Las hormigas cavadoras

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LAS HORMIGAS CAVADORAS



Luis Mª Alfaro LAS HORMIGAS CAVADORAS


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: junio 2013

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados. © Luis Mº Alfaro Juan © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 — 20080 • Donostia—San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana

Printed in Spain

I.S.B.N.: 978—84—940216—3—3 Depósito Legal: SS—892—2013


Andrea y Lara 隆Los errores s贸lo existen en el pasado! los que rezan mirando al cielo se ahogan en los charcos de la tierra

Sea quien sea el que es bendito sea


INDICE Treinta y seis ....................................................................................13 A don Eugenio .................................................................................14 Pigazo ................................................................................................17 El inspector aguarda ........................................................................23 Mano Izquierda ................................................................................25 El Loro...............................................................................................29 Punto de caridad...............................................................................36 Cuando estoy aburrido ....................................................................47 El compadre......................................................................................48 El loco del café de los cinco...........................................................58 El mercado viejo ..............................................................................59 Quedarse sin nada ............................................................................72 El sotechado......................................................................................75 Traje de Luces...................................................................................76 Los viejos de la tribu........................................................................82 Las Pons.............................................................................................83 Los delfines .......................................................................................89 Las horas perdidas............................................................................90 Las hormigas cavadoras ................................................................110 Dandy...............................................................................................111 El indiano ........................................................................................113 Juntos en este pueblo de bucaneros............................................118 La furgoneta....................................................................................119 Elecciones municipales .................................................................120 Pasadas las diez...............................................................................125 La reina del baile ............................................................................127 La peripatética de la adolescencia................................................148 Los padrinos del bautizo...............................................................149 Tomo el primer autobús y me largo............................................154 Asuntos Internos ..........................................................................155 El alcaraván.....................................................................................170


Sube despacio que te espero.........................................................173 El aniversario ..................................................................................175 El gallo de Nicéforo ......................................................................181 El óvalo de la linterna....................................................................183 El otro..............................................................................................185 Una máquina para idiotas .............................................................194 La escalera .......................................................................................195 El hombre tenido por santo.........................................................204 El momento sublime .....................................................................206 La peluquería...................................................................................226 La puta del pueblo .........................................................................231 El nublo del verano........................................................................233 Salivazo de té ..................................................................................249 La cantante ......................................................................................251 Todos los días de la semana..........................................................254 En secreto .......................................................................................260 La multa...........................................................................................261 Un tipo muy extraño .....................................................................270 En la gasolinera ..............................................................................271 Nena.................................................................................................279



LAS HORMIGAS CAVADORAS



TREINTA Y SEIS

Treinta y seis. Esto lo soluciono matando a seis. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¿Y luego?, digo. Irás a la cárcel. ¿Y qué? Habré dado un buen escarmiento. ¿A quién? A los demás. ¿Quiénes son los demás? Los otros. Los cabrones. Esos. ¿Y si no escarmientan? Mi hijo mayor cogerá la escopeta y matará a otros seis. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. También será detenido. ¿Y si tampoco escarmientan? Entonces mi hijo segundo matará a otros seis. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¿Cuántos hijos tienes?, pregunto asustado. Cuatro, y la mujer. ¿Cuántos sois en el pueblo? Treinta y seis.

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LUIS Mª ALFARO

A don Eugenio — Eres el más tonto de la clase. Nunca serás nada. Mirada fría, turbadora, hombre seguro de sí mismo. No duda nunca porque en la convicción radica la rectitud de las acciones. Vigila por el reflejo de la ventana, apagada la luz, sigiloso como un cazador al acecho. Entorna el balcón para iniciar desde la sombra la captura de los alumnos, esos mosquitos piojosos que dan justo para un comer. Quienes hablan en la fila, quienes la rompen. — Tú, tú y tú presentaros a la hora del recreo. Sermonea a veces. Y ya nos sangra el miedo. Un cachete, la mirada incrustada en ese trozo de pared que se desliza hasta el techo, mientras a nuestras espaldas retumba el griterío contagioso de la media hora de recreo perdida. El de siempre es el de siempre. Para qué engañarnos. Y al igual que en todo colectivo de borrachos siempre hay uno que canta diferente, en el de alumnos siempre hay el que se convida a la soledad y desentona. El que no parece muy listo, la verdad. El que no tiene futuro. Imitamos su pequeña deformación física preparándonos para las obligadas y humillantes simulaciones del día de mañana. O la sonrisa bobalicona de los tipos fláccidos, eternamente cansados. El de siempre es eso: el de siempre. Para qué engañarnos. Del que te acuerdas de mayor en la barra del bar cuando el aburrimiento contagia los silencios. Cuando la copa al volcarla sobre el mostrador no derrama ya ninguna gota, entonces —después de tantos años— se te aparece como un ectoplasma enfermo. Y te burlas de él con los otros, y te levantas el ánimo artificialmente para que los otros se olviden de burlarse de ti. La vida no da para más. La vida es una desgracia solitaria. En los repartos de fin de curso, acepta lo que le demos allá por los finales de mayo 14


A DON EUGENIO

medio quitaborrón sucio un secante un lápiz mordido un plumín roto del uno y medio abandonado en la gótica de los viernes por la tarde. —o— Don Eugenio, un día para apaciguar el barullo de la clase, le conminó en voz alta: — Tonto. Nunca serás nada. Y nosotros repetimos durante un par de semanas: — ¡Nunca será nada! — ¡Eres el tonto de la clase! — ¡Nunca será nada! — ¡Eres el tonto de la clase! El pobre se queda a veces mirando el encerado negro, intentando acaso ordenar mentalmente las trazas de tiza blanca que bailan frenéticas ante sus ojos en un absoluto desmadre. — Nunca serás nada. —o— Don Eugenio fiel a su condición de viejo inquisidor, vigila de espaldas. Su secreto: el reflejo de los cristales de la gafa en la ventana. Dicen que fue hombre de disciplina. Nos pertrechó a miles de jovencitos inmaduros para que pudiéramos enfrentarnos sin miedo al destino. Rígido, serio. — ¿Quién ha sido esta vez? — El de siempre, señor. — Castigado por moverte en la fila. Alguna vez —los de siempre son tipos meones, reconozcámoslo, no se aguantan, reconozcámoslo también—, hurgábamos igual que raterillos en su pupitre. ¿Y el día que le metimos la cucaracha en el bocadillo? Piensa el muy ingenuo que las nubes están sucias porque nadie las lava. Que el mar se revuelve y se encrespa porque alguien, allá donde se esconde el sol, agita las aguas. 15


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Que las gaviotas son aviones que amerizan. Cuando arrecia la tormenta, sale a la calle para mojarse la cara. — Nunca serás nada. —o— Treinta y nueve de los cuarenta de la clase teníamos seguro un sitio en el mundo. Porque el mundo es impaciente con los decididos y rechaza a los pusilánimes y a los cretinos. Yo y otro como yo seríamos torneros, aquel ajustador matricero y dos más fresadores. Otros ebanistas, mecánicos, albañiles. Y hasta alguno conseguiría un puesto de botones en una sucursal bancaria. Uno pintaría paredes y otro mezclaría la masa de los morteros. Acaso alguno llegaría a funcionario de correos. Uno, tranviario, otro portero del museo. Dos en la estiba del puerto. Algunos, los menos, pasarían al instituto, a estudiar una de esas estúpidas carreras que convierten a los niños en pijos adultos. Cuatro o cinco irían a la mar. Incluso uno se haría redero. Sólo el tonto carecía de destino. —o— Quizá don Eugenio en aquellos momentos nunca imaginara que a los más tontos del colegio precisamente les sobra futuro. Hoy el más tonto dibuja su mejor sonrisa para el noticiario del mediodía. Y descorre con parsimonia, entre los aplausos del público y los flashes de los fotógrafos, la cortinilla que cubre la placa con la dedicatoria: “A don Eugenio” colocada en un triste callejón, estrecho, oscuro, orinado, sin portales ni números.

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PIGAZO

Pigazo Juan El Pigazo tuvo la aparición en la fuente del Piojo, que es un cruce de atajos en el Camino de Santiago. Algo increíble, insólito. Merodeaba como casi siempre por las tierras de otros buscando lo olvidado por otros al tiempo que las huellas del jabalí herido huido fuera de los maizales del lejano regadío, cuando levantó la vista hacia el altillo donde a veces el sol se refresca. Allí estaba ella. Rubia, joven, hermosa, bañándose desnuda en el pilón donde abrevan las ovejas. Fue tan fuerte la impresión que a El Pigazo le entró un inquietante cosquilleo enfermizo. Él no era hombre de requiebros ni de demasiadas luces. Las mujeres que había conocido o eran putas descoloridas venidas cuando la fiesta o pastoronas de caderas anchas, de rostro curtido por el aire de los madrugones y la respiga. Pero ninguna tan rubia. Ninguna tan joven. Ni tan atractiva. Ni tan mágica. Le llamaban Pigazo, que era pájaro solitario de mal agüero y peor presencia, de plumaje negro y carne desaborida y de mala voluntad, por su apego a la libertad a la que jamás había renunciado en sus más de cincuenta años. Porque sólo se ajustaba por cuatro malditos dineros para cavar en el camposanto, cosa que sucedía menos de dos veces cada tres años. Aguantaba la hambruna, el silencio, la soledad, el pan duro, el tocino rancio. Y los crudos inviernos tan bien como el infierno del verano. Estrecho, pequeño, oscura y cuarteada la piel como una suela de zapatos, la nariz demasiado grande, lo único grande realmente de su cuerpo mermado y sucio, las manos ásperas de tanto desmenuzar tabones, todo en él era de una vulgaridad insolente. Daba más temor que lástima, más repugnancia que contento. Incluso el cura, que a pesar de sus muchos nombramientos de 17


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arcipreste de merindad y párroco y principal y lo que fuera, con sus modales educados de hombre estudioso de los viejos latines, le había dicho: de qué se trata, Juan, que ya van para siete los años sin que pises la iglesia y eso no es bueno; que te puedes morir y a ver lo que te espera. A lo que Juan le había dicho: los mismos años que su usía lleva sin acarrear las alfalfas ni entresacar las malas hierbas. Y de seguro que también ha de darme el trabajo de cavarle el agujero que le descanse. Así que Juan El Pigazo se despertó de la ensoñación pellizcándose la cara y los brazos. Temía que aquello fuera un encantamiento, como si las calorinas del verano jugaran a emborracharle la cabeza y de repente se le estuvieran mermando sus pocas luces y sus instintos naturales. Se restregó pues los ojos, como si acabara de enfrentarse al amanecer y necesitara desenturbiarse. Se dijo: no es posible. Porque si raro era que para esa hora de la mañana la fuente no estuviera ya repleta de tipos extravagantes, que gustaban disfrazarse con ridículos sombreros de ala ancha, insignias de mendicantes, camisetas empapadas de sudor, bordones adquiridos en cualquier supermercado, pantalones cortos y espesos vendajes de tullido por encima de incómodas botas de deporte, mucho más que no hubiera nadie desde allí hasta el horizonte. Nadie. Sólo aquella mujer. Y él. Los dos. Nadie. Allí mismo. Solos. Con la pasmosa complicidad de un cielo para entonces rabiosamente azul. Pero era posible. La rubia se exhibía sin pudor de pie en el pilón, con los senos enhiestos y la sombra negra de la pelvis goteando el agua fresca. Parecía ofrecerse toda entera al mundo, con los brazos extendidos, 18


PIGAZO

en un ritual casi mágico y solemne. Y el mundo, y El Pigazo representaba en ese instante a todo el mundo, estaba allá precisamente para recibir semejante gozoso ofrecimiento. Cautiva del sol, la muchacha permaneció un buen rato con la cara vuelta y los ojos cerrados. Luego, se sentó en el fondo del pilón, chapoteando feliz con el agua, como si fuera una niña traviesa. Jugaba a mojarse el cuello y los senos y la cara. Y de nuevo, poco después, volvió a levantarse ahuecándose la melena tan larga y limpia y tan dorada. Juan El Pigazo se pellizcó la oreja derecha hasta hacerse daño. No podía ser una alucinación porque aunque algo atenuadas le llegaban las risitas gozosas de aquel juego inocente. Y aunque es bien sabido que el sol de principios de agosto juega muchas y malas pasadas, confundiendo a la liebre en el barbecho cenizo y ocultando a la perdiz en el rastrojo, aquello era real y demasiado hermoso. Demasiado atractiva, demasiado hembra, como una sirena, pensó él que nunca había visto el mar, perdida en medio de una tierra oxidada y reseca. Y El Pigazo se quedó sorprendido de la calidad de su pensamiento, porque él era hombre de ninguna lectura y muy poco dado a exquisiteces poéticas. Le costó tomar la decisión justo lo que tardó en calentársele el alma. Precavido, oteó los dos atajos, por si aparecieran malas compañías. Miró también al esquinazo donde el vago del guarda solía buscar furtivos con los prismáticos. Y de dos zancadas alcanzó el alto. Todavía se quedó un buen rato así, pasmado, oculto bajo la sombra del tilo. Dominándose la sangre o componiendo el peligro. En la lejanía, por la ladera del cotorro una cosechadora roja trajinaba las primeras espigas de la parcela. La joven estaba otra vez de pie, ahora mucho más próxima, apenas a unos metros, casi al alcance de la mano. Tendría poco más de veinte años, aunque las extranjeras, y era extranjera porque 19


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ninguna hortelana, por ejemplo, ni ninguna estudiante de casa honrada, por ejemplo, en su sano juicio compondría semejante espectáculo ni siquiera en los momentos más íntimos de su vida, ni siquiera en la oscuridad del pajar o en las cuevas de las yeseras, aparentan menos de los que tienen, con tanto potingue y tanto yogur y tanta clase de gimnasia y tanta comida plastificada. Juan El Pigazo nunca antes jamás había visto a una mujer así de desnuda. Así de sana. Así de hermosa. Así de piel tan lozana. Ni con semejante melena tan rubia y suelta. Ni tan completa. Adivinó la firmeza de aquellos senos prietos que en su ingenuidad ella empujaba hacia el cielo, la extrema suavidad de aquella piel que acariciaban las perezosas gotas de agua. Se contuvo medio hipnotizado ante la visión de aquellos muslos redondos y bien formados. Fue entonces cuando la mujer hizo aquel gesto de buscarse con la mano. El Pigazo no se aguantó más. Ladeó la cabeza como si fuera a cazar al astuto raposo y apretó cuanto pudo los dientes. Pegó un bufido loco antes de abandonar atropelladamente el cobijo del tilo. De repente la mujer se encontró frente a aquellos ojos encendidos que no presagiaban nada bueno y poseída inicialmente por un miedo salvaje, gritó con todas sus fuerzas mientras intentaba salvar su desnudez cubriéndose con las manos. Su grito fue tan fuerte que espantó a los lagartos. Y bien lejos hubo de oírse. Pero luego, como si hubiera recuperado de inmediato la calma, la mujer clavó sus ojos firmemente en los de El Pigazo y volvió a descubrirse lentamente aguantando altiva la mirada y dominando la situación. Acaso desarbolado porque la mujer no pretendiera la huida, y se ofreciera serena, El Pigazo se detuvo en seco e intentó decir algo, como si fuera a protestar por una entrega tan sumisa cuando esperaba recurrir a una posesión violenta. Pero ella le hizo frente, frotándose indolente los pechos, empujándose todavía más los pezones para arriba y devolviéndole una sonrisa de 20


PIGAZO

suficiencia no poco burlona. El Pigazo era cazador y trampero. Dominaba el empleo de demasiadas malas artes como para dejarse seducir por un ardid tan estúpido. Torció un poco la boca, mostrando fugazmente las caries prolongadas de sus dientes, y murmuró: — Te voy a hacer mujer hasta cuando yo quiera. Y comenzó muy despacio, con la misma parsimonia con que preparaba los lazos y los cebos, a desabrocharse el cinto y los botones de la bragueta. Fue entonces cuando de improviso, materializándose desde la nada, apareció de detrás del montículo aquel tipo enorme, de manos grandes como palas, rubio, con la piel enrojecida como un cangrejo cocido. Le sacaba no solo la cabeza sino también un cuarto de pecho. Fuerte como un toro, el holandés resoplaba como un toro y agachaba la cabeza en ademán de embestir como un toro. Se colocó rápidamente por delante de la mujer, extendió cuanto pudo los brazos, y le dijo a El Pigazo con una expresión de cólera: — ¡Fuera! No mirar, tú no mires. El Pigazo intentó en su furor un avance frontal impetuoso. Pero el holandés hizo por detenerle. Entonces Juan El Pigazo amagó a modo de engaño. Estaba muy salido como para retirarse. Era como un hurón en cuanto olía a una presa: jamás abandonaba. Y ella seguía allí ofreciéndose impúdica. El holandés le empujó sin miramientos haciéndole tambalear. — ¡Largo! ¡Fuera! ¡No mires! El Pigazo tanteó sus posibilidades de cazador. Pocas o nulas. Pero tenía el ánimo demasiado revuelto. No estaba en condiciones de desistir. Hizo de nuevo ademán de volverse, intentando ganarle al hombrachón por un lado. Imposible. El empujón le hizo rodar por el suelo. Las risitas locas de la muchacha le dolieron más que el daño fí21


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sico. Entrecerró los ojos. Aguardó con la respiración casi contenida, como cuando se acecha a la garza en el río, a que se disiparan las risas humillantes y las voces. Luego, cuando intuyó que la pareja se descuidaba dándole la espalda, Juan El Pigazo, furtivo y fajador, se revolvió con rapidez buscando en sus bolsillos aquello que siempre llevaba consigo. No debió hacerlo. Sintió de repente como si todas las piedras descarnadas del cotorro le vinieran encima antes de descubrir el sabor salado de la sangre que le manaba de la nariz. Humillado y vencido, medio mareado por el golpe, soportó desde el suelo cómo la mujer todavía desnuda le hurgaba juguetona con el pie en la entrepierna mientras le decía riéndose insolente: — ¡Tonto! ¡Espagnol! ¡Puto!

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EL INSPECTOR AGUARDA

El inspector aguarda Al tomar la revuelta el inspector aguarda. Donde la calle se ensucia el inspector anota.

¿Dice usted que le preguntó por un teatro? Eso dije. ¿Dice usted que le pareció cortés y educado? Eso dije. Día de verano, señor, estamos en junio. Un día limpio con viento del oeste.

De americana, señor, fíjese que extraño. Zapatos desgastados, algo sucios, de cordón; de lazo grande, antiguo. Lo describe usted muy bien. Demasiado alto, demasiado viejo. Demasiado acabado para dominarse los sueños.

Recuerdo unos ojos cansados en un rostro agotado y sin tiempo. Mirada esclava, profunda y huérfana. Mirada sin importancia. Dijo: Señor, estoy desubicado. ¿Eso dijo? Eso me dijo. La voz tímida, apenas un hilito quebrado. Dijo: desubicado. No dijo perdido. No dijo desorientado. Dijo: desubicado No, señor. Nunca fue persona de mi conocimiento. 23


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Las manos ásperas, diría que trabajadas. Portaba en el brazo esa carpeta de manuscritos que viste a los poetas pobres, señor. ¿Qué mas dijo? Dijo: ¿Por qué a los nogales estériles no les nacen las ramas? ¿Fueron esas sus palabras? Exactamente. Esas fueron.

El inspector anota.

Ninguno de los compadres que tomaban orujo conmigo a la seis se levanta ya de la cama, también eso dijo. ¿Estaba impaciente? ¿Le sintió delicado?

¿Por qué quien habla consigo mismo ha de cederse la última palabra?, eso también dijo ¿Lo reconoce usted? El señor inspector me descubre su cara retirando la sábana.

Mejor es morirse sano que pudrirse en una habitación detrás de una persiana, confieso que eso también dijo.

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MANO IZQUIERDA

Mano Izquierda Eran tres y los tres cargados de acciones delictivas. Se llegaron despacio, con las luces de situación dispuestas porque la noche devenía oscura. El motor casi al ralentí. Uno de los guardias de la Patrulla Rural apostada en las proximidades de la ermita, oteaba con los prismáticos. Cazó el punto de luz, y llamó a su compañero. — Ya están aquí —dijo. — Ok —dijo el compañero. — Déjalos hacer. — Ok —repitió el compañero. El R21 quedó enfilado para el camino de huida. Descendió primero el más joven de los delincuentes, se acercó a la puerta, comprobó que estaba sujeta únicamente con una cadena metálica y un candado. E hizo un gesto al segundo de sus compinches, el que por la edad pudiera ser perfectamente su padre. Éste le pasó la cizalla, y le ayudó a romper la cadena. La tarea les llevó unos pocos minutos. El del defecto en los ojos salió también del coche y se puso a fumar tranquilamente un cigarrillo al lado del capó mientras sus dos compinches entraban en la ermita. Sonaron las cuatro en el lejano reloj asmático de la iglesia. Un grupo de pájaros negros rompió la monotonía del cielo. Dentro de una hora o poco más el primer rayo de luz disiparía las sombras. — ¿Ya? — La próxima vez venimos con una escalera —dijo el más joven de todos. — Y una linterna en condiciones. A ésta le fallan las pilas — dijo el que podría ser su padre. Estaban introduciendo el producto de su robo en el portamaletas del R21 cuando los focos potentes de las motos los deslumbraron. — Coño —dijo el Guardia Civil, con la pistola bien visible en la 25


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mano—, si son los Bonifacios. Mucho gusto en conoceros, muchachos. — El gusto es nuestro —dijo el del defecto en los ojos, que parecía ser el jefe, sin dejar de fumar, absolutamente impasible, como si ya hubiera pasado más veces por similares trances. — ¿Rezando a la Virgen? — Lo que ve. — Y con mucha devoción. — La que se merece. — ¿Y cuántas Avemarías llevan ustedes ya, si puede saberse? — Vamos por las letanías de Nuestra Señora. Media hora más tarde apareció el coche celular seguido de dos coches más de apoyo. La teniente descendió del celular. Tenía la melena recogida y las uñas largas y cuidadas. Era una muchacha enérgica y muy decidida. Miró con desprecio a los Bonifacios, uno a uno, directamente a los ojos. Les dio la espalda. Fijó su atención luego en la talla. — ¿Ha sufrido algún desperfecto? — No, mi teniente —dijo uno de los de la Patrulla Rural. — ¿Algún golpe, aunque sea accidental? — Una operación limpia. — Buen trabajo. — Gracias, señora. La teniente se dirigió autoritariamente al sargento, que era uno de los que la acompañaban: — Para cuando termine yo de hacer las mediciones, quiero la declaración de los interfectos firmada y rubricada. — A sus órdenes, mi teniente —dijo el sargento, que era un tipo grande, con un bigote enorme y unas manos como palas. 26


MANO IZQUIERDA

Ni se molestó en esposarles. Dio un empellón a los Bonifacios y empujó sin ninguna consideración al primero de ellos en dirección al vehículo: — Hala, chicos, subid al celular, que quiero escucharos cantar. El Bonifacio jefe, dijo: — Yo sólo hablo en presencia de mi abogado. — Me parece muy bien —dijo el sargento—. Se respetan los derechos y las obligaciones, pero aquí no se trata de hablar sino de cantar. Y puedes hacerlo con la puerta del celular abierta o cerrada. Si la cierro es para evitar que molestes a los pájaros que todavía están dormidos. Tú verás. — Yo sólo hablo en presencia de mi abogado —repitió el Bonifacio jefe. — Vale, vale. Entendido —dijo el sargento, y dirigiéndose al resto de los guardias, preguntó— ¿Ha venido López? — Aquí estoy, mi sargento —dijo el llamado López que tenía una medio sonrisa cosida en la boca. Apareció de dentro de otro de los coches. Caminaba con andares de perdonavidas. — Ayúdame —le dijo el sargento— que estos pobres aman la música y quieren cantar, pero no han ido a la escuela y no saben solfeo. — No se preocupe, mi sargento, que en cuanto cierre la puerta, les doy clases intensivas y para antes de una hora los tres forman un orfeón. Media hora más tarde, los Bonifacios habían puesto una cruz enorme en su declaración. La teniente miró el escrito, y dijo al sargento: — Admiro la habilidad que tiene usted, sargento, para tratar a los delincuentes. Le aseguro que eso no se enseña en la academia. — Mano izquierda, mi teniente, mano izquierda. Lo importante es tener mano izquierda. Es la mano que sorprende porque nadie se la espera. 27


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EL LORO

El Loro Del bar se accedía al comedor bajando una escalera estrecha de madera, de peldaños altos y desgastados, lo suficientemente empinada como para sentir la necesidad de sujetarse al pasamanos. La circunstancia de estar ubicado el local fuera del centro de la ciudad había facilitado bastantes años atrás los trámites de apertura. Oculta tras un basto hule a modo de cortina de flores, la cocina estaba situada al final del comedor. La ventana daba a un patio lleno de gatos: era su única ventilación exterior. El comedor, por su parte, carecía de servicio que se encontraba en la planta de arriba, cerca de la entrada. Las mesas de mármol, de patas de hierro fundido, negras, resultaban un poco estrechas para cuatro por lo que generalmente las ocupaban dos personas. El suelo, de piedra, primitivo, algo desnivelado. Las paredes intentaban seguir siendo blancas a pesar de que la humedad se empeñara en dibujar extrañas figuras grises. Media docena de bombillas colgando de unos cables deshilachados estrellaban su luz mortecina sobre unos plafones rústicos de porcelana. La hija de los dueños, Amelita, una agraciada muchacha de unos dieciocho o diecinueve años, bien proporcionada, morena, con los ojos achinados y graciosos, una sonrisa cautivadora, y el pelo revuelto a modo de escarola, distribuía con soltura los peroles —llevaba desde niña haciéndolo—, y en los momentos de descanso se acercaba a los comensales, generalmente estudiantes y peones jóvenes de las obras cercanas, para escuchar sus bromas y mostrarles los dientes blancos. Era un lugar sin lujos, barato, vulgar en su escasa decoración, limpio dentro de lo que cabe, de comida sencilla preparada sin condimentos extraños y abundante. Fermín estuvo ajustado durante gran parte de su época de universitario en aquel bar. Siempre almorzaba solo, en una de las mesas del fondo, como si quisiera pasar desapercibido. Más bien alto, de complexión fuerte, con las manos anchas y ásperas y el rostro casi cuadrado, curtido por el sol y el aire, más que como 29


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estudiante podía pasar por jornalero del campo, camionero o boxeador al que el saco de arena le partiera a menudo la cara. Siempre pegado a un libro, era uno de esos jóvenes a los que el hambre enseña que lo que se deja hoy en el plato mañana se mendiga. Amelita le retrasaba con astucia el servicio del postre para poder sentarse tranquilamente a su mesa, sin que nadie les molestara. Le gustaba aquel muchacho tan diferente a los demás. Y tan fuerte. Con los otros gastaba menos tiempo, y desde luego no les mostraba tan descaradamente las piernas. Entonces el mundo, realmente, comenzaba a esbozarse. En la tertulia del café de puchero, con la seriedad de un futuro viejo catedrático, Fermín hablaba a Amelita pausadamente del derecho romano, del derecho de defensa de la gente, incluso de los menos pudientes, de las leyes, de la justicia, de los pleitos, de las togas y de las puñetas. Y Amelita le miraba con la cara arrobada y un suspiro permanente. Para el tercer año de carrera, Fermín fue invitado a hacer vida en la cocina. El padre de Amelita le puso a mitad de curso la mano temblona en el hombro y le dijo: — Tú como de la familia, muchacho. A partir de ahora comes dentro con nosotros. Era un hombre mayor, bueno, tranquilo, de mirada limpia, algo excedido en peso y de pelo dibujado por encima de las orejas. Había estado muchos años de cocinero en la mar. Salivaba las eses como si las letras le vinieran mareadas todavía por los vaivenes del barco. Su mujer y madre de Amelita, era bastante más simple y apenas hablaba. Dejaba al marido la locuacidad para quedarse ella con la sonrisa bobalicona de la eterna felicidad. Se movía con dificultad entre las sartenes, porque los años comenzaban a pesarle. Se sentaba en una esquina y contemplaba a todos con la dulzura de una matrona que acaba de ayudar con éxito a un nuevo alumbramiento. 30


EL LORO

A veces se obligaba a decir algo. Y siempre con el pudor y la distancia del tratamiento aprendido en sus años de servir en casa ajena. — Cuéntenos algo de usted, Fermín, si no es molestia. Y Fermín entonces se sentía importante y Amelita mucho más. Ocultos a la mirada curiosa de los clientes, los de la familia almorzaban en la propia cocina sentados alrededor de una mesa larga retirada de un bodegón. Allí también se encontraban las palanganas con la lechuga en remojo, el cesto de huevos, las bolsas del pan, las latas de conservas, los encurtidos, los baldes de patatas, la fresquera y los viejos calendarios de pared. Y un reloj parado a las tres. Los padres de Amelita, discretamente, nada más disponer el último servicio abandonaban la cocina subiendo al bar, de modo que las lecciones de derecho pudieran continuarlas a solas los dos jóvenes. Y Amelita se veía en esos momentos transportada a un futuro sin fogones. Era tan pronto mujer de juez como de fiscal o de otra cosa de importancia. Pero como el futuro a veces se enreda y tarda en volverse presente, o acaso porque Fermín esperase a concluir la carrera para decidirse, Amelita terminó por echarse novio, cansada de que a Fermín se le olvidara que las mujeres además de conversación tienen una inclinación perversa al matrimonio. El novio iba para ingeniero, tenía más posibles, tan pretencioso como vago, mal estudiante, y encima, para colmo, canijo y regordete, pero estaba becado y en su familia había dos o tres militares y media docena de curas o cosa así. Contaba con alguna gracia para saltar con la pandereta y jamás saciaba el hambre. El padre de Amelita, le dijo pasada la semana de Pascua: — Desde mañana te vienes tú también a comer dentro. El novio, dijo: — Igual no hay sitio para tantos. — Pues se alarga la mesa, pero tú adentro. — ¿Y ese otro? — Mejor dos que tres, ¿no? —respondió el hombre con esa 31


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sabiduría que sólo reparte las horas de soledad en la mar. Un día el novio apareció con el loro gris, viejo, tullido, con un ala medio rota y que no podía volar. — Andaba por ahí perdido —dijo el novio. — ¡Perdido, sí! —gritó el loro. Amelita, dijo: — Es muy mono. Pobrecito. Y el loro, dijo: — Cojones. Lo colocaron sobre un pequeño trapecio, colgado del techo. El loro se movía a sus anchas por el trapecio, y pronto aprendió a descender por la soga anudada que llegaba al suelo. Bajaba, se daba una vuelta por la mesa, emitía un par de grititos extraños y se volvía a su sitio. Quizá por culpa del vaso de vino de la comida, un día Fermín dijo al loro: — Como no aprendas a decir mi nombre te meto en el puchero. Y el loro, a partir de entonces, anunciaba a gritos su llegada: — ¡Fermín! ¡Fermín! ¡Fermín! El loro esperaba a que Fermín se sentase para descender lentamente del trapecio. Recorría los escasos metros que le separaban de la mesa familiar y comenzaba a trepar por el respaldo de la silla. Se agarraba a lo que pudiera hasta alcanzar sus hombros. Allí se quedaba un rato, como reponiendo fuerzas. Daba un saltito extendiendo su ala sana y encogiendo un poco más la herida y se situaba luego sobre su cabeza. Y comenzaba a expurgarle a picotazos suaves, casi con ternura. Fermín se dejaba hacer. El novio de Amelita, un día le dijo: — Coño, el loro es mío y se va contigo. Y Amelita pensó sin duda: “Calla, bobo, también yo soy suya y me voy contigo”. Amelita era tan trasparente, que su pensamiento 32


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hubiera necesitado sordina para que no se entendiese. El loro y Fermín componían una figura idílica. Un tipo fuerte, joven, alto, coronado por una criatura frágil, tullida, vieja y fea. El loro era gris, de los de Guinea, con una única pluma roja. El padre de Amelita tenía una teoría al respecto: el loro se lo había pasado tan mal, acosado por gatos y ratas, que se aproximaba al más fuerte en demanda de auxilio, como si entendiese de pesos y medidas. Y de malas artes. Comía del plato de Fermín y nunca le ensuciaba encima. El padre de Amelita estaba algo alcoholizado. Le gustaba compartir la cazalla de las seis de la mañana con los obreros de los talleres próximos, recordando sin duda los amaneceres tumbado a babor. No había entonces índices de siniestralidad laboral y mejor que no los hubiera. El loro se le quedaba mirando de lado, asombrado, con el pico torcido, como si estuviera alucinado. Le puso por nombre Saturnino, porque Saturnino es el patrón de Pamplona y a él los ancestros le venían de por allá. Pero nunca consiguió que repitiera ese nombre. Ni que aprendiera otras cosas. Todavía Fermín recordaba muchos años más tarde al loro en la soledad del dormitorio, con la emoción con que se recuerda a un amigo querido. Jamás había vuelto a encontrarse con Amelita. Se la imaginaba casada, llena de hijos, o de nietos. Hijos y nietos que podían ser suyos. La vida hubiera sido entonces tan distinta. Hubiera terminado posiblemente de tabernero como el novio ingeniero. Y hasta también alcoholizado. Cargado de hijos, cargado de nietos. Era una buena chica. Amelita se abrazó medio llorando una tarde a Fermín, cuando ya era novia del otro. Dijo: — Mi novio quiere hacerme suya. — Yo también quiero hacerte mía. — ¿Sí? —dijo Amelita abriendo sus ojos de avellana. Y sin du33


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darlo un instante, añadió—: Vamos a mi cuarto que ahora no hay nadie en el pasillo. Pero Fermín rehusó. Era un caballero. Después de tantos años, todavía recordaba con claridad el momento, y le pesaba. Un día, el loro saludó a Fermín con una efusión especial. Dijo: — Fermín, ¡te quiero! O algo así. — ¡Te quiero! ¡Te quiero! El novio de Amelita, enrojeció de ira. El loro imitaba tan bien el tono de voz de la muchacha que no cabía la menor duda de quién había aprendido la frase. Fermín sonrió: — Yo no he sido —dijo como disculpándose. Y el padre de Amelita, dijo: — ¿Qué le das que tanto te devuelve? Dos o tres días después, el loro apareció muerto, con la cabeza recostada sobre el suelo de piedra. Fermín lo recogió con mucho cuidado. Tenía el cuerpo todavía caliente. Le pasó suavemente una mano por el pico y la cabeza. Y lo dejó con delicadeza después de acariciarlo, sobre la mesa de la cocina. Cuando los ojos comenzaron a humedecérsele, se dio la vuelta, miró con desprecio al novio, salió de la cocina sin mediar palabra, y nunca jamás regresó al bar.

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EL LORO

Punto de caridad A la señorita Engracia le entra el punto místico a la hora apropiada de las cuatro de la madrugada y el punto de caridad los domingos antes de misa. También tiene unos ojos rebeldes, azules, que hacen esfuerzos imposibles por escaparse de las cuencas. De andares delicados y porte majestuoso el timbre agudo de voz— —casi un silbido de cafetera vieja o algo así— le descompone la presencia. Por eso habla lo menos posible. Al cumplir los veinte tuvo un novio, a los treinta un pretendiente y a los cuarenta quiso tener un amante. El médico se lo aconsejó como muy necesario para la salud física y mental. — Usted lo que necesita es un hombre —le dijo don Félix sorbiendo el té en la salita de respeto y sin perder de vista la cubertería de plata y los libros de la biblioteca, y la bandeja con las torrijas acaso demasiado tostadas. — ¡Ay, Dios mío! ¡Un hombre! —suspiró doña Engracia. — Un hombre que la haga mujer. — ¡Ay, Dios mío! ¡Un hombre que me haga mujer! — ¿Sabe lo que le digo? — ¡Ay, sé lo que me dice! Pero al director de los ejercicios espirituales, un reverendo de barba poblada blanca, mirada cansada y los años encorvándole la espalda, no le pareció oportuno por aquello de los santos temores al infierno, los malos ejemplos, y todo eso. Y se cerró en banda. — Doña Engracia —le dijo el llamado don Francisco venido expresamente de la capital para confesarla, con el ánimo contrito, los dedos huesudos asomando por las sandalias abiertas y el rostro angustiado— la siento un poco tibia y algo enfermiza. Ándese con cuidado que el maligno tiene rabo. — ¡Ay, el maligno tiene rabo! — Y con el rabo hace diabluras. — ¡Ay, que hace diabluras! 35


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— No se olvide que también tiene cuernos. — ¡Ay, también! — Doña Engracia usted va para santa y las santas para serlo necesitan comportarse como tales. — Sí que voy para santa, padre. — Cuídese de las tentaciones. Y de los pensamientos. — ¿También de los pensamientos? — También. Que si son malos mejor no pensarlos. — ¿Y si son buenos? — Pues tampoco, que a los buenos siempre suceden otros malos. El reverendo, al decir de doña Engracia, era un santo auténtico, hombre honesto, honrado y servicial, eremita de ciudad, de esos que cuando llegan al cielo deciden quedarse allí para siempre. Todo lo contrario del padre Lucas, el de la merindad, tan joven e insolente, de modales bastos, consumido por las prisas, que apenas va a visitarla cuando se siente enferma, y siempre para pedirle dinero para el retejado, las flores, los chinitos, el pesebre del nacimiento y mil cosas más cuando seguro que el muy tunante se lo gasta luego bebiendo con los borrachos en la taberna. La infancia de doña Engracia había sido ciertamente desgraciada. Era demasiado rica para ser feliz. Aprendió a tocar el piano, aprendió a hacer bodoques, ojales, festones, suspiros e incluso canastillas para hijas de necesitado; aprendió francés e inglés y las insinuaciones de los ojos y a manejar como nadie las señas misteriosas del abanico. El problema es que en aquel pueblo abanico no usa nadie y que las mozas para los catorce saben todo lo que doña Engracia a los cincuenta desconoce y que para los veinte ya están casadas y para antes embarazadas y así hijos tras hijos y más hijos hasta completar lechigadas de ocho o nueve, que son números necesarios para el incremento de la pobreza. Privada de esa vida vulgar de los demás se dio a la mística persiguiendo por las noches suspiros de amor puro por la enorme 36


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mansión heredada, que fue convento, y que de convento conserva los enormes bloques de piedra y el frío angustioso de los silencios. Abre y cierra los aposentos del piso superior acompañada, por si las sombras se materializan concretas, de sor Petra, una monja artificial, de pega y de tantos años que asusta, que nunca ha tomado hábitos, pero que viste toca y babero y un sayal gris azulado y a cuyo cargo corren las cuentas del rosario y el cirio encendido. Sor Petra camina torpona con el montón de llaves colgadas del cinto, tocando cada diez pasos la esquila para espantar a los siniestros que a la caída de la tarde les da por penetrar por las rendijas del tejado. Los viejos del pueblo hablan de ella con el temor de Dios atrapado en los adentros, porque su rostro anguloso a la luz tibia de la vela adquiere tonalidades extrañas, de bruja o cosa semejante, como si de una mujer nacida sin pasado, de madre desconocida y padre sin nombre, se tratara. Doña Engracia era, por supuesto, muy consciente que la aceleración histórica estaba concentrando las clases rompiendo la estructura tradicional de la sociedad, menguando el estrato de menesterosos necesitados de socorro. Los pordioseros al desaparecer —como los jugadores del bote, los carreteros, los peones camineros, los herradores, los almendreros, los afiladores, los mieleros de la Alcarria, y otros profesionales antaño bien considerados— arrastran al vacío más absoluto a las almas caritativas que en el darse a los demás encuentran la finalidad última de sus vidas. La socialización de la medicina además ha acabado prácticamente con los tullidos y los que alardeaban de tuberculosos. Los mancos que aún quedan mendigando en las esquinas principales de las ciudades provienen de la emigración. No son nativos. Y eso no está bien. Es ley de vida, pero no está bien. Menos mal que ha tenido la suerte de guardarse para sí unos cuantos pobres tradicionales, de los que no se mueren nunca y que por nada del mundo renuncian a su condición natural. Pobres 37


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del lugar, autóctonos, con todos los apellidos en regla, y radicados en menos de diez kilómetros a la redonda. Sor Petra, la monja falsa, hace gala de un carácter huraño y de unos modales nerviosos. Mantiene grandes discusiones acerca de cuestiones básicas y muy trascendentes, como los ángeles, el infierno, el número de la bestia y la carne de los viernes. Los menesterosos en esto no se andan con tonterías. Pragmáticos y crueles como corresponde a su condición humana, si atrapan un pollo un jueves se lo comen en viernes aunque sea lo mismo cuaresma que carnaval, y esto la saca de quicio. Encargada de organizar la cola de los domingos, reclama compostura y respeto. Sabe que el desorden y la falta de disciplina conducen a las revueltas y que de las revueltas a todo lo demás no hay más que un paso. Cuando aparece con el canastillo del pan bregado, se dirige a los malcarados en términos de superiora confesa: — La mano que va al pan debe estar limpia, viciosillos. Que a veces donde la metéis hay pústulas de tanto haceros marranadas. A la señorita Engracia le priva salir a la plazoleta como las señoras de antaño en las grandes fiestas, con peineta, vestida con sus mejores prendas, empolvada y muy tiesa. Todo tiene un protocolo. Primero es el reparto del pan de los pobres, el alimento del Padrenuestro. Luego, el sobre. Esto de conceder la limosna ensobrada es conveniente para evitar envidias y las peleas entre mendicantes. La señorita Engracia no tolera discusiones, la caridad llega hasta donde llega. Le besan la mano, pero las babas se aparcan en su guante de seda, faltaba más, que luego puede lavarse aunque sea con delicadeza. Desde hace unos años, se hace acompañar por el señor administrador, un tipo adusto, estirado, serio y de porte elegante. La tarea del señor administrador encierra su dosis de responsabilidad. Toma el sobre con la yema de sus dedos y proclama a viva voz el nombre del desgraciado. Luego, entrega el sobre a la 38


PUNTO DE CARIDAD

señorita Engracia y ésta se lo da al pobre, que por protocolo establecido besa con emoción sus manos. En toda relación siempre hay un detalle de cortesía: — ¿Cómo van tus dolores de piernas, Doroteo? —dice la señorita Engracia con su voz aflautada. — Señora, que ya hace un año que me las cortaron. — ¿Y te siguen doliendo? — Sí, señora. Una barbaridad. — Hay que rezar, Doroteo. Que igual te has vuelto una miaja descreído y eso disgusta a Nuestra Señora. Algunas veces, a la señorita Engracia o bien porque se le ha olvidado un sobre o porque acontece una usurpación de personalidad, se le amotinan los malcarados. Entonces, el administrador eleva la voz y dice: — La caridad es la caridad. Y no me vengan ustedes con reivindicaciones y derechos adquiridos. Y otros argumentos extraños propios de las asquerosas izquierdas y de los masones. — Pero no es justo que me vaya de vacío hoy, yo que llevo más de veinte años viniendo —protesta un menesteroso calvo, de ojos insignificantes y frente ancha. — Pues ya lo ve usted —dice el administrador—. Acaso se le compense la semana que viene. — Pero con intereses, ¿eh? La señorita Engracia se muestra entre sus pobres como una auténtica reina. Pasea entre ellos enseñándoles las perlas de su collar y su juego de pulseras. Los pobres, se retiran a su paso en señal de respeto, diciendo: — ¡Qué guapa está usted, doña Engracia! ¡Y qué buena es! — ¡Una santa! ¡Santa Engracia cuando se muera! — Santa de mi nombre ya tenemos una en el santoral —decía ella—, portuguesa y que fue flagelada. — ¡Qué buena es usted, señora! — Buena, Nuestra Señora. Yo sólo soy una simple cristiana, 39


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una mujer de oración y de principios muy arraigados. Al primer toque de misa, el señor administrador da dos palmadas y dice: — La semana que viene, doña Engracia, por coincidir con la festividad de Santa Ana, tendrá un detallito especial con ustedes. — ¡Una santa! ¡Toda una santa! — ¿Cree usted que si pusiéramos en cada sobre unos centimitos más mermaría mucho nuestra hacienda? —pregunta preocupada doña Engracia al administrador antes de calzarse los botines para acudir a misa a la iglesia. —o— A la señorita Engracia le atacan a menudo unas fiebres salvajes. Se pone a medio morir, de modo que las primeras cuarenta y ocho veces el padre espiritual se llegó de la capital con la congoja en el cuerpo, los dedos al aire y una bolsa grande de loneta con doble fondo como refuerzo, vacía. — ¿Ya? —preguntaba angustiado. — Todavía no. Y regresaba al convento con el ánimo vencido y la desilusión recogida en el rictus nervioso de sus labios, y la bolsa igual de vacía. Esta vez la señorita Engracia reclamó acuciada en una epístola y a través de una de sus criadas, a don Félix. El médico abrió la carta, calibró la letra de la enferma, y dijo a la criada: — ¿Qué síntomas le aquejan? — Los de siempre. — ¿Han llamado a don Lucas? — Ya sabe que lo tenemos prohibido. — ¿Y a don Francisco? — Esta vez, no. — Mejor —dijo el médico. — Eso es lo que pensamos nosotras —dijo la criada. 40


PUNTO DE CARIDAD

La encontró tumbada, con una sofoquina enorme y la respiración jadeante. Ya estaba acostumbrado. La criada de más edad, la única dispensada de cofia y que parecía tener algún mando, retiró de inmediato el paño húmedo de la frente de la señora, para ocultarlo de nuevo en el tazón de vinagre. El médico dejó el maletín en la silla preparada al efecto en el dormitorio. Se lavó las manos con agua vertida por la jofaina. Se desabrochó el botón central de la chaqueta y se pasó un dedo por el cuello de la camisa para asentar el nudo americano de la corbata que se acababa de poner unos minutos antes de entrar en la casa. Dijo algo enérgico: — Abran la ventana. Hace un calor espantoso. Y traigan un vaso de agua. Buscó en el maletín el termómetro. Tocó cariñosamente las mejillas de la señora. El doctor era un hombre serio, de espalda recta, semblante grave y ojos escocidos. Tenía un hijo también médico y dos nietos. Sor Petra dijo: — Le han salido a la señora esta vez los estigmas en los pies. — Ya —dijo el doctor sin prestar demasiada atención al asunto. — Es un milagro, ¿verdad, doctor? — Posiblemente. Veremos lo que dice la ciencia. — Me duelen mucho, doctor —dijo doña Engracia, volviendo sus ojos tímidamente, como si necesitara reforzar sus sentimientos piadosos. — ¿Cómo ha sido? —se interesó don Félix, más por cortesía y educación que por otra cosa. — Esta noche, doctor —dijo la señorita Engracia con una voz profunda y teatral— se me ha aparecido de nuevo la Virgen. — ¿De nuevo? — Ya van dos veces este mes. — ¿Dos? ¡Qué barbaridad! — Y seguro que llegan a tres. 41


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— Y siempre de noche —convino don Félix. — Siempre de noche, doctor. — ¿Y qué le ha dicho esta vez? — Que está muy triste. — ¿Sólo eso? — Y muy sola. — ¿Está segura que era la Virgen? — Ha sido como una pesadilla. Me veía rodeada de fuego. ¿Estaré haciendo algo mal? — No se excite, señorita Engracia —intentó calmarla la criada de más edad—, usted es una santa y las santas tienen visiones. — Una santa de las mejores, como nunca hubo otra —dijo sor Petra. — Estaba en medio del fuego sin quemarme —confesó la señorita Engracia realmente asustada. — Pero la Virgen le tendió su mano y la sacó de allí —dijo mecánicamente el doctor, como si conociera el resto de la cantinela. — Así ha sido. ¿Cómo lo sabe, doctor? — Y le han salido los estigmas. — Esta vez en los pies, doctor. — En algún sitio tienen que salir —dijo el médico quitando importancia al hecho. — Estoy muy asustada. Igual es un aviso. Igual la Virgen me llama y me tengo que ir. Estoy muy asustada. Tengo miedo. — Pues si la Virgen le llama poco puedo hacer yo. — ¡Ay, Dios mío! ¡No diga eso, doctor! —dijo sor Petra tras santiguarse. La criada más vieja también se santiguó, dando ejemplo a las otras. — En estas cosas de iglesia poco puedo hacer, señora —dijo don Félix sin exteriorizar nada especial—. No tengo medicina contra el maligno ni bálsamo para tranquilizar los ánimos tras la impactante impresión de las apariciones. Debe usted llamar a don Lucas. 42


PUNTO DE CARIDAD

— Jamás —dijo muy firme la señorita Engracia—. Don Lucas es un incrédulo y un apóstata. Y no confío en él. — No será para tanto —dijo don Félix. — La otra vez me habló del infierno en unos términos nada adecuados. Dice que han quitado el limbo como si el limbo se pudiera quitar. ¡Ja! — ¡Qué insolencia! —dijo sor Petra. — Ese don Lucas —dijo doña Engracia excitada— ¿adónde creerá que van los negritos de África que se mueren sin bautizar? ¿Adónde?. — Al cementerio, sin duda —dijo el médico sin ninguna emoción— . Seguramente, los darán tierra para que no se los coman las moscas. — ¡Ay, Dios mío! ¡Qué poco sensible es usted, doctor! — Lo siento, señora —dijo el médico. — Quitar el limbo, así, por las buenas. ¡Qué barbaridad! El médico examinó la lengua de doña Engracia, la cuenca de los ojos y la campanilla de la garganta con una linterna. — Ya puede cerrar la boca. — ¿Tengo algo grave, doctor? El médico guardó el estetoscopio tranquilamente. — Don Lucas es una buena persona —dijo luego. — ¡Un incrédulo y un apóstata! —insistió a gritos la mujer— ¡Eso es lo que es! — Vale. No se excite que es malo para la tensión. Veamos esos pies. Una de las criadas retiro la ropa de cama. Efectivamente, los dedos de doña Engracia estaban entintados, con un color marrón, como de sangre sucia. — Analicemos científicamente esas manchas —dijo don Félix, adoptando un tono de profesor de instituto. Miró los dedos. Los contó uno a uno, por si alguno se hubiera perdido por el camino. Pasó con suavidad su mano por alguno de ellos, y dijo a la criada de más edad: — Por favor, un trapo húmedo. 43


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La criada dio un par de palmadas. — ¡Un trapo! —ordenó enérgicamente— ¡Un trapo húmedo! El doctor, cariñosamente, fue limpiando uno a uno los dedos. Finalmente, preguntó a la señora: — ¿Está usted mejor? — Sí —dijo doña Engracia—. Es un placer sentir sus manos tan delicadas, doctor. Me siento ahora más tranquila. — Ya le han desaparecido los estigmas. Ya puede levantarse. — Gracias, doctor. Es usted un santo. Prepararé un regalito para sus nietos. — No se moleste. Me considero pagado con su amistad. —o— Al salir, el doctor dijo a una de las criadas: — ¿Quién coño ha embetunado los zapatos de la señora? — Isabelita María, la nueva. Una colombiana que lleva dos días. — Dígale que se embetunan los zapatos sólo por fuera. Que lo de dentro es para introducir los pies.

