Terrible. Inaudito. Con decirles a ustedes que el dueño de los ultramarinos, ¡abandonó el establecimiento para seguirla cautelosamente en la sombra! Que nadie lo dude: era una coquetona extranjera, porque ninguna de nuestras muchachas es así. En ese recuerdo pecaminoso estaba ensoñado cuando, al doblar la esquina, casi me doy de bruces con el tipo en cuestión del que quiero hablarles. Aceituno, menguado, de cejas pobladas, y una barba en la que los vagabundos marranos esconden fideos. El tipo se me quedó mirando sorprendido acaso por encontrarse en el barrio con alguien con autoridad. Igual es que no estaba acostumbrado a vérselas con un representante de la ley de uniforme tan limpio y de aire tan marcial. Parpadeó algo asustado. Intentó recular, pero yo entonces levanté mi mano derecha y marqué bien visible la señal internacional de stop. El tipo se detuvo de inmediato. Comprendió que soy un patrullero que no tolera la indisciplina. Avancé un paso. Rondaría los sesenta y cinco el hombre, que es esa edad en que uno comienza a dejar de ser lo que no ha sido antes. 265


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Le dije: –Señor ¿se ha perdido usted? Y ante su mutismo, añadí: –Puedo orientarle y puedo no hacerlo. Depende, señor, de su comportamiento. Una señora viuda y muy caritativa, solicitó mi atención tirándome de la bocamanga; me dijo: –No se fíe usted, señor patrullero, tenga cuidado. Parece que tiembla pero seguro que es una artimaña para enredarle. Juraría que ayer no estaba aquí. Es más, ni siquiera esta mañana. Y una muchacha en la veintena, poco agraciada con sus hoyitos de viruela, que venía de entregar la correspondencia en su oficina, anunció: –Por su aspecto, estoy convencida de que se trata de un pobre. –De un menesteroso en todo caso –la corrigió con delicadeza una señora de bien–. La gramática es la gramática y los vocablos hay que usarlos con moderación. –¡Un pobre, un menesteroso, un vagabundo, un muerto de hambre, ¿qué más da?! –estalló una señora mayor, de las que piden en el mercado que le muestren la cabeza del conejo para tener la certeza de que no le venden gato– ¡Seguro que se limpia el culo con la mano! ¡Sólo nos faltaba esto! –¡Un roba gallinas que cuando se lava nos ensucia el agua de beber! –dijo otra también ciertamente enojada. Y otra, corroboró: –Creo que sufrimos una invasión de menesterosos tranquilos. –¡Santo cielo! –se santiguó otra mujer visiblemente asustada– ¡Yo he encontrado otro en la esquina de la droguería! –Pues hay otro justo en la entrada de la tahona, al lado de la Caja de Ahorros –dijo una mujer de aspecto de gobernanta de hotel. 266


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–Y otro más en la frutería –anunció otra mujer que se apoyaba en un bastón para caminar de tienda en tienda. –¡Uno pide en los soportales con una pierna encogida y un letrero imposible de descifrar! –exclamó una señora con el capazo lleno de acelgas. –¡Ay, Dios mío! –dijo otra compungida. Y el picapedrero adscrito al departamento de obras públicas, que levanta alcantarillas cuando no se precisa y las cierra cuando llueve, me dijo mirándome fijamente a los ojos: – Los patrulleros municipales estáis para emergencias. Y esta realmente parece una de ellas. El dilema era evidente. Lo primero que debe preguntarse la autoridad –y yo soy la autoridad, se lo recuerdo a ustedes– es si la acción responde a una operación perfectamente orquestada por contubernios internacionales o responde a los siniestros enemigos del régimen o simplemente es el resultado de una actuación individual. Los matices son importantes. ¿Y si el barrio comenzara a sufrir de repente una invasión de indeseables, tipos extraños de ojos podridos metidos para dentro? ¿Tipos que escondidos tras las columnas espían el botón que pulsas del portero automático? ¿Tipos que si te los encuentras en un túnel temes no poder salir nunca más de él? Las preguntas es lícito que se las formule el patrullero, pero las respuestas corresponden a la superioridad. Como saben ustedes, los patrulleros peatonales debemos acogernos siempre a la normativa establecida por el mando. Y el mando se entiende que es mando porque tiene estudios y condiciones para serlo. El protocolo, lo conocen ustedes, obliga primero a la toma de una perspectiva adecuada. Porque no es lo mismo una visión frontal que una lateral. 267


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Bien, tranquilicé a las buenas personas que se acogían a mi amparo ante la presumible amenaza del menesteroso y disolví de forma amable la reunión. Un menesteroso solo no parece suficiente para alterar la convivencia. Le invité a que se fuera empujándole con educación. Y se fue. Marchamos entonces cada uno por nuestro camino, y recuerdo que yo, incluso, silbando. El problema es que a los diez minutos o incluso menos cerca del atrio de la iglesia, al doblar otra esquina, me topé otra vez con un tipo cortado con el mismo patrón del anterior. ¡Dos almas gemelas! Y, ¡sorpréndanse ustedes!, en esta ocasión sonreía. Es decir, me vi frente a una situación insólita, trascendente, como un soldado en una trinchera. No es que me pidiese algo, inventándose una vida enferma o una compañera sentimental que le hubiera dado un hijo crecidito en la vejez, no, simplemente sonreía. ¡Qué desfachatez! Esto en tiempos de crispación debe considerarse una ofensa pública. ¡Qué insolencia! Examinado con más atención, de cerca parecía un facineroso sin escrúpulos, un pendenciero despistado. Le conminé agriamente: –¿Qué busca usted? El tipo seguía allí con esa desfachatez de los libertarios felices. ¿Pero qué se había creído? Seguro que pensaba organizar una algarada a mis espaldas. Seguro que igual daba suelta a una proclama panfletaria a la salida de un colegio en protesta por los planes de estudio. ¿Tendría que detenerlo? ¿Tendría que leerle sus derechos, esperar al abogado de oficio, aguardar la llegada del juez de guardia? ¿Y si al detenerle acudieran en su ayuda los otros miles de facinerosos que podían poblar el barrio desde la avenida hasta el mar? 268


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Para casos de dificultad manifiesta –y éste sinceramente me pareció uno de ellos– existe el recurso de insistir con las llamadas de urgencia. Y así lo hice. Dos, tres veces, incluso cuatro. A la quinta acerté con una voz chirriante que provenía del otro lado de la línea. El cabo de guardia, llamado Vicente, que es mi vecino del piso de arriba y que no centrifuga la ropa para mojarme mejor la mía, me dijo: –Tres cuarenta y tres ¿qué coño te pasa?, ¿no puedes dejar de tocar los botones? ¡Me duele ya la cabeza! ¿Sabes qué hora es? –Las dos cuarenta y cinco, mi cabo. –¿Y a qué hora termina mi turno? –A las tres. –Exacto. Entonces ¿por qué narices no esperas a las tres y un minuto para dar el parte y permites que se entretenga otro con el asunto?, ¿eh, gracioso? Y colgó de muy mala leche. Así que de nuevo me encontraba solo ante el problema. En estos casos, y también según el protocolo oficial, los patrulleros debemos intentar confraternizar con el enemigo. Por consiguiente, la sonrisa del facineroso comenzó a parecerme como muy comprensiva. Era, sin duda, un tipo condescendiente, que no pensaba atacarme de forma directa. Le dije en el mismo tono amable con que uno se dirige a alguien con estudios: –Señor, ¿acaso se ha perdido? ¿Es usted turista? ¿Busca un lugar confortable donde dormir? ¿Con vistas al mar, con vistas al campo? ¿Necesita que le oriente sobre algún sitio en particular? ¿Tiene usted posibles? ¿Quiere pensión para una noche, para dos, con o sin cena incluida? El facineroso entonces comenzó a hablar con una locuacidad envidiable. Sus palabras no contenían sílabas como 269


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las nuestras sino golpes de prensa hidráulica. Retumbaba a cada sílaba el suelo, como si los vagones de un inexistente metro descarrilaran bajo mis pies. Evidentemente, no entendía su parlamento en absoluto, lo cual me obligó de inmediato a activar el protocolo de extranjeros pudientes. Comencé a gesticular, a mover las manos, a abrir y cerrar los ojos, a recurrir a todo ese muestrario de gestos que hacen parecer a los mayores idiotas ante los niños pequeños. El facineroso me miraba atónito. Uno de los ociosos, me dijo: –Pregúntele por lo menos cómo se llama. Lo hice al instante, pero el tipo se me quedó mirando como un ratón desconcertado ante un gato doméstico. Un rato largo, tenso. Evidentemente, mi presencia le intimidaba. Pero luego, se llevó descaradamente la mano a la boca como si pretendiera tragársela, y repitió ese gesto catorce o quince veces seguidas tal cual le hubiera entrado de repente el mal del san vito. Pronto se formó un espeso corro a su alrededor. Por supuesto, nadie se acercaba para que no les saltase las pulgas escondidas en sus ropas viejas, pero realmente ¡era un espectáculo verle meter y sacar la mano de la boca con semejante frenesí! Cada uno de los presentes tenía una interpretación distinta de aquel gesto tan curioso al tiempo que singular. El tipo a cada pregunta metía cada vez más dentro los dedos en la boca y esto, la verdad, nos generaba un cúmulo de sensaciones contrapuestas. ¿Querría vomitar el muy marrano? ¿Quería hacernos gracia deformando su rostro? Al fin, por votación, llegamos a la conclusión de que se trataba de un ser de otra galaxia de una inteligencia no muy desarrollada que intentaba contactar con nosotros en un lenguaje primitivo. 270


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–Seguro que este tipo es fenicio –dijo el maestro de la pública–. ¡El idioma fenicio no usa vocales! Uno aventuró: –Seguro que tiene el platillo aparcado en zona azul. Y otro, cabreado, añadió: –Seguro que ocupando plaza de residente sin pagar viñeta. Estábamos evaluando las posibles reacciones de defensa ante una previsible invasión alienígena, cuando el tipo comenzó a sujetarse violentamente el bajo vientre, como si le atacara un ejército de retortijones. Si pretendía evacuar en la vía pública no se lo iba a permitir, sólo faltaba eso, así que se lo hice saber con mis grandes dotes de experto en signos. Entonces, el hombre sin hacerme caso, volvió a meterse los dedos en la boca… ¡y comenzó a morderse con ansiedad el dedo pulgar! Con saña. Retorciendo el labio. ¡A lo bestia! Principió por la uña y ya se acercaba más allá de la yema, cuando, horrorizada, una señora bondadosa, exclamó: –¡Igual es que tiene hambre! ¡Tonterías! ¡En esta ciudad nadie pasa hambre! Hay comedores públicos, y una guía de restaurantes más gorda que la de la telefónica. Además, a cualquier menesteroso se le asigna una cantidad para que pueda compartir el vino peleón con sus compadres y moleste a la gente con sus cánticos de medianoche. Pero un señor muy educado, dijo: –Juraría que es verdad, está desnutrido y muy hambriento. –¡Oh! –exclamó una señora. Y otra, antes de desmayarse, exclamó conmovida: –Pues a lo mejor es verdad, porque ya ha terminado de comerse el pulgar ¡y comienza ahora a ensalivarse el índice! 271


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Fado milonguero Un perro se ensaña con su harapiento uniforme de mujer, una rata entre las botellas vacías del bar de la bolera (condón en un envase de yogur), el cansado guardián presuntuoso de un portal aristocrático con arabescos en hierro entabla conversación con la trapera enana, la que pretende recoger la soledad del mundo en sus inmensos ojos abiertos. Dice el portero: has venido, ¿eh? He dejado mi sueño atajando un cortocircuito y te he llamado. Has acudido ¿no? y eso tiene su importancia. No hay mayor deseo que el que me empuja a estas horas a buscarte. El cuarto de calderas es un sitio agradable para conocernos mejor. La trapera enana, dice: me has llamado y aquí estoy de nuevo. Compórtate como un hombre con educación. Cuando digas que me quieres déjame que me lo crea. Sentado a la inversa sobre la silla, las manos acolchando la barbilla sobre el respaldo, aguarda impaciente el empleado de finca urbana a que la trapera se desnude; esta, mientras tanto, susurra con gran sentimiento un fado con ese acento portugués que martiriza a los vecinos en una esquina de lo viejo cuando intenta convertirse en soprano. Arisca, caderas anchas, manos ásperas enrojecidas por la lejía, gusta acatarrarse con esas melancolías que suelta la vida, culpa de la maldita aceleración histórica; de repente, grita rompiendo los tímpanos: todos los hombres sois negros como la noche oscura y sin clavel, el detrito de Lisboa corrompe las almas, cabrones los que tienen y no dan. “Cabrones los que tienen y no dan”, repite expulsando las palabras por el hueco de la escalera. Pide al empleado de finca urbana una centramina cargada 272


Fado milonguero

de bilis (ha encontrado al hurgar en el callejón de la bolera una botella de whisky con dos gotas amarillas refulgentes y casi mágicas; rompe el cuello de la botella con un golpe seco y certero). Mira la moneda que acaba de recoger cerca de un sumidero. Después de morderla, simula con sus labios chiquitos el flautín que acompaña a su fado. Es un movimiento gracioso. Dice al empleado de finca urbana: vente para siempre conmigo; podremos sobrevivir en cualquier sitio donde lo imprevisto suceda. Responde él: tengo cinco hijos; no puedo dejarlo todo y seguirte. Compréndelo. En verano recupero los ancestros en mi pueblo lejano donde bebo vermut en el bar; visto una chaqueta cruzada de oficial de marina, con abotonadura dorada, ya se me pronuncia la barriga: setenta y cinco kilos, canal de verraco, setenta y cinco kilos seiscientos gramos exactamente, me siento mayor para soltar amarras, quizá la cirrosis o la maldita úlcera o las vegetaciones nasales o las cosas que se me caen de la mano. Un encuentro, sí; una aventura con los ojos cerrados, también. Me pides lo que no quiero darte. Compréndelo. Todos los días a las nueve de la noche me toca bajar la basura. La calefacción la enciendo a instancias de los inquilinos de la fachada norte, y cobro también por ello. La trapera mira ahora indiferente al empleado de finca urbana que continúa igual de cansado que ayer o hace una semana: hueles a piojo; los hombres que abandonan a su mujer de madrugada para encontrarme huelen a piojo. Se pierde de nuevo por las calles grises y estrechas, casas de paredes frías y sucias; grita: cornudos los hombres que desperdician las oportunidades que ofrece la vida. Los vecinos de los pisos altos escuchan a lo lejos su maldito fado milonguero: 273


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fumo cuando quiero un cigarrillo toso cuando me da la gana soy libre para dudar de mis certezas prendo el sol cuando otras lo apagan puedo suspenderme en el aire hasta la hora de cenar

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El muro

El muro Llegaron en camiones viejos con camuflaje del ejército; tipos resecos en camiseta con los brazos desnudos y las botas rotas, un pañuelo anudado a la cabeza, mascando hojas, unos; cazando tábanos al aire, otros. Alguien entre nosotros, dijo: tienen la mirada triste. Y otro dijo que lo propio es que fuera de vergüenza, al rendirse en alguna trinchera. Les observamos con recelo. Eran los perdedores de la guerra por encontrarse en esta parte del mundo, pero podían ser los ganadores de encontrarse en la otra. Eso es lo curioso de las guerras estúpidas –si alguna no lo es– que según el sitio que te encuentres pueden o darte una medalla conmemorativa con un lacito de vichí o quitarte la que llevas del cuello colgando. Un sargento de uniforme usado con cara de pocos amigos vigilaba mostrándoles descaradamente el fusil. Cada dos horas paraban, se secaban la frente, escupían la hoja de los labios, murmuraban en voz baja, fumaban lentamente un cigarrillo, bebían agua del botijo, y proseguían la labor un metro más allá. Unos cavaban y otros con una pala retiraban lo cavado. Cada vez que uno de los desgraciados caía, el capellán castrense se revestía con solemnidad la estola y después de besarla preguntaba por su número, porque el número en la guerra es más importante que el nombre; breviario en mano le echaba rápidamente una bendición y más tarde en una furgoneta con una cruz roja enorme lo retiraban para que no se lo comiesen las moscas. El sargento gritaba: vagos, moveos, que es para hoy. Levantaron el muro. Envueltos en la noche, con las antorchas iluminando sus 275


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refulgentes ojos, envarados en sus cánticos triunfales, aparecieron luego los jovencitos con su uniforme de juguete impoluto y sus correajes de cuero recién estrenados. Orgullosos de sus futuros méritos. Se cuadraron marciales ante sus limpios guiones. El cornetín emitió un gemido agónico, y el jefe, un señor mayor ridículo con las rodillas al aire, medias blancas, camisa abierta y arremangado entonó el inicio del cántico patriótico, el que se repite desde hace un tiempo por los altavoces en esquinas y escuelas. Al hombre seguro que esperaba su mujer en casa con el huevo escalfado y el pan revenido al ablandarlo en agua; tenía prisa por terminar cuanto antes, y lucía barriga y un bigotito que era como una procesión de hormigas negras extraviadas bajo la nariz. Caminó marcial de un lado a otro buscando la insignia sucia en el cuello de las camisas. Ese botón, esas espaldas, esos zapatos de badana áspera, esa sonrisa, ¡firmes!; esto no es un juego, ¿a qué se viene aquí? Y los muchachos dijeron: a luchar y a morir. Se dirigió con voz grave a la formación. Arenga: honor, patria, victoria, bandera, historia. ¡Historia!, gritó dos o tres docenas de veces. Y los muchachos soñaron durante unos segundos con Guzmán el Bueno, con los barcos con honra, con el destino universal, con la gallardía de los hombres sin dobleces, con el ímpetu de las tormentas de verano, con un futuro donde los hombres buenos que pensaron en un mañana mirando las estrellas vuelven victoriosos del frente. Parecían demasiado jóvenes los que se quedaron de guardia esa noche, pero satisfechos de abandonar sus juegos y convertirse en celadores del glorioso nuevo orden. El muro, como sucede con las paredes a la intemperie, se volvió gris con la lluvia. Se fue el verano, vino el otoño. Le brotó musgo y unas manchas oscuras en la base. Las lagartijas lo hicieron suyo. Se mimetizaron con el paisaje, di276


