LA IRREDUCTIBLE COMEDIA CRUEL
JAVIER GIL DIEZ-CONDE LA IRREDUCTIBLE COMEDIA CRUEL
COLECCIÓN ESCENA
Edición revisada: noviembre 2017
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© JAVIER GIL Diez-Conde © Tabula Rasa Ediciones S.L.
Apdo. Correos, 3153 – 20080 • Donostia–San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana
Printed in Spain-Impreso en España I.S.B.N.: 978–84–944554–4–5 Depósito Legal: SS–1215–2017
DEDICATORIA A tanta gente que sufrió el azote terrorista. A los que aún lo sufren. A los que con valentía –lamentablemente pocos– se enfrentaron y dieron la cara. A los que no lo hicieron, a pesar de sus ganas. A los que no supieron, teniendo ocasión. A tantos anónimos que lo padecieron y no pudieron expresar su dolor. Y especialmente a todos aquellos que acabaron por dar su vida sin haberse erigido héroes.
PRÓLOGO José María Salbidegoitia Arana Profesor de la UPV Presidente de Ciudadanía y Libertad
Todo empezó allá por el año 2004, en una reunión de la Asociación Ciudadanía y Libertad en la que decidimos poner en marcha a gente que desde ámbitos culturales se estaba rebelando contra la cultura que la violencia terrorista estaba imponiendo en la sociedad vasca. En esta línea, uno de los miembros de la Asociación, Luis Emaldi, propuso contactar con un conocido suyo de Irún que había escrito unas obras de teatro que podían encajar en los fines de la Asociación. Y así, una tarde de primavera en una terraza de una cafetería de Irún, interponiéndose cafés y cervezas, tuve la suerte de conocer a Javier Gil Diez-Conde, y empezamos a charlar. Recuerdo que le explicamos que nuestra intención era difundir cultura democrática, que nos gustaba sentirnos sucesores de los liberales vascos, que en el País Vasco había habido siempre dos grandes corrientes de pensamiento: la comunitarista del carlismo y nacionalismo, y la más individualista del liberalisno y socialismo, y que las dos eran necésarias y beneficiosas para los vascos, pero que había un intento de suprimir por medio de amenazas, incluso físicamente, al pensamiento liberal vasco. Pronto se vio que había buena sintonía. El 19 de mayo de 2005 se presentó “Sueños de Identidad” en el centro cultural Koldo Mitxelena de San Sebastián bajo la dirección artística de Mari Cruz Morales Irazabal, organizado por la Asociación de Autores de Teatro. De ahí, 9
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visto el éxito de público, lo llevamos al Artium de VitoriaGasteiz, ya organizado por Ciudadanía y Libertad y patrocinado por la Diputación Foral de Álava y el Ayuntamiento de la capital. Y posteriormente, fruto de las relaciones y colaboraciones que manteníamos con otras asociaciones cívicas, se representó la obra en Bilbao, Elciego, Zaragoza, Ciudad Real e Irún. Ahora Javier Gil Diez-Conde me pide que prologue sus obras, por lo que me siento muy halagado, y espero no defraudarle. No soy un experto ni en teatro ni en literatura, de lo único que creo que sé algo, o por lo menos de lo que no me da vergüenza escribir, es sobre cuestiones de pensamiento político, de conceptos históricos, sociales y políticos. Por ello, desde esta perspectiva voy a contar aquello que me ha sugerido su lectura.
SUEÑOS DE IDENTIDAD En mi opinión, con “Sueños de Identidad” Javier Gil Diez-Conde es capaz de hacernos sonreír, reír y sacarnos carcajadas con una frontera. Una frontera que es esa línea, a la vez imaginada y a la vez real, de la relación entre distintos territorios, diversas identidades, contrastadas razones, encontradas actitudes, enfrentados anhelos, todos ellos argumentados con tiempos pasados y futuros y, sobre todo, entre variopintas personas. Y todo ello porque la frontera de la identidad es ambivalente, ya que tanto puede unirnos como separarnos. Ciertamente, la identidad es un concepto que puede tener muchos significados. El escenario fronterizo está planteado como un espacio de tensa y jocosa relación que nos obliga a reflexionar sobre 10
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los distintos usos que hacemos de la Historia. Los personajes discuten sobre el uso político de la Historia, sobre su distinta valoración y, por tanto, su repercusión que en el presente, tiene tanto el imaginado tiempo pasado como el imaginativo tiempo futuro. La tradición versus futuro. Lo que fue y lo que será. En ocasiones, oyendo a nuestros políticos da la impresión que “aquí no cambia nada, salvo la Historia”. Eso mismo les pasa a los protagonistas de esta historia teatralizada. La Historia puede cambiar y nos puede deparar sorpresas. El recurso a la justificación y legitimación de las propuestas políticas por la historia hace que ésta varíe al mismo ritmo que lo hacen las propuestas políticas. En prácticamente todas las comunidades autónomas españolas han surgido grupos y partidos que, con mayor o menor fortuna, exhiben personajes históricos como espantajos (Fruela, Sancho el Mayor, etc...) de hace más de mil años. Aunque nos puede invitar a la risa, ello indica la importancia que se le da al pasado en nuestras sociedades, un pasado que en muchas ocasiones nunca fue, pero que tiene toda la fuerza de lo imaginado, y sobre todo, de algo que carecemos hoy: lo heroico. Otro modo en que “Sueños de identidad” ahonda en las relaciones temporales es a través de la necésaria relación entre olvido y recuerdo y, entre el cambio y la pérdida. Como necesitamos olvidar y también recordar para seguir viviendo, lo importante es decidir qué y cuándo debemos olvidar y qué y cómo debemos recordar. Y, por otro lado, el cambio siempre tiene algo de permanencia y algo de pérdida, para que pueda alumbrarse una cosa nueva, que es una síntesis de ambas. Pero, si el marco de la obra es la frontera y el hilo conductor son los excursos sobre los distintos tipos de tiempos 11
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(personal, social, histórico, etc…), el elemento central de la obra de Javier Gil Diez-Conde, “Sueños de identidad”, nos remite al concepto de identidad colectiva. La vida de las personas transcurre en la pulsión constante entre lo individual y lo colectivo, entre la identidad individual y las identidades colectivas que nos rodean. Aunque las identidades colectivas son construcciones sociales, también son necésarias para la vida en común, la cuestión es que las identidades colectivas frecuentemente son usadas para limitar e incluso anular a la identidad individual de cada persona. Dicho de otro modo, las identidades colectivas con demasiada frecuencia se usan para ahogar la libertad de las personas. Los seres humanos al nacer lo hacemos en un entorno, nos socializamos en una comunidad, aprendemos, nos enseñan, nos moldean, y nos moldeamos a nosotros, pero también cada uno moldea a los demás. El entorno comunitario nos provee de una serie de pertenencias. Hay pertenencias que nos son indispensables para convivir, pero alcanzar la libertad individual es tratar de ser consciente de que son pertenencias, con las que podemos quedarnos y usarlas, o al contrario desprendernos de ellas y adquirir otras, o compartir ambas. De algunas de ellas, como por ejemplo es la lengua, es difícil desprenderse, pero es un bien aceptado aprender más lenguas y relativizar la pertenencia lingüística. Si algo nos reitera el pensamiento feminista es la necesidad de liberarnos de arquetipos, pertenencias, prejuicios, roles, modelos, etc…, para hacernos a todos más libres e iguales. Cada uno somos distintos y si tratamos de encontrar algún elemento común a todos, llegamos al concepto de género humano. Una de las versiones de La Internacional dice 12
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que “…del género humano es la Internacional”, tratando de hacernos entender que la Internacional es lo “natural” de la especie humana. Precisamente, las identidades colectivas (el Pueblo, la Cultura, la Tradición, etc…) tratan de convertirse en “natural” y desprenderse de lo cultural, de lo construido socialmente, de ser obra de los humanos. De este modo la dicotomía entre lo divino y lo humano se traslada a entre lo natural y lo humano. La obra de Javier Gil Diez-Conde sitúa a los personajes en estas disyuntivas con gran precisión, tratando las situaciones de forma irónica y realista. Los hechos que nos relata no sólo son interpretaciones, sobre todo nos remiten a hechos tangibles, conocidos e incluso vividos. La identidad colectiva, si no la dominamos, nos dicta cómo debemos comportarnos (lo políticamente correcto, etc…), cómo debemos hablar y comunicarnos, cómo debemos pensar, y lo peor de todo, cómo debemos sentir. Trata de dictarnos cuáles deben ser nuestros sentimientos: qué debemos amar (a lo nuestro), qué debemos odiar (a los otros), con qué nos tenemos que emocionar (con lo nuestro), qué nos debe producir asco (lo de los otros), a quién debemos hacer caso (a los nuestros), etc… La redundante trilogía de Nosotros, solo Nosotros y lo Nuestro es... (Gu, Geu eta Geuria da ...), es tratar de hacer posible que la parte (Nosotros) sea el todo, y eliminar así la posibilidad que la realidad plural se pueda expresar como tal. La identidad social en una comunidad democrática siempre es plural. La identidad colectiva única en una sociedad no existe, porque toda sociedad contemporánea y democrática es plural, y en ella coexisten diversas identidades colectivas. Pero cada persona individualmente tiene una 13
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identidad distinta, y son precisamente las identidades colectivas las que permiten a las personas poder tener al mismo tiempo distintas identidades y conformar así una única y peculiar identidad personal. Otra tendencia de las identidades colectivas (étnicas, lingüísticas, religiosas, etc…) es intentar hacer incompatible una identidad con otra. Nos repiten que tenemos que ser “o esto, o esto otro” y luego nos hacen esas encuestas sobre si te consideras “más vasco o mas español, etc…”, que, en mi opinión, no sirven para medir lo verdaderamente interesante, el grado en que nos dejamos recortar nuestra libertad individual por las identidades colectivas. En el fondo, hacer incompatibles distintas identidades es tratar de buscar la exclusión de las personas. En la obra se debate sobre la inmutabilidad o no de la identidad. Existe la tendencia a hacer inmutable la identidad, aunque todos sabemos que las identidades culturales son modos de ver la realidad cambiante, nunca es una realidad inmutable. Es increíble que cuando alguien se muere se diga que siempre pensó lo mismo y que se mostró siempre firme en sus ideas. Entonces, me viene a la cabeza que, o bien el difunto era terco y obtuso, o bien el que lo dice fue su peor enemigo. La identidad colectiva se confunde con la conciencia colectiva, y esta para explicitarse necesita de intérpretes que nos digan qué es lo que quiere el Pueblo, qué es lo que dice el Pueblo, quién es el enemigo del Pueblo y, lo peor, quién pertenece al Pueblo y quién no. Intérpretes que dicen lo que es bueno, lo que es traición, lo que hay que hacer, cuáles son los objetivos, los deseos, y quienes son los amigos y los enemigos del Pueblo. La verdad es que hay que tener mucha precaución con los que se erigen en sumos sacerdo14
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tes que interpretan lo que quiere el Pueblo, que no son otros sino los que antiguamente interpretaban lo que querían los Dioses. Cuando se amenaza o asesina en nombre de la identidad, de la limpieza étnica, se suele justificar porque existe el bien a proteger que es la identidad colectiva. Cuando la identidad colectiva se transforma en el Bien Supremo a proteger, por encima de la libertad individual, y nos dicen que está en peligro, rápidamente se buscan enemigos que la están matando y acabando con ella, empieza el camino de la justificación suficiente para amenazar y matar a los individuos y salvar la identidad colectiva. Me parece muy acertado el calificativo de Sueños de identidad, porque la identidad colectiva es un sueño para algunos, pero para que esos sueños se puedan convertir en realidad no dudan en transformarlos en una horrible pesadilla para otros conciudadanos. Por último, el autor no elude entrar en el extenso tema de la resolución de conflictos. Se suceden los argumentos sobre el método para solucionar el Conflicto, ya bien sea por el diálogo, o mediante la amenaza, o incluso mediante un diálogo amenazado, o un diálogo que debe acabar en negociación. Diálogo, amenaza y negociación en un conflicto que les viene de fuera, de Bruselas.
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LA TIERRA MOVIDA BAJO LOS PIES En La Tierra movida bajo los pies, Javier Gil Diez-Conde nos introduce en una historia que nos hace navegar por los océanos del miedo y de la responsabilidad con el viejo barco de la amistad juvenil. Un barco que está propulsado por las desgastadas velas de unos viejos tiempos, a su vez, hinchadas por los distintos vientos de la psicología, pero, atención, comandado por un cojo. El océano del miedo, esa extensa masa de sentimientos encontrados, que nos impide actuar, que nos paraliza, y que sus agitadas olas de los nervios nos hacen cometer las mayores estupideces. Los personajes de la obra viven toda una constante historia por intentar controlar los nervios del miedo para poder ser libres y tomar buenas decisiones. ¿Quién sería el que dijo aquello de?... “el miedo es libre”. No lo sé, y tampoco me interesa mucho, pero desgraciadamente tuvo mucho éxito. No conozco a nadie que desee vivir libremente amedrentado. Aunque en muchas ocasiones la mayoría de las personas podemos decir que hemos vivido momentos de incertidumbre, y de cierto miedo. El tener miedo, no es una cuestión exclusivamente personal, no somos totalmente libres de tenerlo o no, porque siempre nos lo produce un supuesto externo y, porque uno de los efectos más típicos del miedo es coartar la libertad. El miedo existe, por ello en muchos centros de Educación Infantil se trabaja una unidad didáctica sobre el miedo. Parece imprescindible que los niños y niñas trabajen el miedo en el aula de infantil, para experimentar, conocer, poder reflexionar, controlar y tratar de dominarlo. Los adultos podemos fácilmente recordar el miedo que pasábamos con aquellos cuentos de los lobos, de la bruja malvada o de 16
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los dragones que comían a niños. La verdad es que los cuentos infantiles más clásicos son terroríficos, aunque nunca se sabrá si son los orígenes de nuestros traumas. Recuerdo que un día fui con mi familia, mujer y dos hijos de 5 y 7 años, de excursión por la sierra Salvada, en los límites de Burgos, Álava y Bizkaia, y visitamos la lobera de San Miguel el Viejo, que estaba muy bien conservada. Les expliqué en qué consistía el ojeo, a pie y a caballo, los ojeadores, los tiradores apostados, las paredes que se iban estrechando y, por último, el foso. Y les comenté que los lobos están siempre en movimiento y llegan a recorrer al día unos 40 kilómetros, por lo que solo viven en montes muy grandes y extensos. Unos pocos fines de semana más tarde fuimos a dar otro paseo por un monte cercano a Vitoria, y mi hija de 5 años que portaba un palo en la mano me preguntó: “Aita, este monte al que vamos ¿es grande o pequeño?”. “Pequeño”, le respondí, y... arrojó el palo a un lado del camino. Recientemente en una manifestación contra el terrorismo yihadista en Barcelona la consigna más coreada ha sido: “No tenemos miedo”. Sin duda, el terrorismo actúa asesinando a unas cuantas personas y de ese modo intenta amedrentar a miles. La citada consigna trata de transmitir a los autores y a sus seguidores que no van a conseguir el efecto de propagar el miedo, que no van a amedrentarnos y, de ese modo, se neutralizan los efectos de sus acciones. Eso está muy bien, y es necesario hacerlo. Pero, en mi opinión se olvida, o quizás todavía no somos muy conscientes, que el terrorismo siempre es el modo de resolver un problema interno de la sociedad en cuyo nombre se ejecuta la acción criminal. Es decir, una parte de la sociedad quiere hacerse con el poder total de esa sociedad, y para 17
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ello comienza matando a los enemigos extranjeros para ir acumulando fuerzas y poder. Y cuando tengan un poder bastante importante, pero todavía no total, se dedicarán a matar a los miembros de su propia sociedad que consideren traidores, pusilánimes, colaboracionistas con los enemigos, etc…, y así hacerse con todo el poder de su sociedad. Los no musulmanes somos la excusa para quebrar la unión de demócratas, sean de la religión que sean, por la defensa y extensión de la convivencia democrática. Esto ha ocurrido ya, se ha ensayado, se está intentando llevar a cabo hoy en día. Y eso hay que denunciarlo y hacerlo ver. Todo ello nos lleva a situar la cuestión, en la política de defensa de la pluralidad democrática, contra quienes quieren acabar con ella haciendo ver que solo hay un tipo de islam posible y auténtico: el antidemocrático. El miedo es el medio, pero el fin es que no se democratice el Islam. En la obra, el miedo delata a los protagonistas, les pone nerviosos, les hace decir tonterías, perder la cabeza, y como son conscientes de que necesitan sujetarlo, se autoproponen calmarse y… se fuman un cigarrillo. El otro océano al que nos lleva La Tierra movida bajo los pies y, que atraviesa el barco capitaneado por el cojo, es el de la responsabilidad. Los protagonistas se debaten entre asumir la responsabilidad de sus actos, directos e indirectos, pero necesarios para que se hubieran producido y, el silencio, la falta de intencionalidad y sobre todo la falta de visión, en su momento, del significado y responsabilidad social de sus actos que acabaron en tragedia. Javier Gil Diez-Conde nos dice que “la propia realidad es trágica”, y en esa realidad los protagonistas se sumergen, hasta casi ahogarse, en el arrepentimiento, en la conciencia, en la culpa, en las atenuantes, en las eximentes y, sobre todo, en el dolor. 18
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Finalmente, Javier Gil Diez-Conde también utiliza a los personajes para hacerles hablar de algo que le preocupa desde hace tiempo como es el juego entre la ironía, la comedia, la farsa y la tragedia, las que él denomina, de modo inteligente y original como, Fargedias. El mejor resumen de las dos historias teatralizadas lo realiza Rosa, una de las protagonistas de Sueños de Identidad: Las tragedias ya no se arman en los escenarios: ¡se sufren en la vida real!... ¡y se representan cruelmente en forma de comedias! Lo nuestro de hoy sólo ha sido eso: ¡una farsa en un escenario festivo!, ¡pero ahí fuera hay gente que mata de verdad por un nombre, una palabra, un límite... o una simple leyenda! La Tragedia precisa de la dimensión heroica que aquí nos falta: ¡ninguno de nosotros somos héroes!
En Vitoria-Gasteiz, a 1 de septiembre de 2017
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SUEÑOS DE IDENTIDAD (PREMIO SERANTES 2000) El nacionalismo es el hambre del poder templada por el autoengaño (José Ortega y Gasset)
PERSONAJES: El erudito local ................................................... EUTIQUIO La hueste alcazareña....................................................CÉSAR EULOGIO Los alcaldes fronterizos ..........................DON SALUSTIO AMALIA Deus ex machina ...........................................................ROSA Terapeuta religioso .............................................. PÁRROCO Responsable del orden ...............................................MOZO
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La acción tiene lugar en la imaginada villa fronteriza, entre España y Portugal, de Alcázar del rey, durante tres días de su fiesta mayor. Sueños de Identidad, aun no llevada a la escena, fue no obstante estrenada como lectura dramatizada, bajo la dirección de Mari Cruz Morales Irazábal, en el Centro Cultural Koldo Mitxelena de San Sebastián el 19 de mayo de 2005, dentro del ciclo de la Asociación de Autores de Teatro que en dicha ciudad se organizaba aquel año. Posteriormente, y en el mismo formato, auspiciada por la asociación “Ciudadanía y Libertad”, estuvo en gira por centros cívicos de varias localidades españolas como Bilbao, Vitoria, Elciego (Álava), Zaragoza, Ciudad Real o Irún (Guipúzcoa), donde concluyó. El montaje se realizó con arreglo al siguiente reparto: Eutiquio .......................................Fernando Miquelajáuregui César ....................Andoni Aguirregomezcorta/ Jon Sarasti Eulogio ..........................................................Ekaitz González Don Salustio .......................................................Óscar Picazo Doña Amalia ..............................................Arantxa Ezquerra Rosa ....................................................................María Aguirre Párroco y Mozo Fco. Javier Larreina Acotaciones ..........................................................Unai García Dirección ...................................Mari Cruz Morales Irazábal Cuando Pedro Barea dice de esta obra que transcurre... “en los tres días de las fiestas mayores de Alcázar del Rey, ciudad fronteriza entre España y Portugal... otra situación en el límite”, parece que me lee el pensamiento. Y no lo digo sólo por mi condición de residente fronterizo –casi toda mi vida ha transcurrido cerca de la frontera con Fran22
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cia–, sino precisamente porque la acción se desarrolla en torno a una situación límite: un alcalde que, interpretando a su modo la nueva política europea, pretende cambiar el nombre tradicional de su pueblo; y un comando de tozudos lugareños que ve en ello una ofensa contra la identidad, de las que sólo pueden lavarse con sangre. Curiosa obsesión ésta de la identidad colectiva, por cuanto quien la padece llega a considerar anterior en el tiempo (por preexistente) al conjunto que a cada uno de los individuos que lo creara. Es decir: primero el hijo y luego sus múltiples progenitores, como si en torpe argumento el identitario pretendiera enmendarle la plana a Don Américo Castro en su afirmación de que “no existió España hasta que no hubo españoles”. “Sueños de identidad” fue galardonada con el Premio Serantes 2000, concedido por el Ayuntamiento vizcaíno de Santurtzi, exaequo con “La infanta de Velázquez” de Jerónimo López Mozo.
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Escena primera
Vísperas de fiesta mayor en la villa fronteriza de Alcázar del Rey. En un extremo adelantado, al calor débil de una farola diseñada con falso trazo de anticuario, la imagen desastrada y etílica de Eutiquio: aires de desvarío profundo y sabiduría ancestral construida a golpes de experiencia y observación tabernaria. Luce frente quijotesca y desaliño machadiano sobre un cuerpo cuyos miembros no cesan en temblores de ansiedad. Al fondo brotan voces de bullicio y jarana, clamor de feria y aromas de fritanga, griterío de burlas contra el que malamente se defiende Eutiquio, con su hablar ronco y aguardentoso... VOCES – ¡Vete a casa a dormirla, que ya no tienes edad!... ¡Aquí no hay sitio para agoreros!: ¡con el cuento a otra parte!... ¡Déjate de historias pasadas!: ¡el futuro es lo que cuenta!... EUTIQUIO.– ¡Nadie es profeta en su tierra!... y menos en una tierra vendida al extranjero: dentro de poco nuestra villa perderá su nombre, un nombre lleno de historia, de orgullo, de nobleza... ¡Alcázar del Rey ya no será la misma, porque dejará de llamarse así!, ¡y todos con ella perderemos nuestra identidad! VOCES.– ¿Y a quién le importa una identidad más o menos, perdida en una frontera destartalada?, ¡que se pudra en su glorioso pasado!... ¡Bien dicho!: ¡viva la Conurbación!, ¡viva la Eurovilla del Guadiana!, ¡vivaaaa!... EUTIQUIO.– (rumiando para sí) Eurovilla del Guadiana: valiente nombre bastardo, bárbaro y sin tradición... (alzando la voz) ¿Y todo por qué?... ¡Porque a un hatajo de politicastros y funcionarios de diseño se les antoja que este pueblo no es rentable!... ¡ni el otro, el 24
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del lado portugués, tampoco!... Dicen que es imposible mantener dos Ayuntamientos, dos estaciones de ferrocarril... tantos servicios... ¡para cuatro gatos que vivimos aquí! ¿Y qué se les ocurre?, ¿eh?: ¡borramos del mapa!, ¡así de sencillo!... Será el día de San Isidro, día de nuestra fiesta mayor, cuando los judas locales, vendidos al dinero plástico y electrónico de Bruselas, culminen el expolio... ¡Y luego dicen en Portugal que los malos vientos vienen de España!, ¡pues no, señor!: los malos vientos vienen... ¡de Europa!, ¡de Bruselas!, ¡de donde nunca se pone el sol, porque ni siquiera sale como es debido!... (procedentes de la feria, suenan aires de vivo color lusitano) VOCES.– (con marcado acento portugués) ¡Viva Eurovila!, ¡viva a Conurbação do Guadiana! EUTIQUIO.– ¡Gritos reivindicativos de viejas pretensiones!: ¡casi dos siglos reclamando la soberanía de esta villa, ganada en acción de guerra a las tropas lusas!... ¡de ahí les viene el entusiasmo y el fervor por Europa!: ¡de su ánimo revanchista!... (a voz en grito) ¡Pero aunque esta villa en un tiempo cantara tristes fados y comiera bacalao a diario, juro por mi madre que, de aquí en adelante, sólo ha de tragar caldereta y vino de pitarra!, ¡por mis muertos! VOCES.– ¡Anda ya, Eutiquio!: ¡que no te quedan muertos!, ¡sólo cenizas!... ¡Eres tú el que huele a cadáver, anegado en alcohol barato!... EUTIQUIO.– (gritando) ¡Sólo hago gasto del vino de la tierra!, ¡y no me emponzoño con caldos extranjeros! VOCES.– ¡Deja en paz a nuestros vecinos!: ¡no se meten contigo!... EUTIQUIO.– (rumiando para sí) No, claro: ¡porque vienen 25
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a tierra conquistada!, o mejor dicho: ¡reconquistada!... Todo eso de la “Conurbación” y la “Eurovilla” no es más que una excusa, ¡un pretexto para instalarse de nuevo en Alcázar del Rey, reclamada como suya desde la Guerra de las naranjas!... Pero existe prueba escrita, “documental” creo que se dice, de que esta villa, mucho antes de ser portuguesa, perteneció al Reino de León... (a voz en grito) ¡Al Reino de León!, ¿me oís, camada de ignorantes?: ¡Alcázar del Rey fue Leonesa antes que lusa!, ¡el diploma del archivo municipal lo dice bien claro!; ¡ese documento es nuestro orgullo!, ¡el depositario de nuestra identidad! VOCES.– ¡No seas plasta, Eutiquio!: ¡qué nos importa ahora lo que diga un papel lleno de telarañas!... ¡Eso, vete a dormir la mona y tengamos la fiesta en paz!... EUTIQUIO.– ¡La fiesta!... el día de nuestra fiesta... de nuestro Santo Patrón... ¡de nuestra Santa Identidad! (silencio prolongado). Ese día habrá solemne misa... en latín, como las de antes... ¡como manda la tradición!...