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PUNTO DE CARIDAD

Cuando estoy aburrido Cuando estoy aburrido me siento en un banco. A mi izquierda, imagino, se sienta conmigo mi lado irascible; a mi derecha, mi lado amable. Suelto una idea al aire. Y empiezan a discutir. El tono, a veces, se vuelve hiriente, mordaz. Como es un lugar de tránsito, la gente se santigua horrorizada. Si uno habla alto, el otro sube una octava más su voz. Si uno especula con una teoría, el otro la destruye. Si uno se baña en el río, el otro asciende a la montaña. Si uno se levanta y hace burlas con la boca, el otro se mofa en sus narices. Yo, la verdad, disfruto con el espectáculo. Soy un hombre triste y ellos, sin embargo, divertidos. Soy un hombre insignificante, y ellos importantes. Soy un hombre tolerante, y ellos radicales. ¿Qué más puedo pedir? Si los insultos llegan a mayores, sigilosamente me escapo al bar. Me tomo un cafecito y aguardo un tiempo. No tengo intención de separarlos aunque lleguen a las manos.

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El compadre Al compadre le faltó tiempo para introducirse corriendo en la cantina. Estaba sudado, sucio y mal afeitado, con los pantalones raídos y los zapatos descoloridos. Espantó con ademán cansado las dos moscas de la barra. Y dijo, dirigiéndose a los compadres, tanto a los visibles que jugaban la partida como a los invisibles que se difuminaban en la sombra: — Sabe Dios que mi deseo es beber en compañía, pero carezco ahorita mismo de platita y del conocimiento de ustedes. Me llamo Macías. Licenciado Macías, para servirles. Vengo de muy lejos. De allá de donde dicen que las mujeres hermosas florecen más bellas avanzado el otoño. Y donde los hombres son arrogantes y si es menester fuleros. Dense por invitados, si el cantinero fía a este forastero. — El cantinero no fía a forasteros —dijo éste, traspasando la cortina de abalorios que separaba la barra de la cocina. — Entonces, dense todos ustedes por invitados, aunque no sean servidos. Honorato, el compadre del guitarrón, un tipo muy abultado, con el bigote espeso y el pelo negro y revuelto, le dijo desde el fondo de la pieza: — Gracias, cuaque. Si quiere entonarse un cántico, aquí estamos como con ganas. Necesitamos las agallas de un p’alante. ¿A usted se le da bien la serenata pa la noche de bodas de una viuda loca o la despedida pa un funeral de un mal hijo de peor madre? — Depende —dijo con reservas el licenciado Macías. — Depende, eso sí que es bueno, depende. ¿Depende de qué? — De lo que haya que hacer. Si hay que sacarla, la saco; y si hay que meterla, la meto. Si la saco, la saco rápida, pero si la meto, ¡ay, amigo!, me hago el remolón cuanto me dejen. — Muy bueno, pero que muy bueno —dijo Honorato—. Así me gustan a mí, hombres corajudos, hombres valientes, hombres cargados de razón. Hombres con las cosas bien puestas. ¿Verdad, 46


CUANDO ESTOY ABURRIDO

muchachos? Los seis o siete compadres asintieron. Uno de los más próximos a la puerta, el de rostro tallado en piedra y mirada vidriosa, se recostó contra la pared, introdujo los dedos en el cinto y salivó en la escupidera. — ¿Y qué se le ha perdido por aquí, amigo, si puede saberse? —dijo despacio, casi deletreando las sílabas. El licenciado Macías se volvió para mirarle. El tipo le sonrió con cierta suficiencia. — Digamos que uno se desorienta —dijo Macías—, porque todos los caminos parecen iguales, aunque no lo sean. Como tampoco son iguales todos los polvos, aunque lo parezcan. — Muy bueno —dijo de nuevo Honorato—, muy bueno. Nos faltaba un escribiente para echar el borrón. Tiene gracia el cuaque. Tiene chispa. Sí, señor. ¿Qué os parece muchachos? — Que es grande el país para las coincidencias —dijo el rostro piedra—. Que nadie encuentra nada si no lo busca. — Muy cierto —dijo Honorato—. ¿Qué dice a eso forastero? Aquí no más hay arena y cuatro cardos. Y la cantina, que ya conoce, que es pozo y mojón a muchas millas. — También están ustedes —dijo Macías con el ánimo sereno. — Purita casualidad —dijo Honorato—. Un encuentro de músicos. Aquí Honorato, el guitarrón, y este de mi lado, Faustino el trompeta solista. — Gusto de conocerles —dijo Macías. — La segunda voz, Alfredo. Alfredo saluda al señor. El llamado Alfredo, sonrió desde la silla donde echaba la partida. Tendría cercanos los cincuenta y la carne muy metida para dentro. — Que le vaya bien, amigo. — Lo mismo digo. — ¿Y qué le trajo? —insistió Honorato echando de nuevo una mirada al forastero desde los pies hasta el tejado. 47


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— Pues nada en especial. Que también soy músico, compadre, aunque sólo de oído. Buscó una banda que no desafine y de por aquí me han dado las mejores referencias —respondió con sutileza el licenciado Macías. — ¿Y lleva mucho tiempo buscándola? — Digamos que el tiempo nunca está perdido si al final uno la encuentra. — ¿Y cómo es esa banda de su gusto, si es menester saberlo? — Una a la que no asuste trabajar lo mismo de día que rondando la noche. Y que no descanse. — Parece alta su exigencia —dijo el segunda voz—. Y a usted no se le nota como muy corrido en fiestas. — Pues lo estoy. — Y además se le ve tieso y muy arrogante —añadió el trompeta solista. — Pues aquí esta banda, amigo, le aseguro que no desafina — dijo uno de los jugadores, el de la barba sucia de tres días. Las cejas pobladas y negras oscurecían todavía más su rostro—. Pero hay que ser muy bueno y muy profesional para entrarse en ella, porque donde ve, los instrumentos necesitan manos hábiles y dedos muy delicados. — Me hago cargo, compadre. Pero lo que tocan dos suena mejor si lo hacen tres. Lo dicen los tratadistas. — Depende del swing, amigo —dijo Honorato precavido—. En eso nadie dirá que no somos expertos. — Pues igual ustedes lo que necesitan entonces es partitura, porque no les veo muy trabajados en el ensayo —dijo el licenciado sibilinamente. — ¿También es usted compositor? —inquirió Honorato removiéndose ahora un poco intranquilo. — También. El denominado trompeta solista tenía las manos moradas y las uñas largas. Preguntó: — ¿Y cómo uno de su calidad se ha llegado hasta aquí, así, sin 48


EL COMPADRE

papeles ni instrumento? El autobús pasó de madrugada y no regresa hasta mañana. No he oído ningún otro motor. ¿Ha oído alguien el susurro de un motor? — Bien se sabe que no —dijo una voz oculta tras una columna— . Aquí el silencio acostumbra pedir permiso para guardar silencio. Honorato, dijo: — Le presento al Reverendo, que fue fraile y entiende de latines. Nos dirige y armoniza y nos reconforta el espíritu. — Guárdese del maligno y de las perversidades —dijo el Reverendo desde la sombra— si quiere que Dios se apiade de su alma. — Lo hago —dijo Macías. — ¿Y cómo lo hace usted? —dijo Honorato—. No se le ve armado. Es muy peligroso alejarse de las ciudades sin cuchillo ni revólver. — Soy hombre de paz. Y se me supone atrevido. — Pues ha tenido suerte, amigo —dijo el del rostro de piedra— porque nosotros también somos de paz, ¿verdad, compadres? Todo rieron. — De una paz reconfortante y muy tranquila —dijo Alfredo, el segunda voz. Y cantó sin que viniera a cuento: somos doce coyotes ninguno rey de España — Pues esa voz como que me sabe aterciopelada —dijo el licenciado Macías un poco por cortesía—. Quizá el falsete una pizca exagerado. — Gusto de que le guste —dijo el segunda voz. — Muy bien timbrada y con su miaja de salubridad. — ¿Salubridad? — se interrogó en voz alta Honorato— ¿Qué es salubridad? — Que la voz no está marchita —dijo el Reverendo—. Es una expresión coloquial de la gente con estudios. 49


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— Y usted es licenciado —dijo de nuevo Honorato. — Hasta que muera. — ¿Y de qué universidad, si no es deshonra decirlo? — En una en que el doctorado se lleva la media vida. — Y puestos a las confidencias —intervino el Reverendo, dejando que la luz sesgada le rompiera la cara— ¿quién le enseñó este camino? — Un amigo de ustedes que lo fue también mío. — Pocos amigos tenemos, compadre —dijo otro de los jugadores, el que parecía más gastado de rostro, que tenía los ojos saltones y las secuelas de la viruela— y menos hemos tenido. — Pongamos entonces un pariente. — Díganos el nombre y terminamos antes —dijo entonces el Reverendo con una voz firme y dura. El licenciado guardó unos segundos de silencio como si quisiera acrecentar la expectación. Miró a unos y otros. Fue hablar pero no dijo nada. Tenía las manos ásperas, el rostro curtido por el viento y el sol. — Fidel Ortega —anunció luego solemnemente. El Reverendo salió rápidamente de la media sombra y se encaró con él. — Datos —dijo escuetamente. — El brazo izquierdo hervido por un caldero de aceite, un punzón en el cuello y un rasguño en la tripa —dijo impasible el licenciado. — Más. — Una cicatriz abajo donde se forma la vida. Todos guardaron silencio. El cantinero frotó con la bayeta la superficie de la tabla desnuda que hacía de barra. Honorato tomó de nuevo el guitarrón y esta vez lo hizo maullar con un acorde suelto. — ¿Y dónde se encuentra ese Ortega? —preguntó ansioso uno de los compadres, el que cortaba una corteza de pan con el cuchillo. 50


EL COMPADRE

— En las reyertas de patio los guardianes tardan a veces en hacer sonar los silbatos. — Muy cierto —dijo el segunda voz—. Lo sé por experiencia. — ¿Y qué le pasó? —dijo el trompeta solista. — Se quedó. Los compadres se miraron entre sí. Se les notaba ahora descorazonados y nerviosos. — Si les sirve de consuelo, al susodicho Fidel le privaba la enseñanza y mucho más dar consejas —dijo luego de un rato tenso. — ¿Consejas? —se preguntó en voz alta el Reverendo— Suéltenos una para que la reconozcamos próxima. — Quien canta con la boca cerrada se traga las palabras. El Reverendo se volvió compungido a la sombra. — ¿La reconoce su eminencia? —le dijo el licenciado Macías bien aplomado en el centro de la estancia. — La reconozco. — Veamos no más esta otra para ver si la tiene en los recuerdos. “Si no cantas ni bebes ni bailas, no vayas a la fiesta.” — Muy cierto —dijo Honorato. — ¿La reconoce su eminencia? — La reconozco también. — Tengo más. — Pues guárdeselas donde le quepan —cortó el Reverendo de forma violenta—. Sabemos lo que habíamos de saber. Le agradecemos las noticias, amigo. No hay más preguntas. Se hizo de nuevo un silencio profundo. Las paredes del local estaban adornadas con viejos carteles de corridas de toros y películas antiguas, tan sucios como la ennegrecida cal de las mismas paredes. Los carteles estaban rotos cuando no agujereados. — Pues a mí como que me gustaría oírle cantar un ratito más, ¿saben? Y ahorita además con la boca bien abierta —dijo en tono provocativo otro de los compadres, el que acababa de perder la mano del juego. Se echó atrás en la silla. Y prendió el cigarrillo, 51


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aguardando la respuesta. — Quizá sepa usted un recitado o una oración con sentimiento, ¿eh, amigo? Porque ese Ortega me da que congenió con usted demasiado —inquirió en tono decididamente irritado el rostro de piedra. — Lo suficiente para enseñarme a tocar su instrumento. — ¿Habéis oído? —dijo el provocador— ¡Un primera figura! ¡Un concertino de sinfónica! Pues yo quiero oírle cantar. Estoy seguro que tiene más cosas que decirnos. Y quiero escucharlas todas. ¿Queréis oírle cantar? ¿Alguien quiere acompañar su cántico? Vamos —dijo dirigiéndose al cantinero— dale algo que le temple, que necesitamos conocerle. — Se agradece —dijo Macías, llevándose un dedo al ala de un sombrero imaginario. Cogió el vaso con las dos manos y lo vació con ansiedad de un trago. — Cuéntenos el final de ese Ortega —dijo de nuevo el provocador. — Por lo que sé —dijo Macías— era fulero y pendenciero. Me contó que dio viaje a una víbora ponzoñosa. — ¿Una víbora ponzoñosa? —preguntó el Reverendo. — Es una alegoría de la mujer que le acompaña a uno —aclaró Macías. — ¿Y cómo fue el repaso?, si puede saberse —dijo la segunda voz. — Parece que se le iba con otro en los momentos de descuido, la huevona. — ¡Qué gracia, cuaque! ¡Se quedó el Ortega sin hembra! ¿Y cuántos años de sombra le cayeron entonces? — Diez o veinte. De allá donde vengo olvida uno las cuentas. — Muchos son según parece. — Poco para los que algunos quisieran. 52


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— ¿Y usted? — Yo allí estaba sólo de paso. — Pues, aquí, donde usted nos ve, contamos el tiempo esperando a que ese Ortega nos facilite la música —dijo el trompeta solista. — Pues difícil se antoja ya que aparezca. El licenciado Macías retrocedió un metro y hurgó con la mano en el bolsillo de su camisa. Y mostrando un par de hojas de papel amarillento, doblado y medio roto, anunció: — Supongo que esto es lo que ustedes esperan. Ortega me lo entregó en confidencia días antes de fenecer. Temía lo peor. Y lo peor le llegó. Les confieso que les tuvo siempre en su pensamiento. El Reverendo salió presuroso del escondite y le arrebató el escrito. Se separó a un lado como si precisara de más de luz para descifrarlo. Lo leyó y releyó con atención. Comprobó el dibujo trazado a rasgos nerviosos. Buscó algo al trasluz, una marca de aguas, una clave secreta. Lo investigó con insistencia desde todos los ángulos posibles. Y dijo: — Es su letra. No hay duda. Luego, de volverlo a revisar con esmero, añadió: — Parece todo en orden. Contiene la lógica de un hombre entendido y muy cuerdo. — ¿Indica todo lo necesario? —preguntó ansiosamente Honorato al Reverendo. — Sí. — ¿Y el plano? — Perfecto. — ¿Todo medido? — Hasta los acentos. Los compadres se agolparon alrededor del Reverendo. — ¿Y qué hacemos ahora con éste? —preguntó entonces el del rostro de piedra, señalando al licenciado Macías. 53


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El Reverendo se volvió. — ¿Qué pide que podamos ofrecerle? Los favores se agradecen y somos personas de conciencia —dijo. — Cubrir la falta en la orquesta —repuso el recién llegado sin retirar sus ojos de los del Reverendo. — Ya ve que somos muchos. — Uno más no molesta. — Supongo que el escrito tendríamos que arrancárselo de malas maneras de la cabeza. — Supone usted bien —dijo el licenciado. — Y supongo que no tiene donde ir. — Soy huérfano y nadie me llora la ausencia. — Y ya dijo que con los bolsillos vacíos. — Esa es mi desgracia. — Entonces, parece que se nos obliga acomodarlo en la banda. El licenciado Macías sonrió de una manera forzada y miró retador a los hombres, que habían formado círculo a su alrededor. Y dijo: — No defraudaré su confianza. — Mejor será para usted si no nos va peor a nosotros —dijo secamente el Reverendo. Entonces, el licenciado Macías dijo: — Con su permiso, me honra ahora que me asocio echar un cántico ante ustedes en memoria del finado —y dirigiéndose a Honorato, le dijo—: Dame entrada gordo. Éste tomó de nuevo el guitarrón hasta casi rascarse la oreja. El licenciado Macías tragó la poca saliva que le fue posible y cantó: cuando coronan a uno rey de plebeyos otro se prepara para cortarle el cuello El Reverendo, dijo: — Muchachos, comencemos a preparar el trabajo. Entonces Honorato hizo llorar el guitarrón hasta casi romperlo. 54


EL COMPADRE

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El loco del café de las cinco El loco del café de las cinco discute de las cosas que desconoce mira de soslayo como si todos los recelos del mundo quedaran dibujados en sus ojos turbios de iluminado

proclama que somos isótopos de uranio a manta quiere lanzar nuestras deposiciones al espacio para que los otros mundos sepan lo que somos

los otros tiempos no existen, grita el indecente, todos somos yo disfrazados de adn

el loco del café de las cinco se tropieza cuando está sereno y recompone el equilibro cuando ha bebido

Investiga la misteriosa identidad de los alienígenas del salmo 144.

Los malos años se emparejan; después de dos, vienen dos por mucho que se destripen los tabones millones de ácaros cruzan el ángulo perverso del telescopio Hubble

el loco del café de las cinco, se pone en cuclillas las piedras como criaturas de otros mundos carecen de sentimientos las estrellas tienen la maldita manía de perderse allá por donde fueron frías las sombras El loco del café de las cinco, dice: todavía pago mis deudas con moneda de la república Este loco nunca olvida su café de las cinco. 56


EL COMPADRE

El mercado viejo La parte nueva, poblada de espaciosas avenidas, jardines muy cuidados y edificios funcionales de cemento y cristal, en nada se diferencia de los barrios elegantes de cualquier otra ciudad del mundo. El tráfico es caótico e intenso. El calor sofocante. Sólo la zona vieja conserva el encanto de la que dicen fue ciudad misteriosa y mágica. — Lo que no ocurra ahí no ocurre en ninguna parte —me dijo a modo de saludo un matrimonio inglés en el vestíbulo del hotel. La mujer, seca y estirada, de un color pálido y enfermizo, hacía ostentación de sus pulseras y pendientes de oro. Recogió por un momento las gafas oscuras para que pudiera contemplar el azul desteñido de sus ojos. — Tenga mucho cuidado con los hechizos, señor —me participó su advertencia bajando la voz. — Tenga mucho cuidado —repitió el caballero sin mover apenas los labios y sin perder su compostura de coronel en la reserva. Nada más concluir el buffet del desayuno, la señora había tenido la amabilidad de dirigirse a mí: — Señor —me dijo— aunque usted sea latino, mi marido y yo nos sentiríamos muy honrados si nos acompañara en el té de las cinco. — Por supuesto —dije yo. — ¡Oh! —dijo el caballero algo irritado— Un té verde exquisito. Lo encargo directamente de la India. Naturalmente es el que mando servir, porque mi desconfianza es absoluta respecto a ese brebaje vulgar que acostumbran en este hotel. — Mi marido ha estado doce años en la India, señor —me dijo la señora intentando suavizar el tono agrio del coronel—, y detesta la falta de disciplina y la ausencia de elegancia. Estamos de viaje por todo el mundo antes de que nuestros hijos nos recluyan en uno de esos geriátricos para militares, sin calefacción, sin pá57


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jaros en las ventanas y sin luz. — Usted, caballero —me abordó abiertamente el coronel sin dejar de mirarme a los ojos— ¿a qué cuerpo de su majestad pertenece? — Soy marino, señor. — Marino de guerra, naturalmente. — ¡Oh, no! Lo fui, pero me echaron. — ¿Lo expulsaron, quiere decir? — Me formaron consejo de guerra. Y me separaron del servicio. — ¿Lo ves, querido? —dijo la señora dulcemente— A este señor no lo fusilaron y fíjate que amable es. — Interesante —dijo el coronel—. Puede ser interesante su punto de vista. He conocido desertores y gente sin conciencia, pero jamás a nadie que haya sobrevivido a un consejo de guerra sin haberse suicidado después. — Lamento ser la excepción —dije. — No, no —dijo el coronel, cuadrándose—. Soporto su presencia porque usted no es anglosajón. Si lo fuera le retiraría el saludo. — Y yo lo sentiría sinceramente —dije. — Disculpe la rudeza de mi marido —dijo la mujer con una humildad calculada—. Pero es un hombre de acción. Y eso le perjudica la salud. Me hubiera gustado que se dedicara a escribir versitos o un libro de memorias y que se olvidara de su rango de coronel de la reina. — ¿Y qué hace aquí usted, si puede saberse? —me inquirió secamente el militar. — Estoy esperando el aviso del armador para enrolarme de nuevo —dije. — ¡Ah! —dijo la señora— Maravilloso, maravilloso. ¿Lo ves, querido? Estos latinos también saben navegar por esos mares lejanos. Incluso seguro que tiene usted muchas cosas que contar. Fascinante. Muchas cosas pasionales, se entiende. ¿A las cinco? 58


EL LOCO DEL CAFÉ DE LAS CINCO • EL MERCADO VIEJO

— Señora, será un placer. Beso su mano. — ¡Ah! ¡Qué amable! —dijo la señora— Seguro que para las cinco y cuarto usted ya habrá pretendido seducirme. — No lo dude, señora. — No lo dudo —dijo la dama. — Ni yo tampoco —dijo el coronel. Y luego, exclamó en tono algo despectivo— ¡Latinos! ¡Marinos! ¡Tardan tres minutos en cargar los cañones de babor cuando nosotros lo hacemos en uno! — Latino y marino, ¡oh, qué excitante! —dijo la dama, ocultando su sonrisa picarona tras el pañuelo bordado. —o— Se accede a aquella parte de la ciudad a través de una de las ocho puertas abiertas en la muralla, dejando de lado las paredes encaladas, el alminar y las fachadas de coral de las casas de los comerciantes en perlas y de los antiguos contrabandistas. La plaza pública, donde se ajusticia a los criminales, constituye el corazón del mercado viejo. Hay profusión de almenajes, toldos, rincones y celosías. Destaca por la presencia activa de una multitud orgullosa de artesanos que ejercen los oficios más dispares con los mismos materiales y herramientas de sus antepasados. Los callejones se entrecruzan formando un itinerario sugestivo. Debido a la falta de rótulos es difícil orientarse con precisión. La luz estalla en mil colores. Puede adquirirse de todo; desde exóticas mercancías hasta perfumes, antigüedades más o menos auténticas, alimentos, pebeteros, hierbas aromáticas, hojas de palmera, sedas, brebajes extraños, tejidos de lino o de algodón, abanicos de cerámica, brazaletes, artículos de piel o dagas plateadas. Terminas por acostumbrarte a los empujones y a tanta reve59


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rencia interesada, y a esa forma peculiar y empalagosa de expresarse de los mercaderes. Hablan de un modo rápido y melódico, con entonaciones variables de voz, como si recitaran constantemente de memoria miles de aleyas. Pierdes la noción del tiempo al sumergirte en un laberinto de misteriosos pasadizos y callejuelas tortuosas atestadas de gente vestida hasta los tobillos. No sé cómo me pudo ocurrir, pero de repente me sentí perdido entre las callejas. Comencé a dar vueltas y más vueltas, igual que un barco sin rumbo que navegara en medio de un mar de rostros iguales, bajo la misma y constante inclinación del sol. Sé orientarme perfectamente en cualquier circunstancia, pero en aquellos momentos, como si me hubiera sobrevenido un cansancio infinito, me encontré desganado, sin ánimo, a la deriva como un velero desarbolado. Me recosté a duras penas sobre una pared limpia. Me pasé el pañuelo por la frente. Necesitaba pensar. Tenía un sudor frío, el cuello húmedo. Cerré por unos momentos los ojos y un amago de mareo me obligó a abrirlos rápidamente. Me apoyé todavía más sobre la pared. Una mano salida de una esquina oscura me agarró por la chaqueta. — ¡Eh, chissss! El hombre de la dishdasha blanca se llevó un dedo a la boca. Era de mediana estatura. Tenía la tez curtida, la barba rala, los ojos negros iluminados y los pies grandes. Me hizo gestos para que le acompañara. Quizá por aliviarme decidí seguirle. El hombre se detuvo a la mitad de una calle. Me dijo: — Usted está malito. — No me encuentro bien, la verdad. — Cara muy blanca. Andares muy lentos. Sudor muy frío. Malito. — Lléveme al hotel, por favor. — No, no —dijo el hombre—. Usted no enfermo, usted ma60


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lito. — Estoy medio mareado. Temo que pueda perder el equilibrio. — ¿Equilibrio? ¿Lo ve usted? Usted malito. Usted necesita comprar. — ¿El qué? — Cosa buena para usted. Cosa buena para su salud. Cosa buena para ti. Cosa muy buena para usted. — Y barata —dije yo casi inconsciente y acaso por seguir el juego. — Y barata —repuso él, y al reírse mostró las despobladas encías de su boca. Aguanté el hedor de su aliento. Se adelantó todavía unos pasos más. Se volvió para mirarme de nuevo. Y añadió—: Siga usted. Cruzamos una calleja y luego otra. Las voces quedaban cada vez un poco más lejanas o bien porque nos fuéramos alejando del punto de reunión de los mercaderes o porque mi sentido de la percepción iba lentamente disminuyendo. Cada poco tiempo necesitaba apoyarme en las paredes para recobrar las fuerzas. El hombre me hacía señas insistentemente con las manos. — Señor, vamos. Ya falta poco. De vez en cuando, algunos niños, todos espantosamente vestidos iguales, aparecían de repente y me rodeaban. — Dólar, money. Usted compra mí. Eran mareantes. Me tocaban para llamar mi atención. Realmente todo era mareante. Lamenté haber confiado en aquel hombre que me empujaba cada vez más al interior de un laberinto de cruces y calles tan idénticas y repetidas que parecían no conducir a ninguna parte. Palpé para darme confianza el bolsillo izquierdo de mi pantalón, donde guardo la navaja. Si fuera atracado —no llevaba nada encima de valor, a excepción de la cartera con muy pocos dólares— me defendería, aunque me fallaran las fuerzas. Estoy acostumbrado. De situaciones similares he salido en otras ocasiones. Intenté darme la vuelta, pero el hombre regresó rápi61


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damente a mi lado. — Ya llegar. Confíe en mí. Ahmed es bueno. Y me hizo entonces como una reverencia juntando las manos y doblando suavemente la cintura. Cinco minutos más tarde se detuvo en una esquina. — Aquí —dijo, y vehemente me señaló el lugar. Penetramos en una especie de portal de techo abovedado. Encendió una bujía de aceite que le desfiguró su rostro enjuto y sucio. Y se sentó en el suelo sobre una estera. Las paredes estaban ennegrecidas aunque algún remate dorado dejaba descubrir su antigua calidad. Me invitó a sentarme. La algarabía del mercado nos llegaba con el rumor sordo y lejano de mar en calma que quiere emborracharse de arena. — ¿Qué vende usted? —le pregunté, algo más repuesto. — ¡Chissssss! —me conminó al silencio— Primero lo primero. Dio dos sonoras palmadas y una mujer gruesa, algo mayor, cubierta la cabeza, nos acercó con humildad un servicio de cobre. El té era natural, sin mezcla de otras hierbas, tostado al sol, áspero y de sabor fuerte; lo sorbí despacio, sin soltar en ningún momento la taza de mi mano derecha. Durante un buen rato el hombre estuvo examinándome en silencio. De vez en cuando sonreía, y yo también. Al concluir la tercera taza, dijo: — Yo vende cosa especial. — ¿Souvenirs, recuerdos? — También. — ¿Oro? — También. — ¿Droga? — ¡Oh, no! Yo no vende nada de eso. — ¿Qué más? 62


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Se levantó, cogió la bujía y al moverse iluminó una oculta abertura en una de las paredes. Me indicó que le siguiera. Crujió la puerta. Una sacudida de polvo me hizo estornudar con cierto estrépito. Dos o tres ratas saltaron disparadas. El hombre se encogió de hombros. Un enorme escarabajo negro se apartó a un lado. ¡Era la entrada a una cueva! Un montón de pensamientos contradictorios embriagaron mi mente. Las escaleras, de ladrillo y mortero, estrechas y muy peligrosas, descendían casi en vertical. Al carecer de pasamanos el riesgo era evidente. Extremé las precauciones. El hombre, mucho más ágil que yo, abría camino. Una telaraña espesa me cubrió el rostro. Hacia la mitad, sentí el brusco cambio de temperatura. El recinto era tan enorme como una de las salas de despiece del puerto. Algunas cajas se apilaban desordenadas por el suelo. Me sentí devorado por una extraña agitación, como si acabara de penetrar en un recinto sagrado. Supuse que debían contener objetos de valor. Fuera de las cajas había piezas de tela, vasijas de cobre, trozos de pergamino, piedras planas y lisas, entre montañas de polvo y suciedad. Un león de madera, de melena rubia, mostraba irritado sus dientes blancos. Me detuve ante una alfombra que irisaba colores sorprendentes al reflejo de la bujía. El hombre me dijo: — Bonita. — Bonita —afirmé yo. — Todo bonito. Luego, me sujetó de nuevo por la chaqueta. — Nada importante —dijo tirando de mí—. Usted, malito. Tú necesitas medicina buena. Enseñar otra cosa mejor. Yo estaba interesado en abrir las cajas, en sucumbir al hechizo mágico de montañas de doblones de oro, en descerrajar cofres 63


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antiguos de viejos piratas. Pero el hombre insistió en conducirme ante una nueva puerta, que era casi una gatera, por lo estrecha y por su escasa altura. Opuse resistencia. El hombre me empujó con las manos. Era fuerte. Intenté desasirme, pero se mostró inflexible. — Vamos —dijo—. Luego, cuando tú curado, compras todo. — ¿No es una trampa? —pregunté con la mano oculta en el bolsillo izquierdo. El hombre se dio cuenta de mi actitud. Esbozó una sonrisa afectada. — Ahmed, bueno. Hermano de todos —dijo en tono sumiso—. Ahmed nada violencia. Ahmed odia violencia. — ¿Que hay ahí dentro? —le dije comenzando a sentirme dueño de la situación. — Cosa buena. Volvió a sonreír, y me dijo: — Agacharse, por favor. Aquí sí bueno para la salud. Penetramos en cuclillas. Él por delante. El recinto de unos cinco o seis metros cuadrados se hallaba completamente vacío. Una cuerda enlazaba una pared con otra a modo de colgadero. Aparentemente, a la luz de la bujía, no había nada. En el techo rústico se apreciaba el color marrón de la tierra. — No veo nada —dije. — Sí que ve. — ¿El qué? — Sombras —me dijo envolviendo sus palabras en un aire misterioso—. Yo compre y vende sombras. — ¿Sombras? — Las sombras de los difuntos vagan liberadas esperando encontrar a alguien parecido para servirle —dijo muy solemne y absolutamente convencido de la certeza de sus palabras. Aquello era un disparate. Una auténtica locura. Pensé de inme64


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diato que el hombre estaba completamente trastornado. Incluso temí por mi propia integridad. Había obrado como un estúpido, de modo inconsciente. Aquello tenía que ser una encerrona. Ahora vendrían los compinches. Saldrían de alguna otra puerta oculta y se abalanzarían sobre mí. Me retiré un paso para conseguir más movilidad. El hombre permanecía mirando al colgadero, aparentemente tranquilo. Me sorprendió su actitud pasiva, distante. Dijo: — Usted nervioso. Calma. Para seleccionar sombra buena para toda la vida hay que estar en paz consigo mismo. Usted tiene que prometer a la sombra tantas cosas como ella le prometa a usted. — Usted está loco —dije, sin poderme contener—. Ayúdeme a regresar al hotel y le pagaré lo que me pida. — Imposible —dijo el hombre—. Su sombra está malita. No llegará al hotel. Su sombra moriría antes de la segunda calle. Me dispuse a regresar por la gatera. El hombre me detuvo: — ¿Tienes miedo de mí? —preguntó mirándome a los ojos— La sombra muy importante. Si por delante, tira de uno; si por detrás, lo empuja. Muy importante. La tuya está enferma. Tu sombra está enferma. Y cogiendo un palo largo, hizo como que atrapaba algo en un lateral y que lo desplazaba por el colgadero. — Mira —me dijo—. Esta sombra está sana. Es joven. Buena calidad, pero un poco pequeña. Hizo como que buscaba otra. — Ésta algo mejor. Es sombra de ulema anciano, muy sabia y justa. Es propia para buen amparo. Y otra. — Juvenil. Franca, limpia. Demasiado impetuosa. No del agrado de usted. Y otra más. — Oficial de ejército. Muy severa. Le dije por seguir el juego: 65


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— Ya tengo mi propia sombra. — La suya muy enferma —me dijo lentamente—. Muy malita y perezosa. Enferma. Casi muerta. Yo vende una buena a usted. Elija. Durante un rato me estuvo alabando su muestrario. Al final, para acabar con toda aquella tontería y salir lo más rápido posible de allí, me decidí por una grande y alargada. Él dijo: — No importa tamaño. La sombra se adapta fácil. — ¿Y qué hago con la mía? —dije en tono burlón como para seguir la broma. — Yo cuido y vigilo hasta que sane. — ¿Y si no sana? —dije. — Yo la entierro. Con gran alivio por mi parte, regresamos a la otra habitación. Durante un rato anduve husmeando, abriendo y cerrando cajas. Debo reconocer que había cosas interesantes y de alguna importancia, como tallas de madera y basamentos con inscripciones jeroglíficas. Me dijo: — Yo regalo esto. Y me entregó un amuleto de lapislázuli. Ya en la calle, caminé detrás del hombre un buen rato. Efectivamente, el vocerío de los mercaderes se hacía más intenso por momentos por lo que ciertamente estábamos saliendo del laberinto. Cada vez me sentía más aliviado. Aquello había sido un sueño. Me relajé. Saqué la mano del bolsillo izquierdo. El hombre se volvía a mirarme con curiosidad, apuntándome a la sombra. Efectivamente, la sombra nacía a mis pies y me seguía sumisa a distancia. Sin embargo, al llegar a un cruce, allá donde la claridad del día comienza a imponerse a la penumbra de la calleja, noté de repente que la sombra me frenaba, como si se negara a obedecerme. Y al 66


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darme la vuelta, tiró de mí con tanta violencia que por un momento me vi arrastrado casi hasta el suelo. Forcejeamos un buen rato. El hombre había desparecido. Unos niños se asomaron al cruce, pero en lugar de acercarse como antes a mendigarme unas monedas, huyeron despavoridos. Yo no estaba dispuesto a ceder e intentaba ganar como fuera la calleja iluminada. Pero la sombra, en su terquedad, seguía frenándome el camino. Al final, tras un esfuerzo imposible, alcancé mi propósito. Y regresé al mercado viejo. No sé si fue aprensión, pero al poco me pareció notar como si la gente al verme bajara la voz y se fuera apartando de mi lado. Sorprendentemente, nadie me empujaba ni nada recordaba la algarabía anterior. Los mercaderes recogían presurosos su mercancía antes de que me acercara. Adiviné cierta confusión en aquellos ojos, ahora fríos y temerosos. Pensé por un momento que acaso mi sombra, en su rebelión, estuviera haciendo gestos obscenos a mi espalda. Pero al volverme rápidamente la sorprendí en una actitud pasiva y obediente. La gente me abría paso. Intenté preguntar a alguien, sin conseguir que nadie me contestara. Confundido y nervioso alcancé la muralla. Detuve un taxi. El taxista me miró con recelo. Me sentía incómodo. Deseaba regresar rápidamente a la zona residencial. Nadie quiso compartir el vehículo conmigo. Descubrí varias veces el rostro expectante del conductor clavado en el espejo retrovisor. Era extraño que guardara un silencio tan profundo. Le dije: — ¿Usted no habla nunca? — Yo no hablo —dijo—. Nunca. — ¿Sucede algo? —le pregunté luego. 67


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— Sucede. — ¿El qué? — Lo que sucede —repuso lacónico, y ya no insistí más. —o— La misma sensación sufrida en el mercado viejo se repitió sorprendentemente luego en las calles céntricas, donde la ciudad olvida sus raíces para transformarse en un lugar moderno, menos ruidoso, salpicado de oficinas comerciales decoradas con plantas artificiales. También aquí la gente, vestida por otra parte de un modo más elegante y menos tradicional, cambiaba de acera para no cruzarse conmigo. Me pareció descubrir la presencia de un policía siguiéndome. La gente me dejaba aislado al esperar al semáforo. En un restaurante me dijeron que todo estaba ocupado. Y en una tienda de lujo, de ésas donde se venden los más hermosos relojes del mundo, bajaron la persiana. No sabía qué hacer. Tenía la camisa húmeda y el rostro sudoroso. Decidí refugiarme en el hotel. El guardacoches se ocultó a un lado aterrorizado. El matrimonio inglés me saludó cortésmente. Pero no así el botones ni el recepcionista. El coronel inglés se levantó y señalándome con el bastón, me dijo: — El té se servirá a las cinco en punto. A las cinco menos diez exactamente entregaré las bolsitas al camarero para que procedan a prepararlo. No sé por qué ha venido usted antes. La señora, dijo: — Todavía no son las cinco. — ¡Latinos! —exclamó despectivo el coronel— Puntualidad latina —sentenció críticamente—. Falta una hora para el té, pero ya viene a comerse las pastas para no dejarnos ninguna. Iba a penetrar yo en el bar para refrescarme un rato, cuando el 68


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maître rápidamente se cruzó en mi camino. — Señor —me dijo en tono confidencial y visiblemente nervioso—, para evitar problemas le recomiendo que se retire cuanto antes a su habitación. — ¿Por qué? —pregunté asustado—. ¿Qué sucede? El maître señaló con la mano a mi sombra. — Es mala, señor —me dijo, compungido—. Deshágase cuanto antes de ella, señor. Está manchada de sangre. Perteneció a un criminal ajusticiado en la plaza pública el viernes, después de la oración del mediodía.

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Quedarse sin nada De repente, se quedó sin nada. Como si se acabara de despertar de un sueño implacable y se encontrara desnuda en medio de la calle principal de una ciudad misteriosa y hasta ese momento desconocida. El tipo dijo: Se acabó. Bravucón y mezquino. Un peleas de barrio. Estaba sucio. Vestía de forma descuidada. Se tambaleaba. Olía a vino barato. Dijo de nuevo: Se acabó, y mojó la cara de la mujer con una saliva grasienta. Y dijo: Ya no queda nada entre nosotros. Y dijo: es posible que nunca lo hubiera. Y dijo: no eres nada para mí. Y dijo: lárgate. Y dijo: ahora mismo. Y dijo: y no vuelvas más. Y escupió al suelo la hebra de tabaco que colgaba descarada de sus labios. María comprendió al momento lo que era el desequilibrio mental: las boca arriba de las horas confusas de la mañana, los techos oscuros, esos pisotones nerviosos en la cabeza que te van rompiendo sin que puedas detenerlos. Cada palabra un escupitajo más clavado en el alma. El hombre aquel se había arrogado el derecho de jugar con su vida a suertes y ella escuchaba acongojada el ruido de los dados al chocar contra el tapete. Acertó a decir: ¿Por qué? Calla y vete, dijo él. Pero tú me quieres. Calla y lárgate. Pero me quieres. He dicho que te calles. 70


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Pero nos hemos querido. Cállate. Pero yo te quiero. Que te calles, he dicho. Pero yo te sigo queriendo. He dicho que te calles de una puta vez, coño. Ella miró aquellos ojos. Recordó las citas de los sábados. Los susurros de otros tiempos. Las palabras nerviosas. Las palabras bonitas. El monte cercano, la casa cercana, el cielo tan próximo. Los lugares que la vida va grabando con la ingenua pretensión de que perduren para siempre. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban los amores? ¿Dónde quedaban las complicidades? ¿Dónde se había disuelto la tinta con la que se escribe el futuro? ¿Cómo podía haber amado a una persona con unos ojos tan vidriosos y fríos? Ojos terribles, acerados. Ojos ausentes. Y tuvo miedo. Que te largues. Y se sintió perdida. Que te largues he dicho. Y temió lo peor. Fue un fogonazo. Afuera estaba la calle. La intemperie de los amaneceres grises. Las humedades de los inviernos fríos. Se estaba apagando el fuego. Recoge rápidamente tus cosas, antes de que vayan a la basura, dijo él atracándose de palabras. Pero ¿por qué? Porque me da la gana. Pero ¿por qué?, suplicó vencida. Quiero a otra, ese es el por qué. ¿Qué te hecho yo? Y la quiero esta misma noche en mi cama. 71


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Cabrón, dijo entonces ella. Déjame en paz. Cabrón, repitió antes de estallar en llanto. El hombre levantó la mano. María sufrió un empujón que la hizo tambalearse. No te atrevas a pegarme, gritó. El hombre siguió con la mano en alto. Dijo: Te pegaré las veces que me dé la gana. Y dijo: no me hagas una escena. Y dijo: y no me llores. Y dijo: que te parto la cara. La mujer, de repente, buscó el apoyo de la pared y al cruzarse casi sin darse cuenta con el espejo del salón se vio como era. Era muy distinta a como ella creía ser. Y por primera vez en muchos años su propia imagen le devolvió una fuerza inesperada. Se volvió contenidas las lágrimas. Le miró de frente, tragándose los miedos. La cercanía del hombre le hizo todavía sentirse más fuerte. ¿Sabes lo que te digo, hijo de puta? —dijo entonces muy serena, con un tono de voz que presagiaba una firmeza increíble— Que follas rematadamente mal y encima la tienes pequeña. Y dijo: imbécil. Y dijo: qué lástima de hombre. Y dijo: qué poca cosa eres. Y dijo: desgraciado. Y desasiéndose del acoso, abrió la puerta y pisó con aplomo la calle.

El sotechado Antes de concluir el sotechado aparece siempre la tormenta 72


QUEDARSE SIN NADA

Sintió la pistola cercana mientras arrancaba ceñiscos

Era guapa, cosa linda brillaba cargada y bonita

Apuntó a los almendrucos y al rebaño de manzanos y esperó

siempre a las ocho la maldita hora en que los cínifes buscan las sangres dulces

esperó, con el percutor dado esperó, con el silencio y el miedo muy cogido

Cuando disparó y vio al hombre de las ocho ya caído arrojó la pistola al río ¿Qué sucedió luego?