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fuminando su terroso original por un verde ajeno a la esperanza. Cerraba la ciudad por el norte. Nos costó habituarnos, pero al final lo conseguimos. No podíamos pasar al otro lado ciertamente, pero los del otro lado tampoco al nuestro. ¿Quién se coloca en la pared de su cuarto con la nariz pegada a la cal? El muro estaba ahí, indolente y engreído, pero también los árboles, las orillas de los ríos, los paseos, y las bandadas de estorninos en su tiempo. ¿Qué habría al otro lado? ¿Acaso importaba? ¿Estaría habitado el otro lado? ¿Por quién? Quizá formulamos mal la pregunta, porque nadie supo contestarnos. Quizá ni siquiera la formulamos. Los primeros días los muchachos guardianes desfilaban marcialmente de un extremo al otro, pasándose entre ellos las contraseñas, impidiendo con vehemencia que alguien se aproximara. “¿Quién nos manda?” “Nos manda Dios”. “¿Y quién es su enviado?” “El ojo avizor que vela por nosotros”. Las diez en el norte, las once en el sur, las doce en el este… A veces, a lo lejos, se oía también la voz del sereno arrastrando el chuzo por el empedrado. A la caída de la tarde, cuando los gatos sin dueño buscan alimento por callejones oscuros, con un misticismo enfermo encendían los muchachitos candelas en un pequeño altarcito enrejado y por allá descubiertos, con la boina sujeta en la arpillera, desfilaban marciales. Los llamamos “guardianes del cemento”, muchachitos de pantalón corto, de los que aplastan sin pudor los rosales, con la insolencia en sus ojos inquisidores; estandartes en alto, insignias en la pechera, correajes engrasados, marchaban solemnes al compás de tambores terribles, de los que atormentan la cabeza, tan jóvenes y ya clamaban en sus cánticos por morir orgullosos cuantas 277


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veces hiciera falta por una patria virginal, aclamando a un dios forjado a su medida. Un dios arrebatador que llena los vacíos con arengas. Vigilaban día y noche como si alguien pudiera venir a robarles el muro. Molestaba su insolencia. Más tarde, cuando comenzaron a ocupar también edificios importantes y a exigir la documentación en las arterias principales de la ciudad, tuvieron que reducir su presencia en el muro. No eran tantos aunque parecieran muchos al ser todos iguales. Tomaron las calles haciéndose notar al caminar de cuatro en cuatro uniformados. Me pareció conocer a algún hijo de vecino, pero el chico en su rigidez aguantó impasible sin expresar sentimientos. Nos retirábamos por precaución a su paso: los correajes siempre imponen. Un día igual de gris que los anteriores aparecieron de improviso otros camiones militares, sin loneta, abollados, con las cartolas medio rotas; un cabo con un megáfono se desgañitaba histérico; supimos entonces que movilizaban a los muchachos para sustituir a los heridos del frente. El muro seguía allí, abandonado a la intemperie. Sin nadie ya que lo cuidara. Sucio, gris. Un monumento sin lápida que lo justificase. Al cabo de un tiempo nos comenzamos a hacer preguntas. ¿Para qué se había levantado? ¿De qué clase de horror nos defendía? ¿Qué sentido tiene mantenerlo? ¿Qué hay detrás? Los muros como las paredes tienen una utilidad, que los ciudadanos desconocemos. En alguna ocasión nos pareció escuchar algún murmullo extraño. Quizás alguien rezaba al otro lado. O quizás, sim278


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plemente, pasaba. O quizás simplemente eran palabras sueltas. O la rebelión del viento al sentirse detenido. Una falsa alarma. Una vez uno de nosotros lanzó una gata por encima del muro. ¿Habría alguien al otro lado que la alimentase? ¿Habría algo de comer? La gata maulló durante un buen rato. Igual dos horas o tres. La sentíamos unas veces más cerca, otras más lejos. Seguramente nos reclamaba, pero nosotros ya no podíamos recuperarla. Luego, se calló y no supimos más de ella. Pronto comprendimos que hacerse preguntas no conduce a nada. Las preguntas exigen respuestas y, la verdad, generalmente las personas tampoco estamos interesados en conocerlas. En realidad, ¿en qué afecta un muro? Cierto que impide pasar al otro lado, pero en todos los edificios hay puertas cerradas y lo aceptas sin problemas. Hay fronteras naturales, hay fronteras artificiales, hay muros. Montes, desfiladeros, ríos impetuosos, cascadas salvajes; candados, cerraduras. La vida transcurre exactamente igual. La ciudad, indiferente, se expande si es necesario en otra dirección, como las raíces de los árboles que buscan la humedad penetrando en la tierra. Es así, así ha sido siempre y siempre lo será. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a la presencia del mazacote de ladrillo y cemento. Incluso se convirtió en un lugar habitual de paseo. Muchos jóvenes, nacidos después de erigirlo, consideraron su presencia tan natural como las esculturas de flautistas desnudos en medio de los jardines públicos. Incluso una entidad bancaria regaló una fuentecita de agua para apaciguar nuestra sed y una docena de bancos de hierro algo incómodos para que los viejos nos calentáramos al sol. 279


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Un día, a eso de las once de la mañana, apareció aquel hombre. Nadie diría que de buena condición. Quizá fuera extranjero. De andares torpes y cansinos, llevaba unos pantalones grandes, el pelo revuelto, la barba desaliñada. Se obligaba a caminar agachado, como si el peso de la vida hubiera caído a plomo sobre sus hombros. Se detuvo en seco. El suave sol del otoño proyectó la sombra de aquella mole gris sobre sus pies. El hombre levantó con esfuerzo la cabeza y se encontró frente al muro. Le impedía el paso. Lo tenía allí delante. Frenaba su camino. Lo miró al principio con curiosidad. Buscó un posible paso por si fuera una de esas fronteras artificiales que exigen un salvoconducto para franquearlas. Ningún guardia, ninguna barrera, ningún paso a nivel, ninguna garita, ninguna bandera, ninguna marca específica de que allí se acabara definitivamente el mundo y comenzara otra cosa; ¿cuál?; se fijó con detenimiento en el altarcito abandonado de flores mustias, y el chirrido doloroso de la verja abierta le desorientó unos segundos; luego ya recabó en nosotros. ¿Nos sonrió? No lo sabemos. Quizá no lo sepamos nunca. Los viejos allí sentados al sol también le miramos con curiosidad. Pocas cosas ofrece la vida que vacíe el aburrimiento. Uno, comentó: –Seguro que es extranjero. Y otro, dijo: –Ningún extranjero se acerca por aquí. Y otro, aseveró: –Está perdido. Y otro, aventuró: 280


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–¿Y si no lo está? El caso es que el hombre, después de un rato de otear el sol recortado en el débil azul del cielo, decidió retroceder unos pasos. La tosca construcción del mazacote debió de molestar a sus pupilas. Lo examinó como calculando la distancia. Nos hizo señas con las manos como para despedirse y de repente, emitiendo un grito salvaje, se lanzó de cabeza contra el muro. El trompazo fue impresionante. El hombre quedó conmocionado, tendido en el suelo. Ninguno comprendimos el sentido de un acto tan gratuito. ¿Por qué? ¿Qué absurdo? ¡Qué locura! ¿A quién molesta el muro? Un muro no puede derribarse sin unos trámites administrativos previos. Las normas regulan precisamente la convivencia para evitar el caos. Hay que solicitar permisos para esto y lo otro. Nadie puede tomarse atribuciones que no le correspondan. Las cosas se erigen precisamente para no ser derruidas arbitrariamente. Además, ¿para qué intentaba derribarlo? Le atendimos por cortesía, pero también recriminamos su comportamiento antinatural y contrario a la lógica. –Señor –le dijimos–, el muro pertenece a la ciudad. Y otro, realmente enfadado, le dijo: –El muro es nuestro, ¿lo entiende usted? ¡Nuestro! El hombre nos miró encogiéndose de hombros. Esbozó una sonrisa triste. ¡Encima, extranjero! ¡No era rubio como nosotros, no tenía los ojos claros como nosotros, no hablaba como nosotros! ¡Seguro que de apellidos muy diferentes a los nuestros! ¿Por qué atentaba arbitrariamente contra nuestro patrimonio? A ninguno de los presentes se nos hubiera ocurrido 281


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nunca acudir a una ciudad extranjera a derribar uno de sus monumentos. ¡Qué insolencia! ¡Menuda desfachatez! ¡Qué falta de civismo! ¡Qué incultura! Malherido como estaba, el hombre se disculpó acaso por las molestias ocasionadas; balbuceó algo incoherente y se marchó por donde había venido. La verdad, su comportamiento merecía nuestra repulsa y lo comentamos así los habituales. Estábamos realmente desconcertados. Siempre lo de fuera se pone como ejemplo para escarnio de nuestras capacidades. Somos como el hermano retrasado de la familia. Un país torpe y desnaturalizado. Todo en los otros es mejor, la comida más sana, los edificios más altos, los niños más rollizos, y su lenguaje confuso más rico en matices musicales que el nuestro. Uno, dijo: –A ese desgraciado ya no lo vemos más por aquí. Otro, dijo: –¡Habrá comprobado lo sólidas que son nuestras construcciones! Y otro, revestido de un orgullo natural, añadió: –¡Habrá visto lo bien que hacemos las cosas! Pero el caso es que al día siguiente, oigan, a eso otra vez de las once, apareció de nuevo el tipo en cuestión. Nos pareció algo más cansado, como si las piernas se resistieran a aproximarle al muro. Alguien comentó a mi lado: –Seguro que ya no intenta su locura. Y otro, añadió: –¡Habrá escarmentado! Les explicaré lo que hizo. Volvió a tomar carrerilla, volvió a frotarse las manos, volvió a emitir el grito loco y se estrelló de nuevo de cabeza contra el muro. Y al día siguiente, otra vez. 282


El muro

Al cabo de una semana, convertido casi en una piltrafa humana, el hombre arrancó del muro unos cuantos gramos de cal, dejando en aquel punto al descubierto el color rojo del ladrillo. Fue la única vez en todo este tiempo en que vimos una cierta luz especial en su mirada. Y su sonrisa de iluminado la verdad nos desagradó bastante. Unos días más tarde, encogido, debilitado por los golpes y malherido, el hombre consiguió abrir definitivamente un boquete. Se volvió hacia nosotros mostrándonos una sonrisa contagiosa. ¡Estaba satisfecho de su obra! ¡Había atentado contra nuestro patrimonio y encima parecía orgulloso de ello! ¡Qué vergüenza! ¡Qué osadía! ¡Qué caradura! Ninguno de nosotros, por si acaso, nos movimos de nuestro sitio. No, no está bien lo que acababa de hacer. ¿Quién puede fiarse de un extranjero? Eran tiempos en que había que mirar para atrás para dar esquinazo al que te siguiese. Se sentó a descansar unos minutos; luego, con un misticismo casi religioso se aproximó despacio al muro, introdujo la cabeza por el agujero, después el cuerpo y al final ¡el muy desgraciado pasó al otro lado! Oímos su grito salvaje de alegría. Es muy agradable el sol de primavera. Igual calienta demasiado. Decidimos, lógicamente llevados por la curiosidad, acercarnos al muro. Despacio, avanzamos con cautela, mirando a derecha e izquierda, vigilantes, como cogidos de la mano. Podrían achacarnos el desperfecto a nosotros, tomábamos precauciones. ¿Qué sería del hombre? Nos preocupaba más, sinceramente, que alguien nos viera. ¿Seguiría allí? ¿Y si alguien declaraba en nuestra contra? ¿Se habría perdido por el horizonte desconocido? ¿Y si volvieron los muchachitos con sus tambores, eh, usted y usted? ¿Estaría desfallecido, inerte en el suelo? Es posible que el frente en cualquier momento se estirara hasta aquí. Alguna vez escu283


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chamos lejanos truenos ¿o eran cañonazos en las posiciones perdidas? No teníamos duda: pronto taparían el boquete. Así que nos armamos de valor. Yo fui el último en introducir la cabeza por el agujero. Aquello era un erial, un descampado de ortigas y matojos silvestres. Ni había edificios ni fábricas ni animales ni otro signo cualquiera de civilización. Alguna rata parece que sí; alguna lagartija también. Alguien dijo: –¿Qué ha conseguido ese idiota? Y otro, añadió: –Semejante esfuerzo baldío. –Pobre loco –dijo otro. –Perder el tiempo y casi la vida por esto. –¡Qué estupidez! –Si por lo menos creciera uniforme la hierba –dijo otro más. Nos costó descubrirlo allá cerca de la línea horizonte, donde el sol se esconde dando comienzo a la noche. Estaba sentado, descansando, sin prisa, mordiendo una paja o una hierba, lo que fuera. Al vernos, enarboló en alto un pañuelo como bandera y nos invitó con aspavientos a que le siguiéramos. Pero ¡qué desfachatez! ¡Qué insolencia! ¡No contento con atentar contra nuestro patrimonio pretendía incluso erigirse en guía! Uno, dijo: –¿Adónde pensará que va? –¿Qué sabrá de la vida ese desgraciado? –Veremos lo que hace cuando se tope con otro muro. –Porque muros hay en todos los sitios. –Seguro que encuentra otro más adelante. –Y si también lo traspasa, otro le espera. –Y otro. 284


El muro

–Y otro. –Y otro. Por supuesto, para prevenir sanciones denunciamos de inmediato el desperfecto. Dijimos al celador: desconocemos su nombre. Y el celador dijo: ¿y por qué no lo detuvieron? Y dijimos nosotros: lo intentamos pero no nos fue posible. Y el celador aseveró firmemente: esto es obra de mercenarios extranjeros. Preguntamos sumisos, en voz baja para que el celador no se sintiera incómodo: ¿podemos irnos ya? No tenemos por qué asumir responsabilidades ajenas. Compréndalo. Al fin y al cabo no hemos hecho nada malo. No somos culpables en absoluto. Estábamos aquí y el tipo apareció. Simplemente. Ni lo conocemos ni sabemos su nombre. Nadie le incitó a que hiciera lo que hizo, por supuesto. Nadie reclamó su presencia, naturalmente. Desde luego claro que no está bien, ¿cómo no iba a disgustarnos que atentara contra nuestro patrimonio?, pero ¿qué podíamos hacer? Oiga, señor, ¿qué podíamos hacer? Cuando volvieron los guardianes (esta vez arrastrando los pies, sin parafernalias ni trompetas, sucio el uniforme, la cara envejecida), a homenajear al muro, yo y otros muchos como yo, decidimos alejarnos en silencio. Al fin y al cabo, la ciudad tiene otros espacios donde esperar sin sorpresas la llegada del sol. Un día, qué casualidad, en aquel nuevo barrio aparecieron camiones viejos con camuflaje de otro ejército; los de los brazos desnudos y las botas rotas nos parecieron esta vez más jóvenes. Reconocí entre ellos al hijo de mi vecino. Mascaba una hoja con cara de asco. Nada quedaba de su orgullo. Uno dijo: tienen la mirada triste. Y otro dijo que era una mirada de vergüenza. El hijo de mi vecino y los hijos de los otros vecinos comenzaron a levantar otro muro similar, pero esta vez por el oeste. Un sargento de uniforme 285


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con cara de pocos amigos los vigilaba mostrándoles descaradamente la escopeta. Esta vez eran más jóvenes e igual de marciales los muchachitos que se quedaron a custodiarlo, pero de uniformes distintos. La boina sujeta en la hombrera. Los guiones también eran diferentes, y las canciones igual de patriotas pero con otra música. Vestían pantaloncito corto, y se acompañaban de trompetas y tambores. Entonaban himnos de honores perdidos, de esos amaneceres próximos donde retornan las victorias. Daba miedo verlos tan decididos, con los ojos tan brillantes, llenos de fuego. Nos empujaron con violencia a un lado. Los viejos molestamos en todos los sitios. Uno de los muchachitos, el más estirado y fuerte, el que pronto sería jefe y deseaba demostrar sus condiciones para serlo, nos llamó viejos, vividores, improductivos; de malas maneras nos dijo que mejor nos muriéramos de una puñetera vez porque nuestro mantenimiento saqueaba las arcas públicas y el gobierno necesita dinero para las exigencias de la guerra. Nos exigió la documentación mandándonos callar sin respeto, y apuntó insolente nuestras referencias personales en una libreta negra, mientras el resto de los muchachitos cantaba a voz en grito las alegrías que depara el futuro cuando se olvida el pasado. Nos asustamos. Tampoco nos hicimos preguntas esta vez. El nuevo muro estaba allí, gris. Menos alto que el anterior, más débil. Pronto las lagartijas mutaron su piel a un verde de tristeza. Otro día, qué casualidad, a eso de las once de la mañana, apareció un hombre. Realmente, nadie diría que de buena condición. Quizá fuera extranjero. De andares más bien torpes y cansinos, llevaba unos pantalones caídos, el pelo revuelto y una barba desaliñada. El peso de su existencia cargaba sus hombros… 286


Siempre y para siempre

Siempre y para siempre El viento de la noche zarandea los árboles. Estaba metido el pueblo en una hondonada, igual que un pie en un zapato, al abrigo de los cerros circundantes. Varias docenas de casas, un río cangrejero, donde se desocupan los vecinos, y cien personas, exactamente. Luego, subiendo al páramo la llanura infinita, la lengua de tierra sedienta, y más cadenas de montículos que como verrugas escarpadas contradicen la creencia de que Castilla es extremadamente plana. ¿A quién se le habría ocurrido asentar el pueblo tan abajo? Macario tenía demasiado tiempo para pensar. En siete años encerrado entre rejas se piensan muchas cosas. Recordaba el pueblo cada vez más vagamente, como una pintura al pastel donde el tiempo va dispersando colores. Miraba por el ventanuco y la lejana aguja de la torre de aquella iglesia que nunca había contemplado en su exacta dimensión le parecía el limpiador de los dientes del cielo. Alguna vez, cuando el viento desata su furia violenta, le llegaban las horas sueltas de su campanario, como notas perdidas de un violonchelo triste. Leía y leía mucho. Pensaba y pensaba mucho, aunque cada vez menos. No había perdido la esperanza de rehacer su vida, pero ya se había quedado sin ganas de gritar su inocencia. En siete años la voz de las palabras se olvida y la expresión de los pensamientos se encoge. Siete años, siete.