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Escena segunda
Gírase Eutiquio, lento y pesado, hacia un extremo del fondo donde se concentra un haz de luz que nos muestra, entre cánticos y salmos en latín eclesiástico, la figura del sacerdote, mientras el resto permanece oscuro. Llegado el supremo instante de alzar el cáliz, tras haber probado el cura su contenido, Eutiquio comienza a dar vivas muestras de nerviosismo: le tiemblan las piernas, se palpa, sin sentido aparente, el cuerpo con ambas manos y chasquea la lengua con un sonido que corta y seca el aire. Aguanta un rato ahí como puede, babeante, desesperado. Por fin se decide y avanza torpemente en dirección al celebrante. Éste murmura algo ininteligible, algo que se entiende conminatorio para que Eutiquio cese en su avance. Se detiene; pero al mismo tiempo se acentúan los signos inequívocos de su alcohólica intención. Vuelve a avanzar aún más lento y torpe y de nuevo óyese la letanía imperiosa del sacerdote, que lo para en seco. Comienza a extender, anhelante, sus brazos hacia el cáliz mientras avanza a pasito corto, como de bebé. Arrecian los murmullos de advertencia pero ya nada parece que pueda detenerle: el celebrante observa, impotente, cómo la figura desastrada de Eutiquio trata de arrebatarle el cáliz, lanzando rugidos de ansiedad etílica... Se inicia un forcejeo entre ambos por la posesión del sagrado vaso, cada vez más intenso y virulento... hasta que el sacerdote, perdidos ya los papeles de su dignidad y alto ministerio, tras alzar amenazante el cáliz, ¡le descarga en la cabeza un contundente coponazo que suena profundamente duro y metálico!... (hácese, inmediatamente, el oscuro)
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Escena tercera
Ambiente de bodega rancia decorada de inmundicias y pintadas contestatarias, entre las que destaca una que reza “Peña los irreductibles”. En el centro, un gran tonel sobre el que se apoya el cuerpo inerte de Eutiquio, sentado en una silla de madera. Alrededor: cajas destartaladas y alguna que otra banqueta. Un rugido con sabor a orujo sirve de preludio a una gran sinfonía de rotundas detonaciones. Del fondo, oscuro, surgen las bizarras figuras, si bien algo cautelosas, de tres gallardos alcazareños: César, joven de buena planta educado en las más firmes tradiciones locales; Eulogio, hermano del anterior, rudo y tosco como los terrones de las eras; y Rosa, la pulcra y refinada universitaria, amiga de ambos, que ni por un examen se pierde las fiestas de su pueblo. Arrecian los ronquidos de Eutiquio... ROSA.– (tapándose los oídos) ¡Qué ordinario!, ¡nos va a vomitar una tormenta! CÉSAR.– A éste no lo despierta... ¡ni una banda de reclutas desafinando! Anda, Eulogio: ve a la fregadera por un cubo. EULOGIO.– ¡Ahora mismo!... (se dirige hacia el fondo. Se detiene de repente y se da la vuelta) ¡César!: ¿lo lleno de agua o lo traigo vacío? CÉSAR.– ¡De agua, zoquete!, ¡y hasta arriba!, ¡que con lo que ha bebido y el coponazo del cura, falta nos va a hacer! (se va Eulogio y adéntrase en una dependencia interior. Mientras, prosigue el concierto de Eutiquio) ¡Todos los años igual!: ¡si es que no aprende! ROSA.– ¡Date prisa, Eulogio, que mis pobres oídos son extremadamente sensibles! EULOGIO.– (desde dentro) ¡Va, va! 28
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CÉSAR.– (a Eulogio, elevando la voz) ¿Ya te aclaras con el grifo? ¡Se abre p’a la izquierda y se cierra p’a la derecha! la derecha es la de comer, o sea que... si le das a la inversa, ¡a lo mejor lo abres! EULOGIO.– (saliendo a trompicones con el cubo lleno) ¡La cabeza te voy a abrir yo, como no te calles!, ¡catedrático! (dicho a César) ROSA.– ¡Por fin llegó Arquímedes! CÉSAR.– ¡El transvase del Tajo! EULOGIO.– (amagando con el cubo) ¿Quieres que te bautice antes a ti? ROSA.– (señalando a Eutiquio) ¡Guarda tus fuerzas para el “neonato”!: ¡a ver si apuntas bien! EULOGIO.– ¡Hacerse a un lado!: ¡agua va! (diciendo esto, descarga el contenido del cubo sobre el desprevenido cuerpo de Eutiquio que, entre risas y celebraciones de la concurrencia, se incorpora y trata de colocar su dolorida cabeza sobre sus hombros) CÉSAR.– No pongas esa cara de pasmado, ¡que sólo es agua! ROSA.– ¿Recuerdas? Se trata de un importante y elemental líquido incoloro, inodoro e insípido... (tras un silencio) ¡Pobrecito!. ¡amnésico perdido! CÉSAR.– ¡Claro!, ¡como que desde el Bautismo no la ha probado! EUTIQUIO.– (dando un par de torpes pasos que lo sitúan en el centro de atención. Sus palabras suenan a infantil balbuceo) ¿El... Bautismo? Es que... ¿acabo de nacer? CÉSAR.– ¡De resucitar, más bien!, ¡que esta vez de poco ha ido que no durmieras el sueño eterno! ROSA.– ¡Con sus eternos ronquidos!, ¡qué espanto! EUTIQUIO.– ¿Sueño... eterno, decís?... CÉSAR.– No estaba dispuesto el cura a que le estropearas 29
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la fiesta un año más, ¡y como nunca atiendes a razones!... EULOGIO.– Tuvo que atizarte en todo el colodrillo, p'a ver si así te entraba el juicio en la sesera. CÉSAR.– ¡Y casi te lo hace escupir!, ¡no veas, últimamente, lo cachas que se ha puesto el reverendo! ROSA.– Te desplomaste como un vitorino apuntillado, pero no podíamos dejarte ahí, de ofrenda a la divinidad. CÉSAR.– Pensamos que lo mejor era traerte a nuestra peña, hasta recuperarte, y siguiera la fiesta en paz. Más que nada, para que se confíen y no sospechen de nosotros: ¡tienes que guiarnos hasta acabar con todo ese tinglado de la conurbación con los portugueses! Nosotros no dudamos de tu talento: ¡nadie como tú conoce la historia y los valores de este pueblo! EULOGIO.– ¡Eres nuestro “erúdito”! ROSA.– (corrigiéndole) Erudito, pero sólo cuando está sereno. Bajo el alcohol es incapaz de acordarse ni de su propio nombre. EUTIQUIO.– (hablando con una convicción y aplomo como si jamás hubiera bebido) ¡El nombre!, ¡el valor del nombre!; ¡tú lo has dicho!: lo peor de la vida no es la consecuencia inevitable de la muerte; no, señor. Lo peor es... ¡el olvido!, ¡la pérdida de nuestra memoria!: ¡sólo a través de la memoria se alcanza la inmortalidad!... CÉSAR.– (estupefacto) ¡Pico de oro!, ¡si no pareces el mismo! EUTIQUIO.– ¡Nadie es ya el mismo en esta noble villa de Alcázar del Rey!, ¡nadie!... desde que unos desalmados decidieron arrebatarnos el nombre, borrar nuestra memoria... en pocas palabras: ¡robar nuestra identidad! EULOGIO.– Además de las cerezas… 30
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CÉSAR.– ¡Calla, bobo!, ¿no ves que está inspirado? ROSA.– ¡Será por el coponazo del cura!, ¡que al abrirle la cabeza, se le ha ensanchado el cerebro! EUTIQUIO.– (muy solemne, con los ojos como perdidos en el profundo abismo de la Historia) ¿Quosque tandem, iudex, abutere patientia nostra?... ¡Delenda est Conurbatio!... ¡Alea jacta est!... CÉSAR.– ¡Hala!, ¿desde cuándo sabes hablar así? ROSA.– Desde esta mañana, cuando la Santa Madre Iglesia lo puso en su sitio. CÉSAR.– Sea como sea, hay que aprovecharlo para cerrar la boca a los traidores que quieren borramos del mapa. ¡Y no tenemos mucho tiempo! EUTIQUIO.– Así es. Mañana, segundo día de feria, con la firma de los alcaldes de ambas orillas se consumará el expolio. El acuerdo de convergencia será nuestra tumba: Alcázar del Rey perderá su nombre, y con él... ¡su identidad! ROSA.– ¡Vaya por Dios!, ¡qué le vamos a hacer! CÉSAR.– Por lo visto, a ti todo te da igual, ¿no? ROSA.– No acabo de ver que un nombre sea tan importante. EULOGIO.– ¿Qué dices, Rosa? Sin su nombre, las cosas... ¡no serían las mismas! ROSA.– ¿Ah, no? EULOGIO.– No. ¡Una manzana, por ejemplo!: si vas al mercado y dices “boniato”, en vez de manzana, te darán un boniato. ¡Y no es igual comer un boniato... que una manzana! ROSA.– Un razonamiento de lo más profundo y convincente. CÉSAR.– Lo que pasa es que al tarugo éste no hay quien 31
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lo saque de la huerta, ¡pero el nombre del pueblo es otra cosa!: ¡no seríamos alcazareños si este lugar no se llamara Alcázar del Rey! EUTIQUIO.– ¡Un nombre con sabor a Historia! ROSA.– Pues a mí me sabe a olla de garbanzos, como cualquier otro pueblo. CÉSAR.– ¡El nuestro no es “cualquier otro pueblo”!: tenemos un nombre, y si lo perdemos... ¡dejaremos de ser lo que somos! ROSA.– Algo seremos. EUTIQUIO.– ¡Portugueses, europeos, flamencos!... ¡lo que se les antoje al ejército de mercenarios relativistas, descreídos y vacilantes, pagados por el oro de Bruselas! (quédase Eulogio boquiabierto, extasiado) ROSA.– (a César) Deberías cerrarle la boca al rústico de tu hermano: parece un besugo en el desierto. EULOGIO.– ¡Es que no acabo de tragar muy bien lo de Bruselas!: ¿no son los portugueses los que van a robarnos el nombre? EUTIQUIO.– No, mi buen Eulogio, no: detrás de ellos se encuentran los nuevos señores de la Europa monetaria, como antaño lo fueran los ingleses de la pérfida Albión que pagaban a los insurrectos flamencos. Sólo que ahora son éstos, desde Bruselas, quienes deciden los destinos de los pueblos sin tener en cuenta sus deseos. EULOGIO.– O sea: ¡que los portugueses se ponen flamencos! EUTIQUIO.– (paciente) Algo así. ROSA.– Y vosotros numantinos, ¡menudo carnaval! CÉSAR.– ¡Ya salió la universitaria! No sé para qué te sirven los estudios, si ni idea tienes de lo que pasa en tu pueblo. 32
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ROSA.– ¡Porque me viene demasiado estrecho! EUTIQUIO.– ¡La Patria sólo ha de medirse con la amplitud del corazón! EULOGIO.– ¡Eso!, y... ¡y Patria no hay más que una!, ¡como las madres! que... que... aunque haya muchas... ¡sólo una es la madre de uno!, ¿verdad que sí, César? CÉSAR.– (displicente y sarcástico) ¡Por desgracia, hermano! ROSA.– ¡Bonito ejército! ¿Y con semejantes argumentos pensáis convencer al terco de mi tío, el alcalde? CÉSAR.– ¿No vas a ayudarnos? EUTIQUIO.– ¡La Patria está amenazada! ROSA.– ¡Me declaro neutral! EUTIQUIO.– ¿Tanto como para negarnos el documento del Archivo municipal? Aún lo tienes contigo, ¿no es cierto? ROSA.– Lo pedí prestado para un trabajo de Paleografía, pero no creo que os sirva de gran cosa... EUTIQUIO.– ¡Ese documento es el depositario de nuestra memoria histórica!; ¡hemos de presentárselo cuanto antes al alcalde, para que se avenga a razones y evitar así que nuestro nombre sea borrado del recuerdo! ¡Ha de ser hoy mismo! ROSA.– (tras breve duda) ¡Bueno!... bien, pero... ¡antes debo realizar una transcripción! Tal como está sería ininteligible para un lego en la materia, y eso llevará algún tiempo... EUTIQUIO.– ¿Necesitas ayuda? ROSA.– Pues... creo que sí. EUTIQUIO.– Si te parece bien, puedo ir contigo a estudiar el documento. César y Eulogio se acercarán esta tarde al Casino para entretener a los alcaldes, hasta 33
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que vaya yo con el diploma. ¿Estáis de acuerdo? CÉSAR.– Estamos contigo, ya lo sabes. EULOGIO.– ¡Y con tu espíritu! (recibiendo una mirada de reproche por parte de su hermano) ROSA.– Pues, nada, ¡cuando quieras! EUTIQUIO.– ¡Recordad, amigos míos, que en todo momento habéis de comportaros como la vanguardia de la Hueste Alcazareña!: ¡firmes en vuestras convicciones y decididos en el cumplimiento de la alta misión que se os ha encomendado! ¡Hasta pronto, mis buenos adalides! (dase la vuelta y encaminase hacia la puerta) ROSA.– (irónica) ¡Hasta pronto, brava y aguerrida hueste! (se van ambos) EULOGIO.– (rascándose la cabeza) ¿Qué habrá querido decir? Oye, César, ¿tú la entiendes? CÉSAR.– Me parece que esta pava... ¡acabará comiendo bacalao todos los días!, ¡como casi todos los de este pueblo! EULOGIO.– ¡Yo, no!, ¿eh?, ¡prefiero las migas con chorizo! CÉSAR.– (sarcástico) Y de postre: bocata de garbanzos, ¡para hacer patria!, ¿no? EULOGIO.– ¿A qué viene esa guasa? CÉSAR.– (dándole unos cachetes en la mejilla) Pues viene a que lo del bacalao es sentido “figurao”, ¡so zoquete!; y que pasado mañana, habiéndote acostado alcazareño, te levantarás portugués, ¡”espabilao”! EULOGIO.– Pues Eutiquio dice que... CÉSAR.– ¡Eutiquio, Eutiquio!... ¿Pero tú te crees que el tío de Rosa es tonto? ¡Un alcalde no se deja convencer así como así por un papel arrugado y la labia de un borracho, por muy erudito que sea! 34
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EULOGIO.– ¡Pues tú me dirás! CÉSAR.– ¡Lo que hay que hacer es pasar a la acción directa! Para cuando llegue el Eutiquio, nosotros ya habremos hecho el trabajo sucio. Verás, escucha... ¡escucha mi plan!... (César va contando, casi al oído, su plan a Eulogio) Va cayendo la luz hasta quedar solamente ellos iluminados. Seguidamente hácese el oscuro.
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Escena cuarta
Atardecer de feria y festejo en el Salón del “Circulo Alcazareño Progresista y Liberal”, según reza el cartel que adorna una de las paredes. Oyese de fondo el bullicio de la barra, el chocar alegre de las copas y el arranque desafinado de algún aire de la tierra, interrumpido a ratos por algún melancólico fado. Sentados sobre una especie de diván, ante una mesa baja, los alcaldes de las dos villas ribereñas: Don Salustio Fonseca y Pimentel, primer edil de Alcázar del Rey, y Doña María Amalia Carminha de Sousa e Cardoso-Dos Santos, que lo es de la vecina villa portuguesa. Charlan animadamente entre trasiegos de finos caldos, picoteos de olivas, peladillas y otras chucherías que, más o menos regularmente, va sirviendo un mozo de rostro imperturbable y probada eficiencia. Tanta, que su larga y persistente presencia parece causar una acusada incomodidad en los contertulios. D. SALUSTIO.– (observando de reojo, de vez en cuando, al camarero, que se mantiene impertérrito, como un poste, tras haberles servido) ¡Vamos, mi querida Doña Amalia!: ¿es que no va a probar el producto de nuestros olivares? Dª AMALIA.– (hablará, con marcado acento portugués, un castellano inteligible si bien salpicado de términos de su lengua materna) ¡Cómo no! (cogiendo una) ¡me encantan las azeitonas! D. SALUSTIO.– (con cierto nerviosismo) ¿Y el Jerez?, ¿qué me dice del Jerez? Dª AMALIA.– ¿O Xerés? D. SALUSTIO.– (en la misma actitud) ¡Claro, Doña Amalia!, ¿no ve que este buen mozo (elevando la voz) piensa permanecer de carabina, como la esfinge de Gizeh, hasta que usted no lo haya probado? Dª AMALIA.– (tras probarlo) ¡Muito bueno o Xerés! 36
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MOZO.– ¿Desea la Señora alguna cosita más? Dª AMALIA.– Obrigada; não, así está bem. MOZO.– (recitando de corrido) ¿Unos boquerones?, ¿gambas a la plancha?, ¿cocidas?, ¿en gabardina?, ¿chanquetes?, ¿chopitos?, ¿camarones?, ¿langostinos?, ¿nécoras?, ¿mejillones al vapor?, ¿rellenos?, ¿carabineros?, ¿almejas a la marinera?, ¿ostras?, ¿calamares?, ¿berberechos?, ¿vieiras?, ¿palitos de mar? Dª AMALIA.– Muito obrigada, não. MOZO.– ¿Surtido ibérico? Tenemos jamón de bellota, longaniza, salchichón de la Sierra, chorizo cular, choricillos a la brasa, morcilla de arroz, de cebolla, sangrecilla, cecina, callos, morro con tomate, manitas de cerdo, oreja, lomo fresco, lomo embuchado, lomo adobado… Dª AMALIA.– ¡Obrigadinha, pero no! MOZO.– ¿Ensaladas?, ¿ensaladillas?, ¿pimientos asados?, ¿champiñones?, ¿berenjenas?, ¿calabacines?... D. SALUSTIO.– (interrumpiendo, casi desesperado) ¡La señora ha dicho “gracias”! (tras un silencio y una mirada de indagación por parte del mozo a la señora) Lo que pasa es que... lo dice en portugués. Pero... ¡para el caso es lo mismo!: ¡gracias! MOZO.– Y usted, Don Salustio: ¿desea alguna cosilla más? D. SALUSTIO.– (gritando) ¡No!, ¡no quiero nada!, ¡se me ha pasado el apetito! ¡Ya puedes retirarte!; pero, antes… ¡deja aquí la botella y no vuelvas hasta mañana! MOZO.– (tras dejar la botella y dar unos pasos hacia la puerta) Si me necesitan, no tienen más que llamarme. D. SALUSTIO.– ¡No te necesitamos! ¡Ah!: ¡y que nadie nos moleste!; ¡este salón está reservado a socios (subrayando especialmente) fundadores del Nuevo Cír37
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culo de la Conurbación del Guadiana!, es decir: la señora alcaldesa de Marmoleiro, aquí presente, y un servidor, que todavía soy alcalde de este pueblo. ¡Los demás, que esperen! MOZO.– ¿Debo entender que dicha prohibición incluye a su señora de usted? D. SALUSTIO.– ¡Especialmente a ella, cretino! MOZO.– De lo cual deduzco que otrosí; ha de aplicarse el susodicho veto al señor marido de Doña Amalia de Sousa... Dª AMALIA.– (precisando, algo apurada)... ¡e Cardos-Dos Santos! Sí, si es tan amable... MOZO.– Lo que manden los señores. Con su permiso. (se va hacia el interior, donde se supone hállase la barra) D. SALUSTIO.– ¡Creí que iba a quedarse hasta la firma del protocolo de mañana! D. AMALIA.– (acercándosele, melosa) No te irrites, Salustio, que se te va a força por boca e luego não te queda nada pra mí. D. SALUSTIO.– ¡Es que estoy nervioso! Dª AMALIA.– Como te empeñaste en borrar o nome da vila... D. SALUSTIO.– Un nombre... ¡no es gran cosa! Llámese como se llame, un lugar seguirá siendo... ¡el mismo lugar! Dª AMALIA.– Entonces... ¿por qué hay que cambiarle o nome? D. SALUSTIO.– ¡Vaya una pregunta! Pues... porque así lo exige el progreso, el futuro: ¡los tiempos cambian!, ¡y a nuevos tiempos, nuevas palabras! Dª AMALIA.– E a novas palabras, novas realidades... ¡novos lugares!: ¡en outro tiempo, esta vila llamóse “Alcácer do Rei”! 38
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D. SALUSTIO.– ¡No me vengas tú ahora con juegos semánticos!: ¡pareces el Eutiquio! Dª AMALIA.– ¡Um ancião muito gracioso!, ¡não deves preocuparte! D. SALUSTIO.– Si sólo fuera por él... ¡Pero luego está ese par de obtusos que parecen su sombra! Dª AMALIA.– Olvídalos: agora estás conmigo. D. SALUSTIO.– ¡Seguro que les ha lavado el cerebro! Dª AMALIA.– ¿Por qué não me abraças? D. SALUSTIO.– ¿Qué estará tramando ese carcamal de Eutiquio? Dª AMALIA.– ¡Ay!, ¡falas mais do Eutiquio que da tua mulher! D. SALUSTIO.– Ni más, ni menos: de ella no hablo. Dª AMALIA.– Porque ya la olvidaste… y lo mesmo harás conmigo. D. SALUSTIO.– (dando un respingo) ¿Quieres guerra?, ¿aquí y ahora? Dª AMALIA.– ¡Não quero guerra!, ¡sólo carinho, agora e sempre! D. SALUSTIO.– ¿Sólo cariño?... (comenzando a cubrirla de brazos) Pues vas a tener más, ¡mucho más!: ¡cariño!... ¡amor!... ¡pasión!... ¡sexo!... Dª AMALIA.– ¿Como o cinema de Almodóvar? D. SALUSTIO.– ¡Aún más ibérico!... ¡y convergentemente peninsular! (arrojado ya sobre ella, comienza a desabrocharle la blusa con una mano, al tiempo que con la otra trata de liberarse de sus propias prendas. Ábrese de golpe la puerta y entra el Mozo, sin ninguna consideración, provocando gran sobresalto) MOZO.– ¿Da usted su permiso, Don Salustio? D. SALUSTIO.– (recomponiéndose como puede, al igual que ella) ¡La madre que te...! 39
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MOZO.– ¿Debo entender que “no”? D. SALUSTIO.– (molesto) ¡Hombre!, ¡ya que has entrado! MOZO.– Hay aquí dos caballeretes que preguntan por usted... (mirando a la señora) y también por usted. Ya les he dicho que no deseaban ser molestados. Dª AMALIA.– ¿Fala portugués alguno de ellos? MOZO.– No, señora. (a Don Salustio) Se trata de esos dos hermanos amigos de su sobrina de usted, disfrazados de facinerosos... Dª AMALIA.– ¿Faci... facine... ? ¡Bandoleiros! MOZO.– Sí, señora. Supongo que para dar ambiente a la fiesta. ¿Les digo que no están? D. SALUSTIO.– ¡No se lo iban a creer!... ¡Anda, hazlos pasar! (se va el mozo)... ¿Qué querrán éstos ahora? Dª AMALIA.– ¡A lo melhor tem bõa intencãol D. SALUSTIO.– Pronto saldremos de dudas. Llegan César y Eulogio. El primero es un remedo grotesco de Curro Jiménez. El segundo parece un híbrido entre José Mª “el Tempranillo” y Mario Moreno “Cantinflas “. EULOGIO.– ¡Mubuenas, Don Salustio! CÉSAR.– (a la señora) ¡Y la compañía! D. SALUSTIO.– ¡Vaya!, ¡parece que la hueste alcazareña no ha perdido el buen humor! (levantándose y echando a andar hacia ellos) Me alegro de que sea así. Las tradiciones son las tradiciones; ¡y no vamos a perderlas por mucha conurbación y convergencia europea! CÉSAR.– ¡A eso, precisamente, veníamos! D. SALUSTIO.– Ya me parecía a mí. ¡Bueno!, ¿qué coño queréis en un día como hoy? CÉSAR.– No queremos nada para nosotros. Tan sólo que 40
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le devuelva al pueblo la dignidad que usted le ha secuestrado; (a ella) ¡y también usted! EULOGIO.– ¡La dignidad y el nombre!, ¡que lo uno y lo otro son una misma cosa! (hace ademán de sujetarse el pantalón, que le va ancho, lo cual se repetirá en lo sucesivo cuantas veces sea necesario) D. SALUSTIO.– ¡Bah!, ¡idos a paseo! CÉSAR.– ¡Nos iremos cuando hayamos resuelto el asunto que nos trae! (abriéndose el manto y esgrimiendo un pistolón de la última guerra carlista) ¡Que nadie se mueva! Dª AMALIA.– ¡Virgem Santa!, ¡está louco! D. SALUSTIO.– Pero... ¿a quién quieres asustar con esa antigualla? Vamos, César: deja de hacer el payaso. CÉSAR.– ¡No me provoque! (apuntándole) ¡Le advierto que está cargada! Dª AMALIA.– ¡Atencão, Salustio, que las armas las carga o diabo! EULOGIO.– ¡Qué va, señora!, ¡esta la hemos cargado mi hermano y yo! D. SALUSTIO.– (riendo con desprecio) ¡Valiente par de bandoleros! EULOGIO.– ¡Somos un comando alcazareño! CÉSAR.– (amagando con el gatillo) ¡Y dispuestos a todo! D. SALUSTIO.– ¡Dos cretinos es lo que sois!, (a Eulogio) ¡sobre todo tú!: ¡que no distingues una manzana de un boniato! EULOGIO.– (revolviéndose) ¡Huy lo que me ha dicho! ¡Ahora sí que la armo! CÉSAR.– ¡No, espera, Eulogio!, ¡aún, no! Haciendo caso omiso y sin apenas pararse a pensar, Eulogio descubre de dentro del manto, un trabuco de la Guerra de la Indepen41
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dencia, con el que hace una horrísona descarga al aire que hace saltar varias lámparas. Don Salustio y Doña Amalia rápidamente se arrojan al suelo y se refugian bajo la mesita. Ábrese la puerta y llega el Mozo, algo alarmado, aunque no mucho, dado su carácter. MOZO.– ¿Ocurre algo, Don Salustio? CÉSAR.– (apuntándole con el arma) ¡No te muevas o te frío! ¡Silencio!: ¡ni una palabra! El mozo levanta las manos. Nadie osa moverse ni pestañear un ápice. Hácese el oscuro.