Sucedió que pasada la tormenta concluyeron el sotechado

Traje de Luces Salió como si hubiera descubierto de nuevo la vida y necesitara hacerse para siempre con la luz y el viento. Alocado, salvaje. Encabritado. Tremendo. Altivo de cabeza, con las manos por delante. Aparatoso. Negro como la noche de tormenta. Los cuernos afilados, abiertos. Quinientos kilos de peso. 73


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—o— Agosto. Humedad del setenta y cinco por ciento. Tarde pesada. Algunos huecos en los tendidos de sol. La plaza, arenada y limpia. El director de la banda aprovecha para refrescarse la garganta. Suspira porque la tarde se desarrolle normalita. Ha ensayado el pasodoble nuevo durante toda la semana. Es un pasodoble rápido, frenético que se consume como el papel de fumar. Suda copiosamente. Quisiera lanzar la chaqueta al ruedo y la camisa, lo que haga falta. Ambiente de semana en fiestas. Reza porque a nadie se le ocurra pedir música cada tres lances y la consabida revolera. Mantones de suaves colores estampados con flores alegres. —o— Barrera. Una buena entrada. Se huelen los orines de los chiqueros. El hombre parece como muy satisfecho de sí mismo. Es un triunfador. Tiene ese golpe para los negocios que convierte los errores en aciertos. Sigue a los toreros de su gusto de plaza en plaza. Posee una fábrica de tornillos, otra de trefilados, inversiones diversificadas, y valores suficientes en los bancos para que el director salga a recibirle. Basta una llamada telefónica para que le abran el comedor reservado del restaurante de lujo. Viaja siempre con su secretaria que, para no enturbiar la relación de negocios, procura pasar desapercibida, vistiendo escotes nada exagerados, zapatos de tacón bajo y jeans poco ajustados. Joven, delgada e inteligente. Se encarga de controlar las empresas desde la distancia. Todas las mañanas, antes de que el jefe se levante de la cama, recibe los informes necesarios que luego le transmite en la ducha o mientras le seca el culo o le rasca la espalda. El hombre dio dos bocanadas a un puro demasiado mordido. Apoyó su mano izquierda sobre las rodillas de su secretaria sin dejar de observar al animal en ningún momento. El toro, astifino y una miaja bragado, se encaró con el subal74


EL SOTECHADO

terno, comenzando a asustar a las maderas del burladero. Sin poderse contener, el hombre del puro se puso entonces en pie y gritó con todas sus fuerzas al subalterno para que el presidente, y la plaza entera, le oyeran: — ¡Déjalo, ya! ¡Qué lo vas a matar! El toro abandonó aturdido su encuentro con las defensas. — ¡Imprudente! ¡Casi lo desnucas! ¡Lo has convertido en una oveja! Algunas risitas burlonas. El toro cornea de nuevo las tablas confundido por el señuelo de los peones. Cornea con furia, levanta la cabeza e inicia la nueva vuelta al anillo, como el rey orgulloso que revista sus dominios. De vez en cuando, se detiene en seco, levanta un golpe de arena, desliza los cuartos traseros como si sintiera el aviso de alguien a sus espaldas y vuelve a lanzarse con furia contra el engaño. —o— El hombre del puro, se impuso de nuevo al silencio: — ¡Blandea de la mano derecha! Alguno del burladero se volvió para recriminarle, pero el hombre del puro dijo: — Es una oveja coja. — Cállese, coño —dijo otro a sus espaldas. El hombre del puro dijo a su secretaria: — Cómo les gusta que les engañen. — Ya sabe usted que eso forma parte de la fiesta. — ¿Y no te da pena, Margarita? — Ni pena ni alegría. Yo sólo vengo por usted. — Como debe ser, Margarita. Sólo faltaba otra cosa. Y volvió a expulsar con enorme satisfacción una columna de humo gris al aire. Los cincuenta más que cumplidos, la cara algo picada, los ojos alegres, los dedos amarillos de fumador, una pizca de gordura en el bajo vientre. Come desde hace años de restaurante. Conoce todos los hoteles. Deletrea gustoso las letras, como si con cada sílaba inventara de nuevo las palabras. No aparta la vista del 75


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animal, disecciona uno a uno los movimientos de su cabeza. —o— Las reuniones de negocio deben ser breves. Esto lo sabe muy bien el del puro. Si a los diez minutos no has firmado lo mejor es levantarse. El tiempo está para consumirlo. Las faenas deben ser cortas. Los tiempos muertos desazonan la tarde. Nadie lee el folio quinto. Nadie desmenuza la letra pequeña. Las cláusulas de penalización que las estudien otros. — Quiero un sí o quiero un no. Nada más. Dos líneas en un folio. Margarita le ha cogido el punto. Le lleva más tiempo condensar los informes que leerlos. El hombre del puro está contento. — ¿Qué hemos comprado hoy? —o— Cuando apareció el torero al borde del primer anillo, dijo: — Ahí está el niño. — Tiene estilo de buen torero —dijo la secretaria. — Si repite la tarde de Haro, corta las orejas. — Entonces se gana América para pasear la alternativa. — Y allí nos iremos tras él. — ¿También yo, señor? — Margarita, ¿qué quieres que te diga? — Alguna cosa alguna vez. — ¿Cómo qué? — Alguna cosa bonita. — No me hagas pensar. ¿Qué? — No sé. Lo que se le ocurra. — ¿Por ejemplo? — Que me quiere. — Está bien. Escríbemelo en un talón, que lo firmo. —o— El hombre seguía atento al ruedo. 76


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— Mira cómo se estira la chaquetilla. — Parece que le gusta el toro —dijo la muchacha. — ¿Y a quién no? Tiene menos peligro que yo en la cama — dijo sin avergonzarse el hombre en voz muy alta. Margarita bajó los ojos horrorizada. El torero se puso de puntillas. Espigado, majestuoso, de rostro aniñado. Casi un crío. De purísima y oro. Hizo una o rotunda con los labios, como si fuera a hurtar el calor a la tarde. Recriminó al peón del burladero para que dejara de distraer al animal. Avanzó unos metros arrastrando las zapatillas, muy despacio, dominando al tendido, muy puesto, cumpliendo la liturgia, la capa besando el suelo, como un embozo del arte. Luego, dio un saltito, se medió giró buscándose su propia sombra y llamó a gritos la atención del animal. El toro le sintió a lo lejos y se lanzó de inmediato contra él. El muchacho aguardó sin moverse la embestida, anclado en el suelo. El toro entró violento al engaño, rasgando el aire, buscando descubrir los secretos del trapo rosa y salió sin fijeza. Descompuesto, el muchacho le persiguió durante unos cuantos metros. — ¡Déjalo, que tiene prisa! —dijo el del puro. —o— Un empleado de la plaza se acercó a la secretaria y le entregó un papel. — Le invita a cenar el ganadero —dijo la muchacha al del puro. — Tendrá problemas económicos. — Bien sabe usted que sí. — ¿Mantenemos negocios con él? — No, señor. — ¿Nos interesa volver a tenerlos? — No, señor. — Ya sabes entonces la respuesta. — ¿Le digo algo en especial? 77


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— Que hay luna llena. — Eso no es verdad. — Pues como si lo fuera.

—o— El toro se volvió al sentir la llamada del muchacho. Humilló la cabeza entrando al trapo. Una, dos veces. Luego, aburrido quizá de aquel juego inocente, reanudó con paso algo más cansino su vuelta victoriosa al ruedo. El del puro, dijo: — Está todavía una pizca verde. Tiene que limar muchas cosas. — Le sobran ganas —dijo la secretaria. — Que no se las quite alguno de cinco hierbas. El torero intentó de nuevo hacerse con el mando, pero el animal siguió acosando los señuelos de la barrera. Le persiguió alrededor del anillo. Dio otro par de saltitos, para llamar de nuevo su atención. Y fue, por fin, a su encuentro de cara. El del puro, dijo: — Ahora el toreo es de alta competición. Todos hacen lo mismo y se entrenan igual. Falta hambre y sobran escuelas. Por eso me gusta este muchacho. Es como tú. Si te pusieras zapatos de tacones exagerados y las tetas altas serías como todas las demás. Y a mí me gusta la diferencia. — ¿Eso es un cumplido? — ¿El qué? — Lo que acaba de decirme. — Es lo que es. — Me emociona el oírselo. El del puro, dijo: — ¿Te emociona? ¿Qué es lo que te emociona? La emoción la da el hambre y las vacas resabiadas. Y las noches escondiéndose de la luna. —o— 78


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Los monosabios sujetaban los caballos dispuestos a intervenir en su tercio del festejo. El muchacho citó al toro en voz muy alta, para que todo el mundo oyera. Quería redondear su primer quite como matador. El toro se volvió nervioso. Buscó la voz que le llamaba. Y se lanzó contra el trapo desplegado. El muchacho cogido a destiempo intentó apresuradamente corregir su posición en la arena. Calculó mal la distancia. El toro se le vino encima de repente. Dudó la salida. Intentó retirarse a un lado, salvándose de la embestida de momento. Entonces, el del puro gritó con todas sus fuerzas: — ¡Párate de una vez chiquiyo, que te mueves más que la compresa de una coja!

Los viejos de la tribu Reunidos en torno a la hoguera los viejos de la tribu decidieron elegir al nuevo jefe. Cosa natural. El hechicero propuso que fuera joven porque la juventud es desinteresada, y valiente para combatir al enemigo y audaz para enfrentarse al futuro ilusionada para salir adelante en los terribles inviernos e inteligente para hallar pronto la caza. Fumaron la pipa de la paz y se repartieron la gaseosa negra. Manitú, Manitú El joven elegido admiró por un momento las pinturas de guerra y sus nuevos atributos: el collar de dientes de lobo 79


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los espolones de gallo altanero las plumas de águila el cuerno de bisonte. Danzaron las hermosas doncellas y avivaron el fuego. Manitú, Manitú Luego en su discurso de aceptación, sentado sobre al alfombra roja, el joven jefe preguntó ¿cuántas bocas hay en esta tribu que alimentar que no sirvan para nada? Y los viejos temblaron.

Las Pons Ibas a cualquier parte, y, oye, que allí estaban ellas. En la cola del pan, pues allá también. En los bancos de la Avenida, allá estaban ellas. Rubias, excitantes, gemelas, alocadas. A la puerta del cine, en el hipódromo, en el campo de fútbol, allá estaban ellas. Siempre ellas. En la cafetería principal, pues allí estaban ellas. Ellas, ellas. Pon, la una; pon, la dos. Prietas, con sus dientes blancos y sanos y su estudiada coquetería. Las más famosas, desinhibidas, exultantes y maravillosas. Eran tan iguales, tan inútiles, tan loquitas y tan golfas, que llamaban la atención. La gente de la provincia antes de llegarse en el tren desvencijado para las fiestas de septiembre, hacían sus apuestas: — ¿A que sí en el California? — A que no. — ¿A que sí en el Boston? 80


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— A que no. — ¿A que sí en el San Francisco? — A que no. Por supuesto, estaban. En el California, en el Boston, en el San Francisco y en todos los demás. Al Sr. Alcalde se le ocurrió la genial idea de contratarlas como reclamo para que los de la provincia no esperasen a septiembre para venirse a la ciudad, por aquello de incentivar el comercio local en franco declive. Pero al Sr. Gobernador, previa audiencia al Jefe de Estación, no le pareció oportuno porque los andenes no están preparados para soportar colapsos importantes. Restaurante, entrada al frontón, buena comida, buen puro y las Pons. Y allá se iban en cuadrilla los de los pueblos para verlas consumir en las cafeterías de la Avenida las consumiciones pagadas por otros. Las Pons se reían con la boca abierta, tan descaradas, como si tuvieran la imperiosa necesidad de tragarse toda la ciudad y a continuación toda la provincia y toda la nación y hasta todos los extranjeros venidos a dormir bajo las estrellas del verano. Soñábamos con ellas y al despertarnos desconocíamos con cual de las dos acabábamos de mojar la cama. Pero esto realmente apenas importa. Importaban ellas: su alegría desbordante, sus empalagosos perfumes, sus vestidos modernos, sus escotes provocativos, sus andares casi perfectos, sus grititos arrebatadores que manejaban magistralmente como reclamo. Su locura contagiosa. Cuando alguien, cansado de pagarles las espléndidas consumiciones que acostumbraban sin conseguir otra cosa que una vaga promesa, ay, quita, bobo, una caída insinuante de ojos o un suspiro vergonzoso, les decía: coño, vamos a echar un polvo de una puñetera vez, o qué; una de las dos, cualquiera, invariablemente respondía con un mohín de disgusto: hoy no, tonto, que tengo la 81


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regla. Y yo también, añadía la otra, para que no hubiera dudas de su condición de gemelas. Y encima me he lavado el pelo. Y yo, también. Y encima tengo un poquito de tos. Fíjate como toso. Y yo, también. Igual estoy malita. — ¡Ay, chica! ¡Y yo también! Las Pons. Novias de todos y queridas de nadie. Pon, pon. Combinaciones, destornilladores. Pon la uno, pon la dos. Las Pons se arrimaban a todos los tipos con pantalones, sin distinción, pero muy especialmente a los de trinchera, de bigotito madrileño y sonrisa áspera, y a los niñatos de la hípica, porque en realidad eran los únicos que guardaban en el bolsillo algo más que el moquero. Nosotros, los otros, éramos el repuesto para las tardes aburridas de poco asedio y menos caza, la compañía necesaria para soportar la espera de algo mejor. Los tipos de trinchera iban siempre de trinchera aun cuando amaneciera soleado y el sol derritiera el asfalto. Los recuerdo con su cuestionario de preguntas: alguien nuevo en la vecindad, algún movimiento extraño, conoces a todos los inquilinos, el viernes próximo quiero ver las ventanas cerradas ¿eh? y las celosías echadas, ¿eh? y no se os ocurra asomaros al balcón, ¿eh?; o trepando por la claraboya para alcanzar el tejado. En agosto aparecían los más jóvenes y ágiles, con los fotógrafos oficiales y los comisarios y los chóferes vestidos de luto riguroso, con aquella corbata negra de deudo triste; en invierno, los más viejos, los más cansados y gordos. Los que soñaban con hacerles hijos a sus mujeres por navidad, para beneficiarse de los puntos y acogerse a las ayudas por familia numerosa. Quince hijos, y al Nodo. Con los mocos colgando y las chinches ahogándose en la lejía. 82


LAS PONS

Quince hijos, medalla al trabajo, cara crispada, y al Nodo. — El treinta y ocho. ¿Sabes?, tengo el treinta y ocho. Y allí estaba ella, ahora, la más rubia de bote, con la mano en alto, reclamando atención, mostrando a todo el mundo el ticket verde, haciendo repicar con descaro sus enormes pulseras de colores, a juego con sus no menos escandalosos aros que adornan sus orejas. Los de la hípica eran los otros, los pijos de avenida, los niñatos estreñidos, los teñidos de rubio, los que calzan botas de montar, acharoladas, pasadas de contrabando y montan guateques cerrados. Los tipos de universidad, culos prietos, ay, chico, no veas qué calor, caminantes de frontera. Si el domingo por la tarde las Pons no estaban de guardia a la entrada de la cafetería, inexorablemente había guateque. Oh, la, la. — Pobrecitos —decía entonces Carlos con cierto desprecio— . Calientes, mojados, estreñidos y contentos. — ¿Tú crees? — Y con dolor de huevos. — Y sin un duro en el bolsillo. — Eso les da lo mismo. Ya lo tienen sus papás. Las Pons. Ahora allí estaba una de ellas, en la cola de la charcutería, con los párpados rabiosamente azules. — El treinta y ocho es el mío. ¡Y sólo me faltan dos! Alguna vez, a mi regreso, había preguntado a Carlos por ellas. Porque Carlos es el único que sigue frecuentando aquellos lugares. — Me las imagino casadas con algún secreta reconvertido — Pues, no —me dijo—. Siguen todavía buscando. — ¿Todavía? — Todavía. — ¿Las dos? — Las dos. — ¿Tan loquitas como siempre? 83


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— Más —me dice Carlos. — Debe ser muy difícil que encuentren un hombre que les satisfaga. — Sobretodo un hombre que satisfaga a las dos. La de la charcutería intentaba conectar con su hermana. — Tengo el treinta y ocho, ¿sabes? Y ya me toca a mí. Inconfundible voz de ratita decorada. Realmente siguen siendo iguales. Tan llamativas y tan iguales. Un cuidado maquillaje pretende disimular la amargura de los años. La más próxima a mí, exhibe el numerito como si fuera un boleto premiado en la tómbola de las misiones. — ¡Qué bien! —le dijo su hermana, desde la cola del pan— ¡Igual en seguida te toca! — Es el treinta y ocho. — ¡Qué suerte! — Y va en el treinta y siete, ¿sabes? Y al decirlo se apoyó en mi hombro, en una aproximación coqueta y estudiada, para intentar de nuevo el brinquito loco. Sus labios rosa tenue se me ofrecieron ahora algo más carnosos y cercanos. — Es que tengo el treinta y ocho —se disculpó. El reconocimiento de aquella voz me devolvió al pasado. — ¿Te acuerdas de mí? —le pregunto. — Seguro que sí —dice ella—. Tengo el treinta y ocho. ¿Y tú? — El treinta y nueve. — ¡Jolín, tonto! ¡Qué bien! Y se puso a mirar con disimulo el corte del jamón de pavo. — ¿Seguro que tienes el treinta y ocho? —le pregunto luego un poco por sentirla de nuevo cerca. — Que sí, tonto. Y tú el treinta y nueve. ¿Y sabes una cosa? ¡Después del treinta y ocho viene el treinta y nueve! El tiempo que es una simple simulación mental necesaria para confundirnos la vida, confiere al círculo la condición de figura ge84


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ométrica perfecta. Por mucho que uno se aleje del punto de partida, regresa siempre al origen. El treinta y ocho, eh. Eh, eh, ¡aquí, aquí! Puedo entonces desandarme para recuperar a aquel niñito algo ingenuo, de modo que al abordarla ahora en medio de la charcutería de nuevo me conteste: hoy no, tonto, ¿no ves que tengo la regla? ¿La regla a los sesenta? Jolín, tonto, y a los setenta. ¿No ves que sí?

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Los delfines Los delfines son los ángeles de la guarda de los barcos. Le vino el pensamiento de repente. Quizá había dormido con la boca abierta y era cosa de la afonía. Descubrió a los delfines allá por Finisterre. De eso hacía por lo menos treinta años. Sentado en la proa del barco descubrió que podía hablarles. Que le contestaban. Que se comunicaban con él amigablemente. Que saltaban al verle. Que eran libres. Que le llamaban. Libres. Alegres. Vitales. En medio de la habitación oscura, en medio del silencio, ahora, se escuchó su voz: Cuando muera quiero volverme delfín. Su mujer, incómoda, estiró el pico de la manta hasta alcanzarse casi la boca, y le dijo: ¿Deliras, estás borracho o simplemente eres imbécil?

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LAS PONS

Las horas perdidas. La hilera de casas se rompe hacia la mitad de la calleja, en una especie de plazoleta que es como un remanso de luz, aunque gris, en el camino de sombras. Figuras trágicamente mutiladas de santos en oración adornan el arco de piedra que corona la pared de ladrillos levantada en el lugar preciso de la primitiva entrada del monasterio. Había un pilón con su cañito estéril de cobre y huellas de latines robadas al tiempo. Avanzamos unos metros más. Roteta estaba algo remiso a continuar. No le agrada involucrarse en líos e intuye —a pesar de mi insistencia en lo contrario— en que la visita a aquel sitio sólo puede acarrearnos problemas. — Si hay una redada y nos cogen, nos retiran el pasaporte —dijo algo asustado—. ¡Y adiós Alemania! Hijo de militar, alto y desgarbado, mira siempre con recelo, temeroso de que su comportamiento ocasione a su familia algún disgusto. Mendívil le dio una palmada en la espalda. — No estás preparado para los tiempos actuales —le dijo—. ¿Tú crees que a los alemanes les importa algo que tres jóvenes celebren la entrega de su proyecto de fin de carrera visitando un mueblé? Mendívil estaba satisfecho de su trabajo. Fibroso, alto, tiene la cabeza casi cuadrada, a tono con los hombros. Valiente, decidido, posee todo lo necesario para triunfar en la vida. Es el mejor estudiante de los tres, y el único convencido de que su proyecto, de llevarse a la práctica tal como lo ha diseñado, funcionará perfectamente. Así como Roteta afirma humildemente que su estudio de la distribución eléctrica en una ciudad de cien mil habitantes conducirá al colapso de las pequeñas fábricas y talleres, y al consiguiente apagón de las casas, y yo, por mi parte, que mi análisis de las secciones y resistencia de materiales de un funicular 87


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terminarán con éste destrozado en el suelo y una docena de tíos fiambres, Mendívil es muy capaz de llenar de agua todo el continente Africano traspasando el Adriático si así le conviniera, aunque dejara sin gota a los canales de Venecia y estupefactos a los gondoleros. Todo un carácter. Me adelanté, oteé en ambas direcciones como un espía malo de una película peor y convencido de que nadie nos seguía, hice una seña a mis compañeros. Subimos por la escalera del matadero de aves, hasta detenernos delante de la puerta de madera a la que golpeé tres veces seguidas, como una clave con sordina, y con cierto misterio. Roteta estaba contrariado y Mendívil contento. Una voz preguntó: — ¿Quién va? — Un cornudo —dije yo. —Ya somos dos —replicó la voz. Unos ojos se asomaron por la mirilla de latón. Un hombre pequeñito, casi enano, apareció al descorrer el cerrojo. — ¡Es Lope de Aguirre! —anunció con un gritito agudo a los de dentro. — Julián Aguirre, si te da igual —le corregí. — Es lo mismo, ¿no? —dijo el enano haciéndose a un lado. Una de las mujeres se colgó de mi brazo. Era ya mayor y tenía la cara exageradamente coloreada. — ¿Quiénes son? —me preguntó mirando con descaro a mis acompañantes. — Dos amigos. — ¿De confianza? — Sí. La mujer se disculpó. — En lo que va de mes, son varias las veces que me han bus88


LOS DELFINES

cado las vueltas los cabrones de la chapa. ¡Coño! ¿Qué esperarán encontrar aquí? Este es un mueblé decente. Una casa de ley. No permito el juego. Vendo tabaco americano, vale. Pero también pago puntualmente mis impuestos. Soy una señora respetable. ¿Verdad chicas que somos todas señoras responsables? —dijo. — Sí, madama. Lo somos —dijeron las chicas a coro. — Y vosotros, chicos, ¿sois también respetables? — Lo somos, madama —dijeron los pescadores y el resto de los que allí se encontraban. Luego, bajó la voz la mujer para preguntarme: — ¿Algún problema? — Ninguno. — ¿Os sigue la policía? — Ya sabe usted que no. — ¿Tenéis cuentas pendientes? — Estamos limpios. — ¿Chicas? —nos guiñó entonces maliciosa un ojo—. También está Sarita. — ¿Quién me llama? ¿Quién me busca? —dijo éste cimbreándose por el angosto pasillo abierto entre las mesas—. ¡Jolín! ¡Nada menos que tres! ¡Y todos para mí! — ¡Lárgate! —le ordené. — ¡Caray con el vasquito! —refunfuñó el marica—. ¡Todo lo quieres para ti! Pues has de saber, mono, que todos tenemos necesidades. A pesar de las flores de papel y de los reposteros de fieltro, quedaban al descubierto las húmedas salpicaduras de las paredes y los manchones de las goteras. Diez mesas rectangulares, pesadas y viejas, cinco a cada lado del pasillo, ocupaban más de la mitad del recinto que había sido en otra época cuarto de aperos y depósito de ataúdes. Al fondo, sobre unos toscos caballetes desnudos se había improvisado una especie de escenario, al que se accedía por una vetusta silla de paja. Como no tenía respiraderos, el local apestaba a sudor, alcohol 89


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y tabaco. — Venimos a celebrar que hemos terminado la carrera —dije a la madama. — ¿Qué carrera? —dijo despectivo el enano— ¿La de las medias? Las dos mesas próximas a la puerta de entrada estaban vacías, no así las otras. En las cercanas al escenario, unos cuantos hombres se insinuaban con descaro a unas mujeres de anchas espaldas y grandes lazos de colores en la cabeza. Un poco más atrás, un grupo de pescadores jugaba a las cartas alrededor de un porrón de vino rojizo, mientras cuatro o cinco marineros dormían apacibles. Sarita se abrazaba a un borracho. El borracho decía que era como su madre: una santa. Y Sarita, muy agradecido, le apretaba contra sí y le besaba en la frente. Fuimos a sentarnos en la mesa más cercana a la puerta, justo detrás de un hombre de barbita recortada, sombrero y cuello duro, que dibujaba a lápiz sobre un papel blanco. — ¿Quién es? —me preguntó Mendívil. — Es el profesor —dijo con cierto tono de admiración una muchacha de mirada lánguida y pechos hermosos que sonreía con descaro al enano. — Un portugués arruinado que tiene en préstamo un cuarto trastero olvidado del museo —aclaré a Mendívil—. Imparte clase de dibujo varios días a la semana, a la voluntad de los alumnos. Yo mismo he estado un par de veces en sus clases. Es un tipo educado, extremadamente cortés. Un buen hombre. — ¿Y de qué vive? —preguntó Roteta. — De la caridad —dije. La muchacha de mirada lánguida, dijo: — El profesor nunca pide. Al profesor se le da. — Fue copista en el Prado —dije—. Le tiembla el pulso y por eso no le renuevan el carné. Les dije que el cuarto cedido por el museo era triste, frío, hú90


LAS HORAS PERDIDAS

medo, con las paredes agrietadas y el techo enmohecido. Como había servido en otro tiempo de fresquera, merodeaban todavía unas cucarachas negras y gordas que los alumnos se dedicaban a aplastar con auténtico frenesí. Una bombilla desnuda colgaba de un cable deshilachado y sucio, que a veces chisporreteaba y terminaba por quemarse. De las dos ventanas, una estaba enrejada y la otra, al carecer de cristales, la tenía condenada con los postigos cerrados. Pero el olor a pescado del puerto cercano penetraba a pesar de todo. Había estado en París y en muchos otros sitios. Sesentón, delgado, de exquisitos modales y gran cultura, decía que su vida era un continuo peregrinaje en busca de las claves que le permitieran interpretar el libro de Abraham el Judío. Estaba desengañado ya no existía la panacea universal ni el elixir de la larga vida. Brandt de Hamburgo al destilar orina no había conseguido la rodela amarilla, sino fósforo. Le llamé. Se volvió muy solemne. Y dijo: — Mercuris est cuadratus. — ¿Habéis oído? —dijo la muchacha emocionada— ¿Habéis oído? El profesor hizo una estudiada reverencia, se tocó el lacito de tafetán anudado al cuello y siguió dibujando. Le interrumpí de nuevo. — Profesor —dije— me corroe una duda. ¿El espacio es absoluto o relativo? Me miró fijamente. Trazó una línea recta sobre el papel. Y me dijo: — Jovencito, ¿qué ve usted aquí? — Un garabato —dije. El profesor estampó su firma al pie del folio. — ¿Y ahora? — Un garabato firmado por usted. 91


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— ¿Y qué valor tiene? — El que quiera darle yo. — ¿Y si este mismo garabato estuviera firmado por Dalí? — El valor que quieran darle los demás. — Jovencito —dijo el profesor con gran suficiencia— se acaba de contestar usted a sí mismo. Y dándose la vuelta, se puso a dibujar al carboncillo la silueta de una de las chicas. La madama dijo: — ¿Qué os traigo? — Cerveza —dije. — Tengo también ginebra y bicarbonato. — Y más cosas, ¿no? —dije con intención. — Cierto —dijo la mujer—. ¡Unas buenas tetas y un buen culo! — Ji, ji —se rió el enano—. Te salió respondona. Cuando fueron distribuidos los vasos, Mendívil preguntó: — ¿Es aquí donde pierdes tus horas libres. — Sí —contesté—. Es un sitio pintoresco. — Y muy poco salubre —dijo Roteta. — Es el último rincón romántico de la ciudad. Un mueblé estilo diecinueve. La historia viva de amores prohibidos. Bueno, todo eso me lo imagino, que aquí hay lo que se ve. — Parece un decorado de cartón piedra, sacado de una mala zarzuela —dijo Mendívil. — Lo frecuenta gente realmente interesante —dije, y para corroborar lo indicado, hice bocina con las manos y grité—: ¡Eh, juez! ¡Dése la vuelta! Un hombre perdido en una de las mesas de la izquierda giró con curiosidad la cabeza. Vestía una chaqueta oscura, camisa blanca y corbata. Dijo: 92


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— ¿Es a mí? — A usted, sí. — ¿Se han dirigido los señores a mí? — Sí, señor. — ¿Mandan ustedes algo? — ¿Tiene tiempo de acompañarnos a una cerveza? — ¡Diablos que si lo tengo! —exclamó el juez, ganando presuroso el pasillo. Era un viejo seco y estirado, con una mandíbula prominente y unos ojos saltones y despiertos. De la solapa de su chaqueta colgaba una flor blanca a juego con el dobladillo del pañuelo. Sopló sobre el banco de madera, y tomó asiento de espaldas al escenario. Carraspeó unos instantes, y preguntó: — ¿Qué les ocupa, caballeros? —y sin esperar contestación, añadió—: ¡Ah, si me faltara tiempo! ¿Qué sería de mí, entonces? ¿Quién puede aguantar las bajezas de la vida sin momentos gratos como los presentes? Nadie sabe mejor que yo lo que es escuchar las mentiras de los rateros, las confesiones de las mujerzuelas, los pesares de los penados. — Pero ¿usted todavía ejerce? —preguntó sorprendido Mendivíl. — ¡Quia! —dijo el juez—. Me cesaron. — ¿Por qué? — Por pendón. ¿Qué culpa tengo yo de que me gusten las faldas? ¿Eh, qué culpa? — Ninguna. — Si la naturaleza me hizo así, ¿no es ella la culpable? — Evidentemente. — ¡Pues que la condenen a ella! — ¡Acaba de sentar usted jurisprudencia! —dijo Roteta, a quien 93


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el ambiente y la conversación parecían comenzar a gustarle. El juez le miró fijamente. — Aquí, el amigo —me dirigí al juez en tono confidencial—, es un tipo muy raro. Con decirle a usted que no cree en absoluto que hubiera una guerra. — ¡Diablos! ¿No? — Lo que le digo. Opina que todas esas historias de hermanos contra hermanos, de miles de muertos, de medio país enfrentado al otro medio, de la quema de iglesias y todo eso, no son más que patrañas inventadas por ustedes los viejos para mantener sus injustos privilegios. — ¡Santo cielo! ¿Piensa usted de esa manera? — Sí, sí —afirmó Roteta en tono festivo ante la sorpresa del juez—. Ni siquiera existió Franco. Todo es un montaje. ¿Cómo iba a aguantar el país a un señor tan bajito y estúpido? — Por más que lo intento —dije—, no consigo convencerle de lo contrario. Es superior a mis fuerzas. Y además como es hijo de militar pienso que tendrá sus razones. Por eso me he permitido molestarle. Porque usted es un hombre ecuánime e hizo la guerra. — ¡Vaya que si la hice! — Porque usted estuvo en el frente. — ¡Vaya que si estuve! — En la Batalla del Ebro. — Allí estuve, sí. — Y en la del Jarama. — Que no le quepa la menor duda. — Pues, bien, mi amigo no cree en absoluto en nada de eso. — Una patraña. Pura invención —dijo Roteta—. Se lo han montado bien. Hay que reconocerlo. Ustedes los viejos se lo han montado bien para que les tengamos algo de respeto. 94


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El juez resopló entristecido. — Ustedes los jóvenes son unos descreídos —dijo en voz baja. — No será para tanto —dijo Mendívil. — Han de tocarlo todo. ¡Coño! ¿Y la historia? ¿Qué es para ustedes la historia? — Un cuento inventado por los que están en el poder —dijo Roteta. — ¡Qué barbaridad! —exclamó el juez—. ¡Es usted un ácrata irresponsable! — Pero, bueno ¿hizo o no hizo usted la guerra? —pregunté sin poder disimular la sonrisa burlona de mis labios. — ¡Mierda! —se encorajinó el juez. Tomó aire y anunció orgulloso— : Yo era de artillería. Oficial, ¿eh?, porque tenía estudios. El día de mi cumpleaños los rojos comenzaron a sonarse las narices y un obús no me arrancó una pierna de puro milagro. “¡Dios mío!”, recuerdo que exclamé, “¡Ese debe ser el cabrón de mi padre!” ¡Y lo era! El muy bastardo me enviaba su felicitación doce cuarenta. ¡La había tomado conmigo! Si yo disponía mis baterías aquí, él lo hacía justo enfrente. ¡Estuvo las veinticuatro horas del día machacando el campamento! Volaron camiones, tiendas de campaña. Aquel energúmeno podía con todo. El general que no podía dormir por culpa del barullo, me llamó. “Coño”, me dijo, “¿Qué diablos le ha hecho usted a ese desgraciado para que no nos deje en paz?” “Nada, mi general”, dije yo, “como no sea salir a él”. “Hostia, ahora lo entiendo”, dijo el general y se tomó un cognac y más tranquilo se fue a acostar. Bebió el juez la cerveza, y añadió: — Si vuelven ustedes mañana por aquí con sumo gusto les mostraré la medalla conmemorativa de la victoria. — ¿No será una redonda como un duro antiguo, de latón y 95


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con un lacito de vichy con los colores nacionales? —preguntó Mendívil. — ¿La conoce usted? — ¡No la voy a conocer! Cuando se producía una disputa en casa, mi padre se la ponía al pecho. “Me la he ganado yo, ésta me la he ganado yo”, decía a mi madre. Y mi madre, ¿sabe lo que respondía? ¡Que la empeñase a ver si llegaba para garbanzos! Una vez mi padre lo intentó. Se volvió con la medalla y sin los garbanzos. Jamás se la puso de nuevo. Sus chiquitos y bermejos labios esbozaban tan pronto una limpia sonrisa como se contraían en forma de delicado corazón que pudiera ponerse a trompicar gozoso. Con el pelo ensortijado, la airosa falda verde de volantes y lentejuelas, la plácida quietud de unos senos ligeramente insinuados por el escote de la blusa de randa, la mujer resultaba ciertamente atractiva. Tenía un porte de grandeza. Retrocedió casi en puntillas hasta acercarse a la mesa ocupada por un tipo de monóculo y cuello duro, al que dio un golpecito en el hombro. — Es nuestro turno —le anunció dulcemente. El hombre pareció turbarse de repente. Miró a la mujer, torció el rostro y recogió con rapidez unos papeles. Se retiró por una puerta lateral, volviendo poco después con un acordeón sujeto a la espalda por unos tirantes de cuero. Ya terminaba de recorrer el pasillo cuando hizo sonar el fuelle. Luego, ayudó a la mujer a subirse al escenario. — ¿Qué desean los señores? —dijo ésta al público. — ¿Quién es ella? —preguntó Mendívil al juez, que se había vuelto para seguir con atención el deambular de los artistas. — La Duquesa —anunció el juez con emoción. — ¿La Duquesa? — ¡Una Romanov! —añadió el viejo—. Desciende de Alejandro I, de su segundo hermano. Se salvó de los soviets al resguardarse 96


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en una isba y asegura que ella es la única viva de la familia, que todas las demás son tunantas e impostoras y putas. — ¿Y es verdad? — ¡Ca! ¡Si es de Sevilla! Pero cuesta tan poco complacerla... — Querido público —comenzó a decir la mujer algo turbada. — ¡Venga, venga! —la interrumpió alguien desde las mesas— . Queremos oírte cantar. — Eso, eso —dijo otro—. Canta, tú canta. El del monóculo hizo sonar el instrumento. La Duquesa soltó un quejido agudo, y atacó el estribillo: los hombres estáis malditos por una manzana de pasión ahora mendigáis en la tierra mi tierno corazón. Cuando concluyó la canción, el juez se puso en pie y aplaudió calurosamente. El resto de los asistentes hicieron lo mismo, menos el borracho y los dormidos. Luego, el juez gritó muy alto para hacerse oír: — Vamos, Bakunin, toca la del zar. — ¿Otra vez? —preguntó compungida la Duquesa. — Es la mejor —dijo el juez. — Vamos, sí —corroboró uno de los que estaba delante. — Y además, revolucionaria. — De acuerdo, de acuerdo —asintió la mujer, y añadió—: A petición de tan gentil público. Va por ustedes. El llamado Bakunin se caló el monóculo, y dio la entrada. Así enseñaba yo mi poder entonó la Duquesa abriendo descaradamente sus piernas al terrible zar y un día el zarevitz se quiso subir aquí dijo señalándose los pechos 97


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¡eh, Rasputín!, ¡eh, Rasputín! lo que todos coreaban dando golpes en la mesa ¡eh, Rasputín!, ¡eh, Rasputín! y como si fuese a implorar al cielo, elevó los ojos al techo, y cantó con sentimiento al zar le fusilaron por amarme a mí aún llevo en mis entrañas a su último zarevitz ¡eh, Rasputín!, ¡eh, Rasputín! Uno de los espectadores, nada más concluir la canción, se levantó del asiento e intentó asir a la Duquesa por el tobillo. Esta se zafó del acoso. Pero otro, estirándose por encima de las maderas, la atrapó. — ¿Esto ocurre habitualmente? —preguntó Mendívil señalando el escenario donde el hombre se revolcaba con la Duquesa. — Muy a menudo, jovencito —dijo el juez. — ¿Y se permite? — No hacen mal a nadie. — ¿Y el del monóculo?, ¿qué hace el del monóculo? — Nada. Ese es el marido. Un gran hombre. Un gran artista. Un gran filósofo y humanista. Vive únicamente para el arte. — Pero ¿y ella? — Ella es lo que es. — ¿Y él lo consiente? — ¡Caramba! ¿No lo ve usted? — Pues es denigrante —sentenció Mendívil verdaderamente conmovido por tamaña revelación. — ¿Lo cree usted así? — Por supuesto. 98


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— Entonces, jovencito, repróchele usted mismo su conducta —y levantándose muy solemne, el juez hizo por llamar la atención del músico que seguía contemplando impasible las andanzas de su esposa. El músico se descolgó el acordeón, bajó del escenario y se llegó hasta ellos. — Señorrresss —dijo a modo de saludo llevándose una mano a la sien; su acento era eslavo, con las erres fuertes y áridas. — Siéntese, Bakunin. — Grrracias, muchos grrracias —sus dedos se soltaron rítmicos tamborileando la plancha de la mesa; era delgados, limpios y suaves. Dedos de artista. — Este señor —dijo el juez por Mendívil—, no comprende cómo usted permite tantas licencias a su mujer de usted. — ¿Licencias? — Bueno, sí, eso. O lo que sea. Como se llame, vamos. — ¡Oh, español! —sonrió amable el músico— Yo, nada morrral. Nada iconos. Nada rrreligión. ¿Usted católico? — Pisssch —dejó escapar un silbido Mendívil. — Yo —dijo el músico, iluminándosele los ojillos—, yo dialéctica. Salto brusco: ¡pum! Beethoven, Chopin, ¡pum!, ¡Arnold Schoenberg! ¡Pum, pum! Todo pum. ¡El huevo de Brancusi! Huevo, ameba, misteguio sórrrdido. ¿Giotto? ¡No! ¿Mirró? ¡Sí! ¡Sí! ¿Shakespeare?: trrragedia de celos. ¡Joyce! Salto, salto... ¡pum! ¡Rrrevolución! Aguirre creyó oportuno aclarar a su compañero: — El señor Bakunin es uno de esos libertarios que pregonan la escuela laica y la desaparición del estado. — Más, más —dijo él—. ¡Lo de arrriba, abajo! !Lo de abajo, arrriba! ¡Pum! — Y la cama siempre en medio, ¿eh? —terció mordaz Roteta. 99


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— ¿Cama? —dudó el músico como si se le escapara el exacto sentido de la palabra—. Vulgarrr. Eso vulgarrr. Sucio, nada bello. Nada arte. Esperrrma caído en la sábana. Sucio, nada bello —y volviéndose a Mendívil, le preguntó de improviso—: A usted ¿interresar mía mujerrr? — Sí —confesó éste algo aturdido—. Es una señora que lo tiene todo muy bien puesto. — Entonces, tome usted mía mujerrr. — ¡Si será cornudo! —exclamó Mendívil sin poder salir de su asombro. — ¿Ve usted? ¡Ustedes no saberrr rrrazonarrr! —afirmó el músico visiblemente molesto por la clara incomprensión de su interlocutor—. Españoles, prrrimitivos. Norrrmas, corrrsés, ojos ciegos. Pasionales. ¡Falta de culturrra! —sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la boca—. Yo no convencionalismos, yo librrre. ¡Librrre! ¿Quiere usted dormirrr con mía mujerrr? Hágame señorrr ese favorrr. Mendívil estaba pálido. El músico imploró en voz baja: — Por favorrr, tómela. — Hazlo —dije yo—, que a estos eslavos se les sube el vodka enseguida a la cabeza. — Hágalo si le apetece —dijo el juez—. Y con total libertad. No tema nada malo. La Duquesa es una gran señora y de muy buena disposición. Y muy bien preparada para la vida agitada de hoy en día. El profundo silencio que siguió a la intervención del juez redobló los huraños grititos de la Duquesa al ser abrazada por el hombre que la había tomado del escenario. Ella parecía jugar a zafarse, pero si lo conseguía le incitaba de nuevo a que la persiguiera con una estudiada contorsión de todo el cuerpo. Luego, le 100


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besaba los labios y las manos. — Creo que has desaprovechado tu oportunidad —dije a Mendívil. — ¡Ah, no! —replicó el del monóculo—. Ese poderrr esperarrr. ¡Ya irse ella con ese otrrras veces! ¡También irse otros días con usted! — Muy cierto —dije—. La señora duquesa es una experta en lances de amor y en sonrisas picaronas. Una mujer de vida modesta y en absoluto atormentada. — Lo puedo corroborar —dijo el juez—. Es una señora temerosa del más allá y proclive a los buenos sentimientos. — Grracias, grrracios —dijo Bakunin—. Ustedes y yo camaradas compañeros de rrrevolución. Ustedes y yo formamos comuna simpática. ¿Está bien dicho? — Y su señora, también —dije. — ¡También! ¡También! — Eso —añadí—. Una comuna de cuatro. — ¡De cuatrrro! —gritó muy feliz el músico. — O de cinco si no les importa incluirme a mí —dijo el enano. — O de seis —dijo Roteta. Desbordado, Mendívil farfulló algo incoherente. El músico, dijo: — Yo, desgrrraciado. ¡Usted no hacerrrme amistad! —y muy solemne, herido en su orgullo, se alejó por el pasillo. Después, recuperado el acordeón, entonó con voz lúgubre una balada en un idioma desconocido. Al concluir, se volvió hacia mí, y dijo: — Usted ser buen muchacho. ¡Usted buen español! ¡Usted, Picasso! Estuvimos un rato en silencio. A la cerveza le faltaba un punto de frescura, pero se dejaba beber. Roteta, dijo: 101


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— Desde luego hay que reconocer que ese músico es un tipo con principios. — Y con finales —dije. — Ni que ustedes lo digan —murmuró el juez—. Y ella, ¡es tan amable! Forman una pareja ideal. Jamás nadie les ha visto reñir. ¡Son tan felices! — Y hacen felices a los demás. — Muy cierto ¡Menos a su amigo! — ¡Bah! —dijo Mendívil con desgana—. Recelo de las cosas fáciles. — Y su comportamiento merece nuestra aprobación. Pero ¿no nos ocultará usted que de no estar nosotros presente de buen gusto se hubiera ido usted con la Duquesa? — ¡Qué dice usted! — Lo que oye. Y no retiro una coma a lo dicho. — Yo jamás iría con una mujer así —afirmó categórico Mendívil, aparentando sentirse herido en su orgullo. — ¿Una mujer así? —se preguntó el juez en voz alta— ¿Qué quiere decir con eso de una mujer así? — ¿No estarás insinuando que es una puta? —dije yo. — No, yo no digo tanto —se defendió Mendívil. — Ramera, entonces —dije. — Peripatética, mejor —dijo Roteta—. Eso es. ¡Una peripatética! — Bueno, lo que sea —dijo Mendívil—. ¡Pero no me iría nunca con ella! El juez entonces se levantó, introdujo un par de dedos de su mano izquierda en el bolsillo de su chaleco, y dijo: — ¡Es un problema de toga virilis! — ¿De qué? —abrió exageradamente sus ojos Mendívil. — De vergüenza —dije yo—. El señor juez aprovechándose de su fácil oratoria afirma categóricamente que temes las 102


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comparaciones. — ¿Qué quieres decir? —me preguntó Mendívil un poco atropelladamente. — Que eres el número uno. Que eres capaz de una alzada sacar la perspectiva. Que eres capaz de fotografiar mentalmente un problema matemático y encima resolverlo. Coño, que todo se te da bien. Pero que de esto otro, de lo importante, ya sabes, de lo que mueve al mundo, bueno, eso, bueno que tienes auténtico pavor a que tus prestaciones no vayan en consonancia con las de tu cabeza y que tu virilidad quede en entredicho. — Que lo tengas todo desplazado —dijo Roteta. — ¿Qué es eso de todo desplazado? — Que seas lo que otros ocultan por vergüenza. Eso. — ¡Y una mierda! —exclamó Mendívil comprendiendo la insinuación. — Vamos —continuó Roteta—, que puedes dejar Venecia sin góndolas pero que te inclinas más por tapar culos de vasos. — ¡Cabrones! —gritó desaforado Mendívil. El juez le dio una palmadita en la espalda. — No se puede serlo todo en la vida, muchacho. Seguro que es usted un buen estudiante, hijo —le consoló. — El mejor —dije yo—. Su proyecto de rajar Africa mediante unos canales artificiales es francamente espectacular. Llegará lejos. — Tan lejos como le dejen los africanos —dijo Roteta con malicia. — ¡Por Dios! —dijo con sorna el juez—. ¡Dejemos al muchacho en paz! No saquemos las cosas de quicio! Al fin y al cabo, su problema es un problema de oportunidad. — No entiendo nada —dijo Mendívil. — ¡Santo cielo! —exclamó Roteta—. ¿También desconoces la terminología jurídica? El señor magistrado llevado de su fácil oratoria ha pretendido ridiculizarte insinuando de nuevo que encima no lo has hecho nunca. ¡Qué estás virgen! 103


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Mendívil agachó la cabeza como vencido por la humillación. Tomó el vaso entre las manos, y confesó sin mirarles: — Pues es verdad. El enano, que había seguido la conversación desde el otro lado del pasillo, se dirigió a las dos muchachas que le acompañaban y con un gesto de complicidad, dijo: — ¿Lo véis? ¡La raza degenera! — ¡Cállese, medio lirón! —le increpó duramente el juez. — Y yo que pensaba —continuó el enano con cierto desdén en sus palabras— que ya no quedaba nadie mayor virgen en este país. Y he aquí que aparece uno, ¡y de más de veinte! — De veintitrés —dijo Mendívil ya recuperado. — ¿Qué se puede pensar de alguien así? ¿Eh? ¿Qué se puede pensar? ¡Tan joven y tan alto y tenerla tan corta! Mendívil se levantó: — Repítelo y te parto la boca. El enano reculó: — Jodé, tío. Era una broma, oye. ¿Verdad que era una broma? — repitió buscando consuelo en la mirada lánguida de las muchachas. — Sí, sí —dijeron éstas—. No quería molestar. — Caballeros —dijo entonces el juez—, la patria está salvada. No hay alianza más justa que aquella que pacten rameras con bufones. — ¡Cuidado que tiene chispa usted! —le dije al juez—. ¡Le saca punta a todo! A uno de los marineros le atacó de repente un temblor convulsivo; se levantó muy nervioso y con el rostro descompuesto, comenzó a gritar: — ¡Ya comienza! ¡Ya comienza! — ¿El qué? —preguntó sorprendido Roteta. — El degüello de los pollos —anunció el juez—. ¿No lo oye usted? 104


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De las escaleras llegaba nítido el agudo chirriar de la cuchilla al deslizarse por las guías de metal. Inmediatamente, sucedía un ruido seco, plomizo. Después, un corto silencio roto más tarde por el nuevo revuelo de las aves. Y nuevamente, el rechinar desapacible. — Es escalofriante —dijo Roteta. — El muy canalla —dijo el juez por el pollero— aplica la ley del mínimo esfuerzo a su trabajo y en vez de atravesarlos de uno en uno, monta los pollos por docenas en la guillotina para terminar antes. — ¿Y ustedes se lo permiten? — Naturalmente ¡Este es un país libre! La mujer, que parecía la dueña, se acercó. — ¿Más cervezas? —preguntó con descaro, y añadió—: Sin consumición no hay espectáculo. — Pero, ¿no quedamos que éste es un país libre? —dijo Roteta. — Eso será en la calle —repuso malhumorada la mujer—, porque aquí mando yo. — Una buena razón —dije. — Entonces, ¿cuántas traigo? Mendívil echó mano de la cartera, y dijo: — Sirva también al juez, y al señor Bakunin lo que desee. — Usted lo que quiere es volver a escuchar a la Duquesa — dijo el juez. — Naturalmente. No se lo niego. Mendívil esperó a que sirvieran las cervezas. Luego levantando la suya al aire a modo de brindis, dijo: — ¡Bakunin! ¡Va por usted! — Por mí, no —dijo éste brindando a la vez—. ¡Por la rrrevolución! 105


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Las hormigas cavadoras El ejército de hormigas cavadoras principió su ataque a las tres en punto de la madrugada.

Dirigidas por una hormiga grande, gigante, especie de dedo lunático con apariencia de cucaracha malvada, miles y miles de hambrientas hormigas azules fueron tomando posiciones alrededor de la cama.

Luego, entraron en combate.

Unas se comieron la alfombra, otras treparon por el edredón; otras decidieron dar buena cuenta de la consola. Unas más se escondieron en los cajones de la mesilla de noche.

Cuando la hormiga lunática alcanzó la almohada de la cama, el hombre todavía respiraba.