Cuando el capitán de navío de la Armada conocido como Pavo Real por su porte aristocrático compró la inmensa heredad aquella se le olvidó al vendedor comentar algo sobre la rayita que en el mapa ocupaba la propiedad de la viuda 287


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Serena, prácticamente una cicatriz encajonada, con una modesta casita de dos plantas, pajar y cuadra anexa, donde vivía con su hijo Macario, un muchacho de buena presencia, cumplidos los veinticinco y cansado de acarrear lo que le mandasen. Debieron de pensar, vendedor y comprador, que aquello era un defecto del plano o una regadera vieja al pie de una arqueta, en cualquier caso entre cientos de hectáreas menos que la sombra de un alfiler. El caso es que la propiedad de la viuda Serena metida con calzador en la de Pavo Real, adquirió de repente una estratégica importancia. Pavo Real era un tipo de mirada altiva, voluminoso, de familia influyente y lo suficientemente rica como para permitirse semejante inversión. Vino acompañado de su hija, la señorita Lisa, de una sirvienta llamada Rosa, de una cocinera llamada Magdalena, y de un tipo delgado y correoso, un mondadientes de cabeza en forma de pera, que pasaba por ser su encargado y por los andares y su rigidez debía ser también su edecán en la milicia. De hecho el primer contacto que la viuda Serena tuvo con los recién llegados fue precisamente con él. Descendió una tarde de un todoterreno gris, acompañado del guarda del coto llamado Remigio, que había sido antes pastor y que ahora cargaba sobre sus espaldas una escopeta con la que ejercía de furtivo. –Se saluda –dijo Remigio, al acercarse al zaguán de la pequeña casa. –Date por saludado –dijo la viuda sin dejar de hacer sus cosas. –Vengo a presentaros a este –dijo Remigio. –¿Y este quién es? –El mandado del nuevo propietario de todo lo que la vista alcanza –dijo Remigio con una pizca de orgullo en sus palabras. 288


Siempre y para siempre

La viuda Serena se volvió hacia el edecán, que hizo un gesto de saludo llevándose una mano a la sien como si estuviera en la armada, y dijo: señora. –Así que usted es el señorito de Madrid –respondió la viuda Serena, mirando con descaro la cabeza diminuta y poco proporcionada del hombre. –No, no –corrigió éste–. Soy simplemente digamos que su secretario. –¿Secretario? ¿No es entonces el amo? –No, señora. Antonio me llamo, y estoy para servirles. Y se puso a contar, para salvar la aridez del momento, las razones de Pavo Real para justificar su retirada a un pueblo de Castilla (como Carlos V, dijo, solo que el emperador lo hizo en Yuste, entre frailes y con gota), tan lejos del mar como de los beneficios de la civilización. La señorita Lisa, la hija del capitán, sufría de decadencia anímica, cosa de nervios, una enfermedad extraña reflejada en la extrema tristura de sus ojos, y en su indolencia transita, dijo con énfasis, por mundos imaginados más apagados que alegres, y los ruidos, la aceleración, la agitación de la vida moderna la desquician de tal manera que tememos se trastorne para siempre. –Que se vuelva tonta –terció Remigio que no se andaba con subterfugios, y que era de los que devoran la hogaza de pan de quince días sin que se le caigan los dientes, guardándose en el bolso la miga sobrante para la siguiente semana. –Algo así –dijo afectado el cabeza pera. – Y también que con la falta de apetito las tetas se la vuelvan pezones –añadió Remigio aventurando el futuro. –Más o menos –corroboró el edecán. Dijo además este: la señorita Lisa necesita reposo, mucho reposo, una temporada larga de reposo; además es muy in289


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teligente y eso no es bueno porque genera ideas raras y mucho tememos que se le enturbie la cabeza llevándola a cometer alguna barbaridad. Habla un perfecto inglés americano tras su estancia universitaria en Connecticut, donde posiblemente había sido inoculada de esa dolencia de libertades y excentricidades de la que cuesta curarse. Y dijo también que al suspender el padre sus obligaciones militares como terapia de choque había paseado a la hija durante un año por las ciudades más importantes de Europa para distraerla, empeorando en sus fobias. Las citó despacio: París, Londres, Lisboa, Roma, Atenas, Berlín… visitando teatros, museos y music-halls, porque a la señorita Lisa le privaban los musicales aunque fueran de cabaret tanto como las obras de teatro modernas, que nadie entiende, donde los silencios se alargan más que las palabras. Peor el remedio que la enfermedad, dijo con la voz hueca. El estrés, las visitas guiadas, la sucesión de hoteles sin un lugar fijo donde asentarse habían empujado a la muchacha al borde de un precipicio del que intentaban ahora rescatarla. –Digamos que no concilia el sueño ni siquiera con pastillas –apostilló el cabeza pera. –Pobrecilla –dijo con sentimiento la viuda Serena. Y añadió–: Han venido ustedes al lugar apropiado. Aquí sólo se agitan las cosas cuando sopla el cierzo. –Eso mismo he dicho yo –remarcó Remigio. –Los médicos la han recomendado descanso, mucho descanso. Y viene a descansar –concluyó el edecán, dando por terminado el tema. Las cosas iban a seguir igual, anunció. Sólo había cambiado de manos la propiedad. Lo que antes era de uno ahora era de otro. El anterior dueño –al que jamás habían visto ni la viuda Serena ni su hijo Macario ni posiblemente tampoco ninguno de los habitantes del pueblo cercano, y 290


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acaso sí Remigio algún día de caza–, un editor de éxito con publicaciones de gran tirada en varios idiomas invadiendo los kioscos de medio mundo, necesitaba hacer caja. Cash. Era una buena oportunidad. Como parte de las tierras se dedicaban a labranza, pensaban continuar con los mismos jornaleros o con otros distintos si fuera menester. Dijo: somos hombres de mar, marinos de los de honra en los barcos, desconocemos las servidumbres de la tierra. El antiguo capataz intermediaría para ellos, formaba parte del contrato, pero tanto él como los jornaleros venían de lejos y sólo en tiempo de siembra o de recolección. Se estaban unos días, y adiós. Así que sería bueno que se llevaran bien, porque al quedar el pueblo a trasmano, la viuda Serena y su hijo Macario eran los más cercanos a la casa, es decir, los vecinos próximos por no decir únicos. –Quizás la señorita Lisa encuentre aquí una razón para vivir –dijo con cierta melancolía el mandado. –La encontrará –dijo la viuda Serena exteriorizando su compasión. Plantarían árboles, eso sí, porque la señorita Lisa amaba los árboles y esa actividad la entretendría algo limpiándole las extrañas ideas. Remigio les había comentado que sólo nogales y almendros y manzanos se daban por allí. Algún cerezo defendido con redes, porque los tordos glotones se lo comen todo, dejando las pipas. Nísperos también pero salen enfermizos. –Algún peral, y no hay más que contar –dijo Remigio. –Esta tierra es muy dura –dijo la viuda Serena–. El infierno del invierno es más llevadero que el del verano. Pero el aire es sano. Aquí se desconocen las asmas porque los pulmones se orean como las sábanas en la era. Fíjese usted, allá, en la cresta del monte –añadió mostrando por el ventanuco de la cocina la cumbre escarpada donde la cruz, dos 291


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maderos cruzados, también pasaba ahora a ser propiedad de Pavo Real– corren los mejores vientos, los que fortalecen al cuerpo. Sirvió una cecina, unas olivas, un vaso de vino y un chorizo de los conservados en aceite. –Para que guste usted –dijo. –Gracias –dijo cabeza pera y no hizo ascos al ofrecimiento, sino que pidió que las ronchas fueran un poco más gordas, porque el chorizo de pueblo, sin grasa ni conservante y curado sin mosca, es mejor que la caballa enlatada suministrada por la cantina de los barcos. La conversación resultaba amena e intrascendente, pero al cuarto de hora, acabado el segundo trago y comenzado el tercero, al cabeza de pera se le ocurrió decir: –Por un casual, ¿estarían ustedes dispuestos a trabajar para el capitán? –¿En qué labores? –preguntó interesada la viuda Serena. –Se les pagaría a razón –dijo el edecán. –Bueno, ¿y por qué, no? –dijo la viuda Serena. –Porque no –dijo entonces Macario–. Madre usted no es criada de nadie. –Por lo que veo, sólo de usted –dijo el edecán con cierta irritación en sus palabras. Con la arrogancia de los veinticinco años encima, el hijo de la viuda Serena de levantó de la mesa, abrió la puerta, y dijo simplemente: –Seremos buenos vecinos si ustedes quieren que lo seamos –y los despidió sin mediar ninguna otra palabra. Remigio le recriminó nervioso desde fuera: –¿Dónde está tu educación, desgraciado?

Macario hubiera sido médico, un buen médico; hubiera sido veterinario, un buen veterinario; hubiera sido econo292


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mista, abogado, arquitecto, cualquier cosa, de contar con posibles para ello, pero había tenido que abandonar la universidad sin consumir la beca por la maldita degeneración mental que se llevó dos años después a su padre. El hombre, perdida la orientación, escapaba a cualquier descuido de casa y tan pronto aparecía en el río gritando como un energúmeno como acosando con un cuchillo de cocina a cualquiera que se le cruzara por uno de los caminos del páramo. Se cagaba en cualquier esquina como un perro suelto. Un día le avistaron los del pueblo tumbado en el arroyo con el agua fría encogiéndole la tripa, y cuando Serena intentó mudarle y secarle y sentarlo al calor de la gloria, el hombre soltó los más groseros juramentos oídos y se revolvió como un perturbado intentando llevar a cabo sus peores amenazas. La mujer puso un recado urgente al muchacho: hijo, ven; no hago carrera; está tu padre imposible; se ha vuelto violento, se mete conmigo, me aborrece, temo que me levante la mano e incluso me desgracie. Macario hizo la maleta y se encontró con que aquel hombre ya no era su padre, sino un espantajo extraño, delgado y enfermo, que babeaba con los ojos salidos, que decía incoherencias y que en cuanto podía huía para esconderse en las tierras yermas. Nunca habían tenido una buena relación, es cierto. El hombre no veía con agrado que tuviera que sacrificarse todavía un poco más para que su hijo siguiera ejerciendo de vago en la ciudad. La ciudad transforma a la gente: basta mirar sus manos sin asperezas y su forma de sentarse a la mesa, levantando la cuchara en lugar de agachar la cabeza, de servirse los caparrones en plato aparte en lugar de hurgar en el perol. Cierto que en las primeras vacaciones aparecía con buena voluntad para mancharse con los tabones, y que en verano enfardaba con parecida destreza que cualquier 293


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otro hijo de mediero, pero no era lo mismo. Y además eso fue al principio. ¿Un año, dos? Luego, ni eso. Ni se asomaba por casa. Un hijo fuera no alivia problemas, sean los del portón desencajado o las tejas rotas. Sin embargo él, con sus años a cuestas, tenía que seguir limpiando la cuadra y dando de comer a los animales, y los animales comen, maldita la gracia, todos los días, haga frío o calor, menos el cerdo, al que se le deja uno en ayunas para que no explote. Como todo padre, había pensado gracias al hijo salir algún día de pobre (pan bajo el brazo), pero la decepción se había apoderado de su alma, el hijo se había largado dejándolos cargados de años, más a él que llevaba quince a Serena. Seguro que se volvería chupatintas, escribano de malcomer jamones con olor a verraco, de zapatos limpios, pantalón con raya, perfume maricón, seguro que el muchacho en cuanto acabara esa cosa que estaba estudiando y que no sirve para nada tampoco regresaría para quedarse. Los primeros días Macario lo trató con delicadeza. Realmente más que como padre lo veía como a un viejo enfermo, al que resulta imposible recluir en una residencia por su carácter violento y el coste de la estancia. Pero a las dos semanas o así el viejo se le revolvió furioso y con el hacha de cortar leña por encima de la cabeza, le acusó con los ojos desorbitados: –¿Qué haces con esa mujer por las noches en mi cama? –Padre, no desvaríe. No diga tonterías. –¿Qué haces, que yo os veo, que os metéis en mi cama cuando me quedo dormido? Macario dijo secamente, intentando guardar la calma: –Esa mujer es mi madre y usted su marido y mi padre, calle esa boca, que no sabe usted ya para quien vendimia, y ofende. –Cabrón, te voy a matar –dijo el viejo totalmente ido. 294


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–Padre deje el hacha en el suelo que puede hacerse daño. –¡Canalla! –gritó el hombre. Para eludir el golpe, Macario hizo un quiebro abrazándose a él hasta rodar por los suelos. Luego, lo desarmó, arrojó el hacha lejos, y ya en el suelo le cruzó la cara con dos bofetadas secas. El hombre entonces se echó a llorar. Nunca lo había visto llorar y le impresionó amargamente. Allí estaba, acabado, vencido, el hombre que le había llevado desde niño y siempre dos pasos por detrás a cavar majuelos. Era tan poca cosa ahora aquel que entonces le parecía tan grande. No quiso ayudarle a levantarse del suelo, le dolería todavía más palparlo tan mermado, tampoco a secarle las lágrimas. A su madre, sí, a su madre muchas veces, demasiadas veces, se las había secado con el moquero cuando el hombre aparecía borracho al bajar de la bodega. Macario decidió a partir de entonces cerrar por la noche con llave el dormitorio del viejo (a pesar de las protestas de Serena, convencida de que todavía su marido tenía arreglo) para evitar que se escapase, pero durante el día le dejaba absoluta libertad. Lo seguía a distancia, sin interrumpir su andadura, y lo reconducía a casa cuando lo veía extraviado o en situaciones de riesgo. Un día lo recuperó de la orilla del río, otra de las yeseras, otro más a la mitad del camino del cotorro, otro donde el depósito del agua sentado en una silla allí olvidada. Una mañana el viejo no quiso levantarse, pidió un torrezno y un par de huevos fritos y no pudo comérselos: la agonía duró dos largas noches. El médico, dijo: mejor en casa, déjenlo que se consuma lentamente, que lo suyo no tiene cura. Murió en casa y fue una auténtica liberación. Recobraron él y Serena la autonomía. Pero tampoco Macario pudo regresar a los estudios. Su madre, le dijo: –No me abandones en estos momentos por lo que más quieras, hijo. 295


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–Véngase usted conmigo, madre. –¿A dónde? ¿A dónde voy a ir, hijo, que más valga?

A la semana de la presentación del edecán, Remigio apareció con su escopeta y su moto. Dijo con cierta altivez: – Se me manda comunicaros que el capitán tiene ganas de conoceros. –¿Y por qué no viene él a visitarnos? –dijo Macario. –Porque es personal de categoría, casi almirante. La viuda Serena dijo entonces: –Es un detalle. Iremos a saludarle. A la señorita Lisa le costó levantarse de la butaca. Estaba tumbada de mala manera con la televisión a tope al fondo. Veintidós años, vestía moderna: vaqueros rotos y una camisa ceñida que anunciaban sus pechos. Estaba muy delgada, pero más que enferma, parecía aburrida. Un libro cerrado en el suelo y una revista abierta. Tendió la mano a Macario con fuerza como queriendo darle a demostrar que no era una muchachita lánguida de ciudad, de las tontas del bote que consumen su tiempo con el móvil, antes al contrario una rebelde que derrochaba personalidad y carácter. Pavo Real se mostró en todo momento amable, pero ya cuando comenzó a levar anclas y conducirse por las navegaciones por el Atlántico, con los delfines abriendo surco a proa, la señorita Lisa dio síntomas claros de aburrimiento. Así que Pavo Real les invitó a salir fuera a los dos jóvenes para que se fueran a pasear y conocerse mientras la viuda Serena se quedaba extasiada escuchándole cómo a cientos caían extenuadas en cubierta en medio del estrecho de Gibraltar las codornices en emigración rumbo a África. La viuda Serena, dijo entonces: –Pues yo las escabecho no vea usted con qué facilidad. –¡Oh! –exclamó interesado Pavo Real– ¡Qué bien nos 296


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vendrían personas como usted en la armada! ¡Mejoraría nuestro rancho! Se asomaron los dos jóvenes al porche. –Mi padre quiere que seas mi guardaespaldas –le confesó a Macario de buenas a primeras la muchacha. –¡Qué tontería! ¿Para qué necesita usted un guardaespaldas? –Para impedir suicidarme. –¿Suicidarse? ¿Y por qué habría de hacerlo? –Porque la vida es una mierda y carece de sentido vivirla. –¡Ah! –exclamó Macario, y decidió guardar silencio. Sin duda era la clásica salida de una niña rica y caprichosa, que necesita suscitar la atención. Había conocido alguna así en la universidad. Guapa, inteligente, excéntrica, a la última moda y con moto de estreno o coche de gran cilindrada. La señorita Lisa comenzó a caminar unos pasos por delante. Macario se mantuvo a una cierta distancia por respeto. Estuvieron un rato en silencio. Luego ella dijo: –¿Qué opinas tú? –se detuvo para volverse y descubrir si él la seguía. –¿De qué? –preguntó este. –De que la vida es una mierda. – ¿Tengo que tener una opinión? –Naturalmente, y quiero conocerla. –¿Y para qué quiere usted conocerla? –Me gusta saber con quién hablo. –De momento, conmigo. –Eso ya lo sé, pero ¿quién eres tú? –Nadie. Yo no soy nadie. –¿Me estás tomando el pelo? –¿Me lo está tomando usted? La señorita Lisa le miró de arriba abajo como midiendo la arrogancia de aquel joven tan distante. No estaba acos297


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tumbrada a que la tratasen con esa especie de desdén. Se fijó que no tenía manos de labrador y esto le produjo cierta extrañeza. Lo rural, para los educados en ambientes de ciudad, es sinónimo de ordinariez, de tipos rústicos y primitivos, zafios, violentos, medio salvajes. Había oído comentar, no recordaba ni a quién ni dónde, seguramente en la televisión, que una linde movida de noche (los mojones tienen esa mala costumbre) puede desencadenar una reyerta entre familias, que incluso puede derivar en sangre por generaciones. Las palabras exactas habían sido: el olor de la tierra es más peligroso que la sonrisa descarada de una mujer de otro. Y lo había dicho un sociólogo o un periodista de tribunales, alguien importante. La posesión de la tierra es la que da seguridades al hombre primitivo. Quizá por eso ese Macario se mostraba tan distante y tan orgulloso: poseía la raya del mapa que parte en dos la heredad adquirida por su padre, y una servidumbre de paso concedida de por vida. Ella, por tanto, no podría perseguir a un zorro, por ejemplo, sin irrumpir en su trocito de tierra. Pero, en realidad, ¿había zorros dispuestos a ser perseguidos? Y jinetas, y jabalíes y corzos, y liebres, y visones y nutrias, había dicho Remigio, el guarda. Por aquí hay mucho bicho salvaje. Y le recordó cuando las avionetas ecologistas repoblaron con nocturnidad los campos lanzando sacas de ratones y topillos y culebras para que el águila criara sin problemas. Ahora tenemos mucha águila, que las puede ver usted volando señoriales, pero más ratón y culebra. Y qué decirles de los topillos ciegos que atestan las arquetas. También tenemos avutardas, de las que comen garbanzos. –Opino lo mismo que usted –dijo entonces Macario rompiendo su silencio. –¿Qué quieres decir? –preguntó desconcertada la señorita Lisa. 298