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Escena quinta
Dichos personajes, menos el mozo, en el mismo lugar: Don Salustio y Doña Amalia hállanse sentados uno junto al otro, las manos atadas a la espalda. Cerca de ellos se encuentra Eulogio dando buena cuenta de las chucherías. César camina algo nervioso de un lado para otro. EULOGIO.– (con la boca llena) ¿Una olivita, Doña Amalia? (no responde) ¡Están buenísimas!... ¡Venga, sólo una, p'a entretener la espera! (levantándose y llevando una aceituna a la boca de ella) ¡Ande, no se me haga la estrecha! (tapándole la nariz para que abra la boca e introduciéndole la oliva a la fuerza) ¡Vamos, señora, no le haga ascos a los productos de la tierra!... ¡Eso es!, ¡t'o p'adentro! (tragando ella de mala gana) A usted no se la ofrezco, Don Salustio: ¡que luego se me mosquea, me provoca y me lío a cañonazos con los muebles! (vuelve a sentarse y a picotear) CÉSAR.– ¡Qué te habrán hecho a ti los muebles! EULOGIO.– ¡Son portugueses! Ábrese la puerta y llega de nuevo el Mozo, con una bandeja llena de diversos manjares y una botella. Lleva puestas unas gafas oscuras. César le arrebata la botella y echa un trago. El camarero deja las raciones en la mesa, ante los encendidos ojos de Eulogio que comienza a devorarlas. CÉSAR.– (al mozo) ¡Eh, tú!, ¡eh!, ¡te hablo a ti! (este continúa delante de Eulogio, imperturbable, sin atender la llamada) ¡Eh!... (gritando desaforadamente) ¡Camareroooo! MOZO.– (dándose la vuelta y quitándose unos tapones de los oídos) ¿Me llamaba? Es que, verá, con estos tapones. 43
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CÉSAR.– ¿Está todo tranquilo ahí fuera? MOZO.– ¡Todo lo que se puede esperar en un día de fiesta! CÉSAR.– ¡Más te vale! Ya sabes que, aunque no lo parezca, desde esa puerta puedo controlarte y... (apuntándole con el pistolón) ¡podría escapárseme un pistoletazo! MOZO.– En mi profesión se aprende a practicar la más estricta neutralidad: nada veo, nada oigo. D. SALUSTIO.– ¡Traidor! MOZO.– Tampoco respondo a provocaciones. CÉSAR.– (señalando la puerta) ¿Ni a preguntas indiscretas? MOZO.– Me especialicé en responder con evasivas. D. SALUSTIO.– ¡Vendido! ¡Ya te ajustaré yo las cuentas! CÉSAR.– ¡No se me crispe, señor alcalde, que aquí las cuentas las pedimos nosotros! (al mozo) ¡Anda, ya puedes volver a tu puesto! MOZO.– ¿Desean algo más los señores? CÉSAR.– Por ahora, no. Ya te avisaremos más tarde. ¡Ah!, eso sí: ¡no te olvides de poner todo esto en la cuenta del señor alcalde, aquí presente! MOZO.– Por supuesto, señor. (colócase de nuevo los tapones) D. SALUSTIO.– ¡Caradura!, ¡desgraciado!, ¡sinverguenza! (camina el mozo hasta la puerta y se va) EULOGIO.– ¡No se moleste, Don Salustio!: ¡está sordo! D. SALUSTIO.– ¡Y tú, ciego!: ¿acaso no ves que estáis cometiendo un delito? CÉSAR.– ¡No acatamos leyes dictadas por un poder extranjero!: ¡defendemos y preservamos nuestra identidad! Dª AMALIA.– A identidade não es sagrada, ¡a liberdade, sí! D. SALUSTIO.– No te esfuerces, Amalia: ¡a estos dos ya les ha lavado el cerebro el Eutiquio! 44
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CÉSAR.– No se confunda conmigo, señor alcalde: Eutiquio es un idealista que pretende convencerles a ustedes con razones y derechos históricos. Yo voy más allá: ¡voy a impedir que ustedes firmen el acuerdo, quieran o no! EULOGIO.– ¡Y que nos impongan el bacalao! CÉSAR.– ¡Tú calla y sigue comiendo! D. SALUSTIO.– ¡No podréis impedirlo! Si no es mañana, será cualquier otro día. CÉSAR.– ¡Huy, que no! Verá, señor alcalde: dentro de nada, Eutiquio se presentará aquí con la razón histórica, en forma de documento, de que esta villa no tiene el origen portugués que tanto se cacarea... Dª AMALIA.– (suspirando) ¡Alcácer do Rei!, ¡a vila protegida do Marqués de Pombal! EULOGIO.– (esgrimiendo el trabuco) ¡No me le cambie el nombre, señora!, ¡que el nombre es sagrado! D. SALUSTIO.– ¡Bueno, bien, eso es cosa del pasado!, ¿y qué?, ¿eso es todo? CÉSAR.– ¡No todo! Para entonces... (extrayendo un papel de algún lugar de la ropa) ustedes dos me habrán firmado... ¡este documento comprometiéndose a echar para atrás todo ese tinglado de la Eurovilla y la Conurbación! Dª AMALIA.– ¡Está louco! D. SALUSTIO.– ¡Está bobo, más bien! (Riendo) Pero... ¿de dónde te has escapado tú? ¿Acaso ignoras que también hay concejales?, ¿fuerzas políticas?, ¿intereses comunes?... ¡Vamos, muchacho!: ¡estamos en una democracia! CÉSAR.– ¡Imperfecta! Dª AMALIA.– ¡Como todas! 45
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CÉSAR.– ¡Pero algunas más que otras!; ¡y ésta aún se rige por la voz del baranda! Ustedes bien lo saben. Aquí no hay oposición que no sea dominada por quien manda y ordena. De otro modo, ni usted, ni usted serían hoy alcaldes. ¡Esto no es Madrid!... ¡ni Lisboa!... ¡ni mucho menos Bruselas! D. SALUSTIO.– ¡Jamás firmaremos semejante declaración! CÉSAR.– Lo que no van a firmar será el Acuerdo de Convergencia, porque no saldrán de aquí hasta el mediodía de mañana; y en tal estado que se pondrán en evidencia ante el pueblo, al verles a ustedes emerger de una noche loca con caras de crápula. ¡Será muy divertido! D. SALUSTIO.– Sólo conseguiréis aplazar el acuerdo, porque... ¡esa declaración jamás lograréis que la firmemos! CÉSAR.– (muy despacio) ¡Eso vamos a verlo! (acércase a Doña Amalia, a la que levanta de malas maneras y casi arrastra hacia un extremo) Ya que parece importarle poco el Pueblo, veremos hasta qué punto le importa esta mujer (dicho esgrimiendo el pistolón y apuntando a la cabeza de la señora). Dª AMALIA.– ¡Ay, Virgem Santa, Salustio!: ¡que este homem está louco! D. SALUSTIO.– ¡No se atreverá!, ¡sólo pretende asustarnos! Dª AMALIA.– ¡Conmigo ya lo ha conseguido! ¿E agora? CÉSAR.– ¡Vamos, señores alcaldes!: ¡sólo es una firmita de nada!... Eso... o un ligero apretón de gatillo. Dª AMALIA.– ¡Salustio! D. SALUSTIO.– ¡No pierdas los nervios!; ¡sólo es un farol! EULOGIO.– (que había seguido la conversación casi indiferente, 46
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sin parar de comer) ¡Oye, César!: ¿no irás a disparar con esa...? CÉSAR.– ¡No me interrumpas!... ¡Vamos, señora!: ¡contaré hasta tres!... ¡Uno!... Dª AMALIA.– (gritando, solemne) ¡Morte a Felipe II! D. SALUSTIO.– ¡Mantente firme, Amalia! CÉSAR.– ¡Dos!... Dª AMALIA.– ¡Viva o Rei Dom Sebastião! CÉSAR.– Y… ¡tres! (dicho esto, aprieta el gatillo y óyese un simple y vacío “clic”, seguido de una cruel risotada. A Doña Amalia le da como un desmayo y ha de ser sujetada por César). EULOGIO.– ¡Iba a recordarte que al final no la cargamos! CÉSAR.– (arrojándole el arma a su hermano) ¡Toma!: ¡entretente un rato cargándola! (ofrece una silla a Doña Amalia para que se recupere del susto) ¡Vamos, señora, que el juego no ha hecho más que empezar! (mientras, su hermano va cargando aparatosamente el arma, ya que se trata de una reliquia). D. SALUSTIO.– ¡Y pronto va a terminar!, ¡con esas armas no podéis llegar muy lejos!: ¡sólo un disparo! CÉSAR.– (sacándose del manto otro pistolón similar al primero) ¡Dos, más bien! ¡Es suficiente!, y le advierto que ésta sí está cargada. EULOGIO.– ¡Además del trabuco!, ¡que aunque sólo haga un disparo, no hay pared de cemento que se le resista! D. SALUSTIO.– ¡Las paredes no firman declaraciones! CÉSAR.– ¡Pero usted, sí!... ¡Y usted también, señora! Así es que, luego de firmar, vamos a quedarnos tranquilos hasta que el Eutiquio se persone con el diploma del Archivo; y entonces, ninguno de ustedes dirá de esto una palabra, ¿entendido? 47
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D. SALUSTIO.– ¡Es una locura! Dª AMALIA.– Os loucos... como os meninos... ¡sempre tem razão! CÉSAR.– ¡Un sabio consejo! (a don Salustio) Pero a usted le importa poco: ¡es evidente que no la quiere! (dirígele Dª Amalia una mirada de reproche a Don Salustio) D. SALUSTIO.– ¡No soy tonto! Dime, pues, si acabas con nosotros, ¿quién firmará el documento? CÉSAR.– No se dará el caso. Eulogio: ¿has traído el embudo? EULOGIO.– (hurgando entre el manto) ¡Un momento, que lo busco! (va sacando todo un arsenal de herramientas supuestamente delictivas: tenazas, alicates, ganzúas, maza, cuerno de pólvora, martillo, sierra, etc…) CÉSAR.– Como ya le dije: ustedes no sólo van a firmar, sino que además no saldrán de aquí hasta pasado el mediodía, en estado lamentable y con signos inequívocos de haber pasado juntos una noche de crápula. Tanto, que al verlos, nadie dudará de que hayan sido capaces de echar todo el proyecto para atrás, ni de que, en el fondo, les importa un pito el nombre, las gentes y el futuro de este pueblo. EULOGIO.– ¡El embudo! (entrégaselo a César) CÉSAR.– (a su hermano) ¡Sujétalo fuerte por las piernas! (llega Eulogio hasta el alcalde y ejecuta lo ordenado): ¡vamos a aclararle la garganta, y de paso las ideas, a nuestro líder municipal! D. SALUSTIO.– ¿Qué os proponéis? CÉSAR.– ¡Vamos, señor alcalde!: ¡que un poquito más de alcohol en la sangre, su hígado ni lo va a notar! (acércasele y le tapa la nariz. Al abrir éste la boca, le introduce violentamente el embudo. Seguidamente, agarra la botella de 48
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jerez, apenas catada, y va vertiendo su contenido por la boca del embudo) ¡Con la ayuda del estimulante, no habrá firma que se resista! D. SALUSTIO.– (entre espasmos y pataleos) ¡Mmmmmmm! Dª AMALIA.– ¡Haz buches na boca, Salustio!, ¡que el alcohol de golpe es nocivo pra estómago! CÉSAR.– (Retirando momentáneamente el embudo) ¿Qué tal sienta el “trágala”, Don Salustio? ¡Vamos, hombre!: ¡hay que celebrar como es debido la Fiesta de la Patria, por muy chica que sea! D. SALUSTIO.– (apenas recuperado del ahogo) Los… los... verdugos... ¡no tienen patria!: sólo... patíbulo... para… ¡inmolar a sus víctimas! CÉSAR.– ¡Anda, mira con lo que nos sale ahora éste!: ¿pues no se nos está haciendo la víctima? EULOGIO.– ¿Tendrá morro el tío? ¡P'a víctimas, nosotros!: ¡los patriotas alcazareños! CÉSAR.– (tomando de nuevo el embudo y repitiendo la operación anterior, con la botella) ¡Eso es que todavía no alcanza a ver la realidad!: ¡necesita estimulante! (vertiendo una buena porción de Jerez) D. SALUSTIO.– ¡Mmmmmmmm! (con gran agitación) Dª AMALIA.– ¡Reténlo na boca, Salustio!, ¡te servirá d'anestesia! (puesta en pie con algún esfuerzo) CÉSAR.– (haciéndole tragar) ¡Vamos, tráguelo todo! (retirando el embudo al comprobar que parte del contenido se ha derramado fuera) ¡Joder con el victimismo!, ¡este tío no se deja hacer ni aunque lo maten! (a su hermano) ¡Anda, átale las piernas!, a ver si así... EULOGIO.– (extrayendo del manto un buen trozo de cuerda y comenzando a atarlo) ¡Debería darle vergüenza!: ¡todo un baranda como usted!, ¡y venga a hacerse el ofen49
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dido! ¡Entérese de una vez!: ¡usted es el opresor y nosotros las víctimas! D. SALUSTIO.– (dando ya claras muestras de embriaguez) Me... me... “gagüen”... ¡en la madre “gue” os “barió”!... CÉSAR.– (tratando de aplicarle de nuevo, sin éxito, el embudo y la botella) ¡Si es que no colabora! Dª AMALIA.– (dando unos pasos hacia ellos, ya que tiene las piernas libres de ataduras, y gritando) ¡Deixadle respirar, animales! CÉSAR.– ¡Hale!: ¡y ahora la soprano p'a completar el dúo! Dª AMALIA.– (acercándose a César y comenzando a darle patadas en las espinillas) ¡Toma!, ¡pra que cantes tú também! CÉSAR.– ¡Ay!, ¡huy!, ¡ay!... ¡Quítamela de aquí, Eulogio! EULOGIO.– (hecho un lío) ¡Un momento!: ¡a ver si me aclaro con el nudo! Dª AMALIA.– (prosiguiendo) ¡Toma y toma!, ¡canalla, patife, terrorista! CÉSAR.– ¡Ay!, ¡ésto es guerra sucia, señora! D. SALUSTIO.– ¡Es la guerra!... ¡A mí, la “Gonvención” de Ginebra! EULOGIO.– (acabando el nudo) ¿No le basta con el Jerez? CÉSAR.– ¡Déjalo ya, cretino!, ¡ay!, ¡y llévate a este monstruo, antes de que se ponga a cantar fados! EULOGIO.– ¡Listo! (tomando a Doña Amalia por detrás, de modo que quedan sus piernas agitándose en el aire) ¡Vamos, señora!: ¡no se me haga usted también la víctima! (mientras la lleva como puede hacia la silla que ocupara anteriormente, César vuelve a aplicar el embudo y el Jerez a Don Salustio, acertando ahora de lleno) D. SALUSTIO.– ¡Mmmmmmm! Dª AMALIA.– (entre grandes convulsiones) ¡Abaixo as fronteiras!, ¡viva a Conurbação! 50
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EULOGIO.– ¡Cállese, señora, o no respondo de mí! CÉSAR.– (retirando la botella, ya vacía) ¡Se agotó la cosecha! (gritando) ¡Mozo!, ¡a ver!: ¡una de jerez bien seco! D. SALUSTIO.– (definitivamente fuera de control) ¡”Gue” sean dos!... Total ya, ¡de perdidos al río! EULOGIO.– (tratando de sentarla) ¡Estese quieta, leñe!, ¡que hay vecinos! (en el tira y afloja entre ambos, la señora vuelve a escapársele y se dirige hacia Don Salustio) ¿Qué hace?, ¡vuelva aquí! Dª AMALIA.– ¿Es tudo lo que se te ocurre?, ¿depois d'arriscar a vida por ti? D.SALUSTIO.– ¿La vida?... la vida es... ¡una ilusión!, ¡una sombra!, ¡una “figción”! Y “bues” así es la vida... ¡bebamos para “basar” los malos tragos! CÉSAR.– ¡No pierda el tiempo con él, señora! Dª AMALIA.– ¡Pensa en Acuerdo d'amanhã!, ¡pensa en a gente!, ¡pensa en mí! D. SALUSTIO.– ¿Y en mí, “guién” piensa, después del “drago” que he tenido que “basar”?, ¿eh?... ¿”Agaso” tú? Dª AMALIA.– ¡Ya no te importo! CÉSAR.– Se lo dije, señora: ¡es evidente que no la quiere! Dª AMALIA.– (primero a César y luego a Eulogio, hacia el que se dirigirá poco a poco) ¿Importo a alguém, yo?, ¿eh?, ¿de verdade importo yo a alguém?... ¿te importo a ti?, ¿ao menos, um pouquinho? EULOGIO.– ¡Hombre!, ¡tanto como un poco!... un poco... ¡sí que me importa usted! Dª AMALIA.– (acercándosele, cariñosa) ¡Tão sólo um pouquinho! (dejando caer la cabeza sobre su hombro) ¡Não es muito lo que pido! CÉSAR.– ¡Cuidado, Eulogio!, contrólate... ¡que esto es nuevo para ti! 51
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EULOGIO.– Vamos... se... señora: (con voz temblorosa) si... siéntese y... no me dé mucha guerra... ¿quiere? (siéntase la señora) D. SALUSTIO.– ¿Qué “basa” con el Jerez? (gritando imperioso, desagradable) ¡Amalia!: ¡déjate de gaitas y llama de una jodida vez al “gamarero”! EULOGIO.– ¡No le grite de ese modo! CÉSAR.– ¡Vamos, Eulogio! D. SALUSTIO.– ¡Un paladín “algazareño”!, ¡no te digo yo! Dª AMALIA.– (a César) ¿Dónde há que firmar? CÉSAR.– ¡Todo a su tiempo!: (señalando al alcalde) ¡primero, los traidores!, ¡ya llegará el turno de los invasores! Dª AMALIA.– (agitándose y gritando) ¡Eu quero firmar a declaracão! EULOGIO.– No... no haga eso, se... señora. No... no grite... ¡por favor! Dª AMALIA.– (gritando más) ¡Grito lo que me da la gana!; ¡eu quero firmar agora!, ¡e firmaré! EULOGIO.– ¡Quédese como está! Dª AMALIA.– (levantándose, firme y decidida) ¡Não quero!, ¡eu quero firmar! EULOGIO.– (tratando de detenerla) ¡No me obligue, señora, se lo ruego! (Se inicia entre ambos un fuerte forcejeo, tras el cual, consigue Eulogio inmovilizarla, quedando ella boca abajo en la silla, mientras él, montado sobre su espalda, la sujeta por detrás como si de acoso y derribo sexual se tratara) Dª AMALIA.– ¡Ay!, ¡não puedo moverme! EULOGIO.– (visiblemente incómodo y sorprendido) ¡Ni lo intente!: que... que... no estoy yo acostumbrado a que... que... se me mueva una mujer... ¡entre las piernas! CÉSAR.– (que ha contemplado, atónito, la escena) ¡Macho, esto es un milagro!: ¡has ligado! 52
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Dª AMALIA.– ¡Os meus rins! D. SALUSTIO.– ¡Para los riñones no hay “gomo” el Jerez! EULOGIO.– ¡César!: ¿qué... qué… qué hago ahora? CÉSAR.– No sé... ¡prueba a hacerte un hombre, de una vez! D. SALUSTIO.– ¡Yeeeeepa!, ¿viene o no viene esa “bodella”? CÉSAR.– ¡Ssshhhsssst!, ¡estese calladito!, ¿quiere? D. SALUSTIO.– (infantil) ¡No “guiero”!... ¡Yo “guiero” mi “bodella”! CÉSAR.– (sentándose a su lado) Ahora se la van a traer, pero mientras... (echándole la mano por el hombro) usted va a quedarse tranquilito, (apaciguador) y va a ser un alcalde bueno... muy bueno... (deja caer éste su cabeza, lentamente, sobre el hombro de César). Dª AMALIA.– (agitándose) ¡Os rins! EULOGIO.– (derritiéndose) Se... se... ¡señora!: ¡deje de moverse!, que... que... ¡que la vamos a armar! D. SALUSTIO.– (como adormecido) “Brometo” ser bueno... si me dais... de beber... CÉSAR.– (maternal) Ahora, ahora... cuando llegue el camarero... (acariciándole suavemente la cabeza) Entre tanto, el señor alcalde se va a portar como un hombrecito... Ábrese la puerta y entra el mozo, con la botella de Jerez en una bandeja.
Quédase estupefacto ante el espectáculo que se ofrece a sus ojos: Eulogio “montando” por detrás a Doña Amalia y comenzando a emitir jadeos; César acariciando al señor alcalde; y este acurrucado en su pecho con expresión placentera. Ante lo cual, y con ánimo de no molestar, opta por depositar con sumo cuidado, andando de puntillas, la botella en la mesita. En ese momento explota Eulogio en rugido or53
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gásmico, haciendo que todos los objetos frágiles –botellas, vasos, lámparas– estallen con horrísono estrépito. Hácese el oscuro.
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Escena sexta
Oyese, aún en oscuro, la voz de Doña Amalia entonando un conocido y melancólico fado, replicado por un coro de alaridos aguardentosos. Al hacerse progresivamente la luz, ha transcurrido ya el tiempo suficiente para que toda la tensión anterior haya desaparecido: las armas yacen esparcidas por la habitación, los rehenes se ven ya libres de sus ligaduras y Don Salustio, exultante y procaz, ofrece una copita de Jerez a César, que ha optado por bajar definitivamente la guardia. Frente a la mesita, Doña Amalia propina unos maternales reproches a Eulogio, entre copita y copita... EULOGIO.– Ya le dije que no se moviera… Dª AMALIA.– As mulheres não somos estatuas: ¡gritamos de dolor, choramos de emoçãol, como todas pessoas... ¡mais não sempre temos intenção de provocar! EULOGIO.– ¡Son ustedes tan complicadas! Dª AMALIA.– ¿Eu, complicada? EULOGIO.– ¡A mí me cuesta entenderla! Dª AMALIA.– ¡Creo que se me escapa demasiado el portugués!: desde agora voy a procurar hablarte en tu idioma... Prosiguen ambos su conversación, cada vez en actitud más y más íntima y a ratos bien regada, casi por completo ajenos a la que se desarrolla entre Don Salustio y César... D. SALUSTIO.– ¡Olvidemos las distancias, amigo César!: ¡no ha de haber distancias “endre” dos paisanos alcazareños! CÉSAR.– ¿Reniega ya del fado? Hace un rato lo ha seguido con entusiasmo. 55
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D. SALUSTIO.– ¡Y muy bien coreado por ti!, ¡que te he oído, pendejo! CÉSAR.– ¡Se habían vuelto ustedes tan razonables, que no he querido hacerles un feo! D. SALUSTIO.– ¡Sí, señor!: lo “gortés” no quita lo valiente. CÉSAR.– ¡Usted sí que ha estado cortés aviniéndose a razones, después de lo que le hemos hecho! D. SALUSTIO.– ¡Qué va, qué va!... Si esto... (tomando la botella y elevándola) ¡Esto ha sido como la conversión de Saulo!: ¡me has abierto el cerebro, “higo” mío! Doña Amalia, mientras tanto, por veces va volviéndose más y más maternal, hasta terminar recibiendo en su opulento seno la cabeza de Eulogio. CÉSAR.– ¡Si es lo que yo digo!: ¡no hay como unas buenas hostias para que, de modo espontáneo, surja la cordura! D. SALUSTIO.– ¡Y se atisbe una luz al final del túnel! CÉSAR.– (sacando la declaración y un bolígrafo) ¡Ahora ya podemos iniciar el diálogo! D. SALUSTIO.– El diálogo, el diálogo... ¡Bah!, ¡el diálogo es una mariconada!, ¡una “audéntiga” mariconada!... Lo único efectivo es... ¡el “secuesdro”, la amenaza, el chantaje!... ¡Eso sí son métodos efectivos para entrar en razón!; ¡lo demás son chorradas! CÉSAR.– (mostrando el papel) ¿Se niega usted a negociar? D. SALUSTIO.– ¡No hay nada que negociar!: tú me has demostrado, con la acción directa, que el único modo de “agabar” con este “gonflicto” es... ¡acceder a todas vuestras peticiones!, ¡así de “glaro”! ¡Pero sin papeles, ni firmas, ni “deglaraciones”! 56
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CÉSAR.– (pensativo, guardando el papel) Por lo tanto ¿no habrá negociación? Doña Amalia va abriendo su pecho, en tanto que Eulogio, con expresión de bestia amansada, se sumerge por completo en él. D. SALUSTIO.– ¡Ni un ápice!, ¡he visto la luz! CÉSAR.– Pero, oiga, ¡esto no es serio!: si se acaba el conflicto, ¿qué pintamos nosotros aquí?... ¿qué va a ser de nosotros? D. SALUSTIO.– ¡Allá cuidados!... Yo, mañana mismo “bresento” la dimisión. CÉSAR.– ¿Y la Eurovilla?... ¿la Conurbación?... ¿el acuerdo interfronterizo y todo eso? D. SALUSTIO.– ¿”Agüerdo” interfronterizo?... Ven, mira: (dando unos pasos y situándose frente a Eulogio y Doña Amalia) ¡ahí los tienes!, ¡plenamente conurbados!, ¡”sadisfactoriamente” convergentes!, ¡amorosamente eurorrelacionados!... ¡Qué estampa más tierna!, ¡”gonmovedoramente” interfronteriza! Ábrese bruscamente la puerta que da al bar. Por ella aparece Eutiquio, ataviado con las galas de “magister militum” de los Tercios de Flandes, espada al cinto y aparatoso pendón enarbolado en una mano, con el que hace anunciarse golpeando rítmica y ceremoniosamente el suelo. Todos se vuelven, se sobresaltan y tratan de recomponer su aspecto.