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Dandy Aguardaba en una plaza pública cuando le vi aparecer. Dandy. Chaqueta crema, pantalón del mismo color, zapatos blancos de rejilla. Corbata llamativa sobre una camisa azul cielo. Resultaba insultante admitir esa sonrisa fresca en un mundo desasosegado y en ebullición. Así que le dije : — ¿No le da vergüenza pasearse haciendo ostentación de felicidad? Bueno. Esta es su filosofía. ¿Admira usted ese edificio? Juraría que contiene rasgos imitadores del barroco. ¿Sabe el tiempo que costó levantarlo? ¿Sabe la cantidad de horas de estudio y de trabajo? ¿Sabe de acarreos, nóminas, penalizaciones, accidentes, discusiones con los proveedores y de impagados? ¿De permisos del ayuntamiento, de pólizas mal pegadas? No, usted no sabe nada de eso. Yo, tampoco. Por eso soy feliz. Porque está ahí para mi disfrute sin exigirme ahora, como antes, ningún esfuerzo. Mire este jardín. Ahí tiene usted a ese pobre hombre. Fíjese en su trabajo: bajo este espantoso sol arranca las malas hierbas o poda el césped con esa maldita máquina que rompe los tímpanos. Cuando florezcan las plantas, ¿quién cree usted que disfrutará del jardín? ¿Ese pobre hombre? Pues, no. Lógicamente, yo, señor. Vendré por la mañana, me sentaré bajo una palmera y contemplaré la orgía multicolor de las rosas y de los tulipanes. Y todo sin ningún esfuerzo personal por mi parte. Por eso soy feliz. Y cuando veo a una hermosa mujer por la calle, después de ese fogonazo lúdico que supone una apetencia de desorden sentimental, me doy cuenta de la cantidad de problemas que eludo al evitar abordarla. Por eso soy feliz. Porque ella se prepara para que yo la admire. Y la poseo en un momento, sin galanteos ni esfuerzos, 107


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con la ventaja de que al no darse cuenta ella de la profundidad de mi mirada no puede solicitarme ninguna exigencia ni reclamarme ningún sentimiento. Y cuando leo un libro, ¡ay, caro amigo!, ¿hay mayor goce que saber cuántos sufrimientos y cavilaciones, esfuerzos baldíos e incomprensiones ha padecido el autor para hacerme pasar a mí un rato agradable? Por eso soy feliz. — ¿Y los demás? —le he preguntado— ¿Qué hace usted por los demás? — ¿Quiénes son los demás? —me ha respondido indolente. — Los demás somos este señor, aquel otro, yo mismo, toda la gente que le rodea. — ¡Ah, mi desconocido y tonto amigo! Los demás no existen si no hacen algo que me interese.

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El Indiano La mujer corre a la corresponsalía de mar. Ordena el pago del pasaje. Muestra orgullosa la dirección recientemente recibida. El indiano aparece semanas más tarde con los bolsillos vacíos. La carne flaca, una cuchillada en la mejilla, los ojos fríos y dolidos. El hijo mayor dice: qué bueno, ya viniste. —o— La mujer llena de besos al indiano en el muelle del puerto. El indiano hace por separarse de la mujer. La madre no quiere separarse del indiano. — No tengo maleta, madre —confiesa sin vergüenza el indiano. La tormenta la tiró por la borda. Se la tragó el mar, piensa el hermano. —o— La mujer tiene dos hijos. El mayor lleva el colmado. El menor es el indiano. No tiene marido la mujer porque murió hace años. La mujer ha llorado demasiadas noches por el hijo perdido. Ha rezado a todos los santos incluidos los de nombre olvidado. —o— La mujer está exultante, se muestra contenta. Cuenta la nueva en la plaza, lo anuncia en el mercado. El mayor dice al indiano: — ¿Qué sabes hacer que hayas aprendido? El indiano es taciturno. Parece todo menos asustado. 109


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—o— — ¿Cómo te fue la vida? —le pregunta otra vez el hermano. El indiano nunca mira de frente. No desvela su vida pasada. La madre dice a su hijo mayor: — Trabajará contigo en el colmado, como dos buenos hermanos. — Madre lo que usted ordene —acata con respeto el hijo mayor. —o— El hermano mayor lo abrirá una semana. Y el indiano lo cerrará. El indiano lo abrirá a la siguiente. Y el hermano lo cerrará. — Ha venido el de mis besos esperados —dice la madre contenta a sus vecinas. El hermano mayor no recuerda, si es que acaso lo tuvo, el último de sus besos. —o— El hijo mayor abre puntualmente el negocio. El indiano nunca abre el colmado. El hijo mayor cierra puntualmente el negocio. El indiano nunca cierra el colmado. El hijo mayor atiende a los clientes. El indiano bosteza cuando no se duerme. — Ha venido el de mis sueños soñados —confiesa la madre a las vecinas. —o— El indiano nunca ordena las mercancías del colmado. Nunca repone las faltas. Nunca barre la entrada. El hijo mayor ordena minucioso el colmado. Conoce mayoristas y proveedores. Adecenta las estanterías, saca brillo a la entrada. 110


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— Ha venido lo que más quiero en el mundo —dice la mujer a las vecinas. —o— El hijo mayor trabaja duro por las mañanas. El indiano aparece cansado a media mañana. El hijo mayor trabaja duro por las tardes. El indiano aparece aburrido tras la larga siesta. El hijo mayor se sienta y anota las cuentas. El indiano vacía el cajón para pagar sus propias deudas. Nunca hace cuentas. — ¡Pobrecito! —dice la madre a las vecinas— ¡Ha sufrido tanto lejos de casa! —o— El indiano es jugador. Le pierden las timbas de madrugada. El indiano porta siempre navaja de cinco dedos en el bolsillo. El hijo mayor odia el juego. Enloquece en silencio. Ha pensado marcharse de casa. — Me faltaba un hijo y ahora ya tengo los dos. ¡Qué feliz soy! —o— El hijo mayor se acuesta temprano por las noches. El indiano se acuesta tarde cuando se acuesta. El hijo mayor nunca falta a la sopa caliente de la cena. El indiano nunca cena en casa. Las noches son alegres para el indiano. Cada vez más sombrías, cada vez más confusas, las del hermano. — Estaba enjuto de carnes y miren cómo mejora —dice con orgullo la mujer. —o— El indiano se ha hecho pendenciero. 111


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Apesta a alcohol a las tantas que son siempre más de las cuatro. El hijo mayor le oye llegar. Quisiera levantarse, pararle los pies. Romperle la cara. Se contiene. En el cuarto de al lado duerme la madre su sueño dorado. —o— El hijo mayor va para meses que no habla al indiano. El indiano desprecia al hijo mayor. El hijo mayor apenas habla ya con su madre. El indiano elude las coincidencias. El hijo mayor entra en la corresponsalía marítima. El indiano sigue buscando en el cajón del negocio el dinero que otros le apremian. —o— El hijo mayor decide ocultárselo a su madre. Cerrará despacio la puerta. Se irá lejos sin maleta. El indiano gana a la baraja menos de lo que apuesta a los dados El indiano cuando pierde vomita en la escalera. La madre, lo recoge cariñosa y lo adecenta. —o— El hijo mayor medita su desconsuelo. Si para ser amado hay que estar fuera, también él se irá lejos. Cuando cierra esa tarde el colmado se despide de las paredes en silencio. Igual no vuelve más. Igual nadie pregunte jamás por su ausencia. Se excusa en la cena, la galerna fatiga la cabeza. —o— La madre intuye que algo importante sucede. 112


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Nota los ojos húmedos del hijo mayor al desearle las buenas noches. Nota sus dientes apretados cuando se encierra en su cuarto. La mujer recoge las cosas del vasar. Reza porque amaine la tormenta. Gracias a Dios ya está el hijo mayor en la cama. —o— La mujer no puede dormir. Quiere levantarse mas no se atreve. Le asusta el sigilo del hijo mayor al abandonar esa noche la casa. Ha notado la falta del cuchillo de cortador. Lo guardó ayer, está segura, en el cajón de la cocina. Lo ha buscado sin resultado. —o— La mujer sabe que los silencios envejecen el alma. Se esconde angustiada bajo la frazada. Teme que esa noche vuelva sólo un hijo. Teme que no vuelva ninguno. Teme que vuelvan los dos. Teme que suene el timbre de madrugada.

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Juntos en este pueblo de bucaneros Imaginemos juntos que en este pueblo de bucaneros fuimos presos del destino para siempre presos. Cuando las aguas partidas dejan que nuestro buque negro horade la tarde y el práctico retorne a su aburrimiento quizá debieran solidificarse nuestros pies encima de esta roca. Quizás. Para consuelo de aquellos que siendo más jóvenes desconocen que tras el grito angustioso de las gaviotas chapotea inexorablemente el tiempo. Dieron menos cuarto las seis de un día de diciembre cuando el barquero maldijo a los malos marineiros.

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La furgoneta UNA FURGONETA COMIENZA A CIRCULAR SOLA SIN CONDUCTOR. Un par de chispazos. Un susto de muerte. Irrumpe en la acera. Tropieza con una farola. Acosa a los peatones. Empieza a saltar por el jardín. En el roce del estanque se desequilibra. Retorna a la calzada. El conductor de un autobús municipal se adelanta valiente. Deja a los usuarios atónitos pegados a los cristales. Dice: déjenmela a mí que yo la domino. Déjenmela que de joven fui el maletilla de las largas cambiadas. Un experto. Un auténtico profesional. Se coloca delante de la furgoneta y hace un quiebro. Amaga por la izquierda saliéndose por la derecha. La engaña con el extintor antes de estrellarla finalmente contra un árbol. Preguntado en el telediario de las nueve, un mecánico muy entendido en la materia, de esos insolidarios con el resto porque no han robado todavía el negocio al patrón, dice que hay que disculpar el extraño comportamiento de las furgonetas en días de luna nueva. La luna nueva, filosofa el buen hombre algo aturdido por el calor de los focos, genera siempre muy pésimos contactos.

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Elecciones municipales A Lorenzo le hicieron alcalde porque no quedaba más remedio o porque no había otro que quisiera serlo. Cierto que había acudido un tiempo a la escuela y sabía juntar incluso las letras y formar con esfuerzo algunas palabras. Cierto que se aventuraba a firmar a veces, después de una pausa larga para aparentar que los leía, los papelotes de la Caja. Preguntaron a uno, preguntaron a otro y así hasta veinte o veinticinco. Uno dijo que tenía dolido el vientre y otro que molido el costillar. Uno dijo que la próstata le molestaba y otro que le sangraba la fístula por atrás. Cuando tocó el domingo de elecciones, estaba de pastoreo en los rastrojos, levantando polladas de perdiz y buscando la liebre encamada, pensando seguramente que las mellizas nacidas en el campo son siempre del pastor y nunca del amo y que los lechazos de churra son más sabrosos que los de esas ovejas cara boba israelíes que estropean la cabaña. Cuando el secretario de mesa dijo lo que tenía que decir, el Arañas, que en domingo más parecía amo que criado, arrancó el todo terreno amarillo del señorito y salió disparado hasta la orilla de las yeseras; allí después de machacar el silencio con tres bocinazos hizo altavoz con las manos para llamar la atención de Lorenzo. — ¡Eh! —le reclamó a gritos desde el borde de los cascajos, para no empolvarse el pantalón— Que te vengas para aquí. — ¿Qué? —interrogó Lorenzo al aire, encogiéndose de hombros. — ¡Que te acerques, coño! — ¿Y que se me ha perdido ahí? — Lo que no encuentras en otra parte. Así que baja, coño. — Ya voy —dijo Lorenzo. Dejó la frazada en el suelo, llamó al 116


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perro negro y se vino. Nacido rubio entre morenos, de piel delicada entre hombres de rostro curtido, a Lorenzo la epidermis se le enrojecía como un cangrejo de río al principio del hervor, por eso salía al campo envuelto en chaquetas y ropillones, embozado todo el año, aunque la calor aplomara en julio y en agosto. El Arañas se puso a fumar apoyado en el chasis del automóvil. — Enhorabuena —le dijo a veinte metros—. Ya eres el alcalde. Lorenzo, dijo: — Bueno. — Has salido elegido —insistió el Arañas. — Bueno. — Ya eres la autoridad. — Bueno. — ¿Sólo se te ocurre decir eso? —le gritó entonces el Arañas, sorprendido de su comportamiento. — ¿Qué tengo que decir? — ¡Qué sé yo! Qué estás contento. — ¿De qué? — ¿De qué va a ser! ¿Has salido, no? Ha ganado tu candidatura. Eres el alcalde, cojones. Un tipo importante. El que va detrás del Santo en la procesión del Corpus. Además, te llevas al Manco, al Aurelio, al Soberbio y a la Martina. Tienes mayoría porque sois más que la oposición. — ¿Qué oposición? — La del Augusto. ¿O no sabes tú que el Augusto iba en la otra lista? — ¿Qué lista? — ¡Hostia! ¿Estás tonto Lorenzo? Tu encabezabas una lista y el Augusto la otra. Y no había una tercera porque no da para más. Si ganabas tú, salías alcalde; si ganaba el Augusto, pues salía alcalde él. ¿Lo entiendes ahora? — Bueno. 117


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— Qué bueno ni coño. O lo entiendes o no lo entiendes. — Lo entiendo. — Las cosas son así. Eso es la democracia. Se necesita un alcalde. Pues se elige. Se elige y se vota. Hay que votar. Se echa un papelito en una urna. El que más papelitos obtiene, ese es el que gana. — ¿También he votado yo? — No, pero como si lo hubieras hecho. — ¿Y por qué no he votado yo? — Porque no hacía falta. — ¡Ah! Lorenzo pareció reflexionar un momento: luego, preguntó: — ¿Y por qué no hacia falta? — Porque había un consenso. — ¿Y si no he votado yo por mí, quién ha votado por mí? — insistió Lorenzo. — Vamos a ver si te lo explico que pareces tonto —dijo el Arañas, en tono condescendiente, echando el humo al aire—. Hay un consenso. ¿Sabes lo que es un consenso? Un consenso es que hay que sacar un alcalde y unos concejales. Y hay que sacarlos por cojones. Entonces, unos votan a uno y otros, a otro. Los que van a votar a uno no votan al otro, porque entonces se rompería el consenso. Y se armaría una buena. Todo hay que hacerlo legal. Hay que rellenar unos papeles. Viene el secretario, cabreado porque es domingo, recuenta los votos. Firma donde tiene que firmar. Y ya está. — Ah —dijo Lorenzo. — No tienes que preocuparte de nada. — ¿Tampoco tengo que ir al ayuntamiento? — Tampoco. — ¿Nunca? — ¿Qué cojones se te ha perdido allí? 118


LA FURGONETA

— Nada. — ¿Sabes acaso más que el cura? — No. — ¿Y más que el señorito? — Pues tampoco. — ¿Y que el secretario? — Digo que no. — ¿Entonces? — Ya. — ¿Qué quieres, complicarte la vida? — No. — Tú sólo eres el alcalde. Y ya vale. ¿De acuerdo? — De acuerdo. — Además, si eres alcalde es porque ha ganado tu partido. Que tú poco vales para estas cosas. — ¿Qué partido? — El tuyo, coño. — ¿Cuál? — ¡Y yo qué sé! El que gana en la provincia. — ¿Y quien ha ganado en la provincia? — Hasta mañana no se sabe. — Entonces —dijo Lorenzo cayendo en la cuenta— hasta mañana no soy de ningún partido, pero mañana ya soy de uno. — Eso es. — ¿Y el Augusto? — El Augusto ¿qué? — ¿De qué partido es el Augusto? — Del que pierde. — ¿Y cual es ese? — El que ha perdido. — ¿Y lo sabe él? — ¿El qué? 119


LUIS Mª ALFARO

— Que ha perdido — ¿Para qué necesita saberlo? Entonces, Lorenzo se volvió hacia la ladera y pegó cuatro silbidos locos. Al punto, apareció el Augusto con su mastín marrón y la perra lista. Era alto y desde la distancia parecía como un cayado tieso brotado entre cardizales. — ¿Qué pasa? —gritó desde la lejanía. — Que has perdido. — ¿El qué? — Que tu ibas en una lista y yo en otra —gritó Lorenzo. — ¿Qué? — Que tu ibas en una lista y yo en otra. — ¿Qué? — Que te jodas. Que soy el alcalde. Que me lo ha dicho éste. — ¡Anda ya! ¿Y para eso molestas? —dijo el Augusto antes de desaparecer de nuevo por entre los zarzales y el camino. — Creo que no lo ha entendido —dijo Lorenzo. — Bueno —dijo el Arañas. — Le cuesta coger las cosas. — Sí que le cuesta, sí. Estuvieron un rato en silencio. Luego, el Arañas dijo: — Falta una hora todavía para que den el primero. — Pues detrás del primero viene el segundo. Y hoy es domingo. — Sí que es domingo, sí —convino el Arañas. — Ya —dijo entonces Lorenzo—. Me voy a abrevar, que tengo una anunciada y no sea que venga revuelta. Y agachándose, cogió un canto del suelo, lo lanzó al perro, gritó ¡toba, toba, vamos, vamos!, dio la espalda al Arañas y regresó a la cabecera del rebaño.

Pasadas las diez 120


ELECCIONES MUNICIPALES

Viernes pasadas las diez, acabado el telediario, ella se arrebuja alrededor de él y muy melosa le dice luego de un rato: — Duérmete, amor mío, que voy a trabajar esta noche la tesina. Que me urge el tiempo y voy con retraso. — Entonces, ¿no salimos esta noche? — No, cariño. Viernes pasadas las diez, la tele está aburrida. Últimamente no echan ninguna película decente. Le dice él a ella: — Duérmete, cariño, que tengo que dar consistencia esta noche al informe del banco, que me desconcierta como queda. — Entonces, ¿no salimos esta noche? — No, cariño. Ella coge el cartapacios y los folios de la tesina. Está contenta. Él toma los folios del informe y la cartera de cuero. Está contento. Silba. No lo puede ocultar. Ella sale en silencio de su casa, cierra con cuidado la puerta de la escalera y desciende al piso de abajo. Respira un poco agitada. Su marido mira el reloj. Luego, se apresta presuroso, se da ese toquecito necesario en el cabello y un poco de olor en las axilas. Sale cerrando muy despacio la puerta. Mira hacia abajo. No da la luz de las escaleras. Baja con sigilo. Tiene zapatos de suela y no quiere que le delaten. Él sale en silencio de su casa, cierra la puerta ayudándose de la llave para no molestar a los vecinos, camina de puntillas por la escalera y sube al piso de arriba con la cartera de cuero en la mano. Su mujer deja las cosas que estaba haciendo, aparca los guantes de goma en la fregadera, se prepara. Le falta todavía un poco de color en las mejillas. Está nerviosa, excitada. Gana la escalera. Mira para arriba. Sube a oscuras. Ella abre con sigilo la puerta del piso y se guarda la llave. La deja entreabierta. Espera impaciente en la oscuridad del hall los 121


LUIS Mª ALFARO

pasos conocidos. Se desnuda en silencio: hoy pretende sorprenderle. Nada de preparativos. Es viernes, un viernes de locura. El mejor viernes de la vida. Empuja él con sumo cuidado la puerta. Introduce primero un pie y luego la cabeza. Deja la cartera en el suelo. Y dice en voz muy baja: — Ya estoy aquí, cariño mío. Ella entonces se le echa nerviosa en los brazos, se llenan de besos, se aman de pie. Luego, enciende él la luz y ve la sorpresa reflejada en los ojos de su mujer. Y dice enfadado: — No me jodas, Valentina ¡Que te has vuelto a equivocar de piso!

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ELECCIONES MUNICIPALES

La reina del baile. La señora, de edad avanzada, estaba tumbada boca abajo, en mitad de la acera, desorientada, sangrando aparatosamente. Vestía de blanco, con sencillez no exenta de elegancia, blusa, pantalón y zapatos. Tenía una herida abierta en la ceja izquierda, por donde manaba la sangre en abundancia y otra en la nariz. Había perdido las gafas, que estaban en el parterre del árbol próximo. Fui el primero en acercarme. — Me he caído —dijo ella, con una voz suave, casi imperceptible—. ¡Qué tonta! ¡Me he caído como una tonta! — ¿Se encuentra bien? — Me duele mucho. Recobró una cierta serenidad al saberse atendida. Intentaba contener las hemorragias con un pañuelo sin duda alcanzado de su bolso, abierto en el suelo. — Venga, le ayudo a ponerse en pie. — No puedo. — Animo. Apóyese en mí. — No puedo. — Un pequeño esfuerzo, mujer. — Me voy a poner perdida. — Pero así no puede estar. Tumbada y mirando al suelo va a perder más sangre. — ¿Que ha pasado? —preguntó acercándose un hombre, crispado de cara y casi sin pelo, con la piel muy pálida, como si se ocultara del sol. No podía contener sus ademanes enérgicos. Parecía acostumbrado a mandar. — Me he caído —dijo la mujer. — Se ha caído —dije. — Ha tropezado seguramente con este pliegue de la acera — dijo el hombre enérgico señalando el desnivel de un par de adoquines de la acera. 123


LUIS Mª ALFARO

— Me he caído —dijo la mujer—. ¡Estoy tonta! El pelo de peluquería, blanco, limpio. La piel bastante lisa para su edad, casi sin arrugas. Domingo. A la hora de salida de la misa del mediodía. Su pantalón estaba moteado de gruesos lamparones de sangre, y raspado y sucio por las rodillas. La blusa recogía también las señales del accidente. Efectivamente, había un pequeño desnivel en la acera. Quizá la necesidad de expansión de las raíces del árbol había resquebrajado el suelo. — Hay que denunciar la desidia municipal —dijo el hombre crispado. Se le veía molesto, con ganas de hacerse notar. — ¿Cómo se encuentra? —pregunté a la mujer. — Mal —me dijo la señora. — Está sangrando una barbaridad. No mire al suelo, abuela — dijo otro hombre—. Si mira al suelo es peor. Mire al cielo. Mejor sentada que tumbada. Eso es. Entre los tres podemos sentarla aunque sea en el suelo. — ¿Tienen un pañuelo para dejarme? —preguntó la señora— . El mío está empapado. — Un pañuelo, por favor —dijo el hombre crispado—. Rápido que la señora pierde mucha sangre. — Sí, sí —dijo una joven que acababa de llegar, y le entregó un paquetito abierto de pañuelos de papel. — Si lo quiere de tela, le dejo el mío —dijo otra mujer. — Muchas gracias —acertó a decir la señora—. Me basta con estos. — Estamos para ayudarle. — Somos todos humanos —dijo la señora. — Así es —dije. — A cualquiera le puede pasar un accidente —dijo la joven— . Lo mismo a mayores que a jóvenes. A cualquiera. — Es culpa del ayuntamiento. El ayuntamiento debe de cuidar más de las cosas públicas —insistió el hombre crispado, mo124


PASADAS LA DIEZ

viendo enérgicamente las manos—. Todos los días hay cartas de protesta en el periódico, pero el ayuntamiento ni se entera. Sólo interesan las inauguraciones y las reuniones de sociedad. — Estoy poniendo la acera perdida —dijo la señora como disculpándose. — No se preocupe usted por eso —dije. — Me he caído como una tonta. — Está usted muy mal —dijo un hombre acercándose. — A usted le he manchado la camisa —se disculpó la mujer mirándome. — No importa. — Y el pantalón. También le he manchado el pantalón. — No se preocupe. — Y los zapatos. — ¿Alguien tiene un teléfono móvil? —pregunté. — Yo, no —dijo el hombre—, pero igual esta señorita, sí. — Sí, yo llevo uno —dijo la aludida, buscando en su bolso. En dos o tres minutos se había formado el corro de entendidos. Una mujer, dijo: — Hay que llevarla a urgencias. Estos golpes nunca se sabe cómo acaban. — Lo peor es que tenga algo interno. — Ha sangrado exageradamente. No hay más que ver el charco del suelo —dijo otro. — Eso no presagia nada bueno. — Este calor tampoco es sano. — Lo que hay que hacer es denunciar al alcalde —anunció el hombre crispado. Rondaría los cincuenta. No era demasiado alto. Se volvía a la gente para explicar los pormenores del suceso. Se sabía importante. Señalaba a los recién llegados con vehemencia los dos adoquines cercanos al árbol—. Ya está bien de marear la perdiz con grandes obras faraónicas, cuando las aceras están todas 125


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de pena. Esto de aquí no es nada. Casi todo el paseo está igual. Hoy le ha pasado a esta señora, pero mañana puede pasarle a cualquiera. Pienso que hay que denunciar al ayuntamiento. Ya está bien. — Los bancos están rotos y las calles sucias —dijo alguien. — Además —corroboró el hombre crispado. — Cuando necesitas un guardia nunca aparecen. — Nunca la ciudad ha estado peor. — Esto es desidia municipal. — ¿Y que me dicen ustedes de los jardines? — Una vergüenza —dijo otro. La señora, dijo: — Les estoy causando demasiadas molestias. — No se preocupe —dije—. Ya ha sido avisada la ambulancia. Lo ha hecho esta señorita. ¿Se encuentra mejor? — Sí. Gracias —dijo la mujer y se dirigió a la del teléfono móvil— . También a usted. Igual le ha costado dinero la llamada. Si me acerca el bolso se lo pago. — Por Dios —dijo la del móvil—. No faltaba más que eso. — Lo siento de veras. — Usted denuncie al ayuntamiento, no se olvide de hacerlo, porque si todos nos callamos las cosas no mejoran —dijo el hombre crispado. — Como que cualquiera puede caerse —dijo otra mujer, con pantalón de chándal y zapatos deportivos—. Lo mismo te tropiezas con ese pliegue. — Allí hay otro más profundo. — La ambulancia llega enseguida —dijo la joven del móvil. — Vamos, lo mejor es que intente ponerse en pie, señora — dijo otro de los recién llegados. — Un pequeño esfuerzo y lo consigue —dije. — Usted sujétela bien —dijo el recién llegado—, no sea que 126


LA REINA DEL BAILE

se caiga de nuevo. — No, no —dijo la joven del móvil—. Me han dicho que no la movamos. — Tengo ochenta y ocho años —dijo la señora sentada en el suelo—. Y cuatro biznietos. — ¡Qué tontería! —dijo el enjuto— Estará mejor de pie, digo yo. — No los aparenta —dijo otra señora complaciente. — Ya quisiera llegar a su edad como está usted —dijo otra. — De pie se contiene mejor la hemorragia —dijo la mujer que se acompañaba de un perro negro de orejas pequeñas y tiesas y un ojo blanco. — ¿Necesita más pañuelos? — No quieren que la movamos por si necesita collarín. — La señora está bien —dijo el recién llegado—, sólo que aturdida por el golpe. No hay más que verla. — Gracias —dijo la señora, tomando otro paquetito de pañuelos de papel. — Venga —dijo el crispado—. Vamos a moverla. — No hay de qué. Hice cuanto pude, pero la señora se venció casi cuando ya recobraba la verticalidad. Volvió a hincarse de rodillas a pesar de mi esfuerzo. — Le ha sujetado usted muy mal —dijo el crispado, con cierto genio—. Así no se hace. Debe cogerla por las axilas. No es tan difícil. Sin miedo. No crea que vaya a hacerla daño. Es cuestión de maña más que de fuerza. — Igual tiene rota la cadera. Tenga usted mucho cuidado — me dijo uno de los transeúntes—. A las personas de edad les sucede a menudo. Es su punto más débil. — Cosas de la osteoporosis —dijo una entendida—. Falta de calcio. Por eso anuncian las leches reforzadas y los yogures. 127


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— Me espera una amiga en el Hogar del Jubilado —confesó la señora en voz baja, intentando limpiarse de nuevo la sangre de la cara—. ¿Saben dónde les digo? El que está en los soportales de la casa marrón. — Ya. — Si se ha dado con la cabeza en el suelo tendrán que hacerla un escáner para comprobar su trascendencia. — ¿Alguien ha avisado ya a la ambulancia? —dijo otra mujer, recién llegada. Parecía muy nerviosa. — Sí. — Usted no está en condiciones de acudir donde su amiga — dijo el crispado severamente—. Hay que denunciar al alcalde. Cada palo que aguante su vela. Ahora cuando venga la ambulancia les dice que quiere formular una denuncia. Aquí estoy yo para servirla de testigo. ¿Usted también irá de testigo, verdad señor? — Sí —dije. — Se van a enterar en el ayuntamiento. — Hay que llamar al ciento doce. ¿Han llamado ustedes al ciento doce? —dijo una mujer acercándose. — Sí —confirmó la chica del móvil. — Lo primero, llamar al ciento doce —insistió la mujer nerviosa. — Porque usted estaba ya aquí cuando llegué yo. — En el ciento doce coordinan las urgencias. Distribuyen las ambulancias. Lo hacen muy bien. Son auténticos profesionales. — Este paseo es peligroso porque hay muchos tramos en que la acera está muy levantada. — Ni que lo diga usted. — Ochenta años dice la señora que tiene. — Ochenta y ocho —corrigió una señora que estaba en el corro. — Mi madre tiene ochenta y está impedida y en silla de ruedas. — Tiene la cabeza perfecta. 128


LA REINA DEL BAILE

— Es admirable. — ¿Qué ha pasado? — Este señor ha sido el primero, pero enseguida he llegado yo —dijo el crispado, poniéndose otra vez en el medio. — He sido el primero en socorrerla, sí —dije. — Entre este señor y yo la hemos atendido en seguida —recalcó el crispado—. Otros igual se hubieran marchado para eludir responsabilidades, pero esto señor y yo estamos aquí para denunciar lo que haya que denunciar. — Las raíces de los árboles levantan los adoquines —dijo uno. — ¿Han llamado al ciento doce? —insistió otro al acercarse. — La señora. Que se ha caído. — Es que estos árboles son enormes para unas aceras tan pequeñas. — Basta con dos testigos —dijo el crispado—. Con nosotros dos, basta. Se van a enterar. Esta señora está dispuesta a denunciar al ayuntamiento. Y yo y este señor vamos a ir de testigos, porque somos ciudadanos responsables. — ¿Es grave lo de la señora? —preguntó uno. — ¿Le duele la cabeza? — ¿Está algo mareada? — ¿Necesita ayuda? — Si toma usted alguna medicación especial, recuerde decírselo a los sanitarios. Aunque no se lo pregunten. — Esto está muy peligroso. — Sobretodo la tensión. La tensión es muy importante. — Y eso que hoy ha salido el día precioso. Con lluvia ni les cuento. Se vuelve el paseo realmente imposible. — Pero hace mucho calor. Y eso no es sano. — Vamos a ir de testigos con la señora. Hay mucha gente que le fastidia tener que ir a declarar o a firmar unos papeles. Piensan que es una pérdida de tiempo. Lo comprendo —dijo el crispado 129


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en tono divulgativo—. Nadie quiere obligaciones. Pero como ciudadanos las tenemos. No se dan cuenta que aunque suponga unas pequeñas molestias es la única manera en realidad de hacer valer todos nuestros derechos. — Tengo ochenta y ocho años —insistió la mujer—. Y cinco hijos. Dentro de dos años hago noventa. — Se conserva usted de maravilla —dijo la del chándal. — Y cuatro biznietos. — Qué contenta tiene que estar. Los niños son una bendición. — Pero ya ve usted qué tonta. Cómo me he caído. — Los niños, de visita. Por las noches, para sus padres —dijo la mujer del perro. — Ande, límpiese de nuevo la frente. La tiene muy sucia. — Si necesita más clínex le doy otro paquete. — Muchas gracias. Cuántas molestias. ¿Tiene alguien un espejo? Me gustaría verme en un espejo. Tengo que estar hecha un adefesio. — Está usted muy guapa. — Sólo uno de mis hijos vive aquí. Pero hoy no está en casa. Los otros están fuera. — Si necesita testigos, nos tiene a nosotros —insistió el crispado en voz muy alta, como si necesitara ser escuchado por el grupo de personas—. A este señor y a mí. A nosotros dos. Para lo que quiera. — Ochenta y ocho años, nadie lo diría. — No, no. Es mejor que no se mire hasta que le hagan la cura. — Con lluvia el suelo se vuelve todavía más resbaladizo. Menos mal que hoy no llueve. — ¿Estoy tan mal? — El polvo al humedecerse también hace que se forme una pista de patinaje. — Estos árboles que son enormes. Tienen un montón de años. 130


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Ya estaban cuando este barrio era una ciénaga. Una ciénaga llena de mosquitos. Yo los he conocido de toda la vida —dijo un hombre calado con una visera a cuadros. — Aquí había una fábrica de gas —le contestó un hombre de tripa exagerada y voz fuerte—. Yo de pequeño venía a coger las canicas sobrantes de las botellas de gaseosa. — Muchas gracias —dijo apenas la señora—. Son muy amables. — Ni un celador municipal —dijo el crispado—. ¡Ja! Si se llega a celebrar un mitin o una carrera popular esto estaría repleto de policías. — Me acuerdo. Yo también lo hacía. Y a cazar ranas con un trapo rojo. — En el ciento doce coordinan las urgencias. ¿Seguro que ha llamado usted al ciento doce? —insistió la señora del perro. — ¿Cazaban ustedes ranas con un trapo rojo? —dijo una mujer de gafas oscuras y los dientes algo salidos, interesada por la conversación de los dos hombres. — ¿Qué ha pasado? — Seguro que he llamado correctamente —dijo la chica—, no sé por qué usted lo pone en duda. — ¿Y qué le han dicho? — Y barbos con una caña cortada del juncal. — Pues ya ve. La señora que se ha caído. — Deberíamos separarnos un poco para que tenga más aire. La pobre está un poco como aprisionada. Deje de mirar al suelo, señora. Mire al cielo. — Aire, lo que necesita ahora es aire. — Aquí ya hay mucha gente, ¿nos vamos vida mía? — Ese golpe en la nariz posiblemente le deje marca. — Está muy bien para su edad. — Cómo coordina. Es admirable. 131


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— Venir hasta aquí era como salir de safari, no se crea. Toda una aventura. Era como ir en busca de las minas del rey Salomón. Peor. Había más mosquitos que en todo África. Gordos, enormes. Cuando subía la marea cambiábamos las katiuskas por las botas de goma. — Ya sangra menos. — Menos mal. — Espera un poco. Igual nos necesitan. — Que no la levantemos. — Venga, vámonos. — Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Intercambiábamos canicas los sábados por la tarde —dijo el exagerado de tripa. — La antitetánica. Le tendrán que poner la antitetánica. Como medida de seguridad, porque le puede entrar cualquier cosa. Siempre lo hacen. — ¿Usted cree? — Y tebeos de Diego Valor. Me acuerdo de las sillas voladores y de los marcianos verdes. — ¿Cómo está de ánimo, señora? — Bien, gracias. Muy agradecida a ustedes. Son ustedes muy buenas personas. — Se va a curar enseguida. — Me esperan en el Hogar del Jubilado. El tren pitó para anunciar su salida del túnel. — Los que vivan aquí tienen que estar hasta las narices. — Usted será de mi quinta. ¿Cuántos años tiene, si no es indiscreción? — Sesenta y cinco. — Yo, sesenta y cuatro. Para sesenta y cinco. Los hago en septiembre. — Pues si no la levantamos puede ahogarse —dijo el enjuto. — En cuatro minutos que estaban aquí. Pero ya han pasado lo menos seis. Y no se oye la sirena por ninguna parte. 132


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— Seguro que luego aparecen dos. — Pues a cien metros está el ambulatorio. — Bueno, parece que ya se encuentra mejor. — Puede ser sólo apariencia. Hay que tener cuidado con estos golpes. — Los domingos el ambulatorio está cerrado. — Vamos, cariño, que aquí no hacemos nada. — O tres. — Pónganla de pie —dijo un hombre. — La pobre está muy pálida. Pero es porque ha perdido mucha sangre. Sujeté a la mujer de nuevo por las axilas. Pesaba lo suyo. La mujer mantenía un pañuelo de papel en la cara. — La hemorragia puede ser interna o externa —dijo un entendido—. ¿Sangra usted por la nariz? — Está usted también poniéndose perdido. — No sé —dijo la señora. — Tiene un golpe serio en la nariz. ¿Respira usted bien? — ¡Pobrecita! —dijo una señora piadosamente— Encima hoy es domingo. Seguro que salía usted de misa. ¡Pobrecita! — Me gusta esta misa —dijo la señora—. El cura es muy amable y dice las cosas muy bien. — Había canicas de cristal, todas de un mismo color. Verdes. Los sábados nos poníamos morados de coger canicas verdes. — ¿Está nerviosa? ¿Algo mareada? ¿En qué puedo ayudar? — Había quedado con una amiga —dijo en voz muy baja la señora. — Es culpa del ayuntamiento —dijo el hombre crispado, molesto porque nadie ya le atendía—. Los barrenderos pasan por aquí todos los días. Coño. Ellos saben que las aceras levantadas son peligrosas. Y que por aquí pasea mucho personal mayor. Hoy se ha caído esta señora, pero mañana puede ser otro cualquiera. — Tranquila. Si quiere que avisemos a su amiga lo haremos. 133


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Pero usted no pierda la calma. El ponerse nerviosos no ayuda nada. Lo importante es estar tranquilos. Eso es. No perder la calma. — Puede levantarse tranquilamente a la señora. No hay fracturas aparentes. No va a ser necesario ningún tratamiento especial. — ¿Se acuerda de las canicas cubanas? Costaban cinco canicas verdes. — ¿Es usted médico? — Se ve que son golpes superficiales. Recuerde decir a los sanitarios las medicaciones que toma, especialmente si son pastillas para la tensión. Ojo. Eso es importante. ¿Cómo está usted de tensión? Sería conveniente que le tomaran también la tensión ocular. Por prevención más que nada. Igual no ha sido un tropiezo sino un desmayo. Puede pasar. Ojo. — Lo siento —dijo la señora—. Les estoy causando muchas molestias. — Me acuerdo perfectamente de las cubanas. Eran totalmente blancas, de cristal, con unos colorines brillantes. Preciosas. Muy bonitas. — Calle, calle —dijo una mujer—. Lo importante es que usted se recupere. — Tengo cuatro biznietos. Tres chicas y un chico. Ochenta y ocho años. Dentro de dos hago noventa. Una señora recién llegada, anunció: — Un hombre algo mayor se tropezó aquí mismo la semana pasada. — Estarán esperando a que la medicalizada se encuentre operativa. — Hicimos lo que pudimos, pero estaba mucho peor que la señora. Yo creo que la señora ha tenido mucha suerte. Ni comparar. — ¿Cuánto tiempo les tardó la ambulancia? 134


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— ¿Lo ve, usted? —dijo el crispado— Es culpa del ayuntamiento. Se preocupan de tonterías, pero no solucionan las cosas importantes. — Cuidado que hay cartas en el periódico con reclamaciones. El centro está muy mal, la verdad, pero los barrios peor. — Venga, cariño. — ¿Y los robos? ¿Qué me dice usted de los robos? — El otro día, aquí, en esa calle, un matrimonio se encontró con un tipo comiendo en la cocina mientras ellos estaban viendo la televisión. — ¿De verdad? Cuente, cuente. — Una eternidad. Lo mismo dieciséis minutos. O veinte. Yo creía que el hombre se nos iba en brazos. La señora ha tenido suerte. — En todas las casas con andamios para arreglar las fachadas si no atrancas las ventanas se te meten a robar. — ¿Dónde están mis gafas? Por favor, que alguien me las alcance. Una mujer se las recogió del parterre. — No puede ponérselas ahora. Tiene todavía mucha sangre en la cara. — Están muy sucias. Cuando llegue a su casa, primero desinféctelas. Estaban al pie del árbol. Y ya sabe, los perros. La señora del perro, dijo: — Los perros, no; los dueños de los perros. — Qué más da. — No da la mismo. — Guárdemelas en mi bolso, si no le importa. ¿Sabe cómo se abre mi bolso? — Está abierto. No se preocupe. ¿Ve? Las pongo dentro. — ¿Y los cochecitos pulga? ¿Se acuerda usted de los cochecitos pulga? No se ha vuelto a fabricar un juguete mejor. 135


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— Me está esperando una amiga en el Hogar del Jubilado. Se llama Fina. Fina Alarcia. Si pueden avisarla. — Lo haremos —dijo una joven acompañada por otro de su edad. — Igual en el ciento doce han tomado mal la dirección. Puede ocurrir. Igual se han ido a otro barrio. Es difícil pero suele suceder. No hay que fiarse ni un pelo. O a un pueblo de la provincia. — No hemos oído pasar a ninguna ambulancia desde que estamos aquí. — Les dabas cuerda y tenían para diez minutos. Era mi juguete preferido. — Éramos unos gamberros. — ¿Les ha dicho claramente que estamos bajo la variante? — Pues sí que es raro. — Las medicalizadas son lo mejor de lo mejor. Están preparadas para cualquier tipo de emergencia. — Oiga, ¿usted no es amiga de mi hermana Rosa? Creo que la conozco. Por lo menos de vista. — El Hogar está muy cerca de aquí. — ¿El que está enfrente del colegio? — No tiene pérdida. — Me he dicho nada más verla: ésta es amiga de mi hermana Rosa. Yo soy Marisa, seguro que mi hermana te habrá hablado de mí. — ¿Qué le ha pasado a la señora? — Que se ha caído —dijo la llamada Marisa. — Ah. ¿Y se ha hecho mucho? — Fina Alarcia. Qué mala suerte he tenido. — No se preocupe, señora. En seguida avisamos a su amiga para que sepa que usted no acude porque se encuentra indispuesta. — Por muy bien que estén dotadas si no llegan a tiempo no 136


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sirven para nada. — Ya tardan de verdad. — Se me hacía la cara conocida. — Venga, vamos. — Bah, las bombas fétidas en el gallinero del cine. — ¿Y los garbanzos de pólvora? Se los echábamos a las chicas para asustarlas. Les hacíamos saltar y salíamos pitando. — Si es un ataque al corazón ya no hay remedio. — Porque carezco de móvil si no llamaba de nuevo. Les pongo verdes. — Cuatro minutos. Qué barbaridad. — Eso me han dicho. — Han pasado por lo menos diez. — Yo llevo aquí más de cuatro. — Qué barbaridad. — No tienen vergüenza. — Hay que denunciar también a Sanidad —dijo el crispado— . Cagüenlaleche. Podía pasar una desgracia. — ¿Y los polvos pica pica? — Trabajan con prioridades, ya se sabe. Si ha habido un accidente con heridos graves, pues eso es lo prioritario. Lo de la señora es aparatoso porque la sangre siempre impone, pero aparentemente no encierra ningún peligro su vida. — ¿Usted es médico? — Voy a llamar otra vez. — ¿Cómo se encuentra? — Tenemos nuestros derechos. Y hay que exigirlos. Si usted necesita testigos aquí me tiene a mí y a este señor. Estamos dispuestos a lo que sea, aunque perdamos toda la mañana —insistió el crispado. — Algo mejor. — Lo importante es mantener la calma. — ¿Está mareada? —preguntó una mujer entrando en el corro. 137


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— ¿Verdad señor que estamos dispuestos usted y yo a testificar por la señora? —repitió por enésima vez el crispado. — Verdad. — Ya no sangra tanto. — ¿Cómo tengo la cara? — Lo más seguro es que le pongan unos cuantos puntos. — Qué mala suerte. — Tranquila, mujer —dije. — Tranquila, eso no es nada. — Es usted muy amable. Todos ustedes son muy amables. — ¿Quiere sentarse? —dijo un señor algo mayor— Hay un banco unos metros más allá. — Han dicho que no la movamos —insistió la del móvil. — Gracias por los pañuelos. Gracias a todos. — De nada, mujer —dijo la muchacha. — Intentemos de nuevo ponerla en pie —dijo el hombre que parecía el más entendido de todos. Esta vez sí. Esta vez sujeté a la mujer con todas mis fuerzas. La tomé de espaldas, hice juego con la rodilla y conseguí ponerla erguida. Tardé un rato en soltarla. Cuando comprobé que podía mantenerse por sus propias fuerzas, deshice lentamente el abrazo. — Muy bien —dijo el entendido. Se aproximó más, y miró detenidamente la ceja herida—. Dos o tres puntos. La hemorragia nasal ya está contenida. La sangre que mana proviene de la contusión en la nariz. La señora del perro, dijo: — Ya estamos muchos aquí —y se fue. — Pues mire que no le conozco a usted, fíjese —dijo el hombre de los coches pulgas— y eso que somos de la misma quinta. Yo hice la mili en el Sahara. — Fina Alvarez —musitó la señora—. Así se llama mi amiga. Había quedado a las dos en el Hogar del Jubilado. ¿Qué hora es? — Tranquila. Ya vamos a avisarla. 138


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— Es viuda. Yo también soy viuda. — Yo en la marina —le contestó el hombre de la visera. — En el Hogar los domingos preparan una paella muy rica, ¿saben? La hacen con mucho gusto. Ponen tropiezos de conejo y alguna gamba. Y mejillones de los pequeños, los de roca, que son los más sabrosos. — Yo en seco, usted en mojado. — Luego jugamos al parchís. A mí me gusta más el parchís que las cartas. — ¿No tendrá ahora apetito? — Como muy poco —dijo la señora casi avergonzada. — Pero ¿tiene o no tiene apetito? — Bebo un poquito de vino. Un sorbito. — ¿Un caldito ya se tomaría? — Sí. Un caldito, sí. — Aunque hace calor, un caldito entra bien. — Si tiene apetito es una señal estupenda. — Las dos pasadas. Casi y cuarto. — ¿Seguro que ha llamado al ciento doce? La señora se sujetó a mi brazo. — Sujéteme, por favor. Tengo miedo de caerme. — No se preocupe. No pienso apartarme de su lado. — Este señor y yo —dijo el crispado por mí— le vamos a servir de testigos de la denuncia. Porque fuimos los primeros en llegar. — Pueden contar conmigo —dijo una mujer, vestida con una bata azul. — ¿Usted ha visto algo? —le preguntó el crispado. — No, la verdad. — Entonces, no nos sirve. Cuando se oyó a lo lejos la sirena de la ambulancia, alguien dijo: — Ahora chuflan, ahora que acaban de comerse el bocadillo les entran las prisas. 139


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— ¿Ve usted cómo había llamado? — Siempre igual. Aparecen cuando casi ni hacen falta. La ambulancia alcanzó nuestra altura pero por la dirección contraria. Era de las verdes, con un juego de luces destellantes espectacular. El conductor, un joven de tez morena y modernas gafas de sol, nos hizo una indicación clara de que iba a intentar la vuelta. — Ahora seguro que se saltan el semáforo en rojo, montan toda la parafernalia y giran por donde está prohibido. — Les priva llamar la atención. Para antes de detenerse el vehículo, la mayoría de la gente se había ido marchando poco a poco. El hombre crispado, dijo a la mujer: — Recuerde formular la denuncia. Luego se dirigió a mí. — No se olvide de que firme los papeles. Se van a enterar esos del ayuntamiento. ¿Qué se habrán creído? Luego, miró el reloj, y dijo excusándose: — Se me ha hecho muy tarde. Lo siento. Lo siento de veras. Pero no puedo estarme más tiempo con ustedes aunque quisiera. Lo siento. Bueno, usted no se preocupe señora, que este señor se queda con usted para aclarar las cosas. — Muchas gracias por todo, joven. — No hay de qué abuela. Cuídese. — Ha sido usted muy amable — Pero ¿no iba usted a testificar conmigo? —dije yo. — Claro que sí —dijo el hombre, marchándose apresuradamente—, pero se me ha hecho muy tarde. Lo siento de veras. ¡Ya me gustaría, porque hay que dar caña a estos mamones! Lo siento. No se olvide de que firme los papeles. Si me necesita, llámame. — Dígame por lo menos su teléfono y su nombre —grité, pero ya había desaparecido. 140


LA REINA DEL BAILE

Bajaron los dos jóvenes de la ambulancia. Iban vestidos con chalecos reflectantes, las manos envueltas en guantes de goma. El más bajo de los dos, que debía ser médico, se aproximó el primero y con modales exquisitos preguntó a la mujer: — ¿Qué te ha pasado, cariño? — Que me he caído. Con la mano, le rozó con dulzura una mejilla. — Y te has llevado un buen susto. — Sí, señor. Le miró las heridas. — Bueno, bueno, bueno. Esto está como está. ¿Tenías prisa, cariño? — Había quedado con una amiga en el Hogar del Jubilado. — Se ha debido de tropezar con ese pliegue de la acera —dije. — Ya —dijo el médico. — Qué tonta soy. — Puede dejar ya de sujetar a la señora, que nos ocupamos de todo —me dijo el más alto, que era también el conductor. — Así que te has caído, cariño —dijo el médico—. ¿Cómo andas de tensión? — No me acuerdo. Pero muy bien. — ¿Aguantas bien de pie o notas algún dolorcito? — Aguanto. Qué joven es usted. — Igual debía denunciar la caída, ¿no? —dije. — Puede hacerlo. ¿Es usted testigo? — Pues, sí. — ¿La ha visto caerse? — Pues, no. Ya estaba en el suelo cuando me he acercado a ayudarla. — Entonces nos sirve de poco o de nada. Ya nos encargamos nosotros de hacerlo. Si no son familiares, pueden retirarse. La chica del móvil, que era la única que quedaba del grupo de mirones, hizo ademán de recoger los pañuelos manchados que se 141


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amontonaban sobre el charco de sangre del suelo. — Déjelo, no se preocupe, también nos encargamos de eso — dijo el conductor con excelente disposición. Luego, el mismo conductor tomó con delicadeza a la señora por el hombro y la acompañó a la ambulancia. El médico, dijo: — ¿Cuántos años tienes, cariño? — Ochenta y ocho —confesó la señora—, cinco hijos y cuatro biznietos. — ¿Te gusta bailar? — ¡A mi edad! ¡Qué cosas se le ocurren! — Te vamos a poner guapa, cariño, para que seas de nuevo la reina del baile.