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–Que la vida es una mierda. –¡Ah! ¿Era eso? –¿Pensaba usted en otra cosa? Lisa no dijo nada, se limitó a caminar titubeante alrededor de la casa como una quinceañera que quisiera lucirse. El sol comenzaba a descender. La tarde estaba preciosa pero no procedía reconocerlo. Sin embargo, dijo: –Oigo pájaros y no sé dónde están. –No los encontrará por el cielo por mucho que los busque. –Entonces ¿dónde se esconden? –Mire dentro de su cabeza. –¡Qué gracioso! –dijo ella. Volvió su mirada al cielo y no vio más que los abrojos del sol inundando el mundo. Los árboles lejanos, entre rojizos y grises, rompían la uniformidad de una llanura verde que comenzaba a mecerse al compás del primer viento de la tarde. –Aquí te tienes que cansar hasta del aburrimiento –dijo luego de un rato. –Quizás haya que tener mucho tiempo libre para poderse aburrir –dijo Macario–, y yo, la verdad, no lo tengo. Y, además, tampoco me parece el aburrimiento interesante ni siquiera como tema de conversación. Lisa encajó mal el golpe. Le molestaba que fuera tan cortante, que no cogiera ninguno hilo del que estirar para pasar un rato ameno. Se atrevió a decir: –¿De qué quieres que hablemos? –¿Qué le parece de las viejas que se levantan a las cuatro en verano para respigar con la fresca? Si usted algún día las acompañara es posible que dejara de pensar en estupideces. Lisa se sintió herida. 299


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–¿En qué estupideces pienso yo? –iba a añadir cretino, bobo, creído, imbécil, pero se contuvo. –En esa tontería de suicidarse. Eso sólo se le ocurre a las niñas pijas que les falta un hervor y que ni saben dónde están ni para qué sirven. –¿Me estás insultando? Macario se puso a su altura, la agarró por el brazo con fuerza obligándola a detenerse, y dijo sin la menor emoción en su voz: –En absoluto. Yo soy de campo, señorita, y entre los animales no hay ninguno que se suicide. A lo máximo se sacrifican por salvar a sus polluelos, como la polla de agua ante la amenaza de la comadreja. Le advierto que por mí puede hacer lo que quiera. Si va a suicidarse hágalo ahora mismo ¿para qué esperar más? Cuélguese de un árbol o de la viga de un corral. Le prometo no impedírselo. No se tire al río porque las aguas bajan frías. Le prometo también no asistir a su funeral y menos a su entierro. –¡Imbécil! –gritó furiosa la muchacha, volviéndose con brusquedad hacia la casa. Macario no la siguió. Antes de alcanzar el porche, Lisa se volvió y dijo con rabia: –Te advierto que si me impides suicidarme me escaparé. –¿Escaparse? ¿A dónde? –A cualquier sitio. –Lo tiene crudo, señorita. Si no es con un todoterreno muy lejos no irá. Y si no está enseñada, menos. Esto no es la ciudad, jovencita; ni siquiera hay señales de tráfico. Necesitará brújula, comida y que alguien sin miedo la acompañe de noche. Hay demasiado jabalí loco por aquí y mucho lobo hambriento, aunque peor son los perros asilvestrados. –¿Y osos? –preguntó la muchacha visiblemente asustada. –Hace dos años que no hay noticia de alguno –dijo Ma300


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cario echándose a reír. La muchacha comprendió que se estaba burlando de ella. –¡Idiota! –exclamó riéndose también. Luego, con ánimo de confesarse, dijo: –¿Sabes lo que es tener un padre que apenas en un año le ves dos semanas seguidas y en todo ese tiempo su único placer es organizar guerras jugando con corchos de botella? ¿Te lo imaginas? A mí me gustan los tíos y la juerga. Me gustaría ser actriz. ¡Adoro los aplausos! Me fugué del internado tres veces. Por eso me envió a Estados Unidos. ¡No sabes lo hermoso que es subirse a un escenario! ¡Inténtalo alguna vez! El traerme aquí es por puro convencionalismo, para que nadie le avergüence en público con las locuras que cometa su hija. Pretende convertirme en una señorita de posición, a la antigua usanza, y que se me vayan de la cabeza esos pajaritos que tú ves y yo oigo. ¡Mi padre es muy antiguo! ¡Espantosamente antiguo! ¡Horrorosamente antiguo! ¡Decadente! ¡Viejo! Pero yo tengo veintidós años y veintidós años no son antiguos, son jóvenes, son vida. ¿Por qué tengo que condenarme a permanecer aquí? ¿Por qué no puedo ser lo que quiero ser? Aire sano, aburrimiento seguro. Y para que no termine de apolillarme mientras dure mi retiro me pone mi padre un semental a mi lado. ¿Tienes pareja? –No. –Pareces fuerte. –Lo soy. –¿Cuánto tiempo vas a tardar en seducirme? –Nada. –¿Hacemos entonces el amor ya? A Macario se le ocurrió pensar que ahora ella pasaba al ataque riéndose sin vergüenza a su cara, y simulando una dignidad ofendida repuso solemne: –Señorita, hasta los perros olisquean primero a las perras 301


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para convencerse de que están receptivas y en celo. –¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Estúpido! –gritó Lisa visiblemente descontrolada y después de abalanzarse sobre él sin conseguir arañarle, regresó enfurecida a la casa. Pavo Real según les vio llegar, preguntó a Macario: –Joven ¿sabe usted montar a caballo? –He salido despedido por las orejas alguna vez. –¿Con consecuencias? –El caballo las tuvo. –¿Lisa le ha enseñado los dos ejemplares que guardo en la cuadra? –No, papá –saltó la muchacha– no ha tenido ningún interés en conocerlos. –Y eso ¿por qué? Dijo Macario: –Su hija me ha hecho una proposición suicida. Lisa enrojeció súbitamente. Se mostró nerviosa. Pavo Real dijo: –¿Qué proposición? Macario mintió con aplomo: –Quería hacerme una carrera a la aventura, sin conocer el camino ni marcar la distancia. Y eso en esta tierra es un suicidio. Hay demasiadas alimañas, demasiados jabalíes, demasiados animales salvajes para asumir un riesgo tan estúpido como innecesario. Todas las cosas necesitan su tiempo de aclimatación. –Muy bien, joven –asintió Pavo Real–. Me gusta su lógica. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo con usted. Se lo digo francamente: quiero que cuide de Lisa. Somos vecinos y quiero que cuide de mi hija. Es mi única hija y no quiero que le suceda algo imprevisto. Mejor un joven como usted que una enfermera que beba cerveza. Evite que se exponga a ningún peligro. Tiene mi permiso para entrar y salir de 302


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esta casa como quiera y cuando quiera. Su señora madre está de acuerdo. Le pagaré el tiempo que desatienda sus ocupaciones por dedicarse a cuidarla. –¿Y si ella me rechaza? –dijo Macario. –Y le rechazará. No sabe lo que quiere. ¿No la ve usted? Es un espíritu libre y perdone que lo diga, muy poco sociable, bastante salvaje. A pesar de mis esfuerzas debo reconocer que incluso algo maleducada. –¿Entonces? –Supongo que contará usted con argumentos suficientes para convencerla. –Me parece que no soy de su agrado. –Tonterías –dijo resuelto Pavo Real–. Espero de usted que se comporte con honestidad. Mi hija, y lo digo aquí con ella presente, es demasiado ingenua, no digo que inocente sino ingenua. También es dueña de su vida. Sé que me aborrece, y que en cuanto pueda me herirá sin piedad. Lo asumo, es mi hija. No puedo decir que la adoro, sería injusto, no hemos tenido oportunidad anteriormente para conocemos en profundidad. Soy militar y marino. Hombre de mar. Estoy acostumbrado a mandar y que se me obedezca. Este retiro voluntario me exige un gran esfuerzo, pero lo daré por bien empleado si mi hija comienza a comprenderme, y yo a entenderla.

A la mañana siguiente, daban las siete, cuando Macario se llegó hasta la casa de Pavo Real. En lugar de acercarse a la puerta se dirigió a la cuadra. Allí estaban los dos caballos, el negro de alzada superior, rubio el otro. El negro espiaba por encima de la portonera con los ojos huidizos anunciadores de malos instintos. Le pareció demasiado arisco, casi salvaje. Lo acarició con prevención, lo empujó dentro del recinto contra la pared y el caballo al sentirse acorralado 303


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hizo un amago de levantarse sobre las patas traseras. Macario se plantó ante él dentro de la cuadra y los dos se estuvieron midiéndose un rato largo. El cabeza pera esperaba fuera de la cuadra. –Supongo que ese salvaje lo montará usted –dijo. La señorita Lisa apareció vestida de amazona, realmente atractiva. Macario iba con pantalón vaquero y camisa blanca y una visera para combatir el sol que se anunciaba. Salieron al trote; a los cinco minutos disminuyeron el paso. –¿Dónde me llevas? –preguntó Lisa. –Al pueblo. –¿Quieres exhibirte conmigo a tu lado? –Quiero que me envidien todos los que desearían hacerla madre. –¡Tonto! –dijo, y sonrió abiertamente. El pueblo, todavía con media docena de torcidas calles sin asfaltar, estaba formado por unas pocas casas revueltas, la iglesia y la ermita. El ayuntamiento ocupaba el frente de la pequeña plaza del Reloj. Era un edificio de una sola puerta, que precisaba de un buen encalado, con la oficina en la planta baja y un enrejado en las dos ventanas. En la planta superior, el balcón de barrotes herrumbrosos tenía pinta de venirse abajo en el momento en que el alcalde pretendiera izar las banderas en los tres mástiles antes de ondear el Pendón de Castilla. Sobre la torreta, el nido de la cigüeña coja, con los sarmientos sueltos a punto de caerse. Camino de la ermita dejaron a un lado la iglesia, de fábrica pobre y mezcla de estilos sin ninguna concesión a la belleza, parcheada la fachada con cemento. A Lisa, sin embargo, le atrajo la ermita, dijo: parece una caja de zapatos. Sin columnas que estorben la vista, una veintena de bancos carcomidos por la polilla, y apisonado el suelo. Y ese frío 304


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que se cuela en el tuétano hasta en verano, y que sólo se combate con una buena pelliza o con una gruesa rebeca. Preguntó un poco angustiada: –¿No estaremos pisando muertos? Adosado a la ermita, el cementerio, como siempre candado. Siguieron camino y llegaron al páramo, el lugar más alto de los alrededores, y donde el diablo tentó a Cristo mostrándole las bellezas del mundo. El viento silbaba con descaro, entorpeciendo la andadura. Se detuvieron al remanso de una piedra más alta que un hombre. Se sentaron sobre la hierba. Y Macario fue apuntándole los nombres extraños de aquello que Pavo Real, su padre, había adquirido. Los Cascajos, con sus árboles enfermos retorcidos como enanos acróbatas de un circo imposible, las Yeseras engañando con sus guiños de sol, las Cuevas de Antón, el eremita de leyenda que se perdió dentro de una de ellas abandonando la luz para siempre, Vadelguadina, El Pico, Carrepadilla, Mostelares, Aro, el arroyuelo donde los vacceos celebraron enterramientos verticales… La señorita Lisa parecía interesada, y hacía preguntas entre ingenuas y curiosas. –Todo eso es suyo. –¿Y aquella cicatriz que se desplaza en medio de la tierra? –No, señorita, eso es de lo poco que su padre de usted no ha podido comprar. –¿Y de quién es, si puede saberse? –De mi familia. –¿Tuyo, entonces? –Ahí nacieron mi madre y el padre de mi madre. Y el padre del padre de mi madre. Ahí nací yo. Descendieron del Páramo campo a través, dejando a un lado el camino asfaltado. Pasaron por el Colmenar perseguidos por el enjambre de abejas. Y Lisa, dijo: 305


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–Tengo sed. La cantina permanecía en penumbra porque realmente la gente aparece pocas veces antes del café. Se abría a media mañana por si algún despistado se quedaba sin tabaco o algún buhonero pasaba camino de otro destino. Detrás de la diminuta barra, Ignacia seguía vigilando con un ojo el televisor no sea que en un descuido se lo llevara alguien, y con el otro intentaba descifrar la figura del jeroglífico para dar con la solución. Las persianas estaban echadas para evitar que las moscas invadieran el local. Había cuatro mesas, y las cuatro con el tapete puesto y los amarracos en un platillo al lado de la baraja, como señalando su reserva a los posibles extraños que por allí cayeran. Nadie más, se conoce, tenía derecho a mesa salvo los habituales de todos los días. Se levantó con desgana de su asiento en el extremo de la barra y se acercó lentamente. Clientes a esa hora supone retraso en el comienzo del crucigrama. Les sirvió cerveza con gaseosa, más gaseosa que cerveza. –Ignacia –dijo Macario– esta señorita es Lisa, hija del que ha comprado el coto y lo que lo circunda. –Al anterior propietario no llegué a conocerlo nunca – dijo Ignacia–. Sea usted bienvenida y que la volvamos a ver por aquí. A la salida, la señorita Lisa dijo a Macario: –Esa muchacha está enamorada de ti. –¿Cómo lo sabe? –Las mujeres en eso no nos equivocamos nunca. –Coño, coño –bromeó Macario– espero que sus palabras no lleguen a oídos de ninguno de los padres de sus cuatro hijos.

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Al atravesar el camino particular, la viuda Serena salió a recibirlos: –Señorita, está usted muy guapa. –Gracias –dijo Lisa–, es la primera palabra bonita que escucho esta mañana. Su hijo todavía no se ha fijado en mí. –Seguro que lo ha hecho, pero es muy reservado. ¡Estos hombres…! Le mostró la casa. Lisa se fijó en su extrema sencillez. Tuvo cuidado en no tropezarse en el banzo de la entrada a la cocina. Una mesa de formica con un hule encima, un escurreplatos, un poyo amplio y un hogar alimentado a butano. De la cocina se pasaba al corral, donde correteaban las gallinas y los conejos. Y más allá el pajar y la cuadra. A la izquierda del pequeño hall, la salita de estar, con su mueble y mesa a juego, y un tresillo verde cosido con tachuelas. Había un cuadro de una roca emergiendo en un mar azul pastiche, y el televisor. En el piso de arriba estaban las habitaciones. La señorita Lisa puso mucho interés en conocer la de Macario, como si al penetrar en su intimidad, consiguiera aprehender algo de su alma. Una cama estrecha, dos mesillas, y libros, muchos libros. Se sorprendió. La viuda Serena confesó abiertamente: –No sé cómo me ha salido un hijo así. Yo justo sé escribir a renglones torcidos y algo de números para que el frutero no me sise en la cuenta. Macario esperaba abajo. –¿A dónde vas a llevar a la señorita, hijo? –Al Caño del Piojo, madre. Y luego al río. –No la acerques a la poza. –No lo haré. –Cuidado con que se encabriten los animales y tengáis un disgusto. 307


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–No se preocupe, madre. –Por ti no me preocupo, hijo, me preocupa la señorita, ¡es tan amable y educada!

En los siguientes días recorrieron los montes circundantes. La señorita Lisa comenzaba a interesarse por la orientación en los cruces de caminos, por la curiosa disposición de los mojones (las parcelas ensanchan por un lado, estrechan por otro) y los cultivos. Comenzó a distinguir la avena loca, bailarina y vacía, de lo que es el trigo, la alfalfa de la esparceta, el amarillo pajizo, casi enfermo, del ocre tímido. Aprendió a contar las carreras de la cebada y puso nombre a las mariposas blancas que bailan bajo el sol con la esbeltez de los cisnes en los estanques públicos. Aunque intentaba resistirse de su influjo poco a poco se sentía arrastrada hacía Macario. Estaba a gusto en su compañía; se sentía segura. Conseguía que todas las cosas del campo, que hasta hace unos días apenas le interesaran, comenzaran a cobrar de repente una extraordinaria importancia. Le agradaba su espíritu independiente, la forma de abordar directamente los problemas. Podía pasarse ensimismada tiempo y tiempo escuchando que las heladas de abril queman los frutos recién nacidos de los almendros, marcándolos con una verruga gelatinosa que cuesta despegar de los dedos o cómo las polladas de perdiz aguantan la carrera por la tierra hasta que la madre avisa del peligro surcando la primera el vuelo. Paseaban por lugares sin ver un alma en horas hasta que de repente en el horizonte lejano emerge una panera o un cobertizo o una vaquería con el silo amarillo enhiesto como un semáforo tranquilo. Macario sabía exactamente por dónde cruzar para no perderse. Continuaba manteniendo una cierta distancia de respeto, 308


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como si pretendiera crear una barrera de seguridad entre ambos. Lisa estaba dispuesta a saltársela, así que le abordó un día, por esos atajos perdidos: –¿Eres mi criado? –No. –Entonces ¿a qué juegas? Tanto señorita Lisa por aquí, señorita Lisa por allí. Trátame de tú de una puñetera vez y en un descuido mío intenta meterme mano. –Eso ni se me ocurriría. –Entonces, por lo menos, trátame de tú. –Señorita, estoy a sueldo de su padre.