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EUTIQUIO.– ¡Larga vida a los del Rey alcazareños de casta, por su osadía y nobleza en esta su empresa brava! ¡Y quiera Dios que traidores ediles de extraña patria, sucumban en las tinieblas de su Europa y Lusitania! D. SALUSTIO.– ¡”Eutiguio”, tronco, flor y guía de la Hueste Alcazareña!: ¡no merecemos el destierro!, (hincándose de rodillas) ¡el patíbulo ha de ser nuestro justo “casdigo”! EUTIQUIO.– ¿Tan taimado el enemigo se siente en su fuero interno, que pide castigo vil en vez de mero destierro? ¡Gato encerrado hay sin duda, pues político certero no arriesga su cabeza sin interés duradero! ¿Qué dice a esto mi Hueste? CÉSAR.– ¿Qué vamos a decir? ¡Ya ves cómo está el patio! Dª AMALIA.– (abrazando a Eulogio) ¡No pienso fazer guerra contra mi bravo alcaçarenho! ¡Eu também me rindo! (cae de rodillas) EULOGIO.– ¡Yo ya hace rato que me rendí! (recibiendo un gesto de reproche por parte de su hermano) D. SALUSTIO.– ¡Todos nos hemos rendido... a la evidencia! ¡La “gonurbación” es una mamonadal, ¡viva Alcázar del Rey! Dª AMALIA.– ¡Viva Marmoleiro Novo da Castenheira do Monsanto! 58
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CÉSAR.– ¡Pues menos mal que no se conurban los nombres de las dos villas! D. SALUSTIO.– ¡Abajo Bruselas!, ¡vivan los Reinos de Taifas! Dª AMALIA.– ¡Lisboa antiga e senhorial! D. SALUSTIO.– ¡He “aguí” nuestras cabezas postradas, humilladas, aguardando anhelantes el filo del hacha justiciera que ha de redimirnos de nuestros pecados de lesa patria para toda la eternidad! ¡No te tiemble el pulso, oh gran “Eutiguio” de acrisolada fama, y “agaba” ya con nuestras miserables vidas de traidores irredentos! Dª AMALIA.– ¡Sacrifícanos!, ¡mais não fagamos guerra! (quédanse los dos postrados) EUTIQUIO.– (tras dejar el pendón apoyado en una esquina) Brava Hueste Alcazareña: ¿tan torpes os habéis vuelto que no sabéis distinguir cuándo, con piel de cordero la fiera simula huir? CÉSAR.– ¿Qué nos quieres decir? EULOGIO.– Apenas si te entendemos… EUTIQUIO.– (señalando a los alcaldes) ¡Pues que parecen víctimas quienes eran carceleros! ¡Todo ha salido al revés, nada al derecho, zopencos! EULOGIO.– ¿Qué más quieres?, ¡se han rendido! ¡No los vamos a acogotar! EUTIQUIO.– ¿Y aquí se acaba el conflicto? CÉSAR.– Si el Acuerdo no se va a dar... EUTIQUIO.– ¿Ellos te lo han prometido? 59
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CÉSAR.– El alcalde me lo ha dicho. EUTIQUIO.– ¿Y crees que es de fiar? EULOGIO.– ¡De la señora me fio y sé que no va a firmar, aunque nada ha prometido! EUTIQUIO.– ¿A ti también te lo ha dicho? EULOGIO.– ¡No, pero a la vista está!... CÉSAR.– ¡Que por ella estás perdido!; ¡y ya está bien de rimar! EULOGIO.– ¡El Eutiquio, que me lía!, ¡y ya no puedo parar! CÉSAR.– ¡A él se lo permito!, ¡pero a ti, no, borrego! EUTIQUIO.– Hemos de darle la vuelta a esta indigna situación. Cada mochuelo a su olivo: los alcaldes, con rigor, cumplir han su cometido de opresores sin pudor, mientras que los adalides de la Hueste, digo yo que han de ofrecerse a la causa, ¡les cueste la vida o no! CÉSAR.– ¿Y dejarles que se ceben con nosotros, después de lo que les hemos hecho?, ¡anda, ya! (tapándose inmediatamente la boca, al darse cuenta de que ha metido la pata sobre lo sucedido) D. SALUSTIO.– ¡Has sido tú!: ¡yo no me he chivado! EULOGIO.– ¡Doy mi vida por la señora, si es preciso! Dª AMALIA.– ¡Meu bravo alcaçarenho! EUTIQUIO.– ¡Por ella, no, mentecato!, ¡por la Patria Alcazareña que la ofensa ha recibido de conjura portuguesa! 60
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¡Y el que a la tierra se debe, recuérdalo bien, honor, es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios!... (fijándose en las armas esparcidas por doquier) Pero, ¡hola!, ¿qué es aquesto?: ¿la violencia habéis usado para doblar voluntades? ¡Pues sí que la habéis armado! D. SALUSTIO.– ¡Armados, “poga” cosa!; ¡con Jerez lo han hecho “dodo”! EUTIQUIO.– Don Salustio de Fonseca y Pimentel: ¡levantaos! D. SALUSTIO.– ¡Gracias, noble “Eudiguio”! (levántase) EUTIQUIO.– Señora Doña María Amalia Carminha Sousa... DªAMALIA.– ¡E Cardoso–Dos Santos! EUTIQUIO.– ¡Levantaos, os lo ruego! Dª AMALIA.– (levantándose) ¡Obrigadinha! EUTIQUIO.– Las torpezas disculpadnos de esta Hueste Alcazareña, que no ha sabido estar a la altura de su Tierra. Y pues sin nobleza alguna doblado han vuestra firmeza, ¡caiga sobre ellos venganza!, ¡no haya piedad, sino pena!, y, presto, ¡tomad las armas! D. SALUSTIO.– ¿Las... las... armas? CÉSAR.– Será una broma, ¿no? Dª AMALIA.– ¿Outra vez guerra? EULOGIO.– ¡Tranquila, señora!: ¡que al que la toque, le aplasto el cráneo! 61
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EUTIQUIO.– ¡Sosiégate y tente quieto, que a tu señora te entregas, ya que al País no has sabido servir con inteligencia! EULOGIO.– Siendo así... ¡me entrego! CÉSAR.– ¡Serás bobo! EUTIQUIO.– ¡Silencio, Hueste perdida!, ¡y arrodillaos ahora para sufrir por la Patria, sin verter sangre traidora! Como si de un juego se tratara, Don Salustio va tomando los pistolones, observándolos con curiosidad... CÉSAR.– Pero... ¡tú estás majara, Eutiquio! EUTIQUIO.– (desenvainando la espada y amenazando a ambos hermanos) ¡De rodillas, presto, os digo! CÉSAR.– (arrodillándose) ¡Vale, vale!, pero… ¡ojo con la cheira! EULOGIO.– ¡Y el rasurado a navaja! (postrándose también) Dije que me entrego… ¡y lo cumplo! Dª AMALIA.– ¡Meu nobre cavaleiro! D. SALUSTIO.– (apuntando los pistolones a uno y otro hermano) ¿Sabéis una “gosa”?: ¡uno se siente diferente con “esdo” en la mano!, como si tuviera más “boder”... ¡bang!... ¡bang! (simulando disparar) EUTIQUIO.– (subiéndose a una mesa, silla, o cualquier mueble que cerca encuentre) ¡He ahí el verdadero rostro de la felonía: no es víctima del terror, yerro de quienes cumplían 62
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con su deber de patriotas ciegos de celo y porfía, sino verdugo embozado que descubre su perfidia y muestra sus intenciones si la ocasión es propicia! D. SALUSTIO.– ¿Eso va por mí? Pues... ¡se te ha olvidado lo de “cacigue” y “mendarme” la madre!, ¡vamos!: ¡lo normal en “esdos” “gasos”! CÉSAR.– ¡No le dé cuerda, que la lía! D. SALUSTIO.– ¡Chissssst! ¡Tú, ni pío!, ¡ahora “esdás” detenido! CÉSAR.– ¿No iba usted a dimitir? D. SALUSTIO.– ¡Mañana! Ahora he “reguperado” el poder… ¡y pienso ejercerlo “doda” la noche! EULOGIO.– ¿Y por qué no al revés?: dimite usted hoy, ¡y ejerce el poder mañana! Dª AMALIA.– ¡Todus están loucos! EUTIQUIO.– ¡Víctimas, al fin, víctimas!; ya que todo el mundo sabe que no hay Patria que se precie sin que por ella derramen su sangre abundante y roja héroes que así se llamen. D. SALUSTIO.– (volviéndose hacia Eutiquio y dando la espalda a César, lo cual da lugar a que éste se fije en el trabuco, que ha quedado por ahí suelto y libre de vigilancia) Pero, “Eudiguio”, tío, ¡gran cerebro gris de la “gausa” alcazareña!: ¿de qué “goños” hablas?, ¿no ves que mañana dimito y que, por lo tanto, no es a mí a quien has de dirigirte “reglamando” soberanía, sino al Pueblo, del que tanto cacareas? Lo mío con “esdos” simplones 63
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es cuenta aparte: me han jodido en lo personal... ¡y pienso cobrarme la deuda! EUTIQUIO.– ¡Sois vos el poder fáctico que de aquí mueve los hilos! Al Pueblo no he de escuchar, de su opinión no me fio, pues sabido es que la gente, sin guía y criterio fijo, mudará de parecer según le salga del pijo. D. SALUSTIO.– ¡Qué le vamos a hacer!, ¡”gosas” de la Democracia, que es “odra” mariconada! EUTIQUIO.– (hincando una rodilla) ¡Rindo, pues, a vos mi espada, por si recapacitáis, negando al Pueblo el poder que ahora vos representáis! El final de este diálogo es aprovechado por César para, en rápido movimiento, correr hacia donde se halla el trabuco, tomarlo y acercarse a Doña Amalia, a quien encañona amenazadoramente. CÉSAR.– ¡Quietos!; ¡que nadie se mueva o armo una tragedia! D. SALUSTIO.– (dándose la vuelta y apuntando un pistolón a la cabeza de Eulogio) ¡Ya lo has oído!: ¡ni te menees! (por su parte, Eutiquio permanece en su posición elevada, la mirada hierática, hincado de una rodilla y apoyada una mano en la espada, que apunta hacia abajo) Dª AMALIA.– ¿Outra vez a mí?, ¿e por qué? CÉSAR.– ¡Porque es usted la más desprotegida!, ¡así de claro! 64
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EULOGIO.– ¿Y a mí?, ¿por qué? D. SALUSTIO.– ¡Porque tú eres el más tonto!, ¡así de “glaro”! EUTIQUIO.– (solemne, la mirada perdida) ¡Por fin ha llegado el supremo momento del diálogo! D. SALUSTIO.– ¿A “esdo” le llamáis diálogo? CÉSAR.– ¿De qué se queja?: ¡usted tiene dos armas... y yo sólo una! D. SALUSTIO.– ¡Pero yo no “bienso” disparar, desgraciado! EULOGIO.– (relajándose y tratando de incorporarse) ¡Ah, bueno!, siendo así... D. SALUSTIO.– (alzando uno de los pistolones) ¡Tú “guieto” ahí, o te abro la cabeza y te la relleno del seso que “nunga” has tenido! CÉSAR.– ¡Disfruta con la indefensión de su detenido!, ¿verdad? D. SALUSTIO.– ¡No tanto como tú, con el “amedrendamiento” de tus “secuesdrados”! CÉSAR.– ¡Empate a uno! Dialoguemos, pues. D. SALUSTIO.– ¡”Redira” el arma y hablaremos! Dª AMALIA.– ¡Deixalo ya, Salustio!, ¡acabemos com esta loucura de una vez! CÉSAR.– ¡Ya la ha oído! ¿Tampoco ahora le va a hacer caso? D. SALUSTIO.– ¿Y “guién” me garantiza, si ahora me relajo, que tú no vas a hacer uso de ese “armadoste”? EUTIQUIO.– (en la actitud ya descrita) ¡Yo lo garantizo! CÉSAR.– ¡De eso, nada!, ¡ni hablar! ¡Tendrá que correr el riesgo! D. SALUSTIO.– ¡Demasiado riesgo!, ¿no te “barece”? CÉSAR.– Pues... ¡ya me dirá usted cómo resolvemos esto! 65
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Quédanse todos en tenso y grave silencio, esperando que alguien tome alguna decisión. Del interior del bar arrecia el bullicio de la fiesta. Suenan, nostálgicos y melancólicos, vivos aires del Portugal oceánico.
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Escena séptima Dichos personajes en el mismo lugar e idéntica actitud. Del bar sale, como en momentos anteriores, el Mozo, estirado, impertérrito e
igualmente protegido por sus gafas oscuras y los tapones de los oídos, como seguidamente se verá... MOZO.– ¿Dan ustedes su permiso? CÉSAR.– ¡El que faltaba! D. SALUSTIO.– (volviéndose, sin dejar de vigilar a Eulogio, al que apunta con uno de los pistolones. A voz en grito) ¡Hombre!, ¡anda que no tenía yo ganas de “pillarde” a ti, (esgrimiendo las armas) con mis nuevos “boderes”! ¡Pasa, majo, pasa! MOZO.– (quitándose los tapones) ¡Perdone, Don Salustio!, ¿me decía? D. SALUSTIO.– No, nada: ¡que un día de “esdos” te voy a regalar una trompetilla en forma de berbiquí, para que te “berfores” el tímpano! CÉSAR.– ¡Nadie te había llamado! MOZO.– Verán: es que ahí fuera está la sobrina del señor alcalde, que solicita entrar. Y como es bien sabido que ella es amiga de ustedes... EUTIQUIO.– (alzándose sobre el mueble) ¡El documento: el diploma del archivo municipal! CÉSAR.– ¡Pero, Eutiquio!: ¿no lo habías traído tú? EUTIQUIO.– Algún que otro contratiempo en la transcripción de tal, precisó de una demora, ¡no la iba yo a negar! Así, mientras yo venía, 67
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la dejaba trabajar. Ya debe de estar dispuesto, Rosa lo ha de confirmar. CÉSAR.– Bueno, que pase. (al mozo) Pero… ¡cuidado con irse de la lengua! MOZO.– Descuide. (colocándose los tapones) Nada veo, nada oigo. (vuélvese por donde vino) Dª AMALIA.– (a César) ¿Le importa que me siente, aguerrido e bravo senhor capitão da Hoste Alcaçarenha? CÉSAR.– Sin coñas, señora, sin coñas; ¡y sobre todo, sin trucos! Ande: coja una silla. (toma una silla Doña Amalia y se sienta, sin dejar de ser vigilada por César ni un instante) EULOGIO.– ¿Puedo yo, también? D. SALUSTIO.– ¡Venga!, ¡ya que la cosa va de empates!... (hace lo propio Eulogio y se sienta) Por fin, llega Rosa con una especie de maletín o cartera, de ésas que se usan para llevar documentos valiosos. Según avanza, no deja de fijarse en múltiples detalles que llaman su atención: la posición de Eutiquio, las armas que esgrime su tío, el trabuco con el que César apunta a la señora, etc... ROSA.– (observando las botellas de la mesita) ¡Vaya, vaya, vaya!: ¡parece que hemos celebrado la fiesta por todo lo alto!, ¿no? D. SALUSTIO.– ¡No es lo “gue” “de” imaginas, “guerida” sobrina! ROSA.– ¡Ya!, pero sólo me llamas así cuando has bebido. Y, por cierto, ¿no crees que, en tu estado, es un poco peligroso apuntar con una pistola a un muchacho? EULOGIO.– ¡Bah, no te preocupes! ¡Si supieras lo que le hemos hecho a él! 68
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CÉSAR.– ¡Cállate, bocazas! Dª AMALIA.– ¿A él? ¿E a mí?: ¡um susto de morte! CÉSAR.– ¡Cierre el pico, señora!: ¡los rehenes no pían! ROSA.– ¿Rehenes? ¿La has secuestrado? D. SALUSTIO.– ¿Por “gué” crees “gue” he detenido al chico? ROSA.– ¡Vaya, vaya, vaya!... Y tú, Eutiquio, ¿se puede saber qué haces ahí subido, como un santo de la Reconquista en el altar? EUTIQUIO.– Me disponía a ejercer el necesario arbitraje que ponga fin al conflicto entre Hueste, de una parte, y del otro nuestro alcalde. Para ello será preciso que el diploma, si lo traes, muestres y, pronto, nos digas si histórica razón cabe que nos aclare el origen, negado hoy por una parte, de esta nuestra noble villa. ROSA.– ¡Pues, sí! Aquí traigo el dichoso documento, transcrito y fotocopiado. Os he hecho una copia a cada uno. CÉSAR.– ¿Y a qué esperas? ¡Vamos!: ¡pásaselo por los morros al traidor de tu tío, a ver si se cae del burro!, aunque no creo que le haga mucha mella. Yo, por si acaso, no pienso rendir el arma. ROSA.– No tan deprisa, César, que a mí me ha costado lo suyo el trabajito. CÉSAR.– ¡Fatigas de universitaria!: ¡unas horas de un día! ROSA.– ¡No te equivoques conmigo!: llevo meses traba69
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jando en ese documento. Lo siento, Eutiquio: antes he tenido que ponerte una excusa para que me dejaras sola y pudiese confirmar lo que, desde hace mucho tiempo, ya sospechaba. EUTIQUIO.– (sumamente preocupado) ¿Acaso... acaso... no es cierto... lo que en él se dice? ROSA.– ¡Huy, sí!, ¡ciertísimo! EUTIQUIO.– ¡Lo sabía, lo sabía!: antaño Alcázar del Rey fue una villa leonesa, nuestro diploma es de ley, ¡nunca ha sido portuguesa! Dª AMALIA.– ¡Não é verdade!: ¡Alcáçer do Rei sempre foi uma vila portuguesa! D. SALUSTIO.– Pero, Amalia, ¡”gué” más da!; ¡”gomo” si hubiera sido lapona, uzbeka o tártara! El “fuduro” es lo que cuenta... ¡y el “fuduro” es la Conurbación, “borque” así lo quiere el Pueblo!, ¡mal “gue” les pese a “esdos” pendejos”! CÉSAR.– ¡Ya salió su verdadero rostro!; ¡todos lo habéis oído!: ¡por mucho que dimita nada va a cambiar!, ¡él ha convencido al Pueblo para que se deje arrebatar el nombre!... ¡y perder su identidad! ROSA.– ¡Bueno, ya está bien de decir majaderías! ¿Queréis callar durante un buen rato y dejarme hablar?; ¡tengo cosas bastante importantes que deciros! (silencio prolongado) EULOGIO.– Yo… ¡hace rato que no le doy al pico! D. SALUSTIO.– ¡Más te vale! ROSA.– ¡Y a ti, también, tío!... (andando con dominio) En primer lugar, deberíais pensar que esta situación a la que habéis llegado no conduce a ninguna parte. (di70
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rigiéndose a César) ¡Nadie en su sano juicio puede pretender cambiar la voluntad del Pueblo con secuestros y amenazas! Tú crees que lo has conseguido, en parte, pero no es cierto. Sólo has conseguido que un alcalde, ya cansado de serlo durante mucho tiempo dimita, ¡nada más! ¡Pero ahí fuera has de enfrentarte a todo un Pueblo al que no vas a convencer esgrimiendo ese ridículo trabuco, por mucho ruido que meta! Aunque llegaras a disparar, ¡jamás convencerías! Como mucho… ¡lograrías encender odios!... Dices defender una causa justa. No digo que no lo sea: ¡las cosas, sin su nombre, no parecen las mismas! Pero, míralo de este modo: si yo me llamo Rosa, no es sólo porque así me registraron, ¡sino porque a mí me da la gana de seguir llamándome Rosa! A mí tampoco me gusta que esta villa deje de llamarse Alcázar del Rey... sin embargo, mucho menos me gustaría que se le impusiera un nombre que no aceptaran sus habitantes, por mucha tradición que dicho nombre tuviera, ¡ni tampoco que se les negara la oportunidad de decidir llamarse como les viniera en gana!... (volviéndose hacia el alcalde) Así que… ¡has decidido dimitir!, ¿no es eso?... ¡Bien!, ¡puede que a partir de mañana dediques a tu familia el tiempo que hasta ahora le has negado! Pero no por ello va a cambiar casi nada con respecto a la Conurbación, ¡todo lo más un ligero retraso!, ¿me equivoco, Doña Amalia? Dª AMALIA.– ¡Não te equivocas!: ¡dizes a pura verdade! ROSA.– ¡Un tiempo precioso que puede aprovecharse para la reflexión!: la Conurbación seguirá adelante, porque es beneficiosa para todos y así lo quiere el Pue71
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blo. Pero… ¡la realización del proyecto es independiente de que esta villa mantenga su nombre tradicional, o lo cambie y se diluya en la denominación “Eurovilla del Guadiana”! EUTIQUIO.– (solemne) ¡Más que un nombre, una horterada! D. SALUSTIO.– (entre dientes) Qué sabrás tú. ROSA.– ¡Vamos, tío, tienes que reconocerlo!: el dichoso nombrecito puede que quede bien en los papeles oficiales, pero muy poco motiva a que la gente se identifique con él; ¡no despierta muchos entusiasmos! Lo que pasa es que tú les has obligado a elegir el paquete completo... ¡o nada! D. SALUSTIO.– ¡Quien algo “guiere”, algo le cuesta! ROSA.– ¡De acuerdo!, ¡pero que sea la gente quien decida!... Podrías ya que dimites... sugerir a los concejales, a tu sucesor quizá... ¡que organicen una consulta popular para decidir el nombre con el que, en adelante, han de identificarse los ciudadanos de esta villa! EUTIQUIO.– ¡No será!, ¡eso jamás!. . . CÉSAR.– ¡Defenderemos nuestra identidad con las armas, si es preciso! EULOGIO.– ¡No permitiremos que el Pueblo nos robe el nombre como si fueran cerezas! ROSA.– ¡Tranquilos, chicos, tranquilos!... Me sorprende la poca convicción que tenéis en la justicia de vuestra propia causa: ¿no decís que es al Pueblo a quien habían robado el nombre?; ¡pues démosle ahora la oportunidad de que lo recupere!, pero que lo decida él, ¡no vosotros, ni nadie que lo suplante!... No cometáis el mismo error que mi tío: meter en el mismo saco dos cosas completamente distintas. Contra la Conurbación nada podéis hacer, por mucho que os 72
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emperréis, ¡es el signo de los tiempos!; sin embargo, lo del nombre... ¡es otra cosa!; ¡nadie se resigna, así como así, a perder su nombre!, ¡la gente no es tan tonta como parecéis creer! Desliguemos un asunto del otro, dejemos que el Pueblo decida libremente... ¡y que los problemas vayan resolviéndose a su ritmo! EULOGIO.– (dudando) ¿Tú... qué opinas, César?... A mí... no sé... me parece razonable, pero... ¡ya sabes tú que yo!... CÉSAR.– Pues… ¡no sé!, ¡qué quieres que te diga!: ¡con esto no contaba! Lo cierto es... que si yo ahora... rindo el arma... ¿quién me garantiza que no nos va a pasar nada? ¡Aquí casi se ha armado una tragedia! ROSA.– ¡Casi!, pero no se ha producido. Las tragedias ya no se arman en los escenarios: ¡se sufren en la vida real!... ¡y se representan cruelmente en forma de comedias! Lo nuestro de hoy sólo ha sido eso: ¡una farsa en un escenario festivo!, ¡pero ahí fuera hay gente que mata de verdad por un nombre, una palabra, un límite... o una simple leyenda! La Tragedia precisa de la dimensión heroica que aquí nos falta: ¡ninguno de nosotros somos héroes!, ¡ni siquiera Doña Amalia, a pesar del mal rato que ha debido de pasar! Dª AMALIA.– ¡Não sabes bem, Rosinha!, ¡mais muito me ayudó meu bravo Alcaçarenho! EULOGIO.– (abochornado) Señora: ¡no me saque los colores! CÉSAR.– Entonces... ¿nos podemos marchar tranquilamente? ROSA.– Es lo mejor que podéis hacer: habéis cometido un delito, ¡y contentos debéis quedaros de que nadie curse la denuncia! Suelta el arma. 73
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CÉSAR.– No hay cuidado: ¡ese cabestro no acabó de cargarla! (dejando de apuntar a la señora. A Rosa) Tú lo has dicho: ¡aquí la tragedia es imposible! (a su hermano) Anda, Romeo, coge tus cosas y vámonos por ahí, ¡la noche es joven! (dicho dirigiéndose a la puerta) EULOGIO.– Bueno, señora: ¡si algún día me necesita, ya sabe dónde encontrarme! Dª AMALIA.– ¡Adeus, meu nobre cavaleiro! (emocionada) EULOGIO.– ¿Me devuelve usted las armas, Don Salustio? D. SALUSTIO.– ¡Y una “bierda”! EULOGIO.– ¡Como quiera!, ¡pero no sé de qué le sirven si no las usa! EUTIQUIO.– ¡Brava Hueste Alcazareña!: no penséis que derrotados salís de esta noble empresa, pues el sacrificio en vano no quedará; ¡dejáis huella! Aquí permanezco yo esperando la respuesta del origen misterioso de ésta, nuestra Amada Tierra. CÉSAR.– ¡Adiós, hombre, Adiós! (vánse los dos hermanos) D. SALUSTIO.– Pero... “desbués” de todo lo “gue” aquí se ha dicho, ¿tiene ya “imbordancia” la historia pasada de “esda” villa? ¡De verdad “gue” no lo “endiendo”! Dª AMALIA.– ¡Não é importante, mais é certo que Alcácer foi sempre portuguesa! D. SALUSTIO.– ¡Mentís, lusa mercenaria! ¡Rosa lo sabe muy bien!: ¡muéstrenos el documento para la verdad saber! 74
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ROSA.– ¡Tanto hacer de “deus ex machina”, que casi me olvido del diploma! Por cierto: es curioso lo poco que a esos dos les ha importado la supuesta razón histórica de su causa. ¡Se han ido como si tal cosa! EUTIQUIO.– La cultura no siempre es, en toda una noble causa, patrimonio de la tropa mas pretexto de sus armas. ¡Estas ahora han callado!, ¡ya no hay disculpa que valga! ROSA.– Ya que tanto insistes… Veamos: como antes os dije, todo lo que dicho documento contiene, según lo interpreto yo, parece ser cierto (Eutiquio va hinchándose de satisfacción). Es más: a falta de alguna pequeña comprobación poco importante, podría afirmar que... ¡estoy completamente segura! EUTIQUIO.– ¡lo sabía, lo sabía!: ¡leonesa antes que lusa! D. SALUSTIO.– ¡Qué más dará! ROSA.– ¡Dejadme que continúe, por favor! Lo que ocurre es que cuando digo que el diploma dice la verdad... ¡no me estoy refiriendo a lo que mucha gente cree que en él se dice!... (comienza a mudársele el semblante a Eutiquio) ¡sino a lo que verdaderamente contiene!... Veréis: hace tiempo ya sospechaba yo que el documento podría depararnos algunas sorpresas; así que decidí que fuera sometido a algunas pruebas de laboratorio... ¡y me lo llevé a la Universidad sin permiso! ¡Lo siento, tío, fue necesario hacerlo! Era poco verosímil que en una ciudad portuguesa se conservara un documento probatorio de su anterior pertenencia al Reino de león. Necesitaba las pruebas 75