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LA REINA DEL BAILE

La peripatética de la adolescencia chiquiyo, que no me mires las bragas

A la peripatética de la adolescencia le gusta el vino peleón y la pose de colegiala corista

tiene esa voz ronca, sinuosa y provocativa de la gente curtida por la brega diaria

unas piernas largas, nacientes donde se oculta la daga

la falda manchada como la paleta de un pintor pobre

dos lunares, un pelo rubio, alocado

el aire misterioso de muñequita de desván que amanece cansada nunca supe su nombre y nunca me importó

Por alquilarla una tarde de viernes fui expulsado sin honor de los jesuitas

esa tarde comprendí que lo mejor del honor es hacerlo desaparecer por el agujero del retrete

Los padrinos del bautizo Allá donde haya un culo que lamer, Avelino ofrece el primero 143


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su lengua. Astuto, habilidoso, de los que embarca sus problemas a los demás y siempre sale a flote. Al tanto de los últimos líos. Sabe leer aunque despacio. Y esto le otorga su importancia. Dice: todo va a peor, y lo peor de lo peor esto del campo, dentro de poco sembraremos tomillos, cuatro matojos, nadie quiere trabajar las tierras, los jóvenes se ajustan en la capital o se marchan para el extranjero, y digo que el gobierno no lo hace bien pero que tampoco mal, pero nadie en unos años va a poder vender las parcelas. Y si el río hace una revuelta aquí es porque no la hace en otra parte. Y lo que está mal no está bien. ¿O no es así? Y mucho va a costar encontrar medieros y no te digo arrendarlas. Pero esto no lo digo yo solo, pero si me lo preguntas pues preguntado está. Y si te contestó, contestado está. Y si a quien te pide le das, el día en que no te pida es que ya eres pobre. Pues a ti se te da bien, le decían y Avelino se estiraba para adelante y decía: se hace lo que se puede y si lo que se puede es mucho, pues se hace mucho. — Y si se puede poco, se hace poco, ¿no? — Natural. — Y si no puede nada, pues nada. — Tú lo has dicho —decía Avelino, y se iba a orinar al retrete del bar para gastar el agua de otros. Al atardecer de aquel día, descendió Avelino del autobús de línea con un adminículo de latón, largo, extraño. — ¿Qué es eso, Avelino? — Un catalejo —dijo él. — ¿Un qué? — Un catalejo. Para ver los barcos. — ¿Qué barcos? — Coño, los de la mar océano. — ¿Seguro que no te ha dado la insolación, Avelino? El mar 144


LA REINA DEL BAILE

está muy lejos, más allá de Palencia. — ¿Y qué? — Que no se puede ver desde aquí. —Anda, ya —dijo Avelino, y se marchó hacia su casa. El catalejo estaba viejo y usado. — Es inglés —le dijo a la mujer—. Y está en buen uso. El señor de la tienda me ha dicho que perteneció a un almirante. ¿Qué te parece? — No lo sé —dijo la mujer mientras amontonaba los platos en el aparador y retiraba el hule de la mesa. — Igual es verdad y perteneció a un almirante. — Igual. Pero está algo sucio. — A lo mejor sirvió para dirigir alguna batalla. — A lo mejor. — Y en inglés. Porque allá las cosas las escriben en inglés. A la mañana siguiente, no daban las ocho, y Avelino estaba en el desván de su casa, apostado en la penumbra, junto al boquerón. Buscaba algo con el ojo incrustado en el catalejo. Las espigas ladillas parecían enormes, los manzanos de la carretera también, las corolas nuevas de las giganteas se orientaban al sol, las amapolas orillaban los caminos. El perro del pastor salió de pronto disparado detrás del cusquejo sucio que merodeaba por la tenada, levantando un punto de polvo. Y las mariposas se cruzaban entre sí, felices y absurdas, mezclándose los colores. Avelino, como un almirante de la marina de guerra, oteaba el horizonte con la emoción contenida de un muchacho grande. El mundo era muy diferente esa mañana. Estaba muy interesado en todos sus descubrimientos. — ¿Ya? —le gritó la mujer desde el corral, con el mandil puesto y los calcetines caídos. — Todavía, no. — Pues son las ocho. — No han dado en la iglesia. 145


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— Pues poco ha de faltar Pegó de nuevo un barrido y allí en la revuelta de la carretera alcanzó al camión de la lechería. — ¡Lo veo! —dijo Avelino— ¡Ya lo veo! — ¿Viene alguien? — Aguarda un poco. Ahora va a salir a la recta. Visto. Sólo el conductor. — De acuerdo —dijo ella. Entonces la mujer abrió el grifo del corral y complementó con agua hasta el borde las dos garrafas de leche. Para la segunda semana, ya eran tres las garrafas. Las llevaba Avelino en la carretilla para cansarse menos. Uno, le dijo: — Tienes las mismas vacas que yo y te cunde el doble. — Cosas de la alimentación. — Pues yo bien que las doy cebada y paja y harina y pan. — Ponlas música. — ¿Música? — ¿No lo has oído en la tele? Las vacas con música dan más leche. El conductor del camión, le dijo otro día: — Me parece tu leche de muy poca consistencia. — Ya se sabe que la vaca cuanto más lechera menos grasera. — Ya, pero tanto. Avelino le dijo a su mujer: — Hay que hacer algo para que la leche no parezca tanto agua. — Si quieres la meo. — Pues algo habrá que hacer. Cuando Avelino detectaba por el catalejo que con el conductor viajaba el inspector, avisaba a la mujer. Entonces, Avelino en lugar de tres garrafas llevaba dos y no del todo llenas. — Tengo la Rubia con mamitis —decía entonces—. Y otra de parto. A ver si el chotillo viene bien porque es muy mala paridora. 146


LA REINA DEL BAILE

Los ardides del Avelino le fueron bien durante mucho tiempo. Y le cundió lo suficiente, porque se vistió con ropa nueva, se compró una ladera en el picazo, salió al retracto de una hectárea mal medida, renovó un pozo que tenía casi seco y hasta se hizo con un coche al que no era necesario empujar para que se pusiera en marcha. Cierto que los días de niebla espesa se obligaba a apurar hasta el final, incluso arriesgarse, porque a veces aparecía el camión de improviso. Pero lo habitual era que lo localizase sin problemas. —o— Fue un escándalo. No por sabido ni por esperado. Demasiado alto había trepado para que no rodase cuesta abajo. Más que nada por dejarse coger, con lo astuto que era. Un escándalo. El día que le cogieron no fue por su culpa ciertamente. También hay que decirlo. Había guardado todas las cautelas como siempre. Había oteado perfectamente al camión; había visto perfectamente al conductor. Y en la cabina no había nadie más. Como tantos otros días. Sólo que el inspector se había venido por otra dirección, en su coche particular. Avelino cargó las garrafas en la carretilla y se fue hacia el camión. Pero esta vez el inspector también estaba allí, detrás, oculto, con los guantes puestos y los artilugios de medir preparados en sus manos. — ¿Qué tal, Avelino? —le dijo el inspector saliendo de su escondite— Ya tenía ganas de charlar unas palabras contigo. — ¿Cómo así, de improviso? —dijo Avelino demudado de color. — Pues ya ves, buscando a los padrinos del bautizo. —o— Cuando a Avelino le quitaron el cupo de la leche, tuvo los arrestos suficientes para mirar a todos de frente sin ponerse colorado. 147


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Tampoco abandonó los corrillos. Y no dejó de tomar el café de las tardes y el vermú del domingo. Se justificó diciendo: — Todo ha sido cosa de la parienta. ¡También yo estoy sorprendido! ¡Estas mujeres! ¡Hay qué joderse de lo que son capaces las muy tunantas para sacar a los hijos adelante! — Avelino —le dijeron— que los tienes casados, que has cumplido los sesenta y estáis los dos más secos que un barbecho. — ¿Y qué? —decía él sin bajar la cabeza— ¿Qué pasa? ¿No podemos tener más hijos o qué? Abraham tuvo el suyo a los cien, ¿o no dice eso acaso la Biblia?

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LOS PADRINOS DEL BAUTIZO

Tomo el primer autobús y me largo tomo el primer autobús y me largo

un par de lápices, un cuaderno me largo a cualquier sitio

es igual ya estás tú para recordarme continuamente que la ciudad permanece inmutable

que a nadie le importa mi ausencia

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Asuntos Internos Soy un tipo simple, la verdad. Y muy reservado. Me gusta guardar silencio. No bebo apenas. Procuro pasar desapercibido. Tengo la responsabilidad de llegar a tiempo a mi destino. Hago naturalmente bien los encargos. Y de lo que me entero nunca cuento nada. Mi mujer me recibe con un mohín de disgusto cuando regreso tarde a casa, sobretodo los jueves, que es cuando declina la semana, pero sólo eso. Sabe que mi trabajo me obliga a pernoctar fuera muchas veces. Y lo comprende. Incluso si no aparezco en un par de noches seguidas. A veces pienso que aunque estuviera una semana sin asomarme por casa tampoco lo tomaría en consideración. Está orgullosa de mí. Lo noto. Comenta a sus amigas que soy alguien importante. Y aunque no es verdad, me gratifica que lo crea. Llevo cinco años en la Compañía. Está convencida que a todos los maridos de sus amigas les gustaría trabajar allí. El edificio de la Compañía se alza en el área romántica de la ciudad. Es un edificio de seis plantas, con ventanales falsos, de modo que el consumo de energía eléctrica es continuo e importante. Nunca he escuchado a nadie comentar esta particularidad y me sorprende. A mí me parece un gasto inútil, pero soy muy simple y mis opiniones me las guardo porque no soy quién para expresarlas. ¿Por qué a un edificio nuevo, moderno, que se ubica en la avenida principal se le condena ciego privando a los trabajadores de las bellísimas vistas de la ciudad en primavera? Es una pregunta para la que carezco de respuesta. Mi jefe es el Jefe. Todo el mundo lo llama así. Yo, también. Algunos lo llaman Director, pero en realidad a él le agrada más la denominación de Jefe. Muchos de los empleados nuevos desconocen incluso su nombre auténtico. Jefe es más impactante que Director. Más sonoro. Más severo. Cuadra mejor con una organización disciplinada como la nuestra. Él por supuesto también 150


LOS PADRINOS DEL BAUTIZO

desconoce el nombre de la mayoría de sus subordinados, nuevos o viejos. El mío, no. Se dirige a mí siempre por mi nombre de pila. Es un detalle que me hace sentirme considerado. Me hizo pasar a su despacho: — Vicente —dijo— tenemos a Asuntos Internos de nuevo. Otra mujer para variar. Una tal Roberta. La recoges, la das una vuelta por ahí, la acomodas en el hotel, te pones a su servicio y la acompañas donde tengas que acompañarla. El Jefe está curtido en mil batallas. Es un tipo con personalidad. Es directo, no merodea alrededor de los problemas sino que los afronta de frente y punto. Es capaz de asimilar una montaña de papeles en un minuto. Admiro su forma de ser. Si fuera boxeador gozaría de un punch terrible. Se crece ante las adversidades. Le tengo una envidia sana. Su mirada firme refleja inteligencia, no es una de esas miradas sesgadas y desagradables que pretende descubrir en tu boca los dientes movidos. Pudiera ser cálida de no provenir de alguien que manda y que lo hace saber en todo momento. Me aprecia. Se lo agradezco. En realidad, soy su propio. Me sorprende a veces, eso sí, con preguntas extrañas. Ya iba a retirarme del despacho, cuando me preguntó: — ¿De cuántos automóviles se compone nuestro parque? — De diez, señor —dije—. Lo sabe usted muy bien. — ¿Y cuántos están en condiciones de funcionamiento? — Debo decir que los diez, señor. Los siete oficiales y los tres de camuflaje. — ¿Serías capaz de reconocer los de camuflaje? — No, señor. Son de camuflaje. — ¿Los has visto alguna vez? — Bueno, señor, a mí no me toca conducirlos. — Muy bien, Vicente, lo has hecho muy bien. Estoy muy orgulloso de tu comportamiento profesional. Puedes retirarte. ¿Que qué es un propio? Un propio soy yo, naturalmente. Un 151


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recadero, un chofer, un mandado. Según dice el Habilitado la persona más importante en toda organización porque es la que no hace perder el tiempo a los jefes intermedios con cosas de menor importancia. La hora de un jefe intermedio comprando tabaco es más cara que la de un propio haciendo la misma labor. Además, al repetir los propios siempre los mismos encargos y con las mismas personas al final termina todo por convertirse en rutina. Conoces a gente interesante y entonces resulta más fácil resolver problemas. Los de Asuntos Internos llevan merodeando los últimos meses. Parece que les priva abandonar la Central para llegarse a la periferia. Bueno, exactamente empezaron hace dos años. Primero fueron visitas cortas, de una noche o de dos más o menos. Luego, comenzaron a quedarse más tiempo. Son como perros de presa, por eso tenemos que cuidarnos mucho de lo que hablamos en su presencia. A mí esto no me preocupa en exceso porque soy de naturaleza reservada. Vienen, someten al personal a un interrogatorio y se van. He de reconocer que conmigo son respetuosos. Al fin y al cabo, soy un tipo simple, sin responsabilidad, que se limita a llevar y traer personas y gestionar encargos. Uso corbata, por cierto siempre negra, porque estoy obligado. Vicente fotocopia este informe; Vicente lleva esta carpeta a Sociales; Vicente sírveme un cortado sin azúcar. Esos son mis quehaceres habituales en las horas en que estoy dispensado de conducir el coche oficial del Jefe. Y ese trabajo me entretiene porque las horas del día se alargan eternamente si tienes que consumirlas sentado en el banco corrido del pasillo a la espera de una llamada del despacho o de espera aburrida dentro del automóvil. He conocido en todo este tiempo por lo menos a cuatro jovencitos de Asuntos Internos, todos con carrera recién terminada. No los tengo en buena consideración. Lo digo como lo siento. Son prepotentes, estirados, vestidos como maniquíes de escaparate, de paso rápido como si el mundo comenzara con ellos y mi152


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rada ensayada en el espejo. Jovencitos que a mí me excluyen de sus investigaciones porque yo, al fin y al cabo, sólo ocupo un puesto auxiliar, nada relevante, y por tanto de nulo interés para sus informes. En los últimos meses, sin embargo, he apreciado un cambio sustancial en el personal que llega de la Central. La última vez, por ejemplo, la de Asuntos Internos podía opositar a funcionaria de prisiones, porque era alta, cuadrada, cuarentona, de mofletes gruesos y nariz achatada, la piel blanca y los ojos escocidos. Intimidaba. Sus andares más que rápidos eran violentos. Me sacaba la cabeza, gruñía en lugar de hablar. Me dijo a modo de saludo nada más recoger su equipaje: — Sepa usted que me disgusta que me miren las tetas. — Yo no se las he mirado, señora. — Pues no se atreva a hacerlo. Solicitó para su uso exclusivo un despacho con llave, llave que se llevaba todas las noches al hotel. Extrajo de su maletín un montón de cuestionarios que desplegó sobre la mesa y comenzó a citar con rigor germánico uno a uno a todos los de la planta. Cada día, una planta. Cada dos horas, una botella de agua. Cuando concluyó con la sexta, casi sin mediar palabra se montó en el asiento trasero del automóvil y se despidió del Jefe con un gesto en apariencia nada amistoso. La conduje al aeropuerto. Recuerdo que intenté una conversación para hacerme simpático. Dije: — ¿Sabe, señora? A mí no me ha interrogado usted. — ¿Tiene algo que decirme? —me preguntó de forma áspera y desagradable. — No —dije—, supongo que no. — Entonces, cierre la boca. Creo que si mi mujer supiera que a mí no me interrogan se sen153


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tiría muy desilusionada, porque eso da a entender que no ocupo en la Compañía el puesto importante que ella me adjudica. Pero ya se sabe cómo son las mujeres, piensan que sus maridos son tan importantes en el trabajo como en casa. Creo que gran parte de la culpa es mía, porque a veces, cuando el Jefe se entrevista con algún personaje de los que sale en televisión, le digo que lo he visto en persona, que he estado a dos metros de él, y entonces ella, seguramente, lo interpreta como que me ha estrechado la mano y me ha saludado afectuosamente. Y claro, eso no es posible porque yo soy el chofer y en las horas en que dejo de serlo me convierto en el propio. Sólo eso. La primera vez que anunciaron la visita de alguien de Asuntos Internos se organizó un buen revuelo. El Jefe estaba algo alterado como si le doliera el estómago y no encontrara las pastillas adecuadas. Caminaba de un lado para otro a lo largo del despacho. El Habilitado mientras tanto, sentado en una esquina de la mesa, fumaba nervioso. En la Oficina los muchachos desempolvaban archivos, sacaban, miraban, numeraban los papeles y los volvían a clasificar. La actividad era frenética. Fue la primera vez también que vi a todos los jefes intermedios reunidos, pálidos y tosiendo, sin poder ocultar su inquietud. Al término de la reunión me vi obligado a mover algunos coches para que pudiera maniobrar la grúa dentro de nuestro aparcamiento oficial. El jefe, me dijo: — ¿Sabes que estamos haciendo, Vicente? — Retirando esa chatarra —dije. — Efectivamente —me dijo—. Vamos a llevar esos tres coches a otro aparcamiento fuera del edificio porque aquí molestan. Me pareció una idea acertada. Aquellos tres coches viejos, con las puertas abiertas, las ruedas rotas, sin lunas, el capó partido y casi sin pintura, ocupaban un sitio precioso. Nunca había entendido la manía de mantenerlos allí como escondidos, alejados de 154


ASUNTOS INTERNOS

la vista de todos, ocupando tres plazas del aparcamiento cerrado. El Jefe es muy meticuloso, de ahí que fuera él mismo en persona quien se encargara de coordinar la operación. Cuando los coches estuvieron sujetos en la plataforma del camión, le dije: — Les va a venir bien el descanso definitivo a esas ruinas. Esos coches ya han dado por lo menos un par de vueltas al mundo. — Y otra por lo menos que les queda por dar —me contestó escuetamente, y yo como no entendí el sentido exacto de sus palabras supuse que no había escuchado bien. Lo bueno de mi trabajo es que no tengo que justificarme más que con Oficina y el Habilitado. Tengo una cierta libertad. No ficho. Pido cuantos ticket necesito para gasolina, apunto los kilómetros de cada día. Cuando estoy aburrido y sin órdenes, acudo a limpiar el vehículo. Siempre reposto en la misma gasolinera. Es una orden estricta del Jefe y a nadie se le permite saltársela. El dueño es de mediana edad, con un defecto que le descubre una mirada confusa. No sabes nunca si te mira bien su ojo derecho o es el izquierdo el que penetra en tu alma. Es el único que tiene concesión en el centro de la ciudad, cuando el resto de las gasolineras se ubican en las afueras. De temperamento tranquilo, intenta hacerse simpático acaso para compensar su mirada atravesada. Me invita a chocolatinas ya que no fuma y a veces, si el tiempo lo permite, hasta a cerveza en el bar cercano. Esto sucede cuando voy a repostar, porque cuando acerco al Habilitado —generalmente el día veinte de cada mes— con su enorme cartera de ejecutivo, una de esas de cuero negro, ambos se encierran en la oficina, bajan de golpe la celosía de lamas de plástico y yo aguardo dentro del coche a que se estrechen a modo de despedida la mano. Si en esos momentos el obrero está libre, la espera se hace más agradable, porque sabe de sucedidos y tiene gracia contándolos. Un día me dijo: — ¿Sabes que mi jefe todos los días veinte antes de que vengáis 155


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vosotros pasa por el banco? — Qué curioso, ¿no? —dije yo. — Sí —dijo el obrero—. Viene con un sobre amarillo bastante abultado que no sé donde lo oculta porque luego no se lo vuelvo a ver. El Habilitado es un tipo delgado al que le sobran parte de las piernas porque el pantalón siempre le queda algo corto. Es muy serio, y por tanto bastante soso y como si los números le exigieran una concentración especial, apenas habla. En esto se asemeja a mí. En la primera semana de cada mes durante todo un día se encierra en su despacho para cumplimentar el estadillo del mes anterior y sale lo justo para almorzar. Su habitáculo es estrecho, casi una pecera. Una mesa, dos sillas, la caja fuerte empotrada disimulada tras un paisaje de invierno. Y dentro de la caja fuerte las carpetas con los estadillos, las matrices de los talonarios del carburante y los ticket sin usar. Rellena con parsimonia una a una todas las casillas. Las horizontales, más anchas, hacen referencia a la matrícula de los automóviles. Primero las siete oficiales y a continuación las tres de camuflaje. En las treinta y una verticales asienta el kilometraje diario de cada coche. Cuando concluye el trabajo, me reclama por el teléfono interior, recojo la valija y la llevo urgentemente a la estación. Uno de esos días por casualidad —la puerta se encontraba entreabierta— los descubrí inmersos en una discusión poco amistosa. Esto no es habitual. El Jefe nunca discute. El Jefe ordena. El Jefe estaba irritado. El Habilitado, parecía rígido en sus posiciones. El Jefe, además, pocas veces se desplaza a otros despachos. Esta vez, sin embargo, se había acercado a aquel cuartucho. Dijo en voz alta: — Me firma usted por lo menos los mismos kilómetros que el mes anterior. — Lo que me pide es muy peligroso —dijo el Habilitado—. Lo pueden detectar en cualquier momento. No se pueden justifi156


ASUNTOS INTERNOS

car todos los meses esos itinerarios. No me atrevo. — Hay mucha movida social. ¿No lee usted los periódicos? Estamos usando las veinticuatro horas del día los tres coches de camuflaje. ¿Eso le parece convincente? — Me parece mientras a nadie se le ocurra ponerlo en duda. — Se supone que en la Central leen también los periódicos. — Se supone. Pero como alguien pregunte por los coches ¿qué decimos? — Espere primero a que pregunten. — Pero ¿qué decimos? — Que están en ese momento de servicio. — ¿Y si encima quieren verlos? — Se los mostramos. — Pero eso es imposible. — No hay nada imposible. Lo importante es que aquí no hable nadie —dijo el Jefe—. Eso es lo importante, que aquí no hable nadie. — ¿Y el de la gasolinera? — Ese, menos. Por la cuenta que le trae. Todos los meses al reparto del cupo le ataca una afonía increíble que le dura otros treinta días. Fue entonces cuando el Jefe salió al pasillo y me ordenó pasar: — Vamos a ver, Vicente, ¿serías capaz de localizar en la calle a los coches de camuflaje? — Señor, dejarían de ser de camuflaje si fuera capaz de reconocerlos. — ¿Lo ve? —se dirigió satisfecho el Jefe al Habilitado. — Lo veo —dijo éste. — Ahí tiene usted la aclaración a sus dudas. Así que no se hable más del asunto. —o— Aguanté ante la puerta de salida con el cartel en alto con el 157


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nombre de Roberta Carra bien visible. Como esperaba toparme con otra matrona germana, desagradable y arisca, fui descartando mentalmente las que no encajaban con el arquetipo. A la media hora, cansado de esperar, llamé a Oficina. — ¿Qué hace usted ahí? —me preguntó la telefonista, una muchacha delicada, rubia y de ojos claros. Me la imaginé escuchando la cascada de agua sobre la pared de pizarra que mitiga con su susurro el ruido de ambiente. — Espero a una tal Roberta Carra. — Pues ella le está esperando a usted en el hotel. El recepcionista me sonrió. — La trescientos trece —me dijo. — ¿Algo más? — Que está muy buena —añadió con cierto aire de complicidad. Renuncio siempre que es posible al ascensor. Prefiero subir por las escaleras. Las escaleras de los hoteles encierran un encanto singular, una mezcla curiosa de nostalgia y perversa esperanza. Los ascensores son fríos y asépticos, como de hospital, pero las escaleras, con esas moquetas rojas de dibujos orientales que amortiguan los pasos y las pletinas doradas que las sujetan al suelo replicando la luz de las lamparitas alineadas en las paredes, y el silencio apenas salpicado por algún murmullo perdido, presagian la posibilidad de vivir situaciones excepcionales. Soy así. Devoro muchas novelas en mis tiempos de espera. Me gustan las del Oeste, ciertamente, pero de esas lamentablemente ya no se escriben. Siempre tengo que adquirir ediciones de bolsillo, o de segundo uso, porque esos otros mamotretos enormes de seiscientas páginas llevan mucho tiempo leerlos y yo necesito algo rápido y que no me fatigue la vista. Además ocupan un volumen excesivo y son difíciles de manejar. — ¿Quién es? —preguntó con firmeza una voz de mujer tras la puerta nada más tocar yo suavemente con los nudillos. 158


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— ¿Es usted la señorita Roberta Carra? Me envían de la Compañía. ¿Le importa abrir la puerta, o prefiere que la espere en el ambigú? — Un momento —dijo la voz. Alta, joven, escultural, esbelta, con una minifalda que dejaba al descubierto sus hermosas piernas largas y un suéter ajustado que exageraba el volumen de sus pechos. Creo que me costó unos segundos reaccionar. — ¿Le gusto? —dijo— ¿Le parezco atractiva? — Buenos días —dije algo desconcertado. — ¿Sucede algo? — ¡Oh, no! Bueno, sí. Tengo el coche abajo. Soy el chofer personal del señor Director y me han asignado temporalmente a su servicio. — De acuerdo —dijo la mujer—. Discúlpeme todavía unos segundos. La mujer se introdujo en la habitación sin cerrar la puerta, recogió el bolso, se acercó al lavabo para mirarse en el espejo, y apareció de nuevo. El Jefe la recibió con una estudiada cortesía en su despacho. Al cabo de quince minutos salió y dijo a los presentes: — Señores, la señora Roberta pertenece a Asuntos Internos, es auditora y viene a chequear nuestros canales de comunicación y todas esas cosas que los americanos implantan en sus empresas para mejorar la eficiencia y evitar que un incompetente pinte con minio los depósitos de agua de un submarino y como consecuencia envenene a toda la tripulación. Estará con nosotros unos cuantos días. Taquillas abiertas, puertas abiertas y bocas abiertas. Sin restricciones. ¿Lo he dicho bien? ¿Entendido? Miró al grupo de personas y sin esperar contestación, dijo: — Vicente estará a su total disposición, señora, si le parece. — No hay inconveniente —dijo ella rápidamente. Los compañeros quisieron hacerme cómplice de sus intencio159


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nes. La señora Roberta, no dudó en intervenir de inmediato: — A la menor insinuación les empapelo uno a uno. Ya sé que estoy muy buena y que eso, para ustedes, es sinónimo de chica fácil. Pero cuando me vaya de aquí, les aseguro que ninguno de ustedes tendrá ganas de acompañarme. A la caída de la tarde, nada más subirse de nuevo al automóvil, me dijo: — No me deje tan pronto en el hotel. Lléveme a conocer la ciudad. A los diez minutos o así, me ordenó enérgicamente: — Pare un momento. Detuve de inmediato el vehículo. Ella se apeó, abrió la portezuela del copiloto y se sentó a mi lado. Y me dijo: — Tú y yo nos tuteamos en privado. ¿Te parece bien, Vicente? Esto nos va a dar más confianza. Vamos a ser amigos. Y yo necesito en mi trabajo una persona de confianza a mi lado. Un buen amigo. ¿Me entiendes? ¿De acuerdo? Y ahora las cosas claras. No me importa que me desnudes con la mirada. Es más, me gusta. ¿Estás casado? — Sí. — ¿Eres fiel a tu esposa? — No —dije algo asustado por la osadía de una pregunta tan impertinente. Pero me repuse de inmediato— ¿Y usted está casada? — ¿Cómo has dicho? — Perdone. ¿Estás casada? — Sí. — ¿Y eres fiel a tu marido? —me atreví a preguntarla. — Tampoco. Me costó un buen rato dominarme al volante. A cada vuelta la vista se me iba al asiento del copiloto. Ella estaba allí desinhibida, mostrando las piernas con descaro. Hermosa. Increíblemente 160


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bella. Una sirena nadando en un mar de corales. Dijo: — Vamos a cenar. Me molesta cenar sola. Me sentí avergonzado al descubrir que todas las miradas de los presentes se dirigían a nosotros, bueno, especialmente a ella. Me imagino que sería yo la causa de sus sonrisas burlonas. Yo un tipo tan insignificante ¿qué hacía allí con aquel monumento de mujer? Creo que me trastabillé y que incluso por poco me caigo. Roberta pisaba firme, con una seguridad pasmosa. Pidió una mesa apartada, quizá para que yo estuviera más cómodo. A la segunda copa de cava, me dijo: — Vicente, tú y yo hemos congeniado rápidamente. ¿Y sabes por qué? Porque tú no eres un tirillas como todos esos gilipollas de la Oficina. — Gracias —dije. — Porque tú me pareces un hombre. Y a mí qué quieres que te diga, a mí me atraen los muy hombres. —o— Al día siguiente el encargado de la gasolinera llamó urgentemente al Habilitado. — ¿Qué sucede con vosotros? —le dijo todo asustado— No quiero líos de ningún tipo. No quiero complicaciones. — Cálmate. ¿Qué sucede? — Me parece que ahí dentro tenéis un lengua larga. Un cantante que desafina. Alguien se ha ido de la lengua y ha hablado demasiado. — ¿A qué te refieres? — Esa tía buena que os ha venido de la Central para encelaros. Ha estado aquí esta mañana, haciendo preguntas. Demasiadas preguntas. A mí y a mi obrero. — ¿Qué sabe tu obrero? — Nada. No sabe nada. Los que viven de las propinas dominan las artimañas de los mudos. Pero esta tía sí que sabe mucho. 161


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— Que sabe ¿qué? — Lo que no nos conviene que sepa. — ¿Y tú qué le has dicho? — Lo que se me ha ocurrido. ¿Qué quieres que dijera? Es imposible estar sereno ante semejante monumento. Jodé. La vista se te escapa y te pone nervioso. Pero no he dicho nada comprometido. Lo que no sé si he estado convincente. Esa tía es hábil. Juega bien sus armas. El Jefe estaba corrido. Fue mirando los rostros de los jefes intermedios uno a uno, despacio, intentando atisbar la indecisión que descubre a los delatores. Yo estaba de pie cerca de la puerta. Se detuvo también ante mí. — ¿Qué sabes tú del asunto? — ¿De qué asunto, señor? —dije realmente confundido. — ¿Tú no has hablado? — Señor, no entiendo nada —dije. — ¿Te ha preguntado esa zorra por los coches de camuflaje? — No, señor. No me ha preguntado nada. El Jefe estalló en cólera. — Cagüenlaputa, ¿quién ha sido entonces? —o— La acompañé al aeropuerto. Apenas hablamos en el trayecto. Yo estaba ciertamente preocupado. Deseaba regresar a casa. A ducharme por fuera y por dentro. Roberta, dijo: — Estás tenso, ¿qué te pasa? — Estoy preocupado. — ¿Por qué? Soy una persona simple. Exteriorizo mis angustias. Creo que soy también demasiado transparente. No lo puedo remediar. La verdad es que en presencia de Roberta me veo desarbolado. Me pisa el terreno. No sé. Igual es que siento de repente algo así como asco de mí mismo. De mi debilidad. 162


ASUNTOS INTERNOS

— ¿Qué has ido a hacer a la gasolinera? —dije casi en un susurro. Ella jugaba con su dedo deslizándolo sobre mi mejilla. — ¿Ah, es eso? Recuerda que soy de Asuntos Internos. — ¿A qué has ido? Me miró de frente. — ¿Qué te parece si hablamos de otra cosa? — Contesta a mi pregunta —insistí. — ¿Eres feliz? —dijo ella por respuesta. — Contesta. — ¿Es un chantaje? —preguntó luego medio sonriendo. — Llámalo como te parezca. — De acuerdo —dijo—. ¿De verdad quieres conocer lo que sé y cómo lo he sabido? No creo que lo soportes. — Lo soportaré. Comenzó entonces a besarme suavemente la mejilla hasta llegar a los labios. Me retiré instintivamente. Ella me buscó de nuevo. Sentí la suavidad de sus pechos rozándome la piel. Insistió hasta obligarme a volver de nuevo el rostro hacia ella. Entonces, acercó sus labios carnosos y me susurró lentamente al oído: — ¿Nunca te ha dicho tu mujer que hablas demasiado en sueños?

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El alcaraván Estaba ajustado porque carecía de heredad en condiciones. Tantas horas, tanta labor en los majuelos, tanta labor en la cebada, tanto en el regadío, tanto, a cobrar el domingo antes de misa. La señorita Luisa, la maestra, al encontrárselo solía decirle sin reparo: ¿Cuándo vas a aprender a leer, mamón? A medio leer contestaba él, que ya tengo el ojo izquierdo oscuro. Y más de los cuarenta decía ella. Y más decía él y se alejaba montado en la bicicleta, con el pantalón roto y la camisa sudada. En los ratos libres cultivaba una huertita, que era como un retal de tierra caído del coloño de Dios y por nadie reclamado. Fréjoles, cebollas, alverjillas y garbanzos. Y zanahorias. Y acelgas. Un puñado de cada cosa, y caracoles en abril. Lo puro. Atravesaba la vadera sobre la bicicleta, azadilla al hombro, con las piernas abiertas, silbando. La vadera a veces se ponía resbaladiza. Tenía el puente a sólo unos metros, pero le gustaba tentar al peligro. Despacio, sin urgencias. Esperaba quizás que se asomara entre los juncales el viejo visón hambriento, el que acechaba a las pollas de río y se comía los cangrejos. Cuando nadie le reclamaba y se sentía dueño de su propio tiempo, carecía de prisas. Lo mismo se paraba en el terraplén para hablar del escarabajo de la patata. Lo mismo se hacía de noche, y debía de regresar sin haber llegado siquiera. Bastaba el aleteo aparatoso de un abejorro para distraerle del camino. Le privaba perseguir saltamontes hasta alcanzarlos desfallecidos: era una sensación curiosa, extraña, de superioridad o algo así. Aplastaba matas y cardos con las botas y el saltacapas brincaba. Una vez, otra. Un minuto, otro. Los cogía cansados, y 164


ASUNTOS INTERNOS

con sumo cuidado, para no hacerles daño. Los dejaba reposar en la palma de la mano. Luego soplaba sobre ellos y los veía marchar con sus alas azules. Atrapaba caballitos del diablo, con sus dos aguijones inocuos, y espantaba chicharras. El alcaraván se descubrió estúpido entre los rastrojos. Asomó la cabeza, el cuerpo menudo, largos los zancos. Ave que vuela, a la cazuela. Marchó rápido tras él. El alcaraván corría asustado. Daba tumbos, gastaba energías entre cruces y guiños. Lo fue alejando de la alfalfa crecida y de la cebada caballar. Aunque no le sobraban demasiadas luces, repasó mentalmente las posibilidades de atraparlo: todas. El alcaraván no volaba, luego era cría. Cinco minutos más: ¡uh, uh, uh! Le bastaba con mantener el ritmo de un corredor de fondo. Lamentó no llevar a la perra consigo. Coño, ¿dónde estaba? Andaba como tonta la víspera, sin acudir a la llamada. Se dio en cansarlo como si fuera un saltamontes. Movía los brazos, gritaba. ¡Toba, uh, uh, uh! El alcaraván luego de un rato redujo su marcha. Iba desorientado. Salía al camino, retornaba al barbecho, huía al pedregal. Estaba sólo a diez metros. A cinco. Amagó a la izquierda. Lo atrapó. Lo tomó en brazos como a un niño pequeño. Se dejó caer con él sobre un fardo de paja. Acarició su plumaje y sintió el pálpito del frágil cuerpecito. Intentó abrirle el pico sin conseguirlo. El alcaraván miraba altivo al cotorro. Tenía erguida la cabeza, las patas largas y desproporcionadas. Los ojos despiertos. Tienes que engordar más, pequeño le dijo en voz alta. El alca165


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raván intentó desasirse del abrazo. Estuvo un rato jugueteando con él. Lo soltaba y lo atrapaba. Lo acariciaba. Le ponía el dedo delante del pico. Mamita tiene que enseñarte a cazar ratones le dijo con ternura. Luego, lo acarició por última vez. Y lo soltó. Sentado sobre el áspero suelo, siguió atentamente la marcha del polluelo por la ladera. Este desapareció unos instantes perdido en la hendidura de alguna yesera; se dejó ver luego entre cardos correderos y el tomillo. De repente, en el cielo apareció un puntito oscuro. Un puntito que fue creciendo. Pensó temeroso que el aguilucho rondaba demasiado cerca, que podría herir de muerte al alcaraván si no ganaba pronto el montículo. Vamos, corre, corre gritó histérico. ¡Corre! Ya estaba el polluelo próximo a alcanzar el alto. Cuando se ocultó definitivamente, se sintió más tranquilo. Y resopló. Luego, quizás un poco avergonzado de sí mismo, ante la pasmosa presencia del mundo inmóvil, gritó con todas sus fuerzas: Ave que no vuela, a la escuela con su abuela. Y prosiguió el camino.

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ASUNTOS INTERNOS

Sube despacio que te espero Abrió la mujer la puerta. Y recogió la cajita de regalo. Deshizo el nudo del envoltorio. Despegó la solapa del sobrecito. Y leyó: Por aquella única y última vez. Hermosa como esta rosa. Cinco de enero. La algarabía de la víspera de la fiesta. Nunca hay segunda vuelta para los perdedores de la primera. Los cinco de enero nunca vuelven a producirse. Son como una inmensa arruga en la hoja de ese calendario de cocina que se resiste a morir o un simple paréntesis de una ecuación predecible. Una huella de arena que la última ola se apropia furtivamente. Que este momento, tan finito como eterno, va abriéndose suavemente, como se abre esta rosa. La mujer se quedó pensativa. ¿Subes? Sube despacio, como si nada fuera con nosotros; sube con cuidado, que nadie sospeche, que nadie piense que voy a entregarme, o que estoy loca; que estoy loca, porque me temo a mí misma; sube en silencio para que sean tus palabras las que me despierten, que ya cierro los ojos. Rescátame de los torrentes impetuosos de las aguas, que ya me ahogo. Que sepas que te quiero. Porque te quiero. Y yo te quiero. Porque te amo. Que sepas que te amo. Y yo te amo. Porque te deseo. Y yo te deseo. Solo eso. Te amo. Que te quiero. Ahora que los recuerdos son pecios desarbolados hundidos en la bocana de un puerto de silencios, confieso que aún sigo a la intemperie esperando de nuevo esa mirada. 167


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Sube con cuidado, que yo te espero. Sube amor mío, que ya me entrego. Sube. Cuando descubro las esquinas cómplices donde nos buscamos ajenos, como si el ayer golpeara de repente; o desando por la orilla de ríos perversos que anegan los sentimientos; o un roce convenido. O esa mirada triste y nerviosa que busca, temerosa de transgredir el horizonte. O miro la ventana para reconfortarme con tus sombras. Sé que estás allí. Te imagino adivinando en los ruidos del portal mis suspiros de entonces. Cómo me dejaste modelar el espacio imaginario. Cómo hice de ti lo que quise hacer de mí mismo. Aunque nuestro adiós sea definitivo. Sé, o intuyo al menos, que hay amaneceres en tu vida donde suspiras porque el mundo quedara amarrado definitivamente aquel cinco de enero, que no virara nunca más, aunque necesitaras, y necesitas acaso todavía hoy, que me fuera diluyendo como la espuma blanca de las olas. Porque la vida de dos adultos no admite el negocio de problemas imposibles. Las cosas se precipitan en los momentos difíciles. Es mejor un adiós que el aburrimiento.

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ASUNTOS INTERNOS

El aniversario Pues les contaré por qué me siento tan desgraciado. Fíjense ustedes. Fíjense qué suceso. Resulta que me puse un pantalón azul y una camisa rosa a cuadros. Me asomo a la ventana y me digo: “Hace un día magnífico”. Tengo una cita a las once. Ella es, ¿cómo les diría?, como salida de un sueño. Comprensiva, cariñosa. Dulce. La mujer a la que aspiramos todos. ¡Y me había concedido una cita! “A las once”. A las once. Me puse el pantalón azul y la camisa rosa a cuadros. ¿Qué puedo decirles de ella? Puedo decirles que es apacible, serena. Y que la quiero. ¡La quiero! Discúlpenme: no me atrevo a gritar mucho por miedo a los vecinos. Acabábamos de conocernos. Desde el primer momento supe que mi vida anterior quedaba convertida en pasado de otro. Irremediablemente. La suavidad de sus manos, esa mirada cálida y turbadora. Una descarga mágica. ¡Y me había concedido una cita! “El miércoles, a las once”. A esa hora quedamos. “Estaremos solos. Ven, ven que te espero.” Soy consciente de que a mi edad estás cosas no están bien vistas. Dicen: “¡Pobre loco! Quiere ser lo que nunca fue ni será”. Dicen también: “¡Qué ingenuo! ¡Aspira a recuperar aquello que 169


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todos hemos perdido!” ¡Qué le voy a hacer! Soy así. Estuve un par de minutos oteando el cielo. Sin mácula. El otras veces tenebroso rojizo del sol que amanece, se dibujaba más allá de los montes como una línea traviesa. Un día luminoso. Mágico. Quizá les parezca ridículo, pero la camisa rosa a cuadros me pareció la más indicada. Por supuesto, dudé entre la blanca hueso con corbata u otra de rayas listadas. A menos de un cuarto de las once ya estaba viviendo una extraña agitación. ¡Qué cosas! Me tropecé con la gente no sé cuántas veces. Una vieja bastante desagradable que venía de la compra me atacó cerca de un portal. — Señor, me disgusta lo que usted piensa —me dijo. Y otra, que a lo mejor le acompañaba, añadió: — Cuidado, que le estamos vigilando. — No pienso nada, señoras —me disculpé casi en voz baja. — Esa es una excusa muy poco convincente —dijo la primera de las señoras, y levantó el bolso quizá con ánimo de amenazarme. La vendedora de periódicos se dio la vuelta al verme. Nunca lo hacía. Y la estanquera recogió los cigarrillos del mostrador. El perro del fontanero dejó de ensuciar la columna para ocultarse en el bar. Un funcionario del ayuntamiento me comunicó de muy malas maneras que por allí estaba prohibido el paso desde esa misma mañana. Que había una cinta que lo decía. Y si no había cinta daba lo mismo porque para eso estaba él. Me dijo: — Si pisa una baldosa y le salpica la pecina no alegue en su des170


EL ALCARAVÁN

cargo que no estaba usted convenientemente avisado. Casualidad, los del gas acababan de abrir una zanja enorme, como una cicatriz gigante. Y los del teléfono, otra parecida un poco más allá para hacerse la competencia. Y los de la canalización dejaban escapar el agua, formando una charca impresionante donde una libélula contemplaba atónita el baile perezoso de media docena de cabezones. Un obrero, con el cigarrillo medio colgando, me dijo: — Como se acerque le lleno de barro. Estoy hasta las pelotas de tanto mirón desocupado. Ella me había dicho: “Dejaré como contraseña la ventana un palmo abierta”. A las once. ¿Qué puedo decirles que ustedes no sepan ya? Recordar sus labios solícitos, su boca perfecta. Y que la quiero. ¡La quiero! Me costó acertar con la dirección, esa es la verdad, tal fue el laberinto de calles rectas que por la noche las habían vuelto curvas. Algo increíble. Venga usted por acá, vaya usted por allá. Ya en la esquina, simulé mirando un papel arrugado. “¿Quiere que le ayude?”, me dijo una señora alta y grande, como una matrona de hospital. “No, no me he perdido”, dije en un hilito de voz. “¿Está seguro que no se ha perdido?”, me interrogó de nuevo la matrona. “¿No pretenderá engañarme?”, añadió luego con una voz seca y dura. “No es necesario ser tan desagradecido.” Aguardé frente a la ventana, debajo de unos soportales. Faltaban dos minutos exactamente para las once. La gente cambiaba continuamente de acera. Los mismos que ganaban una regresaban de inmediato a la otra. Como la calle era de cierto tránsito veloz, intenté distraerme contando automóviles. 171


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Una señora de mediana edad, algo cansada por sus gorduras, tosió a mi lado. Me volví y ella me miró con desprecio como diciendo: “No pienso pedirle perdón, sinvergüenza”. Un celador municipal, me dijo : — ¿Qué hace usted ahí? — Espero —dije. — Pues aquí no hay ninguna parada de autobús, así que circule. Y un taxista de barba blanca, se dirigió a mí de forma intempestiva: — No sé para qué hace señas si estoy ocupado. Yo no he robado la maleta, si eso es lo que usted piensa. Déjeme en paz. Sonó en un carillón cercano la hora ansiada. Entonces, la vi de nuevo. Vi cómo su mano blanca abría la ventana y cómo se asomaba para buscarme a lo largo de la calle. Di un saltito para llamar su atención. Y me dispuse a cruzar la calle. ¡Ay, señores! No debí de hacerlo. El cielo de repente se tiñó de sombra. Y empezó a llover. De una manera salvaje, increíble. Más de mil litros por segundo. Una cortina de acero húmedo, imposible de traspasar. Regresé sobre mis pasos. Y al guarecerme otra vez bajo los soportales, cesó la lluvia. Y apareció una inocente sonrisa de sol entre las nubes marrones. Pensé: “ahora es el momento.” Lo intenté de nuevo. Y de nuevo la tromba de agua asoló la calle. El agua bajaba a borbotones, formando una riada impresionante. Tuve incluso miedo de ahogarme. El barrendero, gritó. — Es cosa del sumidero. Está atascado. 172


SUBE DESPACIO QUE TE ESPERO

Y quién le mandaba, aclaró: — Ya nadie draga el río y las corrientes arenosas obturan las esclusas. Retrocedí. Y cesó la lluvia. Y las calles se secaron. Ella estaba allí, su silueta dibujada tras la cortina. Adiviné su mirada desconsolada. Seguía buscándome sin encontrarme. Di otro saltito. Y otro más para llamar su atención. Decidí atravesar la calle como fuera. Era mi oportunidad. A mi edad las oportunidades son únicas. La que se va no vuelve. Contuve la respiración. Y. Alcancé justo la mitad del asfalto. Los cuajarones de agua gruesos como huevos me hicieron ciertamente daño. Insistí. Caminé a ciegas: apenas alcanzaba la vista unos centímetros más allá. Tuve que desistir del intento. Desconsolado, grité con todas mis fuerzas. Fue un alarido salvaje, que asustó al mundo. Lo siento. Ella entonces se asomó. Esbozó una ligera sonrisa triste. Y se encogió de hombros. Sin dudarlo, me lancé de nuevo. A la lluvia, sucedió entonces el granizo. Trastabillé y rodé por los suelos. Empapado, maltrecho, confundido, alcancé a duras penas la otra acera. Efectivamente, allí ya no llovía. Pero ella ya había cerrado la ventana. Eso me sucedió a mí, señores. Tal día como hoy, hace un año. Lamento celebrar con ustedes este triste aniversario.