El día que llegaron al chozo, ella preguntó: –¿Qué es eso? Y él dijo: –Una cabaña de pastor. –Parece un iglú –dijo ella riéndose. Y él dijo: –Lo es. Un iglú de piedra. Sólo hay sitio para el pastor y el perro. Un refugio momentáneo para salvar la tormenta. –¿Entramos? –Aguarde un momento –dijo Macario–. Está abandonado desde que los pastores cambiaron las churras por las israelíes, que rinden más estabuladas que sueltas por el campo. Puede que lo ocupe una loba o cualquier otra alimaña. Retiró un par de piedras para hacerse un hueco más cómodo para entrar. Y cuando salió, anunció: –Sucio, pero no huele mal. Dentro, los cuerpos se aproximaron demasiado. Apenas había sitio para permanecer de pie. Sudaban. Se miraron sorprendidos. ¡Estaban tan cerca sus labios! Ella se abrazó impetuosa a él, y dijo: 309


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–Tengo miedo. –Miedo ¿de qué? –De que seas tú un lobo. –¿Para comerte mejor? –¿Comienzas a tutearme ahora? Y aunque el suelo estaba sucio a ninguno de los dos le importó demasiado…

La metamorfosis de la señorita Lisa era evidente y no pasaba inadvertida a nadie. La sirvienta Rosa lo comentó un día: esta niña… silba por la mañana al levantarse y su estado de ánimo empieza a recuperar la alegría. Y Magdalena, la cocinera, lo expresó con más claridad: come mucho y con apetito, y ya engorda. Los paseos comenzaron a prolongarse incluso por la tarde. Montados en el todoterreno visitaban los pueblos cercanos, regresando a altas horas. Iban de la mano como dos colegiales al escaparse del recreo. Lisa parecía completamente feliz. –Háblame de la poza –le dijo uno de los atardeceres al regreso. Y Macario habló entonces de las pozas del Pisuerga, de sus leyendas, por ejemplo de la referida a Felipe II, rescatado por sus sirvientes medio ahogado el día de estreno de su mejor armadura. Y dijo: –Me sumergía de niño con la esperanza de recuperar yelmos y guanteletes. –¿Encontraste alguno? –Nunca. –Eras un niño ingenuo. –Menos que ahora. –Llévame a conocerla. Alejaron el vehículo de la orilla del camino y siguiendo 310


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un reguero llegaron al río espantando a las aves nocturnas sorprendidas por su presencia. Revoloteaban cercanos los murciélagos, casi rozando sus cabezas. Tomaron a la derecha y separándose con cuidado de los zarzales, dieron con la parte donde el río se abre plácidamente. La noche en aquel lugar devenía hermosa, con la luz blanca de la luna reflejándose en las aguas limpias, alargando sus sombras sobre los guijarros. –Aquí es –dijo Macario. –¿Es peligrosa? –Todas las pozas lo son. Inesperadamente, Lisa se desnudó y rápidamente se arrojó al agua. –¿Qué haces? –dijo Macario sorprendido. La muchacha comenzó a nadar hacia el centro del río, y en un momento dado levantó las manos para llamar todavía más su atención, sumergiéndose de repente, como si alguna fuerza desconocida la empujara hacia el fondo, desapareciendo al instante. El silencio más espantoso se impuso sobre los ruidos siniestros de la noche. Macario se descalzó y se lanzó en su socorro al agua, cuando Lisa asomó la cabeza, y dijo sonriente: –No vengas. Espérame en la orilla. Salió completamente desnuda chorreando agua. Macario la contempló extasiado. Parecía una sirena emergiendo del fondo de un lago misterioso adornada por la luz blanca de una luna radiante. Se abrazaron. Ella, dijo: –No he encontrado nada ahí abajo para ofrecerte salvo mi cuerpo. Más tarde, al calor de la manta del coche, confesó: –Me estoy enamorando locamente de ti. –¿Y eso es malo? –No. Sólo peligroso. 311


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Y le habló entonces de su necesidad de volar hasta encontrarse con su propio destino. El suyo la reclamaba cada día un poco más, un ansia irrefrenable. Volar. Notaba su llamada. Es como una vocación religiosa: tengo que ponerme en marcha. ¿Quieres que te recite algo? ¡Quiero subirme a los escenarios! Había huido del internado hasta tres veces, sin conseguir orientarse y volvería a hacerlo otras tres si fuera preciso. Pero ahora sentía una fuerza interior desconocida. Se lo debía a él, claro que se lo debía a él. Todo era él. Sus sueños, eran él; sus ilusiones, eran él; su vida era él. Sus caricias, el calor de su cuerpo, la seguridad de sus besos, sus abrazos apasionados. Pero quiero saber qué puedo ser por mí misma, dijo. Quiero saber qué soy. Y confesó en un susurro que sonaba a lamento: –Me estoy atando demasiado a ti. Y tengo miedo. Tengo que escaparme. Quiero romper mis nuevas cadenas para volar libre. –¿Y yo? –Rompe también las tuyas, y vuela conmigo. –No puedo –confesó Macario con tristeza–. Está mi madre de por medio. –Lo comprendo –dijo ella. Y añadió con los ojos envueltos en lágrimas: –Ayúdame a salir de este laberinto de sentimientos. –¿Cómo? –preguntó él. –Ayúdame a escapar.

Pavo Real no estaba acostumbrado a la inacción. El año recorriendo mundo por lo menos le había obligado a una cierta actividad, pero la persecución de moscas no era precisamente un entretenimiento adecuado a su naturaleza; todavía no se sentía viejo ni acabado. Ni sufría de gota ni era aquel emperador alemán que se gastó el dinero de Castilla. 312


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Se encontraba bien físicamente. El hígado lo suficientemente limpio para trasegar whisky de Kentucky en compañía de los cabrones, ahora en dique seco como él, que en los tiempos de guardiamarina le volcaban el coy por las noches. Y cantar de paso unas canciones románticas de bajos fondos y putas enamoradas, de marinos que nunca avistaron tortugas gigantes ni arrastraron la pata de palo por los adoquines de los muelles sin luz ni fueron abandonados en inexistente islas desiertas. Así que después de una comida para aumentar el colesterol, propuso a su hija regresar por unos días a Madrid para “desintoxicarse”, visitar el ministerio para preparar su ascenso (o cualquier otro lugar), retomar las viejas amistades, y luego, si es preciso, volver otra vez a disfrutar con más ansia del sosiego de un mundo más plano que una carta náutica. Lisa le dijo: –Vete tú. –¿Y dejarte sola? –Llevas veinte años haciéndolo ¿de qué te sorprendes ahora?

Aprovechando la ausencia de Pavo Real aparecieron en una furgoneta blanca recuperada de algún desguace, seguramente sin papeles, con una docena de abolladuras. Lisa anunció a Macario: van a venir unos amigos a conocer esto; intelectuales, tipos sensatos; te gustarán. No pernoctarán en la casa, les gusta contar las estrellas, escuchar a la noche perdidos en la naturaleza. Josué llevaba gafas de concha de cristales gruesos, tendría los treinta y alguno más, era alto y un poco desgarbado como si no quisiera ofender a nadie con su altura; Fermín el más delgado, casi un fideo suelto, intentaba cargar con la guitarra sin tropezarse; luego venía Inés, con los pelos revueltos y su sonrisa agradable. Se saludaron efusivamente e Inés se agarró a Macario y le dijo: somos objetivistas y por tanto incapaces de transmitir sen313


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timientos; yo nunca podré escribir “pensó, sintió”, ¿quién soy yo para saber lo que otro piensa?, ¿quién soy yo para saber lo que otro siente? Ah, dijo Macario. Y Fermín, dijo: el tiempo es simplemente una sucesión de puntos sin dimensión que se desplazan perdidos por el infinito. Ah, dijo Macario. Y Josué, dijo: todo lo que es medible, muere. Y después de esta reflexión trágica los jóvenes rodearon a Lisa y rompieron a cantar y bailar. Encendieron un pequeño fuego en el campo. Fue una velada agradable que duró hasta altas horas de la noche.

Al día siguiente, la viuda Serena estaba recogiendo habas y alverjas. Lisa para dar apariencia de normalidad, intentó ayudarla, pero aquella tarea cansaba los riñones y sobre todo ensuciaba las manos, llenando los dedos de un verdín pegajoso molesto. Además, los saltamontes se posan en la camisa y las cucarachas de campo y los escarabajos de la patata se empeñaban en desatarla los lazos de las deportivas. –¿Y Macario? –Tardará en venir. Está en el campo. –¿Dónde? –Cerca del río. Parece que le surgió de repente una labor. Eso no era lo convenido. Lo convenido era una despedida romántica, como la de dos amantes que se consumen como dos cirios encendidos. Ella le había dicho: nos volveremos a ver, búscame hasta encontrarme. Y él había respondido: cuando me libere de mis ataduras, te buscaré. Allá donde estés daré con tu paradero. Para siempre, para siempre, para siempre. Nos esperaremos siempre. Siempre es siempre. Pensaba y deseaba que se lo repitiese. No podía marcharse sin oírselo decir de nuevo. Salió en su busca. Tampoco era tan difícil orientarse. Por 314


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un lado la cruz del cerro, por otro el arroyo con las aguas permanentes como lágrimas caídas del páramo, el cotorro hueco donde en su interior se alinean las bodegas, más allá los únicos árboles que anuncian la presencia del río, y el río. Montada en la yegua rubia fue en su busca. Pero no lo encontró en el río. Pensó: seguro me espera en el chozo para revivir la primera vez. Pero en el chozo tampoco se encontraba. Buscó en otros lugares. ¿Cómo puede dejarme marchar sin un último beso de despedida?

–Sólo tenía que seguir a derecho –¿A derecho siguió? –Sí, señor guardia, a derecho siguió –dijo la viuda Serena compungida, envuelta en lágrimas. –¿Y dice usted que al encuentro de su hijo? –Sí, señor guardia. Marchó en busca de mi hijo. El caballo rubio había vuelto despacio, muy avanzada la noche, como si regresara de un paseo y volviera a descansar; al acercarse al cobertizo relinchó con fuerza e hizo saltar las alarmas. Magdalena, la cocinera, se levantó asustada: la señorita Lisa no estaba en casa, podía haberse perdido. Seguro que se había perdido. El laberinto de caminos, si no eres experto, induce a error, cuando más crees acercarte más te alejas. Y luego, la noche, con la luciérnaga gigante que juega caprichosa a esconderse y que todo lo confunde. Macario confesó que no había visto a Lisa ese día, que los quehaceres tampoco le habían acercado al río aunque tuviera intención de ello. El inspector no le creyó. El inspector gordo sudaba y se pasaba el pañuelo por el cuello. Nunca hay motivos en un crimen, sólo móviles. Se concentró la gente como cuando tocan a rebato por incendio. Peinaron los recovecos, las cuevas de las yeseras, los cotorros, los pajares, los matorrales, sin resultado positivo. Ni una 315


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huella ni una señal. Dragaron el río, profundizaron en las pozas. ¿Tiene usted testigos que avalen lo que dice? ¿Tienes testigos, muchacho? Y fue a decir que en una furgoneta blanca, pero prefirió guardar silencio. Ya. No sabes nada, no viste nada. No sé nada, no he visto nada. Reconstruyamos la escena. ¿Qué hiciste ese día exactamente? ¿Dónde has enterrado el cuerpo? El inspector comentó: qué coartada más endeble, ahora dinos que una muchacha rica con la vida resuelta decide largarse porque sí. Dilo y te parto la cara. ¿Tienes testigos, muchacho? Carecía de ellos. Nunca llegó a aparecer el cuerpo del delito. A Macario la pregunta le asaltó hasta herirle los primeros meses. Luego, resultaba ya absurdo volverse atrás. ¿Un sacrificio por amor? ¡Ridículo! ¡Qué tontería! Pero muchacho ¿quién puede creerte? Había guardado silencio con la esperanza de facilitar a Lisa tiempo suficiente para organizar su vida, a la espera de que luego, allá donde estuviera, diera ella señales que le exculparan devolviéndole la libertad. Pero Lisa había desaparecido. ¿Tienes testigos, muchacho? En siete años suceden muchas cosas. Por ejemplo, el desarraigo. Te sientes como un huérfano que ya ha archivado los recuerdos y necesita con anhelo hacerse con unos nuevos para sentirse vivo. Regresaría al pueblo cuando saliera, naturalmente, pero para despedirse para siempre, un baño de melancolía, ¿qué le quedaba que le retuviera allí? Su madre había vendido en vida a Pavo Real la pequeña propiedad para costearse la estancia en la casa de acogida de 316


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ancianos; Pavo Real luego había vendido la totalidad de la suya nada más alcanzado el empleo de contralmirante. ¿Qué le quedaba entonces? Al fallecer su madre, con los gastos de sepelio se había ido lo poco que hubiese dejado. 2556 días, 61344 horas, 3680640 minutos, 220838400 segundos. Los mejores años de la vida. Cada segundo, una eternidad, la gota de agua metódica y fría que horada el cerebro y que intentas extraer con un sacacorchos para que no desfigure la realidad. Allí dentro no hay nada que merezca la pena llevarte en cuanto salgas, ¿y fuera? Cenó como siempre sin hablar demasiado, y luego se sentó a ver la televisión. Esa noche había un festival de esos importantes, de alfombra roja, de bocas grandes y dientes espectacularmente blancos. Mujeres atractivas, de hombros desnudos y piernas largas escapándose de unos vestidos de fiesta, con lentejuelas. El otro mundo, el que se vende barato aunque pocos lo puedan comprar. Las mujeres más hermosas del mundo entre hombres sonrientes en sus smokings negros. Uno de los reclusos, dijo: –Esta noche vamos a dormir de cojones. Otro, dijo: –Aunque muy cansados ––y emitió una risa grosera, casi un rebuzno, que fue secundado por el resto de los internos. Los presentadores, cómicos veteranos, con la piel fláccida él, empolvada exageradamente ella, se empeñaban en contarse sucedidos con la gracia típica de los anglosajones: rostros impávidos, ningún gesto, unos palos estirados con la papeleta de las nominaciones en las manos, jugando a las segundas intenciones. ¿Qué harías si te diesen a ti la estatuilla? ¿Cuál de las tres que ya poseo? Y los del anfiteatro 317


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se reían cuando “laught” brincaba en el letrero luminoso nunca enfocado directamente por la televisión. Premio a la … Premio a… Premio de… Macario se quedó helado. Aquella muchacha del vestido verde, escotado, de espalda desnuda, hermosa, risueña, que se acerca al atril con decisión poseía un aire especial, un aire inconfundible, pero no podía ser. Evidentemente, los años de encierro deforman los recuerdos. Se levantó y se acercó nervioso al televisor ante las protestas de los otros reclusos. No podía ser. No puede ser. Cuando recogió el premio, la muchacha ofreció la estatuilla al cielo, y después de dar las gracias dijo en su perfecto inglés: permítanme unas palabras en español; y guardándose el papel de las dedicatorias, dijo llorando de emoción: –Por ti, amor mío, aunque hayas olvidado nuestra promesa. No sé dónde estás, te sigo esperando. Siempre. Mi recuerdo, mi gratitud, siempre y para siempre.

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Sordera súbita

Sordera súbita Entonces, enmudeció la radio. Desaparecieron también las otras emisoras del dial.Giró la ruedecita, subió el volumen a tope. Nada. Ni una interferencia, ni un ruido confuso. Tosió y no oyó su tosido. Gritó y no sintió su grito. Se hurgó en las orejas. Encendió la luz: todo en orden. Dio una palmada al aire. Sintió el calor del encuentro de sus manos, pero tampoco le llegó el sonido. Se asustó. ¿Y si fuera lo suyo una sordera súbita? Se levantó preocupado. Dormía siempre en calzoncillos, con una camiseta deshilachada, de mangas largas. Intranquilo fue arrastrando los pies hasta el baño. Nunca hacía uso de la cisterna después de las doce. Las cuatro menos cuarto; brotó impetuosa el agua salpicando los azulejos. Era un agua silenciosa, realmente extraña, que circulaba sin sonido por las cañerías como si la naturaleza sufriera de dolor de cabeza y no quisiera molestarla. Se miró en el tocador.Despeinado, ojeroso, la boca sucia. Seguro que ni se había lavado los dientes la víspera. ¿Olía mal? Nunca se huele uno a sí mismo. Acercó la nariz al espejo. No era un tipo agraciado físicamente, pero ahora estaba peor: feo de cojones. Y sordo. Se retorció los labios, se empujó el párpado derecho 319


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hacia arriba, torció la boca, le faltaba un molar. Ji, ji. Se pellizcó hasta hacerse daño. Gritó. ¡Un grito a las cuatro de la mañana! ¿Por qué ninguno de los vecinos se acercaba a interesarse? ¡Podían estarle atracando! Abrió la puerta central del armario y resopló con fuerza. Todo en orden. Las camisas colgaban en el cuerpo de la derecha y los pantalones en el izquierdo. ¿Y la gabardina? ¿Dónde estaba la gabardina? La encontró tirada sobre la butaca que le servía de armario esa noche. Acercó el despertador a la oreja. Nada. El segundero caminaba en el más absoluto de los silencios. Decidió que estaba viviendo un sueño descontrolado. Todo aquello no era real. Alguna vez le había sucedido algo parecido. Que las paredes de la habitación se comprimen, que luego se dilatan, nunca permanecen estáticas. El mundo se mueve, por eso el suelo también parece moverse. Se sujetó para no caerse. Exhaló vaho sobre el espejo y escribió medio en bromas: estoy sordo. Nada más concluir la frase ¡desaparecieron las vocales!: stysrd. Como aquello no tenía sentido fue a borrar la frase, pero ¡ya era tarde! ¡Alguien invisible acababa de llevarse también las consonantes! Se agachó a buscarlas debajo de la cama. Tampoco allí estaban. Ni se molestó en perseguir al ladrón invisible. Lo mismo podría estar nadando en la bañera que bebiéndose el medio whisky que había dejado cuando fue a por cubitos de hielo. Retiró un palmo el visillo de la ventana. La luna tiene la maldita manía de no detenerse. Calculó como metro y medio más a la derecha que antes. ¿O a la izquierda? Volvió a por el rollo de papel del wáter e hizo catalejos sujetándolo 320


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con las manos. Contó los montes o lo que allá hubiera. Cuando llegó a diez se le cayó el rollo y lo vio deslizarse tranquilamente por el pasillo. Ni se molestó en recogerlo. Los pocos coches circulaban con la luz puesta. Ningún ruido especial llegaba desde la calle. Sordo, se dijo, me tendré que poner un aparato. ¿En qué oreja? Se tocó las dos, y se rió como un lerdo. Probó la alarma del despertador. Nada. Llamó por el móvil al fijo. Nada. Se puso a cantar con voz destemplada. Nada. ¡Las cuatro de la mañana y estaba cantando a voz en grito! Efectivamente, estaba sordo, como una tapia. ¿Qué podía hacer? Abrió definitivamente la ventana de par y en par y comenzó a insultar a todo el mundo. ¡Era su venganza por los desplantes sufridos! A la del perro del segundo la llamó puta y a la italiana del tercero eso mismo más otras cosas más. Y así hasta las del octavo, que habían subido una vez en el ascensor con él hablando en inglés. Se quedó a gusto. Se tropezó con la consola. ¿Y si estaba perdiendo también el sentido del equilibrio? Eso le pareció más grave. Decidió probarse elevando la rodilla izquierda hasta casi la cintura, como un flamenco anaranjado; diez segundos; luego, la derecha; cinco segundos; luego las dos al tiempo, y cayó al suelo. Ji, ji o algo así. Nunca se había fijado en el jueguecito de flores amarillas de la alfombra de pie de cama. ¡Oh, qué maleducado! ¿Cómo podía aplastar flores tan delicadas todos los días con sus pies descalzos? ¿Cómo? Desde el suelo hurgó con el dedo. El dedo quería marcharse por ahí, pero lo sujetó a tiempo. ¿Y si se quedaba con nueve dedos y luego con ocho? ¡Qué curioso! La flor se resistía a ser arrancada de la alfombra. Pero ¿qué se había 321


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creído la muy desgraciada? Entonces, se cabreó y comenzó a machacar la alfombra, primero con las babuchas y luego más fuerte todavía con los zapatos de calle. Los pétalos amarillos seguían con su insolencia. Más fuerte, más fuerte. Decidió de nuevo acostarse. Se le estaba enfriando el culo. ¿Qué hacía sentado en el suelo? Se levantó agarrándose a la colcha, que no pudo aguantar su peso; cayeron él y la colcha de nuevo al suelo. Se la colocó sobre la cabeza y empezó a gritar uh, uh, uh, como un fantasma que quisiera expulsar a base de sustos a sus compañeros de la casa. Estaba a gusto en el suelo. Uh, uh. O las sábanas estaban frías o sus pies semejaban dos glaciales. Se dio una vuelta y otra buscando postura. Mejor sería ponerse los calcetines. ¿Dónde estaban? Al final se quedó boca arriba. Como hombre de los que creen que las cosas nunca están quietas, se dijo: lo que viene se va. ¡Mañana será otro día! ¡Mañana igual ya no estoy sordo! Dejó a tope el volumen del aparato de radio por si le diera por retornar el sonido. Y comenzó a roncar. Unos minutos más tarde, le despertaron unos golpes terribles en la puerta. Efectivamente, alguien la aporreaba gritando encolerizado desde el pasillo: –¡Aprende a beber de una puñetera vez, borracho, y déjanos dormir en paz!