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del laboratorio... ¿Y cual fue el resultado?... ¿no lo adivináis?... pues, ni más ni menos, que... ¡debajo de lo escrito había otro texto, cuyas características gráficas no dejaban lugar a dudas sobre su autenticidad!: tipo de letra, fórmulas utilizadas, abreviaturas, etc, etc... ¡Éste segundo texto es el verdadero documento y no el que, hasta ahora, tomaban algunos por auténtico! (quédase Eutiquio petrificado) Según se desprende de su lectura, al parecer, tras la toma de Lisboa, los portugueses se aficionaron a hacer correrías por estas tierras, dominadas entonces por los musulmanes. Y en una de ellas, ya a comienzos del siglo XIII, ¡la villa fue tomada por las tropas lusas! En poco tiempo se convirtió en bastión inexpugnable de la lucha frente al Islam, razón por la cual el monarca portugués, y debido también a su probada fidelidad, la llamó... Dª AMALIA.– ¡Alcácer do Rei! ROSA.– ¡Exacto! Lo que pasa es que, en este como en otros casos, siempre dejamos de lado que muchas tierras peninsulares fueron musulmanas antes que leonesas, castellanas o portuguesas. D. SALUSTIO.– Entonces... ¿el “odro” texto?... ROSA.– ¡Tan falso como un billete de tres mil pesetas! Alguien pensó, a comienzos del siglo XIX, que sería conveniente manipular la Historia a través del documento, para poder hacer frente a las inevitables reivindicaciones portuguesas, después que la villa fuese tomada por las tropas de Godoy, durante la llamada Guerra de las naranjas. ¡Y se inventó el pasado leonés que esta villa jamás ha tenido! Cuando esta mañana Eutiquio me propuso ayudarme, yo no 76
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supe qué decirle. Al principio no me importó, pues pensé que la transcripción del diploma me iba a llevar tanto tiempo, que no estaría dispuesto para esta noche; pero, una vez comenzado el trabajo, al ver que no ofrecía tantas dificultades y, sobre todo, dándome cuenta de lo transcendente de su contenido, no me atreví a soltarle la verdad, así, de sopetón, ¡y tuve que inventarme una excusa! Lo siento, Eutiquio, pero pensé que en ese momento no estabas preparado para escuchar la verdad... ¡Eutiquio! (este permanece totalmente petrificado) ¿Te encuentras bien? ¡Eutiquio, responde!... ¡Eutiquio! D. SALUSTIO.– ¡Le ha estallado la realidad en “bleno” rostro!... ¡bang! Dª AMALIA.– ¡Pobre ancião!: ¡não estaba preparado! ROSA.– ¡Afortunadamente yo si lo estoy! Ya me temía algo así… (va sacando del maletín unos folios) ¡Tomad!: éstas son las transcripciones. Podéis comprobar que todo lo que os he dicho es rigurosamente cierto. (sigue revolviendo hasta extraer un móvil) ¡Por fin! D. SALUSTIO.– ¿A “guién” te propones llamar?, ¿a una ambulancia? ROSA.– (señalando a Eutiquio) ¿Para él?, ¡no la necesita! ¡En todo caso, tú, que estás que no te tienes!... ¡Voy a llamar al Párroco!... D. SALUSTIO.– ¿A “esdas” horas? ROSA.– No lo llamo a su casa. Está aquí, en el bar. Me imaginé que sucedería algo así y le dije que viniera: ¡es el único que puede devolver a Eutiquio a su estado habitual! Pero no quiero entrar ahí y llamar más la atención, ¡por hoy, ya vale! (marca un número y aguarda)... ¿Reverendo?, ¿es usted?... Sí, lo previsto... 77
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¿Muy grave?, no. Vamos, no más que otras veces... No, nada especial: usted limítese a lo de siempre... ¡Con todo el instrumental, eso es!... De acuerdo, le aguardamos... (devolviendo el aparato al maletín) Ahora viene. Cuando termine, os sugiero que salgamos todos por la puerta trasera; ¡no es necesario dar más espectáculo! D. SALUSTIO.– Pero... Rosita: ¿qué “goños” piensas hacer con el cura? ROSA.– Ahora lo sabrás…
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Escena octava
Dichos en el mismo lugar. Al abrirse la puerta del bar sube el rumor de la fiesta y, con aire decidido, maletín en ristre y un gran puro en la otra mano, aparece el Párroco, que no es otro que el mismo sacerdote de la Escena segunda. PÁRROCO.– Bueno, vamos a ver: ¿dónde está el paciente? ROSA.– (señalándolo) Ahí lo tiene, convertido en estatua de sal. PÁRROCO.– ¡Parece que le ha dado fuerte! Dª AMALIA.– ¡Não ha podido resistirlo! D.SALUSTIO.– ¡Le ha “esdallado” la realidad en el “rosdro”!... ¡bang! PÁRROCO.– ¡Y a usted el Jerez en el hígado!; ¡espero no tener que intervenirle también!... (a Doña Amalia) Usted: sostenga esto. (le pasa el puro, lo coge ella con repugnancia y, a su vez, se lo pasa a Rosa, la cual, de igual modo, lo cede a su tío, que da una placentera calada. Seguidamente coloca el maletín en la mesita y comienza a abrirlo) D. SALUSTIO.– ¡Buen veguero, rediós! PÁRROCO.– ¡No me cabree, que lo confirmo!... (extrayendo diversos objetos litúrgicos) Vamos a ver... santos óleos, crucifijo, rosario... no, esto no es para hoy... ¡como sólo me llaman para casos desesperados!... A ver, a ver... ¡aquí está! (saca por fin un cáliz, como el de la Escena segunda) ¡Bueno!, y ahora… ¡despejen la zona! ¡Vamos, vamos!... (van arrinconándose hacia el extremo opuesto al de la puerta del bar) Déjenme hacer a mí... El Párroco se coloca en un extremo del proscenio, más o menos en la posición que ocupara Eutiquio en la citada escena, dándose el caso 79
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de que éste, en su elevada posición, hállase en el lugar que, aproximadamente, ocupara el sacerdote. Ceremonialmente, el Párroco va elevando el cáliz y pronunciando las palabras rituales. Eutiquio comienza a reaccionar lentamente: deja caer la espada, bájase del mueble y se dirige hacia el sacerdote, repitiendo, punto por punto los pasos y movimientos que hiciera en la mencionada Escena II. Igualmente, reprodúcense los gestos y susurros del Párroco en dicha escena, ambientada con idéntica iluminación: un haz dirigido al sacerdote y otro a Eutiquio. Cuando éste se aproxima a su objetivo, se inicia el forcejeo entre ambos... hasta que el sacerdote, tras alzar amenazante el cáliz, ¡le descarga en la cabeza un contundente coponazo que suena profundamente duro y metálico!... (hácese inmediatamente el oscuro)
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Escena novena
Segundo día de feria en la villa fronteriza de Alcázar del Rey. En un extremo adelantado, al calor débil de una farola cutre y destartalada, la imagen patética etílica de Eutiquio: aires de desvarío profundo e ignorancia supina asumida por terapia de choque. Exhibe, sin ningún pudor, barba de un día y torpe desaliño sobre un cuerpo cuyos miembros no cesan en temblores de ansiedad. Al fondo brotan voces de mofa y escarnio, risa de antruejo y hedor de resaca, mascarada de burlas y sal gorda contra la que malamente se defiende Eutiquio, con su hablar ronco y aguardentoso... VOCES.– ¡Muéstranos el documento, Eutiquio, que la risa es buena para la resaca!... ¡Si es que lo entiendes, porque, a lo mejor, está escrito en portugués! EUTIQUIO.– ¡Qué importa un documento más o menos, perdido en un archivo mugriento!, ¡que se pudra en su torpe falsedad!... (extrae de un bolsillo la transcripción, arrugada, y la parte en mil pedazos) ¡Fue la Causa, la que alimentó el error... y no al revés... de aquel anónimo patriota alcazareño, que trazó la senda por donde camina nuestra Identidad! VOCES.– ¿Y a dónde conduce ese camino?, ¿al pasado del que ya nadie se acuerda?... ¡Quizás a Roma, como todos los caminos!... ¡O a la ermita, como el camino verde! (coro de risas groseras) EUTIQUIO.– ¡A la Gloria!... ¡o al Infierno! Pero a alguna parte ha de conducir: no hay camino sin meta, ni meta sin camino… ¡pues tan importantes como el Destino son la ruta y el Origen! VOCES.– ¡Qué más dará de dónde parte, si se sabe a qué parte ha de llegar!: ¡nosotros vamos a Europa, aun81
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que sea a través de Portugal!... Que ya lo dijo un poeta: ¡caminante, no hay camino, se hace camino al andar! EUTIQUIO.– ¡Los poetas sólo saben jugar con las palabras! ¡No hacen más que cambiar los nombres de las cosas, para que éstas cobren otro sentido!; por eso los poetas nunca serán patriotas: ¡porque no hay Patria sin nombre!; ¡si éste cambia, la Patria se diluye en otra cosa!, ¡y si éste se olvida, la Patria muere!... VOCES.– ¡Como todo en este mundo!... ¡Como tú, sin ir más lejos!: ¡que ya no puedes sostener ni tu propio nombre! (alboroto de risas) EUTIQUIO.– Tenéis razón: no puedo sostenerlo... porque es mi nombre el que me sostiene; ¡él me sueña y me mantiene vivo!... Hoy todos creen que alguien soñó el nombre de esta villa, falsificando un documento, pero no es así: ¡fue Alcázar del Rey quien soñó a sus habitantes, les dio una personalidad y construyó su identidad!... ¡Él nos sostuvo durante años, y ahora tal vez no podamos sostenerlo! Dicen que es ley de vida: que lo que nace y vive algún día ha de morir. Yo, en cambio, prefiero creer que morir... puede morir el hombre, ¡pero no su nombre! VOCES.– ¡Ahora te has vuelto poeta!, ¡ya no serás patriota!... Suave y fatal, la cadencia del fado trae lejanos ecos del occidente marino: rumor de gaviotas y salitre. Eutiquio permanece un rato, solo, pensativo, triste... ¡patéticamente iluminado!... (hácese seguidamente el oscuro) FIN 82
LA TIERRA MOVIDA BAJO LOS PIES (COMEDIA CRUEL)
La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse como parte y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás. (George Orwell)
PERSONAJES: * Los amigos CÁNDIDO ANDRÉS * Los Pandilleros EL GRILLO EL RATA CANELO * Las aves nocturnas LA TRINI ACRACIO * Voz de televisión
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Es decir: un terremoto que se produce justo debajo de uno mismo. Algo que, en principio y aunque trágico, puede parecer meramente casual; pero no tanto si sucede que el tal terremoto no es sino la decisión de dejar las armas por parte de una organización terrorista. Lamentablemente, sin embargo, flota en el ambiente el temor a un último atentado... Con estos y otros ingredientes que el lector observará, se puede afirmar que esta obra camina por los mismos límites de la comedia, prácticamente al borde de la tragedia, si no los traspasa claramente para adentrarse en otra vía que tenía ya pensado explorar cuando la publiqué por primera vez: la que tiempo después vine en llamar fargedia.
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La Tierra movida bajo los pies
Escena primera
Paraje indefinido en las afueras de la ciudad: niebla helada y densa que borra los contornos; apenas se distingue forma alguna en el temprano atardecer. De entre la espesa bruma va emergiendo la figura de un hombre vestido correctamente, casi impecable, en ropa de abrigo. Mira a todas partes y a ninguna en concreto, como si esperara la llegada de otra persona. Consulta su reloj. Muéstrase algo impaciente en su errante y corto caminar, cambiante, impreciso, inseguro... Óyense pasos al fondo: suenan con ritmo rápido al principio y poco a poco van ralentizándose. Nuestro hombre se alarma. Cesan los pasos y en unos segundos puede apreciarse el ruido líquido de una larga y copiosa meada. Nuestro hombre traza un gesto de fastidio y contrariedad. Piérdanse los pasos, de vuelta, en la lejanía... De nuevo, la espera... el caminar errante... la inseguridad ante lo desconocido... Súbitamente, una voz grave, masculina, imperiosa, lo para en seco... VOZ.- ¡Alto!... no se mueva de donde está. (a un gesto del hombre) No intente darse la vuelta... ¡Y levante las manos! HOMBRE.- ¿Es... necesario? Le aseguro que... VOZ.- ¡Y yo le advierto que le estoy apuntando con una pistola... a la cabeza! (el hombre obedece). ¡Eso está mejor! (pausa) HOMBRE.- No llevo armas... ¡puede creerme!: ¡me dan pánico! VOZ.- Le creo... ¡pero no me fio ni de mi sombra! HOMBRE.- Además... ¡de qué iban a servirme si ni sé usarlas! No llegué a hacer... 85
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VOZ.- (cortante) ¡El servicio militar! Lo sé. HOMBRE.- (nervioso) Están... ustedes... ¡muy bien informados! VOZ.- No todos. Algunos lo estamos... más que otros. ¡Pero nunca lo bastante como para perder la desconfianza! HOMBRE.- Pues... no veo… ¡qué puede usted temer de mí! VOZ.- No le temo. HOMBRE.- ¿Entonces?... VOZ.- (tras una pausa) Le temo a su propio miedo. HOMBRE.- ¿Tanto se me nota? Verá... es que... estoy algo nervioso y... VOZ.- ¡Precisamente por eso no me fio de usted! HOMBRE.- ¡Vaya, hombre! Yo creía que era eso lo que ustedes buscaban: ¡amedrentarnos! VOZ.- (tras una pausa) No me preocupa su miedo por lo que usted me pueda hacer, sino, más bien, por lo que pueda sucederle si me viera obligado a disparar: muerto, no me sirve usted de nada. HOMBRE.- ¡Y “acojonao”, no sé de qué! ¡Cada vez que dice algo, me pone usted más nervioso!; si yo me pongo nervioso, podría hacer alguna tontería; y si la hago, usted... usted se vería obligado a... a... VOZ.- ¡Está bien! Vamos, cálmese... Puede bajar las manos si eso le tranquiliza. Pero le advierto que sigo apuntándole. HOMBRE.- (bajando las manos, aliviado) Desde luego... ¡no se ganará usted la vida como sicólogo!... ¡Bueno!, qué digo yo, si ni siquiera... VOZ.- (alarmado) ¡Un momento!: ¿qué es lo que usted ha querido decir exactamente? 86
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HOMBRE.- (extrañado) ¿Yo?, nada en especial... Sólo he manifestado mi opinión de que… ¡no me parece usted una persona especialmente tranquilizadora!, vamos, digo yo... VOZ.- Le prevengo: no deduzca nada ni saque conclusiones apresuradas. Su situación no se lo permite. HOMBRE.- ¡No me lo recuerde! VOZ.- Es mi obligación. HOMBRE.- (tras una larga pausa en la que vuelve a dar muestras de nerviosismo) ¿Y bien? Ya me dirá usted... ¡para qué me han citado aquí!, bajo amenaza, claro, que si no yo... VOZ.- ¡No se impaciente!, ¡cada cosa a su tiempo! Aún debo asegurarme de que nadie le ha seguido... y que tampoco ha tenido la tentación de llamar a... HOMBRE.- ¿La policía? No es mi estilo. VOZ.- Lo sé. HOMBRE.- ¿Lo sabe, de veras? ¡Pues no se crea tan listo, porque, en un principio, consciente de que la amenaza iba en serio, no pensé en otra cosa! VOZ.- Me lo imagino. HOMBRE.- ¿Imaginarse usted? ¡Usted no se encuentra en mi pellejo! VOZ.- ¡Yo, en su lugar, ni lo hubiera dudado!... Por eso debo mantenerme alerta. HOMBRE.- ¡Pero, bueno!, ¡vamos a ver!: ¿para qué me han citado ustedes?... ¡Y a qué viene tanta desconfianza, si saben de sobra que soy inofensivo! VOZ.- Cálmese. HOMBRE.- ¡Que me calme!; ¡es fácil decirlo!... A propósito: no le importará si... (habiendo echado, sin llegar a introducirla, una mano al bolsillo) 87
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VOZ.- ¡Esa mano quieta! HOMBRE.- Sólo... iba a... coger... ¡el paquete de cigarrillos! VOZ.- Ya sabe que es malo para la salud... ¿No puede pasar un momento sin él? HOMBRE.- Si, verdaderamente, quiere que me calme... VOZ.- Está bien. Dese la vuelta, despacio, que yo le vea. Ahora, muy despacio, levante la mano derecha y manténgala ahí... Eso es... Y con la mano izquierda, todo muy despacio, vaya extrayendo el paquete del bolsillo. HOMBRE.- (obedeciendo y sintiéndose incómodo por la forzada postura) ¡Coño!, ¡qué difícil me lo pone usted!... ¿Y si yo fuera zurdo? VOZ.- Sé que no lo es. Y también que acostumbra a guardar el mechero dentro del paquete de cigarrillos... Puede usar ambas manos para encender uno. (el hombre lo hace y aspira una buena bocanada). Guarde el paquete, pero hágalo despacio. HOMBRE.- (tras una pausa) ¿Sabe una cosa?... ¡con todo este ritual ha logrado calmarme! Retiro lo dicho anteriormente: ¡es usted más sicólogo de lo que yo suponía! VOZ.- ¡Le ordené que no hiciera suposiciones! HOMBRE.- ¡Vaya, vaya! Me parece... me parece que usted también tiene... ¡algo de miedo! VOZ.- ¡No se pase de listo! HOMBRE.- ¡Nada más lejos de mi intención! Pero... no sé... tengo la sensación de que... usted tiene miedo... ¡de que yo sepa algo de usted! ¡Sí! VOZ.- Una simple precaución. HOMBRE.- Sí, claro. Pero... creo... ¡creo que es algo más! Usted se alarma cada vez que menciono la palabra... “sicólogo”. 88
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VOZ.- ¡Pues no lo haga!... Además, ¿cómo sabe si me alarmo, si apenas puede verme? HOMBRE.- ¡Su voz le delata! VOZ.- ¿Mi voz?, ¿está seguro?... ¿Qué sabe usted de mi voz? HOMBRE.- No mucho, la verdad sólo es una sensación... Algo así como que... por momentos… ¡se me hace voz conocida! VOZ.- ¿No cree que va usted demasiado lejos?; ¿no tiene miedo? HOMBRE.- Pues... ¡cada vez menos!... ¡desde que siento su voz como casi familiar! VOZ.- Si eso le tranquiliza... HOMBRE.- No hay peor monstruo que el pánico ante lo desconocido. VOZ.- Ni persona confiada a la que no se pueda engañar. HOMBRE.- ¿Aún piensa que le engaño? VOZ.- ¿Usted a mí? ¡Vamos!, ¡que me puedo partir de risa! (comenzando a reír, a pesar de sus esfuerzos por reprimirse) HOMBRE.- Pues... ¡no sé de qué se ríe!... VOZ.- (sin parar de reír) ¿Engañarme... tú... a mí? HOMBRE.- ¿Y por qué no?.... Nada tiene de extraño... Ha de saber usted que, antes de venir, yo... VOZ.- ¿Tú? ... ¿Y qué has podido tramar tú, “alma cándida”? HOMBRE.- ¿Eh? ¿Cómo me ha llamado? ¿Ha dicho usted “alma cándida”? VOZ.- ¡Te llamo como siempre te he llamado! HOMBRE.- ¿Por qué me tutea, si apenas me conoce? ¡No se pase usted de sicólogo! VOZ.- ¡Cuidado con el pico!: ¡que te conozco, capullo! HOMBRE.- Hace años que no permito a nadie llamarme 89
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así, ¡debería usted saberlo señor “sicólogo”! (dicho con la peor intención) VOZ.- ¡Tanto como que fui yo quien te cambió el innombrable tabú por el eufemístico, “alma cándida”! (quédase el hombre estupefacto. Tras una pausa) ¿Qué?, ¿aún no me reconoces? HOMBRE.- ¡No es posible!... ¡Después de tantos años!... ¡No puede ser!... VOZ.- (comenzando a hacerse visible, poco a poco) ¿Crees que soy un fantasma? HOMBRE.-Pero... ¡si eres tú!: ¡Andrés!... ¿Qué... qué clase de broma es ésta? ANDRÉS.- ¡No es ninguna broma! (dando unos pasos hasta salir de la bruma) ¡Aún milito en la Organización, amigo Cándido! CÁNDIDO.- Te creía en el extranjero, dedicado a tus negocios. ANDRÉS.- Y, en parte, así es. CÁNDIDO.- ¿Qué quieres de mí? ANDRÉS.- (mostrando sus manos desnudas) ¿No piensas darle un abrazo a un amigo? CÁNDIDO.- ¡Mis amigos no me apuntan con un arma! ANDRÉS.- Entonces... ¡sigo siendo tu amigo! (abriendo los brazos) Mira: voy de vacío, como siempre. ¡Ya sabes que no es mi estilo! CÁNDIDO.- No será el tuyo si no has cambiado, pero... ¡la Organización sigue siendo la misma! ANDRÉS.- ¡Y tú, también! A mí no me engañas: bajo ese disfraz de hombre ordenado, de ciudadano cabal, late el corazón frustrado de un revolucionario que se quedó a medio camino. CÁNDIDO.- ¡Hablas de otros tiempos! 90
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ANDRÉS.- ¡Hablo de la misma persona!... Sabemos que... “algo” de aquel espíritu que te movió a colaborar con nosotros, en nuestra época de estudiantes, ¿te acuerdas?, algo de eso permanece aún dentro de ti. CÁNDIDO.- Será la nostalgia. ANDRÉS.- He leído alguna de tus colaboraciones en la prensa, ¿sabes?: ¡has adquirido un buen estilo! CÁNDIDO.- Demoledor, según algunos. Supongo que no te hará mucha gracia. ANDRÉS.- No nos tratas con mucho cariño, ciertamente, pero... no sé... hay en tus artículos algo, algo de... ambigüedad calculada, ¡sí! CÁNDIDO.- ¡El canguelo que me entra cuando quiero escribir la verdad! ANDRÉS.- Yo más bien diría... ¡la conciencia profunda que te impide contar las cosas de otro modo!: criticas nuestros métodos... a veces con... excesiva dureza... ¡pero nada dices de nuestros objetivos! Incluso, si me apuras, casi pensaría... ¡que los compartes! CÁNDIDO.- ¡Y qué; si así fuera!: ¡eso no cambia nada! ANDRÉS.- A lo mejor... ¡somos nosotros los que hemos cambiado! Verás, amigo Cándido: quizá estés al corriente de que nos hallamos en medio de un proceso de debate y... CÁNDIDO.- Algo he oído. ANDRÉS.- ¿Y también que la Organización... piensa declarar una tregua? CÁNDIDO.- ¿Una tregua? ANDRÉS.- Unilateral e indefinida. Este, y no otro, es el motivo de mi encuentro contigo. CÁNDIDO.- ¿Yo?... ¿Y qué pinto yo en todos vuestros manejos? 91
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ANDRÉS.- (tras una pausa) Como bien sabes, no pesa sobre mí delito alguno: mi situación es, tanto en el extranjero como aquí, totalmente legal; nadie absolutamente, salvo tú desde ahora, sabe de mi militancia. Y, quizá lo más importante para ti: ¡jamás he participado en ninguna acción sangrienta! CÁNDIDO.- ¿A dónde quieres ir a parar? ANDRÉS.- Amigo Cándido... ¡tengo que pedirte un favor, en nombre de nuestra vieja amistad! CÁNDIDO.- ¡No, Andrés!: ¡no me digas eso!, ¿quieres? ANDRÉS.- ¿Por qué no? CÁNDIDO.- ¡Porque sabes que no voy a negarme, so cabrón! ANDRÉS.- ¿Entonces?... CÁNDIDO.- ¿De qué se trata? ANDRÉS.- Nada que no esté de tu mano. Simplemente... ¡que me alojes durante una temporada en tu casa!, ¡como en los viejos tiempos! CÁNDIDO.- ¿Como... en los viejos tiempos? Entonces solías ser tú el que me alojaba a mí. Yo, que ni siquiera era militante, tenía una ficha como el vampiro de Düsseldorf, en cambio tú... ANDRÉS.- ¡Es que siempre la cagabas, tío! Y mira que te lo advertía: ¡eres un alma cándida!, ¡nunca aprenderás! CÁNDIDO.- Y, al parecer, sigo igual. Dime tú, si no, ¡por qué me creo en la obligación de devolverte favores! ANDRÉS.- Porque eres como eres. CÁNDIDO.- ¡Un capullo, que no sabe decir que no! ¿Sabías que estoy sólo en casa? ANDRÉS.- Sé que te has divorciado. Y que tu exmujer tiene la custodia de tu hija. CÁNDIDO.- Ya que tanto sabes de mí... ¡podrías infor92
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marme algo acerca de “las actividades” que piensas desarrollar desde mi casa!: ¡podrían no gustarme! (irónico) Aunque, no sé por qué, pero creo que no estoy en condiciones de negarme, ¿me equivoco? ANDRÉS.- Digamos que... a la Organización... ¡quizás tampoco le guste tu negativa! Pero no debes preocuparse: te doy mi palabra de que no haré nada que pueda implicarte en delito alguno. Mi cometido aquí es de simple observación. Necesito pasar desapercibido... ¡y en un hotel podría despertar sospechas! Todo está relacionado con el asunto de la tregua. CÁNDIDO.- ¿Estáis preparando... un congreso en el interior... o algo parecido? ANDRÉS.- Quizás. Pero es todo lo que pueda decirte. Tendrás que confiar en mí. CÁNDIDO.- ¡Como tantas veces! En fin!, si estás dispuesto, podemos acercarnos al coche y... ANDRÉS.- (interponiéndole una mano) ¡Chiisssssttt!, ¡calla!... ¿No oyes? (suenan unos pasos de cadencia arrítmica: como si un pie pesara el doble que el otro)... ¡Alguien viene! CÁNDIDO.- ¡Te aseguro que yo no…! ANDRÉS.- ¡Silencio!... ¡Vamos, rápido!: ¡ahí, junto a la tapia! (dirígense hacia un extremo) ¡Agáchate! (ambos lo hacen) Allí, acurrucados y semiocultos entre los vahos helados, apenas distinguen los pies de un hombre que, acusando una leve cojera, se les acerca. Ya junto a ellos, dándonos la espalda, dicha figura abre sus piernas... ¡y les descarga, humeante, todo un surtidor de abundante micción!