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El gallo de Nicéforo Se despertó cuando ya nadie permanecía dormido. Se dijo: cosa del viento sur. Cosa de esta mierda de mundo. Todavía uno de los dos ratones atrapados en la ratonera coleaba con violencia. Cosa de todas las cosas. Cosa del gallo ronco de Jesusa, aquejado de anginas o fimosis. Culpa de esos cabrones ricos que te contratan para lo que nadie quiere, el maldito polvillo al bieldar el trigo, el escozor de la paja enhiesta, salvaje. La garganta reseca, los ojos caídos. El puñetero revuelto de tripas. Todo eso. Y más. La sopa de ajo y los picantes. La escudilla y los humos negros. El día luminoso se traga toda la tiniebla del boquerón. La camiseta rota colgada de la cuerda de anudar fardos. Dijo: cabrones. Porque había cargado de víspera la paja hasta el boquerón. Cinco o seis viajes, por lo menos. Porque te llenas de picores. Porque el sudor desafía al ánima. Porque los fardos te doblan la espalda. Porque se sentía viejo y aplomado. Cabrones, dijo saliéndole de los adentros. ¿Cuántas horas habría dormido? ¿Cuántas? Ni siquiera se había despertado para hacer su propia labor con la fresca. Dijo otra vez: cabrones. Si pudiera os liquidaba a todos. Tenía al macho en el corralón. Aquella vez la Atanasia, que era una santa, a la primera llamada a la misa a la que nunca acudía, le dijo: hazle una cuadra en condiciones, marrano, que es de verraco 174


EL ANIVERSARIO

oler a broza desde el punto de la mañana. Contó de nuevo las arañas del techo. La gorda, la menuda, la sorda, la descoñada, la tonta, la descarada, la peligrosa, celadoras del nublo. Seguro que ya se le había roto el día. Cosa del viento sur, se dijo. Nada más ensalivarse los ojos, gritó por la portonera : — ¿Qué has hecho del gallo, Jesusa, que hoy no me ha despertado? — ¡Ay Nicéforo, Nicéforo! ¡Nada de lo que fue ayer es hoy! — ¿Qué has hecho, Jesusa? — Tenía grandes los espolones y arañaba al gato. — ¿Qué has hecho? — Las escarbaderas como esta mano. — ¿No lo habrás matado? — Se comía un saquillo cada tres días. Más que los lirones. Era lo más guapo del mundo. ¡Qué cresta! ¡Lo más guapo del mundo! — Por su culpa me he perdido el amanecer. — La vida es así, Nicéforo. Lo que ayer estaba, hoy no está. — ¿No te lo habrás comido, verdad? — ¡Qué hacer, Nicéforo! Está todavía en el puchero. Va para tres horas y no se ablanda el condenado.

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El óvalo de la linterna Aprovecho la oscuridad de la habitación para proyectar el óvalo de mi linterna sobre la pared desnuda. Muevo el óvalo hacia arriba y lo hago descender rápidamente. Lo muevo a la izquierda y lo desplazo a la derecha. Hago diagonales, bisectrices, ceros, eses, haches. Una locura de figuras. Un torbellino de ingravideces y libertades. Un mareo, una lujuria. Es la luna, arriba, en el ángulo de la izquierda, la que transmuta las sombras en objetos astronómicos. Y cuando le asalta el temblor, el óvalo se convierte en una vieja película muda obturada en la máquina. Así estoy sin que se agote la pila. Una hora o unos minutos. No pretendo que mi linterna sea eterna. Se comporta, eso sí, como un ser vivo. Cruza su haz de luz la pared a una velocidad de vértigo. Y si se detiene, me invita a que penetre en la magia de su óvalo. ¡Ah, entonces! Entonces comienzo por introducir mi dedo índice derecho. Mi dedo se convierte en algo irreconocible, imponente, incluso diría que fálico y extraño. He de moverlo para convencerme de que todavía depende de mi mano. Pero cuando penetra ésta, la cosa cambia. La mano sufre una metamorfosis imparable. Se agita, se convulsiona, como si los dedos perdieran de repente el sentido común e iniciaran una danza contraria a los más elementales principios de la ciencia. Y después de la mano, se cuela en el óvalo el codo. Y antes de que me dé cuenta, ya está allí dentro el hombro y mi cuello y parte de mi boca. Y yo mismo. 176


EL ANIVERSARIO

Yo mismo entero. Y ya soy yo mismo siendo otro. No sé por qué, pero me invade de repente una alegría antes desconocida. Y comienzo a volar y a girar. Maniobro sin problemas. Avanzo y retrocedo. Subo y bajo. Grito. Es ilógico, lo sé, pero venzo la absurda ley de la gravitación universal. Estoy en el aire, proyectado sobre una pared, rascándome la nariz, perfectamente vivo. Absolutamente libre. Coherentemente libre. Inténtenlo, por favor. Hagan un pequeño esfuerzo esta misma noche. Les aseguro que es una experiencia apasionante. Y nada peligrosa. Aunque a veces alguien, con una voz extraña y desagradable, diga “cariño” o algo así, y de un manotazo apague la linterna.

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El otro No sé quién aporrea de este modo la puerta. O si lo sé. Son las dos de la mañana. Efectivamente, he sentido la llegada de un automóvil. El ruido de su motor me resulta inconfundible. Me asomo a la ventana. Por si acaso. Está ahí aparcado. No sé quién aporrea de este modo la puerta. O si lo sé. Desde hace algún tiempo vivo en esta casa de dos plantas, en este pueblo de cien habitantes, alejado de la contaminación de la ciudad. El dispensario, ubicado en las antiguas escuelas, abre martes y jueves. La iglesia de techo casi derruido contiene un retablo de algún valor. Hay una ermita medio abandonada. El paisaje es árido, la tierra reseca y dura. Vivo solo. Siempre lo he hecho así. Mi casa está a las afueras, lejos del alumbrado público, de modo que puedo contemplar mejor la ordenación simétrica de las estrellas. Siento cercana alguna noche la presencia del lobo. No me da miedo. El jabalí ronronea por la orilla del río. Alguna vez se deja descubrir la huella del oso. Tengo la superpuesta preparada en todo momento. Soy un hábil tirador. Jamás recibo a nadie. Ni nadie me recibe a mí. Jamás visito a nadie. Ni nadie me visita a mí. Tres días a la semana acude a limpiarme la casa una muchacha del pueblo. Es sumisa y callada. Desconozco su nombre. Le dejo por escrito las órdenes precisas. Detesto que me cambie la ubicación de los libros. Necesariamente, debo encontrar las cuartillas del escritorio exactamente como las dejo. Soy un maniático del orden. Cuando ella viene, aprovecho para caminar por los atajos 178


EL ANIVERSARIO

y los senderos. Cuando regreso, ella ya se ha ido. Los buhoneros y los ambulantes saben que detesto las conversaciones. Compro y pago. Sobran los saludos y las cortesías banales. Casi todas las conversaciones son frívolas y estúpidas. Las palabras se engarzan para construir frases convencionales. Son edificios vacíos, tramoya de una obra de teatro de pésima representación. Los matices conducen a confusiones. Los problemas personales son intransferibles. ¿Qué me importa lo que sucede si en nada me afecta? Nadie puede sufrir en otro si ese otro no es él mismo. Nadie. Me repugnan los consejos que nunca se cumplen y las experiencias ajenas. Y si uno quiere contar los síntomas de su enfermedad no estoy dispuesto a escucharle. La vida es muy corta para malgastarla. Cada segundo no vuelve. Este mismo instante, ahora mismo, es un fogonazo cósmico. Desaparece convertido en energía. El tiempo es un agujero insaciable: atrapa nuestras vidas. Las algas azul verdoso son nuestros antepasados. No sé quién aporrea de este modo la puerta. O si lo sé. La interdependencia de los miles de millones de estrellas de la galaxia depende de la gravitación. Me visto con urgencia. Atisbo como una sombra. — ¿Quién va? —pregunto, aunque estoy seguro de conocer la respuesta. Desciendo las escaleras. Me he puesto el pantalón y la camisa. Hace calor, aunque la noche precisamente hoy ha decidido ahogarse en un velo nubloso. Oigo el maullido salvaje de un gato en el corral. Antes de descorrer el cerrojo, insisto: — ¿Quién va? Escucho la respiración entrecortada. Es el otro el que está ahí. — ¿Quién va? —insisto. 179


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.oy yoS — No sé por qué, pero aun estando dentro de la casa, estoy también fuera. Es un fenómeno habitual en personas solitarias, que me acecha desde hace algún tiempo. Unos lo llaman desdoblamiento, otros antimateria. Otros. Quizá sin darnos cuenta traspasamos planos superpuestos. ¿Cuántos? Soy yo, yo mismo, pero siempre hay otro. Ante la gota de agua, en el espejo o dentro de una sombra. Otro es el que se desboca en mis sueños y trastoca los pensamientos. El que me encuentra cuando me pierdo. ¿Cuántas veces me despierto cansado? ¿Cuántas veces huyo de situaciones que me son plenamente conocidas, que ya he vivido con anterioridad? A veces temo que ese otro algún día pretenda comprobar la espesura de este lado. O que me suplante, aunque acaso ya lo haya hecho, e impida mi regreso a mis propias emociones. Igual lo viene haciendo habitualmente. ¿Quién me asegura que soy yo, yo mismo? ¿En qué me fundamento para afirmarlo? ¿Qué persona no ha padecido en ocasiones momentos de desacierto mental? Vengo sintiendo en los últimos meses ciertas percepciones extrañas. Descubro al día siguiente la portonera entreabierta, cuando estoy convencido de haberla cerrado. La cadena echada a pesar de que nunca lo hago. O un cubierto sobre la mesa, o la silla mal situada. Soy especialmente cuidadoso. Los detalles facilitan una existencia más cómoda. Cada cosa ocupa siempre el mismo lugar. Exactamente. La panera adosada a la nevera, diez centímetros por debajo del vasar. Puedo recorrer las habitaciones a ciegas sin temor a tropezarme. Intuyo que el otro, de existir físicamente, sea un producto polivalente del caos. O el caos mismo. Los libros, por ejemplo, los tengo numerados y perfectamente censados en el índice. Es inexplicable, por tanto, que la biografía de Satyendranath Bose aparezca junto a Jean Larteguy. Comienza a preocuparme esta especie de desorden que últimamente descubro. No 180


EL GALLO DE NICÉFORO

me gusta arrimar tanto el automóvil a la pared. El motor todavía está caliente. Estoy seguro de no haberlo usado ayer, de haberlo aparcado dentro de la cochera. Estoy seguro ¿o no lo estoy? El tipo es igual que yo. No tiene sentido que aparente sorpresa al descubrirlo. La misma altura y el mismo color de los ojos. Le estoy esperando desde hace tiempo. La barba descuidada y el pelo revuelto, ésa es quizá nuestra única diferencia. Viste mi misma camisa e idéntico pantalón. Tenemos ambos la cicatriz en la frente, la que me hice de pequeño al caerme desde una consola de mármol. Yo la tengo a la derecha, él inclinada a la izquierda. Dicen que el rostro humano no es simétrico. Desconozco qué parte soy yo si él es la otra. Oigo perfectamente los aldabonazos de la puerta. El tipo dice: .evall al odadivlo eh eM — Eso es algo imperdonable. Detesto a las personas olvidadizas. Siempre que viajo, lo mismo cuando se me requiere para una conferencia que por cualquier otro asunto, me hago por escrito una composición de lugar, me instruyo del camino y me cercioro de que voy cumpliendo metódicamente los pasos previstos en mi agenda. Procuro no dejar nada a la incertidumbre. Me horroriza el azar. Aborrezco a los individuos que funcionan a impulsos. La vida es demasiado compleja para dejarla en manos de lo que se conoce como destino o fatalidad, y que no es más que falta de previsión y desconocimiento de las circunstancias en que se plantean los problemas. Nada en el cosmos es simple. Todo está interrelacionado, nada hay gratuito; a un punto deviene otro punto y a éste sucede un tercero, formando juntos una de las miles de líneas que atraviesa el infinito. En las fórmulas de zigzag cambian los enlaces dobles. Cada pensamiento, cada acción, cada sentimiento res181


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ponde a un proceso químico perfectamente cuantificable. El otro me empuja groseramente a un lado. Y me echa su aliento fétido. Ha bebido cuando yo nunca bebo. Se introduce en la casa. Y yo salgo. ¿Quién es en realidad? ¿Soy yo mismo? ¿Soy yo mismo como soy o como aparento ser? ¿Soy yo mismo como alguna vez he pretendido ser? ¿Soy yo mismo destejiendo el laberinto de fracasos padecidos en la vida? Si así es, ¿qué camino de los muchos errados emprende él ahora? ¿Quién no ha querido volverse atrás alguna vez? Va directo a la cocina, toma de la nevera los restos de mi cena y se los come. Yo, mientras tanto, vomito. Ha sido como algo instintivo, he notado como una sensación de ahogo y un malestar general. Sus modales son algo bastos. Quizá fue él el expulsado del colegio donde me expulsaron a mí. O el que fumó el primer cigarrillo que me supuso aquella hiriente vergüenza. Quizá entone de forma aburrida las viejas rutinas de la primaria, aquellos cánticos desolados y monocordes, que yo no sé cantar. Se trata de un hombre sin demasiada educación, debo reconocerlo. Escupe en el suelo. Y eructa. Reconozco que domina el plano de la casa, porque luego acude al retrete, se limpia los dientes con mi cepillo y usa el mismo dentífrico. Cuando se le acaba el papel, sabe dónde guardo el rollo de reserva. Si le miro él también me mira. Estoy permanentemente a su lado. A veces parecemos uno el espejo del otro. Gira la cabeza a la derecha y soy yo quien se la encuentra a la izquierda. Cojo el pomo con esta mano y me topo con la suya contraria. Y cuando apago la luz, él la enciende. Es asombroso. Y muy molesto. Digo: — ¿Qué está pasando aquí? Él se sonríe y entonces yo me pongo serio. 182


EL ÓVALO DE LA LINTERNA

Me explica que nada puedo hacer para evitar su presencia. Que mi soledad, es ahora una soledad compartida. Que el único elemento importante del hombre son sus errores. Que si desaparecieran los errores, el hombre quedaría convertido en un amasijo estúpido de ilusiones vanas. Y que soy yo el que ha dejado restos de sueños inconclusos vagando desnudos por el espacio. Que al igual que en las vastas extensiones del universo donde no hay nada siempre hay algo, los vacíos de los sueños dejados por las personas terminan siempre por cubrirse. Y yo he dejado muchos vacíos. Demasiados. .esriulcnoc ebed azeipme es euq oL — Me repito luego la teoría incierta de los desdoblamientos. Yo soy exactamente otro no siéndolo. Y otro es exactamente yo no siéndolo. Y hay otro que es otro siendo yo no siéndolo. Y siendo otro yo soy otro siendo yo. Estamos condenados a no entendernos entendiéndonos. Y a no pensar pensando. Y esto me horroriza. ¡Somos tan distintos siendo iguales! Si yo engordo, él adelgaza; y si bebo pasará sed. Y como prueba de lo dicho, se deja caer pesadamente sobre el sillón y de inmediato, como impulsado por un invisible resorte, me coloco yo en pie justamente enfrente. Temo por un momento que lo que me quede de existencia se vuelva imposible. Que me esté aproximando al colapso, a ese furor gaseoso que presagia la explosión incontrolada. No voy a poder aguantar que me cierre el libro cuando yo vaya a abrirlo ni que me ocupe la máquina de escribir cuando yo la necesite. Ni que yo suba cuando él baje. .aígrene amsim al sobma somimusnoc ,—dice—etnemadaicargseD — Cuando uno se cuestiona algo siempre es el otro quien responde. Por eso permanezco al acecho. Y espío sus silencios aunque me sienta vigilado. Pregunto y me respondo. Soy yo, porque es mi misma voz la que responde. Pero también su voz cuando pregunta me suena idéntica. Y me responde las respuestas que he 183


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previsto y me pregunta lo que ya he formulado adecuadamente. Como si adivinara mis pensamientos. O como si mis pensamientos fueran realmente los suyos. Pretendo cruzar el pasillo y me detiene. Intento servirme un vaso de leche y vuelca el recipiente. Se ríe ante mi desconcierto. Me confiesa que no hay fórmula posible cuantificable para que recupere algo de mi anterior estabilidad emocional. Grito que no le necesito a mi lado. Que puedo desvelar las ecuaciones matemáticas por mí mismo, con mis propios conocimientos. La razón es sencilla, me sorprendo gritando. ¡La razón es sencilla! El abre estúpidamente los ojos y yo los cierro. Necesito organizar este desorden. Y él descubre en esa centésima de segundo el contenido exacto de mi pensamiento. Le digo: — Lamento tener que tomar esta decisión. .sagah ol oN — — Debo hacerlo —insisto. ¡La escopeta está demasiado próxima! Y eso no parece inquietarle. Me dice: .otreica oy ,sacoviuqe et út iS — Se encoge de hombros. ¿Y si las cosas no son así realmente? ¿Y si hubiera una mala interpretación en todo esto? ¿Y si, en definitiva, él no fuera yo sino otro? ¿O si los dos fuésemos otro? ¿O si los dos no fuésemos ni siquiera otro? Decido intentarlo. .sagah ol oN — La superpuesta la guardo siempre cargada. .sagah ol oN — Le noto algo nervioso. Y yo estoy tranquilo. Digo: — Voy a sacarte de mí a la fuerza. Me vuelvo rápidamente hacia el armero. Él se aleja algunos 184


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pasos hacia la ventana, y yo me acerco. Cojo la escopeta. Casi sin apuntar, disparo. He sentido el ruido seco que ha roto las entrañas de la noche. Como si se hubiesen desmantelado las estrellas y se acabara el infinito y todo esto generara una increíble explosión. A una distancia tan corta es imposible fallar. Y yo soy un buen tirador. No lo comprendo. Él está tranquilamente encendiendo un cigarrillo, al borde de la ventana. La escopeta está en el suelo. Descubro unas diminutas gotas de sangre, que poco a poco van formando un diminuto charco, que poco a poco va creciendo a mis pies. Me dice : — Lo siento, hermano. Me veo de repente de rodillas como si necesitara pedir perdón. Compongo una figura ridícula. Contemplo mis manos manchadas de sangre. Soy yo, aunque quiera ser el otro. Quiero decir algo, pero apenas me queda voz. .otimov oveun ed oy Y .oniv ed osav nu etnemaliuqnart ebeb oícav y elbisnesni, secnotne, lÉ.

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Una máquina para idiotas Me han traído a casa una máquina para idiotas. Tiene una rayita azul y una pantalla con colores. Basta con enchufarla para que haga sola las cosas. La contemplo embelesado. Es más inteligente que yo. Mucho más. Ni comparar. Oiga usted. El técnico de la tienda, bajando el tono de su voz, me ha dicho que tenga cuidado con ella. Suma más rápido que yo, multiplica infinitamente más rápido que yo. Y se permite pitar cuando me equivoco. Hasta me interroga en inglés, idioma que como todo el mundo sabe desconozco. He intentado sorprenderla con mil argucias. Imposible. Le he hecho repetir la misma operación toda esta noche. Incansable. Le introduzco un número inmenso, el más grande que se me ocurra. No le importa. Por fin, después de muchas horas, he descubierto su talón de Aquiles. Basta con tirar del cordoncito. Entonces el silencio, no sé por qué, resulta más grato. ¿Para qué quiero yo sumar tan rápido? ¿Por qué tengo que aguantar algo que me recuerde los errores? Ya está. Ahora me aturde una cuestión: Si yo puedo desenchufar a esta maldita máquina obligando a que se pare, ¿no habrá alguien por 186


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ahí que se le ocurra también desenchufarme a mí?

La escalera Les aseguro que aquí arriba se está muy bien. Es un lugar confortable. Sin ruidos. Desde esta altura los hombres se convierten en manchas anónimas. Ninguno lleva el sol detrás. Ninguno por tanto se pisa su sombra. No funciona nada del mundo. Incluso parece todo en orden. El paisaje refleja colores de invierno. Qué sé yo. ¿Qué puedo decirles? Las hormigas no existen. Tampoco existen, por supuesto, los problemas, a no ser que ustedes sufran de vértigo. Ni las enfermedades crónicas. Ni las contagiosas. Tampoco llegan hasta aquí las noticias de los periódicos. Ni los bocinazos angustiosos de los automóviles en la cola del semáforo. Todo está achatado, como si alguien con una espátula hubiera extendido los colores en desorden sobre un lienzo. Los árboles parecen puntos; las casas, rayas perdidas. Los hombres, nada. Eso he dicho: nada. Aunque ustedes no se lo crean Veamos. Esta es una ciudad de tres puentes. Esa es una buena característica. Un río divide la ciudad antes de tropezarse con el mar. Los puentes son brazos amistosos. Cada uno con su propia fisonomía. El segundo, por ejemplo, se adorna en base a preciosos caballitos alados adosados a las farolas. Nace de la Avenida, que es el ombligo de la ciudad. Es un puente con remilgos. Clásico. Aristócrata. Solemne. Y un poco ridículo. Impávido, ceremonioso. Allá se despedían antaño los cortejos fúnebres cuando la otra ori187


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lla era precisamente eso, la otra orilla, y a los muertos se los llevaba en un carruaje tirado por dos caballos. Si los caballos iban sin penacho el entierro era de pobre. Si el copete presentaba dos o más juegos de plumas, el muerto era un tipo pudiente, de los que creen que no se van a morir nunca. El primero de los puentes, responde a una construcción barroca. Recargado de esfinges y faunas imaginarias, de dragones con su lengua salvaje lamiendo moscas y de farolas redondas como lunas de agosto, penetra en silencio en el barrio obrero. Es el puente madrugador y el que más se enfría porque se enfrenta sin defensa a los golpes de mar. Curiosamente, un reloj ciego corona una torreta de ladrillo malcarado al final del tercero. La torreta de ladrillo antes debió de contener una puerta, porque el baño de cal no oculta su fábrica. El reloj permanece parado, como una araña en su tela, a la espera quizás de cazar algún día una hora. Este es un puente oscuro, austero, desnudo, extraño. Los puentes están para atravesar el río. Son dedos enormes que nunca suscitan indiferencia. Cuando la marea viene alta, el río puede llegar a besarnos los pies. Explota entonces la espuma en el aire y retumban sin descanso los pilares. Las aguas traslúcidas permiten apreciar el zigzag borracho de las anguilas y el destello de las escamas azules de los tristes corcones. Cuando la marea viene baja, el fondo arenoso dibuja desiertos pálidos y aburridos, mapas por donde el agua se pierde despacio. Los puentes, como el resto de las cosas inanimadas que se molestan en acompañarnos, delatan la identidad de la gente que los transita. Quien acostumbra a hacerlo por el segundo aborrecerá naturalmente del primero. Caminaba yo por el tercero con las manos en los bolsillos y silbando. Daba una patada a un papel, a una piedra, a la sombra, a lo que fuera. Miraba al cielo. Dar una patada al aire es espantarse uno de sí mismo porque a veces es mejor que el sí mismo camine 188


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unos metros alejado, allá por la acera de la barandilla verde. En esta ocasión, estaba contento porque las horas que vienen derrotan siempre a las pasadas. Hay que agarrar el tiempo, viejo cronista de las renuncias, y sepultarlo junto a los recuerdos. Realmente, como el hoy siempre inspira las desdichas, hay que imaginarse a cada instante el mañana. Y yo me lo estaba naciendo apasionado. Frenético, voluptuoso. Me nacían tantas cosas amables, pensaba tan intensamente en ellas. Por ejemplo, en lo bonito que debe de ser introducirse uno de repente en una milonga dulzona de esas y abrazarse a una agradable mulata de vestido floreado. O. Oigan, que me topé con una escalera plantada en medio de la acera. Fíjense. Qué cosa. Una escalera. Fascinante. Una escalera aventurera empeñada en conocer mundo. No, no se crean ustedes que una escalera de carpintero o de mecánico electricista. Era una escalera de vecindad, de esas que conducen de un hogar a otro, de un silencio a otro. Rellanos, arambol, peldaños rojizos de piedra pulida. De veinte o veinticinco pisos. Monstruosa. Rozaba el cielo perforando las nubes. Por supuesto, pregunté al celador municipal, un hombre ya mayor, algo sordo y con el bigote blanco. Me dijo: — Seguro que la ha abandonado un edificio al que le han dotado hoy mismo de ascensor. El pobre hombre estaba realmente aturdido. Llevaba como un 189


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cuarto de hora intentando conectarse con una especie de teléfono bajo de pilas. Decía: “breco, breco”, o algo así, y al colocarse el auricular arqueaba un palmo las cejas. Me contó con aire misterioso que estos aparatos modernos le marean a uno la cabeza. El aparato aguantaba sus soplidos a la intemperie. Una voz metálica algo extraviada sonó de repente. El celador me informó de que en el cuartelillo nadie había denunciado la pérdida ni el hallazgo, y que, por lo tanto, la escalera pertenecía a quien la reclamase. Me dijo: — Es como si usted se encuentra una mesilla en la basura. Si se la lleva ya es suya. Y si no se la lleva, pues será de otro. Me asusté un poco, la verdad sea dicha. La escalera es una memoria viva de la historia. Delatora de suspiros de medianoche, testigo de encuentros sospechosos de vecinos en el rellano. Abandonarla a la intemperie parece un acto impropio de gente educada y consciente. Resultaba además demasiado grande para llevármela a casa. ¿Se lo imaginan ustedes? En estos pisos de capital ¿quién puede colocarse una escalera en el cuarto de baño? La gente pasaba sin molestarse en mirarla. Como si fuera invisible o estuviera de incógnito. Ya se sabe que la gente camina contando sus pasos, y que hasta que no lleve cien o doscientos no se detiene para encender el cigarrillo. Practiqué un cuestionario de urgencia. Un tipo muy abrigado, yo diría que con muchos posibles, de unos cuarenta y cinco años para arriba, me dijo que era cosa de quincalleros y menesterosos, de esos tipos puñaleros que te asaltan por el camino; otro, que de vagos, estudiantes, jorobados y compadres, encharcados en alguna fiesta de despedida; un tercero, más explícito, que de las fuerzas subversivas que intentan trastocar el orden de las cosas. Éste, además, me miró con recelo y añadió: — Mañana olvidarán un tanque y pasado una bomba. Y aun antes de doblar por el paseo de las piedrillas, se volvió 190


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afirmando: — Nos quieren matar a todos. Se lo aseguro. Cabrones. Y antes de desaparecer insistió: — Cabrones. ¡Una pobre señora quiso llevarse un peldaño a su casa! Lamentablemente, el peldaño no se dejó arrancar. Ofreció tanta resistencia que tuvo que desistir de la idea. La señora en su desesperación me confesó llorosa: — Ya no nos dejan ni ejercer la caridad. ¡A dónde vamos a parar! Al cabo de una hora o de dos o de tres, me percaté de algo insólito. La escalera estaba en medio de la acera, sí, pero ¿por qué nadie subía por ella? ¿Cómo era posible que no suscitara la más mínima curiosidad? ¿Por qué nadie se preguntaba el fin último de su presencia? Ni jóvenes ni viejos, oiga, nadie. Ya sé que cuando un objeto carece de utilidad se le condena sin honor al ostracismo más desdichado. Aquella escalera estaba arrinconada fuera de servicio. Era un trasto inútil, seguramente un juguete abandonado por un altivo edificio reconvertido acaso en oficinas. Aunque es de mala educación indagar en las vidas ajenas, no me digan ustedes que una escalera perdida no es algo sugerente. ¿Conduciría a pisos imaginarios?, ¿a balcones donde anidaran distintas especies de pájaros enjaulados?, ¿a habitaciones cargadas de rígidas disciplinas o de ansiosas decencias? Un jovencito con andares de escocido, de los que dicen paso tío y jodé qué bueno, se alivió en un descuido. Y dos o tres chicas se apostaron con valor, pero ninguna fue capaz de intentar el ascenso. El celador me dijo: — ¿Se decide usted? — ¿A qué? — A llevársela, hombre, ¿no ve que estorba? Debo confesarles que me costó gran esfuerzo vencer mi natural 191


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repugnancia a saciarme con recuerdos que no sean míos. Por ejemplo, reconozco que soy incapaz de quedarme con una fotografía de otra persona. ¿Qué hace ese rostro, esa mirada vidriosa y reflexiva dentro de mi cartera? ¿Quién soy yo, y en base a qué derecho, puedo apoderarme de lloros fingidos hace tiempo olvidados, de promesas renacidas entre viejos amantes? ¿Eh? ¿Quién soy yo? Un tipo confuso de los que pregonan que el mundo es un inmenso vientre donde cabemos todos, dijo: — Si no aparece su dueño deberíamos entregarla a una organización de caridad o a las misiones. Una oenege que la reparta entre los pobres. Una encantadora señora, dijo también: — Me iría muy bien para mi salita de costura, pero entonces tendría que sacar fuera la máquina de coser. Y un trapero, aseguró: — Tuve una parecida a la intemperie. Era muy dócil, pero soportaba muy mal la lluvia. A veces a la compostura se impone la curiosidad. Fue un impulso o qué sé yo. Un arrebato. Decidí quedármela. Desde luego, comprobé su solidez en el primer peldaño. Cerré por un momento los ojos. ¿Sería capaz de subirlos todos? Por si acaso, tomé posesión de inmediato del segundo. Alcanzar el entresuelo no resultó excesivamente difícil. Ni siquiera en esa altura la corriente molesta demasiado. Pero lo sorprendente fue que a medida que practicaba la ascensión, la gente iba agolpándose alrededor de la escalera. Quizás, dada la intrepidez de mi gesto, aguardaran futuros acontecimientos. Escuché incluso que uno me decía: — ¿Qué? ¿Se encuentra usted bien? No acostumbro a realizar esfuerzos excesivos ni aspavientos 192


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gratuitos, así que me limité a saludar. Pero el tipo insistió: — ¿Seguro que se encuentra bien? Le dije que sí. — ¿Está usted realmente seguro? Para el primer piso ya había conseguido sumergirme en una historia romántica cargada de celosías y de silencios esquivos. De alamedas y paseos con música de maracas y negros esclavos. No sé el tiempo que estuve dentro de esa historia. Posiblemente más de una vida. O de dos. Ni si la anudé con otra formando un laberinto de vidas. Se hizo de noche más de una vez. Al tipo asustadizo le creció una hermosa barba. — ¿Le sucede algo de interés? Su voz cada vez sonaba más lejana. En cada altura había nuevas aventuras que descubrir. Entregas, delaciones, nacimientos, muertes, venganzas, fuegos, intimidades, cansancios, pasiones incontroladas. Las historias me venían trepidantes como imágenes de un cine mágico rodado en blanco y negro. Curiosamente, mi visión iba cambiando con los pisos. Yo era menos joven cada vez. Al principio me costó reconocerme. Pero seguro que aquel muchacho que ayudaba en misa con los zapatos rotos era yo. Y el que espiaba tras las ventanas. Situaciones que había olvidado del pasado ahora las tenía de nuevo enfrente. De modo que sin darme cuenta desandaba algunos caminos para tomar otros distintos. Podía manejarme dentro de muchos sueños. Para el piso décimo intenté participar en la acción. ¿Por qué no besar a la chica o pelear con el malvado? ¿Por qué no saludar, sombrero en mano, a esa muchacha de mirada misteriosa a la puerta del casino? ¿Qué me dicen ustedes de los duelos a espada o pistola, de las turbulencias emocionales de los amantes? ¿De los automóviles rojos sangrantes en rectas de cien kilómetros? Algo me impulsaba a romper el listón de la celosía y dejarme descansar en brazos amables. Las historias de los pisos son, se lo aseguro a 193


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ustedes, más sensatas y tranquilas que las propias de la escalera. En el rellano, por ejemplo, en cuanto se apaga la luz, surgen los grititos de protesta previos a sollozos de vergüenza. Desconozco en que piso me encuentro ahora. Llevo tanto tiempo que he perdido la cuenta. No me atrevo a levantar la cabeza por si ya fuera el último. A veces, cuando descubro historias humillantes o comportamientos sombríos, reconozco que intento recuperar el peldaño anterior sin conseguirlo. Me gustaría modificar las situaciones, pero me cuelga la pierna en el aire. Me han disminuido las fuerzas. Cosas de la altura, supongo. Con la altura las imágenes entornan, volviéndose más borrosas, menos intensas. La brillantez del paisaje compensa esta circunstancia. ¿Les he dicho que desde aquí todos los hombres se convierten en manchas anónimas, que se agitan en desorden? Pues se lo repito. Aquí arriba se está muy bien. Es un lugar confortable. Pero en estos momentos, debo confesarles, me asalta un cierto temor. Porque, delante de mí, alguien, de repente, en la confusión de mi ensueño ha colocado una puerta. Es una puerta maciza, de madera, con una pesada mano de hierro en forma de aldaba. La puerta, eso sí, necesita una capa de pintura. Quizás el viento o la lluvia hayan terminado por estropearla. Apenas puedo moverme. Es como si mi pies se hubieran enganchado en un felpudo inexistente. Tampoco puedo volverme atrás. Me cuesta empujar la puerta. No sé qué hacer. Quizá con un pequeño esfuerzo. Quizá luego o mañana o ahora mismo me venza el cansancio y me quede dormido. Y sean mis propios sueños quienes me suplanten y toquen por mí la aldaba. 194


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El hombre tenido por santo Un hombre tenido por santo un buen hombre al decir de los asiduos a la misa de seis tema de su sermón de este domingo: no des lo que te sobra. Da de lo que te falta y ganarás el cielo. El joven tenido por bobo molesto por el énfasis del santo que a golpes le despertaba exclamó en voz alta ¡qué gran putada! Asombro. La vieja de la fila dos se sofoca y desmaya. Se justificó de esta manera el joven. Si yo doy todo lo mío al compañero, me salvo. Y si él quiere salvarse, se obligará a dar a otro lo recibido de mí y lo suyo. ¿Qué hará entonces éste? Naturalmente, donará lo mío, lo de mi compañero y lo suyo a un cuarto. ¿Qué hará luego el cuarto? Pues, entregárselo a un quinto. ¿Y el quinto? ¡Ay, el quinto! Pues, pasárselo a un sexto. Señor, ahí radica la putada. Porque el sexto, para salvarse, me lo retornará de nuevo a mí. 196


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Y tendré lo mío, lo del otro, lo del tercero, lo del cuarto, lo del quinto y lo del sexto. ¡Me habré condenado para siempre! Dijo el santo varón elevando los ojos al cielo: perdona, Señor, tanta inocencia Dijo el joven tenido por bobo: claro que es posible que alguien a quien no le importe en absoluto salvarse termine rompiendo la cadena para quedarse con todo ¡y gracias a él nos habremos salvado todos!

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El momento sublime Últimamente todo se le iba enredando, como si las cosas se empeñaran en desordenarse entro de su cabeza. Sabía que uno de los juegos favoritos de la Lusitana del Puerto consiste en ir dejando indicios de su presencia, de la misma manera que hay animales que marcan su terreno. ¿Estaba, por tanto, próximo el fin? Se quedaba parado, de repente, atravesado en cualquier parte, oliéndose las manos. Escupió a un lado. Arrancó la amarillenta hoja del viejo calendario recogido del contenedor de basura. Los acontecimientos sublimes de la vida, se dijo en voz alta —y el descanso final es uno de ellos—, exigen un momento mágico para realizarse. Nunca el día del deceso es un día vulgar. — La luna llena convierte los días vulgares en días pasionales —susurró a las sombras que se cruzan indecentemente por las paredes. Las liendres anidaban ya en sus barbas entrecanas. Se miró los pies descalzos. La espesa costra negra había terminado por adueñarse de sus dedos, cada vez más huidizos. Incluso su voz le sonó a demasiado débil, algo infantil, con un timbre más propio de eunuco que de caballero. Que estaba enfermo, era evidente. Nadie mejor que él para saberlo. El picor monstruoso de la cabeza, y ahora también de la barba, le laceraba minuto a minuto, de modo que lo que tuviera dentro allí había anidado y no pretendía marcharse. — Soy un niño de salud quebrantada y de cuidados especiales —aclaró al imaginado espejo de inocentes angelitos dorados, torciendo un poco la boca y abriendo estúpidamente los ojos. 198


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Y al decirlo se trastabilló, como si estuviera borracho. Los angelitos dorados hacían como que le miraban sorprendidos. Eran cuarenta o cincuenta, todos amigos y muy risueños. Además su severo profesor de lenguas muertas acababa de exponer con frialdad ante el claustro de profesores reunidos en el salón del trono: “Su excelencia, primogénito del señor duque, grande de Castilla, grande de León y grande de otras grandezas, al que el terremoto de Lisboa no ha menguado la bolsa, precisa de una atención exquisita, porque quedan ya pocos de su abolengo”. Exacto. La Lusitana del Puerto había sido muy concreta: “Dejémonos de banalidades. ¿Qué importa en realidad todo el protocolo de la corte cuando uno va a emprender el viaje movedizo, el único que no precisa urgencias?” Un viaje que consiste simplemente en dejar la silla vacía. He ahí la dificultad de comprender la muerte para un caballero de frontera: por mucho que arañes las maderas o que te adentres en el campo del moro o que arranques astillas con las uñas, el que venga detrás termina cambiando las puertas. Morirse en el fondo es una temeridad. Y algo tan irracional que no merece la pena mentarlo ante gente maleducada y sin oído. ¿Había examinado el correo ordinario y expedidas las nuevas instrucciones para las Indias? Hurgó en el imaginado aparador. Alguien había cambiado el tintero de sitio. ¿Y el secante? Las cosas mudan cuando intuyen que van a cambiar de manos. Se comportan como las moscas en septiembre: nerviosas, molestas, intransigentes, estúpidas. Igual es que se había quedado sin tinta por culpa de aquel Felipe II empeñado en arruinar la hacienda. Y ¿qué decir del Carlos glotón y usurero? ¿Y de la Loca empeñada en abrir el ataúd una vez más? — Problemas de familia —dijo. 199


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Y mirando con recelo una sombra de la pared, sin duda un mendicante de incógnito hurgando en la habitación de las joyas, le espetó: — Me desagrada la actuación del virrey, sépalo usted, y haga correr la voz si lo considera conveniente, porque no ha analizado el asunto con suficiente frialdad, apresurado como está por salir a la caza del esquivo amante de su mujer. El virrey, el rey y la banda de mercenarios, de pusilánimes y descreídos, de hipnotizados, de impúdicos, de andrajosos y de mujeriegos. De músicos de laúd. Se echó a reír. ¡Paganos! ¿No provenía acaso alguno de sus ancestros de uno de los treinta y tantos bastardos de aquel austriaco del belfo caído? Abrió la ventana con sigilo, para no hacer ruido, apenas un palmo. Miró la callejuela que serpenteaba entre el monte y la iglesia, con sumo cuidado, para evitar ser descubierto. Los rufianes son necios, pero son rufianes. Y la maldad del despecho es amarga. Los centinelas, seguramente con doble prima de enganche, sobornados con prebendas y vanas esperanzas de tesoros ocultos en la bodega, seguían allí, abajo, custodiando la entrada. El pretil envuelto en musgo, la barandilla oxidada, la charca de aguas estancas, el sumidero anegado por las hojas caídas durante la última galerna, la pequeña celosía que resguardaba en otros tiempos la intimidad de unas monjas que ya habían dejado años atrás el viejo convento. Las gárgolas deformes. Las paredes de contención por donde la hiedra busca tenazmente el cielo diluido, esa mezcla suave de gris y agua, un cielo cargado de tristeza a punto de desmoronarse para siempre. El valido se había hecho construir una galería subterránea para revolcarse con la reina en horas intempestivas. Sonrió perezosamente. Le gustaba la espada corta de dos palmos. ¿Que el valido estaba loco? Evidente. Gañán, advenedizo orgulloso. Un ignorante huidizo. Lo dejaría escrito en el memorando que los amanuenses del reino deben de abrir en el momento de su tránsito al 200


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otro sueño. Pensaba reflejarlo así, sin puntos ni acentos ni arabescos ni góticas, porque al fin y al cabo la delación exige mesura pero no oxidadas bellezas. El valido transitaba a diario embozado y escocido por la calleja lúgubre barnizada por los meados del fin de semana. Las dos lágrimas de la araña de cristal continuaban en el suelo, en el mismo lugar de la víspera, como si la servidumbre no acostumbrara a adecentar el salón principal más que en las horas previas de las grandes celebraciones. — Si los bohemios en lugar de experimentar con tintes acuosos trabajaran mejor los engarces —expuso en voz alta—, no sucederían cosas tan desconcertantes. Lo haría constar de inmediato. Así que tomó de nuevo la pluma imaginaria, la untó otra vez en el tintero imaginario y pergeñó en el aire las voluptuosas redondeces de unas letras enormes. Era una pena que se le negara la posibilidad de la condena expeditiva de aquellos vasallos incompetentes, porque las cosas se arreglan con decisiones rápidas. Por ejemplo, como acostumbra ese pervertido rey de los francos cuyas mazmorras están repletas de filósofos y farsantes. Y de saltimbanquis y clérigos apóstatas. Le gustaba dialogar a deshoras con la pared donde en algún tiempo pudieron haber estado colgados los retratos al óleo de sus gloriosos antepasados, bien del que mató al turco ignorante o de aquel otro que acudió en ayuda del rey de Sevilla, un infiel que comía escorpiones y manos de cristianos viejos. Porque todos los rincones de las casas de alcurnia guardan celosamente secretos de pasados revueltos. Por eso deben taponarse con cuidado las rendijas, para que los secretos no desvelen intimidades perversas. Pero las intrigas afloran con más intensidad en palacetes como el suyo, silenciosos, erigidos entre iglesias, a poco que alguno escarbe. De modo que ya comenzaba a cansarse de la insolencia de los honorables del concejo por descubrir lo prohibido, porque 201


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una cosa es rendir la obligada pleitesía que a su alcurnia corresponda, y otra ese zafio ofrecimiento de concubinas de labios ardientes, espías sin duda del Cabildo, que siempre cortésmente rechazaba herido en su dignidad. La última espía —su solo recuerdo le excitaba de tal manera que se ponía a batallar con demonios, normandos y bizantinos— , una muchacha rubia, ataviada con un extraño casco amarillo, ridículo además, que hablaba como acostumbran las cotorras de palacio, a gritos más que a golpes, sin modulación alguna de voz, porque la educación plebeya, como es sabido, no incluye bailes de salón ni reverencias cortesanas. Fumaba además la descreída. Y se desenvolvía indómita y mandona. La muy puta. Tuvo que rechazar el ofrecimiento insensato por lo menos diez veces, porque hería sus sentimientos de caballero. Los esponsales para ser pactados obligan a la debida autorización del rey. La impaciencia, además, no es propia de hombres cabales, y así lo expuso a la autoridad cuando hubo de exponerlo. La muchacha, encima, hacía gala de unos ademanes temerarios propios de insubordinados y de gente de mala educación, que sin duda ofenderían en la corte. — Sin permiso del rey —dijo muy digno— no hay himeneo ni cruzadas. Y lógicamente, aquellos dos patanes desagradecidos, tocados también con unas gorras extrañas de nula utilidad para la guerra y unas mazas descabezadas colgando del cinto, y que acompañaban a la joven, no portaban las credenciales propias de los pajes, además de que no aparentaran mayores cualidades para el desempeño de misiones de alguna trascendencia. Cosa harto demostrada cuando procedieron incluso, los muy innobles, a arrojarle a él mismo fuera de su propia casa, a empellones y por la fuerza, sin miramientos ni razones, como si desconocieran que gente de su familia había librado serias peleas con otros bárbaros y otros cristianos de cruz pectoral, aliados de protestantes y otras gentes sa202


LA ESCALERA

rracenas de muy mala condición. En el forcejeo, y esto no se le olvidaría nunca ya jamás, escuchó nítidamente como la concubina despechada gritaba: — Sacadlo de aquí de una puñetera vez, cojones. Jamás hubiera sido capaz de suponer que la pasión engendre odios de semejante naturaleza. Está escrito que una mujer despechada es como el viento terrible que enturbia la mente, pero ese lenguaje y esos ojos abrasados cargados de maldad, marcaban con absoluta claridad el abismo social que separa desde siempre a las clases. A veces, los suspiros lejanos de los amantes buscándose en la oscuridad, le llegaban confundidos con el rumor de los árboles agitados por la tormenta. Entonces, se sentaba en el suelo. Y espiaba sin perder la dignidad. Eran los bufones que abandonaban palacio por la puerta trasera, la próxima a las cocinas, la más cercana a las caballerizas. De allí parte precisamente el pasadizo misterioso que conduce al coro de la iglesia, y que el concejo con extraños artilugios y máquinas ruidosas intentaba en los últimos tiempos hollar. Los bufones —su padre se lo había dejado escrito en la memoria—, son los elementos sabios de la corte, los que conocen las triquiñuelas de las alcobas y los que detentan el poder absoluto y auguran las desgracias. En ellos y en los mendigos de harapos y en algún fraile de cíngulo no ceñido con entusiasmo, radica la continuidad de las dinastías. Por eso a él de niño le hubiera gustado llenarse de campanillas y brincar dentro del jubón verde. Por eso ahora todavía practicaba saltitos festivos cuando las campanas de las iglesias repican a difunto. Musgo, lluvia. Tristeza. Cerró la ventana y la volvió a abrir. A veces jugaba a ese juego de girar la falleba durante toda una tarde. Miró de nuevo la calleja. Como un furtivo en su propia casa. Así tenía que vivir desde el maldito día en que apareció la muy astuta y rencorosa concubina 203


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despechada, temeroso de ser de nuevo descubierto por los dos rufianes desaprensivos, centinelas de puerta, que impedían que nadie se acercara a su casa ni que nadie saliera de ella. Esbozó una sonrisa triste. Aquel día se dejó apresar ciertamente, intentó justificar por enésima vez su actitud pasiva, confundido como estaba por la presencia turbadora de la joven. La espada le resultó en aquel momento demasiado pesada e incluso se le cayó al suelo hiriéndole en un pie. Fue un síntoma de su agotamiento físico, de la maldita enfermedad. Detenido como un forajido, desalojado de su palacio a empujones, y abandonado finalmente en la calle, como un perro sarnoso o un facineroso sin escrúpulos, pensaban las hordas canallas sin duda que la falta de orientación pudiera confundirle el camino de regreso. Poco sabían que la luna es la mejor arma de los caballeros, y que quien ha sido abatido por el moro retorna al punto de encuentro con remozadas ansias de venganza. Allá en el atrio de la iglesia comienza el mundo vacío de los otros, de los vasallos sin vergüenza, del pueblo llano. De los que no saben siquiera que son. De los que suplican piedad a los caballeros. Estuvo así un buen rato, conteniéndose la respiración. A veces, sobre todo en los últimos tiempos, los recuerdos se le mezclaban de modo algo confuso. A veces incluso los recuerdos se perdían por la casa y él los buscaba nervioso por las caballerizas y las cocinas, sin encontrarlos. Era como si por la noche le entraran al saqueo en su cerebro, con arietes y clavos, porque de repente el cuadro enorme del salón desaparecía para regresar una semana más tarde, y las armaduras dejaban caer las picas retumbando por las escaleras, o le ocultaban el polvo de talco debajo de las mesas de la cocina. “Cosas de la fiebre, de la maldita enfermedad”, le había respondido la Lusitana del Puerto, delante del hueco de la pared que acogiera en su momento hornacinas sagradas. 204