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El cajón del lavabo El profesor de literatura y ameno conferenciante, Amadeo Arenas, había llegado a un acuerdo con su mujer: jamás la despertaría de llegar tarde a casa. La mujer gozaba de un sueño profundo, pero también de un insomnio profundo. Una vez despierta le resultaba imposible volver a dormirse; las horas de la noche se le echaban encima y los carrillones de las tres iglesias cercanas la machacaban sin piedad como tres constantes y gruesas gotas de agua fría que inundaran lentamente su cerebro. Ni con tapones en los oídos ni ocultando la cabeza bajo un cojín conseguía aislarse entonces de las ideas lógicas con que te bombardea la razón frenando el acceso al baile desconcertante de las figuras deformes que preludian la vuelta del sueño. Ni con tisanas ni con otras hierbas ni con brebajes fríos ni con brebajes calientes. –Por favor –le había implorado a su marido un día en que las ojeras y los pelos revueltos le conferían aire de sonámbula perdida en medio de la cocina. El profesor Arenas procuraba no hacer ruido el entrar en casa aquellos días en que se retrasaba. Giraba despacio la manilla atrancando con cuidado la puerta; luego, se descalzaba en el hall, dejaba la cartera en el suelo y caminaba de puntillas, como un ladrón temeroso de ser descubierto. No necesitaba pulsar el interruptor porque su mujer dejaba una luz permanentemente encendida en la sala para compensar los reflejos del televisor. “Me descansa la vista”, le comentó en una ocasión y además lo había leído en una revista semanal dedicada a divulgar los cuidados necesarios para mantenimiento de la salud y la belleza de señoras aspirantes a emular a la actriz de los ochenta años que ya no 323


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pasea descalza por el parque. Un vasito vacío de yogur, una cuchara. Enganchada a los programas “prime time” se quedaba traspuesta en el sofá; esa noche no compartían cama ni habitación. Riguroso en el cumplimiento de los planes de estudio, como profesor el señor Arenas hablaba con pasión a sus alumnos de los clásicos, de los autores universales, aunque sin olvidar a los modernos con pie y medio en la historia. Incitaba a la lectura, que es la forma de vivir “inquietantes, lujuriosas, apasionadas, excitantes, tormentosas”, segundas y terceras vidas, y criticaba esos libritos americanos de divulgación que dedican una página a Cervantes y página y media a Shakespeare. Su frase preferida: quien lee vive incluso mucho más que quien escribe. La lectura puede convertir durante unos minutos a un bonachón y tímido cura de púlpito en un terrible y sanguinario cazador de ballenas blancas. Para sus conferencias en el Ateneo, sin embargo, optaba siempre por desconocidos o de segunda fila ni siquiera incluidos en el “Diccionario de los 2000 mejores autores del mundo”. Por ejemplo, su anterior conferencia sobre Fredric Brown (“Ven y enloquece”, “Marciano vete a casa”) había resultado un rotundo fracaso: veinte personas en un aforo de ochenta. Sólo uno de los asistentes había leído al ingenioso corrector de Cincinnati y aunque aseveró que le resultaba atractivo y original, más, por ejemplo, que Monterroso, el del dinosaurio, no dejaba de parecerle un autor menor, de ciencia ficción, con un profundo sentido del humor, pero no un rompedor de formas literarias como con tanta vehemencia intentaba presentarlo. Por supuesto, ninguno de los otros diecinueve se sintió motivado para acudir a una librería al día siguiente a hacerse con un ejemplar de su obra. En el catálogo de la biblioteca municipal 324


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tampoco figuran sus libritos: “¿Brown?, ¿dice usted Brown?, eso es marrón, ¿no?” Boca arriba, la mujer respiraba profundamente. Las arrugas comenzaban a insinuarse especialmente en cuello y manos. Cincuenta años, él la llevaba cinco, pero estaba seguro de conservarse mejor, bastante mejor o eso le pareció en ese instante. Desmaquillada, se dibujaba en su rostro una constelación de manchas rojizas. Llevaban casados desde siempre (tanto tiempo que en una ocasión se le olvidó la fecha de aniversario). Primera novia y única. Claro que había habido otras chicas en su época de estudiante en la universidad, pero sin importancia. Una, por ejemplo, se había dedicado al ballet clásico rompiéndose un tobillo, y otra a la docencia, mostrando en público todo lo que se puede y algo más. La universidad, como en otro tiempo el servicio militar, es el bálsamo de la madurez. Todo sucede entonces, como si el resto de la existencia se condenara a no gozar de nada lúdico. Ensoñaciones. Las tonterías habituales. Cumplieron los veinticinco sin pena ni gloria. Para celebrarlo a él le hubiera gustado emprender un viaje al profundo sur, en busca de Yoknapatwpha, el imaginario condado del borrachuflo Faulkner, pero tuvo que desistir porque con los billetes en la mano ella tuvo la premonición de que el avión iba a caerse al mar antes de cumplir la sexta hora de vuelo. Visiones así la acosaban a menudo. En algunos casos acertaba y en otros no. Cogía el periódico y decía: “cómo se parece esta noticia al sueño que tuve ayer”. Y añadía sonriendo como sin dar mayor importancia al asunto: “seguro que en mi otra vida anterior fui una bruja quemada en la hoguera”. “No hay otra vida anterior”, dijo él. “Bueno –dijo ella– entonces en otra posterior”. Seguía siendo una buena compañera, aunque cada vez 325


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más encerrada en sí misma; dotaba de esa serenidad que precisa la estabilidad de un matrimonio, entregada, culta, pero lamentablemente carecía ya de la alegría desbordante de los veinte años, cuando adelantándose a las cosas le empujaba a emprender riesgos obviando consecuencias. Si había que iniciar la ascensión a un monte en una excursión de domingo ella marcaba el sendero y si había que preguntar por un camino incierto en un cruce desconocido, bajaba la ventanilla y lo hacía sin ningún reparo. Gracias a su empuje, lo reconocía, había alcanzado la cátedra. Si fuera por su interés no hubiera opositado nunca. Pero ahora sentía que le faltaba la vitalidad que le sobraba a él. Habían dejado de asistir a las exposiciones de pintura y a los estrenos cinematográficos. Incluso había dejado de acompañarle a sus propias conferencias, alegando que se encontraba más a gusto en casa viendo la televisión u ordenando armarios o revisando las viejas fotografías o conversando con alguna de sus extrañas amigas. Hacía acto de presencia en reuniones ineludibles o en cenas sociales. El matrimonio entrado en esa inmovilidad de lo tranquilo, el confort, la rutina, la permanencia, la repetición monótona de situaciones, aportaba al profesor Arenas a cambio una seguridad que sabía agradecer. ¡Le dejaba tiempo para la lectura! En los domingos, en los sábados, ¡podía recuperar, y revivir con la emoción de entonces, encerrado en su cuarto de trabajo, las historias descubiertas en su juventud! Incluso había desempolvado los viejos comics de Hugo Pratt (“La casa dorada de Samarcanda”) y tocado de nuevo, casi con reverencia religiosa, las fichas de Louise Brookszowyc, la polaca “madre de la niña que Corto Maltés recogió y confió a unos amigos venecianos”, y de Mascaron, “gran diablo de Port Ducal, maestro de magia negra”. Apoyada la cabeza sobre el orejero izquierdo sus pies al326


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canzaban el otro, por lo que los tenía graciosamente al aire. El profesor Arenas pensó que estaría realmente cansada al dejarse vencer por el sueño sin ni siquiera tener tiempo a taparse con la liviana mantita escocesa de otras veces. Salió con sigilo al pasillo, se llegó al dormitorio, abrió el armario, retiró la manta y regresó a la sala y se la colocó con mucho cariño. Apagó la televisión. Entonces al separarse del sofá de repente sintió como un olor tenue, fresco. ¿Lo expelía él? Nervioso, se olió la chaqueta, los hombros, la camisa. Perfume, pero no precisamente el de su mujer. Preocupado, se desnudó rápidamente. Colocó el pantalón, la camisa y la chaqueta sobre el galán de noche y lo acercó con cuidado a la rendija abierta del balcón que ventilaba el dormitorio. Inmediatamente, entró en el aseo. No procedía ducharse: era muy tarde. Se humedeció con agua fría las axilas, se lavó cuello, brazos, y en el bidé lo de abajo. De sorprenderle en ese momento, su mujer le diría: lo pringas todo, pareces un oso cazando salmones. Se puso una gota de su colonia de hombre (“fragancia de establo”, decía él). Recogió el agua pasando la bayeta por el suelo. Fue cuando cayó en la cuenta. Debajo del lavabo había un armarito lacado en blanco, con tiradores metálicos brillantes, que estaba seguro no existía al salir esa mañana para la universidad. Coño. No recordaba tener programada ninguna compra de mobiliario. Carecían de problemas económicos, lógicamente, pero las decisiones aunque las tomara ella se las participaba antes para recibir su aprobación. Era un buen tema de conversación a tratar a la hora de la cena. ¿No había antes otro armarito? Sí, por supuesto, que amarilleaba por los años, pero era de dos puertas tras las cuales ocultaban los rollos higiénicos de reserva y los utensilios de limpieza. El nuevo, en cambio, contaba también con dos cajones, uno a izquierda y otro a derecha. Seguro que su 327


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mujer había distribuido los utensilios personales ya que el de la izquierda estaba un palmo abierto. Efectivamente, allí se encontraba su peine, el espejo de mano con el que controlaba el desarrollo de su grosera calva, el cortaúñas, el hilo dental. En el otro, una polvera, la leche limpiadora, los pañuelitos de papel, unos guantes de látex. Cerró con cuidado los dos cajones, retiró la bayeta, y se dispuso a dormir. Necesitaba primero tranquilizarse del todo, y para ello precisaba dar rienda suelta a su cine mental. Dobló la almohada para que entrase mejor el aire a sus pulmones Necesitaba tener la cabeza alta. Pensar o ¿mejor no hacerlo? Desde que había entrado en casa –realmente también mientras conducía de regreso su automóvil de siete años, con el susto en aquella esquina donde un conductor kamikaze borracho casi se le echa encima– intentaba justificarse su comportamiento. ¿Remordimientos? ¿Conciencia de culpa? Se dijo: las cosas suceden, es natural. Cincuenta y cinco años, una edad donde las situaciones comienzan a relativizarse y el concepto de trascendencia se cede sin pudor a las generaciones jóvenes. Consciente de que había roto un pacto nunca escrito, en la soledad del dormitorio y de la noche se zahería como un aguijón de avispa. ¡Veintiocho años de casado y no solo había vacilado sino sucumbido como un idiota! Tonto. Encima con una jovencita… ¿Qué esperaba? ¿Desandarse durante unos minutos la vida? La muchacha… Bueno, no precisamente como un idiota. Bueno, sí, como un idiota. Bueno, no. La aventura había devenido sin buscarla, así, inesperadamente, una cosa natural, como en las novelas del diecinueve, del veinte, del dieciocho, del veintiuno. Sin tanto romanticismo barato y desde luego ninguna cursilería. Al grano. ¿Súbito enamoramiento? ¡Qué bobada! Un día especialmente intenso, con un desenlace inesperado… y literario. ¿Lo había pasado bien? ¡Claro que lo 328


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había pasado bien, pero aquello estaba mal! ¡Claro que estaba mal, pero lo había pasado bien! ¡Tan bien que se sentía más joven! A su mujer, sin embargo, le delataba una cierta flaccidez en el cuello y en... Tomó media pastilla para dormirse. Y se durmió. Le pesaban los párpados. Las agujas fosforescentes del despertador le descubrieron la hora: cuatro de la mañana. La luna se divertía asomándose a través del visillo. Qué extraño, pensó. La media pastilla le facilitaba exactamente tres horas de descanso (lo tenía comprobado) y la entera siete. Había tomado media, lo recordaba perfectamente, como recordaba el haberse lavado y dado la gota de colonia de establo. Olía precisamente a eso. Recordó a la muchacha. ¿Cuántos años se llevaban? ¿Importa? Había respondido como un joven y eso es lo importante. Bueno, ella quería hablar de literatura y hablaron de literatura. Le preguntó: “¿Qué opina usted de la literatura objetiva francesa?” Y él entonces le contó lo del narrador oculto siempre presente, los tres vasos en una mesa donde aparentemente solamente se encuentran una mujer y un hombre... una mujer y un hombre... el tercer vaso... una mujer y un hombre... Las cosas suceden. Y había sucedido. Faltaba una hora para que se le terminase el efecto de la media gragea, pero ya estaba despierto. Le costaría volver a dormirse. Nunca le había ocurrido antes. ¡La pastilla no podía con su necesidad de arrepentimiento! Este pensamiento agarrotó su garganta. Intentó alejarlo de su cabeza. ¿De qué tenía que arrepentirse? También era posible que algún ruido externo y extraño le hubiera despertado. ¿Un ruido? ¿Cuál? ¿Qué ruido? La garganta seca. ¿Habría roncado? Necesitaba beber algo, pero si acudía a la cocina es posible que despertara a su mujer. Se levantó, se acercó al galán y paseó la nariz con 329


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cierta ansiedad por la chaqueta, la corbata, la camisa y el pantalón. Nada. Ningún olor sospechoso. Se tranquilizó. Por si acaso, seguiría dejando abierta la rendija del balcón. Se calzó las babuchas, y arrastrando los pies se acercó al lavabo. Encendió la luz. Curioso. ¡El cajón de la izquierda del armarito recién comprado se había deslizado hasta el tope permitido por las guías! Sin freno hubiera caído al suelo. Lo había cerrado al acostarse, estaba seguro. Después de usar el peine y depositarlo de nuevo dentro. Lo juraría. Claro que había bebido pero no tanto como para no acordarse de una cosa tan nimia. Primero había cerrado el izquierdo y luego, abierto y cerrado, el derecho. Y había permanecido todavía un rato más allí por lo que de estar desnivelado se hubiera movido en su presencia. Le pesaba el vino de la cena y el alcohol de los postres. Tonterías. Ahora el cajón izquierdo estaba abierto y el derecho cerrado. Sus pertenencias, dentro, intactas. ¿Para qué abrirlo hasta el tope? Nunca se empuja un cajón al límite por temor a que vuelque y rueden las cosas. ¿Quién podría haber andado a esas horas en el cuarto de baño? ¿Y para qué? ¿Su esposa? Imposible, de despertarse a media noche estaría rondando por el pasillo como alma en pena. ¿Acaso entre los efectos colaterales de la pastilla (no conducir elementos de transporte ni grúas, disminución de la capacidad de concentración, peligro durante el embarazo y la lactancia) podía figurar el de favorecer un principio de sonambulismo? Lo comprobaría mañana en el prospecto. Bebió de un trago el vaso de agua (le disgustaba su intenso sabor a cloro, pero la mineral estaba en la cocina) y se sirvió otro, cerró el cajón y se sentó en el taburete de plástico igualmente blanco, vigilando como un guardia que intuye la inmediata comisión de un atraco. Quería pensar, y no quería pensar. Necesitaba dormir, y no podía dormir. 330


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Eran las cuatro y pico. Su mujer emitía un silbido agudo, descansaba plácidamente. Se dio en contar uno, dos, tres, cuatro… De golpe, otro silbido tan profundo o más que el anterior. Luego, el silencio. Esas pausas sin ruido parecían alargarse cada vez más. ¿Y si un día no retornara de una de ellas? El solo pensamiento le conmovió. Quiso hasta apartárselo con las manos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Gracias a Dios. Se cercioró de que el cajón continuaba bien cerrado, y se metió de nuevo en la cama. A las seis recogió el transistor de la mesilla para guardarlo bajo la sábana y escuchó el editorial y los primeros minutos del parte. El tiempo, un golpe de frío proveniente del norte. No iba a descargar una tormenta como “las del Mediterráneo” pero sí penetrar una ola de frío. Se le cuartearían las manos. Ordenó mentalmente su jornada de trabajo. Colocó de forma oportuna el flexo y lo enfocó hacia “Si olvidaste el lugar”, una novela vivencial de Jorge G. Aranguren, objeto de la conferencia del próximo mes no, del siguiente. Cada día un capítulo, suficiente para saborear la riqueza de unas palabras endiabladas que mezclan elegancia, pudor y recuerdo con sueños y desencantos; traumas de autor reales, exquisitamente literarios. En realidad, no necesitaba despertador. Su reloj biológico se encargaba de zarandearlo como a un muñeco de trapo para que llegase a tiempo a la universidad. Menos cuarto. Se acordó de repente del cajón. ¿Por qué daba tanta importancia a algo tan nimio y simple? Se levantó como impulsado por un resorte y descalzo acudió al lavabo. ¡El cajón izquierdo estaba otra vez salido como si tuviera ganas de emigrar a otro lugar! “No puede ser” repitió en voz alta como seis veces seguidas. ¿Es que estaba condenado a que cada vez que se levantara a mear, y lo hacía por lo menos tres veces cada 331