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Escena segunda
En el amplio y bien amueblado apartamento de Cándido. Éste, ante un ordenador, teclea con insistente soltura; de vez en cuando se detiene, levanta la cabeza y observa la habitación, como buscando en el aire la palabra que no encuentra o la frase adecuada. En un extremo, recostado en una especie de sofá o diván, Andrés hace anotaciones en una pequeña libreta. Tiene cerca de si una lata de cerveza, de la que va echando tragos a intervalos casi regulares. Levántase Cándido y camina por la sala con cierto nerviosismo, provocando esporádicos gestos de irritabilidad en su viejo camarada. Vuelve a sentarse al teclado. Respira Andrés de alivio. No por mucho tiempo, ya que Cándido repetirá varias veces su inquietante peregrinaje. A ratos, óyese sobre sus cabezas el ruido de unos pasos, cuya cadencia se asemeja a los de su encuentro en las afueras: una pisada más fuerte que la otra. Párase Cándido y proyecta una mirada de preocupación al techo. Muestra Andrés un gesto de condescendencia. Suena el teléfono, situado a un buen trecho de ambos. Cándido, sin saber qué hacer, aguarda la reacción de su amigo... ANDRÉS.- ¿No piensas ponerte?... ¡A lo mejor es tu hija! CÁNDIDO.- ¿Un sábado a la tarde? Como no sea para pedir dinero... En fin... (dirígese al teléfono y lo coge) ¿Diga?... ¡Diga!... (gritando) ¡Diga!... Lo de siempre: ha colgado. ¡Y ya van tres! ANDRÉS.- Una equivocación. CÁNDIDO.- Una... ¡detrás de otra! ANDRÉS.- ¡Puede que sea el mismo, que no acaba de convencerse! CÁNDIDO.- (fijando su mirada en Andrés) Probablemente... ¡espera otra voz, distinta de la mía, al aparato! ANDRÉS.- ¡A mí no me mires!: ¡jamás se me ocurriría darle 94
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a nadie este número! Dispongo de otros sistemas de contacto... más complejos... más seguros. Y, como bien ya comprenderás, no pienso revelártelos. CÁNDIDO.- ¿Te has modernizado? ¡Cualquiera lo diría con esa libreta cutre y apergaminada! ANDRÉS.- ¡Así me siento más seguro!: la clave que utilizo... ¡no ha sido aún descifrada, después de tantos años!, ¿lo recuerdas? CÁNDIDO.- Sí, recuerdo que me utilizabas a mí para enviar tus famosos mensajes cifrados... y cuando me detenía la pasma, ¡me llevaba un carro de hostias, porque nada podía largarles de su contenido! ANDRÉS.- Pero siempre te soltaban sin cargas, sin base acusatoria... CÁNDIDO.- ¡Y sin cara!, ¡por tu falta de escrúpulos! ANDRÉS:- ¡Por falta de pruebas, “alma cándida”! Deberías estarme agradecido. (apurando la cerveza) ¡Oye!: ¿sabes que no está nada mal esta cerveza? Antes no abundaban aquí productos como éste. CÁNDIDO.- ¿Te apetece otra? ANDRÉS.- Si eres tan amable... (camina Cándido hacia donde se supone la cocina) ¡Ah, mira si puedes traerme también algo de picar!... Es que... verás... la cerveza así, a palo seco... (prosigue con sus anotaciones, mientras Cándido desaparece momentáneamente. Vuelve a sonar el teléfono. A voz en grito) ¡Teléfonoooo! Sale Cándido apresurado, con la lata de cerveza. Se detiene, duda un instante y le arroja la lata a su amigo. Éste la atrapa como un consumado guardameta. CÁNDIDO.- (al teléfono) ¿Diga?... ¡Diga!... ¡Diga!... ¡Nada!: ¡parecemos el señor y la señora Smith! 95
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ANDRÉS.- ¿Cómo? CÁNDIDO.- (volviendo hacia la cocina) “La cantante calva” de Ionesco:... (ya desde dentro) la evidencia dice que cada vez que llaman no hay nadie al otro lado... ¡o algo parecido! (esboza Andrés una mueca de ignorancia. Saliendo con una bandejilla llena de diversas chucherías). Lo peor de los anónimos es que... ¡despiertan las pesadillas de antaño! (suenan de nuevo los pasos en el piso superior. Tras leve pausa, deja caer la bandeja con estrépito) ANDRÉS.- Pero... ¿tú estás bobo? ¡Mira lo que has hecho!... (siguen sonando los pasos. Cándido no deja de mirar, boquiabierto, al techo) ¡Vamos!: ¡no te quedes ahí parado!, ¡recógelo ya! CÁNDIDO.- (recogiendo los productos derramados con nerviosismo y sin dejar de mirar al techo) ¡Esos pasos!... ¡Cuando no es el teléfono, son esos pasos!... iSeguro que todo esto tiene que ver contigo! ANDRÉS.- ¡Nadie sabe nada de mí! Creo que estás obsesionado con alguno de tus relatos… (cesan los pasos) CÁNDIDO.- (terminando de recoger todo y depositando la bandeja, de mala manera, en una mesita) ¡Esos pasos!... ANDRÉS.- (levantándose) ¡Usa el cerebro, capullo!: ¿qué tiene de extraño un vecino andando por su casa? CÁNDIDO.- Son pasos de hombre. Un vecino... ¡donde sólo viven vecinas! ANDRÉS.- ¡Vamos, no me jodas, alma cándida!: ¡precisamente por eso! CÁNDIDO.- ¡Bueno, sí!, pero estos pasos... (vuelven a sonar) ¡Ahora!, ¡otra vez los tenemos! Fíjate: ¡clic, clon!; ¡clic, clon!; ¡clic, clon!... ANDRÉS.- Un hombre que cojea levemente... ¡Bah!, ¡hay tantos! (cesan los pasos) 96
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CÁNDIDO.- A ver, Andrés, tú que siempre has tenido el oído fino: ¿dónde antes nos hemos encontrado con una persona de tal característica?, ¿eh? ANDRÉS.- (tras una pausa) ¡Coño!... ¡el tío que nos meó encima hace dos semanas, cuando la cita! CÁNDIDO.- ¿Lo ves? ANDRÉS.- Sí. Pero si mal no recuerdo, hubo antes otro: el que te asustó cuando yo permanecía oculto, ¡ése no cojeaba! CANDIDO.- Cabe perfectamente en un cálculo probable de casualidad. Pero este, no tanto. ¡Y luego están esas llamadas inquietantes! ANDRÉS.- ¡Las llamadas, las llamadas!... ¿Y quién te dice a ti que esas llamadas no tienen que ver con lo que publicas en la prensa? Aquí hay gente que nos apoya... ¡y a la que no le caes nada bien! CÁNDIDO.- ¡Bravo, magnífico! O sea que: si las llamadas no proceden de la pasma, ni de ningún descerebrado de ultraderecha, me debo tranquilizar porque pueden deberse a cualquier incontrolado amigo vuestro, de ésos que te queman la casa o te vuelan el coche, ¡o ambas cosas a la vez! Y por si fuera poco, nada sabemos de un fantasma cojitranco que surge, misteriosamente, en una calle solitaria y vuelve a aparecer, casualmente, encima de mi propia casa. ANDRÉS.- (tras una pausa) Te recomiendo que vigiles tu equilibrio: estás alterado. CÁNDIDO.- ¡Ya salió el sicólogo! ANDRÉS.- (molesto) ¡Que nunca logró acabar la carrera, capullo!, ¡a ver si lo recuerdas! CÁNDIDO.- ¡De lo cual me alegro!: ¡hubiera sido como regalar a un albañil el título de arquitecto! 97
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ANDRÉS.- Dejémoslo, ¿quieres? CÁNDIDO.- Lo siento, Andrés. Pero... creo... ¡creo que deberías tomar alguna iniciativa! ANDRÉS.- Está bien. Si ése es tu deseo... (dirígese al teléfono, lo toma y marca un número) CÁNDIDO.- ¿A quién vas a llamar ahora? ANDRÉS.- A la policía, lógicamente. CÁNDIDO.- ¿Te has vuelto loco? (arrojándose sobre Andrés y arrebatándole el teléfono de las manos) ¡Deja esto en paz! (colgando) ¿Se puede saber a qué viene este numerito? ANDRÉS.- Como me dijiste que tomara la iniciativa... CÁNDIDO.- ¡Sí! Pero no que te suicidaras, ¡y de paso me salpicaras a mí! ANDRÉS.- Piensa un poco, alma cándida, piensa un poco: ¿qué haría un ciudadano honrado, libre de toda sospecha, profesor universitario y que ha ganado justa fama en la prensa como defensor de los derechos humanos y de la paz, ante el acoso de unas misteriosas y anónimas llamadas a la intimidad de su domicilio? CÁNDIDO.- (prolongada pausa, expectante) Bueno... quizá yo... no esté tan libre de sospecha... ¡tengo mi pasado!... ¡tú lo conoces!... ANDRÉS.- Yo, sí. Pero el mundo en que vives ahora, puede que no. La honra de un ciudadano sigue midiéndose por su fama, ¡como en tiempos de Calderón, a pesar de lo que ha llovido!; sólo que... ya no es necesario lavarla con sangre. CÁNDIDO.- Bien; olvidémonos, por el momento, de las llamadas... ¿Qué me dices del cojo? ANDRÉS.- (rascándose la barbilla) Pues que si su presencia ahí arriba... se debe a alguna indiscreción… ¡ha tenido que ser de tu parte! 98
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CÁNDIDO.- ¿De mi parte?, ¿por quién me tomas? ANDRÉS.- ¡Vamos, amigo!: ¡es evidente que la noche de la cita estabas nervioso! ¿Cuántas copas te tomaste antes de vemos? CÁNDIDO.- Una que otra. ANDRÉS.- Que serían más otras que una, ya que ahora no tienes que dar cuentas a nadie... Las primeras no llamarían la atención: suelen ser silenciosas... Pero la última... CÁNDIDO.- (nervioso) La última... ¿qué?... ANDRÉS.- ¡Suele ser la que más peligro lleva!: la que hace aflorar nuestros más ocultos deseos, la que libera nuestros fantasmas, la que desinhibe nuestras obsesiones… ¡la que nos desata la lengua, en definitiva!... CÁNDIDO.- (angustiado) ¿Tú crees?... ANDRÉS.- ¡Hazme caso, capullo!: ¡los hombres siempre la cagamos en la última copa! CÁNDIDO.- Entonces... es posible que yo... dijera algo... ANDRÉS.- ¡Algo indebido delante de gente inadecuada!, ¡vete tú a saber! CÁNDIDO.- Luego… ¡todo es por mi culpa! ANDRÉS.- Un error… ¡que ahora tienes la oportunidad, y el honor, de subsanar, alma cándida! A ver: ¿dónde estuviste por última vez antes de la cita? CÁNDIDO.- Estuve, estuve... ¡sí!, ¡en “El Jardín de Rosa”!: lo que entonces llamábamos “La Tasca de Acracio”. ANDRÉS.- ¿La de las pipas y los porrones? CÁNDIDO.- La misma. Pero nada que ver con lo de antes. Allí se reúne toda una fauna de lo más variopinta: alcohólicos, poetas, marginados, nostálgicos, inadaptados... ANDRÉS.- ¿Hay putas? 99
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CÁNDIDO.- (sorprendido) Pues... sí... algunas se suelen dejar caer por ahí... ANDRÉS.- ¡Claro!: ¡donde hay putas, siempre hay policías!... ¡o soplones! Todo concuerda: ¡ése es el lugar por donde tienes que empezar! CÁNDIDO.- ¿Empezar yo?, ¿a qué? ANDRÉS.- ¡A qué va a ser, alma cándida!: ¡a averiguar lo que puedas! CÁNDIDO.- ¿Y por qué yo? ANDRÉS.- ¡Elemental, capullo!: ¡tú eres el que la ha cagado! (pausa. A un gesto de resignación de Cándido) Mira: yo no puedo ir a ese antro de Rosa o como se llame, dadas las circunstancias, y empezar a hacer preguntas donde nadie me conoce. ¡Sería como volver al lugar del crimen! Además: no es ése mi cometido. Tómatelo... tómatelo... ¡como una misión especial, ordenada por tu responsable político! ¡Tú siempre fuiste muy disciplinado! CÁNDIDO.- ¡Sí, claro! Pero... ¿qué hago?: ¿llego y pregunto si alguien conoce a un fantasma cojo, con cara de soplón? ANDRÉS.- (paciente) Con discreción, alma cándida, con discreción. Sólo tienes que observar y retener toda la información que puedas, cuanta más, mejor. Según lo que traigas veremos qué medidas tomar. CÁNDIDO.- ¿Informarás a los tuyos? ANDRÉS.- (tras una pausa; clavando su mirada en los ojos de Cándido) ¿Para qué? CÁNDIDO.- (nervioso) ¡Vaya una pregunta! Pues... ¡para que hagan algo! Se supone que… ¡no pueden dejar que te detengan, así como así!, ¡y, de paso, a mí contigo! ANDRÉS.- (muy serio) Amigo Cándido: ten en cuenta que... 100
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“los míos”, puestos a tomar medidas, si llega el caso, ¡serán drásticas e irreversibles! (pausa) ¡No lo olvides! CÁNDIDO.- (asintiendo con nerviosismo) Lo... tendré... presente. ANDRÉS.- Entonces... vete tranquilo: de momento, todo lo que tenemos no son sino conjeturas. Aún no veo verdadero motivo de alarma. CÁNDIDO.- Ya. Pero, por si acaso, me mandas a mí para que investigue, ¡mientras tú te quedas aquí, cruzado de brazos! ANDRÉS.- ¿Prefieres hacerle una visita a tus vecinas?: ¡ya va siendo hora de que hagamos amistades en el inmueble! CÁNDIDO.- (alarmado) ¿Al piso de arriba? Pero, pero... ¡qué dices! Si es precisamente de ahí, de donde suenan... ANDRÉS.- Los pasos, exacto. Y el único modo de averiguar algo es... ¡yendo al lugar de procedencia! Veremos entonces si el cojo de arriba... ¡tiene que ver con el de aquella noche o... es mera casualidad! ¿Qué clase de vecinas tenemos? CÁNDIDO.- Llevan poco tiempo en la casa: apenas sé nada de ellas. ANDRÉS.- ¡Eso nos puede facilitar el pretexto para hacer una visita de vecindad! CÁNDIDO.- ¡Sí, pero ten cuidado! ANDRÉS.- Preocúpate tú de ir discreto... ¡y déjame a mí las relaciones sociales! Deberías aprovechar la tarde de hoy: es sábado; y el tal antro de Rosa... ¡bien seguro que se encuentra en el cenit de su apogeo! CÁNDIDO.- ¿Y... si me surge... algún problema?, ¿qué hago?: ¿te llamo? 101
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ANDRÉS.- A este número, no. (extrayendo un bolígrafo y tomando la libreta) Llámame al móvil. (anotando un número y arrancando la hoja) ¡Toma!: ¡memorízalo y destruye el papel!, ¡como en los viejos tiempos! CÁNDIDO.- ¡Como en los viejos tiempos! De pronto, comienzan a sonar en el piso superior los misteriosos pasos, con su arrítmica cadencia: una pisada más fuerte que la otra. Los dos amigos levantan la cabeza, boquiabiertos. Cesan los pasos. Suena el teléfono. Ambos giran el rostro hacia él, permaneciendo inmóviles en su sitio, sin atreverse a cogerlo. Persiste el aparato, inquietante, insistente...
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Escena tercera
En un rincón de una calle, al atardecer del sábado. Hállase Cándido –gafas oscuras, gabán de tópico espía y desplegado periódico–, sentado en un banco, bajo la tenue luz de una farola. La humedad del ambiente y la imprecisión de las formas acentúan, aún más, el aspecto de cuadro manido y sobado en múltiples películas de barato presupuesto. Emergen las gafas de Cándido sobre dicho periódico abierto. Echa un vistazo a diestra y siniestra, tratando de asegurarse que nadie le observa. Ya seguro de ello, dobla el periódico y lo guarda en un bolsillo, si bien sobresaliendo visiblemente. Hurga entre la ropa, extrae un móvil y marca un número. CÁNDIDO.- Vamos... vamos... venga, Andrés, venga... ¡vamos, cógelo de una vez!... ¡vamos!... (colgando) ¡Nada!... ¿qué demonios estará haciendo? (sobresaltado) ¿Le habrá sucedido algo?... ¡No, no es posible!: entre nosotros, si algo sucede, ese algo me pasará a mí; ¡a él qué le va a pasar!... ¡Aunque no sé para qué le llamo, si aún no ha ocurrido nada!... ¡pero tiene que ocurrir!... ¡En fin!: (volviendo a marcar) ¡probaremos otra vez!... ¡Vamos, vamos!... ¡Vaya, hombre!, ¡ha desconectado!... (guardando el aparato) ¿Será posible?... Del fondo de la calle surgen voces jaraneras y juveniles: rapadas sus cabezas, tocada alguna con visera yanqui y vaciado los más su cerebro. Adelántase el que parece más lleno de materia gris, que ejerce de líder y atiende al sobrenombre de “el Grillo”. Le siguen a corta distancia: “Canelo” y “el Rata”.
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EL GRILLO.- ¡Ji, ji, ji, ji, ji! ¡Eh, tíos!: ¡mirad lo que me he encontrado! (dicho señalando a Cándido, que comienza a dar inequívocas muestras de miedo) ¡Anda, Canelo!: ¡husméale un rato p 'a ver qué clase de bicho es! (el aludido, cual consumado sabueso, olfatea todo el contorno de Cándido) ¡Ji, ji, ji, ji, ji! ¡Quién sabe!: ¡a lo mejor es comestible! ¡No nos vendría mal un buen papeo p'a empapar las birras! ¿Cómo andamos de combustible, Rata? EL RATA.- ¡Como un bacalao en el desierto!: ¡hace rato que la peña dejó seca la última litrona! CANELO.- ¡Oye, Grillo!: ¡el pavo éste no huele ni a moro, ni a indio!, ¡y negro no es!, ¿qué hacemos? (Cándido trata de articular algo, pero el miedo se lo impide) EL GRILLO.- ¡Dejarle que chamulle!, ¡a ver si es alguien! CANELO.- ¿Y si no es nadie? EL RATA.- Entonces... como no hemos traído el bate y no lo podemos confirmar a lo americano... ¡habrá que recurrir a la industria nacional!: (mano al bolsillo) ¡lo borramos de un tajo con la cheira! CÁNDIDO.- (levantándose) ¡No!... por favor... ¡no! ¡No me hagáis daño! Os daré todo lo que tengo... ¡pero dejadme en paz!, ¡os lo suplico! EL GRILLO.- (a un gesto amenazante del Rata, parándolo) ¡Quieto, Rata!... ¿No ves que aquí el andaba tiene una identidad?... ¡Un don nadie se hubiera defendido como gato panza arriba!, ¡sin súplicas!, ¡porque su vida de mierda es toda su riqueza! Mordería... ¡aun sabiendo que iba a acabar igual!: ¡tirado en medio de la calle!, ¡ji, ji, ji, ji ji! Pero éste, no. ¡Éste implora!... ¡porque teme perder algo más que su vida!: una posición, unas propiedades, una familia quizás... 104
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CÁNDIDO.- (suplicante) ¡Sí, sí!, ¡eso es!... ¡eso es!... CANELO.- ¿Se va a poner a suplicar?... ¡Pues vaya vaina! EL RATA.- ¡A mí sólo me la ponen tiesa los que muerden! EL GRILLO.- Incluso... incluso... ¡podría tener amigos influyentes!, ¡de ésos que salen en los periódicos y mueven todo el cotarro, hasta que te encuentran y te dan p'al pelo!... (a Cándido) ¡Perdone usted que lo hayamos confundido con un indocumentado cualquiera!... CANELO.- ¡Son una plaga!... EL RATA.- ...¡que nosotros, de vez en cuando, nos encargamos de fumigar! EL GRILLO.- ¡Realizamos una labor social!, ¡ji, ji, ji, ji, ji!, ¿no le parece? CÁNDIDO.- ¡Sí!... ¡ya lo veo! EL RATA.- ¡Usted qué va a ver, con gafas de sol a estas horas! CANELO.- (husmeando) ¡Parece un espía! EL GRILLO.- ¿Busca usted a alguien?, o... más bien... ¿alguien le busca a usted? CÁNDIDO.- (nervioso) ¿Buscar... yo? ¿Tengo cara de... andar buscando a alguien?... ¿o de que... alguien me busque a mí? EL GRILLO.- ¡Lo lleva escrito en la frente!... ¡que va cagao por las patas! EL RATA.- ¡Pero usted no se preocupe!: ¡no somos soplones! CÁNDIDO.- (nervioso) ¡Bueno!... cuando un hombre como yo... sale de noche... ¡ya se sabe!... siempre anda buscando algo... ¡pero a nadie en concreto! EL GRILLO.- Pues... yo que usted, no me lo pensaría dos veces: si ese tal “nadie en concreto” que tanto pa105
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rece preocuparle, verdaderamente no es nadie... ¡debería usted eliminarlo! Así se evitará mayores problemas. CÁNDIDO.- Gracias... lo... ¡lo tendré en cuenta! EL GRILLO.- No los damos gratis. CÁNDIDO.- ¿El qué?... EL GRILLO.- ¡Los consejos!, ¡ji, ji, ji, ji, ji!: ¡son a billete grande, tarifa reducida! CÁNDIDO.- (sacando, con nerviosismo, la cartera) ¡Ah!... ¡sí, claro! (tendiéndole un billete) ¡Tomad! EL RATA.- Verá usted... el caso es que... no se nos da muy bien esto del reparto... ¡y ese billete está tan entero! CANELO.- (olisqueando) ¡Huele a papel de banco!... ¡y a tarjetas de crédito! EL RATA.- Ya que usted los tiene repetidos... CÁNDIDO.- ¿Uno... para cada uno?... ¡Por supuesto!... (repartiéndoles los billetes) ¡Aquí tenéis! EL GRILLO.- Como es usted colega en perseguir a gente sin identidad, le perdonamos lo de las tarjetas: ¡creo que las va a necesitar, si ese “nadie” que busca llega a ser un pez gordo!, ¡ji, ji, ji, ji, ji! CÁNDIDO.- ¿Y... si no lo fuera? EL GRILLO.- Quien no es nadie... ¡nadie lo echa en falta! Pero si usted insiste, ¡no tendré más remedio que cobrarle la tarifa normal! EL RATA.- ¡Y especial de alta temporada, si continúa! EL GRILLO.- Por lo que le aconsejamos... ¡que siga usted con lo suyo y aquí no nos hemos visto! ¡Venga, tíos!: ¡vámonos por ahí! CANELO.- (husmeando en dirección contraria) ¡Huelo a la peña por allá! EL GRILLO.- Pues... ¡anda y que por allá les den! Nosotros 106
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vamos a fundirnos un pedazo de noche con lo que le hemos sacado aquí al espía. ¡Venga, ya! (van perdiéndose por la calle, a proseguir su juerga) Siéntase Cándido en el banco y trata de recuperarse respirando hondo. Hállase visiblemente nervioso. Pálpase la ropa buscando el paquete de cigarrillos. Entre leves temblores, saca el paquete, extrae un pitillo y comienza a fumar. De pronto, percíbense unos pasos que se van acercando; unos pasos cuya conocida cadencia le hace saltar todas las alarmas. Apaga nerviosamente el cigarrillo contra el suelo. Cesan los pasos. Vuelven a sonar, pero esta vez en sentido decreciente, hasta hacerse inaudibles... CÁNDIDO.- ¡Ahora sí que tengo un motivo para llamarle!... (sacando el móvil) Antes sólo lo hice por puro nerviosismo, (marcando el número) pero ahora... ¡ahora es distinto!: ¡este tío me ha seguido!... ¡Vamos, Andrés, vamos!... ¡Nada!, ¡igual que antes!, (guardando el aparato) ¡qué coños estará haciendo! Detrás de él, y sin que se percate de ello, va surgiendo la figura de una Mujer “haciendo la calle”. Muévese a un lado y otro en busca de clientes. Por fin, y en vista de que nadie deambula, decide abordar a Cándido, sentado en su banco... MUJER.- ¿Qué haces, guapo?: ¿echando un solitario? (gira la cabeza Cándido hacia ella. Se sobresalta al verla. Saca el periódico, lo despliega y cubre con él su rostro, disimulando torpemente) Si quieres, podríamos echar... ¡un dúo!... ¡No dices nada!, ¿tanto miedo te doy?... Oye: ¿sabes que te escondes igual que los malos en las películas de espías? ¡Lo mismito que uno de ésos que, nada más salir en pantalla, parecen llevar colgado al cuello 107
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un cartel que pone: “soy el malo”!... Pero no creo que lo seas, ¿verdad que no, cariño? CÁNDIDO.- (sin mostrar el rostro) ¿Quieres dejarme en paz? MUJER.- ¡Bueno, chico, bueno!, ¡ni que fueras el único hombre que hay en la calle!... ¡Está bien!, (echando a andar hacia el fondo) ¡me iré a por el cojo ése que se arrastraba por aquí! CÁNDIDO.- (súbitamente, levantándose y dejando caer el periódico) ¿El cojo?, ¿dónde está el cojo? MUJER.- (volviéndose) ¡Huy!... ¡si yo a ti te conozco!... (voceando) ¡tú eres Cándido!, ¿qué haces disfrazado de espía? CÁNDIDO.- ¡Chiissssttt!, ¡no grites!, ¿quieres? MUJER.- ¡Tampoco eres aquí un desconocido!, ¡sobre todo desde que te separaste!... Por cierto, que... ya sentí... lo tuyo con tu mujer, ¡de veras! CÁNDIDO.- Ya no tiene remedio, Trini. ¿Y tú?, ¿cómo es que estás haciendo la calle? LA TRINI.- ¡Cosas de esta puta vida! Cuando me conociste, en aquel apartamento, yo acababa de empezar... ¡y creí que más bajo no se podía caer!, pero me equivoqué: ¡siempre se puede llegar a caer más bajo! CÁNDIDO.- ¿Puedo hacer algo por ti? LA TRINI.- (exhibiendo su cuerpo) ¡Lo que siempre has hecho con La Trini, hermoso! CÁNDIDO.- ¡No, esta vez, no!... O, ¡bueno!, ¡quizá sí!, aunque... ¡de otro modo! Antes has hablado de irte con un cojo que... LA TRINI.- ¡Por decir algo! CÁNDIDO.- ¿Lo conoces? LA TRINI.- Vagamente… CÁNDIDO.- ¿Qué sabes de él? LA TRINI.- No mucho: estaba encaprichado de una de las 108
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chicas del apartamento. Para mí sólo es una sombra que aparece, paga y desaparece... ¡nadie en concreto! CÁNDIDO.- ¿Estás segura de que... no es nadie? LA TRINI.- Para nosotras, es preferible: pura supervivencia. Sé de él... ¡tanto como de otros! CÁNDIDO.- ¿Otros?, ¿de los que paran en “El Jardín de Rosa”? LA TRINI.- Por la dirección que llevaba... ¡es posible! Y aquí se acaba el interrogatorio: ¡tengo que ganarme la vida! (hace amago de irse) CÁNDIDO.- (deteniéndola) ¡Espera, Trini!... Voy a hacerte una proposición: consígueme toda la información que puedas acerca de ese hombre... ¡y yo te pago el equivalente a una noche entera contigo! LA TRINI.- (suspicaz, tras observarlo un rato en silencio) ¿Vale esa información... lo que yo en una noche? Oye, cielo: ¿en qué lío te has metido esta vez?, ¿eh? CÁNDIDO.- Pues... en ninguno... ¡todavía! Pero... ¡necesito que me hagas ese favor! LA TRINI.- (extendiendo la mano) Acostumbro a cobrar los favores por adelantado. CÁNDIDO.- Ya. Verás... es que... acabo de tener un altercado y... ¡me han sacado todo lo que llevaba encima! LA TRINl.- ¡Se me ha adelantado otra!, ¡por eso me venías tú con ese cuento! CÁNDIDO.- No, no... ¡qué va! Han sido... ¡tres energúmenos!... LA TRINI.- ¿Te lo montas ahora con tríos de maromos? CÁNDIDO.- ¡Joder, Trini!, ¡que aún no estoy tan desesperado! Sólo trato de decirte que... ¡tengo que ir a un cajero!... ¡y hacer algunas llamadas! Tú, mientras, podrías pasarte por “El Jardín de Rosa” e intentar ave109
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riguar lo que puedas. Quedamos dentro de dos horas. Si para entonces no estoy allí, deshacemos el trato; ¿qué me dices? LA TRINI.- (breve pausa) Te diría que en dos horas pierdo demasiado, si no fuera hora de cenar y los clientes aún se hacen los respetables. Pero... ¡qué quieres!: (acercándosela con deseo) ¡ya sabes que siempre me has entrado fuerte!... ¡y en la noche de hoy ya no abundan gatos rumbosos! (tras darle un corto beso en los labios) No tardes, cariño. (echa a andar hacia el fondo. Parándose y volviéndose) ¡Te estaré esperando!... (comienza a caminar hasta perderse en la noche. Quédase unos instantes Cándido siguiendo con la mirada sus pasos) CÁNDIDO.- ¡Gracias, Trini!... (tras asegurarse de que nadie le observa, vuelve a sentarse en el banco. Saca el móvil y marca el número) Vamos a ver si ahora ya... ¡venga, cógelo!... (levantándose) ¡Andrés!, ¿eres tú?... ¡sí, claro!, ¡qué bobada!, ¡quién iba a ser, si no!... ¿Cómo que “la policía”? ¡Oye!: ¡no me gustan esa clase de bromas!, ¡no está el horno para bollos!... ¿Que las vecinas son muy simpáticas?... ¡Y a mí qué me importan ahora las vecinas! ¿Que me lo tenía muy callado?, ¿de qué me estás hablando? Hácese visible, en el otro lado de la línea, la figura de Andrés, de modo que ambos pueden ser observados, separados por un espacio oscuro. Le acompaña una de las vecinas en ropa interior, acosándolo y sobándolo mimosamente... ANDRÉS.- ¡De la clase de vecinas que tienes, capullo!, ¡y tú sin enterarte! ¡Seguro que has andado más de una 110
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noche por ahí, de tías, sin saber que en tu propia casa disponías de todo un harén lujoso, higiénico y a precios asequibles!... CÁNDIDO.- Pero, ¡cómo!, ¿te has ido de putas, sabiendo lo que hay en juego?… ANDRÉS.- ¡No es lo que te piensas! Sólo he entrado amablemente, hemos intimado un poco y... ya hemos quedado para salir a cenar, tomar unas copas... ¡sin reparar en gastos, claro! ¡Lo estaba echando en falta!, ¿sabes?: en el extranjero lo más que te da es para una botella de matarratas delante del televisor... CÁNDIDO.- Mira, Andrés: ¡no me interesa tu vida privada! Aquí están ocurriendo cosas... ¡extrañas! Tenemos que hablar en serio: ¿qué has averiguado del cojo?... ANDRÉS.- ¿El tipo... ése? Aguarda un momento. (tapa el auricular y le hace señas a la “vecina” para que se vaya; ésta obedece sin dejar de lanzarle besos por el aire) Verás: el sujeto en cuestión parece ser un cliente habitual; eso debería bastar para tranquilizarte, ¿no?... CÁNDIDO.- No del todo... ANDRÉS.- Me lo temía. CÁNDIDO.- ¿Qué más? ANDRÉS.- Poca cosa: según tus vecinas, tiene fama de manejar pasta y se la suele gastar con una chica que conoció hace tiempo en un apartamento y que, de vez en cuando, se deja caer por aquí. Hoy no estaba y, como es lógico, después de haber charlado un rato con ellas, se fue por ahí, supongo que a buscarla. Por cierto: cuando tú te fuiste, él ya había salido... CÁNDIDO.- ¡A mí me lo vas a contar!... ANDRÉS.- ¿Ha ocurrido algo?... CÁNDIDO.- (irónico) ¡Oh, nada!: simplemente que, mientras era atracado por la versión actualizada y castiza 111
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de “la naranja mecánica”, ¡el cojitranco me ha seguido!... ANDRÉS.- ¿Que te ha seguido? ¿Estás seguro?... CÁNDIDO.- Conozco mejor sus pasos que mi carné de identidad... ANDRÉS.- Sólo habrá querido comprobar de qué película te has escapado. No te he visto salir de casa, pero... ¡ya imagino cómo vas!: ¡con gafas oscuras, gabán y periódico!, ¡un derroche de discreción!... CÁNDIDO.- Quería... ¡pasar desapercibido!... ANDRÉS.- ¡Precisamente! ¡Anda, quítate esas ridículas gafas y tira el periódico en la primera papelera! Lo del gabán te lo perdono, por el tiempo que hace... CÁNDIDO.- (quitándose las gafas) Como tú digas... ANDRÉS.- Y ahora... ¡derechito al tugurio ése de Rosa! Con discreción, alma cándida, ¿eh?, con mucha discreción... CÁNDIDO.- (iniciando la marcha en la dirección ficticia de Andrés, al otro lado de la línea) Por supuesto... ANDRÉS.- (como si lo viera) ¡Por ahí, no, capullo!... ¡Por el otro lado!... CÁNDIDO.- (cambiando de dirección) ¡Huy, sí!, ¡claro!... Guardan ambos sus respectivos móviles. Mientras la imagen de Andrés se desvanece, va desapareciendo el rastro de Cándido por el fondo de la calle...