EL HOMBRE TENIDO POR SANTO

Aquella fue su última fiesta cortesana, por supuesto. Porque las fiestas agotan la resistencia física. No bailaba ya con la gracia de su lejana juventud, cuando después de las reverencias educadas, y la pleitesía de obligación, pegaba delante de la hermosa Lusitana del Puerto los catorce saltitos locos juntando los talones de los pies. La reina aplaudía y el rey aprobaba el espectáculo. Entonces todo era distinto. Las mesnadas se componían de castellanos hambrientos y no de turcos tenebrosos. Y la voz del canciller del reino era potente y no aflautada. Se había visto obligado a llamar la atención de los palafreneros de casaca roja porque sus medias no reflejaban la blancura impoluta exigible. ¿Y qué decir de la compostura de las sirvientas y su manera tan indecorosa de vestir cofias y delantales? Se lo diría a la ama de llaves, sin guardarse la más mínima recriminación. Una premonición. Lo sabía. Los instantes previos al tránsito definitivo avisan con pequeños detalles. El empolvado de las pelucas, por ejemplo. O los cánticos tabernarios de los mozos de cuadra. El relincho salvaje del semental negro, otro aviso. O la tormenta con su descarga de juramentos del cielo. La muerte, amiga noble y fiel, al tiempo que labra su camino va dejando señales casi imperceptibles, sólo detectadas por las personas de cierta sensibilidad. Por eso no necesitaba del diagnóstico de los sangradores para reconocer la cercanía de su llamada. Era así, simplemente. Natural. Sólo las personas de baja condición acogen la muerte con disgusto e incredulidad. Los nobles la abrazan como los príncipes a sus amantes: pasionalmente, en una entrega total. Las convulsiones, el castañeo de dientes, la desazón que le enturbiaba el cerebro cada vez con más insistencia eran claro presagio de lo que llevaba dentro. Las noches en que el viento frío envuelve aterradoramente la casa, abriendo y cerrando puertas, golpeando brutalmente los postigos y los últimos cristales de los que aún quedan restos, se atrevía a dirigirse a la muerte como a una vieja confidente de palacio. La llamaba Lusitana del Puerto, 205


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en memoria de aquella mujer de cabellera alborotada y de piernas largas y de mirada dulce, que entretenía los ocios de los marineros, y a la que aún queriendo y más necesitándola no pudo asirse jamás por la notable diferencia de clase. La Lusitana solicitaba el socorro en la catedral, lo que denota su grandeza de espíritu, mientras que los otros plebeyos, los distribuidos por iglesias de barriada, eran zafios, excesivamente toscos y muy poco ilustrados. Con la Lusitana intercambiaba largas parrafadas en los suaves amaneceres en que las gaviotas no picotean las paredes. Sus conocimientos de hombres y reyes la convertían en una compañía agradable. Ahora era también para él la confidente de sus silencios, porque los silencios en compañía se sienten de otra manera. Debía prepararse para el abrazo final. Los últimos días, la Lusitana, con la excitación reflejada en sus pechos abultados, se lo venía repitiendo insistentemente: “La muerte aborrece las cosas vulgares. Si quieres que te tome, entrégate todo entero, sin avergonzarte de hacerlo”. Meticuloso, inmovilizaba los últimos detalles, de modo que al recrearse en ellos fortalecía su espíritu herido. Y aunque la casa pareciera vacía, y las cicatrices de las paredes y el desconchado húmedo del techo apenas dejaran atisbar su pasada nobleza, en realidad estaban allí, donde siempre, los sillones de terciopelo y las marinas de olas gigantescas y salvajes, y los cojines de seda y las pistolas de bucanero y el dosel bordado en oro de la alcoba. Y el cuarto oscuro lleno de misterios. Le costaba admitir la idea de separarse de todo aquello, porque todo aquello eran sueños. Sueños que también habían soñado sus antepasados de generación en generación. Pero igual que su padre y el padre de su padre y el padre del padre del padre de su padre y así hasta generaciones lejanas, que se escapan por la historia como las hormigas por el campo, habían asumido la frágil condición humana y aceptado el tránsito sin mayores exigencias, cumpliría él también la inexorable ley de la vida con la dignidad propia de su linaje. 206


EL MOMENTO SUBLIME

Resulta demasiado dura la espera, pensó. E incierta. Y la Lusitana se lo confirmó aplacando la lluvia unos segundos. Siempre había sido dueño de sus propias emociones. En realidad, ¿a qué tenía que esperar? ¿Por qué? ¿No sería más lógico elegir la hora adecuada, el marco conveniente? La misma Lusitana se lo había confesado dulcemente: “Es más agradable acompañar a quien me llama, que perseguir al que me huye. Es un pacto de amor en un ratito a solas”. La primera vez que le vino este pensamiento necesitó un tiempo para sobreponerse al colapso mental. ¿Qué podía él hacer a solas con ella? ¿Y si no quisiera la Lusitana llevárselo en realidad, sino simplemente abusar de su inocencia? Pensamientos malditos. Pensamientos del demonio. ¿Qué de interés ofrece la vida para aferrarse descaradamente a ella? La vida simplemente supone alquilar un enorme salón vacío obligándote a llenarlo de músicos y servidumbres. Y él ahora ya sabía a ciencia cierta el vencimiento de su contrato. Le quedaban muchas cosas por hacer y pocas horas para hacerlo. ¿Por qué entonces esperar, y a qué? Comenzó a repasar su vida anterior. Y llegó a la misma conclusión: no merece la pena asirse a la gota de esperanza que desordena el curso natural de las cosas. Y punto. Los malvados, además, se emboscan día tras día. Es un asedio permanente. Son cada vez más ruidosos. Y cuando unos se van a evacuar sus necesidades fisiológicas, otros cubren la puerta. Indisciplinados. Pendencieros. Ahora, por ejemplo, uno de los malvados ofrece un cigarrillo al otro, como si el hecho de fumar estuviera permitido a la tropa. La llama de la cerilla desfiguró por un momento sus rostros macilentos. Eso era. Dos mercenarios ociosos. Lo comprendió al instante. El rey no debe permitir espectáculo tan denigrante. La llama de la cerilla. ¡La llama de la cerilla! ¡Eso es! ¿Cómo nadie se lo había sugerido antes? 207


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Durante unos segundos se quedó sin aire, con un pensamiento vacío viajando sin tiempo. Afrontaría con dignidad los últimos momentos. Envuelto en recuerdos, en las voces de sus antepasados. Nunca le volverían a atrapar. Nunca viviría cautivo. Nunca moriría esclavo. Jamás. Nunca. Nunca es nunca. Allí, dentro de su casa, oculto de los rufianes, maquinaría el acorde final de su vida. El tiempo, o la genética o lo que fuera, le había gastado una tremenda broma transportándole a una sociedad desconcertante y ridícula. Una sociedad donde la impaciencia ahoga la reflexión. El honor alcanzado en siglos pasados por su familia en aventuras guerreras, le impedía mezclarse con el resto de los mortales. Él, por ejemplo, jamás admitiría la presencia de un arrogante jovenzuelo acuchillando las reservas de alimentos que los plebeyos ocultan en esas odres enormes que son los contenedores olvidados a la intemperie por señores innobles. Todo caballero debe prepararse para la muerte. La muerte es el mejor negocio de la vida. Huía del sol tanto como de los bullicios y las aglomeraciones públicas. Desde muy joven, acostumbrado a guardarse dentro sus pequeñas apetencias y a recobrar su altivez en la soledad de su dormitorio, caminaba a contracorriente, con el orgullo de quien se considera diferente al resto y último representante de una familia condenada a la extinción. Paseaba de noche por los parques y jardines, cuando las miradas celosas se ahogan en la oscuridad. Solitario, envuelto en sombra, vestido con imaginados trajes de pasada elegancia, apoyándose en un imaginario bastón de empuñadura de nácar. Acudía a veces al comedor social a la hora en que los demás bostezan en los jardines. Rebuscaba con distinción en las basuras. 208


EL MOMENTO SUBLIME

Cuando él llegaba, los vasallos se alejaban como muestra de respeto. Así había sido siempre. Había decidido por tanto el tránsito sin esperar a que la enfermedad le acuciara. Y aunque la concubina despechada insistiera, él se iba a morir porque le daba la gana. Esa era su venganza. ¿Qué sería del mundo sin él? ¿Quién alimentaría a tanta servidumbre después? ¿Quién pagaría la soldada a una mesnada tan numerosa como la suya propia? Un golpe de rabia seguido de una inmensa fascinación. Nada más. Se iba a morir porque quería morirse. Así de simple. Porque si él quisiera se curaría. También así de simple. Porque hay aguas milagrosas y ungüentos santos. Le quedaban horas, pocas ciertamente. Las precisas para arreglar las cosas. La Lusitana del Puerto se lo había dicho con absoluta claridad: “Nunca tomo a un hombre desnudo. Siempre me lo llevo vestido.” Ninguna esperanza podría albergar ya esta sociedad vil y arrastrada, con un concejo extraviado que otorga poder a concubinas infames. Se recreó en su sonrisa suficiente reflejada en el único trozo de cristal de la ventana. Pensó que su último acto público sería arengar a las tropas acampadas antes de la toma de la ciudad. No me lloren —les diría—, sólo me recuerden. Sería milagroso que el concejo desistiera de su actitud mezquina. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Lo habían arrojado vilmente de su propia casa, y ahora cuando, no sin esfuerzo y mayor habilidad, había conseguido burlar la guardia para regresar al piso noble del palacio, le sitiaban sin dejarle libertad de movimientos. Le condenaban a la inacción, que es la peor condena para un caballero de frontera, pero también al hambre y a la miseria. Los milagros nunca están al alcance de quien los necesita. Uno en sí mismo ya es todo un milagro. — El cuerpo es una máquina perfecta —aseguró a los arqueros que comenzaban a tomar posición entre sombras, antes de envenenar las saetas. Iba a abandonar de una vez para siempre el tiempo nunca com209


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prendido, para retornar al lugar donde las cosas adquieren su exacta medida. Así que la muerte, su muerte, en el fondo es una liberación. Había imaginado muchas veces, en la penumbra del cuarto, ese momento sublime. A veces lo asociaba con un final apoteósico de ópera, con toda la orquesta atacando unida y la tropa firme, y los postulantes acordonando las calles por donde transitara el viático. Y los aplausos finales de los espectadores agradecidos por tan magnífica representación. Ahora, y como si fuera uno de los oscuros cuadros que adornaran alguna vez el salón, volvió a recrearse morbosamente en la escena. Yacería en la misma cama de sus antepasados, y no en ese hueco del suelo donde se amontonan los periódicos y asoman su sucio hocico las ratas por entre los rizos del colchón de lana, acicalado, pulcramente envuelto en la capa española, vistiendo la camisa de seda con sus iniciales bordadas y los botines de cuero extraordinariamente limpios y brillantes. En su rostro, el destello turbador de las velas del candelabro reflejando la profunda paz interior. Allá donde llegara, y estaba convencido de que la muerte siempre conduce a alguna parte, le felicitarían por su excelente disposición. De repente se dio cuenta de que no tenía a nadie a quien participar su enfermedad y menos la noticia de su inmediato deceso. Porque la Lusitana era la misma muerte. Y se asustó. Jamás había necesitado a nadie, fuera de los lacayos de librea y el resto de personal del servicio. Y aunque la priora del comedor social era una excelente ama de llaves y el repartidor del pan un palafrenero servicial y respetuoso, estaban demasiado ocupados en sus quehaceres diarios. ¿Y qué sugerir del nigromante de la escoba? Era un hombre más propio de recibir castigo que de acompañarte de ronda por bodegas y almenas. Los otros carecían de existencia en su entorno próximo. Estaban sin ser. Quizá fuera ésta la última broma cruel del destino. Barajó mentalmente rostros de los que 210


EL MOMENTO SUBLIME

desconocía sus nombres. El mensajero, el cortador, el herrero, el carpintero, el comerciante en brocados, el astrónomo. Todos le parecieron insulsos y vulgares. Condenado a irse de puntillas, como realmente había vivido, le dolía pensar que el momento se le iba a presentar ya, en cualquier instante. Sería terrible que la muerte atrape en un descuido, sin preparación, fuera de escena a quien precisamente la añora y busca. Horrible. Imperdonable. Incluso la muerte exige una elegancia. Le sobrecogió la idea de acabarse lentamente en aquella habitación oscura sin nadie que cuidara las formas. Las formas son necesarias y delatan el buen origen de las gentes. Pensó que precisaría la ayuda de alguien. ¿Quién? Alguien que hiciera con él lo mismo que hizo él con su padre. Esto le produjo una tremenda confusión. La muerte es un acto entre deudos o allegados y nunca podría aguantar la presencia de un extraño participando de la intimidad del momento. Además, ¿quién podría ser ese extraño? Recordó el instante sublime de la entrega de su excelencia, el señor conde, su progenitor. Cómo, aún después de un tremendo esfuerzo, expiró sin el rictus de la crispación recogido en el rostro. Cómo le recibió en el lecho y le dio la bendición antes de prepararse para la última batalla. Ese es el signo de los caballeros. La suave placidez. Con enorme afecto le cerró por última vez los ojos y le preparó para el tránsito, colocándole con auténtica reverencia las manos entrecruzadas sobre el puño de la espada. Y una cruz de plata. Pero a él, ¿quién le atendería? ¿Quién cerraría sus ojos? ¿Y si no hubiera nadie en ese momento? ¿Permanecería olvidado acaso dentro de la casa, muerto y descompuesto, tantos años como los que había vivido? ¿Qué sería de él? ¿Qué sería de su cuerpo? ¿Qué sería de la vieja armadura del desván, de las cartas que denotan el origen hidalgo de su familia? ¿Quién se haría cargo de ordenar la 211


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cubertería del salón, de desempolvar los cuadros? ¿Qué importaba? ¡Claro que importaba! Eso es lo que importa. Las formas, el estilo, la historia es lo importante. Hizo un tremendo esfuerzo para superar tan lúgubres pensamientos. Nunca podría perdonarse, y este nunca le sonó en aquellos momentos vacío de sentido y terriblemente inútil, afrontar el tránsito sucio y abandonado, deformado por la agonía. El último viaje debe emprenderse como siempre se ha soñado. Y tomó la decisión. Las noches desde el descubrimiento de su agónico encierro venían haciéndosele perpetuas. Por la calleja a partir de la caída de la tarde apenas transitaba nadie. Los destellos agonizantes de una farola se desparramaban por el empedrado del suelo. La casa, un edificio destartalado, de tres plantas, estrecho y húmedo, estaba amenazado de ruina. A veces, el crujido de las maderas o el movimiento del entarimado arrancaba misterios al silencio. No podría acudir a nadie porque los rufianes guardan celosamente la puerta. Se turnan de dos en dos para impedir que regrese a su casa cuando ya estaba dentro. Eso era lo peor de los mercenarios enemigos. Su celo. Su entrega sin reparo al comprador de sus servicios. Eran expeditivos, gritaban, nunca dejaban de practicar los suplicios más salvajes. Además, estaba seguro de haber escuchado de nuevo a la concubina despechada, con su voz de ratita atormentada. La muy bruja quería estrangularle con sus manos, negarle una muerte noble y digna. La muerte forma parte de la venganza. Comenzó a despedirse mentalmente de aquellas paredes viejas y abombadas de su habitación, y de los pálidos rayos de luz de la cocina. En esa misma casa había nacido él y todas las generaciones anteriores de su familia. ¿Quién recogería sus restos, le consolaría en el último suspiro o, simplemente, daría aviso a los servicios fúnebres? 212


EL MOMENTO SUBLIME

Una vez que falleciera, escribió con lucidez en un imaginado pliego de papel, cedía el palacete para museo. Le costó un enorme esfuerzo transcribir el legado. La sola sospecha de que algún día algunos escolares o algunos turistas movieran de lugar el porta firmas de cuero o untaran el pico de la pluma de ave en un tintero inadecuado le frenaba en su propósito. Así que determinó una serie obligada de condiciones. La casa permanecería igual, intocable. Nadie podría visitarla vestido de forma indecorosa. Recomendaba, como mínimo, el uso de chaqueta para los hombres y de medias para las mujeres. Todos debían santiguarse a la entrada y a la salida. Cualquier retoque de las paredes y del techo exigía hacerlo en pintura al óleo. Y la cornucopia del salón debería ser abrillantada por lo menos una vez a la semana. Prohibía expresamente la venta de cuadros, utensilios, cubertería, cortinones. Nadie cerraría jamás la tapa del piano. Y los bailes de sociedad que fueran a celebrarse en el gran salón de reuniones, serían decorosos y de obligada etiqueta. Y al rey, cuando acudiera el rey a su velatorio, habría de colocársele en el lugar apropiado por el protocolo, con un brasero a sus pies para que no tuviera frío. Después de firmar el imaginario escrito, procedió con solemnidad a la operación de lacrarlo. Y esto le devolvió la tranquilidad. Algo de él y de sus padres y de los padres de sus padres perduraría en el mañana. Aquellas paredes, que cobijaron sus cuerpos y donde sus últimos suspiros se convirtieron en aire, guardarían para las generaciones futuras el espíritu de una familia aristocrática, emparentada con la nobleza y leal. Subió al desván. Descolgó el inexistente viejo sable oxidado. Hizo un amago de ensartar el desaparecido baúl. Como acostumbraba desde niño, se cuadró saludando a las sombras. Sacudió los viejos trapos de cocina para quitar el polvo a los faldones de la imaginada armadura, y besó la bandera real recuperada no sin esfuerzo del contenedor de la esquina. 213


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Luego se dedicó a su trabajo de conversar con el pasado. En los últimos meses había envejecido. El rostro, cuarteado y amarillento, reflejaba, pensaba él, los estragos de la enfermedad, y los ojos, esos ojos en otro tiempo acerados, fríos y despectivos, comenzaban a mirar dormidos. De nuevo en el piso inferior, y en el hueco donde antes estuvo la consola, hurgó en uno de sus cajones tapiado de aire, encontrando el álbum familiar, en forma de hoja de periódico. Se sentó en la butaca de terciopelo carmín, perfectamente cepillada por la servidumbre y lentamente pasó revista, una a una, a todos las fotografías. Allí estaba él de pequeño, de primera comunión, o con sus padres en una fiesta social. El pelo ensortijado. Una vieja calesa, un gato, dos perros, la cuadra de caballos. Enfrente, colgando en la pared, el óleo enmarcado de la boda de sus progenitores. Altivo y serio él, apoyándose en el mismo bastón de empuñadura de nácar, reverencial, admirable; más apacible y serena, sentada ella con el ramo de azahar en la mano. Se despidió en silencio. Palpó por última vez la mesa de nogal que estuvo en el comedor y los dibujos prominentes de los rostros de caballeros esculpidos en los respaldos de las sillas. Colocó la cubertería de oro reducida a un vaso de plástico y sopló sobre el mantel de hilo. Y se dispuso a preparar el impresionante acto final. Despacio, como si fuera cargando de un sentido trascendente cada uno de sus pasos, recorrió toda la casa. Luego, preparó en una palangana oxidada un manojo de papeles. Y los empapó con las gotas de coñac sobrantes de las botellas recogidas de la calle los fines de semana. Esparció el resto de periódicos por el suelo. Cerró unos segundos los ojos, como si precisara una profunda reflexión. Y encendió la vela. Antes de consumirse totalmente la mecha, lógicamente, prendería en los papeles. Y de los papeles al colchón y a la estructura de madera. Y entonces el conato de in214


EL MOMENTO SUBLIME

cendio suscitaría la alarma de las gentes. Imaginó la escena. La agitación nerviosa de los plebeyos al intentar sofocar el fuego. Y, al instante, en aquella habitación, el hallazgo mágico. Él. Sublime. Tendido en la cama, con las llamas rojas envolviendo su figura majestuosa. Sereno. Apacible. Un final apoteósico, increíble, grandioso, extraordinario, sublime. Coral. Se introdujo en el dormitorio. Cerró la ventana de cristales rotos. Un golpe de efecto realmente prodigioso. Se desnudó sin prisas. Hizo como que buscaba en el armario ropero la camisa blanca de cuello de hueso y su mejor traje oscuro. Y comenzó a vestirse sin ponerse la ropa. Se anudó el cordón de un zapato desgastado a modo de corbata de seda. Se ajustó los gemelos. Se calzó unos calcetines rotos como botines de fiesta. Y se tumbó sobre el colchón. Contempló durante unos segundos el juego imaginario de la luz tenue de la vela al estrellarse en las paredes. Un cansancio natural pareció invadirle por momentos. Estiró las piernas, juntándolas a lo largo del suelo. Elevó la barbilla. Se tapó los ojos con ambas manos. Y se invitó a una oración silente. Al poco rato escuchó unas voces confusas en la calleja. Nunca se había producido una algarabía tan desconcertante. Y sonrió. Acaso ya había llegado al cielo y desde allí escuchaba las voces desconcertadas de los vasallos al descubrirle. Reconoció la voz de la muchacha del pelo rubio y casco amarillo. Sin duda, estaba impresionada. Escuchó con claridad cómo ordenaba a los dos guardias que se retiraran. La muchacha, dijo: — Adelante. Armados con picos y palas, los miembros de la brigada municipal esperaron a que el conductor de la máquina consiguiera la maniobra para enfilar hacia la casa. El capataz dijo luego: 215


LUIS MÂŞ ALFARO

— Venga, muchachos. Que es para hoy. A ver si conseguimos demoler el edificio antes de que se nos venga encima la noche.

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EL MOMENTO SUBLIME

La peluquería. En el mismo barrio, un par de calles más allá, un antro estrecho, alargado, oscuro, con un trastero medio oculto por una cortinilla gris habilitado para esconder la escoba y el recogedor y el saco de los pelos. Cuarentón, tieso como un poste de teléfonos, los andares afectados de novillero sin suerte, Constancio silbaba a las chicas antes de ponerse a torear las moscas de su establecimiento. Ayudado por la sábana blanca, la misma que enrollaba alrededor del cuello para evitar el cepillado posterior del pelo sobre la ropa, clavaba unas hermosas verónicas de salón, lentas y profundas. La gente aplaudía desde los bares. — El natural, Constancio, que se sienta la hondura. Y Constancio apretaba los labios contra la nariz, encelaba al toro de asfalto gris y extendía el brazo hasta el punto donde la mano dibuja la burla. Decía: — Los pies anclados en la arena, como un acorazado en la guerra. — Hace un fino si no te voltea el marrajo —decía alguien. — Dos si no pisas la enfermería —decía otro. — Ándate con tiento, que bizquea ese enculado —añadía otro de ronda. — Que no blandea, que es un engaño —avisaba otro. Constancio, entonces, brindaba mirando al sol: — Va por ustedes vosotros. Y emborrachado de gloria, se arrodillaba en la calle esperando en silencio que por la puerta de la peluquería apareciera el miura pegajoso y cabrón, que le resoplara las ingles. Había colocado un artilugio mecánico en la puerta con unos colgantes para que sonaran según se abriese. Dijo nada más verme entrar: 217


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— ¿Quién te ha segado el pelo hasta ahora, muchacho? — En casa —dije yo algo cohibido por el extraño recibimiento. — Ya —dijo él—. Un peinado original. La última moda de Paris. Viene en las revistas. Cosa de calidad. ¿Has estado en Paris, muchacho? — No, señor. — ¿Y sabes dónde está? — En Francia. — ¿Y qué hay en Francia? — Franceses. — Pescado atrasado y carne con gusanos. Y mucha lavanda, y mucho tomillo y mucha mantequilla y mucho ajo. Mucha mierda para tapar la mala calidad de lo que comen. ¿Sabías eso, muchacho? — No, no señor. — ¿Sabías que inventaron la colonia para no lavarse? — No. — ¿Y el peluquín para no peinarse? — Tampoco. — Y la guillotina para hacerse con la peluca de los ricachones. Me encogí de hombros. — Venga, no te quedes ahí. Entra. Me miró con curiosidad. — Yo he trabajado en Francia con los mejores peluqueros — dijo. — ¿Sí? —dije sorprendido. — Y puede asegurarte que ese modelo que luces es lo último en Paris. — Se ríe usted de mí. — Lo que yo te diga. Hasta los mariquitas del can-can lo llevan. — ¿Sí? — Una cosa de mérito. Así tan desigualado, con ese flequillo 218


EL MOMENTO SUBLIME

que se cae para un lado y se sube por el otro. Una recreación artística de la antigüedad. Así llevaban el pelo los soldados y los frailes. Los eunucos de ese emperador alemán que tiene gota. Los de los Tercios de Flandes, por ejemplo. — Pues me lo cortan en casa. — Se nota. Se nota incluso que hasta sabes leer. Me pega que eres un intelectual, un tipo listo. Tienes pinta de eso. Sabes leer, sabes escribir. Me lo he dicho nada más verte. A este muchacho le privan los toros pero no va nunca a verlos por respeto. — ¿Por qué? —dije confundido. — Porque si el toro te ve de esa guisa, salta la barrera y se oculta asustado en la dehesa para el resto de su vida. Dos sillones de trabajo, cada uno enfrente de un espejo, y cuatro sillas de espera. En la repisa, potingues, brochas, un afilador de cuero y media docena de brochas. Y la piedra desinfectante para las cortaduras. Los sillones se frenaban con una palanquita niquelada que Constancio activaba magistralmente con la mano. Unas revistas de toros, sobadas y atrasadas, aguardaban al trapero encima de una mesita. Las paredes recubiertas de azulejos blancos salpicados por cuerpos de calendario con dibujos de toreros. Había un reloj de péndulo, de esfera amarilla, dentro de una caja de madera. Y un altillo para elevar a los niños pequeños. Me colocó la sábana después de airearla con soltura. Giró el sillón lo suficiente hasta situarme frente al enorme espejo. — Me señalas hasta donde quieras el corte. Apagó el enorme aparato de radio con su misterioso ojo mágico verde. — Necesito concentrarme —dijo. Y comenzó a raparme con una máquina perversa que a veces se atascaba arrancándome mechones. Dijo: — ¿Sabes dónde va a acabar tu pelo? 219


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— No. — En la cabeza de una muñeca pija. Comenzó a silbar. Y cuando se cansó de hacerlo, me preguntó: — ¿Te gustan los toros, muchacho? — No lo sé. — ¿Qué es eso de que no lo sabes? — No he ido nunca, señor. — ¿Sabes lo que es un natural? — No. — ¿Y una larga cambiada? — Tampoco. — ¿Y un par de banderillas clavadas en lo alto? — No. — ¿Y lo que es un astifino y un bragado? — No, no señor. — ¿Y el color de la luna una noche subido en una encina, perdido en una dehesa en Salamanca? — No he estado nunca en Salamanca. — Cagüenlaputa. Constancia parecía abatido. — ¿Sabes por lo menos que una vaca de vientre es más peligrosa que un toro? — Tampoco, señor. — Vale, ¿qué es entonces lo que sabes? — Lo que me enseñan en la escuela. — ¿Y qué coño te enseñan en la escuela? — Geografía y las cuatro reglas. — ¿Eso de que un coche sale de un sitio y otro del contrario, dónde se encuentran y se pegan el morrón? — Sí. Eso. — ¿La prueba del nueve y a multiplicar por once? — Sí, claro. — ¿Que si tienes tres manzanas y te quitan una hay un cabrón 220


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que se come la que te han robado? Asentí sonriendo. Constancio escupió entonces de muy mala leche al suelo, y dijo visiblemente cabreado: — Ya. Lo que no sirve para nada. ¡Ganas de perder el tiempo! ¡País! ¡Así vamos a sacarlo adelante!

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La puta del pueblo A la puta del pueblo se le ha muerto el marido. Casi de repente. Se le subió una calor y le vino una fatiga. Como un pajarito. ¡Pobre hombre! Todos lo hemos sentido de verdad. Sin excepción. Aunque a la muy golfa se le hayan estrechado las caderas con tanto luto riguroso, hemos de reconocer que siempre le tuvo un buen sentimiento. Jamás escuchamos de sus labios la menor queja. Antes al contrario. Decía: mi hombre es muy trabajador, sin tiempo para los vicios. Un dechado de virtudes. Una buena persona. Ni siquiera acude a la cantina a jugar la partidita. Y un buen padre para mis hijos. Lo proclamaba también a quien quisiera oírlo lo mismo en la cola del pescado que en la tienda de ultramarinos. Cuando lo introdujimos en la caja, a nadie se le ocurrió la broma que fácilmente podía hacerse. No quiso separarse de él. Se echó sobre la caja sollozando como una plañidera griega. Decía llorosa: pobrecito. Dejadme que le bese. Dejadme que le dé un último abrazo. El difunto, allá donde esté, puede sentirse orgulloso. De verdad. Muy orgulloso. Nunca en ningún otro funeral hubo tanto deudo preocupado. Calculábamos todos inmóviles, cómplices ante el altar de piedra y los viejos santos, en cuánto incrementaría su precio la pobre mujer, para complementar la exigua pensión del muerto. 222


EL MOMENTO SUBLIME

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El nublo del verano Sucedió que se llegaron en tromba los soldados, furiosos como los nublos con pedrisco. A la hora del silencio, cuando el sol está en lo alto y no hay pinta de sombra ni un pájaro jugando a guiños. Las calles empolvadas y sucias. Los soldados venían orillándose por el camino, haciendo atajos entre majuelos y cardos. Iban de aceituna, arremangados, jurando para sus adentros, recalientes los cascos y humedecidos los sobacos. A veces, se cruzaban el fusil sobre el pecho y saltaban a un lado o reptaban por otro hasta ocultarse tras un árbol reseco. A veces, hacían un reclamo de pájaro o un silbido, según fuera la señal convenida del día. La avanzadilla se asomó por las yeseras. Uno de los vigías oteó el horizonte con los prismáticos. Buscó el culebreo del río más allá de los maizales. Vio a un gato blanco acechando a la orilla. El puente permitiría el paso de los camiones y de las tanquetas con sus andadores de oruga. Marcó posición de avance. Los soldados se lanzaron cuesta abajo, cayéndose unos, tropezándose otros, como si temieran ser sorprendidos por el fuego cruzado de algún enemigo. Como era a la hora de la partida, en el bar estaban los viejos entrampándose. Cinco o seis en cada una de las dos mesas. Uno de los viejos, el más próximo a la ventana, descubrió a los militares cuando ya alcanzaban el avellano. — Ya los tenemos ahí —dijo sin sobresalto ni emoción alguna. — ¿Dónde? — Más acá del pinar. — ¿Otra vez? —dijo otro de los viejos. — Y las que vendrán —dijo otro. — ¿Quiénes son ahora? —preguntó otro. — Azules por lo que parece —dijo otro. 224


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— La anterior fueron rojos, pues ésta azules. — Creo que son azules —dijo el que estaba próximo a la ventana—. Se me antoja que llevan un pañuelo azul al cuello. — Azules o amarillos lo importante es que podamos acabar de una vez la partida —sentenció uno de los viejos, el que llevaba la boina inclinada hacia atrás y el palillo mordido. La avanzadilla se detuvo cerca de la primera de las casas, la que estaba próxima al rollo, donde la cuadra de vacas y el viejo molino. Uno de los soldados, el más intrépido, avanzó hasta la pared, pegó una patada a la puerta de la casa y se introdujo dentro. Salió al poco tranquilamente, con un cigarrillo en la boca, echando humo por la nariz. — Libre —dijo. Entonces, un segundo soldado penetró en el molino. — Libre —anunció al salir éste también, moviendo la mano al aire. — Sin problemas —dijo el primero de los soldados. — Despejado —hizo correr la voz el sargento. Aguardaron pegados al adobe la orden definitiva. El sargento, levantó el brazo y encañonó con los prismáticos la cima de la yesera. Era un hombre curtido, al final de su trayectoria militar. Llevaba la cara enharinada, como si todo el polvo del camino se le hubiera quedado atrapado. Los ojos los tenía enrojecidos. Al cabo de unos diez minutos alguien se asomó arriba, con una bandera azul ondeando sobre una rama de encina. El sargento, ordenó: — Adelante, muchachos, y mucho cuidado, que a lo mejor el pueblo ha caído en manos del enemigo. Volvieron a adelantarse los de la avanzadilla. Caminaban culebreando. A veces, se guarnecían detrás de una morera; otras, simplemente se lanzaban intrépidos hasta las casas próximas. Los del bar apuraron el café y las bebidas. — Ya han llegado —dijo el viejo que vigilaba la ventana. 225


LUIS Mª ALFARO

— ¿Reconoces a alguno? —le preguntó el viejo de la boina. — Yo diría que no. Pero puede que sí. Poco después, los soldados cubrieron como locos el trecho que les separaba del centro y ganaron la plaza. El mundo parecía romperse de repente. Una nube gris, espesa, envolvió la fuente y el ayuntamiento. El coronel descendió lentamente de su vehículo. De mediana edad, orgulloso de sí mismo. Estaba satisfecho de la operación. Desempolvó indolente las solapas de su guerrera. Miró a derecha e izquierda. Buscó un cigarro habano y dejó que el teniente se lo encendiera. Entraron los mulos, los tanques, las orugas y los camiones cisternas. En unas horas, la fisonomía del pueblo había cambiado totalmente. La gente, se fue haciendo a la calle, con la cédula de identificación al cuello. Ya estaban acostumbrados. Ahora vendría la proclama marcial, el cierre del bar, el toque de queda y la requisa. Enseguida los soldados extendieron el prolongador del cable y colocaron el altavoz en lo alto de un poste. Más tarde, volverían a convertir la iglesia en granero. Todos los militares actuaban de la misma forma, como si sólo existiera un manual de instrucciones tanto para rojos como para azules, amarillos o verdes. Iglesia, granero; una semana después, granero, iglesia. Los soldados apostados por el suelo para evitar convertirse en un blanco fácil para los supuestos enemigos, copaban esquinas y recovecos. La gente los miraba con atención e incluso con cierta simpatía. Podían reconocer la procedencia de los mandos según la manera de desarrollarse el despliegue. Todos los operativos tienen su propia estrategia. Quién busca las alturas, quién el suelo raso de la calle. Quién obliga al personal a numerarse en la plaza, quién pasa de hacerlo. En cualquier caso, la invasión sirve para romper la rutina. A la hora del ordeño y del acarreo de la mierda de la tenada, 226


LA PELUQUERÍA

las muchachas y los niños se acercaban a los soldados y los tocaban. Estos, agazapados todavía en las esquinas bajo la sombra de los aleros, con el ojo en el punto de mira de los fusiles, no podían disimular su disgusto. — Niño, lárgate. — Cagüen la leche, que esto es muy serio decían. — Estamos en guerra, señoritas. — Venga, largo. Circulen. — Hala, coño, que se van a desgraciar. — Quítense de ahí que nos borran la línea de tiro. — Venga, niño, ponte a este lado. La gente apenas les hacía caso. Seguía tocándolos como si fueran los juguetes de Navidad. La guerra era una cosa de tradición, como las mismas fiestas del santo. Romería, ofrendas, la venta de melones. Habían cambiado tantas veces de gobierno, de generales, de nacionalidad y de bandera, que los del pueblo desconocían cuál correspondía ahora. Cierto que la víspera les había llegado como una fiesta de tracas y cohetes, un sonido fuerte, parecido a los truenos de verano. Como hacía años que no descargaba el nublo amarillo sus granizos grandes como huevos de perdiz, otearon el horizonte, antes de caer en el convencimiento de que aquello bien pudiera ser un anuncio de ferial más allá del río. O de nuevo la guerra que nunca terminaba de irse. Los soldados camuflaron en poco tiempo el antiaéreo bajo un falso techo de ramas de álamo. Luego, se apostaron por turno, con los fusiles amartillados. Tomaron por fin la iglesia, la escuela y la báscula del cortador. Cuando el coronel concluyó el análisis estratégico de cada uno de los edificios requisados, se acomodó en una mecedora y escupió a un lado. El maldito polvo se metía muy dentro. 227


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Eructó, escupió, y dijo: — Que venga la autoridad civil. Era de rutina. Tío Manuel llevaba ya como una docena de coroneles, lo menos cuatro generales, veinte comandantes, cien capitanes, trescientos tenientes y miles de sargentos, cabos, soldados primera, soldados segunda y más tropa. Con las manos en los bolsillos, y algo cansado, dijo: — Se me llama y he venido. — ¿Tienen ustedes doctor? ¿Tienen ustedes hospital? ¿Qué coño tienen ustedes aquí? — Hambre cuando el año viene malo —dijo Tío Manuel— Y éste viene horroroso. — Necesito alojamiento para la tropa. — Pues que se acomoden por los pajares. — ¿Y la intendencia? ¿Cómo andan ustedes de intendencia? —dijo el teniente, con el bigote tintado por el polvo. — Gallinas y chinos. Lo de siempre. Un mulo y alguna vaca enferma. — ¿Y gasolina? — Algo quedará por ahí. — ¿Dónde es por ahí? — Pues por ahí. Tío Manuel se quedó mirando fijamente al coronel. — A usted no lo conozco. Usted parece nuevo por aquí. — Coronel de Estado Mayor don Andrés Cifuentes, con tratamiento de usía, y muy corrido en el frente. — A mandar —dijo Tío Manuel—. Tío Manuel a quien llaman el alcalde. Un poco viejo para estos sustos. — ¿De qué bando es usted? —le preguntó de repente sin ninguna consideración el capitán, un tipo con la camisa abierta y una cicatriz en el pecho. — Del contrario al que ustedes fusilen. — Pregunto —dijo el capitán visiblemente molesto por la res228


LA PELUQUERÍA

puesta— si ustedes sienten simpatía hacia nosotros. — ¿Y quiénes son ustedes? — Los del bando nacional —anunció orgulloso el capitán. — ¿Y cuál es el bando nacional? —repuso sibilinamente Tío Manuel. — El que trae la paz, respeta las raíces, y regenera los valores. — Pues, entonces, sí. — Eso está bien —convino el capitán—, pero que muy bien. Porque ya estamos hasta los cojones de alcaldes comunistas y rufianes. El coronel extrajo de una cajita sus medallas militares y fue colocándoselas una a una con parsimonia. — Mírelas con atención. Ésta —dijo el coronel mostrando una muy brillante— fue por el asalto a un nido de ametralladoras, y esta otra por no perder al póquer esa misma noche. — Y se rió ruidosamente, como si le chapotearan dentro del vientre todas las ranas del pilón. Los oficiales en prácticas le secundaron. Y también los ayudantes. — ¿Hay alguien conflictivo en el pueblo? —preguntó el coronel cambiando entonces la risa por una expresión dura y desagradable. — Nadie, señor. — ¿Ningún masón, ningún hijo de puta? — Nadie, señor. — ¿Ningún bastardo quemabanderas? — No, señor. Aquí respetamos mucho el orden. Aquí somos todos legales, señor. — ¿Algún diputado? ¿Algún congresista? — Este es un pueblo pobre, coronel. — ¿Y el cura? ¿El cura es comunista? — No, no señor. — ¿Y el boticario? 229


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— Tampoco. — ¿Y el herrero? — Menos. — Cojones —estalló el coronel— ¿Me va a decir usted que aquí no hay ningún disidente, ningún facineroso, ningún izquierdista? — Se lo aseguro. — Cagüenlaputa —dijo entonces el coronel visiblemente contrariado. — ¿Nos da usted su palabra? —intervino de nuevo el capitán. — Suya es. — Entonces, ¿no hay nadie fusilable? —preguntó el teniente verdaderamente molesto. — Los fusilables ya están fusilados —dijo temeroso Tío Manuel. — Cagüen los cojones —dijo el capitán—. Hemos llegado otra vez tarde. — Cagüen los cojones —repitió el teniente— tengo el pelotón firme y con el correaje brillante. Y ahora tengo que ordenar que rompan filas. Haz la guerra para esto. ¿Cómo se lo van a tomar los soldados? ¿Qué van a pensar de sus mandos? — Espero por su bien que todavía conserve el pellejo cuando nos vayamos —dijo el capitán mirando amenazadoramente a los ojos a Tío Manuel. — Y yo también. El coronel expulsó el humo gris del habano. Estaba acostumbrado puesto que no tosió ni siquiera al encenderlo. — El enemigo está allí —dijo luego mostrando con su mano extendida el camino de la ermita de la virgen milagrera. Los oficiales asintieron con la cabeza. — Allí es allí —dijo el capitán. — Allí es allí —repitió el teniente. 230


LA PUTA DEL PUEBLO

— Yo no veo nada —dijo Tío Manuel. — ¿No alcanza usted la ermita? —dijo el capitán. — Sí, señor, la veo. — Pues ahí. — Ahí no hay nada, señor. — Se oculta, se esconde dijo el coronel con aire visionario. El enemigo acecha. Se arrastra como las serpientes. Está ahora en el camposanto. ¿No ve cómo se cimbrea el árbol? — No, señor –dijo Tío Manuel—. En el camposanto sólo está el burro de Benito, el cabrero. El coronel se encrespó. — ¿Quién es usted para dar su opinión? ¿A quién coño le importa la opinión de un civil en tiempo de guerra? ¿Qué sabe un civil de las tácticas de guerra? ¡El enemigo está allí! —y volvió a señalar el punto lejano de la ermita y el cementerio adosado—. Y punto. Uno de los ayudantes del coronel, dijo : — El olfato no se estudia en la academia. Hay que nacer con él. — Es verdad —dijeron los oficiales en prácticas—. Y para olfato, el del coronel. — El enemigo intenta engañarnos —dijo de nuevo el ayudante— . Hace como que no está. Intenta el desgaste, ¡pero vaya si está! — Cuestión de psicología —dijo un alférez en prácticas. — Es el burro —insistió Tío Manuel— que lo cincha el cabrero allí para que no padree como loco. — Cagüenlaputa —dijo el coronel—. Nos va a costar dominar esa cota. Los oficiales extendieron un plano sobre la mesa. El coronel se levantó pesadamente, encendió un nuevo cigarro y se dispuso a la previsión del ataque. De un cofrecito acolchado con seda blanca retiró una docena de corchos de botella, seis pintados en rojo y seis en azul. Cada 231


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corcho llevaba una banderita de papel clavada con un alfiler. Dispuso a la izquierda los rojos; a la derecha, los azules. Y comenzó a maniobrar. Los corchos bermejos emprendieron súbitamente el avance en zigzag; una simulación: parecían dar aquí, pero en realidad daban allí en un salto de caballo de ajedrez. El coronel comenzó a sudar de un modo espantoso; cogió el moquero: estaba húmedo por lo que apenas se pudo secar la cara. — ¡No puede ser, no puede ser! —dijo asustado. El primero de los corchos bermejos, un corcho osado y salvaje, se aproximaba a la posición avanzada enemiga. Podía tentar a los azules, conducirlos a una emboscada. Sus corchos compañeros se desplegaban en forma de tenaza en una táctica envolvente. ¡Caerían sobre la retaguardia! El coronel se desplomó sobre la mecedora. — Esto es cosa del cabronazo de Mendizábal que maneja los restos de la octava división. Seguro que intenta empujarnos hacia la madriguera para cazarnos como conejos. Seguro que al muy cabrón ya le ha salido de nuevo la fístula en el culo. Seguro que ya ha robado a los pobres para dárselo a los ricos. — Podemos hacerle frente y sorprenderle, como la pasada semana —dijo el capitán. — Es un tunante y un engañador. — Tendríamos muchas bajas, señor —dijo el teniente— si no machacamos antes con la artillería. — A la guerra se viene a matar y morir, no lo olvide usted nunca teniente —gesticuló el capitán contrariado. — No lo olvido, señor. — Hay que evitar que se rearme, excelencia —dijo entonces el capitán. — Informe al Estado Mayor —ordenó el coronel visiblemente abatido— que la ocupación de la Zona A se ha producido según lo convenido, pero que la fuerza enemiga, superior en número y 232


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pertrechos, empieza a acosarnos. Informe también —dijo en voz baja— que no sabemos cuánto tiempo podremos defender la posición. Envíe el informe inmediatamente. El capitán, dijo: — Ya lo ha oído, teniente. El teniente se volvió al sargento: — Ya lo ha oído usted. ¡Póngase en marcha, coño! El sargento se volvió al soldado: — Intenta la conexión con el Alto Mando, muchacho. ¡Pero ya! El soldado ni se inmutó. El sargento, dijo: — ¿Qué pasa? ¿No eres de transmisiones? — Sí, señor. — ¿No estás al tanto de las nuevas tecnologías? — Las domino perfectamente, señor. — Entonces, ¿qué haces tocándote los huevos? — Espero, señor. — ¿Esperas a qué? ¡Muévete! — Espero a que me traigan un nuevo equipo, señor, porque éste ya sabe usted que no funciona —dijo el soldado con aplomo. — ¿Qué es eso de que no funciona? —el sargento se encaró con el soldado— Muchacho, estás en el ejército y en el ejército hasta los muertos resucitan si se les llama a filas, ¿me has entendido? — ¡Sí, señor! ¡Le he entendido, señor! — Pues, andando. — Imposible, señor. El sargento le cogió por las solapas. — Si oigo esa puta palabra de nuevo, te fusilo. ¡Quítate esa sonrisa estúpida de tus labios! ¡Por mis cojones que te fusilo aquí mismo! — Sí, señor —dijo el soldado algo asustado—. Me pongo a la tarea ahora mismo, señor. Como usted ordene, señor. Pero no 233


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creo que consiga nada, señor. — Lo conseguirás —dijo imperioso el sargento. — Es que está destrozado, señor. — ¿Y eso qué importa? — Es que el equipo está roto —repitió el soldado sin romper la marcialidad. — Pues me lo arreglas. — ¿Cómo, señor? — ¡Cagüen la puta de oros! —exclamó con rabia el sargento— . Con un martillo o con tus huevos, me da lo mismo. O con la cabeza o con el culo. ¡Yo no soy de transmisiones! Pero quiero la conexión con el Estado Mayor, ya. El teniente, intervino: — ¡Las órdenes directas del coronel se cumplen por encima de todo! ¡Debería usted saberlo ya, soldado! El soldado algo temeroso cogió de inmediato un destornillador y comenzó a hurgar en el aparato. Mientras, el coronel estaba como abstraído viendo como los aros grises del habano trepaban hacia el cielo. Y el capitán fumaba un cigarrillo recostado contra un árbol. El soldado, escupió a un lado y nada más abrir la tapa del aparato, extrajo un cable rojo y otro azul y un tercero amarillo, que mostró al sargento y al teniente. Y dijo: — Lo de siempre. Estas son las tripas. Está vacío por dentro. Y los cables sueltos. Como ayer, como hace una semana y como hace dos años. No hay nada más dentro. No ha cambiado nada. — Eso ya lo sabemos —dijo el teniente—. Ahora, hazlo funcionar. — Pero, señor ¿cómo? — ¿Cómo se arreglan las cosas en el ejército, soldado? — Por cojones. 234


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— Pues por cojones arreglas ahora mismo el aparato —dijo el teniente. El soldado tomó de su macuto un trozo de cinta empalme e hizo un nudo con los cables y los sujetó tranquilamente con la cinta. Luego sopló dentro, para expulsar el polvo marrón acumulado de los caminos, lijó un poco los bordes metálicos, cerró despacio la tapa y se guardó el destornillador. Levantó el aparato, lo miró por arriba y por abajo por si le hubieran nacido raíces como a las patatas, y lo dejó en el suelo. Se frotó las manos simulando que se las acabara de lavar e hizo que se quitaba la grasa raspándose los dedos con el cotón. Finalmente, se secó el sudor de la frente con el pañuelo. Volviéndose al sargento, dijo: — Arreglado —y silbó como un mecánico cuando entrega el coche a la puerta del taller. — Diez minutos —dijo el sargento mirando el reloj—. Muchacho, has batido tu marca de ayer. — Me supero cada día, señor. Para eso me entrena el ejército, señor. Porque le aseguro, señor, que esto es cosa de entrenamiento más que de conocimientos y preparación profesional. — Así me gusta. Que la tropa se exprese con propiedad. — Todo lo que no se pueda arreglar con un buen destornillador no merece ser arreglado. — Muy cierto. — Un destornillador y un martillo. Un buen profesional no necesita más herramientas. — Cuando termines el servicio militar, muchacho —le dijo el teniente—, si te re-enganchas firmaré la papela para que te licencien en física. — Muchas gracias, señor. — ¿Se oye con claridad? —preguntó luego el sargento apuntando con un dedo al aparato. 235


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— Con alguna interferencia —dijo el soldado. — Las malditas señales bastardas del enemigo, sin duda. — Su tecnología está más desarrollada, señor. Hay que reconocerlo. Tienen aparatos modernos que emiten en nuestra frecuencia de banda para impedirnos una comunicación fluida. — Ya —dijo el sargento. — Si el ejército invirtiera en investigación, nosotros también alcanzaríamos sus conocimientos, señor. — ¿Cuestiona usted la actuación del mando, soldado? — No, no señor. ¡Jamás! Sólo era un comentario inocente. — Mejor es así. El sargento se cuadró ante el teniente. Y dijo: — Le comunico mi teniente, que aunque el equipo transmisor hace ya más de cuatro años que no funciona, ha sido arreglado satisfactoriamente. — No esperaba menos de usted, sargento. — Se agradece su confianza, señor. — Cuando el trabajo se hace con ilusión uno se encuentra más reconfortado. — Desde luego, señor. — La patria es la patria. — Estamos enseñados a servirla, señor. — Y la bandera es la bandera. — Juramos defenderla, señor. Hasta la muerte. — Hay que motivar al personal, sargento, no lo olvide nunca. — No lo olvidaré, mi teniente. — Y ahora, sargento, como gratificación por su buen hacer dígame lo que habitualmente me dice. Le escucho con atención. — ¿Con toda franqueza, señor? — Adelante. — ¿Puedo hablarle con total sinceridad? — La cadena de mando se justifica cuando hay hombría y res236


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peto. El sargento se separó del automóvil para adoptar la marcialidad necesaria para dirigirse a su superior. Tenía la piel muy castigada por el sol. Se había lavado la cara y desempolvado el uniforme. Se adivinaba en sus gestos un cansancio extremo. Dijo: — Expreso a la superioridad y por el conducto reglamentario establecido en las ordenanzas, que hace más de cuatro años que no enviamos ningún mensaje al Estado Mayor, que, además, es imposible hacerlo. Que ni siquiera sabemos si tal Estado Mayor existe, que igual ya ha terminado la guerra, que a lo mejor nunca empezó, que no hemos encontrado enemigo alguno en todo este tiempo y que cada vez que tomamos por sorpresa un pueblo, la gente se ríe de nosotros. Pero le confirmo que el equipo transmisor ha sido convenientemente revisado y puesto en funcionamiento. — Muy bien dijo el teniente. ¿Eso es todo? — Sí, señor. — ¿No tiene más qué decir? — De momento, no, señor. — ¿Seguro que no se olvida nada? — Si recuerdo algo se lo reportaré mañana, mi teniente. — Muy bien. ¿Y dónde está el problema? — En el aparato, por supuesto, señor —dijo el sargento con aire resignado—. Que tiene interferencias. — ¿Las habituales? — Esta vez un poco más intensas. — ¿Cómo de intensas? — La voz suena un poco más ronca. — ¿Como más lejana? — Y con algún eco fastidioso. — ¿Piensa usted que el enemigo conoce nuestro cuaderno de claves? 237


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— Afirmativo. — ¿Piensa usted que tenemos infiltrado en nuestras filas algún espía del enemigo? — Al último lo fusilamos ya, señor. — Muy bien. Todo parece en orden. Digamos que las cosas marchan por el buen camino. Alcánceme el cacharro ése, entonces. De prisa, cojones. El soldado entregó el aparato transmisor al sargento y éste se lo hizo pasar al teniente. El teniente se volvió al coronel, y dijo: — Excelencia, la comunicación, ya ha sido re-establecida. Con el debido respeto, recomiendo una citación honorífica en el cuadro al celo profesional de nuestros técnicos, sin duda, los más capacitados del mundo. — Que así se haga —dijo el coronel. — Así se hará —dijo el capitán. El coronel se limpió los labios con el dorso de la mano y se puso a hablar por el teléfono que le ofrecía el teniente: — ¿Eres tú, González? ¡González, coño! ¡Oiga, oiga! ¿Eres tú? ¡Coño, qué mal se te oye! ¿Eres tú? González, ¿eres tú? Sí, sí, pienso que es Mendizábal, el de la octava, ya sabes que ese hijo puta aplica siempre una táctica de desgaste. Necesito el apoyo de la aviación, y un par de patrulleros. Perfecto y cuelgo. ¡Claro que es Mendizábal! Recuerdos a tu señora. ¡Oye, oye! ¿Cómo va lo de mi estrella? Corto y cuelgo. — ¿Cuáles son las nuevas órdenes, excelencia? —preguntó el capitán. El coronel miró unos segundos al cielo. — Las columnas enemigas quieren hacerse con el puente — dijo volviéndose a sus oficiales y ayudantes—. El Alto Mando nos exige aguantar la posición hasta el final. ¡Tenemos que alcanzar la cota tres quince para evitarnos sorpresas! Arenguen a la tropa. 238


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Díganles que los chupatintas y los políticos nos tocan otra vez los cojones. Díganles cualquier cosa, porque algunos van a morir en el próximo ataque. Y quiero que se vayan al cielo o al infierno con la satisfacción del deber cumplido. Díganles que la patria nos necesita y nos exige un nuevo esfuerzo, el último. Díganles, también, que al que mire para atrás le meteremos una bala en los huevos. ¿Entendido? ¿Lo han entendido ustedes bien? Señores, entonces tomen nota: iniciaremos la contra ofensiva a las siete en punto de la tarde.