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noche, encontrarse con el cajoncito del aseo abierto? Maldita la gracia. Realmente era una tontería que no causaba ninguna molestia. Basta con empujar y cerrarlo. Así de simple. Pero resultaba contrario a la lógica. O cómico. O. Miró de nuevo su contenido: el peine, el cortaúñas. Tomó el espejo de mano. Era una estupidez usarlo teniendo el grande del lavabo que refleja la piel con un color más brillante y menos aceitunado, pero podía orientarlo y allí en el lado derecho descubrió que caracoleaba un mechón tan rebelde que peinándolo con esmero taparía el círculo blanco de la calva. Le quitaría unos cuantos años dándole una apariencia más juvenil. Pediría hora en la peluquería. Cerró el cajón; se le ocurrió que podría sujetarlo con un trocito de cello. No lo hizo. En el desayuno, su mujer le dijo: –Lo vi al pasar en una tienda y me gustó. Ni hecho a propósito para nosotros. Va a juego con el resto del lavabo. –¿Y eso de que se abra un cajón? –Igual hay algo de desnivel en el suelo. –Entonces se abrirían los dos. –Igual el desnivel sólo es en ese lado. –Es posible. –¿Quieres que lo calcemos? –Déjalo. Igual ha sido cosa de esta noche. –A lo mejor, lo has soñado. –No digo que no. –Por cierto, ¿a qué hora viniste ayer? –Muy tarde –confesó el profesor Arenas–. Más de las dos. –¿Tan tarde? –Las cosas se me complicaron. Se alargó el coloquio. –¿Cenaste? –Sí, mujer. 332


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–¿Fuera de casa? –Naturalmente. –¿En un restaurante? –Claro. –Ya me parecía a mí que tu ropa mantiene todavía un olor especial, como de tabaco y alcohol. ¿Bebiste algo fuerte? –Whisky. –¡Ah! –dijo la mujer; y añadió– Dicen que el whisky es bueno para el corazón. El profesor Arenas introdujo la nariz en la taza. Estaba intranquilo. Se cruzaron las miradas. ¿Habría descubierto algo? Su mujer pasaba por muy lista. Intuitiva y lista. Tenía ese don de adelantarse a los acontecimientos. Tenía que aparentar serenidad. Faltaban dos horas para su primera clase, y ella conocía de sobra el horario. Le gustaría coger el coche y largarse, pero eso le obligaría a inventarse una excusa creíble. Tengo que preparar un examen… pero no era tiempo de exámenes. Podía empeorar las cosas. Corroboró: –Eso dicen. –¿Y a qué sabe? –A madera quemada. No te gustaría nada. La mujer, entonces, dijo esbozando una sonrisa amable: –Pues, la verdad, ya me agradaría alguna vez probarlo. Durante las cuatro semanas siguientes el cajón no se deslizó ninguna vez más por sus guías. Todo volvió a la normalidad, hasta el punto de olvidarse del asunto. Lo habría soñado seguramente. Bueno, cada vez que abría el cajón, eso sí, lo dejaba bien cerrado después. El profesor Arenas vaciaba la vejiga tranquilamente, una, dos y hasta tres veces por la noche, despreocupado totalmente. Cosas de la próstata. Recordaba que en la escuela había tenido como com333


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pañero de pupitre a un muchacho con un problema similar. Se obligaba a salir en medio de la clase interrumpiendo las raíces cuadradas y las ecuaciones con dos incógnitas. El muchacho le confesó: tengo la vejiga pequeña. Había también otro con la cabeza grande. Al de la vejiga le llamaban veguijín y al de la cabeza grande cabezón y cuatroojos al de las gafas de aro. Él también había manchado con sangre de la nariz su pañuelo blanco. Eran otros tiempos. Dentro del cajón, su mujer le había dejado la crema reparadora de la piel. Con la llegada de los primeros fríos se le cuarteaban las manos; de pequeño, recordó, los dedos se le ponían rojos como ampollas, picándole como guindillas. Sabía que lo mejor era meárselas, ponerlas bajo el chorrito antes de que la orina se perdiera por el inodoro. ¡Ah, qué satisfacción! Ahora no era capaz de hacerlo. Le daba más asco que reparo. Sucedió que en el coloquio que sigue a la conferencia, una mujer bien parecida, de alguno más de treinta, embutida en una cazadora de piel negra a juego con unos ceñidos pantalones de piel también negros, levantó la mano. Ya habían hablado los habituales, los que rompen el fuego y necesitan significarse. Uno en concreto se había explayado sobre Indochina y otro sobre aquella novelita que no recordaba el nombre (el profesor Arenas, en su condición de conferenciante le hizo recobrar la memoria) cuyo protagonista creía que el mundo era el resultado de un dios embriagado y caprichoso. “Una obra menor, para mi gusto”, dijo. La mujer continuaba con la mano en alto sin rubor cuando el profesor Arenas recabó en ella. No la conocía. Tampoco era antigua alumna. Ninguna del círculo de amistades. A casi todas sus conferencias acudían casi siempre los mismos. Pero ni la reconocía ni la recordaba. –Soy sobrina del coronel Raspéguy –afirmó sin titubeos 334


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la mujer, segura de sí misma. Se levantó para reforzar su afirmación. Esbelta, rubia, con la melena caída hasta cerca de la cintura, cubriéndole la espalda. Una hermosa mujer–. El coronel Raspéguy era mi tío. Quiero decir que Jean Larteguy como buen periodista se fijaba para sus personajes en personas reales, gente de carne y hueso. Para el personaje, interpretado en la pantalla por Anthony Quinn, eligió a mi tío, aunque supongo que lo adornaría con sucesos y anécdotas de otros camaradas del frente. La gente se volvió a mirarla. Se expresaba con serenidad y convicción, lentamente como si las sílabas no quisieran escaparse nunca de sus labios carnosos. Estaba muy segura de sí misma. Dijo: –Mi tío, por ejemplo, nunca cortejó a una marquesa. Al final del coloquio, se acercó a la mesa donde el profesor Arenas comenzaba a recoger sus apuntes. –¿Usted no me cree, verdad? El profesor Arenas se sintió acomplejado: aquella mujer le sacaba casi la cabeza. Esbozó una sonrisa huidiza. Hay muchos zumbados (hombres y mujeres) esforzados en conseguir su momento de gloria paseando imaginadas grandezas por la vida. Intentó una salida airosa: –Lo mismo puede ser verdad que mentira. –Yo no miento. –No lo pongo en duda, pero puede que las fuentes que le hayan facilitado su información carezcan de fiabilidad. Entonces la mujer abrió su bolso y le mostró un folio doblado. Dijo: –Mire usted la noticia de su indulto por el general De Gaulle. “..., condenado a varias cadenas perpetuas, ha abandonado la prisión antes de que se anunciase la medida de amnistía, saliendo en el anonimato total para destino 335


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desconocido, hasta el punto de que los servicios responsables de la penitenciaría han declarado ignorarlo...” –¿Y ahora? El profesor le devolvió el folio. –¿Y ahora? –insistió impaciente la mujer. –Ese documento es muy interesante –confesó el profesor. –¿Me cree entonces? –La creo. –Gracias a Dios –suspiró la mujer–. Usted es experto en Larteguy y he supuesto que le gustaría saberlo. –Ha acertado. “Los centuriones”, “Los mercenarios” y “Los pretorianos” son mis obras favoritas. –¿Y “Buscando a un crucificado”? –No. Baja bastante la calidad. –Eso mismo me parece a mí –dijo la mujer, y añadió– Poseo más documentación de mi tío que pongo a su disposición. –Me gustaría cotejarla. –No tengo inconveniente. –¿Cuándo podré hojearla entonces? –Ahora mismo, si quiere usted. La tengo en mi domicilio. Acompáñeme si le apetece. Eran las nueve y media de la noche. A las dos y cuarto de la madrugada, el profesor de literatura y ameno conferenciante, Amadeo Arenas, abría con extremo sigilo la puerta de su apartamento. Su mujer respiraba profundamente. Tumbada sobre el sofá, con la mantita escocesa tapándola incluso los pies, boca arriba, resoplaba como una cafetera. En el televisor, un vendedor de sartenes hacía una demostración sobre el grado de adherencia. El hombre vestido de cocinero, con un pañuelo al cuello, decía en esos momentos a un ama de casa que le miraba con de336


voción: no se raya ni con un cuchillo, y además por el precio que aparece en pantalla, enviamos de regalo este exprimidor... Apagó el televisor; con los zapatos en la mano se acercó al dormitorio. Se sentó al borde de la cama. La velada tremendamente literaria, redonda, sugerente, minutos y minutos charlando sobre su pasión común: la lectura. “Aunque Larteguy dibuja a Raspéguy como vasco francés en realidad se basa en mi tío, vasco español alistado en la legión francesa, que luchó en Indochina y Argelia, seguramente a su lado”. La mujer conocía la trilogía a la perfección, especialmente las dos primeras. Hablaron de Dien Bien Phu, del sudeste asiático. El tiempo pasa rápidamente. Cenaron, bebieron, hablaron. Hablaron y bebieron; bebieron y hablaron. Se desatan las risas, se acercan los cuerpos. La dentadura, los labios, la boca. Ya se estaba haciendo muy tarde. Los encuentros irrepetibles hay que apurarlos al máximo. Un poco más. ¿Qué te parece si nos tuteamos? –Tienes unos ojos preciosos. Al faro derecho le dio por no encenderse. Tuvo que conducir con el coche tuerto. Se saltó un semáforo. No podía concentrarse. Temió durante el trayecto que le detuviera la policía. De hacerle la prueba de alcoholemia daría positivo. Podían precintarle el coche y retenerlo en comisaría hasta ponerlo a disposición judicial. ¡Menudo escándalo! Aferrado al volante, como un niño que teme se le escape el juguete, a cada cruce miraba a los lados con la angustia reflejada en sus ojos nublados. Las calles, oscuras, si están mojadas se comen la escasa luz. Pensó: no me detengo ni aunque se me pinche una rueda. Se descalzó en el hall y en lugar de dejar los zapatos en el suelo prefirió llevarlos en la mano. Caminó de puntillas. La Pantera Rosa. Colocó la ropa en el galán y husmeó por encima por si 337


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pudiera detectar un posible olor sospechoso. Nada. La mujer del pelo rubio, desenrollado y limpio, no fumaba y tampoco usaba uno de esos perfumes empalagosos franceses que confunden el olfato, permaneciendo horas en el aire pasada la cita. Estupendo. Aquel cuello limpio, la sonrisa abierta, el cuerpo turbador que se mueve voluptuosamente. Y de Francia, claro, habían hablado largo y tendido. De la Oas, de los Pieds Noirs. No tenía ganas de acostarse todavía y sí de que no se terminase tan rápida una noche tan mágica. Revivir los momentos pasados. Rebobinarse la última hora pasada. ¡Ni siquiera a los veinte años se había sentido tan realizado! Fue al acudir al baño cuando se encontró de nuevo con la sorpresa del cajón izquierdo abierto. ¿Pero cómo puede ser eso? Tampoco le importó demasiado. ¡No estaba para tonterías! ¡Aquella mujer sí que sabía tratar a los hombres! Lo cerró de un golpe y regresó al dormitorio. Le llegaba el silbido de su esposa, intermitente, profundo. Se desnudó y se metió en la cama. Quince minutos y comenzó a sentirse incómodo. Necesitaba orinar, y cepillarse los dientes. ¿Por qué no lo había hecho antes?, se preguntó sin ganas de responderse ¿Qué le pasaba? Lo del cajón era una soberana estupidez. Ya estaba cerrado, ¿no? Cuando encendió de nuevo la luz del lavabo no pudo contener su irritación. ¡El cajón estaba otra vez desplazado hasta el tope! Le hubiera gustado darle entonces una patada, romperlo con un hacha allí mismo, tirarlo a la basura, maldito mueble. ¡Parecía una auténtica tomadura de pelo! ¿No era también muy literaria la rebelión de los elementos? Paredes que oyen, manchas que levitan. Pensó en su mujer. ¿Es posible que a sus espaldas se hubiera acercado al lavabo para gastarle una broma mientras él flotaba feliz en sus ensoñaciones? ¿Le había gastado acaso alguna vez una ante338


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riormente? Retornó a la sala. Mantenía la misma postura de cuando su llegada a la casa. Resoplaba si cabe todavía con más fuerza. Se sentó en una silla esperando descubrir algún movimiento que delatara su impostura. Uno, dos, tres, cuatro... ¿Y si estaba de verdad dormida? ¿Cómo iba a arriesgarse a despertarla? El cajón le retaba con una insolencia inaudita. ¿Por qué una noche en la que había disfrutado de una velada imposible tenía que terminar desequilibrado de esa manera? Lo cerró, pero a las cuatro de la mañana cuando necesitó desocupar la vejiga, continuaba de nuevo abierto. Su mujer le dijo a la mañana siguiente: –Estás traumatizado. ¿Qué narices importa que lo encuentres abierto o cerrado? –No es eso, no es eso. –¿Qué es entonces? –La lógica. –¡La lógica en la literatura no existe! –exclamó la mujer. –Tiene que haber una explicación racional –dijo él. –¿Cuál? ¿Que lo abren los ratones por la noche? –dijo ella en tono burlón– Está bien. Si tanto te molesta llamaré a un carpintero para que compruebe las guías. –Ya las he comprobado yo esta mañana y están bien apretadas. –¿Tú? –se extrañó la mujer– ¿Tú sabes apretar un tornillo? –Y cambiar una bombilla –dijo él. –Seguro que sí. Cuando salte el automático veremos si sabes también dónde se encuentra el cajetín de los interruptores. Confesó él: –Lo extraño es que siempre es el cajón de la izquierda el que se abre. 339


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–Claro, querido –dijo la mujer–. ¡Es que ese es el tuyo! ¡El de la derecha es el mío! Cuatro semanas más; todo transcurría con la rutina habitual. Se había arreglado la megafonía y ya podía escucharse perfectamente su voz desde las últimas filas. Como preludio a la conferencia hizo un repaso de una docena de nombres importantes pero de escasa proyección. Habló de los considerados escritores de culto, innovadores pero de poca divulgación y menos venta, que necesitan para llegar al público un buen agente literario. Y añadió: los premios son las bombas japonesas que iluminan durante unos segundos el cielo en las noches de fuegos artificiales; efervescentes, ruidosos, escandalosos, coloristas, ¡pero no garantizan la calidad de la obra! Sin embargo, este autor que hoy les presento... Y entonces una muchachita de voz sedosa y mirada lánguida, dijo: yo he dedicado un poemita a ese maravilloso poeta que acaba de citar ¿me permite usted que lo lea en público? El profesor se percató de la excitación que albergaba a la joven, de la ingenuidad de sus ojos avellana. “Si la palabra es espuma / ay, espacio vacío / ay, nada, ay, ay / ¿qué viento aporta ese desmayo audaz / que dota a las suyas de tanto swing / de tan voluptuoso movimiento?” Al regresar no más allá de la una, el profesor de literatura y ameno conferenciante, Amadeo Arenas, se topó de nuevo con el cajón abierto. ¡Santo cielo! Eso ya no era producto de la casualidad. Tres veces había cometido la torpeza (¿la torpeza?) de prolongar el coloquio (¿podía decirlo así, en lugar de liarse o enrollarse o entregarse a una pasión que te devuelve a la primera juventud?) más allá del recinto de la conferencia y las tres veces el maldito cajón, como si tuviera vida propia, se lo echaba groseramente en cara. ¡Nunca se deslizaba en otras circunstancias! Por ejemplo, al finalizar 340


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sus reuniones de intelectuales comprometidos con el medio ambiente o de ex alumnos celebrando el encuentro anual o tras el estreno cinematográfico del documental de un amigo al que has prestado dinero a sabiendas de que no te lo va a devolver. En estos casos su vuelta a casa acontecía a horas más tardías y el cajón no lo reflejaba. ¿Por qué entonces sólo cuando sucede lo que sucede? ¿Por qué? El interrogante flotaba en el aire. Las casualidades no existen. Sin cambiarse, se sentó desconcertado en la cama. Su mujer respiraba relajada en la salita. Era un poco bruja. ¿Y si lo había descubierto? ¿Y si lo sabía todo? ¡Sus amigas seguro que también eran brujas! ¡Seguro que las muy ladinas lo sabían! ¡Seguro que alguna le había venido con el cuento! ¿Sabes? Tu marido... ¡La ciudad da tan poco de sí, es tan pequeña! Todos nos conocemos. ¡El cajón, el maldito cajón! Le costaba centrarse. Los pensamientos, como en los autos de choque, tropiezan entre lo lógico y lo irracional. La muchachita aquella se había comportado como un auténtico terremoto, exigiéndole por encima de sus posibilidades. No quería asumir sus limitaciones. Mirada lánguida, versitos con la boquita casi cerrada, pero un torbellino de sensualidad, de locura imparable. ¿Qué pensaría de él ahora mismo? ¡Seguro que la había decepcionado! Encima para colmo, por mucho énfasis que dedicara a la divulgación de la literatura con mayúscula aún siendo la entrada gratuita nunca se llegaba a cubrir el pequeño aforo. Frustrante. Se sentía náufrago en una isla desierta. Decidió suspender las siguientes conferencias. Temía que las tres últimas dieran paso a una cuarta parecida y que él ya no llegara y que encima su matrimonio pudiera irse al traste. Se tomaría un descanso. Se sentía alterado, necesitaba sumergirse de nuevo en la rutina de las clases, evitaría la calle, se volcaría en la lectura si cabe con más intensidad. 341


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Al estar más tiempo en casa descubrió que su mujer había ampliado el círculo de amistades. Seguía naturalmente con sus cosas de siempre, televisión, teléfono, compras, los jeroglíficos del periódico, pero ahora también salía a pasear con alguna de esas amigas que van vestidas con muchos tules y velos vaporosos, de rostro sobornado por el arroz y ojos negros de jineta predispuesta para la caza nocturna. Una vez que el profesor Arenas se cruzó con una de ellas por el pasillo, sintió cierta repulsión. Le faltaba el capirote para parecer una auténtica bruja de las quemadas por la Inquisición. Preguntó a su mujer: –¿Quién es? –Una amiga. –Me he asustado al verla. –Todos se asustan al verla. El profesor Arenas seguía a rajatabla el guión establecido de su rutina diaria. Era un hombre metódico. Al liberarse de la atadura de las conferencias, como le sobraba tiempo, decidió dedicarlo a revisar las anotaciones contenidas en su cuaderno de apuntes esbozado como un diario escolar (para los resúmenes de los libros, sin embargo, usaba fichas perfectamente estructuradas). Aunque nunca se había propuesto escribir algo y menos publicarlo, siempre anotaba por escrito sus vivencias; igual era este el momento de enfrentarse a las líneas guardadas con tanto cariño durante tanto tiempo. Para entretenerse. Encerrado en su cuarto personal, escoltado por los cientos de libros que ocupaban las cuatro paredes (los pendientes de clasificación apilados en montoncitos sobre el suelo), se dio a descifrar la caligrafía esquiva nacida en otros momentos de sus manos. Aquella descripción de una situación, aquel esbozo de muchachita rubia de ojos azules pidiéndole ayuda para la interpretación de una frase esotérica, la recomendación de 342