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Escena cuarta
Aire de tango y milonga en “El Jardín de Rosa”: busconas a la caza, cazadores cazados, vestigios de la noche sedientos de alcohol y una aventura que se resiste. Un camarero trajina, yendo y viniendo, con diversas consumiciones. En un rincón, una pareja se mira, embelesada, al calor de varios vasos de whisky: ella parece un remedo de Rita Hayworth, él es una mezcla grotesca de cuerpo maduro y atavío juvenil, que ensaya miradas duras emulando a Glenn Ford. Llega Cándido, desprovisto ya de sus gafas y el periódico. Otea el paisaje. Acércase hasta una mesa libre. Quítase y dobla la gabardina. Siéntase y hace servirse una copa. Mientras bebe, busca con la mirada por todo el local a alguien que no encuentra. De pronto, percibe que un hombre, desde la barra, se fija en él: avejentado y desaliñado, le lanza éste un saludo copa en mano, al que Cándido corresponde, ya que lo ha reconocido, pues no es otro que Acracio, el antiguo dueño del local... ACRACIO.- (acercándose y mostrando una sonrisa casi desdentada. Saludando copa en alto) ¡Larga vida a Cándido, otrora Romeo felizmente desposado, más agora alma errante de las zahúrdas de Plutón!: ¿qué te trae por mi vieja tasca, camarada? CÁNDIDO.- La nostalgia, Acracio, la nostalgia. ACRACIO.- Como a mí: desde que mi mujer me echó de casa y vendí este local, siempre que puedo, vuelvo... ¡y bebo! Pero no para olvidar, ¡sino para recordar los viejos tiempos de las barricadas!, ¿lo sabías? CÁNDIDO.- (con paciente resignación) ¡Me lo has contado ya muchas veces! ACRACIO.- Llegar a la condición senil es una asquerosidad... ¡En fin!: lamento mucho que ya no te intere113
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sen historias de viejos, (con calculada intención) que orinan en las tapias de rincones solitarios y escuchan a través de las paredes... (amagando con irse) CÁNDIDO.- (levantándose y deteniéndolo) ¡Espera, Acracio!... perdóname, si te he ofendido... Ya sabes que... ¡siempre me han interesado tus historias!... ¡Vamos, siéntate!, ¡será un honor para mí! ACRACIO.- ¡El dubitativo Hamlet toma una decisión! (sentándose ambos) ¡Un vate como tú!, ¡una ilustre pluma!... ¡no podía desperdiciar una historia como ésta!, ¡aunque no venga dictada por la dulce voz de una Musa Parnasiana! CÁNDIDO.- Mi Musa me tiene algo abandonado; te escucho. ACRACIO.- Pues, verás: sucedió hace unas dos semanas, muy cerca de aquí; en un rincón solitario, junto a una tapia, que seguramente conoces... Mientras Acracio va relatando su “historia”, comienza a sonar una melodía. Es el tema de “Gilda”, interpretado por Rita Hayworth. La mujer de la pareja se levanta, camina, se contonea sofisticadamente y... ¡se arranca vocalizando la voz de la actriz, como si brotara de sus propios labios! Llegado el final, el hombre se le acerca, se detiene frente a ella, alza la mano y... ¡le asesta un sonoro tortazo, cual si de Glenn Ford se tratara! Seguidamente, ella le rodea el cuello, se abrazan y se besan apasionadamente. Vítores y aplausos del público, llegando a creer que tal acto espontáneo ha sido un número contratado por la dirección del local. Incluso Cándido llega a hacerlo. Acracio detiene su relato y se le queda mirando, mientras la pareja vuelve a su rincón... ACRACIO.- ¿Acaso has perdido el sentido de la realidad? ¡Todo ese número es tan falso como el periplo de Ulises! 114
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CÁNDIDO.- Ha sido... ¡un bonito play-back! ACRACIO.- Vocalizado... ¡por un hombre! CÁNDIDO.- ¿Cómo? ACRACIO.- ¡La tal mujer no es sino un travestido! Él no se da cuenta... ¡porque está tan necesitado de creer sus propias fantasías, que no es capaz de despertar! Piensa que ha hecho una gran conquista; ¡el deseo le ciega!... ¡Y algo parecido podría sucederles a los dos protagonistas de nuestra historia, por más precauciones que crean haber tomado! CÁNDIDO.- Me parece mucha precisión sicológica... ¡para no haber escuchado bien toda su conversación! ACRACIO.- Cuando se llega a viejo, se pierde el oído, la vista... ¡pero se aprende a conocer a las personas más allá de lo que los sentidos puedan mostrar! CÁNDIDO.- (incrédulo) ¿También a ellos les cegaría... el deseo? ACRACIO.- ¡No!, ¡claro que no! Pero... bien podría ocurrir que... ¡no llegaran a advertir el disfraz del tercero!, ¡el cojo, que les meó encima! CÁNDIDO.- (disimulando) Un personaje interesante. (forzando una sonrisa) Me resulta... ¡gracioso! ACRACIO.- ¡Pues no lo es! Y tampoco es un personaje. CÁNDIDO.- (nervioso) ¿Ah, no? ACRACIO.- No. (clavando una dura mirada en el rostro de Cándido, que apenas puede dominarse) ¡Es de carne y hueso!: ¡nada que ver con molinos de viento ni gigantes micomicones! CÁNDIDO.- ¿Estás... seguro? ACRACIO.- Completamente. Cuando los otros dos se fueron, di la vuelta a la tapia y caminé en esta dirección: ¡aún estaba allí, haciendo anotaciones en una libreta!... ¡Pude verle la cara! 115
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CÁNDIDO.- Le viste a él... pero no a los otros; ¡ni siquiera pudiste oír sus nombres!, ni... ¡ciertos detalles de su conversación!, ¿no es así? ACRACIO.- (precisando con calculada ambigüedad) ¡Así es... como tú lo cuentas, camarada!: ¡mi memoria tiempo ha que naufraga, cual navío de Gulliver! CÁNDIDO.- ¿Tanto como para... no reconocer aquel rostro? ACRACIO.- No tanto. CÁNDIDO.- (muy serio, tras un silencio) ¿Dónde? ACRACIO.- (respirando hondo y volviendo a clavarle la mirada) ¡Entrando y saliendo en la comisada del distrito!, ¡je, je, je!... Si fuera un personaje, con su intromisión obligaría a los otros a enfrentarse a su destino, ¡además de habérselas con el suyo propio!: ¡sólo cabría en una tragedia! CÁNDIDO.- No es el nuestro un tiempo de tragedias, ¿por qué no, en una comedia? ACRACIO.- ¡Porque ahí, simplemente, no cabe! En ese caso... ¡habría que suprimirlo! CÁNDIDO.- Quizás... quepan... ¡otras soluciones! ACRACIO.- ¡Quizás! Pero eso a mí ya no me incumbe. Lo mío es como volver a los viejos tiempos de las barricadas: alguien tenía que hacer de correo. La verdadera decisión, mi querido Cándido “Hamlet”, ¡está en tus manos! Yo sólo me limito a plantear las bases y los personajes de una historia que... ¡tú has de resolver! CÁNDIDO.- ¿Por qué yo? ACRACIO.- ¡Tuyo es el talento literario, la gracia que no quiso darme el cielo! (dicho mientras de la calle, llega La Trini, sin que Cándido lo advierta. Comienza a sonar un 116
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conocido tango. Quédase ella quieta, sin atreverse a interrumpir la conversación) ¡Ah!, ¡música de tiempos pasados para una noche, como ésta, que no invita a mayores profundidades que el encuentro íntimo de los cuerpos! (fijándose en ella) ¿Tienes con quién compartirla? CÁNDIDO.- Estoy citado con una mujer. ACRACIO.- ¡Cómo te envidio! (levantándose) ¡En fin, camarada!: ¡me gustaría seguir aquí y volver a la barra, que es mi sitio natural!, pero... ¡ya no soy el de antaño!, ¡y más vale que vaya plegando alas! (cruzándose con La Trini, que aprovecha el momento para acercarse) Algún día, si te decides a resolverla, me contarás el final de esta historia. CÁNDIDO.- ¡Algún día! (dicho esto, se va Acracia por donde llegara La Trini) Arrecia la intensidad del tango. Abre el baile la aludida pareja del rincón. Otras le siguen, mientras Cándido se fija especialmente en la perfección femenina del travestido. La Trini le hace señas para que la saque a bailar. Él se resiste. Ella insiste. Al fin ha de ser ella quien lo saque. La torpeza de Cándido, empeñado en no quitar ojo al travestido, contrasta vivamente con la armonía y precisión de las demás parejas, hasta dar la impresión de formar parte de un número cómico. Conforme avanza la melodía, ya él algo más centrado, aprovecha ella para hacerle algunas confidencias, sólo perceptibles a través del gesto. Concluido el tango y despejado el espacio de baile, vuelven ambos a sentarse en la mesa que ocupara Cándido LA TRINI.- Gustos personales, aficiones, ambientes donde alterna... ¡además de nombre y dirección completos! No te quejarás de cómo te hago los recados, ¿eh?; ¡para el tiempo que me has dado!... 117
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CÁNDIDO.- Una información interesante, ¡pero insuficiente! LA TRINI.- ¿Insuficiente su nombre y dirección?... ¿Qué más quieres?: ¿el número de su cuenta corriente? CÁNDIDO.- Su nombre, ya lo sabías... LA TRINI.- ¡Sólo el mote!: ¡aquí no acostumbramos a meter el morro en vidas ajenas!; ¡y yo no puedo volver por ahí, haciendo más preguntas y perdiendo amistades! CÁNDIDO.- ¿Estuvo aquí? LA TRINI.- Estuvo y se fue. CÁNDIDO.- ¿De dónde sacaste la información? LA TRINI.- Tengo muchas amigas... ¡en la calle! Les dije que me interesaba por la pasta que maneja. CÁNDIDO.- ¿Y no saben... en qué trabaja? LA TRINI.- (encogiéndose de hombros) ¡Negocios! CÁNDIDO.- Lo que siempre se dice, cuando no se quiere decir nada: (pensativo) un disfraz que, sin embargo, pudiera ser tan perfecto como el del mejor travestido... LA TRINI.- ¿Te ocurre algo?... CÁNDIDO.- (restando importancia) No... ¡nada! (pausa) ¿Eso es todo? LA TRINI.- ¡Huy, qué va!: ¡me sé de pe a pa toda su vida sentimental! CÁNDIDO.- No me interesa. LA TRINI.- ¡Pues debería!: es de lo más apasionante. CÁNDIDO.- Para mí, por ahora, ¡no es nadie! LA TRINI.- Si lo conocieras, no dirías eso. (pausa) Mira: ¡no sé qué jaleos te traes con el cojo, ni me importa!, pero... a pesar de lo que por ahí se dice, ¡nosotras no nos chupamos el dedo!: sabemos distinguir entre un buen hombre y un macarra indecente. 118
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CÁNDIDO.- ¿Aunque exhiba una bonita máscara? LA TRINI.- ¡Todos la lleváis!... (pausa) Te digo que el cojo es una buena persona. CÁNDIDO.- ¡Sólo es una suposición!; otros habrá, quizá, que... ¡no opinen lo mismo! LA TRINI.- Intenta conocerlo: déjame, al menos, que te cuente lo que sé de él. CÁNDIDO.- ¡No, no, por favor!... En realidad... lo que me interesa de él, a falta de algunos detalles, ¡ya lo sé! (ante un gesto de asombro de ella) ¡Lo he sabido hace un rato, antes de que llegaras! Si tienes algo que contarme, que sea sobre su trabajo, pero... ¡no quiero saber nada de su vida privada!... ¡y mucho menos de su vida sentimental! LA TRINI.- Tú eres el que paga... (pausa) ¡Ah!, por cierto... no sé si tendrá que ver con lo que buscas, pero... ¡me han dicho que está afiliado al Partido Conservador! CÁNDIDO.- (bajando la cabeza, como escondiéndose) Podría... podría ser... ¡un dato relevante!, (volviendo a levantarla y sonriendo de disimulo) ¡quién sabe! LA TRINI.- ¿Eso es todo? CÁNDIDO.- Eso es todo. LA TRINI.- Así que... ¡ya sólo te falta decidir! CÁNDIDO.- (nervioso) ¿Decidir?... ¿yo?... ¿Qué te hace suponer... que yo... tenga algo que decidir? LA TRINI.- ¡Ay, chico!: ¡tú sabrás!... El caso es que, cuando alguien se molesta en recoger tantos datos, ¡será porque tiene que tornar alguna decisión!, digo yo... CÁNDIDO.- (dudando) A lo mejor... quizá... ¡no soy yo quien ha de tomar decisiones! Sólo soy... ¡una correa de transmisión!, ¡nada más! LA TRINI.- ¡Un ordinario correveidile!... ¡Y yo que te creía tan importante! 119
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CÁNDIDO.- (disculpándose) ¡Alguien tenía que hacer de correo! La verdadera decisión... ¡no está en mis manos! LA TRINI.- ¡Ahora me explico por qué estás dispuesto a pagarme tanto!: ¡yo he realizado el trabajo que no querías hacer tú! Y aún más: ¡tengo la sensación de haber dado con todo aquello que te asustaba saber! CÁNDIDO.- Serás... ¡bien pagada por ello! LA TRINI.- ¡Nunca lo suficiente!... ¿Sabes?: me dan ganas de decirte que te guardes la pasta donde te quepa. Pero... ¡qué quieres!: ¡no me parió mi madre para hacer el papel de heroína! ¡Gano mi vida en la calle, no en un escenario! Echando mano de su cartera, Cándido va entregándole los billetes uno a uno, lentamente. Suena una melodía de baile. Arráncase la pareja del rincón, como en anteriores ocasiones, ocupando casi todo el espacio con gran precisión y sentido del ritmo. Quédase Cándido con la mirada fija en los movimientos del travestido, sin dejar de entregar el dinero despacio, cada vez más despacio...