Salivazo de Té Sucedió en el cruce de la calle, esquina caja de ahorros tienda de persianas y cerramientos. El hombre, oscuro como un salivazo de té, pegaba con saña a la mujer. Se había descintado y usaba con rara habilidad el cinturón de cuero como improvisado látigo. Terrible. La mujer lloraba y a cada gimoteo él la atizaba con más furia. Me interpuse entre ambos. Conseguí detenerle cuando ya alzaba su mano de nuevo. Le dije: — No está bien lo que hace. — Es mi mujer —acertó a decir él, entre balbuceos y alguna que otra expresión incoherente —. Mi mujer. Putona. — ¡Mentira! —dijo ella en correcto castellano— Me pega porque no le he dado más dinero. Pero es que no lo tengo. — ¿Es eso cierto? — Le envié suficiente para que comprara un rebaño de cabras. Dice que se le murieron todas. — Todas —corroboró él—. La peste. Mala suerte. Castigo de Alá por casarme con cristiana. — Luego, le envié más dinero para que adquiriera un camión. — Se rompieron las ruedas. Se quemó el motor. Castigo de Alá por casarme con cristiana. — Vacié mi cartilla para que pudiera comerciar con encurtidos. 239


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— Robado por socio. Marcharse con mercancía y amistad. Castigo de Alá por casarme con cristiana. — Ahora, señor, quiere que le dé lo poco que restan de mis ahorros. — Dinero —dijo él nervioso—, necesito dinero. Tengo que alimentar a mujer de allá y a hijos de allá. — ¿Lo oye, señor? Tiene otra mujer en su país. ¡Me engañó el muy farsante! —dijo la pobre envuelta en lágrimas. — ¡Putona! —dijo él, elevando de nuevo la mano. Dejé de sujetarle el brazo. Al tercero de los latigazos, decidí alejarme. Pude escuchar que la mujer imploraba a mis espaldas: — Señor, por favor, socórrame. Me detuve unos segundos y desde la distancia, le dije: — Castigo de Dios por casarte con marrano.

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La cantante El pianista, un tipo gordo, de enorme papada, con los goterones de sudor resbalándole por las mejillas, gafas gruesas y chaqueta estrecha, tenía a veces serias dificultades para seguir a los cantantes. Como a algunos les daba por correr demasiado como si el tren se fuera a escapar del andén, y a otros por descansar la mitad de la noche colgados del micrófono, se levantaba desesperado y dejaba que el trompeta o el saxo enmendaran el desaguisado. Silvestre abandonaba entonces la barra y acudía presto en su ayuda. Joven, ágil, moreno y atractivo, nacido para la noche y la fiesta, comenzaba a palmear al ritmo del cantante, invitando al público a acompañarle, de modo que aquello parecía algo convenido y de mucha modernidad. A veces, incluso, se permitía un par de vueltas por la pista, como si estuviera bailando con una rubia imaginaria uno de esos voluptuosos sones caribeños, desviando la atención del público. El pianista entonces se invitaba a una copa y le lloraba un buen rato su frustración sobre los hombros. Una de sus canciones había llegado a la final en un festival de los del Mediterráneo. Era una canción pegadiza, con su pizca de melodía, para que las señoras de edad pudieran sonreír durante unos segundos a los viejos verdes empeñados en arruinar su salud en las discotecas de poca luz a base de contorsiones y giros extraños. Estaba convencido de que si alguien le escribía una buena letra sería capaz de componer algo mágico, espectacular, un top ten para encabezar una semana las listas de ventas. Esa noche, una cantante ya mayor, de piel encogida y labios tan espesos como caídos, se quedó estrangulada en medio de la estrofa, como si alguien en la sombra la hubiera cogido por el cuello, estrujándola para secarle la última gota de saliva. El pianista estaba paralizado, sumido en una vergüenza profunda. No sabía qué 241


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hacer. El batería intentó una pirueta extraña con apoyo del saxo, pero la pobre señora seguía colgada de una “í” débil pero alargada, que no parecía concluir nunca. Sin pensárselo dos veces, Silvestre salió al escenario, empalmó la “í” con una maestría increíble, se deslizó con soltura sobre la pista y continuó la canción hasta que la mujer se repuso. — Gracias —le dijo luego ella en la barra, quitándose el susto con una fuerte combinación de vodka—. No te hagas nunca viejo, chiquillo. Por lo menos, no te hagas nunca viejo si eres pobre. Si eres rico la vejez sólo es cosa de la edad. — Lo tendré en cuenta —dijo Silvestre. — ¿Qué me queda a mí después de tantos años? —se preguntó la cantante a sí misma con el vaso entre los labios y con la voz triste y el ánimo compungido— El teatro chino. O cantar de relleno en uno de esos cabarets donde las chicas tienen las medias rotas y las bragas sucias. Se bebió el vaso, escupiendo el hielo y pidió otro. — No te hagas viejo nunca, muchacho. Prométemelo. — Se lo prometo, señora. — La vejez es terrible. ¿Y sabes por qué es tan horrible? — ¿Por qué, señora? — Por la soledad. Los viejos siempre estamos solos. — Pero usted no es vieja. — Gracias, cariño. ¿De verdad lo crees así? — Por supuesto. — Entonces, ponme un beso en mis labios. Silvestre le besó suavemente en los labios. — Gracias —dijo la cantante, y se le insinuó luego sin reparo— . ¿Te vienes conmigo? — No, gracias. — Me lo imaginaba. ¿Comprendes ahora, chiquillo, lo que te quiero decir? —dijo la cantante. Y muy digna, después de beberse otro vaso de un golpe, se retiró al camerino. 242


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Todos los días de la semana Todos los días de la semana me acerco al paseo que bordea el mar para imaginarme, durante unos instantes, que el reflujo de las aguas me arrastra más allá de lo que alcanza la vista. Nunca he navegado, lo confieso. Nunca he traspasado esa línea difusa del horizonte que jamás se acaba. Por eso me acodo en la barandilla. Somos muchos, otros y otros como yo, los que contenemos la respiración cuando estalla nerviosa la ola y el espeso manto de espuma y salitre se convierte en aire. He nacido cerca del puerto, en una de esas casas chiquitas que se vuelcan a la bahía, pero nunca he navegado. Supongo que eso es difícil de explicar. Dicen que el mar es insaciable. Recuerdo cuando la mar se anuncia esquiva y abofetea las rocas, las arribadas silenciosas a puerto. La congoja dibujada en los rostros. El cielo turbio que espanta a las gaviotas. Nunca he navegado. Estaba acodado en la barandilla como un día más, tan monótono como los otros muchos de mi vida. La proa de un carguero comenzaba a asomarse lentamente por detrás del monte. Detrás del monte se encuentra el puerto de cabotaje, donde atracan los buques grandes, los que portan contenedores y se dedican a la chatarra. De pequeño nos llevaban de excursión a ver a aquellos barcos que venían de sitios lejanos, de banderas extrañas colgadas en los mástiles y de rudos celadores en cubierta. Un hombre muy curtido, enjuto, de brazos duros y mirada cansada nos contaba entonces historias terribles, de galernas y desventuras. El hombre nos trasladaba en una pequeña motora de un espigón a otro, avisándonos de que muy cerca de aquella capilla abierta en la roca se ocultaban los tesoros enterrados por cien bucaneros borrachos. Él los vio una noche de San Juan hacerlo antes de ser apresados por la justicia. Iban en fila, con las botellas de ron vaciándolas en 244


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sus bocas, sorteando un atajo peligroso cuando una de las fogatas iluminó de repente sus rostros terribles. Uno de ellos llevaba el ojo tapado y otro un cuchillo en el cinto y un tercero, presumiblemente el jefe, un pistolón de mecha de los exhibidos en el museo. Pedía nuestra ayuda para rescatar los doblones amarillentos y las copas de plata. Años más tarde, ya siendo mayor, descubrí que tampoco él había navegado jamás fuera de las aguas amansadas por la escollera, que aquella mirada era más triste que cansada. Pero ya no importaba. Gracias a él los hombres del mar, los que no eran pescadores, se convierten en piratas o aventureros. De un tiempo a esta parte somos muchos los que nos acodamos en la barandilla para soñar de nuevo el mar. Nos imaginamos cabalgando sobre esas gotas de movimiento agitado que ansían llenarse de playa. La vida es demasiado compleja y esquiva. El mar a veces te mece o se desliza como una alfombra de seda bajo tus pies. Si el día deviene gris la mar se torna oscura y tenebrosa. Si es el azul el color que impera en el cielo entonces las aguas se vuelven cristalinas, aguas de sirena. Si la tormenta se anuncia en toda su intensidad el verde o el marrón teñirán el mar. Todos los que nos acercamos a esta balconada singular tenemos la misma querencia, ocupamos siempre el mismo espacio de la barandilla a la misma hora. Ya nos conocemos y saludamos. Somos compañeros de esperanzas. Yo, por ejemplo, me sitúo a la altura de una inmensa roca por donde deambulan en desorden multitud de cangrejos. A los cangrejos no les afecta el azote del mar. Se ocultan o se dejan arrastrar unos centímetros los suficientes para ganar una nueva posición. Contemplo muchas veces como desaparecen bajo la espuma. Estábamos los de siempre. Apenas si nos dimos cuenta de la llegada de aquellos jóvenes. Eran cinco o seis, de largas melenas y barbas descuidadas. Sucios, con los pantalones en algún caso rotos. Llevaban algunos ca245


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denas de gruesos eslabones colgadas del cuello. Venían decididos, a buen paso, en silencio. Se aproximaron a un viejo, compadre de barandilla, y sin mediar palabra le zarandearon antes de abofetearlo sin descanso. El viejo estaba mirando el devenir del barco, encharcado en la nostalgia de otras vidas diferentes, cuando los jóvenes le atacaron con saña, a base de patadas y puñetazos. El viejo cayó al suelo. Y le siguieron maltratando. Intentó levantarse. Sintió la afilada puntera de las botas. Nos miramos aturdidos los más próximos. El viejo se quedó en el suelo, arrebujado sobre un charco de sangre, gimiendo apenas sin fuerzas. Cuando los jóvenes se fueron, nos acercamos al herido. No comprendíamos nada del asunto. Había sido todo tan rápido y salvaje. Alguien justificó el hecho en voz baja, diciendo que lo más probable es que el viejo fuera un delator, un tipo marcado. Entonces le abandonamos en el suelo. No nos atrevimos a socorrerle. Quizá los jóvenes desde el recodo del paseo espiaran todavía nuestros movimientos. Las cosas siempre tienen una lógica. No se pega a uno así como así. Efectivamente, las cosas siempre obedecen a una lógica. La sociedad es una enorme madeja tejida por infinidad de cabos aparentemente sueltos pero perfectamente conexos. El viejo se lo tenía merecido. La delación es una cosa terrible. Gimió algo. Allá él. Nos volvimos hacia el mar. La popa gris del buque se alejaba lentamente. Pensé en viajar alguna vez en aquel barco. Me gustaría recuperar la emoción del niño que esperó convertirse en grumete. Hacerme bucanero en Las Antillas. Dicen que la mar se entrega enamorada a cada uno. Que en alta mar sólo los delfines acompañan el silencio. Cuando regresé sobre mis pasos, el viejo continuaba tendido 246


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sobre el suelo. Parecía morirse deprisa con los ojos muy abiertos. Me costó conciliar el sueño. La noche se vuelve imposible cuando algo te ronda la cabeza. ¿Qué sería del viejo? ¿Estaría muerto o sólo herido? Tuve cierto reparo al día siguiente al acercarme a mi posición habitual. ¿Y si el viejo continuaba allí? ¿Y si nadie lo hubiera recogido? Gracias a Dios ya no estaba. Busqué la noticia en el periódico. Ni siquiera el suceso mereció unas breves líneas, lo cual me congratuló. Seguro que de no responder a una lógica hubiera salido en una página con grandes alardes tipográficos. El viejo era alguien de mal vivir, qué duda cabe, que no merecía mayor atención. Aquella agresión había sido simplemente un castigo. Resulta reconfortante comprobar que el mecanismo de defensa de la sociedad funciona. No pude evitar mirar el lugar, vacío ahora, de la barandilla donde solía acodarse. Fue entonces, al asomarse de nuevo otro buque por el cabo rocoso del monte cuando los jóvenes aparecieron. Eran también cinco o seis, parecidos o iguales a los de la víspera. Caminaban en silencio y con paso decidido. Desde luego, quiero suponer que no tenían ánimo pendenciero, que eran diferentes a los otros. Me dije: parecen más bien niños traviesos. Se aproximaron a mí. Y yo, no sé por qué, de repente sentí una cierta congoja. Los jóvenes se me quedaron mirando. Uno dijo algo a otro. Y éste a otro más. Y se rieron. Estaban contentos y yo también me puse contento. Cinco metros más allá se acercaron a un hombre de mediana edad que confesaba su soledad al horizonte. Era un hombre afable, de saludo muy cordial. Recuerdo sus ojos enormes, pálidos, sorprendidos. Al hombre le colgaba la carne. Sin mediar palabra, la atacaron con saña. Le dieron una patada bajo el vientre y cayó de inmediato al suelo. Y según caía le patearon la cabeza y el ros247


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tro. Cuajarones de sangre negra comenzaron a brotar por su nariz y boca. Uno de los más jóvenes se aprovechó todavía más del hombre tendido en el suelo. Fue terrible. Patadas, golpes, improperios. Aquella imagen de un rostro compungido, bañado en sangre me hizo mirar a otro lado. Escuché los gritos jocosos de los jóvenes ahogando el estertor del hombre. Tampoco esta vez acudimos nadie a socorrerle. Alguien dio por entendido que aquello era evidente. Porque las cosas responden siempre a una lógica. Me costó al principio imaginarme a aquel hombre apacible convertido en un sucio delator. Hoy al despertarme he sentido una pereza infinita. No sé qué me pasa, en realidad algo me sujeta a las sábanas. Parece que el día deviene frío, aunque hay algo de sol en las fachadas de las casas. No me apetece abandonar la cama. Quizá sea cosa de los malos sueños. Los malos sueños son tristes pensamientos del futuro. Lo cierto es que me encuentro cansado. Muy cansado. Es la verdad. Pienso por un momento que el mar resulta demasiado monótono. Que la raya del infinito en alguna parte termina por disolverse. Que los colores se repiten, y las aguas se revuelven con idéntica intensidad. Las historias de piratas son fábulas estúpidas para confundir a los niños. Quizá me esté volviendo viejo. Es posible. No tengo ganas de levantarme. Acudo al baño y no sé por qué, pero desisto de pulsar el interruptor de la luz. Me desagrada la idea de encontrarme conmigo mismo otra vez en el espejo. 248


SALIVAZO DE TÉ

En secreto Se reunieron en secreto y eligieron al más necio de entre los necios. Llegado el turno de oradores, las palabras honor, patria, historia, orgullo, raza, designio de la providencia, paz, vida, sagrado, esperanza, explotaron en un vaso de agua. Dijo en su soberbia el muy necio: “Yo, yo, yo y yo, os prometo, yo, y yo, yo, yo”. “Nunca temblaré”. Y nunca tembló. Calculan en un millón los muertos de aquella guerra.

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La multa — Si quieres hacer carrera en la Administración, simula que eres sordo —me dice el amigo de las tertulias del casino. — Es muy sencillo —dice otro— haces como que no oyes. Y ya está. — No importa que tengas estudios —dijo otro—. Hoy estudios tiene todo el mundo, lo importante es que simules la sordera. Eso es fundamental. Y mi amigo hace un gesto, taponándose los oídos. Estamos en noviembre. Recibo una notificación. Una multa. Me pone 300 euros la Administración por no contestar a un requerimiento del que ahora me entero que estoy requerido. ¿Requerido de qué? Ah, eso no importa. El tipo a mi lado, me dice: — Pues ha tenido usted suerte. Lo mismo le podían haber caído seiscientos que mil. Esto es una tómbola. Y me lo explica. Cuando llega agosto, aprovechando la canícula, las vacaciones, las empresas cerradas y todo eso, el ordenador central lanza requerimientos. A unos por no presentar el Impuesto de Sociedades, a otros por presentarlos, otros más por multas de tráfico sin mover el coche del garaje, el Iva, el Irpf. En fin, toda esa arquitectura farragosa montada por la Administración para recaudar. — Mejor es pagar la multa que no que le fusilen —me dice un tipo con una extensa experiencia en eso. — Pues pienso recurrir. — Pues recurra, recurra —me dice condescendiente— que el recurso lleva un recargo del veinte por ciento. — Yo tengo un conocido al que detuvieron por reclamar sus derechos ante hacienda —dice un hombre al que le tiemblan las 250


LA CANTANTE

manos. Confiesa que cada vez que se acerca a una oficina pública deja un escrito a su familia, al modo de las cartas de despedida de los suicidas—. Nunca se sabe si vas a volver. — No joda. — ¿Qué se había pensado usted? Aquí los derechos los tienen los otros. Usted sólo tiene obligaciones. Una señora, dijo: — Estas oficinas oficiales cada vez se parecen más a bazares orientales. Entras en el laberinto y nunca descubres la salida. Yo ya llevo cinco días aquí sentada y todavía no sé si para Navidad se habrá resuelto mi asunto. — ¡Qué barbaridad! —dijo otra señora— ¡Si acabamos de entrar en el nuevo año! Los tickets blancos son los que se despachan más rápido. Yo tengo blanco. El funcionario me mira atónito. No entiende nada del problema porque está sordo y además se ha olvidado las gafas en casa. Se las pide prestadas a su compañera, pero con ellas tampoco ve demasiado bien. Su sordera es temporal de ocho a tres, con los intervalos del café, el bocadillo, la llamada telefónica y todo eso. Los fines de semana oye perfectamente y cuando acude al cine, también. El funcionario coge mi expediente. Lo mira de frente y en perspectiva. Lo mira también por abajo. Lo levanta al cielo. Me señala un renglón con el dedo: — Aquí dice que se le notificó por el conducto reglamentario. — ¿Y cuál es el conducto reglamentario? —pregunto algo nervioso. — ¿Cómo dice? — Pregunto qué cuál es el conducto reglamentario. — ¿Cómo dice? — Que cuál es el conducto reglamentario —grito con todas mis fuerzas. Y despierto violentamente a las cuatrocientas o qui251


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nientas personas que esperan medio adormecidas con el ticket en la mano, que se vuelven molestas a mirarme. Hay eco. De repente, escucho perfectamente “conducto reglamentario, conducto reglamentario, conducto reglamentario”. Y una sonrisa sardónica lejana, mal intencionada y estúpida. Me doy la vuelta. Es la funcionaria de la ventanilla contigua —una especie de matrona egipcia de rostro apergaminado— que señala con su dedo índice el renglón infame del oficio de mi vecino: — Aquí dice que se le notificó por el conducto reglamentario. — ¿Y cuál es el conducto reglamentario? —pregunta entonces una señorita de color, un par de ventanillas más allá, llegada sin duda de África para descubrir el conducto reglamentario. — ¿Cómo dice? —la matrona egipcia está impávida y muy tiesa. — Qué cuál es el conducto reglamentario. — ¿Cómo dice? El funcionario me está mirando con sus ojos vacíos. — Viene todo detallado en la letra pequeña. Coge un sello de fechas, lo estampa sobre el papel y como el sello es ilegible lo acompaña con un garabato a mano. — ¿Va a pagar usted la multa? —me pregunta y adivino como una sonrisa vengativa en sus labios apenas dibujados. — No. — ¿Cómo dice? — Que voy a recurrir. — Grite un poco más que no le entiendo. — ¡Que tengo intención de recurrir! Y el eco de las treinta y seis ventanillas repite: “tengo intención de recurrir, tengo intención de recurrir, tengo intención de recurrir”. Comprendo perfectamente por qué la Administración coloca 252


LA CANTANTE

a individuos duros de oído en la ventanilla. Es una estrategia de coacción para que nos esforcemos en hablar alto, obligándonos a ser comedidos en nuestras expresiones. El resto de los condenados está al tanto de mi protesta. Pregunto: — ¿Qué tengo que hacer para recurrir? — ¿Cómo dice? — Déjelo. Ya preguntaré a alguno de los que esperan sentados. — ¿Por qué habla usted tan bajo? El funcionario, luego de revisar el papel doce o trece veces más y de pasarlo del lado izquierdo al derecho y del derecho al izquierdo, de graparlo y desgraparlo, abandona la ventanilla, y se esconde detrás de una puerta de cristal opaco. Cuando regresa, me ordena tranquilamente: — Acuda de nuevo a la maquinita, pida un ticket azul y siéntese en los bancos hasta que le llegue el turno. Me doy la vuelta. Y me dice de nuevo: — El ticket azul. No coja otro ticket, porque los otros tickets no sirven para nada. Bien. Hago una bolita con el ticket blanco, lo dejo sobre el recipiente que contiene las bolitas de todo el mes y me voy tan feliz a por el ticket azul. También cojo uno rosa y otro amarillo, por si acaso. — ¿Se acuerda usted de las pólizas? —me pregunta amigablemente el viejecito que me hace en el banco un huequito a su lado. — Por supuesto —le digo. — ¡Qué bien nos lo pasábamos entonces, eh! — Hombre —digo— era como el expreso de León. El trasbordo podía durar una semana. — ¿Se acuerda que después de hora y media de estar de pie en la cola el de la ventanilla le decía que faltaba la de cinco céntimos? ¿Y que después de comprar en el estanco la de cinco céntimos, hacer otra hora más de cola, el funcionario descubría entonces 253


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que también faltaba la póliza de peseta? — Era toda una aventura. — ¡Por Dios! ¡La de amigos que hacíamos entonces! Jugábamos al julepe con los oficios. Gracias a la Administración hemos aprendido lo importante que es saber perder el tiempo. — Muy cierto —digo. Un joven de esos contestarios, que hasta en verano visten de abrigo y bufanda, dijo profundamente desolado: — En la empresa privada cuando se informatiza un departamento, más del veinte por ciento del personal se va a la calle. En la Administración cuando se informatiza un departamento, aumenta el personal más del cincuenta por ciento. Es fabuloso. Creo que comienza a estudiarse ese fenómeno en las universidades americanas. El viejito me parece ya muy mayor para estar al desaire de los funcionarios. Le pregunto: — ¿Qué hace usted aquí? — Calle —me dice misteriosamente—. No levante la voz, que el celador puede escucharle y me pondría usted entonces en muy serios aprietos. — Disculpe. Mira a un lado y al otro, con recelo. Se levanta y vuelve a sentarse. Luego, al percatarse de que nadie le espía, como un exhibicionista obseso se abre la chaqueta para mostrarme su hermosa colección de tickets. — ¿Qué hace usted con tantos? —le pregunto sorprendido. — Los vendo —me dice—. A muy buen precio, no se crea usted. Soy un reventa de ticket. ¿Qué número es el suyo? — El doscientos. — Usted tiene todavía para dos horas de espera. Y eso si no les da por declararse en huelga. Por cinco euros le vendo el ciento cincuenta y gana una hora. El ciento quince. En la pantalla central brinca el número. Ciento 254


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quince ventanilla dos. — Tengo yo el doscientos cuarenta y seis —dice una muchacha que va por la mitad de un libro de seiscientas páginas. — Pues cómprele a ese señor un ticket —le digo. — ¡Ah, no! —dice jovialmente la muchacha— Estoy en paro y me sobra tiempo. Me da lo mismo leer el libro aquí que en un banco de la Avenida. Menos mal que hay crisis. Supongo que todos los presentes estamos en paro. Por lo menos la Administración entiende que es así: sólo en este país los funcionarios trabajan, los demás venimos a verlos como si se exhibieran en un zoológico. Por ejemplo, la funcionaria de la ventanilla 7, viste un modelito de manga cruzada, muy a tono con la época. Viene de tomar el café, porque todavía se está relamiendo el labio inferior. Pulsa el botón: 118. La pantalla azul comienza a brincar. Como no aparece el 118, toca el 119 y el 120. La funcionaria de la ventanilla 9 se va a la toilete porque se enciende el reclamo de la ventanilla 20. Cuento las ventanillas activas: 5. Miro el reloj: las 11. La de la ventanilla 3 aparece con la bolsa de la compra. El tipo de la ventanilla 8 la mira iracundo. Él ya tenía que estar en la calle. Apaga su chivato, y sale corriendo. El 122 tiene que esperar acodado en el mostrador, porque la de la ventanilla 3 tiene que ordenarse primero los papeles. Los papeles son los papeles. Y cuando se sale a tomar café se desordenan en una rebelión incomprensible. Se pone una gafa de montura oscura y de cristales más negros que el futuro del suplicatorio de un inocente. Hay dos ventanillas contiguas que funcionan: la 12 y la 13. La 12 la ocupa una chica joven, sin duda en prácticas, que sonríe. Parece realmente activa, como si quisiera ella por sí misma absorber el trabajo de todos. Tiene la cara redondita y encima escucha. En 255


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lo que dura una consulta en la ventanilla 7, ella despacha a 3. Es posible que la despidan por hiperactividad. La hiperactividad en la Administración es un virus destructivo aunque en absoluto contagioso. El tipo de la 13 es más parsimonioso: le triplica en edad a la joven. Como está para jubilarse, sabe que los días tienen 24 horas, que cuando llueve escampa y que después del frío viene el calor. Y que el jefe es tan insignificante que apuesta por pasar inadvertido. Una señora se abre paso de forma impetuosa. Deja el cochecito del niño al final de la sala, debajo del reloj digital y de la pantalla de colores. Toma en brazos al niño y se sienta. Mira el reloj: el niño tiene que tomar teta. Empuja la señora sin recato a los tipos sentados a su izquierda y a su derecha. Tiene que sacar la teta y necesita espacio para hacerlo. Cuento ahora los chivatos: 8. Luego, 12. Es el bedel quien va pulsando los botoncitos uno a uno detrás de cada ventanilla. Imagino que es la hora en que el jefe del negociado se asoma a la barandilla, porque, casualidad, están encendidos todos los chivatos del lado derecho aunque la mitad de los funcionarios no esté en su puesto. Un viejo entra. Camina muy despacio, arrastrando los pies. Es el viejo de las doce. Ya se ha recorrido media ciudad en los autobuses municipales y ahora viene a descansar un ratito porque el cura ya ha candado la puerta de la iglesia al finalizar la misa de once. La chica del libro, me dice: — Ya verá cómo no se molesta en coger el ticket. Efectivamente, se dirige a uno de los asientos y se acomoda. Luego, cierra los ojos, y se duerme. Diez o doce gitanos entran de golpe. Cada uno ha cogido un ticket de color. Se sientan en el suelo formando círculo. Gritan, palmean y bailan. Ellos van a lo suyo. Y lo suyo es lo de los demás. El celador se retira por si acaso a la garita, que desde la cristalera se contempla el paisaje maravilloso de la mañana. Una gitana se 256


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saca de debajo de la saya un termo. Uno de los gitanos se levanta, se pone en medio del grupo y comienza a taconear con una soltura envidiable mientras que el resto canta: A la gitana Juana le han robado cinco hijos y no le pagan la indemnizaciónay, ay, ay que no le pagan la indemnización ay, ay, ay que no, que no que no le pagan la indemnización Uno de los que están a mi lado, dice: — Esto es España. Fíjese qué alegría. A estos les sobra la crisis. Eso es entender la vida sin enfados ni recriminaciones. — ¿Usted cree? Veo una cola enorme delante de la máquina de café. Se lo digo al que está a mi lado. Me dice: — Es el gran negocio de la Administración. Recauda más que con los impuestos directos. En cuanto concluye con los pasatiempos del periódico, añade: — Hay también una máquina de tabaco, no se crea. Porque aunque este sea un espacio sin humo, la gente sale a fumar a la calle. Estoy inquieto. — ¿Esto es así todos los días? —pregunto. El hombre me dice: — ¿Usted no viene mucho por aquí, verdad? — ¿Se nota? — Claro. Ya me he dado cuenta que no se ha traído usted una novela ni siquiera un periódico. Ya aprenderá a venirse con una revista de crucigramas. Aunque es posible que dentro de poco la Administración facilite ese servicio, previo pago, naturalmente. Es el futuro, señor. La Administración fomenta estas salitas de 257


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reclamaciones para cultivo del ocio y la convivencia entre los ciudadanos, no se crea.

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Un tipo muy extraño Es un tipo muy extraño: siempre tiene prisa. Siempre va corriendo. Lo mismo a las tres que a las siete. Un día decidimos seguirle. Mi amigo se puso un chándal azul y yo uno rojo. Cogió una calle y luego otra. Se detuvo en un jardín a oler una flor. Nosotros, también. Tomó el camino del río. Y nos extrañó. No es un lugar muy transitado. A la altura del puente, aguardó a que un pescador levantara la caña. Nosotros, también. Siguió bordeando el mar. En el acantilado, esperó agazapado a que la espuma de la ola jugueteara en el aire. Nosotros, también. Subió por la ladera del monte. Trepó a un árbol. Pegó un gritito loco. Nosotros, también. Cedió el paso a un ciego, saludó a una vieja, habló con un mendigo, hizo sonreír a un niño triste. Nosotros, también. Ahora son las siete. Ya vuelve a salir. De momento, sólo somos tres. Pero mañana, contigo, seremos cuatro. Ponte zapatillas de loneta para que no te duelan los pies.

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En la gasolinera Se desvió hacia la gasolinera sin marcar la intermitente. Lo hizo como medida de precaución para no avisar a los que pudieran venir persiguiéndole. Ralentizó al máximo la marcha, sin perder de vista la carretera que había dejado de lado, por si algún coche maniobrara de forma extraña. Se colocó en la calle de la izquierda, la de mejor salida. La contigua estaba vacía. Un viejo dormitaba recostado sobre una tumbona de tela, a la sombra del porche. Calor. Apagó el motor de su Sedán azul del cincuenta y ocho. Un par de pájaros se perseguían por el cielo. Era uno de esos días de pesadilla en una carretera recta y aburrida, de las que atraviesa siempre el mismo paisaje seco y desolado En la calle de la derecha, la más próxima a la caja, repostaba un descapotable rojo. Una rubia despampanante, de piernas largas, bien formadas y mirada suficiente, aguardaba apoyada sobre la trasera del deportivo, a que el empleado de la gasolinera concluyera la tarea de llenar el depósito. Un polo muy ajustado realzaba la esbeltez de su busto. Pensó: “Sólo una tía así puede conducir semejante descapotable rojo”. La mujer ni siquiera se molestó en mirarle. Lentamente, se apeó del automóvil. Se puso la chaqueta, se ajustó el nudo de la corbata y se colocó el sombrero. Se dirigió al empleado que estaba repostando el descapotable. — Llénamelo, chico. Y le lanzó las llaves. El muchacho, dijo: — Enseguida, señor. Impecable, se apreciaba la calidad de su traje. Se echó un dedo el sombrero para atrás y esbozó una sonrisa cínica. Era un tipo duro, de los que gustan a las mujeres. Acababa de tomarse su tercera taza de café en un bar de carretera, mientras revisaba de 260


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nuevo la fotografía, como siempre sentado en la última mesa, la más alejada de la entrada, donde se controlan mejor los movimientos. La camarera se le había insinuado sin demasiado gracia. Él le había dicho: — En otro momento, nena. Ella le había dicho: — Te espero detrás, cariño, todo el tiempo que quieras, con la puerta entreabierta. Puedo tomarme, si me lo pides, el día libre. Y si me llevas contigo, toda la semana e incluso el mes. En ningún otro momento hubiera rechazado una oferta como esa. Ofertas así forman parte de la profesión. Para poder escuchar es necesario saber dejar hablar a las personas. O sea, que además del placer hay algo de laboral en las relaciones humanas. Pero ahora tenía un trabajo pendiente. Llevaba el dinero en un sobre, oculto en el bolsillo interior de la chaqueta. — Para gastos y el cincuenta por ciento por adelantado —le había dicho el tipo gordo, de cara de cerdito, al entregárselo, mientras le mostraba la fotografía y la tarjeta con el nombre y la dirección objeto del trabajo. Era un buen pagador. Conciso, directo. Y punto. Tipos cara de cerdito los hay en todas partes. Estaba acostumbrado a trabajar con ellos. Mandados, recaderos, hombres de paja. Babosos. Con el pañuelo blanco para secarse el sudor del cuello. Meticulosos hasta el cansancio, aburridos, parcos en palabras, como si cobraran por los minutos de silencio. Repelentes. Los despreciaba. Pero éste pagaba puntualmente. Nunca se la había jugado. Y a él quién fuera su jefe le importaba un carajo. Esta vez el resto del dinero se lo ingresarían al concluir el trabajo en una cuenta bancaria. No era el método habitual, porque lo bueno del dinero es que no deje pistas. Pero tragó con la imposición. Y punto. — Son los nuevos tiempos —le dijo el cerdito—. No tengas miedo: es una cuenta opaca. 261


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Las cosas cada vez se estaban volviendo más difíciles. La crisis empuja a los jóvenes al riesgo y su profesión era, en el fondo, seductora. Coches, viajes, mujeres, copas, ropa de marca, acción y vuelta a la mediocridad del día a día hasta el nuevo encargo. Temía más a los free que a la propia policía. La policía tiene unos límites. Hoy por ti mañana por mí. Les gusta los jueguecitos de prendas. Venía pensándolo desde hace tiempo. Por la sexta parte de sus honorarios o acaso menos, los cara cerdito podían contratar a un joven sin escrúpulos para que le retirara de la circulación en una celada, concluido el trabajo. Y eso del banco le había hecho pensar. Doblaría las precauciones. Pero él tenía una reputación. Y los cara cerdito saben que de dejarle vivo tras una emboscada, ellos ya no volverían a acudir a ningún otro entierro. Meticuloso. Exacto. Nunca dejaba pistas. Nunca repetía motel ni restop. Ni chica. Excelente fisonomista, poseía una rara habilidad para descubrir al primer golpe la característica especial del tipo fotografiado que lo singularizaba de los demás. La forma de los ojos, el desplazamiento de la nariz, el juego de labios, el arqueo de las cejas. Luego, era cuestión de imaginárselo en las más variadas situaciones u ocultándose en los más atrevidos disfraces. Pero había algo en aquella fotografía que no le encajaba del todo. Como buen jugador de ajedrez calculaba meticulosamente los movimientos siguientes. Llevaba siempre consigo un librito de terminaciones para combatir las esperas. “Mackenzie-Parnel. EE.UU. 1890. Blancas juegan y ganan.” El tipo parecía algo afeminado. Le desagradaba especialmente ese colectivo. Sus desamores los arroja a las venganzas más sanguinarias. Era posible que se hubiera operado la nuez. El pañuelo al cuello como intentando la ocultación de la prueba. La barbilla perfecta, limpia, suave en apariencia. Los ojos. 262


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Tenía una buena reputación conseguida a base de no cometer excesivos errores. Todos cometen errores. Los errores forman parte de la existencia humana. Los errores sólo se cometen en el pasado. Lo importante es acertar en el sacrificio de piezas para recomponer el orden. Pero un error también puede resultar irreparable. Y en su negocio, un error puede perseguirte hasta acabar con tu vida. Por eso extremaba tanto las precauciones. Rápido, certero. Terminaba siempre lo que comenzaba. Sin cabos sueltos. Directo. Limpio. Sin escrúpulos. Un profesional seguro y frío. Fiable. Bien pagado. Con una buena presencia física. Cuarenta y cinco años. Un físico que devuelve seguridad. La debilidad de las mujeres. El sol comenzaba a reventar el paisaje. Le quedaba atravesar las colinas. Cuatro horas más de viaje. Después, el trabajo, lavarse las manos, un trago largo y vuelta de nuevo a la carretera. Cada vez se encontraba más tenso antes de empezar una misión. Miraba con un espejo los bajos del automóvil, abría el capó. Dejaba el coche al ralentí para detectar cualquier ruido extraño. Procuraba evitar las distracciones. Sólo se permitía la licencia del ajedrez, porque el ajedrez te permite suavizar las horas de espera, memorizando las partidas, sin descuidar la vigilancia de la puerta de entrada de los night-club o de los tugurios de apuestas. Se hizo la composición de lugar: la del descapotable tenía pinta de starlet abandonada por un caza talentos. Lo habitual. Una noche de frenesí y alcohol. Ni siquiera el coche sería de su propiedad. Había conocido a mujeres así a docenas. Distraídas por un mal sueño. Misses de cualquier punto del país que terminan en las gasolineras esperando la aparición de otro pringado obligado a convertirse en ángel temporal. Demasiado llamativa. Casi una alucinación. Se acercó a ella, y con suma delicadeza le retiró las gafas de sol. 263


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Se miraron un instante eterno. Ella le sonrió. Aquellos ojos azules, grandes, y hermosos los había visto en alguna otra parte. — ¿Nos conocemos? —preguntó ella amablemente. — Es posible. Aquellos ojos. Puso él en marcha su álbum de recuerdos. Esos ojos. — Me llamo Sandra —dijo ella. — Enséñame las muñecas. Las examinó él con atención. — ¿Eres policía? —dijo ella. — ¿Lo parezco? — Estoy limpia —aseguró ella. — ¿Viajas sola? — Sí —dijo ella. — Y estás aburrida. — Sí. — Y quieres follar. — ¿Cómo lo sabes? — Porque la noche ha sido corta. — Si aguanta él yo no me canso. — Y él ha aguantado poco. — ¿Tú qué crees? — Por eso necesitas ahora un poco de compañía. — Eres muy listo, ¿verdad? — Sólo perspicaz. — ¿Te envía entonces McGregor? —preguntó ella casi sin abrir la boca. — Es posible —mintió él. No conocía a nadie con ese nombre. — El muy cabrón me ha dejado tirada en la cama. Este es su coche. — Lo sé —dijo él—. Habrá tenido alguna urgencia. — Estaba segura que mandaría alguien detrás de mí. 264


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— ¿Por qué había de hacerlo? — Porque los hombres tenéis un orgullo enfermizo y querrá terminar lo que ni siquiera ha comenzado. — Eso suele suceder. — Pues no pienso volver con él —dijo ella con seguridad. — También sé eso. — Tirada como una colilla, ¿te imaginas? — Es lo habitual. — Cerdo. — Vamos —dijo entonces él, tomándola de una mano y llevándola tras de sí. La mujer dijo al chico de la gasolinera: — Apárcamelo a la sombra, chico. — Ok. Entraron juntos en los lavabos. Él cerró de golpe la puerta. Y comenzó a besarla. Primero con delicadeza; luego, frenéticamente, incluso algo violento. Ella se dejó desnudar hasta entregarse plenamente. Impresionante. De pie. La mujer se le colgó de la cintura, dando rienda suelta a su pasión, clavándole las uñas en los brazos. Quedó satisfecha, rendida. Abierta. Dijo : — Es lo mejor que me ha sucedido jamás. Un tic nervioso se dibujó durante unos minutos en sus labios extremadamente dulces Él la acompañó luego hasta el coche. Ella le dijo lanzándole un beso al aire: — Tengo gasolina para 500 kilómetros. — De acuerdo —dijo él. — Me detendré de nuevo a repostar. — Te buscaré. — Te estaré esperando. — Cuando concluya mi trabajo iré a tu encuentro. — Me encontrarás fácil. Esta carretera atraviesa muy pocas po265


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blaciones. — Lo sé. Esperó a que ella se alejara. En el restop encargó un perrito caliente con mostaza, una cerveza y el cuarto café de la mañana. Y se insinuó a la camarera. Estuvo un buen rato pensativo. Aquellos ojos azules Eso era lo bueno de los amores de carretera. Comienzan y acaban al momento. Trepidantes, salvajes. Y sin consecuencias. “Tahl-Veder. Riga. 1951. Blancas juegan y ganan”. Luego al ir a coger de nuevo la fotografía, se dio cuenta de lo sucedido. — Puta —masculló para sus adentros. Le faltaba el sobre con el dinero, la fotografía y la tarjeta. Esos ojos. ¡Eso era! ¡Los ojos! Pagó en metálico. Entró en los servicios, sacó violentamente a una mujer del retrete. Le miró de mala manera el bolso. La mujer protestó. Él la hizo a un lado. Buscó por todos los lados. — ¡Mierda! —gritó. Corrió hacia el automóvil, empujó al lavacoches y extrajo del porta documentos la Smith Wesson del 44. Y arrancó el automóvil. Luego. —o— — Puedo escribir, si a usted le parece, que hay una persecución. El tipo conduce con una mano y dispara con la otra. Mastica chicle. La policía alerta a todos los coches patrullas. El mismo comisario dirige la operación. Vuela el Sedán por los desniveles de la calle. Gana por los pelos el otro lado del puente. Un coche de la policía vuelca y se arrastra chirriante por la calzada hasta estrellarse contra un camión de la basura. ¿Qué le parece? — Dios mío, joven —dijo el editor—. ¡Fascinante! Desarrolle esta historia en trescientos folios, trocéela en el ordenador para que parezca moderna y vivirá de la literatura. 266


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Nena Nena, cualquier día de estos nos prohibirán los honorables hasta joder en la cama.

La tecnología del vacío aplicada a procrear fabricará niños pálidos como bombillas, mas eso sí, sin pecado original

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