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un antiguo compañero de la primaria. Mi hijo… ¿Por qué los padres se humillan tanto por los hijos? La frase estaba ahí. La sociedad cambia a una velocidad tan vertiginosa que sólo con la ayuda de los autores de hoy se la podrá comprender dentro de veinte años. Fue al agacharse para recoger el bolígrafo caído cuando las páginas del cuaderno pasaron apresuradamente como si un golpe de viento las hiciera volar como locas. Miró el profesor el primer renglón de aquella nueva página detenida ante sus ojos. El cajón. El cajón, el cajón, el cajón. Allí estaba de nuevo, descrito perfectamente La grafía nerviosa descubría su estado de ánimo tras aquellas tres aventurillas. Las recordó al instante. ¿Aquello tenía algún valor literario? Cierto que había vivido días de incertidumbre. ¡Qué estupidez! Pasaba por lógico para sus alumnos. Jamás se había perdido en un escote y en unas piernas largas, y sin embargo con el cajón se había dejado arrastrar a un mundo fantasioso, de alucinaciones reflejadas en sus escritos. Ya no se había vuelto a abrir desde aquel día que su mujer contrató a un carpintero. El hombre, próximo a la jubilación, llegó con su buzo y sus virutas, dijo que aquello sucedía muy a menudo con las puertas de los armarios, se agachó con esfuerzo, colocó un nivel sobre el terrazo, y lo fue arrastrando baldosa a baldosa, rodillazo a rodillazo. Luego, se levantó, extrajo el cajón de las guías, hizo una muesca o algo así con el cepillo, miró los bordes, buscó defectos situando el calibre sobre la base. Se le notaba feliz con el trabajo. Silbó una cancioncita que a lo mejor era un cuplé de los antiguos, y media hora después presentó un papelito arrugado que dijo ser una factura. –¿Lo quiere con Iva o sin Iva? –preguntó. –Pero si ya ha puesto usted el Iva –dijo la mujer. 343


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–Bueno, pero si quiere se lo quito. Luego, dijo al marcharse: –Ese cajón ya no se mueve ni aunque venga un terremoto de la escala “Rite” o como se diga. Efectivamente, desde entonces ningún problema. El profesor Arenas lo abría, nunca a tope, lo cerraba; volvía a abrirlo, volvía a cerrarlo. Los primeros días con recelo; luego, lo empujaba sin más, aparentando indiferencia, pero teniendo cuidado de que no quedase un resquicio de aire que lo separase del ajuste total y que facilitase su deslizamiento autónomo. El cajón le removió los recuerdos. Estaba asociado en el cuaderno a tres momentos gozosos, tres autores, tres muchachas, tres aventuras, tres locuras, bueno, dos locuras y media. Bueno, una muchacha dulce, una mujer espléndida, un niña exigente y ñoña. Para él, por la diferencia de edad, podían ser sus hijas. ¿Las tres? Bueno, por lo menos dos. La primera, deliciosa, alegre, vital, loca por la literatura; la segunda, más serena, más estable, enorme, imposible; la tercera, ¡ay, la tercera! Tres aventuras inocentes. Habían sucedido, nada más. No habían tenido prolongación posterior aunque le hubiera tentado el hecho. Es cierto que estuvo buscándolas por entrecalles y en las exposiciones y. Segundas partes… Suceden las cosas, y como los capítulos perfectos de una novela, mejor cerrarlos antes que el resto de la historia los convierta en basura. Una cosa de película. Qué curioso. Como en un argumento novelesco, ¡las tres veces había coincidido el desplazamiento del cajón con aquellas aventurillas, y siempre después de una conferencia! Coño, se dijo con la frialdad de la distancia, ¿coincidencia?, ¿casualidad? Asombroso. Y se dio en pensar: ¿no era un buen argumento para desarrollar ahora que gozaba de tiempo? Igual, en el fondo, era un escritor frustrado. Todos 344


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los críticos musicales han intentado en secreto componer por su cuenta un “Coro de costureras” infinitamente superior al “Brindis” de “La Traviata”. ¿Por qué no él? Va por modas. Además, los lectores actuales gustan de lo esotérico, lo irracional, la purga entre civilizaciones, la huida de un presente para defenderse de su pequeñez con la imaginación. ¿Los héroes modernos no se desplazan entre galaxias a la velocidad de la luz? Y aquí podría aprovechar para introducir un mensaje apocalíptico. Y se dijo, acaso condicionado por la literatura fantástica que se obligaba a leer por obligación a regañadientes para estar al día, ¿y si fuera verdad? ¿Y si fuera verdad que cada vez que un hombre comete un desliz una marca en alguna parte del universo lo delata? ¿Y si el cajón actuara como un dedo inquisitorial denunciando la culpa? ¿Cuándo? ¿Cuándo actúa en realidad? ¿Sólo cuando sucede inesperadamente? ¿O también cuando se busca intencionadamente? Lo cierto es que cuando cometía un desliz ¡el cajón se desplazaba! ¿Condicionado exclusivamente a los actos literarios o también a otros distintos? ¡Oh, qué bella historia! Tendría que documentarse. Un buen argumento, sí señor. Hay que ver las cosas con mente despierta. Experimentaría una nueva situación. La casa, escondida en un desvío de la carretera principal y frecuentada por camioneros, tenía la apariencia lúgubre de los edificios abandonados próximos al derrumbe. Por la balconada de piedra trepaban las enredaderas y las raíces invasivas de las fresas silvestres. Salía un humo gris, débil y triste por el chupón del norte, recordando al mundo que la habitaba alguien. Una bombilla mortecina se columpiaba a cada golpe del viento anunciando la puerta de entrada. Las ventanas, cerradas; alguna tapiada con dos maderos cruza345


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dos. Sólo el ruido pegajoso de los coches circulando al otro lado anunciaba la existencia a pocos metros de algo así como civilización por allí cerca. El profesor de literatura y ameno conferenciante, Amadeo Arenas, consiguió después de un intento fallido atinar con el lugar. Por el lado sur, el más alejado de la mirada de posibles curiosos, se extendía un reservado de tierra y piedrilla acondicionado como parking. Media docena de camiones escoltaban a otros tantos turismos. No tuvo problemas para aparcar. Había espacio suficiente. Ni era sábado ni viernes. Desde allí podían dividirse las luces de la ciudad dormida. Se bajó de su coche y comprobó por la matrícula que era con mucho el más viejo de todos. Se sentía algo incómodo. El paso que iba a dar resultaba de suma importancia. La luna vigilaba indolente. Pero estaba allí por una obligación estrictamente profesional. Un experimento puramente empírico. Sería cauto y reservado, hablaría lo menos posible. Procuraría no dejar pista alguna ni de su personalidad ni de su profesión. Un servicio rápido, y ya está. El enano que le abrió la puerta le dijo: –No le he visto anteriormente por aquí. –Es la primera vez –confesó en voz baja el profesor Arenas. El pasillo conducía directamente a una especie de recepción de hotel, con casilleros de recogida de llaves en la pared y un teléfono de manivela, negro, de adorno colgado de la columna. El sitio parecía limpio y desde luego imposible de imaginar desde afuera. Cuadros del can-can conferían un tono festivo en contraste con la seriedad de los cortinones de carmín que ocultaban las ventanas. Había una puerta oscura, acolchada, tapizada con tachuelas. Supuso que conduciría a la zona reservada, salvaguardando la identidad de 346


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los clientes. El enano se subió al entarimado y asomó la cabeza por encima del mostrador. –¿Viene recomendado por alguien? –No –dijo el profesor Arenas. –¿Alguna predilección? –Ninguna. Colocó el álbum de fotografías sobre el mostrador. –Elija usted –dijo el enano. El profesor Arenas ni se molestó en pasar hoja. –Me conformo con que no fume, no use un perfume empalagoso, no grite al hablar, no gaste una conversación banal y no diga palabrotas. –¿Sólo eso? –Sólo. –Entiendo –dijo el enano, y pulsó el timbre. La luna apenas se había desplazado por el cielo, cuando el profesor Arenas arrancó ansioso el motor y puso el coche temblando a más de cien en una carretera con límite de ochenta. Tenía ganas de retornar lo más rápidamente a casa. Sintió la respiración de su mujer. Otra vez se había dejado la televisión encendida. Se acercó a apagarla. Hizo entonces ella un movimiento brusco como de cambiar de postura que le detuvo en seco. Estaba intranquilo por acudir al lavabo. Los segundos de espera se le hicieron eternos. Uno, dos, tres... Dormía siempre en el sofá boca arriba, pero esta vez extrañamente se había vuelto de lado y parecía mirarle a pesar de los párpados cerrados. ¿Qué podría decirle en caso de abrirlos? Era un poco bruja. Tenía ese grado de intuición o premonición que adorna especialmente a algunas personas. Estaba convencido que a veces hasta le adivinaba el pensamiento. Ella misma le había confesado que era cosa de familia, que su madre –tiempos de hambre, estraperlo, la vida dura de entonces, sin comodidades– intuía cuándo 347


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su padre venía con dinero a casa para meterle la mano en el bolsillo y en un descuido sacárselo. Quería comprobar el resultado de su experimento y si es necesario ponerse rápidamente a escribir, aunque fuera toda la noche. ¡Necesitaba hacerlo! Ni siquiera esperaría a las vacaciones de verano para emprender el desarrollo de la trama. Que sería trepidante, mágica, cargada de simbolismos, con mensajes para iniciados y enfocada a gente de nivel cultural. Menos mal. Su mujer volvió a ponerse boca arriba y el sonido agobiante de su respiración retumbó como una taladradora que hiciera añicos las paredes. El profesor caminó con cuidado marcha atrás y cuando alcanzó el pasillo de inmediato se acercó nervioso al lavabo. ¡El cajón estaba encajado en su sitio! ¡No se había movido en todo este tiempo! Sufrió una profunda desilusión. Se sentó en el taburete. ¡Era un perfecto imbécil! Y encima había corrido un riesgo estúpido. Podía haber pillado una enfermedad. La realidad se impone a la literatura. Lo que es, es. Puedes adornarlas con flores y redondillas, pero las letras son las que son y representan lo que representan aunque alargues los rabitos góticos en las mayúsculas. Profundamente decepcionado se introdujo en su cuarto y se desnudó lentamente. Por si acaso olió la ropa. Cogió la antología de Margaret Drabble y se puso a leer, sin conseguir de ninguna manera concentrarse, la cansina descripción de sentimientos y el paisaje de un Marruecos seco y árido, pero lleno de vida. Apagó la luz. Por sistema, nunca tomaba la pastilla de dormir cuatro días seguidos. Tres y pausa de otros tres. Por si acaso. Este tipo de grageas crean adicción, le había dicho su mujer. Tres, y descanso de otras tres. Llevaba tres seguidas, así que tendría que aguantarse. Las dos, las tres. Necesitaba vaciar por segunda vez la vejiga. 348


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Se acercó al lavabo, encendió la luz. ¡Tremendo! ¡El cajón izquierdo estaba abierto! Pegó un salto de alegría. ¿Cómo era posible? No había dormido nada, nadie había entrado en el lavabo, lo hubiera detectado. ¡El cajón se había deslizado por las guías solo! ¡Qué maravilloso argumento! ¡Se había cumplido su premonición! Preso de una ansiedad inaguantable se desocupó mojándose incluso el calzoncillo, cerró el cajón y desvelado se puso a escribir frenético. La mujer lo encontró dormido con las manos sobre el teclado del ordenador. Las letras inundaban la pantalla formando una columna de palabras incoherentes, verticales, que alcanzaba ya la página seis mil doscientas. Retiró de su lado suavemente el teclado y desapareció el molesto pitido de protesta. Dio a la tecla inicio para que se deslizara la pantalla hacia arriba, y se puso a leer lo escrito por su marido antes de que sucumbiera al sueño. Leyó y siguió leyendo. Despacio, con interés, sintaxis perfecta, los tiempos verbales... Cuando el profesor Arenas abrió los ojos, se encontró con su mujer enfrente que le miraba fríamente. –¿Qué? –dijo él. –Te has dormido encima del ordenador. –Ayer vine muy cansado –confesó él. –Pero te pusiste a escribir. –Me vino la inspiración de repente. Ya sabes cómo es esto. –Lo sé. Entonces, el profesor Arenas cayó en la cuenta que el ordenador estaba encendido, y ciertamente preocupado, preguntó: –¿Has leído algo de lo que he escrito? –Ya sabes, cariño, que no interfiero nunca en tus cosas. –No me hubiese importado en absoluto que lo hubieras leído –mintió él–. No tiene importancia. 349


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–Seguro que la tiene, amor mío, todo lo que haces tú tiene importancia –dijo la mujer mostrando una sonrisa enigmática. Los siguientes días el profesor Arenas se dedicó a enriquecer la anécdota con los personajes laterales que dotan a las historias de encarnadura humana. Dibujó escenas de la niñez, de la adolescencia, del claustro de profesores. La señorita Anita, por ejemplo, se había matriculado de nuevo pero esta vez en medicina para emular a Chéjov, su escritor favorito. Y el decano, ¡ay, el decano!, perseguía a jovencitas y jovencitos por los pasillos para combatir su aburrimiento. Terminó la novela. Su primera novela. La que encierra más rasgos autobiográficos. Fue a comunicárselo a su esposa, pero había salido como últimamente lo hacía con una de esas amigas raras que usan sombrero y tules y trajes negros de difunto, que tan poco le agradaban. Daban las diez de la noche y ni había vuelto ni llamado. ¿Dónde podría estar? Qué extraño. Se encontró una nota sobre la mesa de la cocina que le tranquilizó: “Te he dejado la cena dentro del frigorífico. Caliéntala a fuego lento. Acuérdate de comer también algo de fruta. No me esperes. Llegaré tarde”. El profesor Arenas cenó pausadamente. Tomó un plátano y una clementina. Bebió medio vaso de vino. Y satisfecho como estaba se sentó en el sillón pegado al sofá a ver la televisión. Le vendría bien seguir durante un rato las payasadas de un histrión sin gracia. Ahora tendría que olvidarse de la novela durante una o dos semanas, para enfrentarse con más fuerzas a su corrección definitiva. Si consiguiera afrontarla con la profesionalidad con que trataba los trabajos ajenos sería capaz de redondearla a gusto, descubriendo errores improcedentes de localización, pu350


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liéndola de palabras desacertadas o simplemente inadecuadas. Cerró los ojos. Se levantó, abrió la licorera y encontró una botella de whisky de Malta adquirida lo menos diez años antes. La desprecintó. Era el momento de celebrar su logro, tras unas últimas semanas recluido como un eremita. Se sirvió una buena dosis sin hielo. Lo bebería con delectación. Y así lo hizo. Sentado en el sillón, en el vaso al lado, no tardó en dormirse como un bebé. La mujer del profesor de literatura y ameno conferenciante, Amadeo Amorós, no necesitó mirar su reloj de pulsera. Era muy tarde. Se quitó los zapatos de aguja, y descalza penetró en la sala. Allí estaba su marido dormido sentado en el sillón, roncando como una locomotora de carbón. No se atrevió a taparlo con la mantita por temor a desvelarlo. Le apagó el televisor, y le dejó la luz encendida. Dieron las seis, y como casi siempre, el profesor Arenas se despertó para escuchar el parte. Le dolía el cuerpo. En el sillón no se descansa tan bien como tumbado. Bostezó, se estiró. Hizo dos o tres torsiones Algo de claridad penetraba en la sala. Se acercó al dormitorio. Su mujer dormía como una bendita. ¿A qué hora habría vuelto? Seguramente tarde porque él no había sentido el manojo de llaves. Había dejado la ropa un poco desperdigada. Bueno, no era cosa de meterse ahora en la cama. Despacio cogió el transistor y se volvió a la sala. Fue cuando se dio cuenta. No recordaba haber ido al lavabo en toda la noche. La próstata, por el whisky, el cansancio o lo que fuera, le había dejado dormir de un tirón. Ya era hora pues de desocuparse. Con los ojos entornados todavía, encendió la luz del lavabo. ¡Dios santo, el cajoncito! ¡El cajoncito, desplazado! ¡No 351


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puede ser! ¡No puede ser! ¿Qué había pasado? ¿Funcionaría también en sueños? Esa noche él no había salido de casa. ¡Su teoría, el fondo de su novela, a la mierda! ¡Le entraron ganas de llorar, creyó volverse loco! Se sentó sobre la banqueta y desesperado se llevó las manos a la cabeza. Minutos más tarde, cuando su mujer apareció, y le vio tan compungido, le dijo: –¿Estás enfermo? ¿Te pasa algo? El profesor Arenas balbuceó incoherente: –¡El cajón! ¡El cajón! ¡El cajón que se ha movido de nuevo! Entonces la mujer le puso una mano en el hombro y condescendiente, le dijo: –No te preocupes, cariño. Fíjate qué curioso. Esta vez no se ha desplazado el tuyo sino el otro. ¡Precisamente, el de mi lado!

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Índice

Planta novena ...........................................................................9 Retrato de muchacha enamorada........................................11 Un cúmulo de circunstancias...............................................45 Un buen contable ..................................................................65 En el banco ............................................................................82 El penúltimo vagón del mercancías....................................88 Los borrachos en el cementerio........................................113 Por las nubes ........................................................................129 Morrongo .............................................................................136 La señorita Elisa ..................................................................142 Eleonor desaparecida..........................................................145 La liebre joputa ....................................................................169 La baronesa ..........................................................................176 Las afueras de todos los sitios ...........................................190 El anónimo...........................................................................201 Un agujero en el vientre .....................................................203 Han pegado a mi amigo por llevar un lazo azul .............204 Cargado de muerte..............................................................205 Abuelo, despierta.................................................................222 Coja un tique para ser atendido ........................................227 Burbujitas de la tónica ........................................................239 La almorrana del señor juez...............................................241 Las rusas volatineras ...........................................................248 Ratones y lentejas ................................................................253 El patrullero 343..................................................................261 Fado milonguero .................................................................272 El muro.................................................................................275 Siempre y para siempre ......................................................287 Sordera súbita ......................................................................319 El cajón del lavabo ..............................................................323





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