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Escena quinta
El mismo rincón callejero de la Escena III, algo más tarde. Llega Cándido de “El Jardín de Rosa” y deambula, nervioso, en torno al banco, consultando a ratos su reloj: todo indica haberse citado con alguien que se retrasa... CÁNDIDO.- ¡Y ahora éste no llega!... ¡Ni que todos se hubiesen puesto de acuerdo para que sea yo el único que tome decisiones!... (como en anteriores ocasiones, saca el teléfono, marca un número y espera... ) ¡Nada!: ¡ha vuelto a desconectar!... (guardando el aparato y sentándose en el banco) ¿Me habrá entendido bien el lugar de la cita?: ¡tampoco está tan lejos de casa!... Comienza a surgir del fondo, por detrás de él, una silueta masculina apenas perceptible, casi una sombra tocada con un sombrero ya pasado de moda: sus pasos, que acusan una leve cojera, ponen a Cándido en estado de alerta... CÁNDIDO.- (alarmado, tratando de volverse hacia donde procede el sonido de los pasos) ¿Quién anda ahí? SILUETA.- (voz fingida, como de falsete) ¡Quédese como está!: ¡no se mueva, ni intente volverse! (acercándosele por detrás del banco, sin que él pueda verle, ni le dé en el rostro la luz de la farola) ¿Por casualidad espera usted a alguien? CÁNDIDO.- ¡No!... ¡qué va! Sólo estaba paseando y... ¡me he sentado un rato a descansar! SILUETA.- ¡Miente!... Usted se ha citado aquí con un amigo suyo: un revolucionario de sus años de estudiante, ¡no lo niegue!... (observando sus temblores) ¡Su miedo le delata! 121
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CÁNDIDO.- Es que... ¡me pone usted nervioso!... (pausa. Palpándose la ropa) Me vendría... bien... ¡fumar un pito! SILUETA.- ¡No!: (solemne) ¡las Autoridades Sanitarias advierten que el tabaco perjudica seriamente la salud! CÁNDIDO.- Sólo es una advertencia... ¡no iba a contravenir ninguna ley! SILUETA.- ¡Por ahí se empieza! Además; también las Autoridades Sanitarias advierten: ¡fumar perjudica a los que le rodean! CÁNDIDO.- Lo siento: ¡no sabía que le molestara! SILUETA.- ¡Pues me molesta!... ¡como también me molesta y me irrita que me sigan a todas partes!, ¡y que hagan preguntas indiscretas sobre mi vida! CÁNDIDO.- ¡Yo no le he seguido! En todo caso, habrá sido... (reprímese en el último instante lo que pensaba decir) SILUETA.- Habrá sido... ¿quién? CÁNDIDO.- ¡No, nadie!... SILUETA.- ¿Se refiere, acaso, a ese amiguete suyo?, ¿el terrorista? CÁNDIDO.- ¡Yo no tengo amigos de esa clase!: ¡toda la prensa lo sabe! SILUETA.- No los tendrá... ¡en plural! Pero, en masculino singular, ¡tiene uno! O, mejor dicho: ¡tenía!, porque no se puede llamar “amigo”... ¡a un delator! CÁNDIDO.- ¡No sé de qué me habla! SILUETA.- No puede saberlo porque sólo hace un rato que lo hemos detenido... ¡Y al primer apretón de huevos, ha cantado como una vicetiple! (dicho entonando torpes gorgoritos operísticos). ¡Estamos al corriente de todo! CÁNDIDO.- (con voz temblorosa) ¿A... qué... se refiere? SILUETA.- (lanzando una especie de aullido ponderativo) Encu122
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brimiento, colaboración con banda armada, obstrucción de la justicia, ¡seguimiento a un agente de la autoridad!... CÁNDIDO.- ¿Es usted... agente del Cuerpo? SILUETA.- No puedo contestarle a esa pregunta: servicio secreto. ¡Se ha metido usted en un buen lío! CÁNDIDO.- (sollozando) Pe... pero, pero... ¡si yo no le he seguido!; ¡tiene que creerme! SILUETA.- ¡Y le creo! Pero también es evidente que “alguien” ha estado husmeando detrás de mí. Por lo tanto... ¡no me puedo ir de aquí sin detener a “alguien”!, Y si no surge otro “alguien” más tonto que usted... CÁNDIDO.- (con desesperación) ¡Yo no he sido! SILUETA.- ¡Pues dígame ya quién lo ha hecho!, ¡si no quiere que le empapele de por vida! CÁNDIDO.- (sollozando) Habrá... habrá... sido... ¡esa mujer! SILUETA.- ¿Una mujer?: ¿ha implicado usted a una señora? CÁNDIDO.- (sollozando y agarrándose el vientre) No... no es... una señora. Es... una chica de la calle... Usted... ¡usted ya me entiende! SILUETA.- ¡Claro!, ¡y seguro que no ha tomado precauciones!: ¿lleva usted preservativos? CÁNDIDO.- (en la misma actitud) ¿Por... por... qué me tortura así?; ¿qué... qué va a hacer conmigo? SILUETA.- De momento… ¡leerle sus derechos! No se preocupe: ¡puro formulismo! Luego habrá que detenerle, interrogarle, presionarle respetuosamente para que cante y... (olfateando con repugnancia el aire) ¿Lo nota usted?: (llevándose una mano a la nariz) ¡es un hedor apestoso!... ¡A ver, un momento!... (olisqueando 123
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alrededor de Cándido. A voz en grito, ya no fingida) ¿No te da vergüenza, capullo?: ¡te has ciscado en los pantalones! (tirando por ahí el sombrero y traspasando la barrera del banco) ¡Vamos, alma cándida, aguanta un poco, que soy yo!: ¡sólo era una broma! CÁNDIDO.- (agarrándose las tripas) ¡La madre que... que te parió!, ¡Andrés! ANDRÉS.- Lo siento, chico: ¡ya sabes cómo soy!; ¡y hacia tanto tiempo que no disfrutaba de una broma!... ¡En el extranjero no tienen humor para estas cosas! (sentándose en un extremo del banco y quitándose un zapato) ¡Ya me estaba matando esta cuña para simular la cojera! (dicho sacándola del zapato y arrojándola lejos) CÁNDIDO.- (algo más repuesto del susto) ¡A ti sí que te voy a matar!, ¡irresponsable! ANDRÉS.- (calzándose de nuevo) Haz lo que quieras... pero no te acerques demasiado: ¡estás podrido por dentro! CÁNDIDO.- ¡Y tú estás zumbado!: ¡te dije por teléfono que había algo muy serio en todo este asunto! ANDRÉS.- Ahora ya puedo creerte. CÁNDIDO.- ¿Por qué ahora sí? ANDRÉS.- (levantándose) ¿No te das cuenta, alma cándida?: has estado a punto de implicar y delatar a otra persona. Es evidente que alguna sensación de peligro te ha obligado a intentar salvar tu pellejo. CÁNDIDO.- Es más que una sensación: ¡tienes que salir de aquí cuanto antes! ANDRÉS.- Ya sabes... que no me puedo ir sin un informe detallado: tú decides. Yo sólo transmito lo que veo y oigo... ¡o lo que me cuentan! CÁNDIDO.- En el fondo... ¡siempre he querido ser como tú!, ¡y ahora más que nunca!: ¡decide tú por mí! 124
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ANDRÉS.- No. Informar es mi cometido, porque ésta es mi vida. Pero tú... ¡tú aún te encuentras entre dos mundos! Y si empiezas a contarme algo... desde ese mismo momento... ¡estarás tomando una decisión!: ¡ya no podrías volverte atrás! CÁNDIDO.- (levantándose, aunque manteniendo la distancia) Entonces... es como... ¡como si metiera un pie dentro!: no se puede dejar el otro fuera, sin perder el equilibrio y caer al vacío. ANDRÉS.- No tienes por qué dar ese paso. CÁNDIDO.- ¿Te irás de aquí si no lo doy? ANDRÉS.- Puedo irme... ¡a un hotel! CÁNDIDO.- ¿Sin levantar sospechas, como tú mismo dijiste? ¡Allí te detendrán más fácilmente! ANDRÉS.- Sabré guardar silencio. CÁNDIDO.- ¡Qué sabrás tú!: ¡nunca has estado detenido! Además... ¡ese hombre me ha seguido a mí!; ¡y nos conoce a ambos! ¡Dime tú si no es para sentir algún temor! ANDRÉS.- Más le temo a tu propio miedo... ¡Piénsatelo! CÁNDIDO.- Ya es tarde: el hombre que buscamos... el cojo... al parecer... ¡visita con demasiada frecuencia cierta comisaría! ANDRÉS.- Ya metiste un pie. ¿Estás... seguro... de lo que dices? CÁNDIDO.- ¡Absolutamente!... ¡Tienes que irte enseguida! ANDRÉS.- ¿Qué más sabes de él? CÁNDIDO.- Nombre... dirección... y lugares que frecuenta, ¡es todo lo que he podido averiguar! ANDRÉS.- ¿Lo que has podido... o lo que has querido? CÁNDIDO.- ¡Joder, Andrés!: ¡no nos interesa si es cariñoso con su novia, tierno con su mamá... o acaricia a menudo a su perro! Es mejor así. Por muy peligroso 125
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que resulte... ¡siempre será uno de tantos!: ¡nadie en concreto! ANDRÉS.- ¡Y ahora el segundo!, aunque... sospecho que este pie ya lo habías metido, durante esta noche, ¡sin darme yo cuenta hasta el momento! CÁNDIDO.- ¡Siempre quise parecerme a ti!: ¿habré conseguido ya... ser nada más que... un simple correo? ANDRÉS.- Ni más... ni menos. Pero... ¡sí!: ¡lo has conseguido! CÁNDIDO.- Entonces... ¡que decidan otros! ANDRÉS.- ¡Decidirán!, ¡tenlo por seguro! CÁNDIDO.- ¿Te irás de aquí... enseguida? ANDRÉS.- Será lo más sensato: ¡cuanto antes, mejor! CÁNDIDO.- ¡Ha sido una noche muy ajetreada! Si tienes que hacer tu equipaje, deberíamos irnos a casa. ANDRÉS.- No hace falta que me insistas, capullo. Pero... ¡camina un poco alejado de mí! ¿Sabes?: ¡todavía hiedes! CÁNDIDO.- ¡Por tu culpa!: si no me hubieses montado esa escenificación de sicólogo argentino... ANDRÉS.- Y si tú no me hubieses citado en plena calle, para contarme algo que, perfectamente, podías contarme en casa... CÁNDIDO.- Me producía inquietud... pensar que el tipo ése... ¡podía estar rondando sobre nuestras cabezas! ANDRÉS.- ¡Mientras no ronde sobre nuestras conciencias!... Comienzan a caminar manteniendo una ligera distancia entre ambos. Cándido lo hace entreabriendo las piernas, mientras Andrés va apartando sus efluvios con la mano. Así, juntos pero no revueltos, poco a poco van desdibujándose por el fondo de la calle.
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Escena sexta
Algunos meses después: en el apartamento de Cándido, vemos el rostro de éste débilmente iluminado por el fulgor de la pantalla de un televisor, colocado casi de espaldas a nosotros, en medio de una gran oscuridad. Suena la voz de una locutora de informativos, mientras Cándido permanece allí con atención, muy serio y circunspecto. VOZ.- Más noticias del atentado producido esta mañana, en un barrio próximo a las afueras de la ciudad: Como ya conocen nuestros espectadores por anteriores informativos, esta mañana, alrededor de las ocho, ha hecho explosión un coche con resultado de muerte en la persona de su propietario, domiciliado en un edificio próximo a donde se hallaba aparcado el vehículo. Al lugar del atentado se personó, casi de inmediato, una mujer, compañera sentimental del fallecido, que intentó procurarle los primeros auxilios. Avisados los servicios sanitarios, éstos acudieron al lugar con total celeridad pero ya poco pudieron hacer por salvar su vida: trasladado de urgencia al hospital, ingresó en él ya cadáver. La víctima, que en un principio fue identificada erróneamente como miembro del Cuerpo General de Policía, era de profesión detective privado, actividad de la cual estaba ya a punto de retirarse, debido a una pequeña fortuna que había conseguido ahorrar con la práctica de algunos negocios inmobiliarios. Su profesión, que le obligaba a menudo a frecuentar diversas comisarías especialmente la del distrito, unido a su militancia en el Partido Conservador, ha podido inducir a la Organización Terrorista, presunta autora del atentado, a creer que se trataba de algún miembro de los Servicios de Seguridad o de cualquier otro cuerpo 127
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armado, según señalan fuentes policiales. Añádese a ello que, debido a su especialidad en la investigación de casos de divorcio, se veía obligado a hacer seguimientos a personas determinadas por petición expresa de sus clientes, con cierta frecuencia en algunos ambientes considerados poco seguros o peligrosos. La precisión del atentado, que incluye un conocimiento exacto de las costumbres horarias del fallecido, hace pensar a las citadas fuentes que los terroristas debían de poseer información sobre la víctima desde hace ya meses y que, durante este tiempo, habrían realizado un seguimiento exhaustivo de la misma. Todo ello facilitado, además, por una característica física que hacía a la víctima fácilmente reconocible: una leve cojera, fruto de un accidente que le dejó una pierna algo más corta que la otra. Puestos al habla con allegados y familiares del detective asesinado, éstos últimos, todos ellos de relación lejana, han señalado que prácticamente no tenía ya familiares directos. Su única relación afectiva, conocida, consistía en la mencionada compañera sentimental, la cual, desde hacía poco tiempo, convivía con él, en su domicilio próximo al lugar del atentado... Otras noticias... Manteniendo el semblante serio, adusto, Cándido ase con una mano el mando a distancia y lo apunta al televisor. Antes de disparar, aguarda unos instantes. Contrastando con la gravedad de la trágica noticia anterior, óyese ahora todo un chorro de banalidades, frivolidades y eventos insustanciales... Sin cambiar de actitud, Cándido se decide ya a apretar el botón. Apágase el televisor, llenándose el espacio de una oscuridad completa.
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Escena séptima
Cae la tarde en el mismo paraje indefinido de la Escena I en las afueras de la ciudad; año y pico después del atentado. En una esquina, de pie y con un periódico desplegado, Cándido trata de leer una noticia entre la densidad de la niebla. En el centro, una pantalla nos amplia e ilumina el texto de la noticia: TIEMPO DE TREGUA “Transcurrido un año desde que la Organización Terrorista decretara, de modo unilateral y con carácter indefinido, una tregua; y algo más desde que fuera cometido su último atentado, un sentimiento general de esperanza, a pesar de los lógicos recelos, parece ser la tónica general entre las diversas formaciones políticas, tanto de las pertenecientes al arco parlamentario, como de aquellas que, por una u otras razones, se sitúan al margen del mismo...” Cierra Cándido el periódico, al tiempo que desaparece la imagen ampliada de la noticia, y lo guarda en el bolsillo de su gabardina. Consulta su reloj. Muéstrase algo impaciente, impreciso, inseguro... Óyense al fondo pasos que, al principio, suenan con ritmo rápido y poco a poco van ralentizándose. Cándido se alarma... pero pronto se tranquiliza al notar que son pasos de cadencia normal, ¡nada parecido a un pie que pudiera pesar el doble que el otro! Cesan los pasos. Comienza Cándido a caminar en la supuesta dirección de los mismos... CÁNDIDO.- (deteniéndose) ¿Andrés?... ¿eres tú?... ANDRÉS.- (haciéndose visible, progresivamente, entre la bruma) ¿Esperas, acaso, a otro fantasma del pasado, alma cándida? 129
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CÁNDIDO.- ¡Siempre tan teatral en tus apariciones!... (tratando de saludarle efusivamente pero reprimiéndose, en última instancia, al advertir que Andrés no reacciona de igual modo)... ¡Mi hija me pasó el recado!: ¡fue emocionante comprobar... que ya no tenías por qué ocultar tu nombre... y podías llamarme, como si tal cosa! ANDRÉS.- (esbozando una mueca de ironía) Como si tal cosa... CÁNDIDO.- (algo incómodo) ¡Me alegro mucho de verte!... ¡y más ahora, que puedes andar por aquí... con toda tranquilidad! Supongo... supongo que este año... ¡habrá sido un año muy importante para ti! ANDRÉS.- (precisando) Un año y pico... desde que nos vimos la última vez. ¿Ya no lo recuerdas? CÁNDIDO.- Si... ¡claro!... Fue el día aquel, en que te disfrazaste, para... ¡para que yo mismo me diera cuenta de mi falta de valor! Fuiste... ¡fuiste un poco cruel! ANDRÉS.- No fui yo, alma cándida, ¡fueron tus pantalones! CÁNDIDO.- ¿Sigues con ironías de sicólogo?: ¡no has cambiado nada! ANDRÉS.- Lo digo en serio. Los pantalones de un hombre... o mejor aún: sus calzoncillos... ¡son el último exponente de su verdadero valor! Mientras se hallen limpios, jamás sabremos hasta dónde puede llegar el grado de su vileza. Pero cuando se ensucian... ¡ahí se acaba toda la protección de sus máscaras!: ¡o se da... o no se da la talla! CÁNDIDO.- ¿Qué te ocurre, Andrés? Parece como... ¡como si hubieras venido a reprocharme algo! ANDRÉS.- No, amigo mío, no. No te lo reprocho a ti, si es que aún dispones del dichoso y oloroso exponente de tu propia conciencia; ¡sino a mí, que carezco por completo de él y, por lo tanto, necesito 130
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que el paso del tiempo me ayude a caer en la cuenta de muchas cosas! CÁNDIDO.- Un año y pico, ¿es el tiempo que has necesitado esta vez? ANDRÉS.- ¡Un año y pico! Aunque... tengo la sensación de que ya antes empecé a oír voces... ¡y quizás, aún, necesite algún año más para completar mi tiempo de reflexión! CÁNDIDO.- ¿Oías voces?... ¿tú? ANDRÉS.- Al principio no les daba importancia... ¡al revés que tú, cuando recibías aquellas llamadas anónimas por teléfono!... A propósito: por aquí tengo... (rebuscando en su bolsillo y sacando su vieja libreta) algo que te va a sorprender. (arrancando una hoja y mostrándosela) Observa detenidamente este número, (tendiéndole la hoja) ¿te suena? CÁNDIDO.- (tomándola y mirándola superficialmente) ¡Claro!: ¡es mi número de teléfono! ANDRÉS.- No te precipites, alma cándida: ¡míralo bien! CÁNDIDO.- (volviendo a mirar) ¡Coño!: en todo coincide... ¡salvo en la última cifra! ANDRÉS.- Una cifra... ¡que le resultó fatal a un pobre detective cojo y solitario!: ¡es el teléfono de su compañera, antes de irse a vivir con él! (quedándose Cándido boquiabierto, enmudecido) Aquella no iba a ser, desde luego, su tarde afortunada: equivocó una cifra, debió mosquearse al oír una voz masculina, persistió en el error... ¡y se emperró, una y otra vez, en mortificarse llamando al mismo número!; ¡el tuyo! CÁNDIDO.- Así que... todos los hechos... se confabularon... para... ¡para que yo escribiera una tragedia! (gritando y tomando a Andrés por las solapas) ¿Por qué, si yo no quería? 131
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ANDRÉS.- (zafándose de él) ¡Suéltame!... ¡Tú no escribiste ninguna tragedia, capullo!; ¡pero contribuiste a ella!, ¡igual que yo! CÁNDIDO.- Yo... ¡siempre quise parecerme a ti! ANDRÉS.- ¡Ahora ya lo has conseguido!... (pausa) Tú, que eres escritor, deberías saber que éste no es tiempo de tragedias. CÁNDIDO.- ¡Lo sé!... ¡Ahora es la propia realidad... la que es trágica! (breve silencio. Elevando la voz) ¡Pero la realidad no es ningún espectáculo!, ¡no debe serlo! ANDRÉS.- ¡Pero lo es!... (echando a andar hacia nosotros, dándonos la cara) Ya se encargan los medios de que lo sea, especialmente la televisión... ¡La realidad se nos presenta trágica porque la percibimos a través de los medios, a través de la televisión!... ¡unas veces, como espectáculo trágico!... otras, las más de ellas, como juguete insustancial. (pausa) ¡Nuestras vidas, por mucho que estén jalonadas de hechos luctuosos, protagonizados por héroes anónimos, no encuentran sitio en la realidad trágica, hasta que alguien las lleva a la pantalla!: ¡la nueva realidad! CÁNDIDO.- (a cierta distancia, detrás de él) ¡No hay tragedia sin héroes, Andrés!: ¿dónde están los héroes?; ¡tú y yo no lo somos!, ¡nunca lo seremos! ANDRÉS.- (volviéndose) ¡Hubo uno... hace año y pico! (pausa) ¡Pero lo borramos de esta historia, sin llegar a conocerlo! Fue... relativamente fácil suprimirlo del juego, porque para nosotros, en el fondo, ¡no era nadie! ¡Pero empezó a serlo cuando salió por la pequeña pantalla! ¡Y ni tú ni yo entendimos su tragedia, hasta que dieron la noticia por televisión! CÁNDIDO.- ¿Por qué habíamos de entenderla, si aún no 132
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se había producido?: ¡nosotros no hicimos más que informar! ANDRÉS.- ¡Tomaste una decisión, capullo!: ¿es que no lo recuerdas? CÁNDIDO.- ¡Lo hice sólo para pasar información y evitarme cualquier otra responsabilidad! ANDRÉS.- ¡Sabías que otros decidirían! Yo te lo advertí... ¡y ahí tienes el resultado! CÁNDIDO.- (tras un silencio en el que fija una mirada dura en los ojos de Andrés) ¿Y me lo dices... tú... a mí?... ¡tú!... ¡tú, que vete a saber la de sangre que habrás contribuido a derramar, aunque sea indirectamente!... tú, que llevas media vida alimentando una vorágine de dolor y muerte! (silencio) ANDRÉS.- (tras respirar hondo) No he venido aquí a reprocharte nada... ¡no soy quién!... Sólo quería... que me escucharas, ¡lo necesito! CÁNDIDO.- Cada vez que te escucho... ¡termino haciendo algo que no debo, que no quiero, o para lo que no estoy preparado!... ¡como aquella tarde en la que... (titubeando) me vi obligado a dar... ese terrible paso! ANDRÉS.- No estabas obligado. CÁNDIDO.- ¡Qué más da!... ¡El caso es que lo di! ¡Y una vez que se da, ya no es posible volver atrás!, ¡tú mismo lo advertiste! ANDRÉS.- (acercándosele unos pasos) ¡Sí!, pero... ¡es que ha habido un terremoto! (pausa) ¿Lo sabías, alma cándida?: ¡la tierra se ha movido bajo nuestros pies! CÁNDIDO.- ¡Sólo es una tregua!... ¡Todavía no es un terremoto! ANDRÉS.- Te equivocas. Los avisos vienen de tiempo atrás: la noticia del atentado... del último atentado... ¡fue uno de ellos! Créeme: ¡habrá más terremotos! 133
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CÁNDIDO.- Pero... pero tú... ¡tú siempre te has mantenido firme sobre la misma tierra!: ¿es que ahora vas a arrepentirte de todo tu pasado? ANDRÉS.- ¡No me arrepiento de nada!... Si volviera a nacer, ¡volvería a hacer lo mismo que he hecho hasta ahora! CÁNDIDO.- ¿Entonces?... ANDRÉS.- ¿No lo entiendes, alma cándida?: ¡es la Tierra la que se ha movido!... ¡la Tierra, con todo su carril cósmico de espacio y de tiempo, ese tiempo que sólo nos permite movernos en la misma dirección, la que me ha sacado fuera de mi mundo! CÁNDIDO.- ¡Yo di aquel paso para entrar en el tuyo! Si la Tierra se ha movido, ¿por qué iba a dejarte a ti, fuera... y a mí, dentro? ANDRÉS.- ¡También a ti te ha descolocado!, sólo que... tienes una sima abierta bajo tus pies: ¡vuelves a estar entre dos mundos! Pero... ¡ojo!: ¡no se descartan nuevos terremotos! CÁNDIDO.- (tras un silencio expectante) ¿A qué has venido, Andrés? ANDRÉS.- Pues... aunque te parezca fuera de tono, entre otras cosas, ¡a terminar la carrera de sicología! CÁNDIDO.- ¿Me estás tomando el pelo? ANDRÉS.- ¡No, mi cándido amigo!... ¡hablo en serio! Ya te dije antes que... necesitaba más tiempo de reflexión. Supongo que el clima, por aquí, seguirá siendo más cálido que en el extranjero y... ¡qué mejor ambiente para el estudio, que una celda y una buena temporada a la sombra! CÁNDIDO.- ¡Andrés! ANDRÉS.- ¡Sí, alma cándida!, ¡es lo que estás pensando!: ¡voy a entregarme! 134
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CÁNDIDO.- ¡No puedes hacer eso! (dicho comenzando a agarrarse las tripas) ANDRÉS.- ¡Qué te apuestas a que sí!... (pausa) Pero... quédate tranquilo: desde hace tiempo vengo preparándolo todo de manera que... ¡tú estarás al margen de cualquier implicación! Sencillamente: ¡ni me acuerdo de tu existencia!... No me será difícil convencerles, ya que, en la situación actual y teniendo en cuenta mi escasa relevancia, no van a perder mucho tiempo conmigo. CÁNDIDO.- Pero... ¡Andrés!: ¡tú no lo hiciste!, ¡fueron otros! ANDRÉS.- ¡Mira, capullo!, ¡escúchame bien y métete esto en la cabeza!: por mucho que no fuera yo el autor material del atentado, por mucho que al poco de salir de este país me desmarcara de la Organización, y por más que desde entonces me haya dicho a mí mismo, una y mil veces, que jamás deseé que sucediera, ni remotamente, algo parecido, lo cierto es que... ¡yo pasé los datos que llevaron al cojo a la tumba! (pausa) ¡Me siento tan responsable como el que colocó el explosivo! CÁNDIDO.- (retorciéndose el vientre) ¡Y ni tan siquiera... sabrás... quién fue! ANDRÉS.- ¡Poco importa eso! CÁNDIDO.- (en dicha actitud) No es justo que... tú cargues... ¡con toda la responsabilidad! ANDRÉS.- ¡Tampoco he pensado en ello!... Pero no debes preocuparte por mí: tengo un buen abogado... ¡y la situación actual me beneficia lo suficiente como para no pasar demasiado tiempo entre rejas! No tengo causas pendientes: todo lo más, alguna participación indirecta que ya habrá quedado prescrita. 135
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¡Qué ironía!: por mis actividades pasadas, que siempre consideré poco relevantes pero que sin duda contribuyeron a más de una tragedia, apenas siento, aún, el menor escrúpulo; y ahora, cuando he llegado a creer que sólo colaboraba para iniciar un proceso de paz me veo a mí mismo como un perfecto asesino y quiero pedir a gritos que me encierren. CÁNDIDO.- (en dicha actitud) Un gesto... ¡”heroico”!, Andrés, ¿te das cuenta?: ¡eso aquí no tiene sentido! ANDRÉS.- No creas que lo hago por heroísmo. ¡Ni siquiera sé aún por qué lo hago! Es... algo que... ¡me viene de dentro! Todavía es irreflexivo: ¡por eso necesito tiempo!, ¡mucho tiempo! CÁNDIDO.- (en dicha actitud) El tiempo... ¡suele convertir a los villanos en héroes! ANDRÉS.- Y también a la inversa: a los que un día se presentan como héroes, ¡el tiempo acaba poniéndolos en su sitio! CÁNDIDO.- (en dicha actitud) Dime... dime una cosa... Andrés: durante todos estos años, ¿qué has sido tú?... ¿has sido “verdaderamente”... lo que se dice “verdaderamente” un activista? ANDRÉS.- ¡Con qué me sales ahora, alma cándida! (quédanse los dos en silencio, mirándose fijamente) Pero... ¡tienes razón!: ¡nunca llegué a serlo del todo! Mi permanencia cerca de la Organización era... algo así como... ¡mantener un estilo de vida! Quizás por eso, al moverse la Tierra, me ha sacado a mí antes que a otros, ¡y me resulta más fácil el paso que voy a dar! CÁNDIDO.- (en dicha actitud) Siempre… ¡siempre quise 136
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ser como tú! ¿No... no debería yo... dar también ese paso? ANDRÉS.- ¡Ni se te ocurra, capullo!: tu responsabilidad queda por debajo de mía; ¡fui yo el que te metió en esto! ¡Tú no necesitas tiempo para despertar la conciencia!; (olfateando el aire con repugnancia) la tuya... ¡snif !... ¡snif !... se nota... se siente... ¡y huele que apesta! CÁNDIDO.- (agarrándose el vientre) Me siento mal... ¡y voy a sentirme mucho peor, si no voy contigo! ¡Tengo que declarar! ANDRÉS.- ¡No puedes hacerlo!: ¡echarías a perder la coartada que hemos preparado entre mi abogado y yo! (apartando con una mano los efluvios) Deberías irte a casa, a cambiarte. CÁNDIDO.- ¡Quiero ir contigo!... ¡me siento mal! ANDRÉS.- ¡Peor te sentirás si continúas aquí y no te cambias!... ¡Anda, vete a casa! CÁNDIDO.- (volviendo a agarrase el vientre) ¿Qué va a ser de mí?: ¡no podré vivir con este peso encima! ANDRÉS.- Tendrás que acostumbrarte... a aguantar tu carga... ¡y a aguantar tu olor! Eso sí: ¡procura que nadie la note! CÁNDIDO.- (en dicha actitud) No sé... si podré... ¡es tan intenso! ANDRÉS.- Si no aprendes a disimularlo, cuando los demás sientan tu olor, podrán dejar de hablarte... (pausa. Consultando su reloj) Se me hace tarde, ¡y tengo una cita con la sombra para ir preparando el primer parcial del curso!... (pausa) ¡Deséame suerte, alma cándida! 137
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CÁNDIDO.- ¡Adiós, Andrés! (inicia su marcha. Deteniéndose y volviéndose) ¡Nunca podré ser como tú!, ¡nunca!...
Quédase Andrés en actitud de despedida, mientras Cándido se va, arqueando ligeramente las piernas.
FIN
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ÍNDICE Prólogo (José Mª Salbidegoitia) ..............................................................9 Sueños de identidad (Premio Serantes 2000).....................................21 Escena primera....................................................................................24 Escena segunda...................................................................................27 Escena tercera .....................................................................................28 Escena cuerta ......................................................................................36 Escena quinta ......................................................................................43 Escena sexta........................................................................................55 Escena séptima....................................................................................67 Escena octava......................................................................................79 Escena novena.....................................................................................81 La Tierra movida bajo los pies ..........................................................83 Escena primera....................................................................................85 Escena segunda...................................................................................94 Escena tercera ...................................................................................103 Escena cuerta ....................................................................................113 Escena quinta ....................................................................................121 Escena sexta......................................................................................127 Escena séptima..................................................................................129